León XIII es considerado el Padre de Europa y «El Papa del Rosario».
Llama al Santo Rosario: «La más agradable de las oraciones». «Resumen del culto que se le debe tributar a la Virgen». «Una manera fácil de hacer recordar a los sencillos los Dogmas de la fe cristiana». «Un modo eficaz de curar el apego a lo terrenal. «Un remedio para pensar en lo eterno».
El 20 de septiembre de 1896 publicó la encíclica FIDENTEM PIUMQUE sobre el rezo del rosario…
León XIII (nacido en Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – fallecido en Roma, 20 de julio de 1903).
Su nombre de nacimiento era Vincenzo Gioacchino Raffaele Luigi Pecci Prosperi Buzzi. Procedía de una familia aristocrática del Lacio: fue el sexto de los siete hijos de los condes Ludovico Pecci y Anna Prosperi Buzzi.
En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono. Su papado se extendió desde el 20 de febrero de 1878 al 20 de julio de 1903 cuando falleció a los 93 años. Su predecesor fue el Beato Pío IX y su sucesor San Pío X. Fue apodo el Papa de los obreros.
Su Santidad León XIII escribió doce encíclicas referentes al rosario. Dedica 22 documentos menores a recomendar a los fieles el rezo del Rosario. Con agudeza León Xlll ve en el rosario «una manera fácil de hacer penetrar e inculcar en las almas los dogmas principales de la fe cristiana».
Mirando a los males de la sociedad, el papa de la Rerum novarum anima e invita a hacer esta oración para superar la aversión al sacrificio y al sufrimiento, poniendo la propia fe y la mirada en los padecimientos de Cristo. La aversión a la vida humilde y laboriosa la supera el cristiano meditando sobre la humildad del Salvador y de María. La indiferencia hacia los misterios de la vida futura y el apego a los bienes materiales se curan meditando y contemplando los misterios de la gloria de Cristo, de María y de los santos.
ENCÍCLICA FIDENTEM PIUMQUE – LEÓN XIII – SOBRE LA DEVOCIÓN DEL ROSARIO
I. Amor del Papa a la Santísima Virgen y respuesta del pueblo a sus exhortaciones
Muchas veces en el transcurso de Nuestro Pontificado, atestiguamos públicamente Nuestra confianza y piedad respecto a la Bienaventurada Virgen, sentimientos que abrigamos desde nuestra infancia, y que durante la vida hemos mantenido y desarrollado en Nuestro corazón.
A través de circunstancias funestísimas para la religión cristiana y para las naciones, conocimos cuán propio era de Nuestra solicitud recomendar ese medio de paz y de salvación que Dios, en su infinita bondad, ha dado género humano en la persona de su augusta Madre, y que siempre se vio patente en la historia de la Iglesia.
En todas partes el celo de las naciones católicas ha respondido a Nuestras exhortaciones y deseos; por donde quiera se ha propagado la devoción al Santísimo Rosario, y se ha producido abundancia de excelentes frutos. No podemos dejar de celebrar a la Madre Dios, verdaderamente digna de toda alabanza y recomendar a los fieles el amor a María, madre de los hombres, llena de misericordia y de gracia.
Nuestro ánimo, henchido de apostólica a solicitud, sintiendo que se acerca, cada vez más el momento último de la vida, mira con más gozosa confianza a la que, cual aurora bendita, anuncia la ventura de un día interminable.
Si Nos es grato, Venerables Hermanos, el recuerdo de otras cartas publicadas en fecha determinada en loor del Rosario, oración en todos conceptos agradable a la que tratamos de honrar, y utilísima a los que debidamente la rezan, grato Nos es también insistir en ello y confirmar Nuestras instrucciones.
II. Necesidad de la oración
Excelente ocasión se Nos ofrece de exhortar paternalmente a las almas y corazones para que aumenten su piedad y se vigoricen con la esperanza de los inmortales premios.
La oración de que hablamos recibió el nombre especial de Rosario, como si imitase el suave aroma de las rosas y la belleza de los floridos ramilletes. Tan propia como es para honrar a la Virgen, llamada Rosa mística del Paraíso, y coronada de brillante diadema, como Reina del Universo, tanto parece anuncio de la corona de celestiales alegrías que María otorgará a sus siervos.
Bien lo ve quien considera la esencia del Rosario; nada se Nos aconseja más en los preceptos y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles, que invocar a Dios y pedir su auxilio. Los Padres y doctores nos hablaron luego de la necesidad de la oración, tan grande que si los hombres descuidaren este deber, en vano esperarán la salvación eterna.
III. La asiduidad en la oración
Mas si la oración por su misma índole y conforme a la promesa de Cristo es camino que conduce a la obtención de las mercedes, sabemos todos que hay dos elementos que la hacen eficaz: la asiduidad y la unión de muchos fieles.
Indícase la primera en la bondadosísima invitación que nos dirige Cristo: Pedid, buscad, llamad.
Parécese Dios a un buen Padre que quiere contestar los deseos de sus hijos; pero también que éstos con instancia acudan a él y que, con sus ruegos, le importunen, de suerte que unan a Él su alma con los vínculos más fuertes.
IV. La oración en común
Nuestro Señor más de una vez habló de la oración en común: «Si dos de entre vosotros se reúnen en la tierra, mi Padre que está en los Cielos les concederá lo que pidan, porque donde se hallaren dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré entre ellos». Así dice audazmente Tertuliano: «Nos reunimos para sitiar a Dios con nuestras oraciones y como si nos tomásemos de las manos, para hacer violencia agradable a Dios».
Son de Santo Tomás de Aquino estas memorables frases: «Imposible que las oraciones de muchos hombres no sean escuchadas, si, por decirlo así, forman una sola».
Ambas recomendaciones se pueden aplicar bien al Rosario. Porque en él, en efecto, para no extendernos, redoblamos Nuestras súplicas para implorar del Padre celestial el reinado de su gracia y de su gloria, y asiduamente invocamos a la Virgen María para que por su intercesión, nos socorra, ya porque durante la vida entera estamos expuestos al pecado, ya porque en la última hora estaremos a la puerta de la eternidad.
V. El Rosario familiar y en el templo
Apropiado es también que el Rosario se rece como oración en común. Con razón se le ha llamado Salterio de María. Debe renovarse religiosamente esa costumbre de Nuestros mayores; en las familias cristianas, en la ciudad y en el campo, al finalizar el día y concluir sus rudos trabajos, reuníanse ante la imagen de la Virgen y se rezaba una parte del Rosario. Vivamente interesada por esta piedad filial y común, María, como la madre al hijo, protegía a estas familias y les concedía los beneficios de la paz doméstica, que era presagio de la celestial.
Considerando esa eficacia de la oración en común, entre las decisiones que en varias épocas tomamos respecto al Rosario, dictamos ésta: deseamos que diariamente se recite en las catedrales y todos los días de fiesta en las parroquias. Obsérvese esta práctica con celo y constancia y alegrémonos de que se observe, acompañada de otras manifestaciones solemnes de la piedad pública y de peregrinaciones a los santuarios célebres cuyo número debemos desear que aumente.
Esa asociación de rezos y alabanzas a María tiene mucho de tierno y saludable para las almas. Sentímoslo Nosotros, y Nuestra gratitud Nos hace recordar que cuando en ciertas circunstancias solemnes de Nuestro Pontificado, Nos hallamos en la Basílica Vaticana, Nos rodeaban gran número de personas de todas condiciones, que, uniendo sus ánimos, votos y confianza a los Nuestros, rezaban con ardor los misterios y oraciones del Rosario a la misericordiosa protectora de la Religión católica.
VI. María mediadora entre Dios y los hombres
¿Quién pudiera pensar y decir que la viva confianza que tenemos en el socorro de la Virgen sea exagerada? Ciertamente el nombre y representación de perfecto Conciliador sólo viene a Cristo, porque sólo El, Dios y hombre a la vez, volvió al género humano a la gracia del Padre Supremo «Sólo hay un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo como Redentor de todos». Mas si, como en seña el Doctor Angélico nada impide que otros sean llamados, secundum quid, mediadores entre Dios y los hombres, porque colaboran a la unión del hombre con Dios, dispositive et ministerialiter, como los Ángeles, Santos, Profetas y Sacerdotes de ambos Testamentos, entonces la misma gloria conviene plenamente a la Santísima Virgen.
Es imposible concebir que nadie para reconciliar a Dios y a los hombres haya podido o en adelante pueda obrar tan eficazmente como la Virgen. A los hombres que marchaban hacia su eterna perdición les trajo un Salvador, al recibir la nueva de un misterio pacífico que el Ángel anunció a la tierra, y dar admirable consentimiento en nombre de todo el género humano. De Ella nació Jesús. Ella es su verdadera madre, y por ende digna y gratísima mediadora para con el Mediador.
VII. El Rosario nos recuerda estos misterios
Como estos misterios se incluyen en el Rosario y sucesivamente se ofrecen a la memoria y meditación de los fieles, se ve lo que significa María en la obra de Nuestra reconciliación y salvación.
Nadie puede substraerse a un tierno afecto viendo presentarse a María en hogar de Isabel como instrumento de las gracias divinas y cuando presenta a su Hijo a los pastores, a los Reyes y a Simeón.
Pero ¿qué se ha de sentir pensando que la Sangre de Cristo vertida por nosotros y los miembros que presenta a su Padre con las llagas recibidas en precio de nuestra libertad, son el mismo cuerpo y la sangre misma de la Virgen? La carne de Jesús es, en efecto, la de María, y aunque haya sido exaltada por la gloria de la resurrección, su naturaleza quedó siendo la misma que se tomó en María.
VIII. El Rosario fortifica la fe
También hay otro fruto notable del Rosario, en relación con las necesidades de nuestra época. Ya hemos recordado que consiste en que viéndose expuesta a tantos ataques y peligros la virtud de la fe divina, el Rosario da al cristiano con qué alimentarla y fortificarla eficazmente. Las divinas Escrituras llaman a Cristo autor y consumador de la fe; «autor de la fe» porque Él mismo enseñó a los hombres un gran número de verdades que debían creer, sobre todo las relativas a Dios mismo y al Cristo en que reside toda la plenitud de Divinidad, y porque por su gracia y de algún modo por la unión del Espíritu Santo, les da afectuosamente los me dios de creer; «y consumador» de la misma fe porque El hace evidente en el Cielo cuanto el hombre no percibe en su vida mortal mas que a través de un velo, y allí cambiará la fe presente en gloriosa iluminación.
Ciertamente la acción de Cristo se hace sentir en el Rosario de una manera poderosa. Consideramos y meditamos su vida privada en los misterios gozosos, la pública hasta la muerte entre los mayores tormentos, y la gloriosa que, después de la resurrección triunfante, se ve trasladada a la Eternidad, donde está sentado a la diestra del Padre.
IX. El Rosario profesión de fe
Y dado que la fe para ser plena y digna debe necesariamente manifestarse, porque se cree en el corazón para la justicia, pero se confiesa la fe por la boca para la salvación, encontramos precisamente en el Rosario un excelente medio de confesarla. En efecto, por las oraciones vocales que forman su trama podemos expresar y confesar nuestra fe en Dios, nuestro Padre, lleno de providencia; en la vida de la eternidad futura, en la remisión de los pecados, y también nuestra fe en los misterios de la Trinidad Santísima, del Verbo hecho carne, de la divina maternidad y en otros.
Nadie ignora cuál es el valor y el mérito de la fe. Ni es otra cosa la fe que el germen escogido del que nacen actualmente las flores de toda virtud, por las que nos hacemos agradables a Dios, donde nacerán más tarde los frutos que deben durar para siempre. Conocerte es, en efecto, el perfeccionamiento de la justicia, y su virtud es la raíz de la inmortalidad.
X. Penitencia
Conviene añadir a este propósito algo de los deberes de virtud que necesariamente exige la fe. Entre ellos se halla la penitencia, que comprende la abstinencia, necesaria y saludable por más de un concepto. Si la Iglesia en este punto obra cada día con mayor indulgencia para con sus hijos, comprendan éstos, en cambio, su deber de compensar con otros actos esa maternal indulgencia. Añadimos con gusto este motivo a los que nos han hecho recomendar el Rosario, que también puede producir buenos frutos de penitencia, sobre todo meditando los sufrimientos de Cristo y su Madre.
XI. Fácil uso del Rosario
En nuestros esfuerzos para lograr el supremo bien, ¡con qué sabia providencia se Nos indica el Rosario como socorro que a todos conviene, fácilmente aprovechable, sin comparación posible con otro alguno!. Aun el medianamente instruido en asuntos de Religión puede servirse de él fácilmente y con utilidad, y el Rosario no toma tanto tiempo que perjudique a cualesquiera ocupaciones.
Los anales sagrados abundan en ejemplos famosos y oportunos, y se sabe que muchas personas cargadas de importantes quehaceres y grandes trabajos jamás han interrumpido un solo día esta piadosa costumbre.
XII. La sagrada Corona
Bien se concilia la devoción del Rosario con el íntimo afecto religioso que profesamos a la Corona sagrada, afecto que a muchos les lleva a amarla como compañera inseparable de su vida y fiel protectora y a estrecharla contra su pecho en lo último de la agonía, considerándola como el dulce presagio de la incorruptible corona de la gloria. Presagio que se apoya en la copia de sagradas indulgencias, si el alma se encuentra en disposición de recibirlas.
De ellas ha sido enriquecida la devoción del Rosario cada vez más por Nuestros predecesores y por Nos mismo, concedidas en cierto modo por la manos mismas de la Virgen misericordiosa, utilísimas a los moribundos y a los difuntos, para que cuanto a
ntes gocen de los consuelos de la paz tan deseada y de la luz eterna.
Estas razones, Venerables Hermanos, Nos mueven a alabar siempre y recomendar a los pueblos católicos tan excelente fórmula de piedad y de devoción, Pero aún tenemos otro muy grave motivo que ya en Nuestras cartas y alocuciones os hemos manifestado, abriendo de par en par Nuestro corazón.
XIII. Reconciliación entre los disidentes
Nuestras acciones, en efecto, se inspiran más ardientemente cada día en el deseo concebido en el divino razón de Jesús de favorecer la tendencia a la reconciliación que apunta en los disidentes.
Comprendemos que esa admirable unidad no puede prepararse y realizarse por mejor medio que por la virtud de las santas oraciones.
Recordamos el ejemplo de Cristo, que en una oración dirigida a su Padre le pidió que sus discípulos fuesen uno solo en la fe y en la caridad; y que su Santísima Madre dirigiera la misma ferviente oración, es indudable recorriendo la historia apostólica.
Ella nos representa la primera Asamblea de los Apóstoles, implorando a Dios y concibiendo gran esperanza, la prometida efusión del Espíritu Santo y a la vez a María presente en medio de ellos y orando especialmente, Todos perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús. Por eso también la Iglesia en su cuna se unió juntamente a María en la oración, como promovedora y custodio excelente de la unidad, y en Nuestro tiempo conviene obrar así en el mundo católico, todo en el mes de Octubre, que ha mucho tiempo, por razón de los días infaustos que corren para la Iglesia, se ha destinado a la expresada devoción, y por eso hemos querido dedicarlo y consagrarlo a María invocada en rito tan solemne.
XIV. Exhortación final
Redóblese, por tanto, esa devoción, sobre todo para obtener la santa unidad. Nada puede ser más dulce y agradable para María, que íntimamente unida con Cristo, desea y anhela que los hombres todos, favorecidos con el mismo y único bautismo de Jesucristo, se unan a Él y entre sí por la misma fe y una perfecta caridad.
Los augustos misterios de esta Fe, por el culto del Rosario, penetren más hondamente en las almas para obtener el dichoso resultado de imitar lo que contiene y lograr lo que prometen.
Entre tanto, como prenda de las divinas mercedes y testimonio de Nuestro afecto, os concedemos benignamente a cada uno de vosotros y a vuestro clero y pueblo la bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de Septiembre del año 1896, de Nuestro Pontificado el decimonono.
LEÓN PAPA XIII