Las necesarias genuflexiones y demás actos de devoción.
La misa es un encuentro con el Señor, tanto para el sacerdote como para los fieles. Por eso hay que acompañar los gestos internos con los externos.
En el Catecismo de la Iglesia Católica leemos:
“En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los Sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia”.
La Liturgia es pues el “lugar” privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien Él envió, Jesucristo.
La fe en la presencia del Señor, en especial la eucarística, la expresa el sacerdote ejemplarmente con la adoración que se muestra en la reverencia profunda de las genuflexiones durante la Santa Misa y fuera de ella.
LOS SIGNOS EXTERNOS DEL SACERDOTE EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA
En la liturgia postconciliar los gestos del sacerdote se reducen al mínimo: la razón aducida es la sobriedad; el resultado es que se han convertido en raras, o incluso apenas se esbozan. Nos hemos hecho avaros en gestos hacia el Señor; pero elogiamos a judíos y musulmanes por su fervor en el modo de rezar.
La genuflexión manifiesta más que las palabras la humildad del sacerdote, que sabe que sólo es un ministro, y su dignidad por el poder de hacer presente al Señor en el sacramento.
Pero hay otros signos de devoción. Las manos elevadas en alto por el sacerdote son para indicar la súplica del pobre y del humilde: “Te pedimos humildemente”, se subraya en las plegarias eucarísticas. El Ordenamiento General del Misal Romano (OGMR) establece que el sacerdote,
“cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad, y, en la forma de comportarse y de pronunciar las palabras divinas, debe hacer percibir a los fieles la presencia viva de Cristo”.
La humildad de la actitud y de la palabra es consonante con el propio Cristo, manso y humilde de corazón. Él debe crecer y yo disminuir.
Al pasar al altar,el sacerdote debe ser humilde, no ostentoso, sin complacerse mirando a derecha e izquierda, casi buscando el aplauso. En cambio, debe mirar a Jesucristo crucificado y presente en el tabernáculo: a Él se le hacen la inclinación y la genuflexión; después, a las imágenes sagradas expuestas en el ábside detrás o a los lados del altar, la Virgen, el santo titular, los demás santos.Es en síntesis la presencia divina. Sigue el beso reverente del altar y, eventualmente, la incensación; el segundo acto es el signo de la cruz y el saludo sobrio a los fieles; el tercero es el acto penitencial, que hay que realizar profundamente y con los ojos bajos, mientras los fieles podrían arrodillarse – ¿por qué no? – como en la forma extraordinaria, imitando al publicano grato al Señor.
El sacerdote celebrante no alzará la voz, y mantendrá un tono claro para la homilía pero sumiso y suplicante para las plegarias, solemne si son cantadas. Se preparará inclinado “con espíritu de humildad y con ánimo contrito” a la plegaria eucarística o anáfora: es la súplica por definición y debe recitarse de modo que la voz corresponda al género del texto; el celebrante podría pronunciar con tono más alto las palabras iniciales de cada párrafo, y recitar el resto en tono sumiso para permitir a los fieles seguirle y recogerse en lo íntimo del corazón.
Tocará los santos dones con estupor, y purificará los vasos sagrados con calma y atención, según la recomendación de los santos padres. Se inclinará sobre el pan y sobre el cáliz al pronunciar las palabras consagrantes de Cristo y en la invocación al Espíritu Santo (epíclesis). Los elevará separadamente fijando en ellos la mirada en adoración, y después bajándolo en meditación. Se arrodillará dos veces en adoración solemne.
Continuará con recogimiento y tono orante la anáfora hasta la doxología, elevando los santos dones en ofrenda al Padre. El Padrenuestro lo recitará con las manos levantadas y no cogiendo de la mano a otros, porque esto es propio del rito de la paz; el sacerdote no dejará el Sacramento sobre el altar para dar la paz fuera del presbiterio, en cambio fraccionará la Hostia de modo solemne y visible, después se arrodillará ante la Eucaristía y rezará en silencio pidiendo de nuevo ser librado de toda indignidad para no comer ni beber la propia condenación, y de ser custodiado para la vida eterna por el santo Cuerpo y la preciosa Sangre de Cristo; después presentará a los fieles la Hostia para la comunión, suplicando Domine non sum dignus, e inclinado, comulgará él primero. Así será de ejemplo a los fieles.
Tras la comunión, el silencio para la acción de gracias se puede hacer de pie, mejor que sentado, en signo de respeto, o incluso arrodillado, si es posible, como hizo hasta el final Juan Pablo II, cuando celebraba en su capilla privada, con la cabeza inclinada y las manos juntas, con el fin de pedir que el don recibido le sea de remedio para la vida eterna, como en la fórmula que acompaña la purificación de los vasos sagrados; muchos fieles lo hacen y son ejemplares. La patena o copa y el cáliz (vasos que son sagrados por lo que contienen) ¿por qué razón no deberían ser “de forma encomiable” recubiertos por un velo en signo de respeto – y también por razones de higiene – como hacen los orientales?
El sacerdote, tras el saludo y la bendición final, subiendo al altar para besarlo, levantará una vez más los ojos al crucifijo y se inclinará, y se arrodillará ante el tabernáculo. Después volverá a la sacristía, en recogimiento, sin disipar con miradas o palabras la gracia del misterio celebrado.
LOS SIGNOS EXTERNOS DE DEVOCIÓN POR PARTE DE LOS FIELES EN LA MISA
En este encuentro con Cristo, la iniciativa, como siempre, es del Señor que se sitúa en el centro de la ecclesia, ahora resucitado y glorioso. De hecho,
“si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora”.
Cristo precede a la asamblea que celebra. Él –que actúa inseparablemente unido al Espíritu Santo- la convoca, la reúne y la instruye. Por eso, la comunidad, y cada fiel que la forma, “debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser un pueblo bien dispuesto”. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de cada celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e imagen del Padre, a fin de que puedan incorporar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan. De ahí que
“toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo, y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras”.
En este encuentro el aspecto humano, como señala san Josemaría Escrivá, es importante:
“Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y el Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos”.
Así pues, la confianza filial debe caracterizar nuestro encuentro con Cristo. Sin olvidar que
“esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros”[
La liturgia y de modo especial la Eucaristía,
“es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios”.
El hombre y la comunidad han de ser conscientes de encontrarse ante Aquel que es tres veces santo. De ahí, la necesaria actitud, impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios.
¿No era esto, acaso, lo que Dios quería expresar cuando ordenó a Moisés que se quitase las sandalias delante de la zarza ardiente? ¿No nacía de esta conciencia, la actitud de Moisés y de Elías, que no osaron mirar a Dios cara a cara?. Y ¿no nos muestran esta misma actitud los Magos que “postrándose le adoraron”? Los diferentes personajes del Evangelio, al encontrarse con Jesús que pasa, que perdona… ¿no nos da también una ejemplar pauta de conducta ante nuestros actuales encuentros con el Hijo de Dios vivo?.
En realidad, los gestos del cuerpo expresan y promueven “la intención y los sentimientos de los participantes” y permiten superar el peligro que acecha a todo cristiano: el acostumbramiento.
“Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible”.
Por eso
“un signo convincente de la eficacia que la catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros. Esto se puede comprobar a través de las manifestaciones específicas de veneración de la Eucaristía, hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a los fieles”.
Los actos de devoción se comprenden, de modo adecuado, en este contexto de encuentro con el Señor, que implica unión, “unificación que sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración”.
Destacamos en primer lugar la genuflexión,
“que se hace doblando la rodilla derecha hasta la tierra, significa adoración; y por eso se reserva para el Santísimo Sacramento, así como para la santa Cruz desde la solemne adoración en la acción litúrgica del Viernes Santo en la Pasión del Señor hasta el inicio de la Vigilia Pascual”.
La inclinación de cabeza significa reverencia y honor. En el Credo -excepto en las solemnidades de Navidad y la Encarnación en las que es sustituida por el arrodillarse-, unimos este gesto a la pronunciación de las palabras admirables
“Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
Finalmente queremos destacar el arrodillarse en la consagración y, donde se conserva este uso desde el Sanctus hasta el final de la Plegaria eucarística, o al recibir la sagrada Comunión.
Son signos fuertes que manifiestan la conciencia de estar ante Alguien particular. Es Cristo, el Hijo de Dios vivo, y ante él caemos de rodillas. En el arrodillarse el significado espiritual y corporal forman una unidad pues el gesto corporal implica un significado espiritual y, viceversa, el acto espiritual exige una manifestación, una traducción externa.
Arrodillarse ante Dios no es algo “no moderno”, sino que corresponde a la verdad de nuestro mismo ser.
“Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse, y una fe, o una liturgia que desconociese el arrodillarse, estaría enferma en uno de sus puntos capitales. Donde este gesto se ha perdido, se debe aprender de nuevo, para que nuestra oración permanezca en la comunión de los Apóstoles y los mártires, en la comunión de todo el cosmos, en la unidad con Jesucristo mismo”.
Fuentes: Nicola Bux, Don Juan Silvestre, Signos de estos Tiempos