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María Madre de Dios, la fiesta mariana más sobrenatural (1º ene)

La celebración de Santa María Madre de Dios es la primer Fiesta Mariana de la Iglesia en occidente.

Fue por el siglo VI, y quizás estuvo relacionada a la dedicación de la iglesia “Santa María Antigua” en el Foro Romano, una de las primeras iglesias marianas de Roma.

Santa_Maria_Antiqua
Iglesia Santa Maria Antiqua

Hay pinturas antiguas en las Catacumbas debajo de la ciudad de Roma, que muestran que en tiempos de las persecuciones ya había celebraciones marianas a “María, Madre de Dios”.

Ver también:

 

LA FIESTA

Luego el rito romano celebró el 1º de enero como la circuncisión del Niño Jesús.

El Papa Pío XI, instituyó esta Fiesta Mariana el 11 de octubre, en recuerdo del XV centenario del concilio de Éfeso (431).

En que se proclamó solemnemente a Santa María como verdadera Madre de Cristo, que es verdadero Hijo de Dios, solucionando así indirectamente la paternidad de Jesucristo como Hijo de Dios

En la reforma del calendario del Concilio Vaticano II se trasladó la fiesta al 1º de enero, como una solemnidad máxima, con título de Santa María, Madre de Dios.

Sandro Botticelli's Madonna and Child, painted in 1480, shows a reflective Mary in deep blue

Así es como se la destaca en la octava de Navidad y se inaugura el año nuevo orando por la Madre de Dios, Nuestro Señor; y pidiendo su protección.

Pablo VI expresó al respecto,

“el tiempo de navidad es una conmemoración prolongada de la maternidad divina, virginal y salvífica de aquella cuya virginidad inviolada dio el Salvador al mundo”.

Por lo tanto la celebración del 1º de enero es la exaltación del misterio de la natividad y exalta dignamente a la Madre del Autor de la vida.

Las antífonas de la fiesta exaltan la maternidad divina de María, y han sido utilizadas durante varios siglos. Por ejemplo ésta tomada del Laudes:

La madre ha dado a luz al rey, cuyo nombre es eterno.
.
La que lo ha engendrado tiene al mismo tiempo el gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad.
.
Un prodigio tal no se ha visto nunca, ni se verá de nuevo. Aleluya.

Y a su vez hay una preocupación para vincular a María y la Iglesia.

Por ejemplo en la oración de la poscomunión:

“Padre, cuando proclamamos que la virgen María es madre de Cristo y madre de la Iglesia, haz que nuestra comunión con su Hijo nos traiga la salvación”.

Esto pone de manifiesto que ella es la madre de la Cabeza y de los miembros, la “santa Madre de Dios y, por consiguiente, la Madre providente de la Iglesia” (Marialis cultus 11).

 

MATERNIDAD ESPIRITUAL DE MARÍA

Se festeja la Maternidad Real de María como “Portadora de Dios”, y su Maternidad Espiritual de la humanidad.

Eva fue la “madre de todos los hombres” en el orden natural así como María es madre de todos los hombres en el orden de la gracia.

Cuando dio a luz a su hijo único, dio luz también espiritualmente a aquellos que pertenecen a Él.

En la vida de María hubo conciencia de su maternidad espiritual. Incluso en la anunciación debió de tener algún señales de su función como madre del Mesías.

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Ella sabía que Dios tenía grandes proyectos para su Hijo, y esto seguramente la animó a la renuncia y al sufrimiento para cumplir con su pueblo.

Ella debía de dar a luz a un salvador de su pueblo, a un hombre destinado al servicio. La función de ella debía de subordinarse por completo a la de él.

Ella aceptó de manera directa ser parte en la misión de Él y continuó afirmando así su asentimiento.

Cuando ella presentó a su primogénito en el templo renunció a sus derechos sobre su hijo y lo ofreció a Dios y a su pueblo.

Pero la maternidad espiritual alcanzó su nivel más alto a los pies de la cruz y se reafirmó su misión en pentecostés.

María Santísima sigue su función maternal en el cielo: 

“Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna” (Lumen gentium, 62).

Por eso los fieles la invocaron como madre desde los primeros cristianos Mater Christi, mater gratiae, misericordiae, mater ecclesiae.

La confianza en el cuidado de la Madre de Dios es el efecto de una profunda convicción de su amor de madre , de su solicitud por todos los hermanos de Cristo, y porque sus oraciones tienen una eficacia superior.

En palabras del teólogo E. Schillebeeckx, 

“María, en su estado glorificado en el cielo, tiene que seguir siendo un misterio de intercesión y de mediación maternal”.

 

LA VERDAD CENTRAL DE LA MATERNIDAD DIVINA

La fiesta del 1º de enero no sólo es la fiesta mariana más antigua en la liturgia romana, sino que tiene la importancia excepcional y la prominencia que se le ha otorgado.

El misterio de la maternidad divina es realmente la verdad fundamental acerca de la Virgen María y de su función en la historia de la salvación.

Las otras dos fiestas marianas importantes tienen relación directa con la fiesta del 1º de enero.

La Inmaculada Concepción tiene presente la función de María como Madre del Salvador, resaltando la manera en que Dios preparó una morada digna para su Hijo.

Y la Asunción de maría a los Cielos, es la consecuencia de su maternidad divina, pues resultaba conveniente que el “Tabernáculo de Dios” no sufriera la corrupción.

sta ma madre de dios

La doctrina de la maternidad divina no es sólo un dogma católico, sino que es una creencia que compartida con muchos cristianos de otras denominaciones.

Y esto es importante, porque los protestantes tienen dificultades con la Inmaculada Concepción e incluso con la Asunción de María a los cielos y con esta fiesta tenemos una base común.

En uno de los himnos latinos a Nuestra Señora encontramos el verso Monstra te esse matrem, “Demuestra que eres una verdadera madre para nosotros”.

Pero no basta con que creamos en su función intercesora; es imprescindible que también la experimentemos.

Es por eso que deberíamos tener un sentido profundo de su presencia en nuestras vidas, al lado de su Hijo y de nosotros.

Esta es la fuerza de la devoción católica a María, y ésa es la gracia que pedimos en la oración final de la fiesta:

“Concédenos que podamos sentir el poder de su intercesión cuando ella implora por nosotros con Jesucristo tu Hijo, el autor de la vida”.

Y esto se une con el mensaje de Paz de este período navideño.

El papa Pablo VI hablando de su significación litúrgica en la octava de Navidad dijo:

Es también una ocasión apta para renovar la adoración al recién nacido príncipe de la paz, para escuchar una vez más las alegres noticias del ángel.

Y para implorar a Dios, a través de la Reina de la Paz, el don supremo de la paz.

Por esta razón, en la feliz concurrencia de la octava de navidad y del primer día del nuevo año, hemos instituido El día mundial de la paz.

Una ocasión que gana constantemente nuevos adeptos y que comienza a producir ya frutos de paz en los corazones de muchos (Marialis cultus, 5).

Todo el mensaje de Navidad puede resumirse en la palabra “paz”, y la Iglesia trata de dar al mundo esa paz.

En palabras de san León Magno, “el nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz”.

Y dice que es el don de Dios a nosotros y también nuestro regalo a él, pues nada más agradable a Dios que los hermanos conviviendo en paz (Sermón 6 para la navidad; Oficio de lecturas para el 31 de diciembre, Liturgia de las horas, I, 406).

maria madre de dios

 

SALUDO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Salve, Señora, santa Reina,
santa Madre de Dios, María,
que eres virgen hecha iglesia
y elegida por el santísimo Padre del cielo,
a la cual consagró Él
con su santísimo amado Hijo
y el Espíritu Santo Paráclito,
en la cual estuvo y está
toda la plenitud de la gracia y todo bien.

Salve, palacio suyo;
salve, tabernáculo suyo;
salve, casa suya.

Salve, vestidura suya;
salve, esclava suya;
salve, Madre suya
y todas vosotras, santas virtudes,
que sois infundidas por la gracia
e iluminación del Espíritu Santo
en los corazones de los fieles,
para que de infieles hagáis fieles a Dios.

(San Francisco de Asís)

Fuentes:


Equipo de Colaboradores de Foros de la Virgen María

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El Papa Francisco celebró la primera misa del 2014 en honor a la Virgen María

Santa María Madre de Dios, ruega por nosotros.

 

El primer día del año 2014 el papa Francisco celebró la santa misa en la basílica de San Pedro, vistiendo paramentos blancos y azules en la solemne festividad de María Santísima Madre de Dios. 

 

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Indicó que María Madre de Dios es también madre nuestra y hace fructificar nuestro anuncio del evangelio.

La homilía del papa Francisco se ha centrado en María, desde la bendición de Arón que se realiza enteramente en Ella, en el título de Madre de Dios, y en su presencia en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano.

Nuestro camino de fe – precisó el Papa – está

«unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre».

Y que María con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras, volviendo fecunda nuesta misión.

El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a repetir tres veces: ‘Madre de Dios’.

La solemne ceremonia concluyó con el canto Alma Redemptoris Mater, que la Iglesia canta desde hace 13 siglos y con la adoración del papa Francisco al Niño Jesús, ante el altar con una imagen del ‘bambinello’.

A continuación presentamos la homilía del Santo Padre 

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.

El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.

Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.

Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos—con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. (…)

María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redentoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).

Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.

La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz; y la invocamos todos juntos: ¡Santa Madre de Dios! (…)

El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a repetir tres veces: ‘Madre de Dios’

Fuentes: Vaticano, Signos de estos Tiempos

 

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A la Madre de Dios DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones a María Madre de Dios

Al paso de los siglos, los cristianos cumplimos la profecía que María hizo sobre sí misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Tanto en Oriente como en Occidente, los hijos de la Iglesia han crecido siempre en un ambiente de culto y devoción a la Gloriosa, la Inmaculada, la Reina y Señora nuestra, la Virgen María, la santa Madre de Dios…

En la oración privada, en los rezos familiares, en los claustros monásticos, en las devociones populares y en el esplendor de la liturgia, se alza un clamor secular de alabanza y de súplica a la Madre de Jesús. Y esto tiene que ser cosa del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús, que en el corazón de los fieles, canta la dulzura bondadosa de la Virgen Madre.

 

LA MÁS ANTIGUA ORACIÓN A LA VIRGEN

«Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».

Esta bellísima oración (Sub tuum præsidium, en la liturgia latina) procede de una antífona litúrgica griega no posterior al siglo III. En ella se invoca a María como «Madre de Dios», título reconocido como dogma bastante más tarde, en el concilio de Efeso (a.431).

María aparece ahí, literalmente, como «la única limpia, la única bendita», y a su regazo maternal nos acogemos, rezando en plural, los fieles cristianos, que, en las angustias y peligros, confiamos en el gran poder de su intercesión ante el Señor. La consagración a María realizada por Juan Pablo II en Fátima (13-V-1982) estuvo inspirada precisamente en esta oración.

 

EN LOS PRIMEROS SIGLOS

El canto que Cristo, con su Cuerpo, a lo largo de los siglos, ha dedicado a la Virgen Madre, tiene siempre rasgos de una belleza muy singular… San Agustín (+430) la saluda:

«Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de toda alabanza, oh Virgen gloriosa, madre de Dios, oh Madre sublime, en cuyo vientre estuvo el Autor del cielo y de la tierra»…

Y Sedulio, por los mismos años: «Salve, Madre santa, tú que has dado a luz al Rey que sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra»…

Y el gran San Cirilo de Alejandría, en ocasión solemnísima, cuando el concilio de Efeso confesó a María como Madre de Dios: «Te saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia»…

Y el grandioso Himno Acatistos de la liturgia griega, quizá compuesto por San Germán, que fue patriarca de Constantinopla (del 715 al 729): «Oh Guía victoriosa, nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos nuestras acciones de gracias… Ave, Esposa inmaculada. Ave, resplandor de alegría. Ave, destructora de la maldición. Ave, cumbre inaccesible al pensamiento humano»…

 

EN LA EDAD MEDIA

El Ave María, compuesta con las palabras del ángel Gabriel y de Isabel (Lc 1,28s.42), así como otras oraciones latinas hoy recogidas al final de las Completas, en la Liturgia de las Horas (Dios te salve, Reina y Madre; Madre del Redentor, virgen fecunda; Salve, Reina de los cielos; Reina del cielo, alégrate) son de origen medieval, lo mismo que el Rosario y el Angelus, esas oraciones que tanto arraigo han tenido y tienen en la piedad de los fieles, y que la Iglesia tantas veces ha recomendado (Marialis cultus 40-55).

Es el canto enamorado que el Cristo total ofrece a María, y que se prolonga en la Edad Media con nuevas melodías… En Canterbury, San Anselmo (+1109):

«Santa y entre los santos de Dios especialmente santa María, madre de admirable virginidad, virgen de amable fecundidad, que engendraste al Hijo del Altísimo»…

Y en la abadía de Steinfeld, cerca de Colonia, el premonstratense Herman (+1233): «Yo querría sentirte, hazme conocer tu presencia. Atiéndeme, dulce Reina del cielo, todo yo me ofrezco a ti. Alégrate tú, la misma belleza. Yo te digo: Rosa, rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más que nadie»…

Y en el monasterio cisterciense de Helfta, Santa Gertrudis (+1301): «Salve, blanco lirio de la refulgente y siempre serena Trinidad, deslumbrante Rosa celestial»…

No se cansa la Iglesia de bendecir a la gloriosa siempre Virgen María. Sólo siente la pena de no poder hacerlo convenientemente, porque todas las alabanzas a la Gloriosa se quedan cortas.

Y es que, como dice San Bernardo, de tal modo es excelsa su condición, que resulta «inefable; así como nadie la puede alcanzar, así tampoco nadie la puede explicar como se merece. ¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con dignas alabanzas a la Virgen Madre, y madre no de cualquiera, sino del mismo Dios?» (Serm. Asunción 4,5).

Por eso nosotros, con el versículo final de la oración Ave Regina cælorum, le pedimos la gracia de saber alabarla, y que nos dé fuerza contra sus enemigos, que son los nuestros:
Dignare me laudare te Virgo sacrata.
Da mihi virtutem contra hostes tuos.

Fuente: mscperu.org

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