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Los orígenes se ven generalmente en los Hechos de los apóstoles, en las Actas de los mártires y en las vidas de los santos que presentaban a menudo fenómenos semejantes.

La crisis (limitada) entre los carismas y la institución, que Pablo supo resolver en Corinto, volvió a aparecer con la nueva profecía de Montano. El montanismo, movimiento carismático, del que resulta hoy difícil dar un juicio, ya que lo conocemos sobre todo a través de las polémicas y de las caricaturas hechas de él por sus adversarios, cayó en el cisma. Este drama provocó cierta desconfianza hacia los carismas, en cuanto corrían el peligro de sustituir a la autoridad oficial y de arrastrar a la iglesia hacia desviaciones incontrolables. Bajo esta luz es como hay que considerar las vacilaciones de la tradición: el apoyo de san Cipriano y la desconfianza de san Agustín por las visiones.

 

LA EDAD MEDIA

Durante el período medieval, las revelaciones de santa Brígida, santa Gertrudis, santa Catalina de Génova, santa Catalina de Siena, santa Magdalena de Pazzi fueron tenidas en grandísima consideración, incluso por parte de las autoridades. Pero Joaquín de Fiore, prestigioso inspirador de un gran movimiento, fue temido, criticado y a veces calumniado. Lo mismo sucedió con numerosas corrientes carismáticas de la edad media. Hoy es difícil valorar la calidad y los defectos de estos grupos, ordinariamente evangélicos, conocidos únicamente a través de sus adversarios, que hicieron una caricatura de los mismos después de haberlos reprimido y eliminado.

 

EL CONCILIO LATERANENSE V (1516)

Las medidas jurídicas tomadas respecto a las apariciones y revelaciones privadas tienden a restringir. Comienzan en 1516 con el Lateranense V: «Queremos que, según las leyes habituales, las mencionadas inspiraciones sean consideradas de ahora en adelante como reservadas al examen de la Santa Sede, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo de Dios. Si no fuera posible esperar, o si alguna necesidad urgente lo aconsejase de otro modo, entonces hay que dar a conocer al obispo ordinario del lugar la cosa en cuestión… Este último, tomando consigo a tres o cuatro personas sabias y de confianza, examinará detenidamente el caso y, cuando les parezca oportuno, podrán conceder su permiso, que nosotros cargamos sobre sus conciencias»

Las restricciones están motivadas por dos razones principales: 1) en el plano de la fe, la necesidad de proteger a la iglesia de la proliferación de visiones en una época oscura, pietista, inquieta, en donde era necesaria la prudencia; 2) en el plano del gobierno, estos acontecimientos y mensajes locales corren siempre el peligro de estorbar el gobierno de los demás obispos y de la autoridad suprema. Por esto, la autoridad episcopal recibe la invitación de guardar reserva, manteniendo un sentido crítico y riguroso. En consecuencia, el concilio prohíbe la difusión de las predicciones que carezcan de una autorización romana (cosa que, en aquellos tiempos, requería necesariamente varios años) y acepta sólo en caso de necesidad cierta canalización, cuya grave responsabilidad ante Roma les compete a los obispos. El alcance de su juicio se resuelve en un simple permiso (licentiam concedere possint). Sin embargo, el concilio mantuvo el principio de que la autoridad «no debe apagar el Espíritu», según ITes 5,19-20 26.

 

EL CONCILIO DE TRENTO (1563)

Toma una actitud análoga en lo que se refiere a los nuevos milagros e imágenes, en cuanto éstas son frecuentemente milagrosas y la palabra milagro es el compendio de todo lo que tiene carácter de sobrenatural, incluidas las apariciones. El concilio prescribe: «No debe admitirse ningún nuevo milagro… sin el reconocimiento y la autorización del obispo, el cual, apenas sea informado, consultará con teólogos y con otros hombres de fe, regulándose luego conforme a la verdad y la piedad. Si es preciso eliminar un abuso que plantee dudas o dificultades, o bien si surge en esta materia algún problema más grave, el obispo, antes de dirimir la controversia, aguardará la opinión del metropolitano y de los demás obispos de la provincia, reunidos en concilio provincial, pero de tal manera que no se tome ninguna decisión sin haber consultado al sumo pontífice de Roma (inconsulto romano pontífice)». De esta manera la responsabilidad del obispo queda sometida a la del metropolitano (o de las instancias provinciales y del romano pontífice, como en el Lateranense V). En este punto, también las instancias de los reformadores protestantes tienden hacia un objetivo común: la eliminación de los errores, en aquel tiempo muy numerosos.

 

BENEDICTO XIV

En el s. XVIII Próspero Lambertini, el futuro Benedicto XIV (1740-1758), define más formalmente el estatuto de las apariciones, relativizando su valor muchas veces exagerado, y establece la función del magisterio en este terreno. Este documento es desde entonces clásico en la materia: «Damos a conocer que la autorización concedida por la iglesia a una revelación privada no es más que el consentimiento concedido después de un atento examen, a fin de que esa revelación sea conocida para la edificación y el bien de los fieles. A estas revelaciones, aunque aprobadas por la iglesia, no se les debe conceder un asentimiento de fe católica. Según las reglas de la prudencia, es preciso darles el asentimiento de la fe humana (assensus fidei humanae juxta prudentiae regulas), en cuanto semejantes revelaciones son probables y piadosamente creíbles. Por tanto, se les puede negar el propio asentimiento a dichas revelaciones (posse aliquem assensum non praestare) y no tomarlas en consideración, con tal que esto se haga con la oportuna reserva, por buenos motivos y sin sentimientos de desprecio». Por consiguiente, no hay obligación para nadie de creer en las apariciones privadas, aunque estén reconocidas.

 

DECRETOS DEL S. XIX

Roma se atendrá a estos principios en el futuro. La Congregación de Ritos los recoge en cierto número de respuestas y decretos: 6 de febrero de 1875, en respuesta al arzobispo de Santiago de Chile, relativo a Nuestra Señora de la Merced; 12 de mayo de 1877, en respuesta sobre Lourdes y la Salette; 31 de agosto de 1904, en respuesta sobre el escapulario de Pellevoisin: «Aunque esta devoción fue aprobada [por Pío X, en la audiencia del 30 de enero de 1900, confirmada con un documento del 4 de abril], no puede deducirse de esta aprobación ninguna aprobación directa o indirecta de aparición, revelación, gracia de curación u otras cosas, sean cuales fueren y de cualquier modo que hayan ocurrido».

 

PIO X

Con otras palabras confirmaba Pío X esta misma actitud en la encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907). Autoriza la adhesión a las piadosas tradiciones y revelaciones privadas sólo con las debidas precauciones y reservas (las de Urbano VIII). La autoridad de la iglesia no garantiza la verdad del hecho, incluso en este caso. Se limita tan sólo a no impedir que se crea en cosas en las que no faltan motivos de credibilidad humana. «Se trata de una regla de seguridad -continúa Pío X, después de citar el decreto del 12 de mayo de 1877-, ya que el culto que tiene por objeto alguna de estas apariciones, en cuanto se refiere al propio hecho, es relativo y supone siempre como condición la verdad del hecho; pero, en cuanto absoluto, se basa en la verdad, ya que hace referencia a las personas mismas de los santos que son venerados. Lo mismo puede decirse de las reliquias». El papa aplica, en este caso, una regla general que vale para las imágenes y los ritos. Es posible rendir culto sin reserva alguna a Cristo (y a los santos canonizados), pero el signo utilizado para ello -es decir, la imagen, la reliquia o la aparición- se considera siempre como relativo.

 

NUEVO CUESTIONAMIENTO

El rigor de estas restricciones fue nuevamente puesto en cuestión por iniciativa del padre C. Balié, presidente fundador de la Academia Mariana Internacional [7 Centros marianos 1, 2], el cual sometió el problema a un debate libre en el Congreso mariológico internacional de Lourdes en el centenario de las apariciones. El ruido de este centenario, el fervor de los papas (especialmente el de Pío XII, que se preparaba en secreto a ir a Lourdes el 15 de agosto de 1958, viéndose impedido para ello en el último momento por su estado de salud), daba la impresión de que no se trataba de una simple autorización ni de una simple adhesión de fe humana, sino de un positivo estímulo relacionado con la fe divina, al que era difícil no adherirse sin despreciar al magisterio. De aquí dos interrogantes planteados por el P. Balié: a) El asentimiento concedido a estas apariciones y revelaciones privadas, ¿es de fe divina? A esta pregunta hecha por los carmelitas de Salamanca, Balié nos recuerda que Suárez y Lugo habían dado (contra Cayetano, Melchor Cano y Báñez) una respuesta positiva: «El creyente que tiene una revelación procedente de Dios y percibida como tal, ¿cómo podría no darle una adhesión de fe divina?»

El concilio de Trento admitiría certezas de este tipo en el canon que declara: «Quien dijera, con absoluta e infalible. certeza, que tiene el don de la justificación garantizada hasta la perseverancia final, sea anatema, a no ser que lo haya sabido por una revelación divina». Esta reserva del concilio, preocupado de no censurar una doctrina recibida, autoriza a atenuar y equilibrar las restricciones de los textos jurídicos oficiales. b) Los consensos oficiales de Lourdes y de Fátima por parte de los papas, ¿no van acaso más allá de una simple autorización?, ¿no comprometen la infalibilidad? El P. Balié decía: «El carácter sobrenatural del hecho de Lourdes no reviste una simple y tenue probabilidad, sino una certeza moral. Las apariciones de Lourdes tienen que considerarse como un capítulo aparte ( a se et per se), y no confundirse con las otras apariciones, aprobadas sólo por el ordinario del lugar o por la Santa Sede con la cláusula restrictiva: por lo que se dice. Cabe preguntarse si no hay en este caso una autorización infalible y si a las apariciones de Lourdes no hay que concederles una adhesión de fe teológica, más que un acto de fe meramente humana» .

Fueron dos los oradores que respondieron a la invitación del P. Balié; dom Roy OSB, y el P. Valentini, salesiano. Dom Roy sostenía la tesis más comprometida: 1) Las apariciones de Lourdes, reconocidas de manera análoga a las canonizaciones, tienen el carácter de un hecho dogmático; de este modo se entiende un hecho no incluido en la revelación, pero muy estrechamente vinculado a su comunicación para poder substraerse de la autoridad infalible. En esta ambigua categoría de hechos dogmáticos se incluye la declaración del canon de las Escrituras, el hecho de que cinco proposiciones condenadas se encontraban en la doctrina de Jansenio y la canonización de los santos. 2) En este sentido se trata de fe eclesial, basada en el testimonio de la iglesia y exigida por la obediencia filial que le debemos.

La controversia volvió a surgir en el Congreso mariológico de Fátima, con las relaciones de los padres I. Ortiz de Urbina y Moreira Ferrar. Este último hacía observar el carácter positivo (no meramente permisivo) de las aprobaciones de la iglesia. Lo que hay que reconocer con Y. Congar, Karl Rahner y Ortiz de Urbina es que las aprobaciones romanas de ciertas revelaciones privadas van más allá de la simple autorización o nihil obstat. No se comprende bien, escribe Rahner, por qué una revelación privada no tiene que ser aceptada por todos los que la conocen, si éstos se sienten suficientemente ciertos de que viene de Dios. Es injustificado, ilógico y peligroso pretender (como sucede a menudo para autentificar el origen divino de las revelaciones privadas posteriores a Cristo) un grado de certeza tal que, si alguno lo pretendiera para la revelación oficial, resultaría imposible todo fundamento racional de fe en la revelación cristiana.

En resumen, puede admitirse con Rahner que, subjetivamente, la adhesión a las revelaciones privadas entra en el terreno de la fe teologal, no sólo para el vidente, sino también para todos los que reciben su testimonio profético. El mismo Juan XXIII en su radiomensaje del 18 de febrero de 1959, dirigido a Lourdes, subraya que los papas se sintieron obligados a recomendar las apariciones a la atención de los fieles. Por lo que respecta a la categoría de los hechos dogmáticos, ésta es muy ambigua y discutida. Como se ha visto, la mayor parte de los teólogos admitía, antes del Vat II, que las canonizaciones de los santos comprometían la infalibilidad en cuanto hecho dogmático. Pues bien, este juicio sobre la santidad, basado en el examen de datos particulares y conjeturales, es de la misma naturaleza que el juicio que tiene por objeto las apariciones. Por tanto, no está claro cómo la teoría clásica pudo en este punto utilizar dos pesos y dos medidas diferentes, entre el juicio de canonización considerado como infalible y el juicio sobre las apariciones considerado como una simple tolerancia que no compromete de ninguna manera la fe. Y la analogía va mucho más allá, ya que en los dos casos se trata de culto (véanse las celebraciones de la B. Virgen María de Lourdes, por ejemplo). Hoy el problema ha cambiado. Casi no se admite ya la infalibilidad de las canonizaciones; en su conjunto, la teología se muestra más reservada sobre lo que se definía más o menos como hecho dogmático y sobre su infalibilidad.

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