Cómo usar el poder de Jesús para discernir el mal y combatirlo.

El Mar Muerto… Jerusalén… Entre estos lugares, está el inhóspito desierto de Judea. 

Un escenario de soledad y silencio, donde solo el viento y la arena reinan.

Aquí, donde el sol abrasa y la vida parece imposible, Jesús se enfrenta a su mayor batalla: la batalla contra la tentación.

Los relatos de los tres evangelios sinópticos nos transportan al momento crucial en la vida de Jesús.

Donde enfrentó las tentaciones, que representan los más profundos anhelos y debilidades del ser humano: el placer de la carne, la búsqueda de la gloria terrenal y la sed de poder.

Las mismas tentaciones que acechan a cada hombre hoy. 

Pero Jesús, firme y decidido, resiste y nos muestra cómo hacerlo, para que podamos evitar la destrucción de la civilización y la nuestra.

Aquí hablaremos sobre cómo Jesús respondió a esas tentaciones, y cómo deberíamos responder hoy, en un mundo y una Iglesia que está cayendo progresivamente en ellas.

Hay puntos comunes a todas las tentaciones que sufrimos: el diablo empieza progresivamente, adormece nuestra conciencia y nos seduce con apariencias de bien.

Los bienes con los que nos tienta no son malos en sí mismos, a menudo incluso son legítimos. 

Pero si llegan a ser buscados como el objetivo principal de nuestra vida, nos separan de Dios, al hacernos buscar nuestra felicidad fuera de nuestro Creador.

Y una vez que el demonio nos ha hecho caer, intenta impedir que nos volvamos a levantar, mantiene al hombre caído en su pecado.

Y el pecado desenfrenado, sin ningún contrapeso, produce el desenfreno y el desquicio del mundo actual.

En un célebre pasaje de la novela Los Hermanos Karamazov, Fiodor Dostoievski imagina el regreso de Cristo a la Tierra, y escenifica su juicio, dirigido por un viejo cardenal que reprocha a Cristo haber fracasado en su papel de mesías.

Sostiene que si Cristo en los albores de su vida pública, hubiera cedido a las sugerencias de satanás, habría traído paz y felicidad a la Tierra.

Pero al resistirse, se negó a dar a los hombres lo que realmente querían: pan, un guía y paz. 

«Si eres el Mesías, el Hijo de Dios, esto es lo que debes hacer para atraer a los hombres hacia ti: darles pan en abundancia para satisfacer sus sentidos, seducirlos con maravillas para fascinarlos, dales la paz terrenal en un reino del que tú serás el rey».

«Entonces te seguirán y te adorarán, porque no desean otra cosa que eso, el resto, la Palabra de la Verdad, el Pan del Cielo, la fe libre, los Cielos, todo esto no les interesa».

El Gran Inquisidor –un demonio de los tiempos modernos– concluyó: «Tenías una idea demasiado alta de los hombres, pero son esclavos; el hombre fue creado más débil y vil de lo que pensabas. Le exigiste demasiado» 

¿Somos capaces de querer algo más que pan y felicidad terrenal? 

¿Cristo sobreestimó nuestras capacidades, al negarnos la facilidad de halagar nuestros bajos instintos, al apelar a nuestra libertad de amar, al ofrecernos un destino sobrenatural?

Hoy es lo que parece creer el mundo y una buena parte de la Iglesia, habida cuenta de los planteos modernistas de modificar la doctrina católica, para hacerla más amigable con los pecados del mundo.

Analicemos las tentaciones y veamos lo que el Señor nos enseña para lo que sucede hoy.

La primera tentación de Satanás a Cristo es «convierte estas piedras en pan», le propone rendirse totalmente al goce de la carne.

La «carne» son los bienes sensibles, empezando por el alimento, que es la primera necesidad vital, seguido de la sexualidad, el bienestar material, los bienes de consumo…

Todos son buenos inicialmente pero, poco a poco descarriados, nos alejan de Dios, dando origen a la sociedad de consumo, la búsqueda del placer sin frenos, el hedonismo.

Lo cual daña al hombre, haciéndole creer que satisfaciendo todos los deseos de su cuerpo y de su corazón encontrará la felicidad absoluta.

Pero la realidad es que no es así, porque nunca la civilización estuvo tan desquiciada.

Hoy cada uno será tentado según su debilidad, donde cree encontrar su felicidad: compras compulsivas, pornografía, glotonería… 

Es tentado por su propia lujuria, que lo atrae y lo seduce, y no tiene un contrapeso espiritual y de conciencia para reconocerlo. 

La segunda tentación es más sutil, según Dostoievski el inquisidor le dice «salta desde lo alto del Templo, frente a ellos. A los hombres no les sirve esta fe libre y oscura que les ofreces, haz milagros, porque es lo único que les funciona para seguirte».

Satanás le pide una demostración de poder, gracias a la cual los hombres lo seguirán, no por amor o por fe, sino viendo en él a un hombre extraordinario, fascinante, que puede darles todo lo que le pidan.

Y esta lógica construye en los seres humanos la tentación de aspirar a la vanagloria, a la vana fama que encarna nuestra necesidad de reconocimiento, ser vistos y reconocidos en las redes sociales, ser “seguidos”, ser apreciado por lo que uno hace. 

No le damos a Dios la gloria por lo que hacemos sino a nosotros mismos.

Esta “debilidad” humana puede parecer inofensiva, pero es sin duda la que más daño ha hecho al cristianismo desde los tiempos modernos. 

La ciencia y la tecnología han sustituido, a los ojos de los hombres, a los «milagros» del cristianismo.

Los que se dicen cristianos hoy debieran preguntarse: ¿En qué se basa nuestra fe en Dios? ¿Lo seguimos sólo por el bien que nos trae, o más bien por Él mismo?

La tercera tentación es la codicia por el poder.

El deseo de no depender más de Dios, de no abandonarnos más a Él, poniendo nuestra felicidad en nuestras propias fuerzas, de no ser más un niño sino un adulto ante Dios.

Queremos tener el control de nuestras vidas, pensando que sabemos dónde está nuestra felicidad.

El hombre moderno ya no quiere reconocer que existe gracias a Dios y por Él.

Ya no quiere depender de Él, ni darle honor.

Quiere construirse a sí mismo, se cree Dios.

Lo encontramos en el deseo de controlar la vida y la muerte: anticoncepción, aborto, eutanasia.

O de reconstruir al hombre: transhumanismo, inteligencia artificial.

O en la construcción de una inmensa fraternidad humana, una paz universal, tan popular dentro de la jerarquía de la Iglesia hoy.

Pero ningún deseo de fraternidad, por loable que sea, puede construirse sobre una mentira, el olvido de Dios y de Cristo.

El reino que ofrece el demonio es el de la tolerancia del mal y del pecado, del olvido de la moral, de la aceptación del vicio y del error, del relativismo.

Y algunos piensan que Cristo es el aguafiestas, que Su rigidez impide la hermosa unidad del género humano.

Pero Cristo nos recuerda que sólo habrá paz cuando el mal sea desterrado y será cuando el fin del mundo.

Finalmente el Gran Inquisidor de Dostoievski se revela como el satanás moderno, y hoy se propone hacer lo que Cristo se negó a hacer, dice, «les daremos una felicidad tranquila y humilde, les permitiremos pecar: son débiles y por eso nos amarán como niños».

¿No te hace recordar a lo que propone el Foro Económico Mundial «no tendrás nada, pero serás feliz»?

Pero el hombre no está hecho para ídolos y paraísos artificiales hechos a medida, su fin es Dios, y esto es lo que Jesús responde a satanás: sólo adorarás al Señor tu Dios.

Bueeeno hasta aquí lo que queríamos hablar, sobre cómo las tentaciones que Jesús sufrió en el desierto son las mismas que sufrimos nosotros hoy, y que el desquicio de nuestro mundo se debe a que no respondemos como Jesús respondió al demonio.

Y me gustaría preguntarte cuál crees que es la mayor tentación que el demonio hace a los seres humanos hoy.

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