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¿María la «mujer» del Apocalipsis?

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Dios Reveló lo que Sucederá en los Tiempos Finales en el Libro del Apocalipsis – Es la clave para entender lo que está pasando ahora en el mundo…

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.Criterios de discernimiento de Profetas y Videntes, Padre Felix Bourdier

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Las Señales para Evaluar la Veracidad de una Aparición Mariana – La importancia de las apariciones en el plan de Dios y como saber si una aparición es sobrenatural…

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Criterios para el Discernimiento de presuntas Apariciones y Revelaciones, Padre Fabián Castro

padre fabian castroLa problemática que gira en torno a las experiencias ligadas a los fenómenos sobrenaturales en la vida y misión de la Iglesia tiene vigencia en este comienzo del tercer milenio cristiano.

En el año 1978 la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe dio a conocer las “Normae de modo procedendi in diudicandis presumptis apparitionibus ac revelationibus.” Este texto estaba dirigido a los Obispos y fueron enviadas y dadas a conocer a ellos sin que se realizase una publicación oficial, en consideración a que se dirigen principalmente a los Pastores de la Iglesia. El Cardenal Levada, actual Prefecto de dicha Congregación, decidió que se publicaran oficialmente.

En el Prefacio de las mismas explica (para leerlo completo hacer click aquí) que se han ido publicando traducciones en diversas lenguas sin autorización de la Congregación. En vistas a ellos las publicaron en el original en latín y traducidas a varios idiomas.

EL PORQUE DE LA INTERVENCIÓN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Si nos preguntamos porque dicho organismo vaticano se “mete” en este asunto, el Cardenal nos lo recuerda:

“La Congregación para la Doctrina de la Fe se ocupa de las materias vinculadas a la promoción y tutela de la doctrina de la fe y la moral, y es competente, además, para elexamen de otros problemas conexos con la disciplina de la fe, como los casos de pseudo-misticismo, supuestas apariciones, visiones y mensajes atribuidos a un origen sobrenatural.”

Como marco de referencia para estos fenómenos el Cardenal cita un texto de Benedicto XVI en la “Exhortación Apostólica Post-sinodal Verbum Domini”:

«De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es “el primero y el último” (Ap 1,17). Él ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; “la economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tm 6,14; Tt 2,13)” (Dei Verbum, n. 4).

En efecto, como han recordado los Padres durante el Sínodo, la “especificidad del cristianismo se manifiesta en el acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y Dios. Él, ‘que nos ha revelado a Dios’ (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva entregada a la humanidad”. (Propositio 4). San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra… Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad” (Subida al Monte Carmelo, II, 22).»

En base a esto continúa con la siguiente distinción:

«El Sínodo ha recomendado “ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas” (Propositio 47), cuya función “no es la de… ‘completar’  la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 67).

El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla.

El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera.

La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente.

Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1 Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación. (Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de junio de 2000)»

Luego de este prefacio actual, nos sumergimos en el texto de las “normas sobre el modo de proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones” (pueden leerlas completas haciendo click aquí).

Ellas están precedidas de una Nota Previa en la cual se explican el origen y el carácter del documento. Allí podemos leer que:

«Hoy más que en épocas anteriores, debido a los medios de comunicación (mass media), las noticias de tales apariciones se difunden rápidamente entre los fieles y, además, la facilidad de viajar de un lugar a otro favorece que las peregrinaciones sean más frecuentes, de modo que la Autoridad eclesiástica se ve obligada a discernir con prontitud sobre la materia.

Por otra parte, la mentalidad actual y las exigencias de una investigación científicamente crítica hacen más difícil o casi imposible emitir con la debida rapidez aquel juicio con el que en el pasado se concluían las investigaciones sobre estas cuestiones (constat de supernaturalitate, non constat de supernaturalitate: consta el origen sobrenatural, no consta el origen sobrenatural) y que ofrecía a los ordinarios la posibilidad de permitir o de prohibir el culto público u otras formas de devoción entre los fieles.»

PROTOCOLO DE ACCIÓN

En este contexto, y en bien de la plena comunión con la Iglesia y los frutos que de esta se derivan, es que se estableció el siguiente protocolo de acción:

«Cuando se tenga la certeza de los hechos relativos a una presunta aparición o revelación, le corresponde por oficio a la Autoridad eclesiástica:

a) En primer lugar juzgar sobre el hecho según los criterios positivos y negativos.

b) Después, en caso de que este examen haya resultado favorable, permitir algunas manifestaciones públicas de culto o devoción y seguir vigilándolas con toda prudencia (lo cual equivale a la formula “por el momento nada obsta”: pro nunc nihil obstare).

c) Finalmente, a la luz del tiempo transcurrido y de la experiencia adquirida, si fuera el caso, emitir un juicio sobre la verdad y sobre el carácter sobrenatural del hecho (especialmente en consideración de la abundancia de los frutos espirituales provenientes de la nueva devoción).»

Para dar pistas objetivas al discernimiento previsto en el punto (a) se establecieron “Criterios para juzgar, al menos con probabilidad, el carácter de presuntas apariciones o revelaciones”. Notemos que se pone una frase que deja la puerta abierta a un imprevisto: “al menos con probabilidad”. Creo que es una aclaración muy prudente que nos ayuda a descubrir la verdadera naturaleza de estas revelaciones privadas en comparación con la Revelación Única y Definitiva del Hijo de Dios (como se explicara más arriba). Estos son las indicaciones:

CRITERIOS POSITIVOS

a) La certeza moral o, al menos, una gran probabilidad acerca de la existencia del hecho, adquirida gracias a una investigación rigurosa.

b) Circunstancias particulares relacionadas con la existencia y la naturaleza del hecho, es decir:

1. Cualidades personales del sujeto o de los sujetos (principalmente equilibrio psíquico, honestidad y rectitud de vida, sinceridad y docilidad habitual hacia la Autoridad eclesiástica, capacidad para retornar a un régimen normal de vida de fe, etc.).

2. Por lo que se refiere a la revelación, doctrina teológica y espiritual verdadera y libre de error.

3. Sana devoción y frutos espirituales abundantes y constantes (por ejemplo: espíritu de oración, conversiones, testimonios de caridad, etc.).

CRITERIOS NEGATIVOS

a) Error manifiesto acerca del hecho.

b) Errores doctrinales que se atribuyen al mismo Dios o a la Santísima Virgen María o a algún santo, teniendo en cuenta, sin embargo, laposibilidad de que el sujeto haya añadido —aun de modo inconsciente— elementos meramente humanos e incluso algún error de orden natural a una verdadera revelación sobrenatural. (cfr. San Ignacio, Ejercicios. n. 336).

c) Afán evidente de lucro vinculado estrechamente al mismo hecho.

d) Actos gravemente inmorales cometidos por el sujeto o sus seguidoresdurante el hecho o con ocasión del mismo.

e) Enfermedades psíquicas o tendencias psicopáticas presentes en el sujeto que hayan influido ciertamente en el presunto hecho sobrenatural,psicosis o histeria colectiva, u otras cosas de este género

COMO PROCEDER

Fijados los criterios la pregunta sería: ¿cómo se debe proceder?

«Con ocasión de un presunto hecho sobrenatural que espontáneamente algún tipo de culto o devoción entre los fieles, incumbe a la Autoridad eclesiástica competente el grave deber de informarse sin dilación y de vigilar con diligencia.

La Autoridad eclesiástica competente, si nada lo impide teniendo en cuenta los criterios mencionados anteriormente, puede intervenir para permitir o promover algunas formas de culto o devoción cuando los fieles lo soliciten legítimamente (encontrándose, por tanto, en comunión con los Pastores y no movidos por un espíritu sectario). Sin embargo hay que velar para que esta forma de proceder no se interprete como aprobación del carácter sobrenatural del los hecho por parte de la Iglesia. (cf. Nota previa, c).

En razón de su oficio doctrinal y pastoral, la Autoridad competente puedeintervenir motu proprio e incluso debe hacerlo en circunstancias graves, por ejemplo: para corregir o prevenir abusos en el ejercicio del culto y de la devoción, para condenar doctrinas erróneas, para evitar el peligro de misticismo falso o inconveniente, etc.

En los casos dudosos que no amenacen en modo alguno el bien de la Iglesia, la Autoridad eclesiástica competente debe abstenerse de todo juicio y actuación directa (porque puede suceder que, pasado un tiempo, se olvide el hecho presuntamente sobrenatural); sin embargo no deje de vigilar para que, si fuera necesario, se pueda intervenir pronto y prudentemente.»

LA AUTORIDAD

¿Y quién es la “autoridad eclesiástica competente«? Se las enumera de acuerdo a las instancias primeras a últimas de intervención.

«1. El deber de vigilar o intervenir compete en primer lugar al Ordinario del lugar.

2. La Conferencia Episcopal regional o nacional puede intervenir en los siguientes casos:

a) Cuando el Ordinario del lugar, después de haber realizado lo que le compete, recurre a ella para discernir con mayor seguridad sobre la cuestión.

b) Cuando la cuestión ha trascendido ya al ámbito nacional o regional, contando siempre con el consenso del Ordinario del lugar.

3. La Sede Apostólica puede intervenir a petición del mismo Ordinario o de un grupo cualificado de fieles, o también directamente, en razón de la jurisdicción universal del Sumo Pontífice.»

Con la expresión “Ordinario del lugar” los cánones eclesiales se refieren al Obispo del lugar donde se producen determinados hechos. Es muy importante tener en cuenta quién es el que da la última palabra sobre el tema porque, frente a estos acontecimientos, hay quienes que afirman la veracidad de los mismos solamente porque el Padre Fulano o la Monja Sultana dijeron que “la cosa es de Dios”. No hay problema que lo digan como personas particulares pero no les corresponde afirmarlo en nombre de la Iglesia.

De la misma manera, la Nota deja abierta la posibilidad de que ocurran hechos que pueden ser dudosos pero no amenazan con el mal a la Iglesia: el obispo del lugar debe dejar que “corra el agua” (por decirlo con una expresión corriente) para que el tiempo sea el que aclare si lo que ocurre es de Dios o no. Y el «tiempo» (léase Dios actuando en nuestra historia) se encarga siempre de aclararlo.

Eso sí, cuando el Obispo del lugar se pronuncie en contra de algún fenómeno de este tipo… por lo menos dudemos de la veracidad de lo que está allí ocurriendo. No necesitamos ir detrás de tantas revelaciones privadas porque para ayudarnos a vivir tenemos un camino claro: el del la Gran Revelación que nos hizo el Hijo de Dios hecho carne, Jesús: Él es la Palabra última y definitiva del Padre hacia toda la humanidad.

Fuentes: Padre Fabián Castro

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La Santidad de María, catequesis de Juan Pablo II

LA SANTIDAD PERFECTA DE MARÍA

Catequesis de Juan Pablo II (15-V-96)

1. En María, llena de gracia, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (…) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).

Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción.

El término «hecha llena de gracia» que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo «llena de gracia» tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.

2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.

El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen gentium, 56).

La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.

3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.

A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha», alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).

Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.

La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (san Gregorio Nacianceno, Oratio 38,16) como en el momento mismo de la Encarnación (san Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.

4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (…) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón I, sobre el nacimiento de María).

Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón I, sobre la dormición de María).

La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.

Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por san Germán de Constantinopla y por san Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.

De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la carta a los Efesios (Ef 1,6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.

 

MARÍA INMACULADA REDIMIDA POR PRESERVACIÓN

Catequesis de Juan Pablo II (5-VI-96)

1. La doctrina de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente, y eso se debió a la consideración de las afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín.

El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad extraordinaria. Por esto, en la controversia con Pelagio, declaraba que la santidad de María constituye un don excepcional de gracia, y afirmaba a este respecto: «Exceptuando a la santa Virgen María acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero mover absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno» (De natura et gratia, 42).

San Agustín reafirmó la santidad perfecta de María y la ausencia en ella de todo pecado personal a causa de la excelsa dignidad de Madre del Señor. Con todo, no logró entender cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la doctrina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la redención para todos los descendientes de Adán. A esa consecuencia llegó, luego, la inteligencia cada vez más penetrante de la fe de la Iglesia, aclarando cómo se benefició María de la gracia redentora de Cristo ya desde su concepción.

2. En el siglo IX se introdujo también en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en el sur de Italia, en Nápoles, y luego en Inglaterra.
Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribiendo el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, lamentaba que la relativa celebración litúrgica, grata sobre todo a aquellos «en los que se encontraba una pura sencillez y una devoción más humilde a Dios» (Tract. de conc. B.M.V., 1­2) había sido olvidada o suprimida. Deseando promover la restauración de la fiesta, el piadoso monje rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la generación humana. Recurre oportunamente a la imagen de la castaña «que es concebida, alimentada y formada bajo las espinas, pero que a pesar de eso queda al resguardo de sus pinchazos» (ib., 10). Incluso bajo las espinas de una generación que de por sí debería transmitir el pecado original -argumenta Eadmero-, María permaneció libre de toda mancha, por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así, pues, si lo quiso, lo hizo» (ib.).

A pesar de Eadmero, los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando así: la redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. Y si María no hubiera contraído la culpa original, no hubiera podido ser rescatada. En efecto, la redención consiste en librar a quien se encuentra en estado de pecado.

3. Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María. Sostuvo que Cristo, el mediador perfecto, realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original.
De ese modo, introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún mas admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado.

La intuición del beato Duns Escoto llamado a continuación el «doctor de la Inmaculada», obtuvo, ya desde el inicio del siglo XIV, una buena acogida por parte de los teólogos, sobre todo franciscanos. Después de que el Papa Sixto IV aprobara, en 1477, la misa de la Concepción, esa doctrina fue cada vez más aceptada en las escuelas teológicas.

Ese providencial desarrollo de la liturgia y de la doctrina preparó la definición del privilegio mariano por parte del Magisterio supremo. Esta tuvo lugar sólo después de muchos siglos, bajo el impulso de una intuición de fe fundamental: la Madre de Cristo debía ser perfectamente santa desde el origen de su vida.

4. La afirmación del excepcional privilegio concedido a María pone claramente de manifiesto que la acción redentora de Cristo no sólo libera, sino también preserva del pecado. Esa dimensión de preservación, que es total en María, se halla presente en la intervención redentora a través de la cual Cristo, liberando del pecado, da al hombre también la gracia y la fuerza para vencer su influjo en su existencia.

De ese modo, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no ofusca, sino que más bien contribuye admirablemente a poner mejor de relieve los efectos de la gracia redentora de Cristo en la naturaleza humana.
A María, primera redimida por Cristo, que tuvo el privilegio de no quedar sometida ni siquiera por un instante al poder del mal y del pecado, miran los cristianos como al modelo perfecto y a la imagen de la santidad (cf. Lumen gentium, 65) que están llamados a alcanzar, con la ayuda de la gracia del Señor, en su vida.

 

LA VIRGEN MARÍA, MODELO DE LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

Catequesis de Juan Pablo II (3-IX-97)

1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada » (Ef 5, 25-27).

El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).

Así se subraya la diferencia que existe entre los creyentes y María, a pesar de que tanto ella como ellos pertenecen a la Iglesia santa, que Cristo hizo «sin mancha ni arruga». En efecto, mientras los creyentes reciben la santidad por medio del bautismo, María fue preservada de toda mancha de pecado original y redimida anticipadamente por Cristo. Además, los creyentes, a pesar de estar libres «de la ley del pecado» (Rm 8, 2), pueden aún caer en la tentación, y la fragilidad humana se sigue manifestando en su vida. «Todos caemos muchas veces», afirma la carta de Santiago (St 3, 2). Por esto, el concilio de Trento enseña: «Nadie puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales » (DS 1.573). Con todo, la Virgen inmaculada, por privilegio divino, como recuerda el mismo Concilio, constituye una excepción a esa regla (cf. ib.).

2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla.

En este arduo camino hacia la perfección, se sienten estimulados por la Virgen, que es «modelo de todas las virtudes ». El Concilio afirma que «la Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo» (Lumen gentium, 65).

Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de la santidad auténtica, que se realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por una entrega total a la obra redentora que él realizó.

La Iglesia, reflexionando en la intimidad materna que se estableció en el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo, se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el misterio de la pasión de su Señor, busca constantemente la plena configuración con él.

3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, aceptando la Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende también a la misión de la Iglesia.

Su ejemplo anima al pueblo de Dios a practicar su fe, y a profundizar y desarrollar su contenido, conservando y meditando en su corazón los acontecimientos de la salvación.

María se convierte, asimismo, en modelo de esperanza para la Iglesia. Al escuchar el mensaje del ángel, la Virgen orienta primeramente su esperanza hacia el Reino sin fin, que Jesús fue enviado a establecer.

La Virgen permanece firme al pie de la cruz de su Hijo, a la espera de la realización de la promesa divina. Después de Pentecostés, la Madre de Jesús sostiene la esperanza de la Iglesia, amenazada por las persecuciones. Ella es, por consiguiente, para la comunidad de los creyentes y para cada uno de los cristianos la Madre de la esperanza, que estimula y guía a sus hijos a la espera del Reino, sosteniéndolos en las pruebas diarias y en medio de las vicisitudes, algunas trágicas, de la historia.

En María, por último, la Iglesia reconoce el modelo de su caridad. Contemplando la situación de la primera comunidad cristiana, descubrimos que la unanimidad de los corazones, que se manifestó en la espera de Pentecostés, está asociada a la presencia de la Virgen santísima (cf. Hch 1, 14). Precisamente gracias a la caridad irradiante de María es posible conservar en todo tiempo dentro de la Iglesia la concordia y el amor fraterno.

4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65).

Después de cooperar en la obra de la salvación con su maternidad, con su asociación al sacrificio de Cristo y con su ayuda materna a la Iglesia que nacía, María sigue sosteniendo a la comunidad cristiana y a todos los creyentes en su generoso compromiso de anunciar el Evangelio.

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