Luego de la cena del Jueves Santo, Jesús salió hacia el Monte de Los Olivos con sus discípulos.

Quedaba a media hora de camino desde el cenáculo.

Cuando llegaron, Jesús dijo a sus discípulos que se quedarán sentados mientras Él iba a orar.

Y allí empezó a sentir una angustia que Mateo describe con las palabras del Maestro “mi alma está triste hasta la muerte”.

Ahí, en medio de los Olivos añejos, hizo la oración de Getsemaní.

Nuestra poeta Rosario de la Cueva nos escribió un poema al Olivo que vio a Jesús.

  

El Olivo

  

Árbol mediterráneo
milenario y añejo
de retorcido tronco
y de sagrado fruto
que, oro líquido, ungía,
las frentes coronadas.

El secular olivo,
aquella noche única,
ofreció su cobijo,
su copa verde y densa
para asumir las horas
más oscuras y crueles
de un alma atormentada,

¡Abba! ¡Padre! -exclamó-
y su entrega divina,
y su pasión humana,
ascendió en plegaria
anhelo y sentimiento,
alabanza y tristeza,
hacia el Padre, lejano,
¡o acaso! tan cercano.

Aquél humilde olivo
en una noche aciaga,
noche en Getsemaní,
en aquel breve huerto
fué el sublime testigo,
del atroz padecer
de un corazón Sagrado,
del terror a las horas,
que al Maestro aguardaban,
y sus manos benditas
se aferraron al tronco,
rugoso del olivo,
buscando donde asirse.

Y su frente regó
su áspera corteza,
con el sudor sangriento
que surgió de sus sienes.

“¡Ah! Padre, si es posible,
que pase de mí este caliz.»

Aquel sencillo olivo
en la noche templada
de luna iluminada
contempló la agonía
el sacrificio inmenso
la entrega sobrehumana
del hijo de Dios vivo
y su amarga plegaria.

Rosario de la Cueva.


Rosario de la Cueva, de España, Poeta, Coordinadora del ciclo «La Rioja Poética» en el Centro Riojano de Madrid

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