Lo que muchos no saben y otros no quieren decirlo.

 

Las cosas suelen no ser como las vemos a primera vista, pero a la larga, la realidad sale a la luz, aunque muchas veces se trata de explicaciones controvertidas. Y esto es lo que sucede con el caso del conflicto alrededor de Ucrania. En occidente nos han llevado a pensar que el conflicto se trata de un golpe contra un presidente dictatorial, y de la lucha por la libertad, como han dicho varios sacerdotes y obispos católicos en su afán populista, además de los medios relacionados con la Otan y EE.UU. Sin embargo hay detrás uns escenario geopolítico que explica la situación y que permite entender la razón por la que se constituye en un foco de la nueva guerra fría entre este y oeste.

 

disturbios en ucrania

 

Marcello Foa ha publicado en Il Giornali una explicación mucho más razonable de los poderes e intrigas que hay detrás de la simplista explicación de que el conflicto se debe a una lucha de la libertad versus el autoritarismo. 

Para entender lo qué está sucediendo verdaderamente hay que hacer un salto en el tiempo, de unos veinte años, cuando una de las mentes más refinadas de la Administración estadounidense, Zbigniew Brzezinski (que todavía tiene una enorme influencia), dijo que Ucrania era un país fundamental para los nuevos equilibrios geo-estratégicos; un país que debería ser alejado de Rusia para llevarlo a la órbita de la OTAN y de los Estados Unidos. Comenzó en ese entonces un enorme partido de ajedrez entre Washington y Moscú. Es más, una larga guerra, aunque con armas poco convencionales.

 LAS “REVOLUCIONES PACIFISTAS”

El método se inspira en las teorías del estadounidense Gene Sharp y fue aplicado por primera vez en Serbia en el año 2000, en ocasión de la caída del entonces presidente Slobodan Milosevic. Funciona de esta manera: protestas en las calles aparentemente espontáneas, aunque en realidad se trata de planes cuidadosos dirigidos mediante organizaciones no gubernamentales, asociaciones humanitarias y partidos políticos; en un “crescendo” de operaciones públicas (amplificadas por los medios de comunicación internacionales y con apoyo dentro de las instituciones, sobre todo del ejército), las protestas acaban provocando la caída del “tirano”. El experimento serbio dejó muy satisfecho al Departamento de Estado, que decidió probarlo en otros sitios: en 2003 en Georgia (Revolución de las Rosas) y al año siguiente en Ucrania, cuando, en Navidad, el candidato progresista Viktor Juschenko derrotó en las plazas justamente a Yanukovich, durante la Revolución anaranjada.

Una obra de arte que, no podía ser de otra forma, despertó a Putin, quien se dio cuenta de estos métodos y, obsesionado por el temor de que pudieran ser usados en las calles de Moscú en su contra, puso en marcha una «nueva guerra fría» con los Estados Unidos. Las relaciones pasaron de lo cordial al hielo. Y sus servicios planearon la reconquista de Ucrania, usando, a su vez, instrumentos poco convencionales como los chantajes con el gas, el sabotaje de la economía, malestar social, técnicas “spin” para desmotivar y debilitar a los partidos de la coalición anaranjada. El resultado: en 2010 Yanukovich fue elegido presidente y Ucrania dejó la órbita estadounidense para volver bajo el ala rusa.

Y LLEGAMOS A NUESTROS DÍAS

Surge una variante sorprendente, la protesta pacífica se convierte, por lo menos en parte, en una protesta violenta. ¿De quién es la responsabilidad? No de los soldados extranjeros en el terreno (al menos directamente), sino de los extremistas. ¡Y qué extremistas! Como se sabe, los que asaltaron los ministerios de Kiev no fueron los jubilados ucranios, sino milicias paramilitares neonazis, bien formadas y armadas. Los pacifistas sirvieron como corolario, sobre todo mediático, pero los que hicieron caer a Yanukovich fueron los guerrilleros antisemitas, fanáticos y ultra violentos, cuya intervención fue perfecta: la protesta llegó a su clímax durante los Juegos de Sochi, es decir el único momento en el que Rusia no podía permitirse arruinar la imagen de las Olimpiadas. Kiev ardía pero el Kremlin debía quedarse callado.

Una operación sofisticada y magistral, sin paternidad oficial, pero que desencadenó (acabada la fiesta olímpica) la respuesta del Kremlin, mucho menos refinada. Obama no se imaginaba que Putin pudiera ocupar Crimea, de la misma manera que el Kremlin no se esperaba la guerrilla filo-estadounidense. Se sorprendieron recíprocamente. Y no ha acabado. La guerra, sucia y asimétrica, durará bastante tiempo ante los ojos de la opinión pública mundial, que será testigo aunque no entienda nada.

Fuentes: Marcello Foa, Signos de estos Tiempos

 

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