-Las Catacumbas. -Templos a María en Oriente. -Culto de María en la Iglesia Visigoda. -Imágenes de María desde el siglo VII. -No se llevaban imágenes en las procesiones.

Culto, devoción y amor a María, pueden decirse que nacieron simultáneos con la adoración al Crucificado, extendida por el mundo su redentora doctrina. Desde los primeros tiempos del Cristianismo, María ha sido adorada y venerada como ‘llena de gracia entre todas las mujeres’, amparo y consuelo celestial de nuestra alma al invocar su dulce y santo nombre. La devoción a María, el culto a su pureza, el amor de todos los corazones, ha sido tan grande como antiquísimo, pudiendo casi decirse que nació con el arcángel Gabriel, que fue quien primero tributó culto al saludarla con la frase de ‘llena de gracia tú que la has hallado ante los ojos del Señor’, reduciendo este culto a lo práctico, real y admirable como descendido del cielo.

Que es antiquísimo su culto, lo demuestran la historia y la tradición, entre ellas la veneranda del Carmelo, por la que vemos tributarse culto a María durante su santa vida.

Si la historia necesitara confirmación, la hallaríamos en las mismas leyendas y en los hechos de su misma vida. La semilla arrojada en el seno de fecunda tierra fructifica, y así el culto a María fructificó oportunamente, resultando el culto de María que ha ido aumentando con el transcurso de los tiempos y de los siglos y haciendo de la idea y nombre de María la base de un culto universal a la pura Señora y Madre.

La tradición nos señala la capilla levantada sobre el sepulcro de María a poco de la resurrección de la misma, en donde los discípulos y fieles iban a orar y tributar culto, por cuya causa algunos de ellos sufrieron el martirio, cual si el culto de María y la doctrina de Jesús hubiesen de inaugurarse y cimentarse sobre la sangre de los mártires.

De los sepulcros, de la puerta por donde se entra a la nueva vida, a la eternidad, nació aquél, y en el silencio y la obscuridad de aquéllos germinó, como en las Catacumbas, el culto y veneración, de donde Jesús y María salieron triunfantes para ascender al solio imperial con la protección de Constantino y su virtuosa y santa madre Elena. Allí, como hemos dicho, se encuentra la imagen al culto de aquellos primeros cristianos, representando la protección y amparo de los creyentes presentada con los brazos extendidos y levantados en actitud de orar, y como derramando por sus manos las gracias que los pecadores le piden en tierno ruego y súplica.

En otras la hallamos representada entre los apóstoles Pedro y Pablo, o también en una arboleda con dos palomas aleteando cerca de su cabeza, y en el cementerio o catacumba de Santa Inés vemos una de las más hermosas representaciones de María sobre un ara o sepulcro, siendo de admirar su hermosura, expresión de dulzura y cariño en aquella encantadora representación pictórica de la Madre del Salvador del mundo. Pero lo más sorprendente, la representación más hermosa de María es, según los arqueólogos cristianos, la de que hemos hablado y la verdad en el traje, la dulce actitud en que se muestra, aquellas manos extendidas y aquella boca entreabierta por la oración, son indudablemente la representación más antigua y el retrato más coetáneo de María Santísima, y al mismo tiempo señala la antigüedad del culto y veneración tributada a María desde los primeros siglos del Cristianismo.

La misma liturgia, tanto ortodoxa como heterodoxa, testifica la prueba de la antigüedad del culto a la pura Señora como expresión de la veneración profesada a María: la liturgia de los Nestorianos dice: «Madre de Jesucristo, rogad por mí al Hijo único que nació de Vos, para que me perdone mis pecados y reciba de mis manos pecadoras el sacrificio que mi flaqueza ofrece sobre este altar, por vuestra intercesión a favor mío, Madre santa».

Estas palabras en una herejía que negaba a María la Maternidad divina, prueban cuán encarnada estaría en las costumbres y en el alma de los cristianos la devoción y veneración a María.

Después del Concilio de Éfeso y la condenación de los Nestorianos, el emperador Constantino consagró la nueva capital a la Reina del cielo, a María Santísima, y Teodosio el Grande hizo construir una iglesia sobre el sepulcro de la Virgen. Pulcheria, la hija de Teodosio, hizo construir tres iglesias bajo la advocación de María en el mismo Constantinopla; y si Oriente reclama el honor de haber instituido las primeras fiestas a la Virgen, los emperadores de Constantinopla pueden gloriarse de haber cubierto los campos de Palestina de monumentos religiosos en honor de María, y las costas del mar Caspio abundan en santuarios no menos espléndidos en honor de Aquélla.

Y con esto llegamos a la milagrosa traslación de la casa de María desde Nazareth, poco después de la pérdida de Tolemaida por los cristianos terminando la gran epopeya de las Cruzadas. De esta traslación milagrosa de la casa de María nos ocuparemos en el capítulo siguiente extensa y detenidamente de tan notable y milagroso hecho.

Pasaremos ahora a ocuparnos del culto de María durante la época visigoda y de sus imágenes, cuyo punto dejamos iniciado en el capítulo anterior, para llegar al misterio de la Inmaculada Concepción.

Hemos dicho que las representaciones de Jesús y de María en las Catacumbas, son las pinturas murales y no hemos hallado ni se encuentran de dicha época representaciones esculturales. Hemos indicado también que estas pinturas son ideológicas, que llevan de una manera envuelta o simbólica la idea cristiana que querían representar para evitar profanaciones por parte de los paganos caso de penetrar en aquellos santuarios. Las persecuciones los obligaban a proceder con gran cautela, y de aquí el que procuraran darles un aspecto de representación pagana para ponerlas a cubierto de cualesquiera profanación que pudiera herir sus sentimientos, en el encono con que eran castigados cuantos profesaban la religión del Nazareno, que consideraban como revolucionaria contra el orden establecido y considerándolos casi como reos de Estado.

Nada diremos de las imágenes de talla de que ya nos hemos ocupado, pero sí diremos que resulta anacrónico el que se quiera remontar a los tiempos apostólicos el culto a las imágenes de talla, y tanto más anacrónico el suponerlos de aquella época los vestidos con telas ricas, costumbre casi muy moderna, pues data sólo de la Edad Media en España: uso introducido con el fin de ocultar las imperfecciones y fealdades de una escultura tan tosca como grosera por la inexperiencia de los artistas. En vano era que el pintor quisiese dar rico estofado a las imágenes con brillantes colores y abundante dorado, no desvirtuábase con aquellos ricos adornos. No hay más que examinar esculturas pertenecientes a aquella época, para convencerse de la inexperiencia de aquellos pobres artistas; las cabezas, son unas esferas propiamente en las que se colocan los ojos, las manos desproporcionadas, más parecen paletas, y en la cabeza un pesado bonete sustituye a la corona que no sabían labrar. Por esto más adelante vinieron los trajes de tela a cubrir aquellas imperfecciones y disimular lo tosco de la labor artística, con gran perjuicio del arte por otro concepto.

Así es que las imágenes de aquellos tiempos que el arte se hallaba muy en mantillas a consecuencia de las pérdidas y trastornos la invasión, casi más que a la época visigoda pueden atribuirse a mozárabe y cuando más al siglo X.

El culto de María, como hemos dicho, es antiquísimo en la Iglesia goda española, pues ya San Isidoro llega a decir que María es jefe de las doncellas cristianas, como Cristo de los varones cristianos que logran salvar su virginidad. La Iglesia visigoda celebra principalmente la fiesta de la Anunciación y Asunción de María, como se ve de los oficios góticos, a los cuales añadió después la de la Natividad. Las iglesias consagradas al culto de María, aun durante la dominación arriana, debieron ser muchas, pues lo eran varias catedrales. Véase si no, en Mérida, que además de la Basílica de Santa Eulalia en siglo VI existían, según Lafuente, dos iglesias dedicadas al culto de María Santísima, denominada la una la Santa Jerusalem, y la otra, distante de aquélla, Santa Quintiliana.

Convertido Recaredo al Catolicismo, verifícase la consagración de la Catedral de Toledo en 13 de abril de 387, bajo la advocación de Santa María, como lo señala la columna que se conserva en el patio y que dice: «En nombre de Dios fue consagrada la iglesia Santa María», con lo cual se la distingue de otra que se titulaba la Real por ser de la Ciudad regia o Corte, a la que acudían los mismos reyes a pesar de tener su capilla pretorial en palacio bajo la advocación de San Pedro.

Lafuente, en su historia de la Virgen, dice: «El descubrimiento reciente de una pequeña parte del tesoro escondido en Guarrazar al tiempo de la invasión musulmana en Toledo, nos da noticias de otras iglesias dedicadas a la Virgen María en aquella ciudad, y que obligó al arcediano Gudila a firmar en el Concilio XI de Toledo, como de la iglesia de Santa María de la Sede Real, para distinguirla de otras. Entre las cruces, coronas y demás ex-votos que se han logrado salvar y conservar, hay una ofrenda o presentalla, que consiste en una cruz sencilla de oro, en la cual se lee la inscripción In nomine Domini offeret Sonnica Sanctae Mariae in Sarbaces. Por esta inscripción se viene en conocimiento de que además de la Catedral e Iglesia Real de Santa María, consagrada en tiempo de Recaredo, había otra en el paraje llamado Sarbaces, que algunos han creído estuviese debajo del alcázar (cuasi sub-arca), o por lo menos que hubiera altar y efigie de ella en algún templo de aquel nombre».

Queda ahora el punto de si los católicos acostumbraban ya a poner imágenes en los altares en el siglo VII. ¿Serían de la Virgen estas efigies? Hay que tener en cuenta lo que la tradición nos relata respecto de considerar como del tiempo de los visigodos esas imágenes rudas de talla y sentadas, que contemplaron en algunos templos. Así parece acreditarlo la tradición, sin que haya pruebas en contrario. Las escasas noticias que acerca de este punto nos han conservado los escritores de aquella época, hacen creer e inducen casi a asegurar, que si en el siglo VII se ponían imágenes en los altares, lo eran con gran cautela y parsimonia. En ellos estaba, sí, la Cruz, pero én ésta apenas se ponía la figura corporal de Cristo, poníanse las reliquias de los mártires, pero no se halla vestigio de que se pusieran sus imágenes, aun cuando se pintaban en los muros de las iglesias para enseñanza y devoción.

Además de lo dicho, los visigodos en las procesiones llevaban la Cruz, pero sin imagen, y en ellas llevaban procesionalmente también el Evangelio con gran aparato de luces y de incienso. Lo mismo hacían con las reliquias de los mártires, y un canon de aquel tiempo prohíbe que los obispos se hagan llevar en sillas por los diáconos a pretexto de llevar al cuello colgadas reliquias de los citados mártires; pero no hallamos que en ellas se llevasen efigies del Salvador, y compréndese fácilmente que no llevándolas de Cristo nuestro Redentor, no llevarían de su Madre.

Los descubrimientos hechos en las recientes excavaciones en Toledo, Mérida, Córdoba y Valeria, nos han puesto de manifiesto los restos de antiguas basílicas y en ellos hemos encontrado lápidas, columnas e inscripciones y objetos de devoción por representaciones simbólicas, y si bien se han hallado el crismón, el pavón, la paloma con el ramo de oliva y otras, nada se ha puesto al descubierto de imágenes ni de representaciones de Jesús ni de María, y esto confirma lo dicho por S. Braulio (Epístola XIV del tomo XXX de la España Sagrada) al hablar del Sábado Santo al descorrerse los velos, habla del adorno de los altares, pero nada dice respecto de imágenes. Pero, la comunicación con los cristianos de Constantinopla era frecuente, y éstos acostumbraron desde muy antiguo a poner las imágenes; no es aventurado suponer que desde el siglo VI introdujeran los visigodos esta costumbre y que la persecución de los iconoclastas, lejos de extinguir esta devoción de las representaciones corpóreas, lo que hizo fue afirmarla más y más, afianzarla sin que esta persecución, favoreciera sus propósitos.

Fuente: Vida de la Virgen de María – Joaquin Casañ – Capítulo XXXI

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