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Reliquia de brazo de San Esteban

La historia, sobre todo la religiosa, narra un número bastante elevado de prodigios de sangre. Se trata de sangrado de cadáveres o partes de esqueleto o de objetos usados o pertenecientes de personajes santos. Uno de los sangrados más significativos es el de hostias, siendo el más común el sangrado llamado milagro eucarístico, que se produce ante dudas del sacerdote o para mostrar a los fieles la presencia de Jesucristo en la eucaristía.

 

CRUENTACIÓN EN PERSONAJES PIADOSOS

Cruentación (sangrado) al poco tiempo después de la muerte

Tal es el caso de San Andrés Avelino, fallecido en Napóles el 10 de noviembre de 1608. Sesenta horas después de su muerte, fluyó una notable cantidad de sangre de una leve incisión que se le practicara en la oreja. El Padre Faber en su Vie des Compagnons de saint Alphonse de Liguori, relata que incisiones hechas en el brazo y en la cabeza del cadáver del Padre Sarnelli, 48 horas después de su muerte, dieron sangre. «Uno de nuestros hermanos legos, al cortar los cabellos del difunto Padre Latessa, fallecido en 1755, por inadvertencia hirió la piel y de esa herida insignificante manó la sangre tan abundante que todos los vestidos del difunto se empaparon y nos vimos obligados a retirarlos y a distribuir los fragmentos, para satisfacer la devoción de los fieles».

Al Padre Pablo Caffaro, fallecido a la edad de 47 años en 1735, «se le abrió una vena antes de sepultarlo y en seguida corrieron de ella unas gotas de sangre». San Francisco Caracciolo, fundador de los Menores regulares, falleció en 1608 en Agnone (Italia). Se quiso embalsamarlo para llevarlo a Napóles. Más de sesenta horas después de la muerte, su cuerpo era flexible y a un golpe de bisturí del cirujano manó un raudal de sangre roja y perfumada.

Cruentación tardía

El cuerpo de San Bernardino de Sena sangró días después de su deceso. Lo mismo aconteció con el cuerpo del Padre Domingo Blasucci: «Se le retiró de su tumba 20 días después de su muerte, se le abrió una vena y la sangre fluyó como si hubiera estado viviendo».

El cadáver de Santa Catalina de Bolonia sangró tres meses después de su muerte. El padre José Landi, cuyo testimonio está corroborado por el del mismo San Alfonso de Ligorio, declara haber asistido a la exhumación del cuerpo del Padre César Sportelli, fallecido en Nocera de Pagani en 1750, y sepultado en una tumba húmeda desde tres años y siete meses. Abierto el ataúd, «aunque sus vestidos estaban deshechos y casi consumidos, su cuerpo estaba tan entero, flexible y hermoso, como el día de su muerte y exhalaba un olor suave. Nuestra sorpresa aumentó mucho más, cuando vimos que los intestinos no estaban corrompidos y que el estómago mantenía su elasticidad. Se hizo una sangría y, para gloria de su siervo, Dios permitió que la incisión manara gotas de sangre roja».

Cruentación a la orden

Aquí hallamos el fenómeno más notable y acerca del cual los testimonios son los más formales. Citemos el caso de San Gerardo Majella, para quien el 17 de octubre de 1755 fue labrada un acta notarial comprobando las hemorragias, habiendo ocurrido el deceso el día 15 del mismo mes, poco antes de la medianoche; el acta fue impresa en el legajo del proceso de beatificación ante la S. Congregación de Ritos. He aquí el relato del Padre Tannoja:

«Tres horas después de la muerte, se decidió practicar una sangría al santo cuerpo. «Durante toda vuestra vida habéis sido obediente, dijo el Padre Buonamano, por lo tanto yo os mando darnos esta prueba de vuestra virtud». Se abrió entonces una venda del brazo derecho e inmediatamente fluyó gota a gota de la incisión una cantidad superior a las dos libras de sangre, como si hubiera estado vivo. El cuerpo fue expuesto durante dos días… En seguida antes de la inhumación, el Padre Buonamano renovó la orden intimada al cadáver del santo joven, de sangrar todavía, y el cadáver dio una cantidad de sangre tan abundante como la primera vez. Además, todos los miembros se conservaban flexibles y una transpiración tan abundante cubría de perlas su frente, que se pudo impregnar algunos pañuelos».

Y el R. P. Thurston de quien se conoce el espíritu crítico, al reproducir ese relato, escribe: «Es absolutamente imposible suponer que el Padre Tannoja, de tendencias personales más bien rigoristas, haya afirmado a sabiendas hechos que supiera inexactos. Por otra parte, debió haber conocido todos los testigos de los hechos que relata.»

El bienaventurado Ángel de Acri, muerto en 1739, a la edad de 70 años, no tenía palidez cadavérica; sus miembros estaban suaves y él presentaba el sudor de la cara, mientras que la sangría fue negativa. Tres días después de su muerte, a la orden del Padre Superior, tendió el brazo y dio sangre. Este hecho fue presentado a la S. Congregación de Ritos, como prueba de santidad.

El Venerable Juan Bautista de Borgoña, de la Orden de los Frailes Menores, murió a los 26 años de edad en Napóles en 1726. Su cadáver sangró por orden de su Superior y continuó también sangrando después de la autopsia practicada por los cirujanos. Además se han conservado las declaraciones formales de esos cirujanos, que afirman en el proceso de beatificación que ese fenómeno y los demás observados en el cadáver, no podían explicarse, a su juicio, por la acción de causas naturales.

Estos hechos conciernen a Italia, donde parece que se le ha prestado una atención especial, pero, como dice el Padre Thurston, de quien los tomamos, idénticos casos se hallan en España y en los países del Norte.

Cruentación judicial

El Dr. Querleux, en su tesis, recuerda que «el cadáver de Enrique II sangró, se dice, a la vista de su hijo Ricardo (1189) y el de Luis de Orleans a la vista de Juan sin Miedo (1404): ambos reconocían a sus asesinos».

En realidad, es una tradición antigua y conservada mucho tiempo, que Dios puede permitir que un cuerpo sangre para denunciar a un asesino. Hallamos varios ejemplos, recogidos por el Dr. Garmann en una obra muy curiosa sobre los Milagros o Maravillas de los Muertos. «Es una vieja costumbre germánica —nos dice— la de convocar a los vecinos cuando se descubre a un individuo asesinado. Si niegan tener alguna responsabilidad en ese homicidio, se les conduce frente al cadáver. Se les propone una fórmula de juramento y se les obliga a tocar con el dedo o con la mano las heridas y el ombligo del cadáver, repitiendo tres veces: «Que Dios me dé un signo de que soy inocente de esta muerte», llamando al difunto por su nombre. Es también costumbre germánica conservar la mano o aun sólo el pulgar de la víctima y, si han corrido los años, cuando no queda más que la osamenta, poner a los sospechosos en presencia de esos restos: si éstos sangran, y parece que esto ocurrió, se someten los prevenidos a la tortura».

De todos modos, es difícil separar lo que hay de real y lo que hay de legendario en esas narraciones de cruentaciones judiciales. Garmann insiste sobre el hecho de que autores absolutamente dignos de fe han visto producirse la cruentación ante sus ojos. Tal el relato de Hipólito de Marsella, que, siendo gobernador de Albenga (prov. de Savona) debió investigar la muerte de un hombre asesinado de noche. Un anciano le aconsejó hacer desfilar ante el cadáver a los sospechosos. Cuando el culpable se presentó, las heridas del cadáver comenzaron a sangrar. El gobernador se quedó perplejo, pero coincidiendo otros indicios, el hombre fue sometido a la tortura y confesó.

En Ratisbona, en 1630, a la presencia del Emperador y de los Grandes del Imperio, un judío que había matado a un joven, hijo de un comerciante de Francfort, fue llevado cerca del cadáver; el reo comenzó a negar, pero confundido por la cruentación, confesó su delito.

Valleriola, médico muy estimado, muerto en 1584, atestigua también haber presenciado un hecho análogo.

La cruentación, en otros casos, se consideró como una prueba de inocencia del que fuera ejecutado injustamente. Libavius (muerto en 1588) que gozó gran fama y, según se dice, habló por primera vez de la transfusión de sangre, relata que un obispo que sospechaba de uno de sus familiares enriquecido, que hubiese robado, lo hizo crucificar. La sangre del desgraciado siguió fluyendo mientras estaba suspendido, lo que se consideró como un milagro que atestiguaba su inocencia.

Cruentación normal post mortem

Los autores que se han preocupado de los signos de la muerte, han estudiado el valor del síntoma «ausencia de hemorragia». «La sangre, nos dice Ferreres y Geniesse, que ha sido lanzada a las venas, se acumula en las venas cavas, en las cavidades del corazón derecho, los vasos pulmonares y el sistema capilar de esos mismos órganos (Ver Chierici, Icard). Estos fenómenos explican por qué, casi siempre, en los muertos y a veces en los casos de muerte aparente, la sección de las arterias o de las venas no deja aparecer sangre… La sangre que ha sido rechazada en gran parte hacia el centro, obedeciendo a leyes físicas descenderá hacia las regiones más bajas, se infiltrará a través de los tejidos y producirá las manchas o livideces cadavéricas. A veces se produce un fenómeno que es útil mencionar aquí: los gases que se desarrollan en el interior, empujando la sangre hacia la periferia, pueden hacer sangrar heridas abiertas, hacer salir sangre de la nariz, devolver a los ojos flojos y opacos una cierta apariencia de vida, etc..»

También los doctores Duvoir y Desoille, en su Practique médico-chirurgicale (1931), escribieron a propósito de los signos de la muerte: «Sobre todo, como se hace demasiado a menudo en la práctica, no se debe abrir una vena para demostrar que la circulación está detenida. Este procedimiento es malo, porque la llaga peligra sangrar, si no inmediatamente, por lo menos pocas horas más tarde, bajo los efectos de la putrefacción (circulación postuma)».

 

APRECIACIÓN DE LOS HECHOS

Para las cruentaciones que ocurren poco tiempo después de la muerte, fácilmente se presentan dos hipótesis:

La primera es definida por el R. Padre Thurston: «La conclusión firme es que en Napóles se espera que el cuerpo de toda persona santa fallecida, debe sangrar. Y se siente cierta pena al provocar la duda que esta convicción haya podido hacer inhumar determinadas personas especialmente santas, antes que su muerte hubiese sido comprobada por los signos habitúales de la descomposición». En otro lugar, a propósito del Padre Caffaro, dice: «Por lo que parece, se procedió lo mismo, en seguida, a la sepultura, procedimento que hoy podría dar lugar a una investigación judicial y, tal vez, a una condena por asesinato».

La segunda hipótesis es que se trata de cruentación debida simplemente a la circulación postuma, causada por la putrefacción.

Pero el examen de los hechos demuestra que si las dos hipótesis han podido a veces corresponder a la realidad, no pueden absolutamente explicarlo todo. Justamente cuando expresaba su temor por inhumaciones prematuras, antes de hallar los signos de la putrefacción, el R. Padre Thurston citó el caso del bienaventurado Buenaventura de Potenza, que falleció en Napóles en 1711. Por orden de su Superior levantó el brazo derecho para ser sangrado; hubo abundante efusión de sangre y la cara se cubrió de sudor, mientras que los miembros permanecían flexibles. «De cualquier manera, escribe el Padre Thurston, parece bien comprobado que el cuerpo estaba perfectamente conservado, cuando fue exhumado treinta años más tarde». Estoy absolutamente de acuerdo con el R. Padre Thurston para lamentar que no se hayan esperado los signos de la putrefacción, pero ¡se ve que a veces hubiera debido esperarse bastante tiempo! En todo caso, no tenemos motivos para suponer que la muerte es menos exacta, cuando los contemporáneos han comprobado, que treinta años después, el cuerpo se hallaba en el mismo estado. Además, en esos casos la circulación postuma nada tiene que ver, porque no podemos suponer que la putrefacción, una vez iniciada, podría detenerse para dejar finalmente un cuerpo intacto numerosos años más tarde.

Por lo tanto, si la búsqueda de la sangría de los cadáveres, poco después de la muerte, como signo de santidad puede ser considerada como prácticamente carente de valor, la conservación ulterior del cadáver daría a ese signo un valor real.

Por otra parte, la emisión tardía de sangre, sobre todo la cruentación «por orden» parece verdaderamente poderse interpretar como un fenómeno milagroso.

Y por lo que se refiere a la cruentación judicial, no nos parece imposible que Dios haya escuchado las oraciones de los que le pedían un signo de inocencia o de culpabilidad, para asegurar una justicia mejor. Dios no sabe qué hacer con nuestros pequeños juicios humanos, pero una fe ardiente y profunda puede obtenerlo todo de El.

 

SOBRE OBJETOS MATERIALES

Los prodigios de sangre no se encuentran solamente sobre el cuerpo humano, sino también sobre objetos materiales: osamenta, objetos diversos, hostias.

Osamenta

Un prodigio, que en su época tuvo una enorme repercusión y dejó vestigios materiales importantes, fue el del «brazo» de San Esteban, en Besanzón. Se sabe que en el año 415 se descubrieron en Jerusalén los restos de San Esteban. A propósito de este descubrimiento, dice el Padre Lagrange: «El hallazgo de las reliquias de San Esteban en una época de fe, pero también de duda y de crítica, de competiciones encarnizadas y de controversias interminables, aceptado por todos los partidos y todas las Iglesias, nos parece uno de los hechos más ciertos de la historia». En 444, San Celedonio, elegido obispo de Besanzón, fue depuesto por un Concilio reunido por San Hilario, obispo de Arles; San Celedonio apeló al Papa y fue a Roma. Otro Concilio lo restableció en todos sus derechos. Una carta del Papa San León lo comunicó a los obispos de la Secuania y de la provincia de Vienne, mientras que una constitución del emperador Valentiniano III, dirigida a Ecio, gobernador de las Galias, recordaba su deber de sumisión al Pontífice romano (8 de julio de 445).

A raíz de estos incidentes, y probablemente para indemnizarlo de tantas molestias, el emperador de Oriente, Teodosio el Joven, dio a San Celedonio una reliquia de San Esteban para su basílica destinada a ese mártir. Hacia 446 una deputación llevó los huesos de un brazo de San Esteban, que fueron recibidos solemnemente por el obispo de Besanzón, en presencia de la emperatriz de Occidente, Galla Plácida, acompañada por el obispo San Gaudioso.

«Se hallaban presentes otros diez obispos de las Galias, escribe el historiador Dunod; y habiendo ellos pedido a Celedonio algunas partículas de un hueso del brazo de San Esteban, aquél comenzó a despejar fragmentos con una pequeña pinza, y de allí manó la sangre en cantidad suficiente como para dar un pequeño frasco a cada obispo y conservar una parte también en Besanzón. San Gaudioso se llevó un frasquito que se encuentra en Napóles. Gregorio de Tours habla de otro que se conservaba en su época en Bourgues. Un tercer frasquito está en el tesoro de San Severino en Colonia. Cuando, en 1137, se abrió el sagrario del altar principal de la iglesia de San Esteban de Dijón, se halló otro frasquito con una partícula del brazo de San Esteban; fue probablemente por esas reliquias que la iglesia de San Esteban de Dijon fue dedicada al mártir por el obispo de Langres, que se halló presente a la recepción del brazo de San Esteban, en Besanzón. El cartulario de esa iglesia y sus Lecciones propias del Oficio de San Esteban, concuerdan con las muestras acerca del milagro y comprueban el del frasquito y de los huesos hallados en el sagrario del altar a comienzos del siglo XII».

Ciertos autores llegan a pensar que fue el esplendor del milagro lo que determinó a fijar la fecha del 3 de agosto, día de la recepción de las reliquias de Besanzón, aunque el cuerpo de San Esteban haya sido descubierto en el mes de diciembre.

De cualquier manera, esa narración fundada en los manuscritos y breviarios bizantinos, corresponde notablemente a las inquietudes que manifestara, hace algunos años, el R. Padre Thurston acerca de la autenticidad de la sangre de San Esteban conservada en Napóles.

«En la iglesia de San Gaudioso, — escribe — se conserva un frasquito que se pretende contenga sangre de San Esteban, protomártir. Es citado por Eugenio, en 1624; en 1664, Sabbatini, testigo sabio y bien informado, habla en estos términos: «Nuestra ciudad de Napóles, conserva el precioso tesoro de sangre de ese santo (San Esteban), que, durante el canto del himno Deus tuorum militum, se licúa a la vista de todos los presentes, prodigio del que fuimos testigos muchas veces, porque le hemos visto antes sólido y en seguida licuado».

«Ahora bien, Eugenio nos dice en Napoli Sacra, pág. 198, cómo se halló accidentalmente esa reliquia en 1561. Se sabía que debía tratarse de sangre, porque el contenido del frasquito era negro y duro, pero se supo que era sangre de San Esteban, porque uno de los canónigos de nombre Luciano, tomando el frasco en sus manos, tuvo de pronto la inspiración de invocar al santo Mártir con las palabras Video cáelos apertos, etc., después de lo cual la sangre se licuó y aumentó de volumen, que hubo necesidad de verterla en otros dos pequeños frascos».

Parece verosímil que la «inspiración» del canónigo Luciano no debe haber sido fortuita, resultando de una tradición que atribuía la sangre a San Esteban. Agreguemos que San Gaudioso dio su nombre a la catacumba de Napóles en que fue inhumado (Dict. d’archéologie chrétienne de Cabrol y Leclerq). Era obispo de Abitina en África y, echado por la persecución de los Vándalos, halló refugio en Napóles en el año 439 y murió el 28 de octubre de 453.

Advirtamos, acerca de la sangre de San Esteban, que la crítica, aun bien intencionada y competente, tiene oportunidad de tomar como modelo la prudencia de la Iglesia, que estima que las reliquias antiguas deben mantenerse veneradas allí donde han estado hasta el presente, a menos que en un caso particular haya razones ciertas para considerarlas falsas o supuestas (Cod. juris. can. 1284-1285).

Sin conocer los documentos de la Iglesia de Besanzón, de la de Dijon, de San Gregorio de Tours, etc. el R. Padre Thurston, declara:

«Para mí, y, yo estoy convencido de ello, para todos los que han estudiado seriamente la hagiografía, la única solución absolutamente inadmisible es la que nos obligaría a creer que la pretendida sangre milagrosa de San Juan Bautista, de San Esteban, de San Lorenzo, de Santa Úrsula y de otros, es parte de restos auténticos del líquido vital que corrió un tiempo en las venas de las personas históricas que llevaron esos nombres. Y si las reliquias no son auténticas, ¿cómo se podrá creer que cada año, y aun varias veces en el año, la Omnipotencia divina derogue las leyes físicas del universo, para satisfacer la curiosidad o la credulidad de un puñado de fieles y convertirse de este modo, en alguna medida, en garantía de una mentira?»

Por cierto, la «sangre de San Esteban» no es la que fluía en las venas del mártir, sino otra que provino milagrosamente de un hueso del santo; pero ¿es menos sangre de San Esteban de lo que fueron los peces y los panes, el alimento multiplicado por el Salvador, al partir pocos panes y pocos peces? Además parece perfectamente comprensible y digno de la solicitud divina, que Dios supla las lagunas de nuestros archivos, la ignorancia de nuestra erudición, con un prodigio que preste autenticidad a la sangre que Él ha creído útil crear milagrosamente. La prudencia es seguramente una norma, para todo lo que concierne al misterio divino; pero ella se impone por lo menos en la misma medida sino más, a la duda o a la negación que a la afirmación, porque todo es posible a Dios, ¡y nuestro espíritu es tan limitado en sus conceptos y en sus conocimientos!

Objetos diversos

Hallamos un ejemplo antiguo en una carta del Papa San Gregorio Magno a la Emperatriz Constantina, esposa de Mauricio, que había pedido una reliquia importante de San Pablo, que él no quiso regalar. «Todo lo que hacemos, escribe, es enviar en un cofrecillo de boj, una pieza de seda o de lino (brandeum) que ha sido colocada sobre el sagrado cuerpo del Santo. Y grande es la virtud de esta clase de reliquias; así, en la época del Papa León, de santa memoria, los Griegos dudaron acerca de estas reliquias y el Pontífice se hizo traer tijeras, cortó el brandeum y la sangre manó en el lugar de la incisión».

Hasta nuestros días se han producido muchos casos análogos.

Hostias

La historia religiosa ha registrado numerosos prodigios consistentes en el ensangrentamiento de hostias, que llegó hasta un verdadero y propio flujo de sangre. La ocasión ha sido a menudo en caso de su profanación: como las hostias de Billettes en 1290, de Aviñón en 1554, que, perforadas a puñaladas, dejaron fluir sangre; las de Gantes en 1354, robadas por ladrones y las de Napóles en 1581 profanadas por un comulgante, que dieron sangre en abundancia. En otros casos se trató de sacerdotes que dudaron acerca de la presencia real. El célebre milagro de Bolsena se realizó en una ocasión semejante.

Fue en 1263; un sacerdote alemán, honesto y piadoso, pero atormentado por las dudas acerca de la presencia real, fue a Roma. Llegado a Bolsena, en la diócesis de Orvieto, celebró la Misa en la iglesia de Santa Catalina, cuando en el momento de la elevación, la hostia apareció cubierta de sangre y esa sangre corrió sobre el corporal. El sacerdote quiso llevar hostia y corporal a la sacristía, pero algunas gotas cayeron al suelo, manchando cinco baldosas de mármol. La Santa Hostia y el Corporal se llevaron a Orvieto, donde se hallaba el Papa Urbano IV. Las cinco baldosas de mármol fueron sacadas del pavimento; cuatro quedaron en Bolsena y la quinta fue depositada en la iglesia de Perchiano, en la diócesis de Amalia. Varios prodigios hicieron ilustres esas reliquias. Por lo que se refiere al milagro de Bolsena, tuvo tanta repercusión que el Papa Urbano IV aprovechó la ocasión para establecer, definitivamente y a perpetuidad en la Iglesia universal, la fiesta del Corpus Domini, llamada en Francia Féte-Dieu.

Otras veces se trató de un sacerdote que temió que una consagración de hostias no fuese válida. Así, en 1833, en Rupt-aux-Nonnains (Mosa), el abate Cristóbal Simón estaba por administrar la primera Comunión a los niños de la parroquia. Tuvo dudas sobre la validez de la consagración de 70 pequeñas hostias que había colocado sobre el corporal. Mientras recogía las partículas caídas de las pequeñas hostias, «vio esas partículas hinchadas al llegar al borde de la patena, casi hasta el tamaño de un grano de cebada, tomar primero un color anaranjado, luego un rojo más vivo, para reventar en seguida y expander una sangre viva y bermeja. El estimó en dos cucharaditas la cantidad de sangre milagrosa que se reunió en el medio de la patena y en ciento cincuenta las manchas que dejaran las gotas penetradas en el corporal». El abate Julio Morel, que relata este hecho, dice que un acontecimiento parecido se produjo cuatro veces el 7 de febrero, el 29 de abril, el 8 de mayo y el 15 de mayo de 1859, en Vrigne-aux-Bois en las Ardenas.

Prodigios de esta naturaleza ocurrieron en Asti, el 25 de julio de 1533, en la iglesia de San Marcos y el Papa Pablo III reconoció la autenticidad del milagro, otorgando indulgencias, y el 10 de mayo de 1718 en la iglesia del establecimiento Migliavacca. Se conserva el cáliz manchado de sangre en este último milagro.

Vino consagrado

Agreguemos a las hostias que sangran, la transformación del agua y del vino de la Misa en líquido sanguíneo. El Padre Yepes, en su Chronique genérale de Vordre de Saint-Benóit (Valladolid 1613), relata haber venerado en la iglesia del monasterio de Cebrero en Galicia, dos ampollas conteniendo una, una Hostia, parecida a un trozo de carne desecada, y la otra una masa parecida a sangre recién coagulada. Estas reliquias son consecuencia de una duda emitida por el capellán del monasterio, extrañado de la piedad de un labrador que había desafiado la tormenta y el cansancio, para «ver un poco de pan y de vino». La hostia se transformó en carne y el cáliz se llenó de sangre. Largos años después, la reina Isabel de Portugal ordenó colocar la hostia y el cáliz en ampollas de cristal.

Los Annali de Camáldoli conservan la relación de la duda sobre la presencia real que asaltó al Padre Lázaro de Venecia, prior del Monasterio de Bagno (Italia), en 1412, después de la consagración. El vino consagrado tomó el aspecto de sangre viva y roja, hirvió y desbordó el cáliz sobre el corporal, que se conserva en la iglesia de Santa María de Bagno.

En 1429, en Alkmaar, en Holanda, un sacerdote dejó caer algunas gotas de vino consagrado sobre su casulla. Los sacerdotes que examinaron la casulla después de la Misa, hallaron que las gotas, de vino blanco, habían dejado en la tela tres manchas rojas, como de sangre. Se cortó esa parte de la casulla que se la echó en el fuego; pero la tradición afirma que el trozo de casulla quedó suspendido sobre las llamas. De todos modos, la reliquia fue conservada y monseñor Bottemanne, obispo de Haarlem, pudo declarar en 1897 su autenticidad y autorizar un culto público.

 

APRECIACIÓN DE LOS HECHOS

La realidad de los hechos parece indiscutible: han ocurrido generalmente en público, han sido objeto de investigaciones civiles y religiosas inmediatas, guiadas por el espíritu del Concilio de Colonia, que en 1452 recomendó la mayor prudencia en el examen de tales prodigios; a menudo los autores de la duda o de la profanación se denunciaron por sí mismos, mereciendo duras penitencias o crueles suplicios; finalmente, la sangre resultante del milagro quedó muchas veces como testimonio material y duradero del milagro.

Una explicación que estuvo singularmente en boga, a tal punto que nosotros también la hemos oído enunciar por el profesor de biología de una Facultad de Ciencias, en pleno curso de «P. C. N.», y que en 1934 hallamos afirmada como realidad en una revista de medicina, es la del bacillus prodigiosus. El Larousse du XX° siécle nos lo explica en estos términos: «Bacillus prodigiosus. — Pequeño bacilo corto, fácilmente colorable, aerobio. Se desarrolla bien en todos los medios de cultivo habitual, siempre que se halle al abrigo de la luz, y está caracterizado por la hermosa coloración roja de sus colonias, cuando se desarrollan en un medio suficientemente aireado y a una temperatura de cerca de 20 centígrados. Se nota sobre el pan, en la leche, en las patatas, y causa el fenómeno, un tiempo misterioso, de las hostias que sangran. No parece ser patógeno».

Veamos el origen de esta perfecta certidumbre desde el punto de vista de la interpretación natural de las hostias sangrantes. El Dr. Truessant escribe:

«Muchos de los fenómenos que han sorprendido la imaginación de pueblos ignorantes y crédulos, se deben solamente a la presencia de microbios colorados (microbios cromógenos). En 1819 un cultivador de Liguara, cerca de Padua, notó con terror manchas de sangre salpicadas sobre una sopa de maíz hecha la víspera y encerrada en su armario. Al día siguiente, manchas parecidas se vieron sobre el pan, la carne y todos los alimentos que se hallaban en el mismo armario. Se creyó naturalmente en un milagro, en una advertencia del cielo, hasta el momento en que se decidió someter la causa del prodigio a un naturalista de Padua, que reconoció fácilmente allí la presencia de un vegetal miscroscópico que Ehremberg halló en circunstancias análogas en Berlín en 1848 y que denominó Monas prodigiosas… Es para los modernos el Micrococcus prodigiosus. Se le ha visto no sólo sobre el pan, sino también sobre hostias, en la leche, en la cola, y en general sobre las sustancias alimenticias o harinosas, expuestas al calor húmedo. Según Rebenhorst, que lo estudió recientemente, este microbio sería muy polimorfo…» (Les microbes, les ferments, les moissures, Alean, París, 1886).

Es absolutamente posible que hostias hayan sido contaminadas por ese microbio y hayan presentado manchas debidas a su proliferación. Pero es suficiente comparar los casos principales de hostias sangrantes con los caracteres biológicos o bacteriológicos del bacillus prodigiosus, para ver que esta explicación es netamente inadmisible al respecto. En realidad, el bacilo se desarrolla bien, siempre que se halle al abrigo de la luz, esté aireado, a cerca de 20 centígrados de temperatura, y sobre substancias alimenticias o harinosas expuestas al calor húmedo.

Ahora bien, en Bolsena, Asti, Rupt-aux-Nonnains y en otros muchos casos, el prodigio se ha efectuado en plena Misa; la hostia se hallaba pues en plena luz; además parece poco probable que la temperatura de 20 centígrados haya sido frecuente en las iglesias, sobre todo en Rupt-aux-Nonnains (Mosa), donde la primera Comunión, día del acontecimiento, tuvo lugar ese año, por la muerte del párroco, el mes de enero, el domingo después de la Epifanía. Además parece difícil que se haya realizado la condición del calor húmedo: una hostia húmeda es considerada normalmente como alterada y no utilizable.

En todo caso, el prodigio es instantáneo, lo que no corresponde fácilmente a una proliferación microbiana: la hostia, normal antes, aparece o se torna cruenta. No se puede suponer que el microbio se haya desarrollado en el interior de la hostia y sea libertado por su rotura: una hostia está hecha de pasta homogénea, no en forma de hojaldre y no brinda fisuras en su conjunto; por otra parte el microbio es aerobio y se desarrolla en la superficie y no en el interior. Finalmente la producción de sangre es tal que en pocos minutos manan gotas múltiples, fenómenos del que no conocemos otro análogo en bacteriología.

No olvidemos que corre de los huesos de San Esteban tanta sangre como basta para ofrecer frasquitos a Bourges, a Napóles, a Colonia, a Dijon, etc. El «brandeum» de San León no es una substancia alimenticia. Ante los hechos, el papel del bacillus prodigiosus parece, pues, una hipótesis falaz y sin valor. Si hemos de buscar la economía del milagro, la producción o exaltación por parte de Dios de un fenómeno biológico normal, nos parece más sencillo, en lugar de recurrir a una proliferación extraordinaria del bacillus prodigiosus, creer que la sangre humana se forma a costas del pan y del vino y que la transformación en alguna forma, in vitro, fuera del organismo, no es tal vez un milagro supra naturam o contra naturam sino solamente (!) praeter naturam. En todo caso, parece que desde el punto de vista científico, la acción de Dios se manifiesta plenamente en la mayor parte de estos prodigios cruentos.

 

LA SANGRE FUERA DEL CUERPO HUMANO

La sangre, fuera del cuerpo humano, ha presentado a menudo fenómenos de licuación, retomando el aspecto de la sangre fresca, de ebullición, de aumento o reducción de volumen y de peso, que a veces han parecido hallarse en relación con objetos, orígenes o actos religiosos, y revestir un carácter sobrenatural. Hallamos, por ejemplo, desde el punto de vista judicial, la apelación al testimonio de Dios. El Dr. Germann refiere, según Libavius, la historia de un hotelero, que en 1505, en Tigur, había asesinado a un mercenario y había escondido el cadáver en un bosque. Hallado el cuerpo, el hotelero fue confundido por la cruentación de un puñal hallado sobre el cadáver y que se cubría de sangre en su presencia. A veces ocurrió eso con los vestidos de la víctima, manchados de sangre.

De cualquier modo, el caso más célebre y universalmente conocido es el de la sangre de San Jenaro, en Napóles, que todos los años, desde hace siglos, se licúa en público y en condiciones de contralor civil, religioso y científico absolutamente exacto. Pero su gloria lo hace considerar como único y se olvidan los prodigios análogos. Diremos, pues, unas palabras sobre éstos, antes de ocuparnos en su examen.

Sangre que permanece líquida

Encontramos muchos ejemplos de este fenómeno en los artículos del R. Padre Thurston.

La sangre del cardenal Leandro Colloredo, muerto en Roma en el año 1709, y proveniente de una sangría practicada la víspera, se halló coagulada dos días más tarde. Pero fragmentos de este coágulo, colocados en una ampolla, han vuelto al estado líquido, cuando se miró la ampolla al cabo de un mes. La sangre seguía siendo líquida en 1738, cuando el Padre Pucetti, que refiere el hecho, escribía la vida del Cardenal.

El Padre Silos, en su Histoire des cleros réguliers, escrita en 1666, atestigua haber comprobado personalmente el estado líquido de la sangre de un padre teatino, Francisco Olimpio, fallecido en Napóles en 1639, sangre conservada en una ampolla perteneciente al principe Francisco Caetani.

Del bienaventurado Bernardino Realini, muerto en Leece en el año 1616, varios testigos declararon en el proceso de beatificación que se habían conservado varias ampollas de su sangre. En algunas la sangre se coaguló y se endureció, en otras quedó líquida y perfumada más de un siglo, en otras el volumen aumentó al punto de llenar la ampolla, normalmente llena por la mitad solamente.

Una ampolla de sangre del Venerable Juan Bautista de Borgoña, fallecido en Napóles en 1726, estaba líquida todavía en 1864 y fue enviada a Roma por orden de Pío IX, para el proceso de beatificación.

Anotemos, finalmente, entre muchos otros casos, el del padre Antonio Montecúccoli, que fue General de los Capuchinos en 1633 y que falleció en retiro en 1648. El Dr. Pellegrini, ayudado por otro médico, le sangró antes de su muerte y dos días después; una ampolla permaneció líquida cuatro años, otra seis y otra, perteneciente al Dr. Pellegrini y que contenía sangre retirada por lo menos una semana antes de la muerte, estaba líquida todavía y sin rastros de corrupción dieciocho años más tarde.

Estos diferentes casos nos presentan, por lo tanto, ejemplos de fluidez, ya conservada, ya recobrada, después de un corto período de coagulación. Esa fluidez se conserva por un tiempo variable que va desde algunos años hasta más de 138. Finalmente, tenemos a veces el aumento de volumen.

Sangre con licuación múltiple

He aquí entretanto otro género de fenómenos. En primer lugar la sangre de nuestro colega San Pantaleón, cuidadosamente examinada en 1924, por el capitán inglés I. R. Grant, en Ravello, cerca de Amalfi (Italia). El relicario se halla en la capilla del Santísimo Sacramento de la cátedra.

«El relicario es un vaso de vidrio en forma de disco circular, cuyas caras son planas. Contiene en su parte inferior… un asiento de substancia oscura opaca, que según la tradición sería un poco de arena o de tierra, sobre la que se volcó la sangre, cuando la cabeza del mártir fue separada del cuerpo. Sigue inmediatamente una capa de substancia blanquecina y sobre ella una capa muy estrecha, parecida a una cinta de sangre, de color pardo oscuro; todo perfectamente opaco. Encima hay una capa de materia que parece desecada, finalmente un poco encima de esta última, una línea de minúsculas ampollas desecadas, que marca el nivel más alto alcanzado por la materia adiposa durante la licuación. Más alto todavía, y enteramente separadas del resto se ven en el interior del vidrio, algunas placas no transparentes, de color rojizo. Sobre la cara exterior del relicario hay un depósito notable de fino polvo, que comprueba que no se la ha tocado desde hace mucho tiempo. Se ve además una gran grieta que comienza un poco debajo del nivel de la sangre, toca la parte superior del relicario y se prolonga sobre el otro lado. Fué, se dice, el resultado de un accidente. En 1759, la sangre estaba líquida; un canónigo acercó la llama de un cirio al vidrio, que se resquebrajó. La sangre comenzó a filtrar a través de la grieta. El canónigo suplicó al Santo que detuviera el desastre. La sangre cesó en seguida de filtrar, pero quedan sobre la pared exterior, a lo largo de la grieta, algunas gotas de color pardo oscuro, como de cera; me pareció que la grieta era demasiado marcada para que retuviera un líquido cualquiera por sobre su nivel. El sábado 19 de julio de 1924, inmediatamente después de la Misa de las seis, el arcipreste me invitó a subir sobre la pequeña plataforma detrás del relicario y a examinar su contenido. Era la primera vez que yo lo veía después de la fiesta de la Traslación, en mayo, y no había cambio apreciable.

El viernes siguiente, 23 de julio, a la misma hora, subimos de nuevo juntos sobre la plataforma. En seguida, nada hubo que observar. Mientras todos nos pusimos un instante de rodillas, el arcipreste recitó una breve oración; cuando nos levantamos, vimos que la licuación había comenzado ya. Todos observamos distintamente que la parte izquierda de la estrecha banda de sangre había tomado color vivo, del tinte de un rubí. Examinando el relicario de frente, vi muy claramente que las gotitas pardas oscuras que estaban en la parte exterior de la grieta, se habían humedecido, volviéndose casi enteramente líquidas, aunque su color permaneciera el mismo… El 26 de julio la licuación no era todavía completa; el 27 de julio pude comprobar que el prodigio se había cumplido enteramente por la mañana. No podía tenerse la menor duda sobre el carácter líquido de las gotitas, anteriormente endurecidas, que adherían a la parte exterior del recipiente, y un examen más atento hecho el martes 29 de julio me demostró que las mismas eran de un rojo oscuro, si se proyectaban sobre la sangre colocada en el interior y un rojo más claro, si se destacaban sobre la sustancia lechosa citada más arriba…

Así he descrito mis propias observaciones acerca de este prodigio de Ravello. Otra porción de la sangre de San Pantaleón se conserva no sólo en Napóles, como lo indicó el Padre Thurston, sino también en el Convento de la Coronación de Madrid. A mi solicitud, Cronin, doctor en teología, observó los fenómenos concernientes a esa reliquia; él comprobó que el cambio ocurre la víspera de la fiesta .(26 de julio), mientras es objeto de la veneración de los presentes. Se conserva en la iglesia, en una ampolla móvil. La sangre consiste en una masa dura, seca, sólida, como una especie de barro cocido de un tono pardo muy oscuro, que toma el aspecto de la sangre fresca, líquida y de color vivo. Permanece en ese estado el día de la fiesta, luego se solidifica progresivamente, durante la noche siguiente. En Ravello, en cambio, se comprueba que la sangre permanece líquida durante más de seis semanas después de la fiesta; mientras que la conservada en Valle della Luciana y que también vi, queda líquida todo el año… Me atrevo a expresar mi convencimiento de que los hechos que he visto y descrito, no parecen susceptibles de ser explicados por causas naturales».

El Dr. Isenkrahe refiere en su libro, además del estudio de la sangre de San Jenaro, la visita hecha en 1911 a la iglesia de Santa María de la Merced y de San Alfonso.

«Se conserva allí una ampolla conteniendo sangre de San Alfonso de Ligorio (1787). El párroco muestra con placer la reliquia a los extranjeros: se trata de un pequeño relicario en cuyo centro hay un pequeño recipiente de vidrio en forma esférica, cerrado por un tapón de corcho, y de un pulgar y medio, aproximadamente, de diámetro. En el fondo del vaso hay una substancia en apariencia consistente, de color oscuro y adherente a la pared. El párroco se puso de rodillas, recitó una breve oración, dio vuelta el relicario y se vieron correr hilitos rojos de sangre. Tres días después, el profesor Isenkrahe volvió acompañado por un amigo. La licuación se produjo en idénticas condiciones. Interrogando al párroco, que en ese entonces era monseñor Arnaldo Nappi, supo que la licuación se realiza por completo si se espera un período suficiente; la solidificación se hace poco a poco; el prodigio se ve tanto a la luz del día como a la de un cirio; no depende ni de la temperatura, ni de la estación, etc. Nunca se ha visto la sangre licuarse antes de rezarse la oración. Por otra parte, después de seis años de experiencia, monseñor Nappi tampoco afirmaba que hubiera visto el fenómeno producirse antes del rezo».

Volvamos ahora al milagro de San Jenaro. La sangre de San Jenaro, martirizado en el año 305, se conserva

«en dos ampollas o pequeñas redomas de cristal, de dimensiones desiguales. La grande, de cuello estrecho, pero de flancos redondeados más grandes, parece una pera aplastada, con una capacidad de cerca de 60 centímetros cúbicos; contiene una sustancia hasta la mitad de su altura más o menos.

La pequeña tiene una forma delgada y alargada; la substancia se halla en ella sólo en el estado de manchas leves, rojizas, sobre las paredes internas.
Ambas están libres un tiempo y se verificaba el estado de la substancia con un pequeño estilete de plata. Desde hace tres siglos, están encerradas en un relicario.
El relicario está formado por un círculo de plata muy delgado, cerrado delante y atrás por placas de cristal. Las ampollas están selladas en su cumbre y en la base dentro del relicario, mediante una masilla que parece muy antigua.
Relativamente pequeño, su altura no excede de 12 centímetros y medio; su espesor es de 3 centímetros apenas. Está terminado por una corona y un crucifijo de plata, y sostenido por un tubo cilindrico hueco, largo 20 centímetros.
Se distinguen netamente las dos ampollas a través de las placas de vidrio y se puede seguir fácilmente las modificaciones del estado de la substancia contenida en su interior.

El milagro consiste en que la sangre que se encuentra en estado seco en las ampollas, se licúa todos los días viernes seguidos, durante el mes de mayo y el de septiembre, y el 16 de diciembre de cada año, generalmente unas 18 veces por año en total.
La primera mención histórica de la licuación es de 1389; en una crónica siciliana se dice: El 17 de agosto de este año 1389 tuvo lugar una gran procesión en ocasión del Milagro que hizo Nuestro Señor Jesucristo sobre la sangre de San Jenaro. La sangre contenida en una ampolla se licuó, como si hubiera salido ese día del cuerpo del Bienaventurado».

«La licuación se realizó seguramente con anterioridad. En el siglo XVI un poema dice que «el milagro no ha faltado nunca desde mil años y más».

Desde 1659 se lleva un Diario del Tesoro o de los Milagros, por los sacerdotes del Tesoro y la Deputación laica, en el cual se certifican todas las licuaciones, actualmente (1935) en un número superior a 4700.

Todas las fiestas, la muchedumbre llena la Capilla del Tesoro y la Catedral. Hacia las 9 de la mañana, los Capellanes y la Delegación laica van en busca del relicario en el armario que lo guarda detrás del altar de la Capilla del Tesoro.

El tesorero, sosteniendo el relicario, se coloca delante del altar sobre la grada más alta, frente al público. Da vuelta al mismo de arriba hacia abajo y lo presenta a la muchedumbre. La sangre permanece coagulada en el fondo de la ampolla; un sacerdote anuncia a la muchedumbre: «É duro», la sangre es dura.

Entonces comienzan oraciones especiales para pedir a Dios el cumplimiento del milagro.

En un plazo que varía de un minuto hasta una hora o más, se ve reblandecerse la sangre y deslizarse lentamente a lo largo de la pared de la ampolla. En el momento en que alcanza el cuello de la misma, toda la sangre se licúa en general completamente y de un solo golpe. El sacerdote asistente agita un pañuelo blanco y estalla el canto del Te Deum.

El oficiante presenta el relicario a la muchedumbre, dándole vueltas para permitir a todos la comprobación de la fluidez de la sangre. Luego todo el mundo es admitido al beso del relicario, hasta las 11, para comprobar mejor la licuación. Entonces se lleva el relicario hasta el altar mayor de la catedral, donde queda expuesto hasta la noche. Entonces se le vuelve a llevar al Tesoro, donde a la mañana siguiente se le halla coagulado.

Pero el fenómeno no se limita a la licuación. La misma está acompañada por una variación de volumen. Las actas la mencionan sólo desde 1709, pero sin darle mayor importancia. Esta variación consiste en un aumento que se produce gradualmente de día a día en mayo y que hace que la sangre llegue a llenar completamente la ampolla, mientras antes no alcanzaba generalmente a la mitad. En septiembre se produce una reducción, realizada generalmente de una vez el 19 de este mes, después de la licuación. La ampolla que ha quedado llena de sangre coagulada, después de las fiestas de mayo, presenta a veces rápidamente en algunos minutos, a veces gradualmente en el curso del día, un descenso de nivel igual a una tercera parte o más de la ampolla. Esta disminución se completa a veces en los días siguientes.

Finalmente, esa variación de volumen corresponde a una variación de peso. En 1902, a raíz de un desafío del periódico «L’Asino»El Burro«, semanario encarnizadamente antirreligioso), el abate Sperindeo, profesor de matemáticas y física en Napóles se proveyó de balanzas de precisión. Pesó el relicario en el mes de mayo, el último día de la fiestas, cuando la ampolla está llena: halló un peso de 1 kg. 014 gr. 900, verificado tres veces seguidas con doble pesada.

En el mes de setiembre siguiente, el último día de las fiestas, cuando la substancia presentaba una gran reducción de volumen (25 centímetros cúbicos, aproximadamente), el experimento renovado tres veces con doble pesada dio 0 kg. 987 gr. 910, es decir, una diferencia de 26 gr. 990.
Dos años más tarde, el 19 de setiembre de 1904, no habiendo disminuido todavía la sangre, el Padre Silva repitió el experimento y halló el peso de 1 kg. 015 gr. Dos días después, el 21 de setiembre, la pesada se repitió y dio 1 kg. 004 gr. El 22 de setiembre el peso era de 1 kg. 008 gr. Finalmente, el último día, 1 kg. 011 gr. La temperatura era de cerca 25 centígrados».

En resumen, el milagro de San Jenaro consiste en una licuación y coagulación de sangre que se produce generalmente 18 veces por año, en mayo, septiembre, diciembre y, a veces, en otras fechas. En mayo hay aumento de volumen y de peso, en septiembre reducción. Esto se realiza en un lapso que varía de un minuto a varias horas, sin que haya relación alguna con la temperatura exterior o el número de los asistentes, de modo cierto después de seis siglos por lo menos y, tal vez, desde el año 315, época de la traslación del cuerpo de San Jenaro de Pozzuoli a Napóles.

 

APRECIACIÓN DE LOS HECHOS

Podríamos citar todavía los casos de piedras y telas embebidas con la sangre de un mártir, de espinas de la corona de Nuestro Señor, cuyas manchas se reavivan o también se tornan húmedas y resplandecientes. Pero el que puede lo más, puede también lo menos, y si podemos hacernos una opinión definida sobre los prodigios de sangre de San Jenaro, de San Alfonso de Ligorio, de San Pantaleón, de San Esteban, etc., las demás manifestaciones cruentas serán más fácilmente comprensibles.

La conservación de la fluidez de la sangre, fuera del organismo, está en contradicción con lo que sabemos acerca de la evolución habitual de la sangre en esas condiciones: coagulación en los vasos no parafinados o en ausencia de agregados de substancias anticoagulantes (fluoruro, citrato, oxalato, etc.), putrefacción, desecamiento. Entretanto, algunas sangres han sido recogidas sobre el cadáver; se sabe que esta sangre, habitualmente, muestra tanto menor tendencia a la coagulación cuanto más tarde haya sido recogida después de la muerte (Thoinot). Se puede también dudar de que los recipientes que recogieron la sangre hayan contenido alguna substancia dotada de propiedades anticoagulantes y antisépticas ignoradas por los prácticos de la época. Se puede también admitir la hipótesis de que, en la farmacopea en uso, algunos medicamentos hayan podido modificar las propiedades desde el punto de vista de la coagulación. El empleo frecuente de sanguijuelas, puede tal vez implicar una incoagulabilidad persistente de la sangre: se conocen hemorragias que pueden sobrevenir como consecuencia de su empleo, y el empleo anticoagulante intravascular o in vitro de extracto de cabezas de sanguijuelas (Doyon).

La simple persistencia de la fluidez de la sangre y su mantenimiento pueden pensarse, por lo tanto, como provenientes de elementos no mencionados por ignorancia o supuestos sin acción en ese sentido. Un estudio atento en cada caso y también experimentos diversos serían sin duda necesarios para apreciar cada fenómeno en su valor.

La documentación biológica es bastante pobre acerca de la suerte de la sangre fuera del organismo. En fin, es nuestra carencia científica la que hace difícil decir en qué medida esos casos de fluidez pueden ser naturales o proceder de una intervención sobrenatural, que comprueba así la santidad del difunto, como lo han admitido y lo admiten numerosos espíritus sanos.

Es, por lo tanto, el estudio de los fenómenos mejor marcados, los de la licuación intermitente, el que permitirá formarse una idea más exacta. Fuera de los fenómenos mismos, tres puntos principales han dado lugar a múltiples controversias:

a) Substancia y autenticidad de las reliquias — Muchos autores se han apoderado de esta cuestión y han vacilado en aceptar la posibilidad de lo sobrenatural, porque no tenían a mano el pergamino del estado civil de las reliquias. La frase del Padre Thurston, que hemos citado a propósito de la sangre de San Esteban, es típica a este respecto. No vacilamos en decir que esta dificultad nos parece prácticamente inexistente: se puede escribir un pergamino (¡se conocen tantos ejemplos!), un acta puede imitarse; si admitimos que —según las enseñanzas de Cristo— el milagro demuestra a Dios, hallamos que basta fácilmente para dar autenticidad a una reliquia. Vemos por otra parte, por ejemplo, que en el año 979, Egberto de Tréveris, queriendo comprobar la autenticidad del cuerpo de San Celso, hizo envolver en un paño la falange de un dedo y ordenó que se echara en un incensario lleno de carbones ardiendo; la reliquia permaneció todo el tiempo del canon de la Misa en el incensario y fue retirada intacta (Mabillon).

Además, la misma autentificación —a nuestro modo de ver— no debe ser tomada en el sentido histórico y arqueológico estrecho, sino en un sentido que puede llamarse teológico. Sabemos que las visiones de los mártires no les son acordadas a título documental histórico, sino a título documental religioso. Para las reliquias nos parece rezar la misma norma, posiblemente.

Por eso, que la sangre de San Esteban haya venido de sus huesos en lugar que de su cuerpo; que la «leche de Nuestra Señora», donada a la iglesia de Napóles por el cardenal Perrenot de Granvelle, y que se licúa la víspera de la Asunción, sea el simple exudado calcáreo de una gruta donde la Virgen dijera haber amamantado al Niño Jesús; que el brandeum que tocara los restos de San Pablo y que fue enviado por el Papa San Gregrorio Magno a la emperatriz pudo creerse más tarde parte del vestido del apóstol; que un facsímil de un clavo de la Pasión pudo ulteriormente haber sido creído auténtico y parecer autentificado por milagros, esto nos parece perfectamente admisible y nada perturbador en absoluto.

«Siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Santo Tomás, el culto de las santas reliquias es un culto de dulía relativa: la veneración rendida a la osamenta, a las cenizas, a las telas, etc., no se detiene en esos objetos, sino que pasa a los Santos mismos como a su objetivo formal. Es lo mismo como cuando tenemos respeto por algo que toca de cerca a una persona, por la que tenemos afecto. Y esto no significa que la Iglesia fomenta la creencia que coloca en la misma reliquia una virtud mágica o una virtud curativa, cuando el milagro se produce al contacto con la reliquia» (Dom Baudot, en Dict. des Con. Religieuses).

El objeto material es por lo tanto la simple ocasión, el simple substrato del culto, y el milagro no es una demostración arqueológica, sino la sanción, el estímulo, la recompensa de la piedad de los fieles hacia Dios y hacia el servidor de Dios a quien evoca la reliquia.

Por lo que se refiere a la substancia misma, conocemos en bastantes casos su naturaleza sanguínea exacta, para no tener que inquietarnos por los que no han sido exactamente verificados a ese respecto. Advirtamos que, como a menudo se trata de un suelo arenoso embebido de sangre, la pureza de ésta puede estar lejos de ser absoluta. Pero eso importa muy poco porque no conocemos ninguna sustancia en el mundo capaz de presentar los fenómenos comprobados. El prodigio queda el mismo, con cualquier substancia que sea, y sabemos de modo cierto que en muchos casos es realmente sangre la que se conserva y produce el milagro. (Las ampollas conservadas en las tumbas pueden contener: a) aromas; b) las especies sacramentales de la Eucaristía; c) reliquias (a veces, por lo mismo, sangre de un mártir que no es la persona inhumada); d) sangre de la persona inhumada que puede no ser un mártir: el uso cierto de los siglos XVI, XVII, XVIII de recoger la sangre de las sangrías de personas piadosas, se remonta tal vez a los primeros siglos).

Advirtamos de paso que el origen de la costumbre de recoger la sangre de los mártires o no mártires, en pequeñas ampollas o en paños, no nos parece bien aclarado. ¿Se reanudarán tal vez a la idea oriental, sobre todo hebrea, del alma-sangre que da tanta importancia al flujo o a la falta de flujo de sangre entre los judíos? La costumbre puede, pues, haber sido practicada aun en el tiempo de Cristo, y haberse separado de su idea primitiva, para convertirse solamente en un hábito de respeto hacia la sangre de los mártires o de las personas veneradas. Por lo demás, se han hallado ampollas en dos cementerios judíos de los primeros siglos (Dom Cabrol).

De cualquier modo, en esta cuestión de la substancia y autenticidad, el prodigio es lo que cuenta y domina, y debe ser el centro esencial de todo estudio al respecto.

b) Explicaciones naturales — Ahora bien, todos los ensayos de interpretación natural de los fenómenos han podido ver la luz solamente a raíz de la ignorancia o del desconocimiento deliberado de los caracteres esenciales del prodigio: independencia absoluta de todas las condiciones físicas del medio, variación espontánea de pesos y volumenes. Hay más: el autor de una de estas interpretaciones, Sebastián de Luca, profesor de química de la Universidad de Napóles, que al recibir hacia 1860 a Berthelot parodió el milagro con un poco de blanco de ballena y tintura de ancusa (orcaneta), se convirtió ulteriormente, cuando en 1879 consintió en asistir él mismo al prodigio.

c) Explicación sobrenatural — Dado que ninguna explicación natural ha podido proponerse todavía con viso de verisimilitud, y dado sobre todo que los fenómenos están en contradicción con muchos datos físicos, químicos y biológicos, nos queda libre el campo para la hipótesis de una intervención sobrenatural, con la condición que algún dato positivo nos la pueda sugerir y luego sostener. Ahora bien, nosotros comprobamos que esos fenómenos biológicos tienen un factor constante, uno solo: el factor religioso. Esos hechos se producen con sangre procedente de personas santas, se realizan en ocasión de fiestas religiosas, se cumplen consecutivamente a oraciones. Finalmente el fenómeno de la sangre de San Jenaro parece haber ocurrido dos veces en relación con amenazas contra los clérigos o la ciudad de Napóles, demostrando de esta manera su obediencia a una voluntad inteligente.

A la inversa, ni en los Museos donde se conservan armas o vestidos manchados de sangre por algún drama histórico, ni en las colecciones de los Institutos médico-legales ricos en instrumentos de crimen, ni en los laboratorios donde se encuentran vasos llenos de sangre, se han señalado prodigios de esta naturaleza.

Lógicamente, por lo tanto, se desemboca en el milagro. Y es la conclusión que han adoptado casi unánimes fieles, sabios, sacerdotes, teólogos, obispos, cardenales y papas que han asistido de cerca al prodigio.

Parece difícil que se pueda proceder diversamente, tratando de penetrar lo mejor posible en el mecanismo biológico y en el sobrenatural, por un estudio atento. En todas estas cuestiones, la Iglesia pide a la ciencia que proyecte el máximo de luz.

Fuente: Dr. Henri Bon, Medicina Católica, (1942)

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