CLAMOR EN LA TRIBULACIÓN
En el siglo XII, o quizá antes, en tiempos de grandes calamidades, comienzan a practicarse en algunos lugares ciertas oraciones públicas con ritos especiales, como es el clamor in tribulatione. Según la gravedad del mal público, menor o mayor, la Iglesia local organizaba un clamor parvus o bien, en las calamidades peores, un clamor magnus. El padre Angelo de Santi explica el sentido del término:
«La palabra clamor en la Edad Media es un término jurídico que significa pública acusación, querella o reclamación ante el tribunal y los jueces competentes. En las celebraciones litúrgicas significaba, pues, una llamada pública y solemne hecha a Dios contra los enemigos y más en particular contra los invasores y destructores de los bienes de la Iglesia» (AdS 1917,2: 51). En inglés, el término judicial claim guarda este sentido de reclamación.
«El término clamor, como palabra litúrgica, parece usarse por primera vez en la liturgia visigótica [hispana] de los siglos VI y VII, con ese sentido particular de oración que el pueblo grita. En el Liber Ordinum se describe un rito fúnebre en el que todos unánimes claman una y otra vez pidiendo salvación para el difunto: “omnes una voce simul conclamant Deo clamorem ita: Kyrie eleison prolixe”» (ib. 56).
En un antiguo ritual, por ejemplo, de la iglesia de San Martín de Tours, escrito en el siglo XIII, se describen dos modos de clamores, el parvus y el magnus. Nos fijaremos aquí en el primero.
El clamor parvus está prescrito, por supuesto, en aquellas situaciones en las que la Iglesia no halla medio humano para superar una adversidad o, por ejemplo, para conseguir la enmienda de un malhechor. El rito consiste en que, después del Pater noster y antes del Pax Domini, el clero todo desciende de sus escaños en el coro y se postra con el rostro en el suelo. Y así también se postra ante el altar el sacerdote celebrante, teniendo en la mano la Hostia consagrada.
«El diácono entonces pronuncia el clamor parvus, la oración especial Omnipotens sempiterne Deus qui solus respicis afflictiones hominum, después de la cual todos cantaban el salmo Ad te levavi [24], que como salmo para tiempo de guerra es elegido frecuentemente por la liturgia en las públicas calamidades. Durante su canto, los monaguillos hacen sonar las campanas del coro. Seguían algunas preces y la oración colecta: Hostium nostrum Domine, elide superbiam, a la que todos respondían en voz alta Amen. Y continuaba la misa» (AdS ib. 51-52).
El clamor magnus, para situaciones extremadamente graves, es un rito aún más impresionante. Podemos ver un ejemplo de él, tal como se realizaba en el monasterio benedictino de Farfa, dedicado a la Virgen. Después del Pater noster de la misa solemne, los ministros cubren el suelo ante el altar con un amplio cilicio –tejido hirsuto de pelos, oscuro, que se usaba en los funerales–, y sobre él se coloca el crucifijo, el evangeliario y las reliquias de los santos. Todo el clero se postra en tierra, y el celebrante, ante las especies eucarísticas consagradas y las reliquias de los santos, recita en alta voz el In spiritu humilitatis:
En espíritu de humildad y con el ánimo contrito [Sal 50,19], Señor Jesús, Redentor del mundo, nos acercamos a tu santo altar, a tu sacratísimo Cuerpo y Sangre, y en tu presencia nos confesamos culpables de nuestros pecados, por los cuales somos justamente oprimidos.
A ti, Señor, acudimos. Señor Jesús, postrados ante ti clamamos, pues hombres malos y soberbios, confiando en su fuerza, nos atacan por todas partes, invaden el lugar de este santuario y de otras iglesias a ti consagradas, obligan a vivir en el dolor, en el hambre, en la desnudez a tus pobres fieles; los matan con tormentos y espadas; nos roban, destrozan con violencia nuestros bienes, con los que hemos de vivir para tu servicio, y profanan cuanto las personas piadosas han dejado para su salvación en este lugar.
Esta iglesia tuya, Señor, que en los tiempos pasados fundaste y ensalzaste para honor de la bienaventurada siempre Virgen María, decae en la tristeza. Y no hay quien la consuele y la libere si no eres tú, oh Dios nuestro. Levántate, pues, en nuestra ayuda, Señor Jesús; confórtanos y ven en nuestro auxilio; vence a los que nos combaten, humilla la soberbia de quienes persiguen a este lugar y a nosotros mismos.
Tú sabes, Señor, quiénes son ellos. Sus nombres, cuerpos y corazones son conocidos por ti antes de que nacieran. Por eso, oh Dios, aplícales tu justicia con tu fuerza poderosa, haz que reconozcan la maldad de sus obras y líbranos por tu misericordia.
No nos desprecies, Señor, cuando a ti clamamos en la aflicción, sino más bien, por la gloria de tu Nombre y por la misericordia con que fundaste y sublimaste este lugar en honor de tu Madre, ven a visitarnos en la paz, sacándonos de la angustia presente. Amén (AdS ib. 54-55).
Fuente: Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción por P. José María Iraburu
PRECES EN POSTRACIÓN
Recordaré, por último, un rito semejante, que en los siglos XIII-XVI se usa, por ejemplo, ante el peligro de los turcos y para impulsar la reconquista de Jerusalén. En el misal de Salisbury se le da el bello nombre de preces in postratione.
Veamos de éstas un ejemplo concreto. A pesar de las enérgicas decisiones del II concilio ecuménico de Lión (1274), los príncipes cristianos, enfrentados por discordias, no acaban nunca de ponerse de acuerdo y de unirse para defender la Cristiandad del peligro turco. El Papa Nicolás III (+1280), entonces, perdida toda esperanza terrenal, manda que la Iglesia ponga por la oración toda su esperanza en su único Salvador, Jesucristo.
Así pues, para acrecentar en todos esta actitud de ánimo humillado y suplicante, el Papa, en la bula Salutaria (1280), ordena que en todas las misas, después del Pax Domini y antes del Agnus Dei, postrados tanto el celebrante como los fieles, se recite el salmo 122, Vamos a la Casa del Señor, y después del triple Kyrie eleison y el Pater noster, se recen a coro estos versículos:
–Salva, Señor, al rey. –Y escúchanos en el día en que te invocamos. –Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. –Gobiérnalo y exáltalo para siempre. –Hágase la paz por tu poder. –Y haya abundancia en tu ciudad. –Señor, escucha mi oración. –Y mi clamor llegue hasta ti. –El Señor esté con vosotros. –Y con tu espíritu.
Oremos. Oh Señor, concede, aplacado, a tus fieles la indulgencia y la paz, para que sean purificados de sus culpas y puedan servirte con la mente limpia. Amén.
El Papa concedía diez días de indulgencia a cuantos fieles participaran en este santo rito.