La hora crucial donde Jesús vio el destino de la humanidad y sudó sangre.
Luego de la Última Cena del Jueves Santo, Jesús se apartó para orar en el Huerto de los Olivos.
Y allí tuvo una visión del futuro que le provocó tanto dolor que hasta sudó sangre.
Vio lo que sucedería con el sacrificio redentor que haría en pocas horas en la cruz.
Y las consecuencias de eso en el futuro.
En ese Huerto de los Olivos se produjo el mayor de los sufrimientos de Jesús, más que los que se producirían por los dolores físicos unas horas después en la Cruz.
Aquí hablaremos sobre cuáles fueron las escenas que Jesús vio del futuro que le provocaron tanto dolor.
Durante Su Pasión vemos al Señor librando la batalla definitiva contra el pecado.
Pero por alguna razón, esta batalla sucedió en dos actos.
Primero en la oración en el Huerto de Getsemaní y luego en Su crucifixión en el Gólgota.
Fue en Getsemaní donde el Señor tomó la decisión de ir a la Cruz, mientras que en el Calvario fue donde la materializó.
En el Huerto de Getsemaní, Jesús sabía perfectamente que Él debía pagar la pena por todos los pecados de la humanidad.
Y lo terminó pagando en la Cruz del Gólgota.
Jesús pasó en Getsemaní por una prueba muy severa, debido a que pudo ver a través de la historia, que, a pesar de su sangre y lágrimas, muchos no se beneficiarían.
Para muchos, Él moriría en vano.
La parte más amarga de este sufrimiento fue sin duda el hecho de que Su propio pueblo sería el primero en rechazarlo a Él y a Su misión salvadora.
Estas personas que Él amaba tanto y anhelaba tan ardientemente salvar, lo rechazarían.
Pudo oír el grito contra Él que surgiría pocas horas después, en la multitud reunida ante el tribunal del procurador romano: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!
Y también pudo escuchar la terrible maldición que invocarían sobre sí mismos, que “su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, en lugar de las bendiciones que Él les daría.
Mientras oraba entre los Olivos le resultaba difícil aceptar Su condena, pero se volvía aún más difícil al pensar que Su condena era también la condena de aquellos a quienes Él amaba tanto.
E incluso entre los más cercanos a Él, Sus doce Apóstoles, había uno que lo traicionaría, uno por quien moriría en vano.
Pero también los otros Apóstoles serían motivo de dolor para Él.
Había intentado, sin éxito, prepararlos para la terrible tormenta que ahora estaba a punto de estallar sobre sus cabezas.
Y en lugar de orar, durmieron.
Pronto lo abandonarían y Pedro incluso negaría conocerlo.
Pero, aunque era plenamente consciente de que volverían a Él, también previó las terribles pruebas que les esperaban por ser Sus discípulos.
Jesús previó también el destino que le esperaba a Su Iglesia, las persecuciones a las que sería sometida a lo largo de los siglos.
Su historia sería en cierto sentido una prolongación de aquel vía crucis que Él pronto recorrería.
Jesús también vio esas grandes multitudes hasta el fin de los tiempos que lo rechazarían a Él y a Su gracia salvadora, aquellos por quienes carecía de sentido humano morir.
Un sentimiento de inutilidad debe haber sido una de las principales causas de los sufrimientos interiores de Nuestro Señor en el Huerto de Getsemaní.
El arzobispo Fulton Sheen diría que “lo que Nuestro Señor contempló en esta agonía fue la terrible carga del pecado del mundo, y el hecho de que el mundo estaba a punto de despreciar a Su Padre y a rechazarlo a Él, que es Su Divino Hijo”
Y Benedicto XVI diría algo trascendental para los católicos de nuestro tiempo, que su somnolencia ante este hecho es la que abre las puertas del maligno.
Dijo que, a lo largo de los siglos, es la somnolencia de los discípulos la que abre posibilidades al poder del maligno.
Tal somnolencia adormece el alma, de modo que permanece imperturbable ante el poder del maligno que actúa en el mundo, y ante toda la injusticia y el sufrimiento que asolan la Tierra.
Y que esto resulta imperceptible para los que dormitan, porque, en su estado de entumecimiento, el alma prefiere no ver todo esto.
Se convence fácilmente de que las cosas no pueden ser tan malas como para continuar en la autosatisfacción de su cómoda existencia.
Sin embargo, este adormecimiento de las almas, esta falta de vigilancia respecto de la cercanía de Dios, como de las fuerzas de la oscuridad que se avecinan, es lo que le da poder al maligno en el mundo.
De modo que, las penas físicas que Jesús sufriría no fueron tan intensas, como lo fueron las penas del alma que tuvo experimentar al ver el futuro, en aquella noche solitaria en que sudó sangre.
Todos nos dejamos impactar por la sangre derramada en la flagelación, la tortura, la impactante coronación de espinas y su rostro bañado en sangre.
Pero son las penas del alma las que podría decirse producirían el 90% de Su sufrimiento y de Su Pasión.
El primer sufrimiento que tuvo fue la visión de todos los pecados del mundo.
Es en el Huerto de los Olivos donde Jesús ve y asume todos los pecados del mundo, desde el inicio hasta el fin.
Asume la culpa y responsabilidad, y libremente se hace depositario de todos ellos, para cumplir así con el Plan de Salvación.
No lloraba porque Él sintiese temor, sino porque sentía el temor del hombre, y las muertes producto de todo el pecado del mundo.
Vio también que mientras Él sufriría, nosotros permaneceríamos dormidos en nuestros placeres, en nuestras cosas del mundo, plácidos y relajados.
Y aún hoy, mientras Él sufre, segundo a segundo, por cada uno de los seres de este mundo.
Por eso en ese momento al igual que ahora, Jesús requiere almas que lo acompañen a orar y reparar por el pecado del mundo.
Jesús sufrió las penas de los condenados eternamente al infierno.
Su dolor más grande fue no poderlas sacar de ese estado condenatorio.
Fue ver perder eternamente en el fuego eterno a algunos de Sus hijos, porque ellos quisieron perderse voluntariamente.
Y sufrió las penas de las almas purgantes.
Si no hubiese asumido redimir a las almas del Purgatorio, ninguna de ellas habría salido de esta condena.
Sólo en virtud de las penas sufridas por Jesús ellas fueron redimidas.
Pero, además rogó y sudó sangre por las penas que habían de sufrir todas las almas en el Purgatorio en el futuro.
Sufrió todas las penas de la Iglesia militante, al ver desde el inicio hasta el fin, todas las persecuciones a la Iglesia, martirios, herejías, agravios recibidos, cismas, sectarismos, las penas de todos los mártires.
Y los abusos que se cometerían dentro y fuera, en contra de Su Iglesia.
Y sintió dolor al ver el olvido de Su pasión por la mayoría de Sus hijos.
Dolor por reconocer a cada uno de Sus hijos que no lo conocerán y que nadie les hablará de Él, de Su amor, de Su sufrimiento, de Su entrega y de Su Gloria.
Sufrió por los hijos que no intentarían conocerlo.
Y por esos hijos que sabiendo quien es Su Padre, no mostrarían interés alguno por buscarle, se mostrarían apáticos a Su doctrina, indiferentes a Su amor e indolentes a Su sacrificio.
Derramó lágrimas y sangre por los hijos que sentirían aversión por Él.
Y por Sus hijos que le blasfemarían, y se entregarían a los poderes del maligno, a quien le rendirían honor y culto hasta el fin del mundo.
Bueno hasta aquí, lo que queríamos hablar sobre los dolores que sufrió Jesús durante su oración en el Huerto de Getsemaní, porque presenció el futuro y vio a los que se perderían a pesar de Su inmolación en la Cruz, y los padecimientos de Su Iglesia.
Y me gustaría preguntarte si cuando haces reparación por los dolores de Jesús, tienes en cuenta estos dolores, o a veces se te olvidan.
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