La iglesia de Saint-Maurice está en el centro histórico de Lille. Su construcción se inició a finales del siglo XIV y terminado a finales de siglo XIX , abarca más de cuatro siglos. Es de estilo gótico y neogótico, está clasificada como monumento histórico desde 1840.
Algo invita al visitante a adentrarse en esta iglesia francesa y dejarse llevar por la espiritualidad que vive entre sus muros y que ha ido almacenándose durante más de cinco siglos
Algo invita al visitante –sin importar si se declara, o no, católico– a adentrarse en Saint-Maurice y dejarse llevar por la espiritualidad que vive entre sus muros y que ha ido almacenándose durante más de cinco siglos. Sin saber muy bien lo que le impulsa (quizá la propia necesidad de búsqueda), el viajero camina a paso lento por la amplia nave rectangular que define la arquitectura de esta Iglesia gótica y neogótica de planta de Salón. Se abre a sus ojos, en efecto, una enorme sala compuesta de cinco naves pero de un sólo nivel de elevación. Únicamente la alta torre de la fachada rompe esa deseada homogeneidad, pero el visitante la tiene ahora tras de sí, y una sensación de vastedad y desahogo llena paradójicamente los espacios.
La paulatina y escalonada construcción de Saint-Maurice a lo largo de cuatro siglos, con continuas ampliaciones (nuevas naves, nuevas capillas, ampliación del transepto) está ligada a su propósito de un mayor acogimiento, y tal vez por ello la frialdad de sus sobrios muros y columnas es sólo aparente.
Las sillas de mimbre para los devotos, dispuestas en semicírculo en la nave central, como recogiéndose en torno al ministro que oficiará la misa, contribuyen a la calidez que ha atrapado al visitante desde que ha franqueado el pórtico interior. Lejos de ser una limitación propiciada por la disposición de las naves, la oscuridad que cae sobre la nave central favorece el recogimiento, y sentado en una de esas sillas y en medio del silencio, se piensa inevitablemente que la luz que ofrece una Iglesia no siempre viene de su buena iluminación, y que quizá fue incluso un acierto suprimir en el siglo XIX la fuente de luz que constituía la pequeña cúpula del crucero.
El visitante deja la nave central y continúa a la derecha, por la nave contigua, donde contempla los vitrales que proporcionan la iluminación de la iglesia. Es mediodía y la luz que se filtra por uno de los vitrales entra en picado, inclinada, proyectándose contra la superficie del muro de la pequeña capilla y cayendo –en un efecto vivificador– sobre la representación de La última cena (Lamoral de Daudenarde, s. XVIII), como si los rayos de luz quisieran detener su atención sobre la escena donde Judas está a punto de traicionar a Jesucristo.
El visitante observa el transepto desde la nave lateral, dejando a su izquierda el coro, y sigue por el deambulatorio, donde se detiene en los altares de las cinco capillas del ábside y en los sucesivos vitrales que las iluminan, restaurados tras los bombardeos sufridos en las dos guerras mundiales. Se acerca al altar mayor, donde vuelve a aparecer (aún la verá una tercera vez, en un cuadro de Bernard-Joseph Wamps), la escena de La última cena, esta vez representada en un grupo escultórico, que hace compañía a otra imagen de Jesucristo en el Monte de los Olivos.
Dejando ahora el coro a su izquierda, se adentra el visitante en otra de las naves laterales, ya dirigiéndose hacia la salida, pero sin pensar en ella. Entonces, tras dar apenas unos pasos, se le dibuja de pronto una sonrisa.
Atrapado como está por la motivación de su sonrisa, ni siquiera ha reparado en que sobre los muros de piedra de Saint-Maurice se muestra el fresco más antiguo que se conserva en Lille, un gran mural de principios del siglo XVII, que refiere episodios de la vida de Santa Ana y San Joaquín. Su mirada recorre, por el contrario, la materialización de ese halo de contemporaneidad que se ha colado en Saint-Maurice, a los pies de los que –según los textos apócrifos- fueron los abuelos de Jesucristo.
En un pequeño recinto, acotado por algunos paneles de madera, se han colocado varios juguetes de construcción, además de sillas y mesas de pequeño tamaño para que los niños puedan sentarse a colorear. Es un lugar creado ex profeso para ellos, atendiendo sólo a su condición de niños que aún no pueden saber o entender qué es eso de la Palabra de Cristo.
¿Existirá ese pequeño rincón en otros templos?
Imagina a los padres de esos niños sentados en las sillas de mimbre y concentrados en los pasajes bíblicos que el párroco lee durante la misa, mientras a tan solo unos metros sus hijos construyen castillos, distinguen círculos azules de triángulos amarillos, o dibujan a sus amigos del colegio.
Imagina a esos niños sin la conciencia de la prisa, concentrados ellos en el juego, reconfortados. Uno de los niños pide a otro el color azul; “Para el cielo” –aclara-, en el mismo momento en que el sacerdote repite las palabras de Jesucristo recogidas por San Mateo en el capítulo 19, versículo 14: “Dejad que los niños se acerquen a mí”.
Imagina al párroco entonces haciendo un inciso para recordar que hace muchos años colgaba de los muros de Saint-Maurice el cuadro con el mismo nombre, en el que se veía a Jesucristo enseñando y bendiciendo a los niños que, sentados o de rodillas, en presencia de los Apóstoles, le habían rodeado para escucharle. Se le atribuyó a Bernard-Joseph Wamps y fue pintado en la primera mitad del siglo XVIII, pero desgraciadamente –añade el párroco- ahora está demasiado deteriorado como para que pueda exhibirse.
“Dejad que los niños se acerquen a mí”. El visitante se escucha asimismo repitiendo el versículo y evoca sin quererlo el significado del lienzo que ha visto minutos atrás: “La Huida a Egipto” (1697), de Jakob van Oost.
Por primera vez mira el reloj. Lentamente inicia el camino de regreso. Cada detalle se integra perfectamente en la totalidad, y es esa totalidad lo que el visitante desea llevarse de Saint-Maurice. Y así, despiertos todos sus sentidos, experiencia el frío ligero de la nave; escucha el leve silencio; memoriza la suavidad del mármol y la rugosidad de la piedra; huele la ingravidez de la cera quemada y consumida.
Fuentes: Raquel Velázquez Velázquez, SdeT