“Te has transfigurado en el monte, oh Cristo Dios,
mostrando a tus discípulos tu gloria, según sus capacidades.
Has resplandecer sobre nosotros también tu luz;
por las plegarias de la Madre de Dios,
oh dador de luz, gloria a ti”
Textos bíblicos: Mateo 17, 1-9; o bien Marcos 9, 1-9; Lucas 9, 28b-36
Para las iglesias de tradición bizantina, la fiesta de la «Transfiguración (Metamòrfosis) de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» expresa en el modo más completo la teología de la divinización del hombre. En uno de los himnos de la fiesta se canta en efecto: «En este día en el Tabor, Cristo transformó la naturaleza oscurecida por Adán. Habiéndola cubierto de su esplendor la ha divinizado.»
La solemnidad tiene su origen en la memoria litúrgica de la dedicación de las basílicas del Monte Tabor. Es posterior a la fiesta de la Exaltación de la Cruz, de la que, no obstante, depende su fecha. Según una antigua tradición, la Transfiguración de Jesús habría tenido lugar cuarenta días antes de su crucifixión. La solemnidad, por tanto se fijaría el 6 de Agosto, o sea, cuarenta días antes de la Exaltación de la Cruz, que caía el 14 de septiembre.
El nexo entre las dos fiestas se comprueba también por el hecho que desde el 6 de agosto se empiezan a cantar los himnos de la Cruz.
La fiesta entró en uso a finales del siglo V, y ya en el siglo VI encontramos insignes representaciones musivas, que recubren la bóveda del ábside central en la basílicas de Parenzo, San Apolinar en Classe en Rávena, y del Monasterio de Santa Catalina del Sinaí.
EL ICONÓGRAFO Y LA FIESTA
Todo iconógrafo, después de haber recibido una consagración de sus manos para ejercitar en la Iglesia este sublime misterio de ser pintor de la belleza y mensajero de la luz que revela la imagen, empieza su servicio pintando precisamente el icono de la Transfiguración del Señor. Entre otras, porque toda imagen es cono un reflejo del rostro luminoso y glorioso del Cristo, como aparece en el Tabor; porque el iconógrafo tiene que plasmar en colores y símbolo la imagen interior contemplada por él en su propia oración, y porque tiene que comunicar a los demás con su arte algo de los rayos divinos que iluminaron a los apóstoles en el monte de la oración.
En un antiguo manual de arte iconográfico se puede leer: » Quien quiera aprender el arte pictórico, antes se instruya en él y se ejercite por un tiempo dibujando solo y sin cánones, hasta que se haga experto, luego haga invocación al Señor Jesucristo y una oración ante el icono de la Madre de Dios Odigítria.»
La oración y la invocación eran presenciadas por un sacerdote, que recitaba el himno de la Transfiguración y tras esto bendecía al aprendiz de iconógrafo.
LA CONTEMPLACIÓN DE LA IMAGEN EVANGÉLICA
La imagen (Icono de Theofhanes de Creta. 1546. Monasterio Stavronikita del Monte Athos. Grecia) nos ofrece con fidelidad plástica la narración evangélica de la Transfiguración del Señor, concentrando nuestra atención en una visión total y dinámica. Algunos iconos de este episodio presentan a los lados del monte, a Jesús que sube con sus discípulos a la montaña, y a Jesús que baja ya del monte, diciendo a los suyos que no revelen nada de cuanto ha sucedido.
Pero generalmente todo se concentra en el episodio que este misterio desvela ante nuestros ojos, poniendo de relieve los protagonistas del encuentro y los dos espacios que parecen juntarse: el cielo y la tierra.
La fiesta como el icono, constituye para el pintor y para el simple fiel, «según la medida de fe que Dios» ha dado a cada uno, esa experiencia intelectiva y espiritual que permite embocar la vía para desarrollar dentro del corazón de uno mismo la belleza de la luz.
Dice Gregorio de Nisa (335-395), «La manifestación de Dios le es dada primero a Moisés en la Luz, luego él habló con Él en la nube; y finalmente, devenido más perfecto, Moisés contempla a Dios en la tiniebla».
Pero, ¿qué significa la entrada de Moisés en la tiniebla y la visión que en ésta tuvo de Dios? «El conocimiento religioso es al principio luz para el que lo recibe: pues lo que es contrario a la piedad es la oscuridad, y la tiniebla se disipa cuando aparece la luz. Pero el Espíritu, en su progresar, llega, tras un empeño siempre más grande y perfecto, a comprender lo que es el conocimiento de las realidades y se acerca a la contemplación cuanto más se da cuenta de que la naturaleza divina es invisible.
La tiniebla es el término accesible de la contemplación, visión límite, y por tanto «luminosa». La tiniebla simboliza así la oscuridad de la fe y la experiencia de la proximidad de Dios.
El icono de la Transfiguración, por tanto habla de la luz, revelada a los Apóstoles, manifestación del esplendor divino, gloria sin tiempo. Esta imagen más que cualquier otra refleja el principio por el que un icono no se mira sino que se contempla.
EL CRISTO
En el centro de las representaciones iconográficas de la fiesta, resplandeciente de luz, aparece el Cristo. Los iconógrafos a menudo han sabido reproducir con gran maestría el concepto: cualquier parte del icono que se observe, desde los rostros de los personajes a los vestidos, a las rocas del paisaje, todo está iluminado por la luz procedente del Cristo.
Sus ropas son las blancas, las de la resurrección: la explosión de la divinidad, de la vida, de esa vida que es «la luz de los hombre.»
Sus vestidos blancos quieren expresar que es la fuente de luz: «Dios de Dios Luz de Luz», como dice la confesión de nuestra fe. Es blancura esplendorosa de los vestidos que el evangelista Marcos describe con admiración.
Está situado en un círculo de luz que significa la gloria, la divinidad, el infinito. Es Dios. Es como un sol, con títulos bíblicos que se aplican desde la antigüedad a Jesucristo.
Él es el Salvador de los hombres, verdadero hombre, con mirada misericordiosa, que irradia un gran amor salvador hacia todos.
La luz percibida por los discípulos (la luz tabórica) es de tonos apagados -es reproducida, en efecto, con un gris- comparada con aquella tanto más esplendorosa que rodea al Cristo: ésta es sólo una sombra de la luz inaccesible en la que habita el Señor.
Cristo aparece en algunos iconos de la Transfiguración en medio de una figura geométrica que se llama «mandorla», «almendra». Es el signo pictórico que quiere reflejar la «nube» luminosa que lo cubre. Y la «nube» es el signo bíblico de la presencia de Yahvé, y por lo tanto es un símbolo del Espíritu Santo que está dentro de Jesús, que lo envuelve, que lo empuja, que impregna toda su humanidad de una manera velada, hasta que en la resurrección aparezca esta fuerza en todo su vigor.
En la revelación de Cristo se desvela y revela toda la Trinidad:
– el Padre que dice: «Este es mi Hijo muy amado: escuchadle».
– Cristo, el Hijo amado, revelado como Palabra y complacencia del Padre
– El Espíritu es la nube que indica la gloria y la presencia sobre el Hijo amado, como en la Encarnación, cuando cubre con su sombra, como una nube, a Maria.
MOISÉS Y ELÍAS
Jesús está acompañado por dos personajes. Uno viejo, que es Elías; otro más joven, que es Moisés, representado a veces con un libro, que significa la ley.
De Jesús dan testimonio la ley (Moisés) y los profetas (Elías). Podeos preguntaros por qué están presentes en este misterio precisamente estos dos personajes que son testigos centrales de la economía de la salvación.
Los dos son amigos de Dios, hombres de las montañas y de la oración, el hombre del Sinaí (Moisés), el hombre del Carmelo y del Horeb (Elías).
Los dos representan la totalidad de los hombres: Moisés a los muertos; Elías a los vivos, ya que el profeta fue arrebatado al cielo, según la tradición bíblica, y llevado por un carro de fuego, la merkabah. Jesús es el Señor de vivos y muertos.
Los dos buscaron el rostro de Dios, pero no lo vieron; ahora lo contemplan en el rostro de Cristo, que es imagen del Padre.
Entran en la misma gloria de Cristo, son como sus precusores y profetas, sus evangelistas. Representan la Antigua Alianza que está en continuidad con la Nueva.
Ante el Cristo de la Transfiguración la ley cede al que es la ley. La manifestación del Señor ya no es la brisa suave del monte Horeb que sorprende a Elías, sino la revelación plena de la palabra del Padre.
LOS APÓSTOLES
En la parte inferior del icono están los tres discípulos predilectos de Jesús: Pedro, Juan, Santiago. Es contraste de su postura es evidente. Jesús y sus dos testigos del Antiguo Testamento parecen reflejar ya la paz de una vida eterna.
Los discípulos aparecen aterrados por la gloria del Señor, echados por tierra, en postura de terror sagrado. Quizá el iconógrafo quiere decir que nadie puede ver a Dios sin quedar totalmente sacudido por la fuerza de la visión.
La luz y la voz del trueno los desconciertan. San testigos que han experimentado la fuerza arrebatadora de una revelación tan fuerte y tan extraña.
Pedro vuelto hacia Jesús, todavía tiene ánimo para decir algo: «hagamos tres tiendas…» Parece que quiere que este instante quede eternizado en un gozo sin fin.
Juan, el más joven, el testigo del Verbo, parece lanzado por una fuerza vigorosa; parece que quiere huir y tropieza. Se cubre el rostro ante el resplandor de una luz que parece cegar, más que la del mismo sol.
Santiago, también por tierra, se cubre el rostro, incapaz de contemplar la gloria de su Maestro cara a cara.
Los tres están llenos de gloria. Son testigos de la gloria y de la divinidad de Jesús, como serán testigos lejanos de la agonía de Jesús, de su verdadera humanidad, sujeta a los temores de la muerte.