Hacinamiento y escuelas del crimen.

 

En las últimas décadas Latinoamérica ha visto crecer la inseguridad ciudadana en forma explosiva, que puede apreciarse a simple vista mirando las noticias diarias sobre asesinatos y robos, y cuando paseamos por las calles y vemos las casas todas enrejadas.

 

carceles latinoamericanas

 

Las pandillas, el crimen organizado y la carrera delictiva de familias enteras que no han trabajado en más de una generación, e incluso son ayudadas económicamente por el estado, son los actores de la violencia.

Pero hay un eslabón fundamental que está fallando, la etapa de rehabilitación cuando los delincuentes caen presos.

Las prisiones en las Américas están entre las más superpobladas en el mundo, faltan recursos, pero sobre todo, no existe la voluntad política para convertir las cárceles en centros de rehabilitación, en lugar de las verdaderas escuelas del crimen como son ahora.

Sólo están quedando los esfuerzos que realiza la Iglesia con la Pastoral Penitenciaria, que además de cumplir su labor evangelizadora tras las rejas, maneja diversos programas de atención y promoción social integral para las familias, post-penados, deportados de las cárceles del exterior, personal de la guardia y funcionarios del servicio penitenciario.

EL ESTADO ABANDONA LA IDEA DE REHABILITACIÓN

Las cárceles en Latinoamérica han abandonado cualquier idea de rehabilitación de los reclusos, advirtió el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura, destacando cómo los sistemas penitenciarios alimentan la inseguridad y los grupos criminales en la región.

En respuesta a un video publicado la semana pasada, en el que se mostraba unas decapitaciones al interior de una cárcel de Brasil, Juan Ernesto Méndez de la ONU dijo al diario Folha de Sao Paulo que los presos abandonaban las cárceles peor que cuando entraron.

«En Latinoamérica (…) la situación es la siguiente: ponerlos en la cárcel y cerrar la puerta», dijo.

“Muchos países, como Brasil, han abandonado la idea de la rehabilitación. Todos debemos pensar que es un grave error abandonar la rehabilitación social y moral».

Los países no pueden culpar a la falta de recursos para justificar sus pobres cárceles, dijo Méndez, porque hay otros países del mundo

«que tienen un sistema penitenciario ejemplar y digno [a pesar del hecho de que] hay poco dinero».

El personal de la cárcel Pedrinhas en el estado nororiental brasileño de Maranhao entregó a Folha de Sao Paulo, la semana pasada, un video en que se mostraba a los prisioneros posando junto a los cuerpos decapitados. Un total de 62 reclusos fueron asesinados dentro de la cárcel Pedrinhas el año pasado, informó CNN.

LOS MAL LLAMADOS CENTROS DE REHABILITACIÓN

La aterradora violencia y el número de presos muertos están a la orden del día cada año en los sistemas penitenciarios a lo largo de la región, gravemente atiborrados de personas y con escasa financiación, los cuales con frecuencia se encuentran a cargo de los propios reclusos.

Estos llamados «centros de rehabilitación» han abandonado cualquier idea de ayudar a sus prisioneros a reinsertarse en la sociedad y hacen poco para mejorar la seguridad.

En Latinoamérica las prisiones a menudo se convierten en escuelas de formación y zonas de reagrupamiento para el crimen organizado.

Como Méndez señala, los recursos son sólo un tema que debe ser abordado. Si bien la seria falta de recursos de los centros penitenciarios de Latinoamérica es una de las principales razones de por qué han estado tan fuera de control, la falta de voluntad política para abordar realmente el problema y la falta de comprensión de lo que un sistema penitenciario eficaz realmente implica, son tal vez las principales causas del problema.

UN CASO QUE  MUESTRA QUIÉN TIENE EL PODER EN ALGUNAS CÁRCELES

En el corazón de San Pedro Sula, la ciudad más violenta del mundo, hay una cárcel que presume de vivir en paz. Un ladrón de 27 años que decapitó a su antecesor la gobierna con el respaldo de la mayoría de presos, que le consideran su benefactor. Su éxito allí donde el Estado no llega pone en evidencia el fracaso del sistema penitenciario hondureño, corrupto y desbordado.

La cárcel de San Pedro Sula es, vista desde fuera, un sucio muro de hormigón que finge albergar una cárcel. Pero dentro, sobre lo que edificó el Estado, los internos han levantado un pequeño pueblo con su propia ley de mercado, sus historias secretas, sus gentes trabajadoras, sus tradiciones y sus caciques que desbordan lo gubernamental.

No es una metáfora. A lo largo de los años, con madera o cemento, y con la tolerancia o rendición de las autoridades, los presos han construido nuevas celdas, ventanas, escaleras, segundos pisos y nuevos muros que acabaron con cualquier atisbo de estructura regular. Resulta difícil distinguir la edificación original de sus añadidos. La cárcel es hoy una espiral de callejuelas en las que en cada rincón golpetean talleres de hamacas o zapatos, mesas de apuestas, cafetines, carnicerías, fruterías, barberías, una joyería —en la que un preso funde plata, diseña joyas y compravende oro—, o una iglesia de techos altos y amplitud extraordinaria para este lugar abigarrado, en el que deberían habitar 800 presos y se soportan todos los días cerca de 2,500.

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El lugar es el símbolo perfecto de la falta de institucionalidad del sistema penitenciario de Honduras, abandonado presupuestariamente a su suerte y encomendado las últimas décadas a una Policía Nacional corrupta, acostumbrada a compensar con violencia arbitraria su falta de autoridad, porque no gobierna, en realidad, ni las calles ni esta cárcel.

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La masacre que coronó a José Cardozo, conocido como Chepe, sin embargo, comenzó a gestarse el día en que un líder brutal llamado Lázaro Francisco Brevé quedó libre y un hombre más brutal aun, Mario Henríquez, le sucedió al frente del penal. Hubo avisos, muertes previas, fumarolas por las que el penal liberó presión pero que auguraban más muertes. Una de esas fumarolas se levantó una tarde de febrero de 2012. Mario y su gente violaron a la visita de un preso de la celda 12 y durante toda esa noche la cárcel fue un campo de batalla. Fue la primera vez que Chepe intentó hacerse con el penal. Desde el exterior se escuchaban, cada pocos minutos, disparos, y en los callejones del sector paisa se desató una cacería esquina a esquina. Cuando amaneció y las autoridades lograron calmar los ánimos encontraron muerto a Luisito, el coordinador de la 12. Mario siguió en su puesto.

Un mes después, el 29 de marzo, sobrevino la erupción. Ese día hubo 14 muertos, asesinados a bala o a machete. A Mario, en venganza por sus propias formas, Chepe y los suyos le colgaron, le sacaron el corazón y se lo dieron a comer a su perro. Después mataron al perro. La cabeza del antiguo coordinador terminó sobre un tejado y el cuerpo de sus acólitos calcinados bajo una montaña de colchones en el patio del penal. La Policía, consciente de que asistía a una guerra por un territorio que no es suyo, solo se atrevió a entrar al recinto cuando los nuevos líderes paisas autorizaron la retirada de los cadáveres. Así se construyó la paz en el penal de San Pedro Sula.

Menos de dos años después de ajusticiar salvajemente al antiguo coordinador, Chepe se ha ganado el aplauso del resto de internos y de las autoridades porque ha puesto en marcha planes médicos y porque obliga a otros presos a ir a la escuela. Cada preso aporta dos lempiras semanales para sufragar las medicinas de los más pobres del penal o de sus familiares en el exterior. Desafiando lo absurdo, en un país en el que pocos tienen seguridad social, ir a la cárcel en San Pedro Sula te garantiza seguro médico. Además, cada preso paga los domingos una cuota, el “rolo”, para la limpieza de su celda y de las áreas comunes. En las celdas normales esa cuota es de cinco lempiras, pero los que tienen privilegios y celdas privadas pagan 10 o hasta 50 lempiras semanales. Con ese dinero, los presos que limpian los cuartos y letrinas reciben un pequeño salario.

Cuando a mediados de 2013 la gente de la Pastoral Penitenciaria le dijo que iba a cerrar su programa educativo en la cárcel porque solo tenían 36 alumnos y necesitaban un mínimo de 70, él reunió a toda la población y les amenazó con no firmarles cartas de buena conducta si no le mostraban antes un certificado de estudios. [Hoy en día, 140 reclusos se inscribieron en el programa].

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Le he preguntado a Chepe por su ley, por las normas de disciplina con que mantiene el penal en orden, así que cuando dice “lo golpean” quiere decir “mi gente lo golpea”. El subdirector Escalón admite que son los líderes de los presos, la “autoridad civil”, los que determinan a qué hora se levanta y acuesta cada interno, sus horarios de ducha y comida, las cantidades del rancho, quién tiene derecho o no a participar en actividades formativas o talleres profesionales, quién es confinado en una celda de aislamiento y por cuánto tiempo, qué castigo se impone para cada falta. El director del penal, los hombres uniformados que representan esa ficción llamada Constitución, solo intervienen cuando no hay más remedio, cuando los disturbios se prolongan el tiempo suficiente como para que lleguen las cámaras de televisión. No hay cómo evitar una muerte aislada. Probablemente no interesa evitarla.

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El de San Pedro Sula siempre fue un penal paisa. El 17 de mayo de 2004, en pleno fervor de la política policial antipandillas del presidente Ricardo Maduro, en plena Mano Dura, un cortocircuito provocó un incendio en el sector de la Mara Salvatrucha y los custodios mantuvieron los candados cerrados hasta que se quemaron vivos o asfixiaron 107 pandilleros. Tampoco llamó nadie a los bomberos, que tardaron hora y media en llegar. Ese día los paisas entendieron que incluso un Estado tan cruel con sus reos como el hondureño odia más a unos presos que a otros. A diferencia de lo sucedido en El Salvador o Guatemala, el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha nunca han logrado que se les asigne penales propios y sus miembros cumplen pena en sectores minoritarios de cárceles controladas por presos comunes.

Eso, sin embargo, no ha evitado que los penales, vencidos por el hacinamiento y la corrupción, acumulen una tasa de homicidios muy superior a la del resto del país. Por eso Chepe es valioso. Porque con sus hombres y las armas de sua hombres logra administrar lo que al Estado le estalla en las manos. En los 21 meses que lleva al frente del penal ha conseguido, incluso, que el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha se sometan a su régimen y no crucen las fronteras de sus sectores. El brazo de la justicia de Chepe no llega hasta los módulos de las pandillas y el de los retirados, pero los tres grupos saben que si causan problemas en territorio paisa sufrirán su ira.

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Aun así, los tiempos de paz tienen en la cárcel la consistencia de una figura de origami, y por eso pasea por sus dominios rodeado siempre de 10 hombres fornidos, de vestir pulcro y, es un secreto a voces en la cárcel, armados con algo más que cuchillos. Si le pasara algo, probablemente volverían los tiempos de zozobra y de lucha por el poder. O si le trasladaran. O si saliera libre, porque en teoría este año Chepe debería ir por fin a juicio.

Los extractos fueron obtenidos de un artículo publicado originalmente en El Faro. Vea el original aquí.

Fuentes: Insight Crime, Signos de estos Tiempos

 

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