Es bien sabido que el siglo XII coincide con un movimiento de renovación espiritual marcado, entre otros rasgos, por el fortalecimiento de la devoción mariana (1) y que esta situación es tanto más innovadora cuanto que contrasta nítidamente con la que presentan los primeros siglos del medievo, caracterizados religiosamente por una devoción designo popular centrada en el culto a los santos –santos masculinos, casi en exclusiva (2) –.
Pues bien, ese movimiento que repercute sobre muchos y muy variados aspectos de la vida medieval, supone la exaltación, sobretodo el género humano, de una figura de mujer singularísima no sólo por sus capacidades, sino, en particular, por sus virtudes. Santa María Virgen, Madre de Jesús, el Cristo Redentor, se perfila ya con toda claridad, tras siglos en que sus devotos han ido distinguiendo las notas características de su imagen, como la presencia femenina por antonomasia en un santoral que, en sus dimensiones históricas, quizá había tenido –hasta entonces– inequívocos contenidos masculinos. Nadie ignora tampoco que Castilla, en concreto, y la Península ibérica, en general, se incorporó plena y entusiásticamente al movimiento produciendo, una trilogía de obras que se cuentan entre las más excelsas del XIII. Me refiero, claro es, a Los milagros de Santa María de Gonzalo de Berceo (3), al Liber Mariae del franciscano Juan Gil de Zamora (4), y a las Cantigas de Santa María, firmadas por el rey Alfonso X (5).
La corriente devocional de la Plena Edad Media ha insistido en utilizar, como temas preferentes de meditación, las figuras humanas de Jesús y de María, ya en sus relaciones mutuas, ya en sus perfiles y rasgos individuales, las relaciones y los perfiles que ilustran los Evangelios. Por este camino ambas figuras, la del Hijo y la de la Madre, se han ofrecido a los cristianos como los más acabados modelos de comportamiento. Y como tales se utilizan por una pastoral hábil que pretende, desde luego y en términos generales, animar a la práctica de las virtudes que adornaron a ambos, pero, también, exhortara la reproducción de los arquetipos que uno y otra representan (6).
En efecto, si Jesús es, nada más y nada menos, que el Dios encarnado para redimir al hombre de la caída de Adán, para María, la Nueva Eva, Madre del Nuevo Adán, que interpretó en la economía de la salvación el papel de vehículo inmaculado de la víctima que ha de ser inmolada, está reservado en la historia de la Iglesia un puesto sin parangón posible: Ella es la imagen humana de perfiles ideales por excepcionalísimos, patrón de conducta obligado para cualquier cristiano.
Pero aún podemos ir más lejos en el terreno de las prácticas devocionales. Tanto la Madre como el Hijo desarrollaron su vida terrena de acuerdo con la normativa imperante en una época y en un contexto cultural; y en esa época y en ese contexto cultural los papeles atribuidos a los dos sexos se diferenciaban con toda nitidez. Naturalmente, ambos acomodaron sus comportamientos, al menos en lo esencial, a los esquemas entonces establecidos para las personas de sus respectivos sexos. En consecuencia, las lecturas y meditaciones sobre los pasajes evangélicos han ido perfilando, en el siglo XIII, un arquetipo masculino y un paradigma femenino. Jesús aparece como el acabado ejemplo de varón y María –en mayor grado todavía, si cabe– como el espejo de actitudes a tomar por las mujeres.
Pues bien; incluso es posible afirmar que en razón de la calidad de las dos personas, ya la Edad Antigua y más aún la Edad Media, confundiendo lo sustancial con lo anecdótico, los modos y las modas, pudo interpretar que semejantes esquemas de conducta respondían a un orden social basado en la naturaleza de los sexos y, en consecuencia, querido por el Cielo. No tiene nada de particular que, una vez creados los modelos, la predicación aplicara todos los recursos a alentar la reproducción de los mismos.
LA IMAGEN FEMENINA DE LA NUEVA EVA
Es innegable que la constitución de un modelo femenino de manifiesta grandeza y superior dignidad en el contexto histórico de la Edad Media sirvió para redimir a las mujeres del lastre que venían arrastrando desde el comienzo de la historia: inculpadas de ser las responsables máximas de la caída en el pecado y, en consecuencia, del desencadenamiento de todos los males y todas las esclavitudes que, desde entonces, afligían a los mortales (7).
Porque, en efecto, María, el Ave visitada por el arcángel San Gabriel, inmaculada desde su concepción, plena de pureza y de gracia, se perfila ya en los primeros tiempos del cristianismo (8) y se confirma en este momento que nosotros estudiamos, como la contrafigura de Eva (9). Una y otra son madres, madres de gran significación, la primera de todo el género humano, la segunda del Redentor del mismo. Pero mientras en aquélla una actitud desobediente, consecuencia de la debilidad de su temperamento, se traduce en una conducta reprobable que precipita a todos sus hijos a un abismo de pecado y muerte, en Ésta la práctica de la obediencia–práctica que se destaca entre la de las otras virtudes que conforman el brillante abanico de sus cualidades– fortifica su carácter y hace irreprochable su conducta. Por ello es digna de engendrar al Hijo de Dios.
No nos puede sorprender, por tanto, que a lo largo de la Plena Edad Media la consideración de la mujer haya ido mejorando progresivamente hasta superar aquel estadio de la Alta Edad Media, en que «la fisiología femenina sugería apreciaciones y juicios negativos…en que se considera a la mujer la causa y el instrumento principal con que se consuma la concupiscentia carnis«10.Sin embargo, no nos equivoquemos ni llevemos al extremo las conclusiones. No faltan tratadistas para quienes las actitudes adoptadas por María en las páginas de los Evangelios, eran el mejor testimonio de la aceptación por Ella de la condición inferior de su sexo. Porque, si bien en un sentido teológico amplio la disponibilidad de María a las sugerencias divinas puede interpretarse como modelo de sometimiento de la creatura a su Dios en reconocimiento de la superioridad de su criterio; opuesta a Eva, como la opusieron algunos,
María sería la mujer obediente que, conocedora de las limitaciones intelectivas propias de la condición femenina, renunciaría a sus propias concepciones para someterse a cualquier ser catalogado como superior. La humildad y la obediencia, virtudes teóricamente genéricas, podrían ser entendidas en estos pasajes bíblicos –se dice– como virtudes de signo específicamente femenino. De todo lo cual se concluye que, de estas visiones, resultado de la elevación a categoría universal de algo que no pasaría de ser circunstancia histórico-cultural, habrían quedado justificadas las posturas inmovilistas.
LAS CLAVES DEL MODELO
Con el bagaje conceptual que la devoción mariana ha ido cosechando a lo largo de los siglos, el nuevo orden religioso que se erige en la Plena Edad Media dispone de los elementos más fecundos para intentar ofrecer a las mujeres un cuadro de dignas posibilidades de realización personal, sin que ello signifique el quebrantamiento del orden social establecido. A partir de ahora las mujeres podrán aspirar a alcanzar la perfección que adornó a María representando alguno de los papeles que la sociedad les tiene encomendado: ya en el de madres, ya en el de vírgenes; excepcionalmente en el de reinas o señoras, más frecuentemente en el de criadas. Pero siempre, mediante la práctica de aquellas virtudes que, aún siendo genéricas, la tradición consideró como más características de la Madre del Redentor: la castidad, la templanza, la modestia, la obediencia, la misericordia…
Debemos insistir en que el modelo, precisamente por el adorno de estas virtudes genéricas, es susceptible de ser propuesto tanto a mujeres–sus inmediatas destinatarias–, como a hombres. Las Homilías en honor de la Virgen, pronunciadas por San Bernardo ante los monjes de su comunidad, son el más depurado ejemplo de este género de utilizaciones (11).
La exaltación de la Madre de Misericordia, con entrañas caritativas hacia los suyos, representa toda una revolución. Por esta vía y progresivamente, se introducen en el código de comportamiento masculino valores y actitudes considerados al principio de la Edad Media como específicos de la mujer. Y por esta vía también, la sociedad del pleno medieval en su conjunto va alterando su axiología originaria y dando cabida en ella a rasgos menos violentos, más humanitarios.
En principio, la extensión y magnificación de María como Madre universal, capaz de salvar a los condenados por la justicia, tanto humana como divina (12), abre en los horizontes de la piedad –de la piedad popular, sobre todo– una profunda brecha con el pasado. La Divinidad, justiciera por antonomasia durante los primeros siglos medievales, ha adquirido, por imperativo de los tiempos (13) y por intercesión de María, rostros más humanos.
También es cierto, en sentido contrario, que en razón de la sensibilidad del momento, María verá resaltadas ciertas de sus notas distintivas, al tiempo que se encuentra privada aún de algunos de los rasgos que más adelante definirán su figura (14). Me parece significativo el hecho de que San Bernardo en sus Homilías, basadas en el episodio de la Anunciación, subraye en María la condición de «mujer fuerte»15, renunciando a presentar la imagen de la mujer desvalida al pie de la cruz.
Pero todo lo analizado hasta aquí, nos sirve para reafirmarnos en nuestra primitiva posición: Ella, con sus dimensiones universales, sirve como ningún otro elemento de la época para dignificar al género femenino, para que éste consiga unas cuotas de prestigio tras el que guarecerse en momentos de desorden moral.
Sin embargo, conviene no olvidar que la veneración a María, mujer excepcionalísima, no ha conseguido borrar todos los prejuicios misóginos de la época ni aún en aquellos textos y autores que pudieran parecer más «feministas» (16). Y así, en Las Partidas, uno de los textos jurídicos más favorables –en el contexto medieval– a la mujer, se incluye el siguiente comentario referente a la psicología femenina: «porque son las mugeres naturalmiente cobdiciosas et avariciosas» (xiv, t. xi, l. iii).
LOS PERFILES DE MARÍA
La Edad Media no encontrará contradicción interna, en la figura de María, entre las supuestas debilidades inherentes a su condición femenina y las grandezas relativas a su maternidad virginal. Muy al contrario, todos los perfiles de esta mujer singular vienen a confirmar el enunciado básico, el teorema fundamental que define el camino hacia la santidad para las mujeres: precisamente por estas debilidades genéricas de su sexo, ellas se fortalecen en el ejercicio de las virtudes, y en razón de las deficiencias de su entendimiento, se orientan hacia el bien en la práctica de la obediencia. Pero analicemos los modelos en su expresa proyección femenina con algún detenimiento:
María, Madre espiritual, modelo de casadas.
Las mujeres casadas pueden mirarse en el espejo de María y, concretamente, poner en práctica un rosario de virtudes como la humildad, la abnegación, la disponibilidad y la actitud caritativa hacia propios y extraños consideradas, a justo título, como genuinamente marianas.
La propuesta es simple: si se acomodan al esquema, si reproducen la imagen de María en sus detalles en el seno de sus familias, alcanzarán la perfección dentro de su estado y, por ende, la santidad. No sólo eso; el derecho canónico concibe el matrimonio en función de sus fines y entre esos fines destaca, por su trascendencia, el de la generación y educación de la prole. De modo que, dentro del cristianismo, la condición de mujer casada, se encuentra indisolublemente ligada –al menos en el plano teórico– a la condición maternal.
Pues bien, las invocaciones a María como Madre se multiplican a lo largo y ancho de la literatura marial del siglo XIII castellano, con una variadísima y riquísima gama de contenidos. Por una parte, María se ensalza como «Madre de Cristo Rey», «de Cristo señor poderoso», «señor de justicia», «creador del mundo» y también de «Cristo Salvador», «pastor bueno» (17). En consecuencia Santa María es la «Madre gloriosa» por antonomasia (18).Por otra; es aclamada, con toda frecuencia como madre espiritual, en ese papel que desempeña tan a menudo desde que san Agustín la proclamara «Madre de los miembros de la Iglesia» (19) y Alfonso X, siguiendo su ejemplo, la saludara como «Madre espiritual» (20). Porque María es concebida como Madre singularísima, la única realmente merecedora de recibir los calificativos más entrañables y más exaltadoras de la lengua: «Madre buena», «Madre de piedad» (21).
Por todo ello y en tercer lugar, los poetas del XIII no dudan en establecer una vinculación personal con Ella y así mientras Alfonso X se dirige a Santa María como «mia Madre» (22), Berceo, hijo también de la Virgen («Madre del tu Golzalvo», estr. 911) exclama conmovido: «Madre, dándote buen preçio que eres pïadosa» (estr. 391), para, a continuación, dedicarle uno de los más entrañables párrafos de piedad filial que se hayan escrito: La Madre gloriosa, solaz de los cuitados, non desdennó los gémitos de los omnes lazrados; non cató al su mérito nin a los sus peccados,mas cató su mesura, valió a los quemados (estr. 395).
Ahora bien; esa Madre de cristianos, dista mucho de ser una madre para todo el género humano. Los poetas acomodan perfectamente el modelo a las conveniencias de la época, para hacer representar a la Señora ciertos papeles en concordancia con los programas políticos vigentes. Así, el mismo Berceo, reivindica la condición vengadora de Santa María, cuando los agravios se dirijan contra su Hijo: Sepades que judios fazen alguna cosa en contra Jesu Christo, Fijo de la Gloriosa, por essa cuita anda la Madre querellosa,non es esta querella baldrera nin mentirosa (estr. 423).
En resumidas cuentas y como avanzábamos más arriba, estamos en presencia de un rostro más humano, más próximo, más cordial, pero al que aún le faltan detalles y gestos. Ese rostro es, en buena medida, el rostro de la época, o más bien, el mejor rostro de la época, pero no el mejor de todos los imaginables. Él se propone a las mujeres destinadas al siglo, a aquellas encargadas de perpetuar en el tiempo las esencias y los valores del mundo medieval cristiano. Ellas serán castas, piadosas, caritativas, obedientes y, sobre todo, plenamente imbuidas del lugar que les corresponde en razón de la debilidad física, psíquica e intelectiva de su sexo.
María, Virgen Inmaculada, espejo de religiosas.
Pero María, virgen consagrada a Dios, atenta a sus indicaciones, en estrecha comunicación con Él, obediente a sus mandatos, es el ideal de perfección para hombres y mujeres de vocación claustral –especialmente ellas– y para aquellas jóvenes que, destinadas al matrimonio, esperan la hora de consumarlo. La exaltación repetidísima de su inmaculada virginidad coloca al cristiano en una dimensión nueva: la valoración de la renuncia a la procreación.
En efecto, la mariología, al hacer de la castidad perpetua el punto de partida, el fermento mismo, a partir del cual pudo fructificar con todas las garantías el restante abanico de cualidades marianas, determinó que fuera la virginidad la razón última de los más preciados títulos de Aquélla (23). Así en el terreno literario es posible pasar de salutaciones como «Virgen santa», «Virgen pura», «Virgen hermosa», a otros que postulan lo mismo pero en grado superlativo del tipo de «Virgen gloriosa», «Virgen sin par», para desembocaren los de mayor contenido teológico: «Virgen que nos guía», «Virgen que nos mantiene», «Virgen que nos acaudilla» (24).
Con el ejemplo de María es posible postular incluso la superioridad de la condición monástica en tanto en cuanto sometida al voto de la castidad perpetua. Y ello en razón de la fecundidad espiritual de las vírgenes voluntariamente célibes. En efecto, María ‘espejo’ de la Iglesia demostró sobradamente las posibilidades que, en orden a la trasmisión de la gracia, ofrecía una total disponibilidad a los planes del Altísimo. En otras palabras, si la Madre de Dios, la corredentora, lo fue por su santidad inmaculada, por su práctica de la virtud de la castidad, por su dedicación a la meditación y la oración, las vírgenes cristiana pueden aspirar a realizar papeles similares siempre que la imitación del modelo les haga merecedoras de ello.
Y así desde los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres –muy pocas, es cierto– que, acreditando su condición de guías espirituales, merecieron ocupar un puesto entre los padres de la Iglesia. Son las llamadas «madres del desierto», cuya fecundidad exuberante se impuso a las restricciones docentes contenidas en las cartas paulinas (cfr. 1 Cor. 14, 34 y 1 Tim. 2, 12)25.Luego, ya en la Edad Media, la maternidad espiritual de María siguió rindiendo sus frutos en orden a la justificación de la autoridad de las abadesas sobre las comunidades monásticas26. Por eso María es proclamada con toda justicia en la Cantiga CCLXXX, la composición que se dedica a exaltar su figura como «espejo de la Iglesia», «patrona de las vírgenes».
María referente de todas las condiciones sociales.
Pero además de los apelativos tradicionales de Virgen y Madre, los poetas del XIII aplican a María una amplia gama de sustantivos referentes a condiciones sociales de la mujer, que indican, a mi entender, su deseo de hacer de Ella el paradigma de la condición femenina en todos y cada uno de los estados que a ellas les cumple representar.
Así en la pluma de sus cantores medievales María es saludada como reina y señora y como criada; como gloriosa y como terrena; como poderosa, en la cúspide del orden social y como humilde en la indefinición de las masas populares (27). Porque, ciertamente, Santa María demostró–primero como figura histórica y luego como persona gloriosa– que podía representarlo todo, desde el papel de Reina del Cielo al de mujer de un discreto menestral, y representarlo tan bien que mereciera siempre los más exaltados calificativos.
Al alcanzar el siglo XIII la Madre de Jesús ha conquistado, gracias a la exégesis que de su figura han ido realizando los más conspicuos escritores cristianos (28), esa versatilidad interpretativa que le es propia y se ofrece ya a los tratadistas de entonces como un hito referencial, sin necesidad incluso de hacer referencia expresa de él.
Veamos un ejemplo de lo más revelador a mí entender. Al modelo mariano se atiene estrictamente el retrato que hace Ximénez de Rada (29) de la reina doña Berenguela, una de las personalidades femeninas más relevantes de fines del XII y comienzos del XIII. Nadie ignora que Berenguela, la hija mayor de Alfonso VIII y de Leonor de Inglaterra, contrajo matrimonio con Alfonso IX de León, un matrimonio sumamente comprometido, pues las indiscutibles ventajas políticas del mismo estaban contrapesadas por el inconveniente de serlos cónyuges consanguíneos en grado prohibido por el derecho canónico en vigencia por aquel entonces. También es bien sabido que de la unión nacieron varios hijos antes de que fuera disuelta por la exigencia del pontífice y que entre ellos figura Fernando III, rey de Castilla y León y santo de la Iglesia católica. Pues bien; en la pluma del Toledano, doña Bereguela aparece adornada con un amplio abanico de virtudes que se acomoda perfectamente al catálogo mariano de las que aquí hemos considerado.
La virtud de la caridad se expresa en ella en el socorro constante a los pobres y a las órdenes religiosas (lib. 7, cap.xxxvi). La práctica de la virtud de la humildad, continuada a lo largo de toda su vida, alcanza su máxima expresión en los días posteriores al a muerte de su hermano Enrique I, fue entonces cuando, «refugiándose en los muros del pudor y de la modestia» (lib. 9, cap. v), renunció a la herencia que le correspondía como primogénita de Alfonso VIII, en favor de su hijo Fernando. Repleta ella misma de virtudes, tuvo el acierto de educar a su hijo en el esquema de valores que correspondía a la condición masculina de aquél «porque no le inculcó nunca afanes de mujeres, sino siempre de grandeza» (lib. 9, cap. XVII). Por ello y por su comportamiento en los períodos de dificultad por los que atraviesa Castilla a fines del XII y comienzos del XIII merece de su biógrafo el calificativo de mujer fuerte: fuerte se demuestra organizando sucesivamente las honras fúnebres de su hermano Fernando, de su padre o de Enrique I. En palabras del de Rada escritas a raíz de la muerte de Fernando, «su prudencia superó a su virtud contra lo que cabía esperar en una persona de su sexo» (lib. 9, cap. XXXVI).
María encarnación de todas las bellezas y garantía contra todos los males.
En estrecha correlación con los esquemas hasta aquí trazados encontramos todavía un rico muestrario de las salutaciones. Como Madre y madre vivificadora tanto en lo material como en lo espiritual, María es apellidada de «puerto» y de «puerta». En este sentido afirma Berceo que:
ella es dicha puerta a qui todos corremos,
e puerta por la qual entrada atendemos (estr. 35).
Y el estilo poético de las Cantigas utiliza los mismos recursos con resultados igualmente bellos, así María es el «porto u arriban os coitados» (30). Con similares contenidos teológicos encontramos otro epíteto de gran tradición en estos siglos. Me refiero al de «Estrella», y concretamente «Estrella del mar» divulgado por San Bernardo, el acuñador de la célebre jaculatoria «Mira a la estrella, invoca a María» (31). Siguiendo las huellas del prior de Claraval los poetas marianos españoles prodigan los calificativos y las imágenes de estirpe luminosa. «Estrella del día», «estrella del mediodía», «estrella muy clara», «luz del mundo» y, por fin, «estrella del mar» son metáforas corrientes en las Cantigas32. Tan expresivas o más son las frases de Berceo:
La benedicta Virgen es estrella clamada,
estrella de los mares, guïona deseada (estr. 32).
o aquella otra también de la Introducción:
Es clamada y éslo de los cielos, reína,
tiemplo de Jesu Christo, estrella matutina (estr. 33).
El rosario de salutaciones se completa con otras como «alba» y «flor»de carácter estético y «abogada», «escudo», «frontera» o «loriga» de signo protector (33). Pues bien, aún admitiendo que todos esos apelativos tienen como designio acrecentar la devoción de los cristianos hacia ella, no cabe duda de que semejante rosario de alabanzas aplicadas al modelo animan a la reproducción de sus notas distintivas.
A MODO DE CONCLUSIÓN
a) En un momento como el presente, en que mujeres con conciencia de tal y hombres de sensibilidad asistimos sobrecogidos, incrédulos e impotentes a la perpetración de los más atroces crímenes contra la humanidad en general y contra las mujeres en particular, estamos en mejor situación que nunca para valorar los efectos positivos que la creación del modelo mariano y su difusión produjo en el sentir colectivo de las sociedades medievales. No sólo en cuanto se comportó como elemento disuasorio de humillaciones y vejaciones hacia los miembros del sexo femenino, sino también en cuanto propició respetos y consideraciones hacia él.
b) Es cierto que ese mismo modelo, aplicable a las mujeres virtuosas y honestas, en otras palabras, a las integradas en el férreo sistema socio-económico medieval, desprotegía a las otras, a las marginales, abandonándolas a un destino del que no siempre eran responsables. Se me podrá oponer que la Virgen, en su acepción de madre de misericordia, acoge bajo su manto protector a todos los mortales sean santos o pecadores (34); pero yo no dedico estas páginas a los perfiles devocionales de la imagen mariana, sino a los trazos del referente modélico; y allí, por definición, no se admiten más que los rasgos positivos, todos en grado superlativo. Así que aunque la Iglesia ha utilizado normalmente la imagen de María para exaltar la caridad y la comprensión hacia los marginales, no es menos evidente que esos marginales quedaban estigmatizados con la consideración de tales, más aún asimilados a Eva, la madre del fratricida, la responsable de la entrada del pecado, contrafigura de María.
c) En definitiva, el atractivísimo rostro que de María presentó la Edad Media contribuyó eficazmente a cimentar el orden social del período. Porque, en efecto, esa imagen mariana de mujer recatada y obediente, a la par que bellísima y misericordiosísima, se ofrecía como una tentación a los ideólogos del pleno medievo, tan proclives a buscar argumentos teológicos para sus ideaciones políticas. Y María, bajo ese rostro concreto, fue, durante siglos, una auténtica fortaleza, un bastión inconmovible frente a las asechanzas de los enemigos del orden establecido.
d) Pero también María, madre compasiva, contribuyó poderosamente a alterar la faz de los tiempos. Gracias a Ella adquirieron categoría de valores universales ciertos rasgos como la piedad, la misericordia o la caridad, que la axiología impregnada de signos violentos del alto medievo había considerado debilidades femeninas o actividad de monjes.
NOTAS
1 De «invasora» califica J.F. Rivera Recio la conducta de la devoción mariana en el siglo XII, «Espiritualidad popular medieval» en Historia de la Espiritualidad I,Juan Flors, Barcelona, 1969, 650.
2 Sobre estas cuestiones se ha registrado en los últimos años una nutrida producción historiográfica. A modo de ejemplo destacaré la obra de R. Folz, Lessaints Rois de Moyen Age en Occident (VI-XIII siècles), Société des bollandistes,Bruselas, 1984, 55; el autor, que dedica un largo capítulo a los reyes mártires, los presenta como imagen de Cristo en la cruz. Por otro lado en el siglo XII, «el siglo de los santos reyes», culmina una larga serie de canonizaciones de reyes quecomenzó con la de San Esteban en 1083. Igualmente interesante es la obra de P.A.Sigal, L’homme et le miracle dans la France médiévale (XI-XII siecle), Cerf, Paris,1985, 316ss, donde se analizan las prácticas religiosas, las fórmulas religiosas y las supersticiones. Se pone de manifiesto el enorme valor del milagro, integrándolo enel contexto histórico, social, económico, intelectual y literario de su época.
3 Las referencias a esta obra se basarán en la edición de Michael Gerli, Milagros de Nuestra Señora, Cátedra, Madrid, 1988.
4 Se encuentra sin editar en Biblioteca Nacional de Madrid, manuscrito, 9503.
5 En las referencias a esta fuente utilizaré la edición de la Real Academia Española, Madrid, 1990. Edición facsimil de la publicada por la misma entidad en1889. Ahora bien; para las cien primeras existe una edición reciente de W.Mettmann, Cantigas de Santa María [cantigas 1 a 100], Castalia, Madrid, 1986.Sobre el clima de exaltación mariana que se vive en Castilla: Historia de la Iglesia en España, dirigida por R. García Villoslada, BAC, Madrid, 1982, II/2º, 301ss.
6 A propósito de estas cuestiones véase Faire Croire. Modalités de la diffusion et de la réception des messages religieux de XIIe au XVe siècle, École française de Rome, Roma, 1981.
7 A. Vauchez, La espiritualidad del occidente medieval, Cátedra, Madrid, 1985,97, responsabilizó a San Jerónimo y a una tradición patrística hostil de la corrientede misoginia que era propia de tantos clérigos en el medievo.
8 J. A. Aldama, María en la patrística de los siglos I y II, BAC, Madrid, 1970,272ss; Marina Warner, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la VirgenMaría, Taurus, Madrid, 1991, 82ss.
9 La Cantiga CCCXX desarrolla por extenso la oposición María-Eva. En honor a su interés para nuestro tema me voy a permitir copiar algunos fragmentos:
Del mismo tenor es la Cantiga LX, de la que sólo copiaré la primera estrofa:
Entre Av’ e Eva
gran departiment’á.
10 O. Giordano, Religiosidad popular en la Alta Edad Media, Gredos, Madrid,1983, 196-197.
11 Editadas en las Obras completas de San Bernardo, BAC, Madrid, 1984, II.
12 L. Maldonado, Génesis del cristianismo popular. El inconsciente colectivo en un proceso histórico, Cristiandad, Madrid, 1979, 110-111.
13 Caroline Walker Bynum, Jesus as mother. Studies in the Spirituality of the Middle Ages, University of California, Berkeley. Véase especialmente «The Feminization of Religious Langage and Its Social Context», 135-146.
14 Por ejemplo, no conozco referencias a Ella como Reina de la Paz, durante la plena Edad Media.
15 San Bernardo, Homilía II, 5, 619: «¿Quien hallará una mujer fuerte?» se pregunta con Salomón. Para responder que hay una, María, la madre del varón fuerte.
16 San Bernardo, Homilía II, 5, 619; el abad de cisterciense incluye el siguiente comentario: «Se ve que el sabio –Salomón– conocía la debilidad de la mujer, la fragilidad de su cuerpo y la inconstancia de su espíritu».
17 Véanse las salutaciones correspondientes a estas advocaciones en Mª Isabel Pérez de Tudela, «La imagen de la Virgen María en las ‘Cantigas’ de Alfonso X», En la España Medieval, 1992 (15), 300-301. Como «Madre del Reï celestial» es ensalzada por Gonzalo de Berceo en la estrofa 124 de los Milagros de Nuestra Señora y como «Madre de Dios vero», en la 309.
18 Mª Isabel Pérez de Tudela, 302; Gonzalo de Berceo, a título de ejemplo, las estrofas 156 y 302.
19 J. Ibáñez y F. Mendoza, María en la liturgia hispana, Eunsa, Pamplona, 1975,63.
20 Mª Isabel Pérez de Tudela, 301; Gonzalo de Berceo, estrofas 158 («Madre tan pïadosa») y 227 («madre pïadosa que nunqua fallecio»).
21 Mª Isabel Pérez de Tudela, 302.
22 Mª Isabel Pérez de Tudela, 301.
23 No todas las mariologías han partido de la virginidad perpetua de María como del primer atributo mariano del cual derivarían todos los demás. Más bien al contrario, la mayoría de los tratadistas solían y suelen considerar como atributo primero y principal la maternidad divina de María.
24 Mª Isabel Pérez de Tudela, 304-305.
25 Joseph M. Soler, «Madres del desierto y maternidad espiritual», en Mujeres del absoluto. El monacato femenino historia, instituciones, actualidad. XX Semana de estudios monásticos, Abadía de Silos, Burgos, 1986, 45-65. En palabras del autor:»trasmitieron una doctrina espiritual con el mismo derecho que cualquier padre. Lo único que una madre espiritual no podía hacer era absolver sacramentalmente los pecados».
26 A. Linaje subraya el caso de Fontevrault, el célebre monasterio dúplice francés donde la autoridad de las abadesas se dejaba sentir no sólo sobre la comunidad femenina, sino también sobre la masculina. El autor señala que esa autoridad era de naturaleza mariana, réplica de la que el propio Jesús había conferido a su Madre sobre San Juan poco antes de morir: A. Linaje, 110. Véase también, para el monacato femenino castellano: J. Escrivá de Balaguer, La Abadesa de las Huelgas.Estudio teológico jurídico, Ediciones Rialp, Madrid, 21974.
27 En palabras de G. de Berceo: «la Madre gloriosa… la Madre de Christo, crïadae esposa» (estrofa 64).
28 Véase el camino recorrido en H. Barre, Prières anciennes de l’occidente a lamère du sauveur, P. Lethielleux Editeur, Paris, 1963. También, L. Hernan, Mariología poética española, BAC, Madrid, 1988.
29 Ximénez de Rada, «De rebus Hispaniae», Opera, Anubar, Valencia, 1968. Lasversiones en castellano corresponden a la traducción de Juan Fernández Valverde,Alianza, Madrid, 1989.
30 Cantiga, 6/62 de la edición de W. Mettmann.
31 Homilía II, 639 de la edición citada.
32 Mª Isabel Pérez de Tudela, 317 y 318, en donde se intenta establecer relación entre las imágenes de luz y las de «camino», «vía» y «meta».
33 Mª Isabel Pérez de Tudela, 317-319.
34 L. Maldonado, 111, recuerda a propósito de estas cuestiones la Virgen de la misericordia de Piero della Francesca conservada en Borgo Santo Sepulcro.
Fuente: EL ESPEJO MARIANO DE LA FEMINIDAD EN LA EDAD MEDIA ESPAÑOLA de Mª ISABEL PÉREZ DE TUDELA, Anuario Filosófico, 1993