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Sobre el ascenso y reinado momentáneo del Anticristo parece que hay más consenso entre los estudiosos.

Lo vimos antes en este artículo.

Quizás porque describe una situación más cercana en el tiempo.

Pero el Apocalipsis también enseña sobre la victoria de Cristo y la instauración de su Reino.

He aquí la sucesión de los hechos analizada por el padre Alfredo Saenz sj basándose en las impresionantes ponencias del padre Leonardo Castellani.

En este análisis se encuentra la polémica sobre el milenarismo, que no tocaremos porque consideramos demasiado especializada para los fines de este artículo.

 

EL CABALLERO DEL CORCEL BLANCO

Estamos en el clímax de la persecución, en el ápice mismo de la Gran Apostasía y la tribulación más espantosa de la historia.

Cuando los fieles estén casi por desfallecer, que lo describen las palabras del mismo Cristo:

“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿acaso hallará fe sobre la tierra?” (Lc 18: 8),

Pero llegará inesperadamente el momento de la victoria, no la última sino la penúltima, que cerrará el primer combate escatológico.

Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama “Fiel” y “Veraz”; y juzga, y combate con justicia” (Ap 19: 11).

Es Cristo que viene para deponer a su Adversario.

Y los ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos” (ibid. 14).

Ya lo había anunciado el profeta al decir: “Vendrá el Señor Dios mío y todos los santos con él” (Zac 14: 5).

Lo que San Judas refrendó en su epístola: “He aquí que viene el Señor, con miles de santos suyos” (1: 14).

Luego, leemos en el texto del Apocalipsis, el Ángel, de pie sobre el sol, “llamó a todas las aves que volaban por lo alto del cielo”, invitándoles a comer “carne de reyes, carne de caballos y de sus jinetes” (Ap 19: 17-18).

Ese mundo homogeneizado por obra del Anticristo, es contra el cual se lanzarán repentinamente, con la rapidez de un relámpago, las potencias espirituales del Cosmos –los ángeles– para hacerlo pedazos.

La conclusión es gloriosa: “Apresada fue la Bestia, y con ella el Pseudoprofeta…, los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre” (Ap 19: 19-20).

En cuanto a los demás, “fueron exterminados por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes” (ibid. vers. 21).

Como si fuera una ráfaga de viento terminó el Anticristo, el Falso Profeta y su Corte.

Y ahora viene su juzgamiento.

 

LA PRIMERA RESURRECCIÓN

A continuación, el vidente observó a un Ángel, quizás el mismo Miguel, “que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y aprehendió al Dragón, la antigua serpiente, que es el Diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años” (Ap 20: 1-2).

Háblase allí de unos tronos donde “los que revivieron” (Ap 20: 4) se sentaron para juzgar.

Trátase, al parecer, de una “primera resurrección” (ibid. 5), donde revivirán sólo algunos; el resto de los muertos no volverán a la vida hasta que se acaben los mil años.

¿Quiénes resucitarán primero?

Según varios comentaristas, solamente los mártires, los apóstoles y algunos santos, conforme a lo escrito en el Apocalipsis.

Donde se lee que revivirán “los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús, y todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en sus manos” (Ap 20: 4).

Los que sostuvieron el peso más arduo de la lucha recibirán un premio que no será común a los otros muertos, y es el privilegio de poder sentarse en el trono para juzgar.

Que según el uso de la Escritura es sinónimo de regir y gobernar el mundo, juntamente con Cristo.

En cambio los impíos e impenitentes, que caerán con el Anticristo, no resucitarán para acompañar al Señor en la victoria que seguirá a su Parusía.

Es la cizaña reservada hasta la siega para ser luego quemada (cf. Mt 13: 30).

En cuanto a los que se negaron a prosternarse ante el Anticristo ni tampoco fueron por él asesinados, saldrán transfigurados al encuentro del Señor.

Los que cedieron al Anticristo, recibiendo su marca en la frente o en la mano, no por complicidad sino por temor, que serán los más, una vez vencido el Anticristo harán penitencia, e integrarán la Iglesia de los viadores durante el Milenio, escribe Castellani.

Tras la ruina del Anticristo, dice el Apocalipsis que el Demonio será encadenado.

El Ángel “lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más las naciones hasta que se cumplan los mil años” (Ap 20: 3).

 

EL MILENIO

Acabamos de aludir al Milenio y el Reino de Cristo “por mil años” (Ap 20: 3.6).

Estos versículos han traído verdaderos dolores de cabeza.

Por lo general, nadie sostiene que el número mil haya de entenderse de manera literal.

Mil años significa un largo período de la historia.

Nuestro autor no ignora todas las alergias que hoy suscita el tema del Milenio.

Sin embargo al milenarismo espiritual Él lo cree plenamente coherente con la doctrina de la Iglesia.

El milenismo espiritual no ha sido jamás condenado por la Iglesia, ni lo será nunca, sostiene, por la simple razón de que la Iglesia no podría condenar a la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos, entre ellos a los más grandes.

Es cierto que hace varias décadas el Santo Oficio dio a conocer sobre este asunto dos decretos disciplinares para América del Sur, donde se prohibía la enseñanza del “milenarismo mitigado”.

En el primero de ellos, de 1941, se definía claramente en qué consiste dicho tipo de milenarismo, a saber, “el de los que enseñan que antes del juicio final, con previa o sin previa resurrección de justos, Cristo volvería a la tierra a reinar corporalmente”.

En 1944 apareció el segundo decreto, de índole aclaratoria, donde en vez de “corporalmente” se pone “visiblemente”, ya que el primer adverbio resultaba inadecuado si se aplicaba a la época de la Iglesia en la tierra, donde Cristo está siempre “corporalmente” en el Santísimo Sacramento.

Lo que está prohibido, sostiene Castellani, es enseñar “que Cristo reinará visiblemente desde un trono en Jerusalén sobre todas las naciones; presumiblemente con su Ministro de Agricultura, de Trabajo y Previsión y hasta de Guerra si se ofrece”.

Lo cual, obviamente, ningún Santo Padre o teólogo serio sostiene.

 

EL REINO DE CRISTO

Cristo, pues, retornará del cielo, hará su Parusía, su Última Venida, en gloria y majestad.

¿Con qué fin?

Para reinar y juzgar, juntamente con los suyos: “Luego vi unos tronos y se sentaron en ellos, y se les dio el poder de juzgar…, revivieron y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20, 4).

El Reino de Cristo es denominado con propiedad Juicio, dice Castellani, pues en su inicio acaecerá el juicio y castigo del Anticristo y de todos sus secuaces, así como se otorgará el premio de la resurrección primera a los mártires o a todos los justos en general.

La Resurrección general y el Juicio Final no serán sino el acto conclusivo y consumante de dicho Reino.

¿Cómo será el Reino ‘milenario’ de Cristo?

Sólo podemos barruntarlo. Sabemos de cierto que la Iglesia no cambiará sustancialmente, ni en su régimen, ni en su doctrina, ni en los sacramentos, si bien alcanzará en todo ello sublime perfección.

Será un Reino verdaderamente universal, cumpliéndose así las profecías veterotestamentarias:

A él se le dio el poder, la gloria y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán” (Dan 7: 14);.

Le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le servirán” (Ps 71: 11).

Será un Reino de justicia y de paz (cf. Is 60: 18; 32: 17; Ps 71: 3).

Será un Reino de prosperidad, consecuencia de la paz y la justicia (cf. Ez 34, 26-27; Os 2, 23-24; Am 9, 13).

Será sobre todo un Reino de amor, en que Dios se mostrará especialmente afectuoso con los hombres (cf. Is 66, 12-13).

La sede del Reino será en aquellos días Jerusalén.

En la Sagrada Escritura, y particularmente en los Evangelios, la “Ciudad del Gran Rey” es Jerusalén (cf. Mt 5, 35).

Actualmente no lo es, por la infidelidad del pueblo elegido.

Pero quitada ésta, y si el Gran Rey o su representante deben reinar un día sobre la tierra, nada impide que se alleguen a su Ciudad propia.

Y ello tanto más cuanto en aquel tiempo la mejor y más ardorosa porción de sus súbditos serán los israelitas.

Varios profetas parecen refrendar esta idea (cf. por ej. Jer 3: 17; Joel 4: 21; Is 49: 17 ss.; Is 54: 2-17).

La Jerusalén futura será, pues, la sede del Reino de Cristo, y por tanto también de la Iglesia, renovada por su Segunda Venida.

Todos los milenistas suponen que habrá cierta comunicación entre los viadores y los santos, entre la tierra y el cielo, de donde se derivarán muchos bienes.

¿En qué forma será ello?

Quizás el estilo del trato que había entre Cristo glorificado y sus apóstoles en los cuarenta días que precedieron a la Ascensión del Señor, esbozo de estado glorioso de los Mil años.

Posiblemente Cristo, la Santísima Virgen y los santos se aparecerán a los hombres, o al menos a algunos de ellos, de manera más frecuente que ahora…

En Su Majestad Dulcinea  señala Castellani que el problema es si Cristo ha de volver a consumar su Reino antes del fin del mundo o juntamente con el fin del mundo.

Si la Parusía, el Reino de Dios, el Juicio Final y el Fin del Mundo, son cosas simultáneas, es muy probable que antes de esa consumación alboree en la historia un gran triunfo de la Iglesia y un período de oro para el cristianismo.

El último período, por cierto, donde se acaben de cumplir las profecías, sobre todo la de la conversión del Pueblo Judío y la unidad de todos en un Único Rebaño bajo un Solo Pastor.

Dicho período no podrá ser largo, durando quizás el tiempo de una vida humana.

Después volverán a desatarse las tremendas fuerzas demoníacas previas al Triunfo Final de Cristo.

Pero si Cristo ha de venir antes, a vencer al Anticristo, y a reinar por un tiempo en la tierra; es decir, si la Parusía y el Juicio Final no coinciden, sino que son dos sucesos separados, según lo sostienen los Padres más antiguos, entonces no hay que esperar aquel próximo triunfo temporal de la Iglesia.

La persecución se irá haciendo cada vez más intensa, casi insoportable, debiendo ser abreviada por la Segunda Venida de Cristo, que inaugurará un largo período de gloria y de paz.

 

EL ÚLTIMO REMEZÓN

Cuando se terminen los mil años será Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la guerra, numerosos como la arena del mar” (Ap 20: 7-8).

No sabemos por qué tendrá que ser soltado de nuevo Satanás, comenta Castellani.

Algunos opinan que aunque el demonio haya sido ligado, y por ende las tentaciones graves se encuentren amenguadas, el hombre no estará inmune de entibiarse.

Es cierto que las manifestaciones frecuentes de Cristo y de sus santos fomentarán singularmente las virtudes, pero con todo, el hombre es veleidoso, y no hay cosa que a la larga no le infunda desgano.

La paz, la tranquilidad y la abundancia de aquel tiempo podrán suscitar incuria o desidia, de modo que las pasiones se vuelvan a encender y se multipliquen las faltas, tornándose raras las apariciones de los santos.

Será preciso trillar de nuevo el campo de las almas.

El esplendor anterior, inficionado por la tibieza, requerirá una última purificación.

¿Quiénes son Gog y Magog?

Hay que recordar acá los capítulos 38 y 39 de Ezequiel, de índole apocalíptica, donde se describe un terrible combate contra el príncipe Gog, rey de Magog, su ulterior derrota, y la consiguiente glorificación de Israel.

Al parecer, el profeta alude a los infieles de los últimos tiempos, los cuales, como dice el Apocalipsis, “cercaron el campamento de los santos y de la Ciudad Amada” (Ap 20: 9).

La Ciudad Amada es Jerusalén, donde vive la Israel convertida, reunida de entre todas las naciones, y habitando en paz la Tierra Santa.

Sigue diciendo el Apocalipsis: “Pero bajó fuego del cielo y los devoró.

Y el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap 20, 9-10).

Esto recuerda el texto de Ezequiel, a que acabamos de aludir (cf. 38: 22).

La Ciudad Santa no será, pues, ocupada, ni el Reino de los Santos destruido, aunque peligre por un momento.

Los milenistas defienden porfiadamente, observa Castellani, que la derrota del Anticristo y la del ejército Gog-Magog son dos cosas distintas, inasimilables.

Se apoyan para ello en el texto mismo de San Juan: en el primer caso, la guerra era dirigida por la Bestia y el Falso Profeta, en el segundo, por el Demonio.

Allá fueron vencidos por el Verbo de Dios, el caballero del blanco corcel, que bajó con sus santos desde las nubes, acá son devorados por el fuego del cielo, sin que Cristo se mencione para nada.

Allá no se habla de campamentos ni de ciudades, acá es asediada la Ciudad Santa.

Allá los judíos se convierten, acá aparecen ya convertidos, viviendo juntos y serenamente en su tierra.

Trátase, por consiguiente, de dos guerras diferentes, la del Anticristo, antes de comenzar el Milenio, y la de Gog y Magog, a su término.

¿Quiénes son concretamente los que se rebelaron?

Según algunos, grupos diversos de disconformes y recalcitrantes, que habrían resistido el Señorío de Cristo durante el Milenio en distintos rincones de la tierra.

Como de hecho sucedió en Europa durante la Cristiandad medieval, cuando había enclaves de paganos pertinaces.

Serán ellos quienes integren el ejército rebelde de Gog y Magog.

Tras el relato de la derrota de estos últimos, el Apocalipsis describe la resurrección final y el juicio postrero:

“Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras

El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego” (Ap 20: 12.15).

El Juicio postrero es el umbral de la vida eterna.

Dicha vida no implicará la destrucción del Reino de Cristo sino su compleción, de modo que resulta equitativo decir que el Reino Milenario será imperecedero, según se afirma en el Credo: “Cuyo Reino no tendrá fin”.

Culmina San Juan su visión: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya.

Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21: 1-2).

Se habla, ante todo, de “un cielo nuevo y una tierra nueva”.

Nuestra tierra y nuestro cielo, después de haber sido purgados por la llama, se mostrarán transfigurados, como nuevos.

Porque también este mundo debe ser restaurado; no solamente las almas individuales, sino también los cuerpos, la naturaleza, las plantas, los animales, los astros, todo debe ser purificado plenamente de las consecuencias del Pecado, que no son otras que el Dolor y la Muerte.

Bien observa Castellani que la historia de la humanidad se enmarca entre dos ciudades, descritas respectivamente en el primero y en el último libro de las Escrituras.

La ciudad inicial es Babel, ciudad de confusión, que los hombres prometeicos se propusieron edificar pelagianamente con sus propios músculos.

Y la segunda es la Nueva Jerusalén, ciudad de la gracia, que desciende de lo alto.

El Anticristo pretendió usurpar el ideal de unidad del género humano mediante la instauración perversa de su Imperio Universal.

Todo en vano, ya que sólo Cristo es el Señor de la Historia, y el verdadero principio de cohesión del Universo.

Por eso Juan describe a la Nueva Jerusalén como una Ciudad, símbolo de la unidad social del hombre restaurado.

Ciérrase el Apocalipsis con el Cielo Eterno, o sea el Mundo de la Visión Beatífica.

Fuentes:

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