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La Santa Sede ha usado el Catecismo para justificar la guerra contra el Estado Islámico.
La doctrina de la «guerra justa» que está presente en la entrada 2308 y 2309 del catecismo de la Iglesia Católica no está exenta de críticas dentro del catolicismo, en que hay una fuerte corriente pacifista.

 

guerra en siria

 

No obstante la historia y el magisterio papal han ido delineando los principios de la “legítima defensa” y la “guerra justa”.

LA ARGUMENTACIÓN SOBRE EL ESTADO ISLÁMICO

Las declaraciones del observador de la Santa Sede apoyando la posibilidad de una «acción militar» para defender a las minorías en Irak pueden sorprender a muchos al provenir del entorno religioso. Sin embargo, es algo que se contempla en el propio Catecismo de la Iglesia Católica para casos como el que está sucediendo en Irak actualmente.

Estos hechos se enmarcarían en el término de «guerra justa» en el que deben darse una serie de condiciones antes de apoyar cualquier acción armada. La Iglesia siempre defenderá una vía pacífica salvo cuando esta sea inviable.

En este sentido, el artículo 2308 del Catecismo dice que «todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras. Sin embargo, ‘mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa».

Por ello añade el texto de la Iglesia al respecto:

2309 Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a esta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:

— Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.

— Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.

— Que se reúnan las condiciones serias de éxito.

— Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la «guerra justa».

La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.

Para explicar los argumentos por los que la Iglesia apoya que se defienda a las minorías que están siendo exterminadas el artículo 2321 explica también que «la prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa es un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común».

Sin embargo, las críticas al Catecismo por recoger la doctrina de la guerra justa fueron rotundas cuando salió.

TRES POSTURAS HISTÓRICAS DENTRO DEL CRISTIANISMO

La cuestión es si el recurso de las armas es compatible con el Sermón de la Montaña. A primera vista parece que no, pero el asunto es complicado.

Según Robert McAfee Brown, profesor de teología y de ética en la Pacific School of Religion (Berkeley), en la historia del cristianismo se pueden identificar tres actitudes básicas respecto de la guerra.

La “primera” es el pacifismo radical, practicado como consecuencia de una interpretación literal de las palabras del Señor, «vuelve tu espada a la vaina» (Mt 26,52) y del Sermón de la Montaña. Según McAfee Brown, la mayor parte de los primeros cristianos se opuso a servir en el ejército romano.

Las cosas cambiaron “segunda posición” cuando la paz y la estabilidad del Imperio se vieron amenazadas por las invasiones de los bárbaros del norte. Muchos cristianos comenzaron a pensar que, en algunas circunstancias, era legítimo usar la fuerza. La teoría moral que se elaboró para sostener esta posición vino a llamarse doctrina de la «guerra justa», y se apoyó, por una parte, en el derecho natural helenístico, y por otra, en la opinión agustiniana de que los pasajes más «difíciles» del Evangelio, aquellos que requieren actitudes heroicas, no son, en la práctica, para todos los bautizados, sino solamente para «quienes pueden ser perfectos». La escuela de Salamanca (s. XVI) dio a esta teoría una forma jurídica definitiva (ius ad bellum). Se trata de un derecho a pelear de forma meramente defensiva, cuyas condiciones de legitimidad son: 1) sufrimiento de una agresión obstinada; 2) fracaso de todos los medios pacíficos; 3) proporción en la respuesta; 4) probabilidad fundada de éxito.

La doctrina agustiniana dio también lugar a la teoría de la «guerra santa» o cruzada “tercera posición”, según la cual, era lícita la participación de los cristianos en campañas de violencia activa, siempre que el fin perseguido fuera bueno, es decir un «servicio a la voluntad de Dios». Esta teoría destruía la arquitectura del ius ad bellum clásico, pues ya no respetaba la pasividad que presidía el equilibrio entre fines (justos) y medios (violentos).

Estas tres posiciones han convivido en la Iglesia durante casi dos mil años, si bien es verdad que la «guerra santa» siempre encontró grandes opositores, y acabó siendo definitivamente rechazada.

EL DERECHO A LA LEGÍTIMA DEFENSA

Bajo la influencia del cristianismo la guerra se había humanizado durante el medievo. El fin de la guerra no era destruir al enemigo sino poner en fuga al adversario, o arrebatar sus estandartes; y además, se respetaba a la población civil, no se batallaba en las fiestas, etc. Pero el siglo XX prescindió de esas limitaciones. Primero con los totalitarismos, y luego con el empleo de las armas químicas y nucleares, nuestro siglo restituyó a la guerra su carácter más brutal.

Por eso, el Concilio Vaticano II, celebrado en plena «guerra fría», pidió una acción a escala mundial para impedir la guerra (Gaudium et spes, n. 82). A pesar de esto, el Concilio no negó «el derecho de legítima defensa a los gobiernos» (ibid., n. 79), porque consideró prudente admitir la posibilidad, al menos teórica, de una guerra de violencia limitada que, en la práctica, era poco probable en un mundo dividido en grandes bloques militares.

Juan Pablo II, que había hecho de la puesta en práctica del Concilio el fin de su pontificado, admitió la doctrina de la «guerra justa» en el número 2309 del Catecismo aunque, personalmente, él no la haya utilizado para justificar ninguna de las guerras acontecidas durante su pontificado (más bien, se había opuesto a todas ellas). Aquí se ve una muestra del talante católico, verdaderamente universal, de la Iglesia: el Magisterio proporciona a los fieles una variedad de opciones legítimas, ante problemas que exigen decidir con criterios prudenciales, y el margen de discusión es muy amplio.

Así pues, el razonamiento que hacen los responsables de la guerra coincide, a veces incluso en los términos utilizados, con la doctrina del Catecismo. No podía ser de otra forma, porque esa doctrina está tejida con principios revelados, pero también con razones del derecho natural, y sobre todo, con una larga, muy larga, experiencia histórica. El Catecismo es un vademecum religioso, pero también un código de derechos humanos.

EL MAGISTERIO PAPAL

El repudio de la guerra total y de exterminio, el deseo de que la humanidad se libere de la guerra no implica, la condenación en todo caso de la guerra, ni mucho menos identificar la paz con el mantenimiento de la injusticia.

De acuerdo a textos del magisterio papal se pueden hacer las conclusiones siguientes:

1ª) que la guerra de agresión es inmoral e injusta, un verdadero crimen o delito grave, que debe ser castigado internacionalmente (Pío XII, radiomensaje de Navidad de 1948; 30 de septiembre de 1954 y 3 de octubre de 1953);

2ª) que la guerra defensiva contra un agresor injusto es lícita y puede constituir una obligación cristiana para la defensa de la justicia y de la paz (Pío XIl, 3 de octubre de 1953, radiomensaje de Navidad de 1956: “Este derecho a mantenerse a la defensiva no se le puede negar ni aun en el día de hoy a ningún Estado”);

3ª) que la guerra defensiva lícita puede ser una guerra preventiva para impedir que la amenaza se consume;

4ª) que “no sólo frente a la invasión clamorosa y armada, sino también frente a aquella agresión reticente y sorda de la que ha venido en llamarse guerra fría -que la moral absolutamente condena-, el atacado o atacados pacíficos tienen no sólo el derecho, sino el sagrado deber de rechazarla, porque ningún Estado puede aceptar tranquilamente la ruina económica o la esclavitud política” (Pío XII, 19 de septiembre de 1952);

5ª) que aun en el supuesto de que existiera “una autoridad internacional competente y prevista de medios eficaces” («Gaudium et spes», número 79, p. 4) la coacción armada ejercida sobre el injusto agresor, legitimado, además en este caso, por una instancia superadora de la identificación del juez y de la parte, sería también una guerra, aunque, por supuesto, justa;

6ª) que el drama humano consiste en que no obstante la brutalidad de la guerra, cuando se quiere luchar contra la guerra, por injusta, no cabe más, agotados los otros medios, que recurrir a la misma guerra, que en este caso sería justa. Por eso, hasta los pacifistas, desde el subconsciente, no tienen otra solución que gritar: ¡guerra a la guerra!

Fuentes: Libertad Digital, Mercaba, Arbil, Signos de estos Tiempos

 

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