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Haurietis Aquas Encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús

En su encíclica papal Auctorem Fidei, el Papa Pío VI mencionó la devoción al Sagrado Corazón. Siguiendo una revisión teológica, el Papa León XIII en su encíclica Annum Sacrum (25 de mayo de 1899) dijo que la humanidad en su totalidad debería ser consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, declarando su consagración el 11 de junio del mismo año.

Pío XII desarrolla en su encíclica Hauretis Aquas el culto al Sagrado Corazón que queda en parte plasmado en el siguiente punto del Catecismo de la Iglesia Católica:

En el punto 478 que “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo…del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc.”Haurietis aquas”: DS 3924; cf. DS 3812).1

 

HAURIETIS AQUAS ENCÍCLICA SOBRE EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

PIO XII – 15 de mayo de 1956

INTRODUCCIÓN

Haurietis Aquas constituye la teología y el apoyo oficial de la Iglesia al culto del Sagrado Corazón de Jesús.

El papa vibra con los latidos del Corazón de Jesús, en los que se manifiesta su «triple amor»: amor divino, humano espiritual y humano sensible (1418). Afirma la gozosa necesidad de darle culto, pues ese Corazón sagrado, «al ser tan íntimo participante de la vida del Verbo Encarnado… es el símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador» a dar su sangre por nosotros (21). Nosotros hemos de adorar el Corazón de Jesús, porque es «el símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano» (24). Queda claro, por todo ello, que necesariamente el culto al Corazón de Cristo «termina en la persona misma del Verbo Encarnado» (28).

Pío XII escribe aquí páginas muy bellas en la contemplación del amor de Jesucristo, manifestado en los diversos misterios de su vida terrena pasada y de su vida actualmente celestial: en él se nos revela el amor que nos tiene la Santísima Trinidad (17-24). Estas son, quizá, las páginas de la encíclica de más alto vuelo contemplativo.

Apoyándose en las consideraciones expuestas, el papa define con toda precisión teológica el sentido exacto del culto al Corazón de Cristo, que «se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores» (25).

Por eso mismo, «el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (29),y ha de considerarse «la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de la caridad divina» (36).

Notemos, por último, que esta encíclica vincula profundamente el culto al Corazón de Jesús y el culto a la Eucaristía (20 y 35), aspecto en el que también Pablo VI insistirá en su carta apostólica Investigabiles divitias .

 

EL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS

1. Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador(1). Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que nuestro predecesor, de i. m., Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.

Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón de Jesús infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: Toda dádiva buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces(2), razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar más ampliamente su amor a su divino Fundador y cumplir más fielmente esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: En el último gran día de la fiesta, Jesús habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: «El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí». Pues, como dice la Escritura, «de su seno manarán ríos de agua viva». Y esto lo dijo El del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El(3). Los que escuchaban estas palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar de su seno ríos de agua viva, fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías, Ezequiel y Zacarías, en los que se -profetizaba el Reino mesiánico, y también con la simbólica piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua(4).

2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado(5).

Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a todos en modo admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En efecto, manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagramos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien al Señor se adhiere, un espíritu es con El(6).

 

1. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA

Dificultades y objeciones

3. La Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones del naturalismo y del sentimentalismo; sin embargo, es muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen animados de un sincero celo por la religión católica y por su propia santificación.

Si tú conocieses el don de Dios(7). Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituido guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el divino Redentor ha confiado a la Iglesia, consciente del deber de nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno puede practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos nobles; así, la juzgan más propia de la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus cultivados.

Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo, penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por los principios del materialismo ateo y del laicismo.

Doctrina de los papas

4. ¿Quién no ve, venerables hermanos, la plena oposición entre estas opiniones y el sentir de nuestros predecesores, que desde esta cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús? ¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada a nuestros tiempos esta devoción que nuestro predecesor, de i. m., León XIII, llamó práctica religiosa dignísima de todo encomio, y en la que vio un poderoso remedio para los mismos males que en nuestros días, en forma más aguda y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los individuos y a la sociedad? Esta devoción -decía-, que a todos recomendamos, a todos será de provecho. Y añadía este aviso y exhortación que se refiere a la devoción al Sagrado Corazón: Ante la amenaza de las graves desgracias que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a Aquel único que puede alejarlas. Alas ¿quién podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios? «Porque debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de ser salvos»(8). Por lo tanto, a El debemos recurrir, que es «camino, verdad y vida(9)»

No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo juzgó nuestro inmediato predecesor, de f. m., Pío XI, en su encíclica Miserentissimus Redemptor: ¿No están acaso contenidos en esta forma de devoción el compendio de toda la religión y aun la norma de vida más Perfecta, Puesto que constituye el medio más suave de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarte con mayor fidelidad y eficacia?(10)

Nos, por nuestra parte, en no menor grado que nuestros predecesores, hemos aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevado al sumo pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del culto al Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos nuestro ánimo lleno de gozo y nos regocijamos por los innumerables frutos de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos que nos complacimos en expresar ya en nuestra primera Encíclica(11). Estos frutos, a través de los años de nuestro pontificado -llenos de sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos-, no se mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se amentaran. Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades de nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura intelectual Y a promover la religión y la beneficencia; publicaciones de carácter histórico, ascético y místico para explicar su doctrina; piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de la Oración, a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios, instituciones y aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado nuestra paternal complacencia(12).

Fundamentación del culto

5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia de aguas, es decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón de nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia católica por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos, venerables hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a Dios, dador de todo bien, exclamando con el Apóstol: Al que es poderoso para hacer sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que pedimos o pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su energía, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo y Jesús por todas las generaciones, en los siglos de los siglos. Amén(13). Pero, después de tributar las debidas gracias al Dios eterno, queremos por medio de esta encíclica exhortaros a vosotros y a todos los amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los principios doctrinales -contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en los teólogos- sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos, se apoya el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús. Porque Nos estamos plenamente persuadido de que sólo cuando a la luz de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente su incomparable excelencia y su inexhausta fecundidad en toda clase de gracias celestiales; y de esta manera, luego de meditar y contemplar piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy digno de celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo Corazón a la Iglesia universal.

Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más abundantes, nos detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el género humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime grandeza; aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en claro la íntima conexión existente entre la forma de devoción que se debe tributar al Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a dar a su amor y al amor de la misma Santísima Trinidad a todo el género humano. Porque juzgamos que, una vez considerados a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los elementos constitutivos de esta devoción tan noble, será mas fácil a los cristianos beber con gozo las aguas en las fuentes del Salvador(14), es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto al Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia de la Iglesia, en su vida interna y externa, y también en sus obras: así podrá cada uno obtener aquellos frutos espirituales que señalarán una saludable renovación en sus costumbres, según lo desean los Pastores de la grey de Cristo.

Culto de latría

6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio ecuménico de Efeso y en el II de Constantinopla(15). El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. Es innata al Sagrado Corazón, observaba León XIII, de f. m., la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor(16).

Es indudable que los Libros Sagrados nunca se hace mención cierta de un culto de especial veneración y amor tributado al Corazón físico del Verbo encarnado  por su prerrogativa de símbolo de su encendidísima caridad. Pero este hecho, que hay que reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros -razón principal de este culto- es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino.

Antiguo Testamento

7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica, no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento que contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creernos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas pacíficas -cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés(17) e interpretaron los profetas-; alianza ratificada por los vínculos del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel la razón suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas que los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: Escucha Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues, al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón(18).

No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a los que con toda razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido(19), comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes entre Dios y su nación recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representándolas con severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra obligada servidumbre llena de temor.

Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: Como el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en sus hombros(20). Pero ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto, en los escritos de este profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor. Cuando Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo… Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor… Sanaré su rebeldía, los amaré generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano(21).

Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí con opuestos sentimientos: Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su pequeñuelo, hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque ésta se olvidaré, yo no me olvidaré de ti(22). Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares, sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación predilecta: Como lirio entre las espinas, así mi amada entre las doncellas… Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; El se apacienta entre lirios… Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas(23).

8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo

definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no es, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza.

Porque, en verdad, sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne lleno de gracia y de verdad(24), al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que había de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece pre- nunciar en cierto modo el profeta jeremías con estas palabras: Te he amado con un amor eterno, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia… He aquí que vienen días, afirma el Señor, en que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; … éste será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi 1ey en su interior y la escribiré en su corazón; yo les seré su Dios, y ellos serán mi pueblo … ; porque les perdonaré su culpa y no me acordaré ya de su pecado(25).

 

II. NUEVO TESTAMENTO Y TRADICIÓN

9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad -de la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios fue tan sólo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de jeremías una mera predicción es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque, a diferencia de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a quien aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo(26). Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista San Juan: De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la 1ey fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido(27).

Introducidos por estas palabras del discípulo al que amaban Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús(28), en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna, justa, recta y saludable que nos detengamos un poco, venerables hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Efeso: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, a, modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios(29).

10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de amor, esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios Por el género humano(30). Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo ésta del todo incapaz de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos, Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos que nos ganó con la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo escogido.

Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hada nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los. derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente lanzo a su misericordia como a su justicia. A la justicia ciertamente, porque por su pasión Cristo satisfizo por el pecado del linaje humano: y así fue el hombre liberado por la justicia de Cristo. Y a la misericordia, porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo(31). Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo(32).

Amor divino y humano

11. Pero a fin de que podamos, en cuanto es dado a los hombres mortales, comprender con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la alteza y la profundidad(33) del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que Dios es espíritu(34). Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos Y símbolos, del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo(35). En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo(36). Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber. dotada de inteligencia y de voluntad y todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia Católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los concilios ecuménicos: Entero en sus propiedades, entero en las nuestras(37); Perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad»(38); todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios(39).

12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía(40).

Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos escándalo y necedad, como de hecho pareció a los judíos y gentiles Cristo crucificado(41). Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos … ». Y también: «Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado».Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también Participó de las mismas cosas… Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció, por ello puede socorrer a los que son probados(42).

Santos Padres

13. Los SANTOS PADRES, testigos verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol San Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible.

SAN JUSTINO, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: El, en verdad, se hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos procurase su remedio(43). Y SAN BASILIO, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos: Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida(44). Igualmente, SAN JUAN CRISÓSTOMO, lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las emociones sensibles de que el Señor dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su integridad: Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza(45).

Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. SAN AMBROSIO afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimenté: Por lo tanto, ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse ni morir(46).

En estas mismas reacciones apoya SAN JERÓNIMO el principal argumento para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su naturaleza humana(47).

Particularmente, SAN AGUSTÍN nota la íntima unión existente entre los sentimientos del Verbo encamado y la finalidad de la Redención humana: Jesús, el Señor, tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, no por imposición de la necesidad, sino por conmiseración voluntaria, a fin de transformar en sí a su Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza; es decir, a fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, no se juzgase por esto ajeno a su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones ni eran indicios de pecados, sino de la humana fragilidad; y como coro que canta después del que entona, así también su Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer(48).

Doctrina de la Iglesia que con mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de SAN JUAN DAMASCENO: En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo que no asumió(49). Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados(50).

Corazón físico

14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer de él expresamente un símbolo de su amor infinito.

Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad -divina y humana, sin embargo frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador sin duda debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: La turbación de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la lenguas(51).

Símbolo del triple amor de Cristo

15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco Y frágil velo del cuerpo humano, ya que en El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente(52).

Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa(53).

Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos(54).

16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos de la fe sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió al fin de la Redención las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo de Dios nuestro Salvador(55). Por eso, en las palabras, en los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan su amor hacia nosotros- como la institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros-, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que, como atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo: «Todo está consumado». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu(56). Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.

Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza mística.

 

III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS

17. Ahora, venerables hermanos, para que de estas nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la luz con la cual iluminados y fortalecidos podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes las abundantes riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo(57).

18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano desde que la Virgen María pronunció su Fíat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en el mundo dijo: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad … » Por esta «voluntad» hemos sido santificados mediante la «oblación del cuerpo» de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre(58).

De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, San José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice San Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos(59).

Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: Me da compasión esta multitud de gentes(60); y cuando, a la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados: ¡cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido(61)! Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los vendedores con estas palabras: Escrito está: «Mi casa será llamada casa de oración»; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones(62).

19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón cuando, ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz(63); vibró luego con invicto amor y con amargura suma cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?(64); en cambio, se desbordó con inmenso amor y profunda compasión cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz, les dijo así: Hijas de Jerusalén, no lloráis por mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos…, pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?(65)

Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen(66); Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?(67); En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso(68); Tengo sed(69); Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu(70).

Eucaristía, María, Cruz

20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?

Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción., que manifestó a sus apóstoles con estas palabras: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer(71); conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: «Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía». Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros(72).

Con razón, pues, debe afirmarse que la divina EUCARISTÍA, como sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso(73)», y también el SACERDOCIO, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.

Don también muy precioso del Sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la SANTÍSIMA VIRGEN, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella San Agustín: Evidentemente, Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza(74).

Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor con estas palabras: -Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos(75). De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos(76). Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: Me amó y se entregó a sí mismo por mí(77).

Iglesia, sacramentos

21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado, y al haber sido por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina(78), por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión Por amor a la Iglesia, que había de unir a si comoEsposa(79). Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto nace la Iglesia, desposada con Cristo… Tú, que del Corazón haces manar la gracia(80).

De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso 1a sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo(81). Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.

Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo(82).

Ascensión

22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva además en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, fruto de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido. Esta es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes cuando escribe: Al subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una gran multitud de cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres… El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas(83).

Pentecostés

23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del espléndido amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente(84). El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, en el cual están encerrado todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia(85).

Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciocísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los Mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.

A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo de cuanto algún modo se opone al establecimiento del Reino del amor entre los hombres: Quien podrá separarnos del amor de Cristo? La turbación?, la angustia?, el hambre?, la desnudes?, el riesgo, la persecución?, la espada?… Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amo. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni angeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderío, ni altura, ni profundidades, ni otra alguna criatura sera capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor(86).

Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo

24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el razón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacía el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo místico.

Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y podemos considerar no sólo el sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada(87).

Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado(88); y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros(89). La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como en los días de su vida en la carne(90), también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia: a Aquel que amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos eran en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna(91). El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor(92).

Luego no puede haber duda alguna de que, ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros(93), por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.

 

IV. HISTORIA DEL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS

25. Hemos querido, venerables hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza íntima del culto al CORAZÓN de Jesús, y las perennes gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos persuadidos de que estas nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquél poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos de la servidumbre del pecado(94): Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla(95)!

Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del CORAZÓN traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente. de la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los efigio para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones sobrenaturales.

De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora.

Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras ¡Señor mío y Dios mío(96)!, pronunciadas por el apóstol Tomás y que revelan su espontánea transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona Divina?

Mas si el CORAZÓN traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el evangelista San Juan aplicó a Jesús Crucificado: Verán a Quien traspasaron(97), obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y progresivamente llegó ese CORAZÓN a constituir objeto directo de un culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encamado.

Santos, Sta. Margarita María

26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar corno los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este culto al CORAZÓN Sacratísimo de Jesús: San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado CORAZÓN de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672.

Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana(98).

Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del CORAZÓN de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión cristiana, que es la religión del amor.

No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hada la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica- Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su CORAZÓN Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su CORAZÓN como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.

1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX

27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuente-,mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de Santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765, aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar simbólicamente el recuerdo del amor divino(99), que había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.

A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio Y aún limitada para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica(100). Fecha ésta digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad, desde entonces, el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a un río desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico.

De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, venerables hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, en la Tradición y en la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar de su pía meditación sustancia y alimento para su fervor religioso. Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol: Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo…, para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis… conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de toda la plenitud de Dios(101). De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres(102); pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve(103).

Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad

28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega el tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad(104).

Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del CORAZÓN físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de nuestro predecesor Incendio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: No deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han de tener asiento en nuestro CORAZÓN; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo(105).

Los que así piensan son, natural mente, de opinión que el simbolismo del CORAZÓN de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta(106). Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.

Y así, del elemento corpóreo -el Corazón de Jesucristo- y de su natural simbolismo es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe -por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina- nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor, pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.

La más completa profesión de la religión cristiana

29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la persona del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de persona en Cristo con la distinción e integridad de sus dos naturalezas.

Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y tiene aun. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión de ,Jesucristo se funda toda en el Hombre Dios Mediador, de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí(107).

Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento «nuevo», que el Divino Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado… El precepto mío es que os améis unos a otros como yo os he amado(108). Mandamiento éste en verdad nuevo y propio de Cristo; porque, como dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, «Haré un pacto nuevo con la casa de Israel»(109). Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto que, sí este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva(110).

 

V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente consciente del oficio apostólico que por primera vez fue confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, venerables hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos frutos también en nuestros tiempos.

Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de piedad que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si la devoción -según el tradicional concepto teológico, formulado por el Doctor Angélico- no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona(111), ¿puede haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el amor constituye el don primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?(112). Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.

31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran el sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente gravídico, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y toda su propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas(113). Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan nobilísima, o no la practican con toda rectitud.

Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión católica, a saber, el deber del amor y el de la expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual.

Difusión de este culto

32. Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen éstos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón(114). Finalmente, conveniente es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como conmovedora.

Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, nos sentimos ciertamente lleno de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoro infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto.

Penas actuales de la Iglesia

33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, venerables hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido precioso(115) y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más nos atormentan las maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra aquel que en la tierra representa a la persona del divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos daba como «vicario de su amor(116)».

34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia(117).

Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la inundación de los vicios, se resfriará la caridad de muchos(118).

Un culto providencial

35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, venerables hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?(119). Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo -que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más- para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia será la paz?(120)

Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor, queremos recordar de nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m., al expirar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo, Corazón de Jesús… que brilla con refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación(121).

Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e ,intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia , venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima Cruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar -como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita María- que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento espiritual si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual -para valemos de las palabras de nuestro predecesor, de f. m., León XIII- nos recuerda aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía(122). Ciertamente, no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio(123).

Final

36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina en la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como sabiamente advirtió nuestro mismo predecesor, de p. m.: El reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue, necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas(124).

Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca mas copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Díos que en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado razón de la Santísima Virgen María(125).

37. Cumpliéndose felizmente este año, como indicamos antes, el primer siglo de la institución de la fiesta dc1 Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por nuestro predecesor Pío IX, de f m., es vivo deseo nuestro, venerables hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad -en unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles- en aquella nación en la cual, por designio de Dios, nació aquella santa virgen que fue promotora y heraldo infatigable de esta devoción.

Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales que copiosamente han de redundar -en la Iglesia- de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que esta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos nuestros vivos deseos, a la vez que expresamos también la esperanza de que, con la divina gracia, como frutos de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de verdad y de vida, reino de gracia, reino de justicia, de amor y de paz(126).

Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo de nuestro pontificado.

SS. Pío XII

 

NOTAS:
1. Is12,3
2. San 1,17
3. Jn7,37,39
4. Cf.Is 12,3;Ez 47,1-12;Zac 13,1;Ex 17,1-17;Num 20,7-13; 1Cor 10,4;Ap 7,17;22,1.
5. Rom 5,5
6. 1Cor 6,17
7. Jn4,10
8. Hech 4,12.
9. Enc. Annum Sacrum, 25 mayo 1899:AL 19 (1900) 71,77-78.
10. Enc. Misserentissimus Redentor, 8 mayo 1928:AAS 30(1928)167.
11. Cf.en. Summi Pontificatus, 20oct.1939:AAS 31 (1939)415
12. Cf.AAS 32 (1940) 276;35 (1943) 170;37 (1945)263-264:40(1948)501;41(1949)331.
13. Ef3,20-21.
14. Is 12,3
15. Conc. Ephes. Can.8;cf.Mansi,Sacrorum Concilirum amplis. Collectiio,4, 1083 C; Conc. Const. II, can 9; cf. Ibid,9, 382E
16. Cf. Enc.Annum sacrum:AL 19 (1900) 76.
17. Cf. Ex 34.27-28.
18. Dt 6,4-6
19. II-II 2,7:ed. Leon. 8 (1895) 34.
20. Dt 32,11.
21. Os 11,1,3-4; 14,5-6.
22. Is 49,14-15
23. Cant 2,2; 6,2; 8,6.
24. Jn 1,14.
25. Jer 31,3;31,33-34.
26. Cf.Jn1,29;Heb9,18-28;10,1-17
27. Jn 1,16-17
28. Ibid., 21
29. Ef 3,17-19
30. Sum. Theol. 3,48,2: ed. Leon. 11 (1903)464.
31. Cf. Enc. Misserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 170.
32. Ef2,4; Sum.theol. 3,46,1 ad 3:ed. Leon 11 (1903)436.
33. Ef3,18
34. Jn 4,24
35. 2Jn 7.
36. Cf.Lc1,35
37. S Leon Magno, Ep domg. Lectis dilectionis tue ad Flavianum Const. Patr. 13 jun. A. 449; cf. PL 54,763.
38. Conc Chalced. A.451; cf. Mansi, op. Cit. 7,115B.
39. S Gelasio Papa, tr.3: Necessarium, de duebus naturis in Christo; cf.A. Thiel., Rom. Pont. A S Hilaro usque ad Pelagium II, p.532.
40. Cf. S. Th., Sum.theol.3,15,4;18,6 ed Leon II 1903 189 et 237
41. Cf 1 Cor 1,23
42. Heb 2,11-14.17-18
43. Apol. 2,13;PG 6,465.
44. Ep. 261,3:PG32,972.
45. In lo. Homil. 63,2:PG 59,350.
46. De fde ad Grtianum 2,7,56:PL16,594.
47. Cf. Super Mat.26,37: PL26,205.
48. Enarr in Ps 87,3 PL 37,1111.
49. De fide orth. 3,6:PG 94,1006.
50. Ibid.,3,20:PG 94, 1081.
51. II-II 48,4: ed. Leon. 6 (1891)306.
52. Col 2,9
53. Cf. Sum. Theol. 3,9.1-3; ed. Leon. 11(1903)142
54. Cf. Ibid., 3,33,2 ad 3;46,6: ed Leon. 11 (1903)342,433.
55. Tit 3,4
56. Mt 27,50; Jn 19,30
57. Ef 2,7
58. Heb 10,5-7,10
59. Registr. Epist.4,ep.31 ad Theodorum medicum:PL 77,706.
60. Mc 8,2
61. Mt 23,37
62. Ibid.,21,13
63. Ibid.,26,39
64. Ibid.,26,50; Lc 22,48
65. Lc 23,28.31.
66. Ibid.,23,34
67. Mt27,46
68. Lc 23,43
69. Jn 19,28
70. Lc 23,46
71. Ibid.,22,15
72. Ibid.,22,19-20
73. Mal 1,11
74. De Sancta Virginitate 6:PL
75. Jn 15,13
76. 1 Jn 3,16
77. Gal 2,20
78. Cf. S. Th., Sum. Theol.3,19,1:ed. Leon. 11 (1906)329.
79. Sum theol.suppl. 42,1 ad 3: ed.Leon. 12(1906)81
80. Hymn. ad Vesp.Feti Ssmi. Cordis Iesu.
81. 3,66,3 ad 3:ed Leon. 12(1906)65
82. Ef 5.2
83. Ibid.,4,8,10.
84. Jn14,16
85. Col2,3
86. Rom 8,35.37-39
87. Ef5,25-27
88. Cf.1Jn 2.1
89. Heb 7,25
90. Ibid.,5,7.
91. Jn 3,16
92. S Buenaventura, Opusc. X Vitis Mistica 3,5:Opera Omnia; Ad Claras Aquas (Quaracchi)1898,164. Cf S.TH3,54,4:ed. Leon. 11 (1903)513
93. Rom 8,32
94. Cf. 3,48,5:ed Leon 11 (1903)467
95. Lc 12,50
96. Jn 20,28
97. Ibid.,19,37; cf. Zac 12,10.
98. Cf. Litt. Enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 167-168.
99. Cf.A Gardellini, Decreta authentica (1857) n.4579, tomo 3,174
100. Cf. Decr. S.C. Rit. Apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratisimi Cordis Iesu et purissrmi Cordis Marie, 5ta ed. (Innsbruck 1885). Tomo 1,167.
101. Ef 3,14,16-19
102. Tit 3,4
103. Jn 3,17
104. Ibid., 4,23-24
105. Inocencio XI, consist. Ap. Coelestis Pastor, 19 nov.1687:Bullarium Romanum (Romae 1734), tomo 8, p.443
106. II-II 81,3 ad 3:ed Leon. 9 (1897)
107. Jn 14,6
108. Ibid., 13,34; 15,12
109. Jer 31,31
110. Comment. In Evang.S. Ioann. 13, lect.7,3:ed. Parmae (1860), tomo 10,p.541
111. II-II 82,1: ed.Leon. 9 (1897)187
112. Ibid., 1,38,2:ed. Leon. 4 (1888)393
113. Mc 12,30; Mt 22,37
114. Cf. Leon XIII, enc. Annum Sacrum:AL19 (1900)71s. Decr. S C Rituum, 28 jun. 1899, in Decr. Auth.3, n. 3712. Pio XI, enc. Miserentissimus Redemptor:AAS 20 (1928)177s. Decr. SC. Rit.29 en 1929:AAS (1929)77.
115. Lc 15,22
116. Exposit. In Evang. Sec. Lucam, 10,175:PL 15,1942.
117. Cf.S Th.,Sum.theol. II-II 34,2 ed. Leon. 8(1895)274
118. Mt24,12
119. Cf. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928)166.
120. Is 32,17
121. Enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900)79. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928) 167/
122. Litt.ap.quibus Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S. Iochim de Urbe ergitur, 17 febr. 1903:AL 22 (1903)307s; cf. Enc Mirae caritatis, 22 mayo 1902: AL 22 (1903)116
123. S. Alberto M., De Eucharistia, dist. 6, tr.I: OperaOmnia ed. Borgnet, vol.38 (Parisilis 1890)p.358.
124. Enc. Tametsi: Acta Leonis 20 (1900)303
125. Cf. AAS 34 (1942)345s.
126. Ex Miss. Rom. Praef. Iesu Christi Regis.
 
 

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Por los caminos medievales: la edad de oro de la devoción mariana

Durante la Edad Media, el nacimiento de muchas órdenes religiosas y la construcción de santuarios son los signos principales de la devoción a la Madre de Dios. Pero también la literatura y la iconografía reflejan este sentimiento popular

La Edad Media es la Edad de oro de la devoción mariana en occidente. La teología, la iconografía y el culto marianos profundamente arraigados en la cristiandad oriental pasan con una fuerza creciente también a occidente renovados con el encuentro entre los nuevos pueblos, latinos, germanos, celtas y eslavos, convertidos al cristianismo.

Estos pueblos cristianizados aportan, según su propia sensibilidad, nuevos elementos en las expresiones cultuales relacionadas con la Madre de Dios. Los escritores eclesiásticos medievales desarrollan cada vez más la reflexión teológica sobre la posición única de María en el plano de la Redención, llegando a establecer que a ella se le debe un culto más elevado que a los demás santos y ángeles, un culto que se llamará de hiperdulía.

Refiriéndose a la Virgen, San Buenaventura afirma: «El hecho de que María sea preferida a las demás criaturas proviene de lo que la Madre de Dios es, y por eso tiene que ser honrada y venerada más que las demás. Los maestros teólogos llaman a este honor hiperdulía» (In III Sent., dist.9, a.1, q.3).

El sentido de la fe del pueblo cristiano lo ha percibido siempre de una forma sublime dedicando a la Virgen innumerables expresiones de afecto y devoción que impregnaban toda la vida religiosa y profana de la sociedad medieval. Los fieles quedaban atraídos y fascinados por la grandeza de María, como se expresa en toda la literatura popular y erudita medieval.

 

LA LITERATURA MARIANA

La piedad mariana se pone de manifiesto en las predicaciones, en los códices y en los libros de oración litúrgica como misales, libros de las horas y cantoneras miniadas de los monasterios y catedrales. Se difunden numerosas leyendas marianas donde se resalta la confianza en María y sus continuos milagros en favor de sus hijos devotos.

Los más renombrados monjes, escritores, oradores y misioneros medievales de occidente –como el inglés san Beda el Venerable (673-735) (de su pluma nacieron algunas de las más bellas poesías a la Virgen); el ravenés, gran reformador de la Iglesia, san Pedro Damián (1007-1072); san Anselmo de Aosta (1034-1109); san Bernardo; el dominico san Vicente Ferrer (1350-1419); el franciscano san Bernardino de Siena y muchos otros– dedican a la predicación mariana gran parte de sus energías y componen homilías, himnos y tratados de gran profundidad teológica y literaria en honor de María. Todo el Medievo está sembrado de una multitud de escritores, poetas y teólogos de María. Nos vemos en el compromiso de tener que elegir algunos nombres y textos.

 

MARÍA TIENE UN LUGAR DE HONOR EN LA PINTURA Y EN LA ESCULTURA

Desde la Alta Edad Media, se difunden por todas partes imágenes y esculturas de la Virgen que enseguida pasan a formar parte de los grandes mosaicos de las basílicas, de los murales románicos y de las portadas de las iglesias, casi siempre integradas en el ciclo de la historia salvífica cuyo centro es Cristo.

 

IGLESIAS, SANTUARIOS Y PEREGRINACIONES

Durante el Medievo grandes multitudes se trasladan de una región a otra. Como observa Raymond Oursel (Peregrinos del Medievo. Los hombres, los caminos, los santuarios), en un clima de gran precariedad política y social, la gente que no siente un fuerte vínculo por su tierra se mueve buscando referencias seguras para la vida.

Los cristianos concebían la batalla por la salvación como un drama que recorre la vida y que implica a la Iglesia militante en la tierra junto con la Iglesia purgante (Purgatorio) y la triunfante (Paraíso). Por encima de todos está Dios, después, descendiendo, la Madre de Dios, María, los Ángeles y los santos (Vitor Turner -Edith Turner, Image and Pilgrimage in Christian Culture).

Este es el sentido de las peregrinaciones, de las iglesias dedicadas a los Misterios de Cristo, a la Virgen y a los santos. Los caminos que unen los países europeos están plagados de iglesias dedicadas a ellos. Algunas de estas iglesias se convierten en punto de referencia especial gracias también a los milagros y a eventos históricos vinculados a la protección de la Virgen como la liberación de una guerra, de una peste, la reconciliación entre facciones en guerra o simplemente a una aparición que presenta diferentes formas, desde el descubrimiento de un icono mariano, a una verdadera y propia aparición sobrenatural en momentos especialmente calamitosos.

Desde el siglo IX las iglesias dedicadas a la Virgen se multiplican. La primacía la tienen las consagradas al Misterio de la Asunción. Cuando aparece en las iglesias la costumbre de construir más capillas y altares laterales, no hay iglesia que no tenga una dedicada a la Virgen. A ella se dedican oratorios y pequeñas capillas, templetes marianos en los caminos del campo y en los cruces; a ella se dedican las campanas de las iglesias; los cristianos empiezan a bautizar tomando su nombre; surgen los primeros grandes santuarios marianos que pueblan la geografía europea y que son la meta de peregrinación de las más diversas regiones europeas como Puy-en-Velay en Francia; en España: Covadonga en Asturias, donde comienza la “Reconquista española” bajo la mirada de la Virgen; Montserrat en Cataluña; el Pilar de Zaragoza; Guadalupe en Extremadura.

En Inglaterra, conocida entonces como la “tierra de María” surge Walsingham (hacia el 1061). Este santuario mariano se considera la cuna del cristianismo en Inglaterra y tal vez sea la primera iglesia mariana de la isla, donde más tarde –hacia 1184– los normandos erigen una bellísima iglesia que será saqueada en 1530 en la época del cisma de Enrique VIII.

En Italia (desde el siglo XV), la Santa Casa de Loreto, construida sobre la casa de María de Nazaret. Pero todo el mapa europeo está sembrado de estos santuarios que muestran la mirada misericordiosa de María sobre el pueblo cristiano. Surgen confraternidades marianas que agrupan a artesanos y trabajadores, que dan solemnidad a las fiestas de María y erigen iglesias, oratorios y altares en su honor.

 

ÓRDENES RELIGIOSAS

Hacia el siglo XII asistimos a movimientos de intensa reforma eclesial; el caso más significativo es, sin duda, el de la orden cisterciense, guiado por la gran personalidad de san Bernardo.

Europa vive un contexto de profunda inquietud y de continuas peregrinaciones con una movilidad humana que hoy causa un profundo estupor. Nace el movimiento eclesial de los caballeros, cruzados y peregrinos. Ligados a estos fenómenos encontramos nuevas órdenes monásticas que nacen a partir de la experiencia benedictina, como los Cistercienses y el fenómeno de los Canónigos regulares, que cuidan con delicada atención la oración y el culto divino en colegiatas e iglesias, como los premostratenses. Todos ellos otorgan un puesto especial a María en su experiencia cristiana.

El fenómeno de esta movilidad cristiana a través de los caminos europeos y también hacia Tierra Santa, tanto para visitar los lugares santos como con motivo de las cruzadas, produce una doble consecuencia: los cristianos entran en contacto directo y físico con los lugares vinculados a la historia bíblica; especialmente, vuelven a descubrir los lugares de la vida de Jesús y de María. Además, traen reliquias y recuerdos de Tierra Santa vinculados a esos lugares. Construyen capillas e iglesias para custodiarlos y para poder “verlos” y “tocarlos”, se instituyen fiestas y sagrarios para poder “celebrarlos”; debido a que todos quieren una “reliquia”, muchas veces las dividen físicamente; papas, reyes, obispos, abades y nobles las donan a personas, iglesias y lugares como signo de amistad y de alianza.

En el mundo medieval en el que los matrimonios entre las grandes familias nobles, incluso geográficamente lejanas, están a la orden del día –desde Inglaterra y Dinamarca hasta España y Sicilia–, príncipes y mujeres nobles llevan consigo devociones, iconos y “reliquias” marianas, como parte de su misma dote o como signos de benevolencia hacia las nuevas “patrias”. Por otra parte, los peregrinos difunden las devociones marianas por doquier.

En este período nace y crece el movimiento de las ordenes hospitalarias y militares, como los Templarios y los seguidores de san Juan Crisóstomo o Caballeros de Malta, y otras congregaciones mixtas de sacerdotes y laicos, que tienen como punto de referencia comunidades monacales y de canónigos regulares. Todas estas congregaciones tienen como punto de partida, como corazón de su carisma, la presencia de María, que hace el Misterio de Cristo cercano, carnal y humano. Miran a María, es más sencillo para ellos seguir de cerca las “huellas” humanas de Cristo, que todos tratan incluso de tocar visitando los lugares de su vida mortal o, por lo menos, los lugares donde estos misterios son representados.

Nos adentramos, por tanto, en una nueva época iniciada a partir del siglo XIII, el “otoño del Medievo” y preámbulo de la modernidad. La época arrastra como herencia numerosos conflictos, pestes, guerras y duros contrastes con el Islam. Prisioneros, esclavos y enfermos están a la orden del día. Dios concede a su Iglesia carismas que responden a estas necesidades: las ordenes hospitalarias y las de la redención de los esclavos, como los Trinitarios y los Mercedarios, estos últimos nacidos en Barcelona bajo la protección de la Virgen de la Merced.

 

LAS ÓRDENES MENDICANTES

En este momento de cambio de época, nacen en el seno de la Iglesia movimientos a veces heterodoxos y neognósticos que enseguida se sitúan al margen de la Iglesia y la combaten; pero especialmente nacen otros que se mueven entre la búsqueda de una autenticidad evangélica y la fascinación por la renovación de la vida cristiana en la fidelidad a la Iglesia: son las órdenes mendicantes.

Estas nuevas órdenes sitúan en el corazón de su experiencia el Misterio de la humanidad de Cristo encarnado y, por tanto, la presencia de María. Ha sido siempre el signo de su eclesialidad y ortodoxia. Entre ellos recordamos algunos como los dominicos, los franciscanos, los carmelitas y los siervos de María que se ponen bajo la protección de la Virgen. Esta última orden tuvo su origen en la experiencia de gracia de siete comerciantes florentinos, que abandonaron sus actividades para buscar en la contemplación del Misterio de la Virgen, especialmente en sus sufrimientos, una unión más completa con Cristo.

A los diferentes fundadores se asocian numerosas devociones marianas que se harán muy populares hasta nuestros días como el Rosario (muy vinculado a los dominicos), el Misterio de la Navidad (es suficiente recordar “los nacimientos” iniciados con San Francisco en Greccio), la veneración de los sufrimientos de la Virgen, etcétera.

 

LA ORACIÓN

Este inmenso movimiento de devoción mariana tendrá una gran influencia en la liturgia de la Iglesia y en la institución de numerosas fiestas litúrgicas en honor de los diferentes misterios de la Virgen. Seguramente mucho antes del siglo IX, ya se consideraba el sábado como un día dedicado a Santa María.

Desde el siglo X encontramos monjes, clérigos y muchos laicos que empiezan a rezar una especie de pequeño oficio (Officium parvum) o Liturgia de las Horas en honor de la Virgen, antes circunscrita al sábado y extendida después a todos los días de la semana por obra de los monjes cistercienses, camaldulenses y canónigos regulares que lo añaden a su canto del rezo de las horas en sus iglesias. Además, el Papa Urbano II ordena que se rece después del Oficio solemne todos los sábados. Esto se convertirá en la forma más popular de oración a la Virgen en el Medievo que se conserva hasta nuestros días.

Sin embargo, son dos las invocaciones marianas que destacan en este período: el rezo del Avemaría y de la Salve Regina. La primera, añadiendo sólo la palabra “Jesús”, se convierte en la oración cristiana más recitada y universal junto con el Padrenuestro, a partir del siglo XII; a ella se añaden otras invocaciones tomando la forma actual con el “Santa María” a partir del siglo XIII. Muchos cristianos en la Edad Media empiezan a rezar 150 Ave Marías como imitación de la oración y de las invocaciones de los 150 salmos; el uso se extiende también como forma sencilla sustituyendo al rezo y canto del breviario de los monasterios. A veces se dividían en decenas; se introducían otras invocaciones; se recordaban los Misterios de la vida de Jesucristo. Así nació el Rosario y otras formas de oración del Avemaría a modo de salmodia. El Rosario se convirtió en una de las formas de oración más sencilla y más común del pueblo cristiano.

También la Salve Regina es otra invocación a la Virgen muy antigua, conocida ya antes de san Bernardo (siglo XII) y muy extendida entre el pueblo. En esa época siguieron difundiéndose los himnos, las secuencias como el Stabat Mater dolorosa y las composiciones rítmicas en honor de María, los laudes y las representaciones sagradas. El Angelus se extiende a partir del siglo XIII.

 

FIESTAS MARIANAS

Hay otras muchas fiestas de la Virgen que fueron instituidas en diferentes lugares durante el Medievo y que después se extendieron a toda la Iglesia. Es el caso de la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Beata Virgen María que se celebraba en Inglaterra y en Normandía en el siglo XI. El Misterio fue sacado a la luz teológicamente por san Anselmo: la preservación de la Virgen del pecado original.

La fiesta de la Visitación de la Virgen a su prima santa Isabel (que hoy se celebra el 31 de mayo) tiene su origen en el siglo XIII; el papa Bonifacio IX (1389-1404) la extendió a toda la Iglesia y en 1608 Clemente VIII compuso los textos litúrgicos.

La devoción y la fiesta de la Virgen del Carmen tienen su origen en algunos caballeros cristianos que en el siglo XII se retiraron al monte Carmelo, en Palestina, donde el profeta Elías había defendido la fe de Israel en el Dios vivo. Se dedicarán a la contemplación del Misterio bajo el patrocinio de la Santa Madre de Dios, María. Así nació la orden de los Carmelitas. El primer general de la orden, el inglés san Simón Stock recibió de la Virgen el “escapulario”, como prenda y promesa de vida eterna y extendió su devoción y su fiesta (16 de julio).

Otra fiesta de origen medieval es la del Rosario, aunque se instituyó más tarde en honor de Santa María de la Victoria (así se llamaba al principio) para celebrar la liberación de los cristianos de los ataques de los turcos, en la victoria naval del 7 de octubre de 1571 en Lepanto (Grecia). Pero mucho antes, en el Medievo, los vasallos solían ofrecer a sus soberanos coronas de flores como signo de honor y sumisión. Los cristianos adoptaron esta costumbre en honor de María, ofreciéndole la triple “corona de rosas” que recuerda su alegría (Misterios gozosos), sus sufrimientos (Misterios dolorosos) y su gloria (Misterios gloriosos) al participar en los Misterios de la vida de su Hijo Jesús: este es el sentido del rosario. 

Fuente: Fidel González en huellas-cl.com

 

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El espejo mariano de la feminidad en la edad media

Es bien sabido que el siglo XII coincide con un movimiento de renovación espiritual marcado, entre otros rasgos, por el fortalecimiento de la devoción mariana (1) y que esta situación es tanto más innovadora cuanto que contrasta nítidamente con la que presentan los primeros siglos del medievo, caracterizados religiosamente por una devoción designo popular centrada en el culto a los santos –santos masculinos, casi en exclusiva (2) –.

Pues bien, ese movimiento que repercute sobre muchos y muy variados aspectos de la vida medieval, supone la exaltación, sobretodo el género humano, de una figura de mujer singularísima no sólo por sus capacidades, sino, en particular, por sus virtudes. Santa María Virgen, Madre de Jesús, el Cristo Redentor, se perfila ya con toda claridad, tras siglos en que sus devotos han ido distinguiendo las notas características de su imagen, como la presencia femenina por antonomasia en un santoral que, en sus dimensiones históricas, quizá había tenido –hasta entonces– inequívocos contenidos masculinos. Nadie ignora tampoco que Castilla, en concreto, y la Península ibérica, en general, se incorporó plena y entusiásticamente al movimiento produciendo, una trilogía de obras que se cuentan entre las más excelsas del XIII. Me refiero, claro es, a Los milagros de Santa María de Gonzalo de Berceo (3), al Liber Mariae del franciscano Juan Gil de Zamora (4), y a las Cantigas de Santa María, firmadas por el rey Alfonso X (5).

La corriente devocional de la Plena Edad Media ha insistido en utilizar, como temas preferentes de meditación, las figuras humanas de Jesús y de María, ya en sus relaciones mutuas, ya en sus perfiles y rasgos individuales, las relaciones y los perfiles que ilustran los Evangelios. Por este camino ambas figuras, la del Hijo y la de la Madre, se han ofrecido a los cristianos como los más acabados modelos de comportamiento. Y como tales se utilizan por una pastoral hábil que pretende, desde luego y en términos generales, animar a la práctica de las virtudes que adornaron a ambos, pero, también, exhortara la reproducción de los arquetipos que uno y otra representan (6).

En efecto, si Jesús es, nada más y nada menos, que el Dios encarnado para redimir al hombre de la caída de Adán, para María, la Nueva Eva, Madre del Nuevo Adán, que interpretó en la economía de la salvación el papel de vehículo inmaculado de la víctima que ha de ser inmolada, está reservado en la historia de la Iglesia un puesto sin parangón posible: Ella es la imagen humana de perfiles ideales por excepcionalísimos, patrón de conducta obligado para cualquier cristiano.

Pero aún podemos ir más lejos en el terreno de las prácticas devocionales. Tanto la Madre como el Hijo desarrollaron su vida terrena de acuerdo con la normativa imperante en una época y en un contexto cultural; y en esa época y en ese contexto cultural los papeles atribuidos a los dos sexos se diferenciaban con toda nitidez. Naturalmente, ambos acomodaron sus comportamientos, al menos en lo esencial, a los esquemas entonces establecidos para las personas de sus respectivos sexos. En consecuencia, las lecturas y meditaciones sobre los pasajes evangélicos han ido perfilando, en el siglo XIII, un arquetipo masculino y un paradigma femenino. Jesús aparece como el acabado ejemplo de varón y María –en mayor grado todavía, si cabe– como el espejo de actitudes a tomar por las mujeres.

Pues bien; incluso es posible afirmar que en razón de la calidad de las dos personas, ya la Edad Antigua y más aún la Edad Media, confundiendo lo sustancial con lo anecdótico, los modos y las modas, pudo interpretar que semejantes esquemas de conducta respondían a un orden social basado en la naturaleza de los sexos y, en consecuencia, querido por el Cielo. No tiene nada de particular que, una vez creados los modelos, la predicación aplicara todos los recursos a alentar la reproducción de los mismos.

 

LA IMAGEN FEMENINA DE LA NUEVA EVA

Es innegable que la constitución de un modelo femenino de manifiesta grandeza y superior dignidad en el contexto histórico de la Edad Media sirvió para redimir a las mujeres del lastre que venían arrastrando desde el comienzo de la historia: inculpadas de ser las responsables máximas de la caída en el pecado y, en consecuencia, del desencadenamiento de todos los males y todas las esclavitudes que, desde entonces, afligían a los mortales (7).

Porque, en efecto, María, el Ave visitada por el arcángel San Gabriel, inmaculada desde su concepción, plena de pureza y de gracia, se perfila ya en los primeros tiempos del cristianismo (8) y se confirma en este momento que nosotros estudiamos, como la contrafigura de Eva (9). Una y otra son madres, madres de gran significación, la primera de todo el género humano, la segunda del Redentor del mismo. Pero mientras en aquélla una actitud desobediente, consecuencia de la debilidad de su temperamento, se traduce en una conducta reprobable que precipita a todos sus hijos a un abismo de pecado y muerte, en Ésta la práctica de la obediencia–práctica que se destaca entre la de las otras virtudes que conforman el brillante abanico de sus cualidades– fortifica su carácter y hace irreprochable su conducta. Por ello es digna de engendrar al Hijo de Dios.

No nos puede sorprender, por tanto, que a lo largo de la Plena Edad Media la consideración de la mujer haya ido mejorando progresivamente hasta superar aquel estadio de la Alta Edad Media, en que «la fisiología femenina sugería apreciaciones y juicios negativos…en que se considera a la mujer la causa y el instrumento principal con que se consuma la concupiscentia carnis«10.Sin embargo, no nos equivoquemos ni llevemos al extremo las conclusiones. No faltan tratadistas para quienes las actitudes adoptadas por María en las páginas de los Evangelios, eran el mejor testimonio de la aceptación por Ella de la condición inferior de su sexo. Porque, si bien en un sentido teológico amplio la disponibilidad de María a las sugerencias divinas puede interpretarse como modelo de sometimiento de la creatura a su Dios en reconocimiento de la superioridad de su criterio; opuesta a Eva, como la opusieron algunos,

María sería la mujer obediente que, conocedora de las limitaciones intelectivas propias de la condición femenina, renunciaría a sus propias concepciones para someterse a cualquier ser catalogado como superior. La humildad y la obediencia, virtudes teóricamente genéricas, podrían ser entendidas en estos pasajes bíblicos –se dice– como virtudes de signo específicamente femenino. De todo lo cual se concluye que, de estas visiones, resultado de la elevación a categoría universal de algo que no pasaría de ser circunstancia histórico-cultural, habrían quedado justificadas las posturas inmovilistas.

 

LAS CLAVES DEL MODELO

Con el bagaje conceptual que la devoción mariana ha ido cosechando a lo largo de los siglos, el nuevo orden religioso que se erige en la Plena Edad Media dispone de los elementos más fecundos para intentar ofrecer a las mujeres un cuadro de dignas posibilidades de realización personal, sin que ello signifique el quebrantamiento del orden social establecido. A partir de ahora las mujeres podrán aspirar a alcanzar la perfección que adornó a María representando alguno de los papeles que la sociedad les tiene encomendado: ya en el de madres, ya en el de vírgenes; excepcionalmente en el de reinas o señoras, más frecuentemente en el de criadas. Pero siempre, mediante la práctica de aquellas virtudes que, aún siendo genéricas, la tradición consideró como más características de la Madre del Redentor: la castidad, la templanza, la modestia, la obediencia, la misericordia…

Debemos insistir en que el modelo, precisamente por el adorno de estas virtudes genéricas, es susceptible de ser propuesto tanto a mujeres–sus inmediatas destinatarias–, como a hombres. Las Homilías en honor de la Virgen, pronunciadas por San Bernardo ante los monjes de su comunidad, son el más depurado ejemplo de este género de utilizaciones (11).

La exaltación de la Madre de Misericordia, con entrañas caritativas hacia los suyos, representa toda una revolución. Por esta vía y progresivamente, se introducen en el código de comportamiento masculino valores y actitudes considerados al principio de la Edad Media como específicos de la mujer. Y por esta vía también, la sociedad del pleno medieval en su conjunto va alterando su axiología originaria y dando cabida en ella a rasgos menos violentos, más humanitarios.

En principio, la extensión y magnificación de María como Madre universal, capaz de salvar a los condenados por la justicia, tanto humana como divina (12), abre en los horizontes de la piedad –de la piedad popular, sobre todo– una profunda brecha con el pasado. La Divinidad, justiciera por antonomasia durante los primeros siglos medievales, ha adquirido, por imperativo de los tiempos (13) y por intercesión de María, rostros más humanos.

También es cierto, en sentido contrario, que en razón de la sensibilidad del momento, María verá resaltadas ciertas de sus notas distintivas, al tiempo que se encuentra privada aún de algunos de los rasgos que más adelante definirán su figura (14). Me parece significativo el hecho de que San Bernardo en sus Homilías, basadas en el episodio de la Anunciación, subraye en María la condición de «mujer fuerte»15, renunciando a presentar la imagen de la mujer desvalida al pie de la cruz.

Pero todo lo analizado hasta aquí, nos sirve para reafirmarnos en nuestra primitiva posición: Ella, con sus dimensiones universales, sirve como ningún otro elemento de la época para dignificar al género femenino, para que éste consiga unas cuotas de prestigio tras el que guarecerse en momentos de desorden moral.

Sin embargo, conviene no olvidar que la veneración a María, mujer excepcionalísima, no ha conseguido borrar todos los prejuicios misóginos de la época ni aún en aquellos textos y autores que pudieran parecer más «feministas» (16). Y así, en Las Partidas, uno de los textos jurídicos más favorables –en el contexto medieval– a la mujer, se incluye el siguiente comentario referente a la psicología femenina: «porque son las mugeres naturalmiente cobdiciosas et avariciosas» (xiv, t. xi, l. iii).

 

LOS PERFILES DE MARÍA

La Edad Media no encontrará contradicción interna, en la figura de María, entre las supuestas debilidades inherentes a su condición femenina y las grandezas relativas a su maternidad virginal. Muy al contrario, todos los perfiles de esta mujer singular vienen a confirmar el enunciado básico, el teorema fundamental que define el camino hacia la santidad para las mujeres: precisamente por estas debilidades genéricas de su sexo, ellas se fortalecen en el ejercicio de las virtudes, y en razón de las deficiencias de su entendimiento, se orientan hacia el bien en la práctica de la obediencia. Pero analicemos los modelos en su expresa proyección femenina con algún detenimiento:

María, Madre espiritual, modelo de casadas.

Las mujeres casadas pueden mirarse en el espejo de María y, concretamente, poner en práctica un rosario de virtudes como la humildad, la abnegación, la disponibilidad y la actitud caritativa hacia propios y extraños consideradas, a justo título, como genuinamente marianas.

La propuesta es simple: si se acomodan al esquema, si reproducen la imagen de María en sus detalles en el seno de sus familias, alcanzarán la perfección dentro de su estado y, por ende, la santidad. No sólo eso; el derecho canónico concibe el matrimonio en función de sus fines y entre esos fines destaca, por su trascendencia, el de la generación y educación de la prole. De modo que, dentro del cristianismo, la condición de mujer casada, se encuentra indisolublemente ligada –al menos en el plano teórico– a la condición maternal.

Pues bien, las invocaciones a María como Madre se multiplican a lo largo y ancho de la literatura marial del siglo XIII castellano, con una variadísima y riquísima gama de contenidos. Por una parte, María se ensalza como «Madre de Cristo Rey», «de Cristo señor poderoso», «señor de justicia», «creador del mundo» y también de «Cristo Salvador», «pastor bueno» (17). En consecuencia Santa María es la «Madre gloriosa» por antonomasia (18).Por otra; es aclamada, con toda frecuencia como madre espiritual, en ese papel que desempeña tan a menudo desde que san Agustín la proclamara «Madre de los miembros de la Iglesia» (19) y Alfonso X, siguiendo su ejemplo, la saludara como «Madre espiritual» (20). Porque María es concebida como Madre singularísima, la única realmente merecedora de recibir los calificativos más entrañables y más exaltadoras de la lengua: «Madre buena», «Madre de piedad» (21).

Por todo ello y en tercer lugar, los poetas del XIII no dudan en establecer una vinculación personal con Ella y así mientras Alfonso X se dirige a Santa María como «mia Madre» (22), Berceo, hijo también de la Virgen («Madre del tu Golzalvo», estr. 911) exclama conmovido: «Madre, dándote buen preçio que eres pïadosa» (estr. 391), para, a continuación, dedicarle uno de los más entrañables párrafos de piedad filial que se hayan escrito: La Madre gloriosa, solaz de los cuitados, non desdennó los gémitos de los omnes lazrados; non cató al su mérito nin a los sus peccados,mas cató su mesura, valió a los quemados (estr. 395).

Ahora bien; esa Madre de cristianos, dista mucho de ser una madre para todo el género humano. Los poetas acomodan perfectamente el modelo a las conveniencias de la época, para hacer representar a la Señora ciertos papeles en concordancia con los programas políticos vigentes. Así, el mismo Berceo, reivindica la condición vengadora de Santa María, cuando los agravios se dirijan contra su Hijo: Sepades que judios fazen alguna cosa en contra Jesu Christo, Fijo de la Gloriosa, por essa cuita anda la Madre querellosa,non es esta querella baldrera nin mentirosa (estr. 423).

En resumidas cuentas y como avanzábamos más arriba, estamos en presencia de un rostro más humano, más próximo, más cordial, pero al que aún le faltan detalles y gestos. Ese rostro es, en buena medida, el rostro de la época, o más bien, el mejor rostro de la época, pero no el mejor de todos los imaginables. Él se propone a las mujeres destinadas al siglo, a aquellas encargadas de perpetuar en el tiempo las esencias y los valores del mundo medieval cristiano. Ellas serán castas, piadosas, caritativas, obedientes y, sobre todo, plenamente imbuidas del lugar que les corresponde en razón de la debilidad física, psíquica e intelectiva de su sexo.

María, Virgen Inmaculada, espejo de religiosas.

Pero María, virgen consagrada a Dios, atenta a sus indicaciones, en estrecha comunicación con Él, obediente a sus mandatos, es el ideal de perfección para hombres y mujeres de vocación claustral –especialmente ellas– y para aquellas jóvenes que, destinadas al matrimonio, esperan la hora de consumarlo. La exaltación repetidísima de su inmaculada virginidad coloca al cristiano en una dimensión nueva: la valoración de la renuncia a la procreación.

En efecto, la mariología, al hacer de la castidad perpetua el punto de partida, el fermento mismo, a partir del cual pudo fructificar con todas las garantías el restante abanico de cualidades marianas, determinó que fuera la virginidad la razón última de los más preciados títulos de Aquélla (23). Así en el terreno literario es posible pasar de salutaciones como «Virgen santa», «Virgen pura»,  «Virgen hermosa», a otros que postulan lo mismo pero en grado superlativo del tipo de «Virgen gloriosa», «Virgen sin par», para desembocaren los de mayor contenido teológico: «Virgen que nos guía», «Virgen que nos mantiene», «Virgen que nos acaudilla» (24).

Con el ejemplo de María es posible postular incluso la superioridad de la condición monástica en tanto en cuanto sometida al voto de la castidad perpetua. Y ello en razón de la fecundidad espiritual de las vírgenes voluntariamente célibes. En efecto, María ‘espejo’ de la Iglesia demostró sobradamente las posibilidades que, en orden a la trasmisión de la gracia, ofrecía una total disponibilidad a los planes del Altísimo. En otras palabras, si la Madre de Dios, la corredentora, lo fue por su santidad inmaculada, por su práctica de la virtud de la castidad, por su dedicación a la meditación y la oración, las vírgenes cristiana pueden aspirar a realizar papeles similares siempre que la imitación del modelo les haga merecedoras de ello.

Y así desde los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres –muy pocas, es cierto– que, acreditando su condición de guías espirituales, merecieron ocupar un puesto entre los padres de la Iglesia. Son las llamadas «madres del desierto», cuya fecundidad exuberante se impuso a las restricciones docentes contenidas en las cartas paulinas (cfr. 1 Cor. 14, 34 y 1 Tim. 2, 12)25.Luego, ya en la Edad Media, la maternidad espiritual de María siguió rindiendo sus frutos en orden a la justificación de la autoridad de las abadesas sobre las comunidades monásticas26. Por eso María es proclamada con toda justicia en la Cantiga CCLXXX, la composición que se dedica a exaltar su figura como «espejo de la Iglesia», «patrona de las vírgenes».

María referente de todas las condiciones sociales.

Pero además de los apelativos tradicionales de Virgen y Madre, los poetas del XIII aplican a María una amplia gama de sustantivos referentes a condiciones sociales de la mujer, que indican, a mi entender, su deseo de hacer de Ella el paradigma de la condición femenina en todos y cada uno de los estados que a ellas les cumple representar.

Así en la pluma de sus cantores medievales María es saludada como reina y señora y como criada; como gloriosa y como terrena; como poderosa, en la cúspide del orden social y como humilde en la indefinición de las masas populares (27). Porque, ciertamente, Santa María demostró–primero como figura histórica y luego como persona gloriosa– que podía representarlo todo, desde el papel de Reina del Cielo al de mujer de un discreto menestral, y representarlo tan bien que mereciera siempre los más exaltados calificativos.

Al alcanzar el siglo XIII la Madre de Jesús ha conquistado, gracias a la exégesis que de su figura han ido realizando los más conspicuos escritores cristianos (28), esa versatilidad interpretativa que le es propia y se ofrece ya a los tratadistas de entonces como un hito referencial, sin necesidad incluso de hacer referencia expresa de él.

Veamos un ejemplo de lo más revelador a mí entender. Al modelo mariano se atiene estrictamente el retrato que hace Ximénez de Rada (29) de la reina doña Berenguela, una de las personalidades femeninas más relevantes de fines del XII y comienzos del XIII. Nadie ignora que Berenguela, la hija mayor de Alfonso VIII y de Leonor de Inglaterra, contrajo matrimonio con Alfonso IX de León, un matrimonio sumamente comprometido, pues las indiscutibles ventajas políticas del mismo estaban contrapesadas por el inconveniente de serlos cónyuges consanguíneos en grado prohibido por el derecho canónico en vigencia por aquel entonces. También es bien sabido que de la unión nacieron varios hijos antes de que fuera disuelta por la exigencia del pontífice y que entre ellos figura Fernando III, rey de Castilla y León y santo de la Iglesia católica. Pues bien; en la pluma del Toledano, doña Bereguela aparece adornada con un amplio abanico de virtudes que se acomoda perfectamente al catálogo mariano de las que aquí hemos considerado.

La virtud de la caridad se expresa en ella en el socorro constante a los pobres y a las órdenes religiosas (lib. 7, cap.xxxvi). La práctica de la virtud de la humildad, continuada a lo largo de toda su vida, alcanza su máxima expresión en los días posteriores al a muerte de su hermano Enrique I, fue entonces cuando, «refugiándose en los muros del pudor y de la modestia» (lib. 9, cap. v), renunció a la herencia que le correspondía como primogénita de Alfonso VIII, en favor de su hijo Fernando. Repleta ella misma de virtudes, tuvo el acierto de educar a su hijo en el esquema de valores que correspondía a la condición masculina de aquél «porque no le inculcó nunca afanes de mujeres, sino siempre de grandeza» (lib. 9, cap. XVII). Por ello y por su comportamiento en los períodos de dificultad por los que atraviesa Castilla a fines del XII y comienzos del XIII merece de su biógrafo el calificativo de mujer fuerte: fuerte se demuestra organizando sucesivamente las honras fúnebres de su hermano Fernando, de su padre o de Enrique I. En palabras del de Rada escritas a raíz de la muerte de Fernando, «su prudencia superó a su virtud contra lo que cabía esperar en una persona de su sexo» (lib. 9, cap. XXXVI).

María encarnación de todas las bellezas y garantía contra todos los males.

En estrecha correlación con los esquemas hasta aquí trazados encontramos todavía un rico muestrario de las salutaciones. Como Madre y madre vivificadora tanto en lo material como en lo espiritual, María es apellidada de «puerto» y de «puerta». En este sentido afirma Berceo que:

ella es dicha puerta a qui todos corremos,
e puerta por la qual entrada atendemos (estr. 35).

Y el estilo poético de las Cantigas utiliza los mismos recursos con resultados igualmente bellos, así María es el «porto u arriban os coitados» (30). Con similares contenidos teológicos encontramos otro epíteto de gran tradición en estos siglos. Me refiero al de «Estrella», y concretamente «Estrella del mar» divulgado por San Bernardo, el acuñador de la célebre jaculatoria «Mira a la estrella, invoca a María» (31). Siguiendo las huellas del prior de Claraval los poetas marianos españoles prodigan los calificativos y las imágenes de estirpe luminosa. «Estrella del día», «estrella del mediodía», «estrella muy clara», «luz del mundo» y, por fin, «estrella del mar» son metáforas corrientes en las Cantigas32. Tan expresivas o más son las frases de Berceo:

La benedicta Virgen es estrella clamada,
estrella de los mares, guïona deseada (estr. 32).

o aquella otra también de la Introducción:

Es clamada y éslo de los cielos, reína,
tiemplo de Jesu Christo, estrella matutina (estr. 33).

El rosario de salutaciones se completa con otras como «alba» y «flor»de carácter estético y «abogada», «escudo», «frontera» o «loriga» de signo protector (33). Pues bien, aún admitiendo que todos esos apelativos tienen como designio acrecentar la devoción de los cristianos hacia ella, no cabe duda de que semejante rosario de alabanzas aplicadas al modelo animan a la reproducción de sus notas distintivas.

 

A MODO DE CONCLUSIÓN

a) En un momento como el presente, en que mujeres con conciencia de tal y hombres de sensibilidad asistimos sobrecogidos, incrédulos e impotentes a la perpetración de los más atroces crímenes contra la humanidad en general y contra las mujeres en particular, estamos en mejor situación que nunca para valorar los efectos positivos que la creación del modelo mariano y su difusión produjo en el sentir colectivo de las sociedades medievales. No sólo en cuanto se comportó como elemento disuasorio de humillaciones y vejaciones hacia los miembros del sexo femenino, sino también en cuanto propició respetos y consideraciones hacia él.

b) Es cierto que ese mismo modelo, aplicable a las mujeres virtuosas y honestas, en otras palabras, a las integradas en el férreo sistema socio-económico medieval, desprotegía a las otras, a las marginales, abandonándolas a un destino del que no siempre eran responsables. Se me podrá oponer que la Virgen, en su acepción de madre de misericordia, acoge bajo su manto protector a todos los mortales sean santos o pecadores (34); pero yo no dedico estas páginas a los perfiles devocionales de la imagen mariana, sino a los trazos del referente modélico; y allí, por definición, no se admiten más que los rasgos positivos, todos en grado superlativo. Así que aunque la Iglesia ha utilizado normalmente la imagen de María para exaltar la caridad y la comprensión hacia los marginales, no es menos evidente que esos marginales quedaban estigmatizados con la consideración de tales, más aún asimilados a Eva, la madre del fratricida, la responsable de la entrada del pecado, contrafigura de María.

c) En definitiva, el atractivísimo rostro que de María presentó la Edad Media contribuyó eficazmente a cimentar el orden social del período. Porque, en efecto, esa imagen mariana de mujer recatada y obediente, a la par que bellísima y misericordiosísima, se ofrecía como una tentación a los ideólogos del pleno medievo, tan proclives a buscar argumentos teológicos para sus ideaciones políticas. Y María, bajo ese rostro concreto, fue, durante siglos, una auténtica fortaleza, un bastión inconmovible frente a las asechanzas de los enemigos del orden establecido.

d) Pero también María, madre compasiva, contribuyó poderosamente a alterar la faz de los tiempos. Gracias a Ella adquirieron categoría de valores universales ciertos rasgos como la piedad, la misericordia o la caridad, que la axiología impregnada de signos violentos del alto medievo había considerado debilidades femeninas o actividad de monjes.

NOTAS

1 De «invasora» califica J.F. Rivera Recio la conducta de la devoción mariana en el siglo XII, «Espiritualidad popular medieval» en Historia de la Espiritualidad I,Juan Flors, Barcelona, 1969, 650.
2 Sobre estas cuestiones se ha registrado en los últimos años una nutrida producción historiográfica. A modo de ejemplo destacaré la obra de R. Folz, Lessaints Rois de Moyen Age en Occident (VI-XIII siècles), Société des bollandistes,Bruselas, 1984, 55; el autor, que dedica un largo capítulo a los reyes mártires, los presenta como imagen de Cristo en la cruz. Por otro lado en el siglo XII, «el siglo de los santos reyes», culmina una larga serie de canonizaciones de reyes quecomenzó con la de San Esteban en 1083. Igualmente interesante es la obra de P.A.Sigal, L’homme et le miracle dans la France médiévale (XI-XII siecle), Cerf, Paris,1985, 316ss, donde se analizan las prácticas religiosas, las fórmulas religiosas y las supersticiones. Se pone de manifiesto el enorme valor del milagro, integrándolo enel contexto histórico, social, económico, intelectual y literario de su época.
3 Las referencias a esta obra se basarán en la edición de Michael Gerli, Milagros de Nuestra Señora, Cátedra, Madrid, 1988.
4 Se encuentra sin editar en Biblioteca Nacional de Madrid, manuscrito, 9503.
5 En las referencias a esta fuente utilizaré la edición de la Real Academia Española, Madrid, 1990. Edición facsimil de la publicada por la misma entidad en1889. Ahora bien; para las cien primeras existe una edición reciente de W.Mettmann, Cantigas de Santa María [cantigas 1 a 100], Castalia, Madrid, 1986.Sobre el clima de exaltación mariana que se vive en Castilla: Historia de la Iglesia en España, dirigida por R. García Villoslada, BAC, Madrid, 1982, II/2º, 301ss.
6 A propósito de estas cuestiones véase Faire Croire. Modalités de la diffusion et de la réception des messages religieux de XIIe au XVe siècle, École française de Rome, Roma, 1981.
7 A. Vauchez, La espiritualidad del occidente medieval, Cátedra, Madrid, 1985,97, responsabilizó a San Jerónimo y a una tradición patrística hostil de la corrientede misoginia que era propia de tantos clérigos en el medievo.
8 J. A. Aldama, María en la patrística de los siglos I y II, BAC, Madrid, 1970,272ss; Marina Warner, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la VirgenMaría, Taurus, Madrid, 1991, 82ss.
9 La Cantiga CCCXX desarrolla por extenso la oposición María-Eva. En honor a su interés para nuestro tema me voy a permitir copiar algunos fragmentos:
Del mismo tenor es la Cantiga LX, de la que sólo copiaré la primera estrofa:
Entre Av’ e Eva
gran departiment’á.
10 O. Giordano, Religiosidad popular en la Alta Edad Media, Gredos, Madrid,1983, 196-197.
11 Editadas en las Obras completas de San Bernardo, BAC, Madrid, 1984, II.
12 L. Maldonado, Génesis del cristianismo popular. El inconsciente colectivo en un proceso histórico, Cristiandad, Madrid, 1979, 110-111.
13 Caroline Walker Bynum, Jesus as mother. Studies in the Spirituality of the Middle Ages, University of California, Berkeley. Véase especialmente «The Feminization of Religious Langage and Its Social Context», 135-146.
14 Por ejemplo, no conozco referencias a Ella como Reina de la Paz, durante la plena Edad Media.
15 San Bernardo, Homilía II, 5, 619: «¿Quien hallará una mujer fuerte?» se pregunta con Salomón. Para responder que hay una, María, la madre del varón fuerte.
16 San Bernardo, Homilía II, 5, 619; el abad de cisterciense incluye el siguiente comentario: «Se ve que el sabio –Salomón– conocía la debilidad de la mujer, la fragilidad de su cuerpo y la inconstancia de su espíritu».
17 Véanse las salutaciones correspondientes a estas advocaciones en Mª Isabel Pérez de Tudela, «La imagen de la Virgen María en las ‘Cantigas’ de Alfonso X», En la España Medieval, 1992 (15), 300-301. Como «Madre del Reï celestial» es ensalzada por Gonzalo de Berceo en la estrofa 124 de los Milagros de Nuestra Señora y como «Madre de Dios vero», en la 309.
18 Mª Isabel Pérez de Tudela, 302; Gonzalo de Berceo, a título de ejemplo, las estrofas 156 y 302.
19 J. Ibáñez y F. Mendoza, María en la liturgia hispana, Eunsa, Pamplona, 1975,63.
20 Mª Isabel Pérez de Tudela, 301; Gonzalo de Berceo, estrofas 158 («Madre tan pïadosa») y 227 («madre pïadosa que nunqua fallecio»).
21 Mª Isabel Pérez de Tudela, 302.
22 Mª Isabel Pérez de Tudela, 301.
23 No todas las mariologías han partido de la virginidad perpetua de María como del primer atributo mariano del cual derivarían todos los demás. Más bien al contrario, la mayoría de los tratadistas solían y suelen considerar como atributo primero y principal la maternidad divina de María.
24 Mª Isabel Pérez de Tudela, 304-305.
25 Joseph M. Soler, «Madres del desierto y maternidad espiritual», en Mujeres del absoluto. El monacato femenino historia, instituciones, actualidad. XX Semana de estudios monásticos, Abadía de Silos, Burgos, 1986, 45-65. En palabras del autor:»trasmitieron una doctrina espiritual con el mismo derecho que cualquier padre. Lo único que una madre espiritual no podía hacer era absolver sacramentalmente los pecados».
26 A. Linaje subraya el caso de Fontevrault, el célebre monasterio dúplice francés donde la autoridad de las abadesas se dejaba sentir no sólo sobre la comunidad femenina, sino también sobre la masculina. El autor señala que esa autoridad era de naturaleza mariana, réplica de la que el propio Jesús había conferido a su Madre sobre San Juan poco antes de morir: A. Linaje, 110. Véase también, para el monacato femenino castellano: J. Escrivá de Balaguer, La Abadesa de las Huelgas.Estudio teológico jurídico, Ediciones Rialp, Madrid, 21974.
27 En palabras de G. de Berceo: «la Madre gloriosa… la Madre de Christo, crïadae esposa» (estrofa 64).
28 Véase el camino recorrido en H. Barre, Prières anciennes de l’occidente a lamère du sauveur, P. Lethielleux Editeur, Paris, 1963. También, L. Hernan, Mariología poética española, BAC, Madrid, 1988.
29 Ximénez de Rada, «De rebus Hispaniae», Opera, Anubar, Valencia, 1968. Lasversiones en castellano corresponden a la traducción de Juan Fernández Valverde,Alianza, Madrid, 1989.
30 Cantiga, 6/62 de la edición de W. Mettmann.
31 Homilía II, 639 de la edición citada.
32 Mª Isabel Pérez de Tudela, 317 y 318, en donde se intenta establecer relación entre las imágenes de luz y las de «camino», «vía» y «meta».
33 Mª Isabel Pérez de Tudela, 317-319.
34 L. Maldonado, 111, recuerda a propósito de estas cuestiones la Virgen de la misericordia de Piero della Francesca conservada en Borgo Santo Sepulcro.

Fuente: EL ESPEJO MARIANO DE LA FEMINIDAD EN LA EDAD MEDIA ESPAÑOLA de Mª ISABEL PÉREZ DE TUDELA, Anuario Filosófico, 1993



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Devociones REFLEXIONES Y DOCTRINA

Enciclica Fidentem Piumque de Leon XIII sobre el Rosario

León XIII es considerado el Padre de Europa y «El Papa del Rosario».
Llama al Santo Rosario: «La más agradable de las oraciones». «Resumen del culto que se le debe tributar a la Virgen». «Una manera fácil de hacer recordar a los sencillos los Dogmas de la fe cristiana». «Un modo eficaz de curar el apego a lo terrenal. «Un remedio para pensar en lo eterno».

El 20 de septiembre de 1896 publicó la encíclica FIDENTEM PIUMQUE sobre el rezo del rosario…

León XIII (nacido en Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – fallecido en Roma, 20 de julio de 1903).

Su nombre de nacimiento era Vincenzo Gioacchino Raffaele Luigi Pecci Prosperi Buzzi. Procedía de una familia aristocrática del Lacio: fue el sexto de los siete hijos de los condes Ludovico Pecci y Anna Prosperi Buzzi.

En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono. Su papado se extendió desde el 20 de febrero de 1878 al 20 de julio de 1903 cuando falleció a los 93 años. Su predecesor fue el Beato Pío IX y su sucesor San Pío X. Fue apodo el Papa de los obreros.

Su Santidad León XIII escribió doce encíclicas referentes al rosario. Dedica 22 documentos menores a recomendar a los fieles el rezo del Rosario. Con agudeza León Xlll ve en el rosario «una manera fácil de hacer penetrar e inculcar en las almas los dogmas principales de la fe cristiana».

Mirando a los males de la sociedad, el papa de la Rerum novarum anima e invita a hacer esta oración para superar la aversión al sacrificio y al sufrimiento, poniendo la propia fe y la mirada en los padecimientos de Cristo. La aversión a la vida humilde y laboriosa la supera el cristiano meditando sobre la humildad del Salvador y de María. La indiferencia hacia los misterios de la vida futura y el apego a los bienes materiales se curan meditando y contemplando los misterios de la gloria de Cristo, de María y de los santos.

ENCÍCLICA FIDENTEM PIUMQUE – LEÓN XIII – SOBRE LA DEVOCIÓN DEL ROSARIO

I. Amor del Papa a la Santísima Virgen y respuesta del pueblo a sus exhortaciones

Muchas veces en el transcurso de Nuestro Pontificado, atestiguamos públicamente Nuestra confianza y piedad respecto a la Bienaventurada Virgen, sentimientos que abrigamos desde nuestra infancia, y que durante la vida hemos mantenido y desarrollado en Nuestro corazón.

A través de circunstancias funestísimas para la religión cristiana y para las naciones, conocimos cuán propio era de Nuestra solicitud recomendar ese medio de paz y de salvación que Dios, en su infinita bondad, ha dado género humano en la persona de su augusta Madre, y que siempre se vio patente en la historia de la Iglesia.

En todas partes el celo de las naciones católicas ha respondido a Nuestras exhortaciones y deseos; por donde quiera se ha propagado la devoción al Santísimo Rosario, y se ha producido abundancia de excelentes frutos. No podemos dejar de celebrar a la Madre Dios, verdaderamente digna de toda alabanza y recomendar a los fieles el amor a María, madre de los hombres, llena de misericordia y de gracia.

Nuestro ánimo, henchido de apostólica a solicitud, sintiendo que se acerca, cada vez más el momento último de la vida, mira con más gozosa confianza a la que, cual aurora bendita, anuncia la ventura de un día interminable.

Si Nos es grato, Venerables Hermanos, el recuerdo de otras cartas publicadas en fecha determinada en loor del Rosario, oración en todos conceptos agradable a la que tratamos de honrar, y utilísima a los que debidamente la rezan, grato Nos es también insistir en ello y confirmar Nuestras instrucciones.

II. Necesidad de la oración

Excelente ocasión se Nos ofrece de exhortar paternalmente a las almas y corazones para que aumenten su piedad y se vigoricen con la esperanza de los inmortales premios.

La oración de que hablamos recibió el nombre especial de Rosario, como si imitase el suave aroma de las rosas y la belleza de los floridos ramilletes. Tan propia como es para honrar a la Virgen, llamada Rosa mística del Paraíso, y coronada de brillante diadema, como Reina del Universo, tanto parece anuncio de la corona de celestiales alegrías que María otorgará a sus siervos.

Bien lo ve quien considera la esencia del Rosario; nada se Nos aconseja más en los preceptos y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles, que invocar a Dios y pedir su auxilio. Los Padres y doctores nos hablaron luego de la necesidad de la oración, tan grande que si los hombres descuidaren este deber, en vano esperarán la salvación eterna.

III. La asiduidad en la oración

Mas si la oración por su misma índole y conforme a la promesa de Cristo es camino que conduce a la obtención de las mercedes, sabemos todos que hay dos elementos que la hacen eficaz: la asiduidad y la unión de muchos fieles.

Indícase la primera en la bondadosísima invitación que nos dirige Cristo: Pedid, buscad, llamad.

Parécese Dios a un buen Padre que quiere contestar los deseos de sus hijos; pero también que éstos con instancia acudan a él y que, con sus ruegos, le importunen, de suerte que unan a Él su alma con los vínculos más fuertes.

IV. La oración en común

Nuestro Señor más de una vez habló de la oración en común: «Si dos de entre vosotros se reúnen en la tierra, mi Padre que está en los Cielos les concederá lo que pidan, porque donde se hallaren dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré entre ellos». Así dice audazmente Tertuliano: «Nos reunimos para sitiar a Dios con nuestras oraciones y como si nos tomásemos de las manos, para hacer violencia agradable a Dios».

Son de Santo Tomás de Aquino estas memorables frases: «Imposible que las oraciones de muchos hombres no sean escuchadas, si, por decirlo así, forman una sola».

Ambas recomendaciones se pueden aplicar bien al Rosario. Porque en él, en efecto, para no extendernos, redoblamos Nuestras súplicas para implorar del Padre celestial el reinado de su gracia y de su gloria, y asiduamente invocamos a la Virgen María para que por su intercesión, nos socorra, ya porque durante la vida entera estamos expuestos al pecado, ya porque en la última hora estaremos a la puerta de la eternidad.

V. El Rosario familiar y en el templo

Apropiado es también que el Rosario se rece como oración en común. Con razón se le ha llamado Salterio de María. Debe renovarse religiosamente esa costumbre de Nuestros mayores; en las familias cristianas, en la ciudad y en el campo, al finalizar el día y concluir sus rudos trabajos, reuníanse ante la imagen de la Virgen y se rezaba una parte del Rosario. Vivamente interesada por esta piedad filial y común, María, como la madre al hijo, protegía a estas familias y les concedía los beneficios de la paz doméstica, que era presagio de la celestial.

Considerando esa eficacia de la oración en común, entre las decisiones que en varias épocas tomamos respecto al Rosario, dictamos ésta: deseamos que diariamente se recite en las catedrales y todos los días de fiesta en las parroquias. Obsérvese esta práctica con celo y constancia y alegrémonos de que se observe, acompañada de otras manifestaciones solemnes de la piedad pública y de peregrinaciones a los santuarios célebres cuyo número debemos desear que aumente.

Esa asociación de rezos y alabanzas a María tiene mucho de tierno y saludable para las almas. Sentímoslo Nosotros, y Nuestra gratitud Nos hace recordar que cuando en ciertas circunstancias solemnes de Nuestro Pontificado, Nos hallamos en la Basílica Vaticana, Nos rodeaban gran número de personas de todas condiciones, que, uniendo sus ánimos, votos y confianza a los Nuestros, rezaban con ardor los misterios y oraciones del Rosario a la misericordiosa protectora de la Religión católica.

VI. María mediadora entre Dios y los hombres

¿Quién pudiera pensar y decir que la viva confianza que tenemos en el socorro de la Virgen sea exagerada? Ciertamente el nombre y representación de perfecto Conciliador sólo viene a Cristo, porque sólo El, Dios y hombre a la vez, volvió al género humano a la gracia del Padre Supremo «Sólo hay un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo como Redentor de todos». Mas si, como en seña el Doctor Angélico nada impide que otros sean llamados, secundum quid, mediadores entre Dios y los hombres, porque colaboran a la unión del hombre con Dios, dispositive et ministerialiter, como los Ángeles, Santos, Profetas y Sacerdotes de ambos Testamentos, entonces la misma gloria conviene plenamente a la Santísima Virgen.

Es imposible concebir que nadie para reconciliar a Dios y a los hombres haya podido o en adelante pueda obrar tan eficazmente como la Virgen. A los hombres que marchaban hacia su eterna perdición les trajo un Salvador, al recibir la nueva de un misterio pacífico que el Ángel anunció a la tierra, y dar admirable consentimiento en nombre de todo el género humano. De Ella nació Jesús. Ella es su verdadera madre, y por ende digna y gratísima mediadora para con el Mediador.

VII. El Rosario nos recuerda estos misterios

Como estos misterios se incluyen en el Rosario y sucesivamente se ofrecen a la memoria y meditación de los fieles, se ve lo que significa María en la obra de Nuestra reconciliación y salvación.

Nadie puede substraerse a un tierno afecto viendo presentarse a María en hogar de Isabel como instrumento de las gracias divinas y cuando presenta a su Hijo a los pastores, a los Reyes y a Simeón.

Pero ¿qué se ha de sentir pensando que la Sangre de Cristo vertida por nosotros y los miembros que presenta a su Padre con las llagas recibidas en precio de nuestra libertad, son el mismo cuerpo y la sangre misma de la Virgen? La carne de Jesús es, en efecto, la de María, y aunque haya sido exaltada por la gloria de la resurrección, su naturaleza quedó siendo la misma que se tomó en María.

VIII. El Rosario fortifica la fe

También hay otro fruto notable del Rosario, en relación con las necesidades de nuestra época. Ya hemos recordado que consiste en que viéndose expuesta a tantos ataques y peligros la virtud de la fe divina, el Rosario da al cristiano con qué alimentarla y fortificarla eficazmente. Las divinas Escrituras llaman a Cristo autor y consumador de la fe; «autor de la fe» porque Él mismo enseñó a los hombres un gran número de verdades que debían creer, sobre todo las relativas a Dios mismo y al Cristo en que reside toda la plenitud de Divinidad, y porque por su gracia y de algún modo por la unión del Espíritu Santo, les da afectuosamente los me dios de creer; «y consumador» de la misma fe porque El hace evidente en el Cielo cuanto el hombre no percibe en su vida mortal mas que a través de un velo, y allí cambiará la fe presente en gloriosa iluminación.

Ciertamente la acción de Cristo se hace sentir en el Rosario de una manera poderosa. Consideramos y meditamos su vida privada en los misterios gozosos, la pública hasta la muerte entre los mayores tormentos, y la gloriosa que, después de la resurrección triunfante, se ve trasladada a la Eternidad, donde está sentado a la diestra del Padre.

IX. El Rosario profesión de fe

Y dado que la fe para ser plena y digna debe necesariamente manifestarse, porque se cree en el corazón para la justicia, pero se confiesa la fe por la boca para la salvación, encontramos precisamente en el Rosario un excelente medio de confesarla. En efecto, por las oraciones vocales que forman su trama podemos expresar y confesar nuestra fe en Dios, nuestro Padre, lleno de providencia; en la vida de la eternidad futura, en la remisión de los pecados, y también nuestra fe en los misterios de la Trinidad Santísima, del Verbo hecho carne, de la divina maternidad y en otros.

Nadie ignora cuál es el valor y el mérito de la fe. Ni es otra cosa la fe que el germen escogido del que nacen actualmente las flores de toda virtud, por las que nos hacemos agradables a Dios, donde nacerán más tarde los frutos que deben durar para siempre. Conocerte es, en efecto, el perfeccionamiento de la justicia, y su virtud es la raíz de la inmortalidad.

X. Penitencia

Conviene añadir a este propósito algo de los deberes de virtud que necesariamente exige la fe. Entre ellos se halla la penitencia, que comprende la abstinencia, necesaria y saludable por más de un concepto. Si la Iglesia en este punto obra cada día con mayor indulgencia para con sus hijos, comprendan éstos, en cambio, su deber de compensar con otros actos esa maternal indulgencia. Añadimos con gusto este motivo a los que nos han hecho recomendar el Rosario, que también puede producir buenos frutos de penitencia, sobre todo meditando los sufrimientos de Cristo y su Madre.

XI. Fácil uso del Rosario

En nuestros esfuerzos para lograr el supremo bien, ¡con qué sabia providencia se Nos indica el Rosario como socorro que a todos conviene, fácilmente aprovechable, sin comparación posible con otro alguno!. Aun el medianamente instruido en asuntos de Religión puede servirse de él fácilmente y con utilidad, y el Rosario no toma tanto tiempo que perjudique a cualesquiera ocupaciones.

Los anales sagrados abundan en ejemplos famosos y oportunos, y se sabe que muchas personas cargadas de importantes quehaceres y grandes trabajos jamás han interrumpido un solo día esta piadosa costumbre.

XII. La sagrada Corona

Bien se concilia la devoción del Rosario con el íntimo afecto religioso que profesamos a la Corona sagrada, afecto que a muchos les lleva a amarla como compañera inseparable de su vida y fiel protectora y a estrecharla contra su pecho en lo último de la agonía, considerándola como el dulce presagio de la incorruptible corona de la gloria. Presagio que se apoya en la copia de sagradas indulgencias, si el alma se encuentra en disposición de recibirlas.

De ellas ha sido enriquecida la devoción del Rosario cada vez más por Nuestros predecesores y por Nos mismo, concedidas en cierto modo por la manos mismas de la Virgen misericordiosa, utilísimas a los moribundos y a los difuntos, para que cuanto a
ntes gocen de los consuelos de la paz tan deseada y de la luz eterna.

Estas razones, Venerables Hermanos, Nos mueven a alabar siempre y recomendar a los pueblos católicos tan excelente fórmula de piedad y de devoción, Pero aún tenemos otro muy grave motivo que ya en Nuestras cartas y alocuciones os hemos manifestado, abriendo de par en par Nuestro corazón.

XIII. Reconciliación entre los disidentes

Nuestras acciones, en efecto, se inspiran más ardientemente cada día en el deseo concebido en el divino razón de Jesús de favorecer la tendencia a la reconciliación que apunta en los disidentes.

Comprendemos que esa admirable unidad no puede prepararse y realizarse por mejor medio que por la virtud de las santas oraciones.

Recordamos el ejemplo de Cristo, que en una oración dirigida a su Padre le pidió que sus discípulos fuesen uno solo en la fe y en la caridad; y que su Santísima Madre dirigiera la misma ferviente oración, es indudable recorriendo la historia apostólica.

Ella nos representa la primera Asamblea de los Apóstoles, implorando a Dios y concibiendo gran esperanza, la prometida efusión del Espíritu Santo y a la vez a María presente en medio de ellos y orando especialmente, Todos perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús. Por eso también la Iglesia en su cuna se unió juntamente a María en la oración, como promovedora y custodio excelente de la unidad, y en Nuestro tiempo conviene obrar así en el mundo católico, todo en el mes de Octubre, que ha mucho tiempo, por razón de los días infaustos que corren para la Iglesia, se ha destinado a la expresada devoción, y por eso hemos querido dedicarlo y consagrarlo a María invocada en rito tan solemne.

XIV. Exhortación final

Redóblese, por tanto, esa devoción, sobre todo para obtener la santa unidad. Nada puede ser más dulce y agradable para María, que íntimamente unida con Cristo, desea y anhela que los hombres todos, favorecidos con el mismo y único bautismo de Jesucristo, se unan a Él y entre sí por la misma fe y una perfecta caridad.

Los augustos misterios de esta Fe, por el culto del Rosario, penetren más hondamente en las almas para obtener el dichoso resultado de imitar lo que contiene y lograr lo que prometen.

Entre tanto, como prenda de las divinas mercedes y testimonio de Nuestro afecto, os concedemos benignamente a cada uno de vosotros y a vuestro clero y pueblo la bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de Septiembre del año 1896, de Nuestro Pontificado el decimonono.
LEÓN PAPA XIII


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