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La Cristiandad, Franciscanos y Dominicos

No es fácil para el hombre actual imaginar siquiera cómo la Edad Media tuvo su alma en los miles y miles de monasterios que había en ella. Pido por eso a mis lectores que hagan un esfuerzo para entender cómo aquella inmensa red de monasterios fue durante siglos el alma de Europa, formando no sólo la trama religiosa, sino también cultural de la Cristiandad. Ellos dieron forma, incluso física, no sólo a Europa, sino también al norte del África y al Asia cristiana. La Orden de San Benito fue la más importante, pero también quiero citar algunas otras de la Iglesia de occidente.

Los Canónigos regulares, en el siglo XI, añaden un acento sacerdotal a la espiritualidad monástica, afirman dentro del clero la vita communis, impulsan la antigua y venerable vita aposto­lica, e irradian también a los laicos su ideal de vida evangélica. Pueden reconocerse sus precedentes en la Regla de Crodegango de Metz (755) o la Regula cano­nicorum de Aix-la-Chapelle (816). Los sacerdotes que vivían de este modo canónico establecieron un nuevo estado de perfección, diverso del ordo monasticus. «El que vive como buen laico hace bien, mejor el que es ca­nónigo, y aún mejor el que es monje» (De vita vere apostolica III,23).

La Cartuja fue fundada en 1084 por San Bruno de Colonia (1035-1101), reafirmando el ideal de la oración continua, el solus cum Solo, para lograr la aurea soli­tudo bienaventurada con la ayuda de una total renuncia al mundo. También San Pedro Damián (1007-1072), poco antes, fue gran impulsor del eremitismo.

«Alegráos, hermanos míos –escribe San Bruno–, por vuestro feliz destino y por la liberalidad de la gracia divina para con vosotros. Alegráos, porque habéis escapado de los múltiples peligros y naufra­gios de este mundo tan agitado. Alegráos, porque ha­béis llegado a este puerto escondido, lugar de seguri­dad y de calma», al que muchos no llegan, «porque a ninguno de ellos le había sido concedida esta gracia de lo alto» (Carta de S.Bruno a sus hijos 1-3).

El Císter nace en 1098 del tronco bene­dictino, cuando el impulso de los miles de monasterios de Cluny, que habían realizado una obra grandiosa en la cristianización de Europa, sobre todo en los siglos X y XI, va perdiendo fuerza por la riqueza y el poder acumulados, y también por la complicación de las celebraciones litúrgicas. El Císter se desarrolla sobre todo durante la vida deSan Bernardo (1090-1153), en la que los monasterios pasan de ser cuatro a cerca de seiscientos.

Las Órdenes mendicantes, derivadas del viejo tronco mo­nástico, nacen a comienzos del siglo XIII y se caracterizan por su devoción a la pobreza y a la vita apostolica. Recordaré principalmente a los franciscanos, aunque también a los dominicos, fijándome especialmente en cómo los nuevos frailes no realizan la renuncia al mundo, clave para la perfección evangélica, en la clausura del marco monástico, sino más bien mediante la pobreza y el recogimiento. Viven como los monjes, pero dentro del mundo.

Todas las obras antiguas que citaré pueden hallarse en –San Francisco de Asís. Escritos, biografías, documentos (BAC 399, Madrid 1978; –I. Omaecheva­rría, Escritos de Santa Clara y documentos contem­poráneos (ib. 314,1970) y –Santo Domingo de Guzmán visto por sus contempo­ráneos (ib. 22,1966).

San Francisco de Asís (1182-1226) establece una Regla (1209) para vivirla dentro del mundo, no fuera de él, como los monjes. Él con sus nuevos hermanos «quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guar­dar en todo la perfección evangélica» (Leyenda de los tres compañeros 48;cf1 Celano 84). La Regla franciscana está, por tanto, compuesta simplemente por normas tomadas del santo Evan­gelio o de los Apóstoles. Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) comunica a sus discípulos, los dominicos, un espíritu semejante en la Orden de predicadores (1216), centrada en la oración-estudio y la predicación: «contemplata aliis tradere». Señalo las líneas principales de la espiritualidad de los mendicantes, especialmente de los franciscanos.

Amor a las criaturas. Nunca la renuncia al mundo en el cristianismo ha venido impulsada por un dualismo ontoló­gico, que ve las criaturas como de suyo malas. Podemos comprobar esto en los nuevos movimien­tos mendicantes, que realizan la renuncia al mundo en formas tan extremas, y que aman tan profundamente a las criaturas, como se refleja, por ejemplo, en el Himno al hermano Sol. San Francisco, su autor, se considera hermano de «la hermana madre tierra». Nadie, en efecto, ama al mundo con un amor tan grande como quien renuncia total­mente a él por el amor a Dios. En San Juan de la Cruz volveremos a destacar esta verdad.

Francisco «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se go­zaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: “Aquel que nos ha hecho es mucho mejor”… [Cita implícita de San Agustín, Confesiones I,4; II,6,12; III,6,10]. Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les ha­blaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas y velas, no queriendo ex­tinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Cami­naba con reverencia sobre las pie­dras, en atención a Aquél que a sí mismo se llamó Roca… Pero ¿cómo de­cirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas [1Cor 15,28], se co­municaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (2 Celano 165).

Dejar el mundo y seguir a CristoLa conversión de San Francisco es el paso de un amor desordenado al mundo a un enamoramiento de Dios, en el que se centra totalmente su corazón. «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y si­gue a Cristo». Francisco, joven rico, alegre y con muchos amigos, inicia el camino de la perfección cuando el Señor le muestra la vanidad de to­das esas cosas, y le hace ver que el camino de la perfección se inicia precisamente al ven­derlo todo, para después seguirle.

Y así sucedió que «en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestia­les, por el frecuente ejercicio de la oración, y que reputaba en nada –llevado de su amor a la patria del cielo– las cosas todas de la tierra, creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita [Mt 13,44-46]. Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba era que el negocio espiritual exige desde el principio el despre­cio del mundo, y que la mili­cia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo» (Leyenda mayor 1,4).

Francisco, viviendo todavía en el mundo y trabajando en el comercio familiar, «buscaba despreciar la gloria mundana y as­cender gradualmente a la perfección evangélica» (1,6). Y muy pronto Dios dispone su vida de tal modo que le es dado dejar totalmente el mundo para seguir totalmente al Señor. «Desembarazado ya el despreciador del mundo de la atracción de los deseos terrenos, abandona la ciu­dad», y sale al bosque, cantando al Señor (Leyenda menor 1,8). «Despreciando lo mundano, marcha hacia bienes mejores» (1 Celano 8).

Muchos compañeros le da Dios en seguida. Francisco, con la palabra y el ejemplo, anima a renunciarlo todo para seguir del todo a Cristo. Y muchos se hacen hermanos suyos, queriendo compartir este ca­mino. Bernardo es el primero que deci­de «renunciar por completo al mundo», y consulta a Francisco cómo hacerlo. Abren tres veces el Evangelio, y leen: –1º, si quieres ser per­fecto, vende todo… –2º, no toméis nada para el camino… –3º, el que quiera venirse con­migo, que cargue con su cruz y me siga… «Tal es –dijo el Santo– nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser per­fecto, vete y cumple lo que has oído» (Leyenda mayor 3,3).

El mismo camino toma el sacerdote Silvestre, que «abandonó el mundo», y siguió a Cristo (2 Celano3,5). Y muy pronto «muchísimos hombres buenos e idóneos, clé­rigos y laicos, huyendo del mundo y rompiendo vi­rilmente con el diablo, por gracia y voluntad del Al­tísimo, le siguieron devotamente en su vida e ideales» (1 Celano 56). El éxito de esta pastoral vocacional fue realmente fulgurante. En el último Capítulo de las esteras (1221) eran ya unos 5.000 frailes.

Extraños al mundo, pobres y peregrinos. Francisco es visto ya por sus contemporáneos como un «hombre celestial» (1Cor 15,48): «A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que, con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo, se esforzaba porelevarlos a todos ha­cia arriba [Col 1,1-3]» (Leyenda mayor 4,5). El mayor gozo de Francisco es la oración, que por unas ho­ras le saca de este mundo oscuro y engañoso, y lo introduce en el mundo celestial, lumi­noso y verdadero. Así, «ausente del Señor en el cuerpo [2Cor 5,6], se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los án­geles, le separaba [del Señor y del cielo] sólo el muro de la carne» (2 Celano 94)…

La pobreza evangélica es el paso primero de los frailes mendicantes en el camino de la perfección, de la perfección propia y de la ajena. En efecto,los que por amor de Cristo «nada tienen» enseñan a vivir cristianamente a «los que tienen» por vocación divina familia, trabajo, casa, posesiones. Los frailes viven una pobreza absoluta y un celibato perfecto para que los que tienen bienes de este mundo y también cónyuge y familia, posean todo lo que Dios les ha dado «como si no los tuvieran» (1Cor 7,29-31). Por eso estos frailes son para todos los laicos verdade­ros espejos evangélicos. Como hombres celestiales, en efecto, salvan el mundo exi­liándose de él por la pobreza, el recogimiento y la mortificación. Y los fieles que viven en el mundo ven a estos frailes tan metidos ya en el cielo, que no tratan con ellos si no es de las co­sas que conducen a la vida eterna.

Y siempre será la pobreza primer tramo del camino de la perfección. Aquellos frailes mendicantes, «tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a ne­garse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones» (1 Celano 41). Eran, pues, re­almente exiliados del mundo, al tiempo que eran los hermanos más próximos a todos los hombres, espe­cialmente a los más necesitados. Quería Francisco que la pobreza evangélica pusiera su huella en todo, expresando continuamente que los her­manos «no eran de este mundo». Y por eso «detestaba profundamente que hubiese muchos y exquisitos ense­res. Nada quería, en las me­sas y en las vasijas, que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrina­ción, de destierro» (2 Celano 60).

Los nuevos frailes viven una perfecta renuncia al mundo por medio de un granrecogimiento de los sentidos y de la mente. Y logran así dentro del mundo una libertad del mundo tan perfecta como la de los monjes, que en el claustro viven separados del mundo. La vida de franciscanos y dominicos, al menos en buena parte, transcurre en compañía de los hombres seculares. Pues bien, como si estuvieran vi­viendo en el más ale­jado monasterio, ellos están llamados a vivir un perfecto recogimiento en el hablar, en el oír, en el mirar. Así es como los frailes consuman la renuncia bautismal al mundo, y prolongan de un modo nuevo la renuncia monástica.

–Hablar poco. No quería Francisco que los hermanos que vivían con él «buscasen, por an­sia de novedades, el trato con los segla­res, no fuera que, abandonando la contem­plación de las cosas del cielo, vinieran, por influencia de charlatanes, a aficionarse a las cosas de aquí abajo. A nadie permitía decir palabras ociosas, ni contar las que había oído» (2 Celano 19).

Y ésa era, igualmente, la norma de Santo Domingo: los frailes predicadores, «como varones que desean su salvación y la de los demás, pórtense honesta y religiosamente como hombre evangélicos, siguiendo las huellas de su Salvador, hablando consigo y con los prójimos, con Dios o de Dios, y evitarán la familiaridad de toda compañía sospechosa» (Libro de las costumbres, dist. 2ª, 31).

–Ver poco. San Francisco enseñó a sus hermanos a librarse en absoluto de «la concupiscencia de los ojos» (1Jn 2,16), por la que el alma se dispersa y se pierde. Un día iba a pasar el emperador Otón, con su espectacular y elegante comi­tiva, por el camino en que estaba la choza de Francisco y sus compañeros; pero éste «ni salió a verlo ni permitió que saliera sino aquél que valientemente le había de anunciar lo efímero de aquella gloria». Aborrecía Francisco tanto la vana curio­sidad como la adulación a los grandes: «Él estaba investido de la autoridad apostólica, y por eso se resistía en absoluto a adular a reyes y príncipes» (1 Ce­lano 43)

–No mirar mujeres. Queriendo evitar toda tentación de mirar a una mujer con mal de­seo (cf. Mt 5,28), San Francisco, con gran humildad, y prefiriendo no tener a tener como si no se tuviera, era sumamente recogido en la mirada, especialmente hacia las mujeres, hasta el punto que pudo decir a un compa­ñero: «te confieso la ver­dad, si las mirase, no las conocería por la cara, si no es a dos» (2 Celano 112), quizá su madre y Santa Clara. Y este mismo cui­dado humilde recomendaba a los suyos que guardaran: «os doy ejemplo para que voso­tros hagáis también como yo hago» (205).

También Santo Domingo, en ese mismo tiempo, incluye en el elenco de culpas gra­ves la costumbre de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de las costumbres, dist. 1ª, 21; cf. la misma norma en las Constit. de las monjas 11, sobre mirar a los hombres). Esta gran modestia de los ojos es enseñada en la Biblia (Eclo 9,5), por los antiguos maestros cristianos y también por los modernos hasta nuestros días (p. ej., S. Ignacio, Regla 2ª de modestia, 1555; S. Pablo de la Cruz, +1775, en ctas. a dirigidos seglares; S. Antonio Mª Claret, +1870, Autobiografía n. 394-395; A. Tanquerey +1932, Compendio 776; A. Royo-Marín, Tlga. de la perfección 238).

Esta gran modestia de los religiosos en el hablar y el mirar es, sin duda, un gran ejemplo para los laicos, que en otros modos conformes a su vocación, han de guar­dar también en el mundo un prudente recogimiento de su mente y de sus senti­dos.

Negar para amarPara muchos cristianos modernos esta espiritualidad resulta incomprensible; les parece escandalosamente negativa y próxima al maniqueísmo. Pero es que ellos están tan alejados de la Cruz y de toda forma de ab-negación de sí mismos, que no entienden nada del Evangelio. Por eso se escandalizan del ejemplo de los santos. Y por eso los desfiguran muchas veces cuando escriben sus vidas, como sucede en ocasiones con las biografías de San Francisco de Asís, en las que su retrato apenas tiene nada que ver con su fisonomía real. Todas esas negaciones, obradas por tan gran recogimiento y pobreza, están motivadas por la más grande caridad, y nada hay tan positivo como el amor sobrenatural.

–por amor a Dios. La renuncia medieval al mundo está he­cha, como siempre, de santo temor a su fas­cinante peligrosidad, pero es mucho más toda­vía un enamoramiento de Dios y de su Cristo. No es otra actitud que la de San Pablo: «por amor de Cristo… todo lo sacri­fiqué, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8). Recogimiento y pobreza de criaturas son bienaventuranzas, para más agradar a Dios y más gozar de Él: «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8)

Nadie suele discutir la positividad de Francisco de Asís, que tan atractivo es para cristianos y paganos; pero casi nadie recuerda el rigor extremo de su mortificación en ayunos y penitencias, y la condición extrema de su recogimiento. «Si sobrevenían visitas de segla­res u otros quehaceres, corría de nuevo al recogi­miento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen. El mundo ya no tenía go­ces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los gro­seros placeres de los hombres» (2 Celano 94). Por eso ten­día siempre a recogerse en lugares solitarios, y el final de su vida fue en la soledad.

Por amor a «Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2). Ya vimos en este mismo blog (147) el enamoramiento de Francisco por el Crucificado. Para él «los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y por eso le bri­llaban las llagas al exterior –en la carne–, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma» (2 Celano211).

–por amor a los hombres, para procurar su salvación. La renuncia al mundo de los mendicantes medievales está he­cha, como siempre, de santo temor a su fas­cinante peligrosidad. Pero es para ellos, que aman al mundo más y mejor que to­dos, penitencia expiatoria, con-cru­cifixión con Cristo para la redención del mundo. Ejemplo imprescindible de los que no tienen en favor de los que tienen, para ayudarles a tener santamente, como si no tuvieran. Y con este espíritu, vestidos de saco, descalzos, con una cuerda por cinturón, viviendo de lismosnas, «ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente “crucificados para el mundo”» (1 Celano 39), al modo de San Pablo (Gál 6,14).

Muerte dichosa. Estos frailes que han pasado toda su vida tan muertos al mundo, tan escondidos con Cristo en Dios (Col 3,3), no habrán de sufrir mucho a la hora de la muerte, cuando el Padre les llame a dejar la vida del mundo presente. Así San Francisco, que «tuvo por deshonra vivir para el mundo, amó a los suyos en ex­tremo, y recibió a la muerte cantando… Ya nada tenía de común con el mundo… “He concluído mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra”» (2 Celano 214; cf. Gerardo de Fra­chet, Vidas de los frailes predicadores, V parte, 2: De la dichosa muerte de los frai­les).

Comentarios. No me alargo en ellos, pues son más bien tarea de los lectores. –Qué cerca están del Evangelio los monjes y religiosos medievales, y qué lejos de ellos estamos ahora. –La imagen de San Francisco creada modernamente por cristianos y paganos apenas tiene nada que ver con lo que él fue realmente. –Cuanto más han renunciado al mundo los monjes y los frailes más fuerza han tenido para evangelizar la vida de los laicos y para promover la transformación cristiana del mundo. –Y es que cuanto más se toma la Cruz de Cristo (fuga mundi en mirar, oír, hablar, no tener) más se participa en su Resurrección. –Todo esto, aunque en modos concretos muy diversos, se aplica igualmente a laicos, sacerdotes y religiosos.

Fuentes: P. José María Iraburu, (181) De Cristo o del mundo -XXIII. La Cristiandad. 4. Franciscanos y dominicos


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Detalles preciosos del milenio de la cristiandad

La cristiandad medieval.
Del Edicto constantiniano de Milán hasta la muerte de San Benito (313-557), se produce una primera cristianización del mundo greco-romano, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo paganismo –mentalidad, costumbres, instituciones–, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V. La etapa del medioevo duró un siglo.

 

centro de la cristiandad

 

Vea 8 artículos detallando una época fundamental para el catolicismo:

La Cristiandad y la Iglesia medieval

La Cristiandad, renuncia al mundo y pobreza

La Cristiandad y los Benedictinos

La Cristiandad, Franciscanos y Dominicos

La Cristiandad y los Laicos medievales

La Cristiandad y la caballería medieval

La Cristiandad, Santo Tomás y la perfección cristiana

El Final de la Cristiandad: El Renacimiento

 

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La Cristiandad y la Iglesia medieval

Publicamos una secuencia de artículos del Padre José María Iraburu sj, sobre la cristiandad, porque fue el gran milenio cristiano, que generalmente se menosprecia y lo tachan de oscurantismo. Iraburu incluye estos capítulos dedicados a la Cristiandad en su serie “De Cristo o del mundo”.

Del Edicto constantiniano de Milán hasta la muerte de San Benito (313-557), se produce una primera cristianización del mundo greco-romano, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo paganismo –mentalidad, costumbres, instituciones–, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V.

A principios del siglo VI comienza un milenio cristiano, cuyo final podría verse hacia el 1500, en torno a la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América, el comienzo de los Es­tados nacionales modernos, el Renacimiento y la crisis protestante. Es más o menos lo que suele llamarse Edad Media, en un sentido que para algunos es peyorativo: los siglos oscuros y semi bárbaros, que dejando atrás las luces de la antigüedad, no han llegado todavía a la luminosidad del Renacimiento y del Siglo de las luces. La cultura católica ve, por el contrario, ese período de la historia humana como un milenio de Cristiandad. En estos siglos, la Iglesia pierde el norte de Africa, pero extiende y profundiza la evangelización de Europa y del Asia próxima. Y muchos miles de monasterios vienen a ser el alma de la Cristiandad medieval.

Jesu­cristo es el Señor de todo (Panto-crator), pues le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Y esa verdad luminosa y potente es reconocida por la sociedad, es decir, por el mundo, como se expresa en el pór­tico de tantas catedrales. Es entonces con­vicción común que Cristo Salvador debe reinar sobre todas las cosas de la Iglesia y del mundo. Lo que no significa, por supuesto que reine plenamente de hecho sobre el mundo. El mundo, hasta la Parusía, siempre seguirá siendo mundo. Hay sin duda en estos siglos multitud de pecados personales y colectivos; pero 1.-no son tantos como los existentes en un mundo que niega a Dios y reniega de Cristo; y 2.-los pecados son tenidos como pecados, de tal modo que la sociedad no los justifica, ni menos aún los considera un derecho. Y es que está generalmente vigente el discernimiento del bien y del mal. Es un tiempo en el que ninguna doctrina, ley o costumbre puede afirmarse socialmente si va en contra de Jesucristo, el Hijo divino-humano, el Maestro, el Señor de todo.

La condición unitaria de la Cristiandad procede evidentemente del señorío de Jesucristo sobre las naciones. Y es una de las características más notables de este pe­ríodo de la historia de Occidente: unidad de religión y de lengua, unidad entre alma y cuerpo, naturaleza y gracia, orden natural y sobrenatural, profano y sagrado, Estado e Iglesia, filosofía y teología, vida temporal y vida eterna, laicos y monjes, «ora et labora», contemplación y acción.

Y la relativa paz entre los príncipes cristianos se debe igualmente a esa primacía de nuestro Señor Jesucristo. La Edad Media cristiana no tiene reyes invasores bélicos, como Alejandro Magno, Julio César, Mahoma o Gengis Kan. Ignora guerras terribles como las posteriores al nacimiento del protestan­tismo, que parte en trozos la antigua Cristiandad. Y aún está más lejos de sufrir las aterradoras mortandades, cientos de millones de muertos, de las guerras innumerables del siglo XX.

La belleza medieval es el esplendor de la Cristiandad. La Edad Media es un tiempo en que las Sumas teológicas elevan el pensamiento humano a las mayores alturas filosóficas, teológicas y espirituales. Y también alza a unas alturas increíbles, llenas de fuerza y armonía, las milagrosas Catedrales, que hoy, curiosamente, son los edificios más admirados y visitados en las ciudades modernas, a pesar de que fueron construidas hace mil años por pueblos «oscuros, pobres y semibárbaros», según estiman hoy algunos.

La belleza indecible de Cristo, aunque en forma mínima, se expresa en el mundo y causa la armonía del arte, a un tiempo grandioso en la arquitectura, extremadamente refinado en las demás artes, orfebrería, escultura, pintura, literatura, y muy especialmente en la música grego­riana.

Es un milenio en el que se reducen mucho los grandes ma­les del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concubinato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos sangrientos y degradantes. Por primera vez en la historia de los pueblos, desaparece progresivamente la esclavitud, que sólo reaparecerá tímida­mente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza alguna en los tiempos de la Ilustración, cuando los Reinos cristianos tienen ministros masónicos. Cuatro quintos, por ejemplo, del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y medio, entre 1700 y mediados del siglo XIX (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2003, 3ª ed., 416-429). Evidentemente, en el milenio de la Cristiandad sigue habiendo males, y muchos, pero generalmente en la sociedad el bien tiene más prestigio que el mal. Y el bien se ve favorecido, mientras que el mal encuentra resistencias generales o, al menos, no es positivamente fomentado.

Europa llegó a ser una Cristiandad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Este principio tomista, que es netamente bíblico, viene a ser en la Cristiandad medieval una convicción generalizada en todos los campos: arte o ciencia, filosofía, leyes o política. No siempre, claro está, obran los hombres según la gracia divina, pero sí se da una convicción común de que cuanto mayor sea el influjo del Evangelio, es decir, de la fe, todas las realidades del mundo visible se verán acrecentadas en verdad y belleza, en paz, justicia y prosperidad. Por eso, a pesar de todas sus miserias, en esta época Europa puede llamarse Cristiandad: por la universal primacía del principio cristiano. Pueden ustedes comprobarlo en la magnífica obra del P. Alfredo Sáenz, S. J., La Cristiandad. Una realidad histórica (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 219 pgs.)

La Cristiandad medieval es un mundo joven y creativo. A medida que es conocido en su genuina realidad, causa una particular fascinación y sorpresa. Se halla entonces normalmente en los pueblos cristianos, por una parte, un ímpetu juvenil, no siempre moderado, lleno de audaz creatividad; y por otra parte, un sentido tradicional, que asegura a los distintos desarrollos una construcción ordenada y armoniosa. Confluyen, pues, en ella, de un modo poco frecuente en la historia, tendencias de un utopismo entusiasta, que rebrota una y otra vez en formas populares, a veces desaforadas, y otras fuerzas ordenadas, llenas de sereno equilibrio, las propias de las Sumas y de las catedrales (N. Cohn, En pos del milenio; re­volucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Barral, Barcelona 1973).

El idealismo de la caballería cristiana es, por ejemplo, una muestra del ímpetu entusiasta medieval, y sus ideales no afectan solamente a los caballeros nobles, sino también al pue­blo, como se comprueba por el éxito popular de los libros de caballería. El pueblo no se inspira, como lo hace hoy, en modelos muchas veces degradantes –ciertas estrellas del cine, de la música popular, de la televisión–, sino en el heroísmo de famosos caballeros cristianos.

Por otra parte, todavía no se han formado las nacionalidades, cerradas en sí mismas, ni se han alzado aún los monarcas absolutos, ni los ministros poderosísimos, uniformizadores de la vida social. De hecho, en la Edad Media, los príncipes cristianos no pueden nada sin los nobles, ni éstos sin el consentimiento de sus vasallos. Y es que todavía tiene gran vigencia el principio de subsidiariedad, el tejido social orgánico, los grupos naturales intermedios, la familia y el gremio, el municipio y la región. Y todavía cuentan mucho las relaciones personales, la costumbre, el compromiso verbal, los impuestos pactados, lo mismo que el vínculo que une al vasallo con el señor local.

La Edad Media da forma sensible a todas las realidades espirituales. Éste es otro rasgo muy característico. Por eso el mundo medieval resulta colorido, variado y elocuente, porque produce siempre formas expresivas, comunitariamente entendidas, de todo un conjunto de valores espirituales de inspiración cristiana. Y aunque hay un fondo común entre todos los pueblos de la Cristiandad, hay en cada región, configuradas en formas tradicionales, distintas costumbres e instituciones, gremios, precedencias y ceremonias, órdenes y estados, fiestas, juegos y danzas, liturgias, torres del homenaje y juramentos, torneos y concursos, variedad de vestidos y de formas, colores significativos, estandartes, escudos y emblemas, saludos y formas de cortesía, bodas y funerales, torres desmochadas o puertas tapiadas, adornos, mu­chos adornos en objetos y armas, herramientas y edificios, etc. El milenio cristiano forma, pues, un mundo elocuente, en el que las cosas y actividades, el bien y el mal, el premio y el castigo, hablan al pueblo de un modo inteligible y con muchas voces coincidentes. Dentro de unas coordenadas culturales tan claras, son muy raras las enfermedades psíquicas: depresiones, neurosis, adicciones, suicidios.

La Edad Media es una época acentuadamente estética, y es la inspiración del arte medieval, creativa y diversa, heterogénea y sorprendente, la que conduce hacia las maravillas del Renacimiento. Sólo más tarde, en los tiempos modernos del neo clasicismo, es cuando se en durecen los cánones estéticos, según las normas del arte clásico grecorromano. Y será entonces cuando venga a considerarse bárbaro el arte de las catedrales medievales románicas o góticas, que a veces son derruídas o sustituídas por «correctos» diseños neoclásicos, es decir, por imitaciones serviles –no geniales, como en el Renacimiento– del arte antiguo. Y es que la uniformidad de los modernos no entiende ni valora las variaciones del arte medieval.

La Edad Media es una época muy especialmente falsificada en la consi­deración general moderna, comenzando por su nombre. El milenio de Cristiandad en su totalidad, por su teocentrismo y, más aún, por su abierta confesionalidad cristiana, es despreciado por el Occidente apóstata. El signo más decisivo de la modernidad, precisamente, es la construcción de un mundo no fundamentado en Dios, y menos aún en Cristo, sino en el hombre; todo lo cual impugna directamente el régimen de Cristiandad. La opción moderna, por tanto, exige que el milenio cristiano sea ignorado, o mejor aún, caricaturizado y falseado. Y esto se comprende perfectamente. Lo que no se comprende tan bien es que los mismos cristianos se hagan cómplices de ese intento, como hoy sucede tantas veces en creyentes verdaderamente fieles. Pero, en fin, obras como la de Régine Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?, o la clásica de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, con tantas otras, ayudan a recuperar la verdad del milenio cristiano. Y en la exploración histórica que estamos haciendo de los caminos de perfección evangélica en el mundo no será ésta, ciertamente, una tarea superflua.

Fuentes: P. José María Iraburu, (178) De Cristo o del mundo -XX. La Cristiandad. 1. La Iglesia medieval


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La Cristiandad, renuncia al mundo y pobreza

El vínculo entre la renuncia al mundo y la perfección evangélica –tan ignorado hoy entre los cristianos, y tantas veces negado–, está expresado en el mismo rito del bautismo, ya en sus formulaciones más antiguas. Y es una convicción de fe generalizada durante el milenio de Cristiandad. Aquellas palabras de Cristo, «si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,21), están entonces muy vivas en la conciencia del pueblo cristiano. Y aunque el mundo medieval, al menos en comparación con los siglos precedentes, es ya un mundo en buena medida cristianizado, sin embargo, siguen los cristianos estimando que el abandono del mundo facilita en gran medida la perfección cristiana. Eso explica que son muchos los cristianos que dejan el mundo para seguir más libre­mente a Cristo. Van formándose miles y miles de monasterios por toda Europa. Y muchos otros cristianos laicos, a su modo, también dejan el mundo, procurando «no conformarse a este siglo» (Rm 12,2), y ayudándose para ello en hermandades y órdenes terceras. Y también dejan el mundo, aunque sea temporalmente, por me­dio de peregrinaciones o cumpliendo un voto de Cruzada.

Los maestros medievales de la espiritualidad, al enseñar los caminos de la perfección cristiana, hablan con frecuencia del contemptus mundi (menosprecio del mundo), de la fuga mundi, en el sentido que veremos, hoy tan ignorado, incomprendido y rechazado.

San Pedro Damián (1007-1072) escribe el Apolo­geticum de contemptu mundi y la carta De fuga mundi gloria et sæculi despectione. San Anselmo (1033-1109) es autor de la Ex­hortatio ad contemptum temporalium et desiderium æternorum, así como del Carmen de contemptu mundi. Muy importante es la obra de Hugo de San Victor (+1141) De vanitate mundi et rerum transeuntium usu. San Bernardo de Claraval (1091-1153) exhorta a liberarse de la cautividad del mundo en numerosas predicaciones y cartas, y concretamente en el sermón De conversione ad clericos, para bus­car más fácilmente la perfec­ción, libres de impedimentos. Inocencio III (+1216), en los años en que na­cen las Ordenes mendicantes, trata del mismo tema en De miseria humanæ conditionis.

La bondad de la creación y la pobreza evangélica, en la espiritualidad medieval, son dos hermanas que caminan de la mano. Recordemos, por ejemplo, a San Francisco de Asís. Sujeto ya el mundo en buena parte a Cristo, la Edad Media capta en la fe la bondad del mundo creado con una lucidez renovada. Cuando Santo Tomás de Aquino afirma, por ejemplo, que «lo más natural al hom­bre es amar el bien» (STh II-II, 34,5) o de­fiende la capacidad que la razón tiene para conocer la verdad, lo hace con un tono se­reno, medieval, que no hallamos igualmente en el Crisóstomo o en Agustín.

Pues bien, la renuncia medieval al mundo es la pobreza evangélica aconsejada por Cristo. La fuga mundi, sobre todo en los siglos XI, XII y XIII, sigue siendo un aparta­miento del mundo-pecador; pero es también, una renuncia al mundo-criatura para más libremente amar al Creador. Esto significa que se considera la pobreza evangélica como la puerta que abre al camino de toda perfección. Y en esa dirección avanzan tanto los muy numerosos movimientos laicales de la época, como las nuevas Ordenes religiosas: Camáldula (1012), Cartuja (1084), Císter (1098), Fran­ciscanos (1209), Domini­cos (1216). .

La teología de la pobreza llega a su plena madurez en el siglo XIII, con las controversias ocasionadas por el nacimiento de las Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. En efecto,la vida religiosa mendicante e itinerante, como forma de vida de perfec­ción, tan diferente de la vida monástica, es­table y quieta, separada del mundo y apo­yada en propiedades de tierras, suscita im­pugnaciones muy duras, semejantes a las surgidas cuando nace el monacato pri­mitivo. Algunos clé­rigos protestan al ver que las ciudades se van llenando de nuevos religiosos, muy bien aco­gidos por el pueblo, que tienen cura animarum y más aún licentia docendi.

La posición adversa de los clérigos seculares vendrá defen­dida por hombres como Guillermo del Santo Amor (+1272) y Gerardo de Abbeville (+1272). Mientras que la legi­timidad de la vida pobre, incluso mendicante, estará sostenida por San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Bue­naventura y otros autores presti­giosos, como Tomás de York y Juan Pecham. Son muy valiosos sobre el tema los escritos de San Buenaventura De perfectione evangelica y la Apologia pauperum, escrito éste contra Gerardo de Abbeville (BAC, Madrid 1949).

Un texto admirable de Santo Tomás sintetiza la doctrina cristiana sobre la pobreza. En él se recoge de modo perfecto la enseñanza de la tradición patrística:

«El estado religioso es un ejercicio y aprendizaje para alcanzar la perfección de la caridad. Para llegar a ella es necesario destruir totalmente el apego a las cosas del mundo», según enseñan, entre otros, el Crisóstomo y Agus­tín. En efecto, «de la posesión de las cosas mundanas nace el apego [desordenado] del alma a ellas; pues los bienes de la tierra se aman más cuando se poseen que cuando se desean… Por eso la pobreza voluntaria es el primer fun­damento para adquirir la perfección de la caridad, de modo que se viva sin poseer nada, según dice el Señor: “Si quieres ser per­fecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme”… En cambio, la posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la cari­dad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen. Es lo que se lee en San Mateo: “los cuida­dos del siglo y la seducción de las riquezas ahogan la pala­bra de Dios”. Así pues, es difícil conser­var la caridad en medio de las riquezas; por eso dijo el Señor “qué di­fícilmente entrará el rico en el reino de los cielos”. Y estas palabras, ciertamente, han de entenderse de aquel que simplemente posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es impo­sible, cuando añade: “más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos”» (STh II-II, 186,3 in c y ad 4m).

El aprecio cristiano medieval por la vida monástica y religiosa es máximo. Los predicadores popula­res, sobre todo en los siglos XI-XIII, lla­man con energía a dejar el mundo o a tenerlo como si no se tuviera (1Cor 7,31). Así, renunciando al mundo en efecto o al menos en afecto, todos los cristianos, religiosos o laicos, podrán seguir a Cristo plenamente y llegar a la santidad. Este espíritu evangélico hace que durante el milenio de Cristiandad prácticamente todas las familias cristianas tienen una parte de sus miembros en monasterios o en conventos.

Recordemos aquí que en la Cristiandad medieval tanto la sociedad civil como la eclesial se entienden como un conjunto orgánico y unitario. La sociedad se compone de órde­nes, y la Iglesia, de estados de vida más o menos perfectos (Santo Tomás, STh II-II, 183-189). Según esto, no sólo es lícito, sino altamente meri­torio, animar a un laico a que ingrese en la vida religiosa, o en ciertos casos a un religioso para que pase a otra Orden cuya vida es más perfecta (189,8-9). Esta visión es general en el pueblo cristiano, como podemos apreciar con algunos ejemplos.

La familia de Teodoro Studita, en Constantinopla. Su padre, Fotinos, es funcionario del Tesoro imperial, y su madre, Teoctista, hermana del abad Platón. Por influjo de éste, en 781 toda la familia ingresa en el mona­cato: Teoctista y su hija en un monasterio de la capital; Fotino y sus hijos, Teodoro, José y Eutimio, en el monasterio de Sakudion. Teodoro será más tarde abad de Studios y famoso escritor. Casos como el de esta fa­milia, por supuesto, aunque son excepcionales, se producen con relativa frecuencia. Es también el caso de los santos hermanos Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina. Y cuando en el siglo X los monasterios benedictinos cluniacenses crean un estado de vida más perfecto que el de otros de la época, el papa Juan XI, en una Bula de 931 –cuando todavía en la Iglesia era costumbre designar las cosas por sus nombres–, escribe a Odón, abad de Cluny:

«Puesto que, como es sabido [¡!], casi to­dos los monaste­rios han abandonado su Propósito [es decir, su Re­gla], concedemos que si algún monje proce­dente de cualquier monasterio quiere pasar a vuestra comuni­dad con el único deseo de mejorar su vida… que po­dáis vos acogerlo, mientras no se enmiende la vida de su monasterio». El Papa, por tanto, hablando y actuando con una gran claridad, autoriza el paso de lo menos perfecto a lo más perfecto. Con el favor de Dios, he de tratar en su momento de la reforma cluniacense.

Las vocaciones monásticas y religiosas son innumerables en la Edad Media. Y ellas, con la Jerarquía apostólica, vienen a ser el fundamento y modelo de la vida cristiana. La gran valoración de la renuncia al mundo y de la pobreza evangélica, suscitada habitualmente por la predicación, hacen que en esta época sean innumerables los que, dejando el mundo, siguen a Cristo, bien sea en la vida monástica o en las nuevas ór­denes religiosas. Para los católicos de hoy ésa situación de Iglesia, que es sana y normal, resulta prácticamente inimaginable, y para algunos incluso inadmisible. Por eso me permito insistir en la magnitud de su realidad histórica con algunos ejemplos.

La Orden Benedictina es un árbol de una frondosidad impresionante, plantado por San Benito en el monasterio de Montecassino (529). Thomas E. Woods Jr., en su libro Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental (Ciudadela, Madrid 2007, 276 pgs.), muestra la fecundidad espiritual, social y cultural de la Orden de San Benito en toda Europa.

«En los inicios del siglo XIV la congregación había proporcionado a la Iglesia 24 papas, 200 cardenales, 7.000 arzobispos, 15.000 obispos y 1.500 santos canonizados. La orden benedictina llegó a tener en su mayor momento de gloria 37.000 monasterios. Sin embargo, las estadísticas no se limitan a señalar su influencia en el seno de la Iglesia; tal era la exaltación que el ideal monástico producía en la sociedad que en torno al siglo XIV más de veinte emperadores, diez emperatrices, cuarenta y siete reyes y cincuenta reinas ya se habían adherido a ella. Muchos de entre los más poderosos de Europa llegaron así a cultivar la vida humilde y la disciplina espiritual que la Orden propugnaba. Aun los diversos grupos bárbaros se sintieron atraídos por la vida monástica. Y personajes tan destacados como Carlomagno de los francos y Rochis de los lombardos adoptaron finalmente este estilo de vida» (pg. 50).

La Orden Cisterciense tuvo también un desarrollo fulgurante. A la muerte de San Bernardo (1090-1153), el recién nacido Císter (1098) contaba con 343 monasterios, 168 de los cuales pertenecían a la línea de Claraval, y de ellos 68 fundados por el mismo Bernardo.

San Bernardo hace propaganda arrolladora de la vo­cación mo­nástica, y concretamente cisterciense. Ya a los veintiún años forma en su casa paterna de Chatillon una comunidad de más de treinta jó­venes, entre familiares y amigos, varios de ellos ca­sados, y no pocos pertenecientes a las primeras fami­lias de Borgoña. En 1115, des­pués de una predicación en Chalons, una multitud de nobles y eruditos, clérigos y laicos, le acompañan en su regreso a Clairvaux. En 1119, bajo su estímulo, el príncipe Amadeus, sobrino del empera­dor alemán Enrique V, con dieciséis amigos, ingresa en el monasterio cisterciense de Bonnevaux (Ailbe J. Luddy, San Bernardo, RIALP, Madrid 1963, pgs. 48, 59 y 108).

La Orden Franciscana experimentó de modo semejante una expansión enorme. San Francisco de Asís (1182-1226) la inició con siete compañeros, y a los diez o doce años, en el Capítulo general de las esteras (1219?), reúne ¡más de cinco mil frailes! (Florecillas 18;Leyenda mayor 4,10; Espejo de perfección 68).

No es demasiado sorprendente, si recordamos los temas de predicación que predominan en Francisco de Asís. La Leyenda mayor dice que cuando inició su apostolado, comenzó a predi­car «acerca del reino de Dios, del despre­cio del mundo, de la abnegación de la pro­pia voluntad y de la mortificación del cuerpo» (3,7; cf1 Celano 29). Muestra Francisco a los hombres de su tiempo el esplendor del Reino de Cristo en todo su atractivo, denuncia abiertamente la vanidad y el pecado del mundo en todo su horror, y señala el camino de la santidad, encareciendo la necesidad de la abnegación propia y de la mortificación. Y ciertamente es el Espíritu Santo quien, causando en Francisco por la gracia su predicación y su ejemplo, suscita por su medio innumerables vocaciones. Perfectamente normal y previsible.

La Iglesia medieval venera la vocación monástica y religiosa, y así crece en todo el pueblo cristiano como un árbol frondoso, porque mantiene siempre viva la palabra de Cristo: «si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme». Y también la de San Pablo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3,1-2). Nunca el pueblo cristiano ha desfallecido tanto como cuando ha casi ignorado esas palabras: es la situación actual. Y nunca ha manifestado la Iglesia tanta fuerza para configurar efectivamente el mundo secular como cuando ha predicado y vivido esas palabras de vida. Lo comprobaremos en seguida.

Fuentes: P. José María Iraburu, (179) De Cristo o del mundo -XXI. La Cristiandad. 2. Renuncia al mundo y pobreza


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La Cristiandad y los Benedictinos

San Benito de Nursia es el padre de Europa. Muchas personas e instituciones colaboraron en la formación de la Europa cristiana, pero nadie tanto como San Benito y los miles de monasterios que de él se derivaron. Con toda razón, pues, Pablo VI lo proclamó patrono de Europa (cta. apost.Pacis nuntius 24-X-1964), y también Benedicto XVI reconoció la razón profunda de ese título en una audiencia general (9-IV-2008).

Conocemos bien la vida de San Benito (480-547) por la obra Los Diálogos, escrita por el benedictino San Gregorio Magno (540-604), el primer monje que llegó a ser Papa. Nace Benito en Nursia después de la invasión de los bárbaros y de la ruina del Imperio romano. En este tiempo, en los siglos V y VI, el mundo occidental se ve profundamente alterado, y son frecuentes las guerras, saqueos y devastaciones. La Providencia divina, en este marco oscuro y doloroso, suscita a San Benito y a la Orden benedictina, que, como dice Benedicto XVI,

«cambió con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano, una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que nosotros llamamos “Europa”» (aud. cit.).

A los veinticinco años, abandona Benito sus estudios en Roma y se retira a la soledad, para distanciarse de la vida degradante de sus compañeros, queriendo solamente agradar a Dios (soli Deo placere desiderans, II Diálogo, prólogo 1). Permanece tres años en soledad, como ermitaño en una gruta de Subiaco. Más tarde, cuando se acercan a él discípulos, funda con ellos en esa región doce monasterios. Y en 529 parte a Montecasino, donde establece el monasterio que será centro de toda la Orden benedictina, difundida a lo largo de los siglos por toda Europa.

La Regla de San Benito organiza el monasterio como «una escuela del servicio del Señor» (Pról.45), en la que «nada debe anteponerse a la Obra de Dios [Opus Dei]», es decir, la Liturgia de las Horas (43,3). La oración, con la lectio divina, es el corazón de la vida monástica, y ha de unirse armoniosamente a los trabajos manuales (47-48): ora et labora. Si la humanidad se perdió por la desobediencia, será el camino de la obediencia el que lleve a la perfecta humildad, en la que se encuentra la puerta abierta a todas las gracias de Dios (5-7). La Regula sancta de San Benito, elaborada a partir de su personal experiencia eremítica y cenobítica, y ordenando antiguas tradiciones de la vida monástica, difiere no poco de las heroicas prácticas de la Tebaida, y se caracteriza por su moderación humilde y realista. Termina con estas palabras:

«Tú, quien quiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a las más altas cumbres de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén» (73,8).

Son los hijos de San Benitos los principales constructores de Europa. El Papa León III corona como Imperator romanorum en el año 800 a Carlomagno, muy vinculado a Roma y a Montecasino. Por estos años la Regla benedictina rige ya casi todos los innumerables monasterios de Europa. Es en este tiempo, en el renacimiento carolingio, cuando llega Europa a una relativa madurez en su unidad religiosa y política, cultural y social. La Providencia divina dispone que la Iglesia reconstruya Europa, logrando, sobre el fundamento de la fe católica, una síntesis duradera de elementos romanos, griegos y germánicos. Y los monasterios benedictinos tienen en todo este proceso histórico el influjo más importante. Carlomagno entiende que su imperio ha de alcanzar y mantener su unidad en una cultura cristiana común a muchos pueblos diversos, y encomienda especialmente esta empresa a los benedictinos. Monjes como Alcuino, fundando la Escuela Palatina (781), ponen las bases de las futuras escuelas y universidades europeas. Consciente de ello, Alcuuino lo expresa así en una carta a Carlomagno:

«Si son muchos los que se contagian de vuestros propósitos, crearemos en Francia [y en todo el Sacro Imperio romano germánico] una nueva Atenas, una Atenas más grande que la antigua, pues ennoblecida por las enseñanzas de Cristo, la nuestra excederá en sabiduría a la Academia. No teniendo ellos más disciplinas que las de su maestro Platón, bien que inspirados por las siete artes liberales, su esplendor fue radiante. Pero el nuestro recibirá además la séptupla plenitud del Espíritu Santo e irradiará toda la dignidad de la sabiduría secular» (Th. E. Woods, jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid 2007, 39-40).

Toda la ciencia –filosófica y teológica, literaria y musical, agrícola y artística, técnica y arquitectónica– se concentra prácticamente en los monjes o al menos se desarrolla bajo su guía y ejemplo. La cultura religiosa y civil se irradia principalmente de los monasterios al mundo de los laicos. Las personalidades más notables de la época cristalizan casi siempre en el marco de la vida monástica. Pondré dos ejemplos que serían prácticamente imposibles en el mundo civil de la época.

El monje Gerberto de Aurillac (945-1003), uno de los hombres más sabios de su tiempo en todos los campos, también en las matemáticas, fue rector en la década de 970 de la Escuela episcopal de Reims y en los últimos años de su vida fue Papa, con el nombre de Silvestre II. El rey-emperador germano Otón III le escribe humildemente en el 997: «Soy ignorante y mi educación es muy escasa. Venid a ayudarme. Corregid lo que he hecho mal y aconsejadme sobre el buen gobierno del Imperio. Libradme de mi zafiedad sajona» (Id., ib. 43).

La monja Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), abadesa benedictina, mística, escritora, médica y compositora de música, puede también ser considerada como un ejemplo que nos muestra cómo entre las mujeres de su tiempo las más cultivadas en todos los campos del saber eran precisamente las monjas. Y cómo de ellas irradiaba hacia las demás mujeres del pueblo cristiano la religiosidad, la cultura, la música, los oficios y las artes. Es un tiempo en el que frecuentemente los nobles dejaban sus hijos y sus hijas por unos años en los monasterios para que en ellos fueran educados integralmente.

La clave de la construcción de la Europa medieval está en el ora et labora de San Benito.

Ora. Miles de monasterios masculinos y femeninos son el alma orante de los pueblos de Europa. En torno a ellos se congregan normalmente muchas familias de colonos, «populus abbatiæ», que asociándose como laicos a la vida de los monjes, la difunden también por las aldeas y poblaciones. De este modo, la vida orante y laboriosa de los monjes es la Escuela medieval más importante en la formación de los fieles cristianos, que aprenden a vivir y a trabajar en este mundo (medio) con el corazón siempre levantado a Dios y a los bienes celestiales eternos (fin). La noble y sagrada arquitectura de las iglesias monásticas, la grandeza de su liturgia y del canto gregoriano, el ejemplo de oración y de trabajo que los mismos monjes dan con sus vidas, son para el pueblo cristiano una catequesis permanente.

El mundo de los monjes eleva al mundo medieval de los laicos, diciéndole continuamente de palabra y de obra: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1Cor 10,31). «Ut in omnibus glorificetur Deus» (Regla 57,9). «Puesto que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él» (Col 3,1-4).

Et labora. Muchas regiones de Europa recibieron de los monasterios su alma laboriosa, porque fueron los monjes quienes, con ímprobos trabajos y nuevas técnicas, llevaron la iniciativa en la transformación de inmensas extensiones de tierras selváticas o pantanosas en terrenos idóneos para la agricultura y la ganadería. Durante muchos siglos los monjes fueron la vanguardia de la agricultura europea. Y lo que todavía es más importante: con su ejemplo devolvieron al trabajo manual su inmensa dignidad originaria, la que procede del mismo Dios creador –«dominad la tierra» (Gén 1)­–, una dignidad antes en buena parte olvidada por la cultura caballeresca medieval.

El trabajo de los monjes marca la historia de casi todos los oficios y trabajos seculares de la Europa medieval. Los monasterios son verdaderas Escuelas agrícolas en el cultivo de los campos, la cría del ganado, la apicultura, los regadíos, el cuidado de las viñas. Los monjes estuvieron siempre en primera línea en la crianza de vinos y licores, en la elaboración de la cerveza, del whisky, en el descubrimiento del champán. Progresos industriales, que la Antigüedad había desconocido, se dieron especialmente en el mundo monástico. Los monjes estuvieron en la vanguardia de la extracción y la elaboración de la sal, del plomo y de otros minerales, del yeso, del mármol, del vidrio, de herramientas y cuchillería, de los trabajos de forja y de orfebrería. Fueron también los monjes buenos relojeros. El primer reloj que se conoce fue construido por el ya citado Gerberto de Aurillac, futuro Papa Silvestre II, en el año 996, para la ciudad de Magdeburgo.

Los monasterios perfeccionan notablemente el aprovechamiento técnico de la fuerza hidráulica. Gracias precisamente a la energía hidráulica, en el siglo XII era normal que el monasterio, realizando el ideal de San Benito, lograra una casi total autonomía de subsistencia. Además de los trabajos agropecuarios realizados en los campos, dentro del monasterio la fuerza de un arroyo mueve un molino, que tritura el grano, sube y baja palas y morteros, con los que se preparan tejidos, fieltros y cueros, ayuda en la forja de minerales, lava la ropa, limpia los utensilios de cocina y de labranza, llena las cubas en las que se producen las bebidas, y arrastra lejos los excrementos y residuos, dejando finalmente impoluto el monasterio. Todos estos progresos técnicos se difundían en miles de monasterios y eran utilizados cada vez más por los agricultores y artesanos populares.

El influjo de los monasterios en la configuración religiosa y cultural de Europa desborda completamente las posibilidades expositivas de un artículo. Fue la Iglesia, y especialmente su vanguardia monástica, la que organizó y creó en Europa escuelas y universidades, la que formó grandes bibliotecas y constituyó en losescritorios monásticos las grandes editoriales medievales. En ellos se cuidó la edición de la Biblia, de los Padres, de los libros litúrgicos, teológicos y espirituales. Pero también en ellos se recuperó el gran corpus literario del mundo antiguo griego y romano, que de otro modo se hubiera perdido completamente. La Iglesia, en monasterios, en escuelas y universidades, grabó en el corazón de la civilización occidental el amor a la palabra escrita, es decir, a las elaboraciones del espíritu.

La pedagogía, le medicina, la química, el estudio de las lenguas antiguas y nuevas, los estilos diversos de la escritura manual, la fijación de las notaciones musicales, la pintura, la arquitectura, la orfebrería, el canto gregoriano, todas las artes y oficios, toda la historia de la filosofía, la teología y la literatura, fue elaborada en la Edad Media por la Iglesia y por su vanguardia monástica. Las mismas Reglas de los monjes, a un tiempo monárquicas y democráticas, fueron modelo para la organización de Reinos, municipios y ciudades.

La Iglesia medieval unió siempre la evangelización y la civilización. Lo que habían hecho, por ejemplo, Hilario de Poitiers (+367) y Martín de Tours (+397) en las Galias, Patricio (+461) en Irlanda, Casiodoro (+580) en Italia, lo llevaron adelante Agustín (+604) en Inglaterra, Isidoro de Sevilla (+636) en Hispania, Bonifacio (+754) en Germania, Alcuino (+804) en el imperio de Carlomagno, y algo semejante sucedió en el oriente de la Iglesia con los santos hermanos Cirilo (827-869) y Metodio (815-885), evangelizadores y civilizadores de los pueblos eslavos. Todas las naciones iluminadas por la luz del Evangelio, no solamente recibieron nuevos y sobrenaturales impulsos hacia los bienes transcendentes de la otra vida, sino que experimentaron también formidables desarrollos sociales y económicos, estéticos y culturales, que dieron forma a sus identidades históricas hasta el día de hoy.

Los males que hoy sufre el Occidente apóstata son mayores que los que siguieron a la caída del Imperio romano. Y solamente la Iglesia, Cristo, puede salvar el mundo de nuestro tiempo. Ésta es la enseñanza firme de la historia de Europa, siendo por cierto este continente el que más influjo ha tenido en la configuración de todo el resto de la humanidad. Y es también la enseñanza de Benedicto XVI en la alocución citada:

«Hoy Europa, que acaba de salir de un siglo profundamente herido por dos guerras mundiales y por el derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado como trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de la propia identidad. Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual, que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa».

Fuentes: P. José María Iraburu, (180) De Cristo o del mundo -XXII. La Cristiandad. 3. Benedictinos


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La Cristiandad y los Laicos medievales

Religiosos y laicos medievales. Hemos explorado la espiritualidad de los religiosos en la Edad Media –benedictinos, franciscanos y dominicos–, poniendo como siempre especial atención a su relación con el mundo secular. En esta misma perspectiva estudio ahora la espiritualidad de los laicos medievales, en los que hay igualmente una clara conciencia de que la gracia de Cristo ha de hacer hombres realmente nuevos, vencedores del mundo, del demonio y de la carne, y por tanto distintos de los hombres viejos, no sólo en su vida personal, sino también en su vida comunitaria y social. Los movimientos laicales siguen, pues, las enseñanzas de la Biblia y de la Tradición católica. Y por eso mismo guardan en su espiritualidad una sana homogeneidad substancial con la de los religiosos, de tal modo que sus diferencias son accidentales y afectan sólo a los modos.

Los santos fundadores establecieron sus Órdenes religiosas no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano. Esta segunda finalidad es muy clara, por ejemplo, en San Francisco de Asís, que solía decir: «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los herma­nos la provisión necesaria». Si los hermanos cum­plen con su deber, el mundo cumplirá con el suyo (2 Celano 70; cfConsid. sobre las lla­gas II). Francisco y sus frailes son ejemplo para todos los cristianos, pues su Regla es simplemente el Evangelio. «Ésta es la vida del Evangelio», dice en el prólogo de su Regla, «ésta es la regla y vida de los hermanos… seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». El ejemplo que los frailes dan de pobreza y caridad, de oración y penitencia, de libertad del mundo y de alegría, es válido para todo el pueblo cris­tiano, que encuentra en Francisco «enseñanzas claras de doctrina salvífica, y espléndidos ejemplos de obras de santidad» (1 Celano 90).

Por eso «mucha gente del pueblo, no­bles y plebeyos, clérigos y laicos, tocados de divina inspiración, se llegan a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio… Asícontribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo… A todos da él una norma de vida y señala con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1 Celano 37).

Santa Clara de Asís, igualmente, entiende que la luz de su vida y la de sus hermanas ha sido encen­dida por Dios para iluminar a todos los cristianos que viven en el mundo. Sabe, pues, que los laicos deben imitarles, de modo que, «teniendo las cosas de este mundo como si no las tuvieran», ellos también lle­guen a la perfección evangélica, igual que los que ya no tie­nen, porque lo han «dejado todo».

Y así escribe: «¡Con cuánto esmero y empeño de cuerpo y alma debemos guardar los mandamientos del Dios y Padre nuestro, a fin de que, ayudando el Señor, le devolvamos multiplicado el talento reci­bido! Pues el mismo Señor nos ha puesto como mo­delo para los demás, como un ejemplo y espejo; y no sólo ante los del mundo, sino también ante nuestras hermanas, llamadas por el Señor a nuestra misma vo­cación, para que tam­bién ellas sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor a gran­des cosas,… si vivimos según esta norma de nuestra vocación, les dejaremos a ellos un noble ejemplo, y no­sotras ganaremos con un tra­bajo cortísimo el precio de la vida eterna» (Testamento 3).

En torno al 1200 hay en los laicos una gran efervescencia evangélica. Durante la baja Edad Media va pasando el centro de la vida social del campo a la ciudad. En los siglos XII y XIII se consolidan los municipios burgueses, y comienzan a alzarse ca­tedrales y universidades.Pues bien, partiendo del pontificado reformista de San Gregorio VII (1073-1085), concretamente entre los concilios III y IV de Letrán (1179-1215), se pro­duce una gran crecimiento idealista de muchos movimientos laicales. Todos pretenden la perfección en el mundo por el camino de la pobreza y de la penitencia: órdenes terceras, órdenes militares, beguinas, devotio moderna, Hermanos de la vida común, oblatos, penitentes…

La idea prima­ria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre la misma: todo el pueblo cristiano está lla­mado a la perfección evangélica, y ésta exige «dejarlo todo y seguir a Cristo»según las normas del santo Evangelio e imitando así la vita apostolica de las prime­ras comunidades cristia­nas. Las palabras claves son por entonces «vivir según el Evangelio», «vivir en po­breza», seguir «vida de penitencia», etc..

Los Canónigos regulares de los siglos XI-XII dan lugar a asociaciones de laicos, que F. Petit describe así:

«El movimiento de los ca­nónigos coincide con el movimiento apostólico que lleva a los laicos, hombres y mujeres de toda condi­ción, a agruparse en torno a los sacerdotes como la multitud de los creyentes lo hizo en torno de los Apóstoles en Jerusalén. Bernold de Constance des­cribe este fenómeno que marca curiosamente el siglo XII: “En esta época [hacia 1091] en el Imperio de Alemania, la vida común se desarrollaba en muchos lugares, no sólo entre los clérigos y los monjes vi­viendo fervorosamente, sino entre los laicos que se ofrecían con sus bienes, con gran entrega, para llevar esta vida común. Aunque no llevaban el hábito de clérigos ni de monjes, no les quedaban atrás en nada de lo que se refiere a la santidad… Renunciaban al siglo y se donaban con todas sus posesiones a los monasterios de monjes y de canónigos más religio­sos, con gran devoción, para vivir en común bajo su obediencia y servirles. Pero la envidia del demonio sus­citó malquerencia contra la ma­nera de vivir de estos hermanos, manera tan digna de elogio, pues sólo buscaban vivir en común a la manera de la primitiva Iglesia”. El papa Urbano II (1088-1099) escribió sobre el tema: “Hemos sabido que personas se unen a la costumbre de vuestros monasterios, y que aceptáis laicos que renuncian al siglo y se entregan a vo­sotros para llevar la vida común y vivir bajo vuestra obe­diencia. Pues bien, hallamos esta forma de vida y esta costumbre absolutamente digna de alabanza. Y tanto más merece ser continuada puesto que lleva la marca de la Iglesia primitiva. Nos la aprobamos, pues, la llamamos santa y católica y Nos la confir­mamos por nuestras presentes letras apostólicas” (ML 148,1402-1403)».

«Y no eran sólamente hombres, sino una multitud de mujeres que, en esta época, abrazaron este género de vida para permanecer bajo la obediencia de cléri­gos y monjes, y servirles en sus necesidades cotidia­nas. En los pueblos, innumerables muchachas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al siglo para vivir bajo la obediencia de un sacerdote. Incluso per­sonas casadas querían vivir en religión y obedecer a los religiosos» (La réforme des prêtres au moyen-âge; pauvreté et vie commune, Cerf, París 1968, 93-94).

Hay luces y sombras en los comienzos de ese idealismo evangélico de los laicos. No siempre es con­ducido por la prudencia, y ocasiona a veces en las familias y en los pueblos problemas bastante graves. El mismo Gregorio VII parece haber desaconsejado a lai­cos principales asociarse a la vida monástica, señalando ciertos inconve­nientes obvios. En cambio Urbano II, en una Bula de 1091, toma la de­fensa de los laicos que adoptan la vita communis, siguiendo la «dignissimam… primitivæ Ecclesiæ formam» (ML 151,336). El ideal de la primera comunidad de Jerusalén, la vita apostolica, que implica la koinonía, la comunidad de bienes, según ya vimos (86), tiene un gran atractivo en todos los movimientos laicales de la Edad Media.

Gerhoch de Reichers­berg, en 1131, afirma sencillamente que los laicos, ya por su bautismo, han profe­sado vivir según «la regla apostólica», con todas las exigencias de fidelidad y renun­ciamiento. Por tanto, todo cristiano «encuentra en la fe católica y la doctrina de los apóstoles una regla adaptada a su condi­ción, bajo la cual, combatiendo como con­viene, podrá llegar a la corona» (Liber de ædificio Dei 43).

A comienzos del siglo XIII, con el auge de los municipios y de los bur­gueses laicos, y la escasa calidad del clero parroquial, esta efervescencia evangélica laical, en la que tanto de bueno y de malo se mezclan, exige una poda enérgica, que en buena parte es re­alizada durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Y la misma autoridad civil se ve obligada a intervenir, por ejemplo, con un decreto (1238) del emperador Federico II contra los grupos laicos más radicales: «patarenos, speronistas, lenistas [pobres de Lyon], arnaldistas, circumcisos, passaginos, joseppinos, garraten­ses, alba­nenses, franciscos, bagnarolos, comistos, waldenses, runcarolos, communellos, wari­nos y ortolenos “cum illis de Aqua Nigra”»…

Franciscanos y dominicos nacen providencialmente a comienzos del siglo XIII, y ellos encauzan por el camino ortodoxo de la Iglesia muchos entusiasmos evangelistas, a veces salvajes, negativos y antisacerdotales en su origen. Pierre Mandonet hace observar que en esa época «sólo los Predicadores [los dominicos] se constituyeron con elementos clericales, es decir, letrados, aptos para los di­versos mi­nisterios… Todas las otras órdenes del siglo XIII, sin excepción, proceden de simples fraternidades laicales, que han debido evo­lucionar, parcial y lentamente, hacia formas de vida eclesiástica, antes de poder tomar un parte significativa al servicio de la so­ciedad cristiana» (Saint Dominique, Gaud, Veritas 1921, 15). De estos interesantes impulsos de los laicos hacia la perfección en el mundo describiré solamente uno, los umiliati.

Los umiliati nacen hacia 1175, al parecer relacionados con patari­nos milaneses, arnaldistas, penitentes y cáta­ros, aunque estas relaciones son aún discuti­das. Condenados por Lucio III en 1184, son recuperados para la comunión católica por Inocencio III, que en 1201 aprueba elPro­positum o regla por el que han de vivir. Son grupos laicales de gran entusiasmo evangé­lico, extendidos sobre todo en la Lombar­día, y especialmente en Milán, que muestran un gran celo ortodoxo frente a otros grupos he­réticos. ElChronicon Laudunense (1178) nos describe la fisonomía de estas comunida­des, y comienza diciendo cómo «había en las ciudades de Lombardía ciudadanos que, conti­nuando en sus hogares y con su fami­lia, habían elegido una cierta manera reli­giosa de vida» (MGH 26,449; cf. J. Ti­raboschi, Vetera humiliatorum monumenta, Milán 1766-1768, I-III; L. Zanoni, Gli umiliati nei loro rapporti con l’eresia, l’industria della lana ed i comuni nei secolo XII e XIII, Milán 1911).

También Jacques de Vitry, a principios del XIII, nos da una información completa acerca de los humillados. «Viven en común, generalmente del trabajo de sus manos», y aunque algunos tienen rentas o pose­siones, no las tienen como propias. «De día y de noche, rezan todas las Horas canónicas, tanto los laicos como los clérigos», y los que no pueden hacerlo, lo suplen con un cierto número de Padrenuestros [En 1483 se im­prime en Milán un Humilliatorum Breviarium: Tiraboschi I,92].. Procuran dedicarse con asiduidad a la lec­tura, la oración y los trabajos manuales, para no caer en las tentaciones del ocio. «Los hermanos, tanto los clé­rigos como los laicos con letras, tienen licencia recibida del sumo Pontífice, que confirmó su Regla de vida, para predicar no sólo en su congregación, sino en plazas y ciudades, y también en las iglesias seculares, siem­pre que tengan permiso de quienes las presiden. Y de ello se ha seguido que muchos nobles e importantes ciu­dadanos, señoras y vírgenes, se han convertido al Señor por su predicación». Algunos de ellos, renunciando completamente al siglo, han ingresado en su modo religioso de vida; y otros, siguen en el mundo, pero dedi­cados a las buenas obras, y «usando de las cosas seculares como si no usaran de ellas». Muchos herejes, como los patarinos, de tal modo temen su predicación, siempre basada en la Escritura, que «nunca osan comparecer ante ellos», y no pocos se han convertido (Historia occidentalis, Duai 1597, 335).

El Propositum de los humillados, es decir, su regla de vida co­munitaria, viene a ser tam­bién, como otras Reglas religiosas de la época, una simple colec­ción de normas del Nuevo Testamento (Tiraboschi II, 128-134). Por ella vemos que la crónica de Jacques de Vitry es bastante exacta. ElPropositum manda también que los hermanos obedezcan siempre a los pastores de la Iglesia; no quieran acumular tesoros en la tierra; no codicien el mundo y lo que hay en el mundo; acudan en auxilio de los hermanos que se vieran en enfermedad o en necesidades materiales, y no les nieguen su ayuda; etc.

La Primera orden de los humillados con­grega en conventos dobles a canónigos y herma­nas. LaSegunda orden tiene también casas dobles, en las que viven continentes laicos (Regla de las dos primeras órdenes: Zanoni 352-370). La Tercera orden –que cronológi­camente es la primera–, es la que hemos visto descrita: reúne familias piado­sas, muchas de ellas del gremio textil, de vida austera y laboriosa, que tratan de reproducir la comunidad pri­mera de Jerusalén. A diferencia de otros movimientos pareci­dos, como beguardos o beguinas, los umiliati apenas dejaron una literatura espiritual considerable. Pero el árbol de los humillados produjo una hermosa flora­ción de santos y beatos, unos quince o veinte, de cuyos nombres y biografías da Tiraboschi breve reseña (I,193-257).

Después de varios siglos, a mediados del XVI, se habían desviado no poco, al parecer hacia posiciones calvinistas, y San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, intentó reformarlos. Un día, mientras el santo oraba de rodillas en su capilla privada, un miembro de los humillados atentó contra su vida, disparándole un balazo. La bala atravesó los ornamentos de su espalda, pero milagrosamente cayó en tierra, dejando ileso al Arzobispo. Poco después el papa San Pío V suprimióla Ordenen una bula de 1571.

SAN LUIS DE FRANCIA

San Luis de Francia nació en 1214, en el tiempo en que surgieron los franciscanos y dominicos. Luis IX fue rey de Francia desde 1226, año en que muere su pa­dre. Blanca de Castilla, su madre, llevó la regen­cia un tiempo. El rey Luis casó con Mar­garita de Provenza, a la que amó siem­pre mucho, y con la que tuvo once hijos. Mu­rió junto a las murallas de Túnez en 1270, a los cincuenta y seis años de edad.

Tenemos sobre la vida de San Luis información abundante y exacta, pues procede de varios íntimos su­yos. En efecto, los Bolandistas recogen en lasActa Sanctorum (Venecia 1754, Augusti V, 275-758) las Vidas escritas por Gofredo de Beaulieu, domi­nico, confesor del rey durante veinte años; por Guillermo de Chartres, también dominico y familiar del rey; por el franciscano Guillermo de Saint-Pathus, confesor de la reina Margarita, viuda del santo rey; así como la preciosa historia escrita por Juan de Joinville, un noble de Cham­pagne, íntimo amigo y compañero del soberano. A estas obras se añaden una relación de Mila­gros y algunos restos del Proceso de ca­nonización.

San Juan Crisóstomo o San Francisco de Asís habrían aprobado en todo su género de vida, pero no precisamente por ser tan semejante a la de los monjes o frailes, que lo era, sino por ser tan fiel al Evangelio, a Jesús, a San Pablo, a los primeros cristianos. De San Luis nos dicen sus biógrafos que fue un verdadero prud’homme: cortés y afa­ble, elegante y «gratiosissimus in loquendo». Cuando venían a él personas agitadas o turba­das por una gran conmoción, tenía la gracia especial de volverlos en seguida a la quietud y sere­nidad.

Un gran Rey. Siempre tuvo San Luis gran cuidado para no dañar a nadie con su go­bierno, y así dis­puso una gran encuesta en su Reino, en­viando personas de su confianza que descu­brieran abusos, impuestos excesivos, inde­bidas confiscaciones, etc. Impuso la justicia real sobre las jurisdicciones seño­riales, y de su tiempo viene la organización del Parla­mento, cuyas actas (llamadas Olim), en doce mil volúmenes, llegaron hasta la Revolución francesa.

Bajo su gobierno, la autoridad real se hizo efectiva en toda Fran­cia, y todos los reyes posteriores fue­ron descendientes suyos en línea masculina directa. San Luis consiguió guardar largos años su reino en la paz. Y Gofredo de Beaulieu da de ello esta genuina razón: «como eran gratos a Dios sus cami­nos, convertía a la paz a sus mismos enemigos, si es que pudiera tenerlos» (549). Por eso mismo fue llamado en su tiempo como ár­bitro para mediar entre reyes o señores en conflicto.

Un Rey sacerdotal. Siempre procuró el rey San Luis la gloria de Dios en su reino, y cuidó en su pueblo no sólo la salud de los cuer­pos, sino también la de las almas. Su vida y sus obras demuestran que conocía muy bien la condición sacerdotal de todos los cristianos –quizá sin conocerla de modo verbal consciente–, la que es propia también de los laicos y especialmente del rey, y que supo seguir así el ideal de sus ante­cesores carolingios.

Fundó varios mo­nasterios y conventos, como el cister de Ro­yaumont, y otros para franciscanos y domi­nicos –el de la rue Saint-Jacques era fre­cuentado por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino–. Hizo cons­truir la Sainte-Chapelle, una casa en París para cua­renta beguinas, etc. Y también sus familia­res participaron de su generosidad y piedad. Su hermana, la beata Isabel, fundó en Longchamp la primera casa de las clarisas. Blanca de Castilla, su madre, fundó las aba­días femeninas cistercienses de Maubuisson y de Lysd.

Un cristiano orante y penitente. La oración ocupaba una buena parte de los ocupadí­simos días de San Luis. Rezaba con los clérigos y frailes de su Capilla real las Horas litúr­gicas, el oficio de la Virgen y, en pri­vado, el de Difuntos. A estas plegarias li­túrgicas aña­día largas oraciones privadas, sobre todo por la noche. En la igle­sia, arrodillado directa­mente sobre las losas del suelo, y con la cabeza profundamente inclinada, después de Maiti­nes, «el santo Rey (beatus Rex) rezaba a solas ante el al­tar». También solía rezar dia­riamente un rosario incipiente, costumbre sobre todo de irlandeses, en el que hacía cin­cuenta genuflexiones, diciendo cada vez un Ave María –entonces, la primera parte del actual Ave María– (586).

Se confesaba cada viernes, y recibía con esa ocasión una buena disciplina de mano de su confesor. Normal­mente participaba cada día en dos Misas, y comul­gaba seis veces al año. Entonces, cuando iba a acercarse a la comunión del Cuerpo de Cristo, guardaba continencia varios días con su esposa, se lavaba ma­nos y boca, y vestido humildemente, se acercaba al altar avanzando de ro­dillas, las manos juntas, y en los días siguientes guardaba continencia conyugal por respeto al Sacramento (581). Esta misma continencia la guardaba los viernes de todo el año, en Adviento y en Cuaresma.

Le gustaba leer cosas santas, y reunió una buena biblioteca personal, pero no sobre sutilezas de teólo­gos, «sino de santos libros auténticos y probados» (551). Era muy devoto de oír predicaciones, y a veces en los viajes visitaba una abadía y solicitaba que se reuniera el capítulo y se expusiera un tema re­ligioso (581). Tam­bién era muy dado a los ayunos: ayunaba todos los viernes del año, Adviento, Cua­resma, los díez días entre Ascensión y Pentecostés, vigilias de fiestas y Cuatro Témporas, y en sus comi­das normales era de gran sobriedadEra austero también en el vestir, y nunca quiso usar adornos de oro (544), lo que venía a ser muy raro entre los nobles de la época.

Un hogar cristiano según el Evangelio. Con su esposa y sus once hijos supo crear una Casa real que siempre tuvo la espiritual elegancia de un monasterio benedictino o de un con­vento franciscano o dominico. Había, pues, en esa iglesia-doméstica espacio y tiempo para todo lo bueno, pero no para lo malo o para las vanidades perjudiciales. No permitía en su casa ni histriones, ni cuentos o cantos groseros, ni la turba acostumbrada de músicos, «en lo que suelen deleitarse muchos nobles» (559). Esta firmeza para vivir el Evangelio no podía menos de resultar chocante a los cortesanos y amigos, pero ello no le preocupaba en absoluto, como se aprecia en una anécdota muy significativa.

Cuenta su confesor, el dominico Gofredo de Beau­lieu, que habiendo oído el Rey que «algunos nobles mur­muraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si él empleara el doble de tiempo en jugar o en correr por los bosques, cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (550). También se nos refiere que a ve­ces, en las comidas demasiado gustosas, echaba agua, y que cuando al­gún servidor se lo reprochaba, él de­cía: «Esto a ti no te importa, y a mí me conviene» (605).

Un perfecto caballero medieval. No era San Luis un místico alejado físicamente del mundo, sino un laico evangélico secular –seglar–, cuya vida reali­zaba los ideales caballerescos en forma puri­ficada y perfecta. Este ideal incluía la acción valerosa para frenar el escándalo, al ejemplo de Cristo, que expulsa violentamente a los mercaderes del Tem­plo.

Una anécdota contada por su compañero el caba­llero de Joinville muestra este aspecto. En cierta oca­sión hay en una abadía cluniacense una gran discu­sión con un judío que niega la virginidad de María, y al que casi des­calabran por ello. Al saberlo San Luis comentó: «Verdaderamente, un hombre laico (homo laicus), cuando ve insultar la fe cristiana, debe impedirlo no sólo con las palabras, sino con una es­pada bien afilada» (678). Re­cuerda esto a San Ignacio de Loyola, en aquella ocasión, camino de Montserrat, cuando «le venían deseos de ir a buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho» poco antes contra la Virgen (Autobiografía 15).

La profundidad religiosa de su vida de laico se expresa conmove­doramente en las ense­ñanzasque deja es­critas a sus hijos como testamento espiritual (546, 756-757). Son las mismas enseñanzas y exhortaciones que solía darles por la noche, cuando les iba a ver des­pués del rezo de Completas (545).

Un cristiano caritativo con pobres y enfermos. Siempre manifestó San Luis una gran ca­ridad hacia los enfer­mos y pobres, fundando para ellos muchas obras de asistencia. Cada día su Casa ali­mentaba 120 pobres, y cada sábado lavaba los pies de tres de ellos, arrodi­llado, besándoles la mano al final. Tres pobres –trece en Cuaresma– se sentaban cada día a su mesa. Juan de Jeanville da también testimonio de su caridad con los difuntos, concre­tamente en tiempos de guerra o peste, cuando él ayudaba a enterrarlos con sus propias ma­nos (742-744). Hizo muchas fundaciones de asistencia para ciegos, para pobres, y tam­bién para aquellas mujeres que corrían espe­ciales peligros morales.

Una vida sagrada. La vida de San Luis, como la de otros santos hogares de la época de Cristiandad, está enmarcada en un continuo cuadro de sacralidades. El bautismo, el agua bendita, el rezo de las Ho­ras, la Misa diaria, el sacramento del matrimonio, la penitencia y la comunión sacramental, las lecturas de la Biblia y de los autores santos, y en su día las impresionantes cere­monias «ad benedicendum regem vel regi­nam, imperatorem vel impera­tricem coro­nandos» (M. Andrieu, Le Pontifical Romain au Moyen-Age, 427-435), todos estos elementos guardan siempre la vida de San Luis en la belleza santificante de un ambiente sagrado.

Tanto apreciaba, por ejemplo, el hecho de haber sido bautizado que le gustaba firmar Ludovicum de Pois­siaco, Luis de Poyssy, pues aquél era el lugar donde había nacido por el bau­tismo a la vida en Cristo (554). Y si, como enseña el Vaticano II, los sa­cramentales «disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60), puede decirse que toda la vida de San Luis fue sa­grada, es decir, todo lo contrario de profana.

Una santa muerte. Al final de su vida, piensa San Luis, como otros no­bles piadosos de la época, en ingresar en una de las dos Ordenes mendicantes (ipse ad culmen omnimodæ perfectionis adspirans). Su buena esposa Mar­garita hubiera consentido en ello. Pero la Pro­videncia dispuso las cosas de otro modo, «y con acrecentada humildad y cautela permaneció en el mundo» (545).

Llegada la hora de su muerte, frente a Tú­nez, repite en francés una vez más el lema de los cruzados, «Nous irons en Jerusalem!»; pero en esta ocasión pensando ya en la Jeru­salén celestial. Al final, ya casi sin habla, «mira a los familiares que le acompañaban, con una sonrisa muy dulce, y suspirando» (565). Y aún añadió: «introibo in domum tuam, adorabo ad tem­plum sanctum tuum, et confitebor Nomini tuo» (566).

San Luis de Francia es patrono de los terciarios franciscanos, ya que él también perteneció a la Orden Tercera de San Francisco. Por lo que hemos visto, él tenía une certaine idée de lo que debía ser la secularidad, o si se quiere la laicidad de un fiel discípulo de Cristo en el mundo. Él sabía bien que para vivir fielmente su cristiana vocación laical debía atenerse siempre a la suprema originalidad del Evangelio, a las enseñanzas de los Apóstoles y de los Padres, al ejemplo de los religiosos y de los santos, y no a los pensamientos y modas del mundo secular. Por eso, en perfecta docilidad al Espíritu Santo, él iba haciendo en su vida lo que Dios hacía en él, y no le importaba pare­cer raro a sus familiares o a sus compañeros de corte o de armas. Y así en sus palabras y costumbres, «nada había que supiera a mundana vanidad» (559). Su vida toda se configuraba, en perfecta libertad del mundo, según el Evangelio (Rm 12,2).

Hoy conviene elogiar las Órdenes Terciarias medievales. En mi artículo anterior (182) un comentarista alegaba en contra de ellas –aun reconociendo su ortodoxia y buena intención– que «lo que les inspiraba no era una espiritualidad laical, sino un intento de copiar a los religiosos sin entrar en el convento […] incluso en el celibato» [aunque casi todos, por cierto, eran laicos casados]. Eran, por tanto, «disfuncionales en su mismo origen», pues formar «“órdenes religiosas en el mundo”… crea una tensión interna que acaba por descarriar. Lo que se descubre [sic] en los tiempos del Vaticano II es que los laicos no se santifiquen “imitando a los monjes” sino a Jesucristo y a los primeros cristianos: no vivir el mundo con nostalgia de las celdas, sino sabiendo que Dios los quiere en el mundo».

Una respuesta más amplia a estas objeciones, hoy generalmente profesadas, la daré, con el favor de Dios, cuando llegue en este blog, por el orden cronológico que llevo, al análisis de la espiritualidad laical en nuestro tiempo. De momento me remito solamente al modelo de santidad que hemos contemplado en el rey San Luis de Francia. Todos los rasgos que he destacado de su vida, todos y cada uno, son perfectamente fieles al Evangelio y a su vocación laical secular. Realizan en forma plena y coherente la vocación de un cristiano laico, puesto por Dios en el mundo para que en él viva y se santifique, santificándolo al mismo tiempo.

La espiritualidad laical floreció en la Edad Media en innumerables santos, pertenecientes a todas las clases sociales, y no siempre, por supuesto, afiliados a Cofradías, Órdenes Terceras, Hermandades, etc. Unos treinta santos o beatos pertenecieron a Casas reales o a la nobleza, como ya lo documenté en otro artículo de este blog (105). Y esto tuvo la mayor importancia, si pensa­mos en el influjo que en aquel tiempo tenían los príncipes sobre su pueblo. Puede decirse que en cada siglo de la Edad Media hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para los demás príncipes.

En la Edad Media, entre todos los fieles canonizados por la Iglesia, la proporción de los laicos fue muy grande. Y eso que «no se conocía todavía» la vocación laical, «descubierta» (¡-!) en el Vaticano II. En efecto, fueron laicos un 25 % de los santos canonizados por la Iglesia en los años 1198-1304, y un 27% en 1303-1431 (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, Paris 1981). El dato es convincente: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20). Estos hombres y mujeres realizaron la espiritualidad laical en el mundo secular con tal perfección evangélica, que muchos de ellos llegaron a la santidad. Y tengamos muy en cuenta, dejándonos de ideologías teológicas, que la espiritualidad laical más auténticamente cristiana es aquella que más florece en santos.

Fuentes: P. José María Iraburu, (182) De Cristo o del mundo -XXIV. La Cristiandad. 5. Laicos medievales-I, (183) De Cristo o del mundo -XXV. La Cristiandad. 6. Laicos medievales-II


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La Cristiandad y la caballería medieval

La semejanza entre la vida religiosa y la vida laical se mantiene a lo largo de todo el milenio de la Cristiandad, más o menos del 500 al 1500. En estos siglos el hogar verdaderamente cristiano guarda una relativa homogeneidad con el monasterio, y a veces parece un convento por la piedad y la austeridad de las costum­bres. Nada tiene esto de extraño si sabemos que con frecuencia los hijos, especialmente los de los nobles, son encomendados a monjes, frailes o religiosas para que reciban una edu­cación in­tegral. La vida de los religiosos y la vida de los laicos es la misma, la vida en Cristo, vivida en modalidades diferentes. Y no es raro que algunos laicos, al tener ya cria­dos los hijos o al quedar viudos, se hagan religiosos o terciarios, o se retiren a un mo­nasterio al final de sus vidas –como todavía lo hace Carlos I de España a mediados del XVI–.

Pero no sólo es religioso el cuadro de vida del hogar. La Cristiandad medieval produce muchas formas vitales de intensa significación religiosa, evangeliza progresivamente todas las realidades temporales –fiestas y funerales, celebraciones gremiales y populares, iniciación de caballeros, unción de reyes y reinas, esponsales y bo­das, diezmos y bendiciones, campanas y procesiones–, y configura así un mundo suma­mente variado y colorido, envuelto en una atmós­fera sagrada.

La caballería cristiana se forma así en la baja Edad Media (XI-XV), impulsada en sus ideales por ese espíritu propio de la época, que tiende a dar formas visibles a las reali­dades espirituales. El per­fecto caballero es devoto de la Virgen y de la mujer, defensor de pobres y oprimidos, leal a su rey o señor, tan valiente como pia­doso, austero y frugal en su vida per­sonal, despreciador de las riquezas y cultivador de la virtud, cortés y celoso de las formas, es­trictamente sujeto a un código de honor con­suetudinario, defensor de la justicia e impugnador de toda injusticia, amigo del libro y de la espada, deseoso de realizar hazañas me­morables, para su propia gloria y la de Dios. Éste era el ideal de la caballería cristiana, que no afectaba sólo a nobles y caballeros, sino que extendía su influjo también sobre los bur­gueses y el pueblo llano.

El ritual para ser armado caballero da una buena idea de la profunda religiosidad del ideal caballeresco. Se compone de una serie de oraciones y bendiciones, que evocan la consagración personal y la entrega de una profesión reli­giosa o de una toma de hábito (De benedic­tione novi militis, en M. Andrieu, Le Ponti­fical Ro­main au moyen-âge, Città del Vaticano 1938-43, pgs. 447-450). La bendición de las armas, de la bandera, la entrega de ellas al nuevo caballero, con antí­fonas, lecturas y oraciones, expresan bellamente lo que el sacerdote exhorta, cuando da al caballero el beso de la paz: «Sé un soldado pacífico y valiente, fiel y devoto a Dios»... Todavía en 1522, cuando Ignacio de Loyola pasa del mundo al Reino, decide «velar sus armas toda una noche, sin sentarse ni acos­tarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodi­llas, delante el altar de Nuestra Señora de Montserrat, adonde tenía determinado dejar sus vestidos y vestirse las armas de Cristo» (Autobiografía 17).

En opinión de Huizinga, «esta primitiva animación ascética es la base sobre la cual se construyó con el ideal caballeresco una noble fantasía de perfección viril, una esfor­zada as­piración a una vida bella, enérgico motor de una serie de siglos… y también máscara tras de la cual podía ocultarse un mundo de codicia y de violencia» (La crisis de la conciencia europea, Alianza 220, Madrid 1990, p.106). Sin duda en la caba­llería medieval hubo violen­cias y groseras rapiñas, mucha soberbia y no poca vanidad. Pero no sería lícito ignorar la fuerza de los ideales que la caballería medieval tuvo en la configuración concreta de la vida de los pueblos. Desde luego hay mucha más violencia, codicia y soberbia cuando «los ideales» que se propo­nen son el dinero y el sexo, el po­der y el placer desenfrenado, ajeno a toda norma. Esto es evidente.
Los arquetipos por los que una sociedad se guía tienen en su vida una importancia decisiva. El P. Alfredo Sáenz, S. J., argentino, expone esta idea de forma excelente en el capítulo Los arquetipos y la admiración de su libro Arquetipos cristianos (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 5-16). Cuando los arquetipos vigentes, ampliamente expuestos por los medios de difusión, son hombres y mujeres muy atractivos, pero corruptos, sin Dios y sin esperanza de vida eterna, idólatras del dinero, del sexo y de la popularidad, el pueblo se va hundiendo en estos males. Cuando, por el contrario, los modelos socialmente predominantes son Cristo, la Virgen y los Santos, los más sabios y los mejores artistas, los caballeros celosos del honor de Dios y de su propia honra, el pueblo no queda, por supuesto, exento de pecados, pero sí reconoce a éstos como males, y su vida tiende hacia lo verdadero, bueno y bello. Es la situación propia del tiempo de Cristiandad.

Vidas de santos y libros de caballeríaLas vidas de santos fueron muy apreciadas en la Edad Media, y en todas las épocas han sido siempre muy poderosas para iluminar la mentes y estimular los ánimos hacia la vida plenamente cristiana. Junto a ellas, en la baja Edad Media, los libros de caballería cumplieron un servicio al pueblo predominantemente positivo. Es cierto que había también en ellos crueldades y vanidades, y que en ocasiones, podían ser perjudiciales. Más tarde, en 1562, todavía Santa Teresa de Jesús, lamentaba que su madre le hubiera contagiado la «afición a los libros de caballería», que, llenándole el corazón de fantasías y ensoñaciones, le hicieron durante un tiempo «mucho daño» (Vida 2,1). Pero en general su influjo era benéfico, pues con frecuencia sus héroes eran cristianos de altos ideales.

Muchos caballeros medievales, y también hombres del pueblo, forjaron sus ideales y fantasías heroicas le­yendo, por ejemplo, las formidables hazañas del Maréchal Boici­caut, es decir, de Jean le Meingre (+1421), espejo de caballeros, cu­yas gestas se escribieron en 1409, viviendo él todavía. Pues bien, se describe a Boicicaut como a un hombre sumamente piadoso: «se levanta muy temprano y pasa tres horas en oración. Por prisa y ocupaciones que tenga, oye de rodillas dos misas todos los días. Los viernes va de negro; los domingos y los días de fiesta hace a pie una peregri­nación, o se hace leer vidas de santos o historias de héroes antiguos, romanos o no, y sos­tiene piadosos coloquios con otras personas. Es mo­derado y sencillo; habla poco y las más de las veces sobre Dios, los santos, la virtud o la caballería. También ha inculcado a todos sus servidores la devo­ción y la decencia y les ha quitado la costumbre de maldecir. Es un celoso defensor del noble y casto culto a la mujer… Con tales colores de piedad y con­tinencia, sencillez y fidelidad se pintaba entonces la bella imagen del caballero ideal» (Huizinga 103).

Las Órdenes de caballería realizaron en forma comunitaria y bajo reglas los ideales de la caballería medieval, con una especial profundización de sus motivaciones religiosas. Así nace, por ejemplo, la Orden de Santiago, en la que los caballe­ros-monjes, con sus mujeres e hijos, unen la vida laical y religiosa, profesan una Regla de vida, y se vin­culan por votos a guardar obediencia, pobreza y castidad conyugal –rasgo éste peculiar de la Orden de San­tiago, pues las otras Órdenes no admitían casados– (Derek W. Lomax, La Orden de Santiago [1170-1275], CSIC, Madrid 1965, 90-100).

La Orden militar de los Templarios nace en Francia, y poco después es aprobada por la Santa Sede en el concilio de Troyes (1128), en buena parte por la recomendación de San Bernardo. A ruegos del primer gran maestre de la Orden, escribe San Bernardo un tratadito De la excelencia de la Nueva Milicia (1132-1136 ?). «Éste es el nuevo género de milicia no conocido en los siglos pasados, en el que se dan a un mismo tiempo dos combates con un valor invencible: contra la carne y la sangre [por la vía ascética y sacramental] y contra los espíritus malignos que están esparcidos por el aire» [mediante las armas que impugnan a quienes oprimen en Tierra Santa a los cristianos]. Estos caballeros son dichosos en la vida y en la muerte. Son felices entregando su vida por el honor de Cristo y el bien de los cristianos. Y aún son más dichosos si en este empeño heroico mueren por Cristo.

Los grandes teólogos medievales aprueban con entu­siasmo este género de vida. Santo Tomás, por ejemplo, enseña que «muy bien puede fundarse una Orden religiosa para la vida militar, no con un fin temporal, sino para la de­fensa del culto divino, de la salud pública o de los pobres y oprimidos» (STh II-II, 188,3.

La crisis, sin embargo, que afecta el final de la Edad Media oscurece un tanto el ideal caballeresco, que va perdiendo la nobleza del ascetismo cristiano, y adquiere a veces ciertos rasgos un tanto paga­nos, que anticipan en cierto modo el estilo del caba­llero renacentista. De esta época del ideal caballeresco en decadencia eran aquellos libros de caballería que hicieron «mucho daño» a Santa Teresa.

Existió la Cristiandad. He dedicado varios artículos (178-184) a considerar en la Edad Media la vida cristiana en su relación con el mundo secular, una relación semejante y al mismo tiempo diversa en los religiosos y los laicos, pero que logra establecer una cultura cristiana, un mundo evangelizado, unas coordenadas mentales, sociales y espirituales inspiradas en el Evangelio de Cristo, el Panto-crator de las grandiosas catedrales medievales. También aquí podrá ayudarnos mucho el P. Sáenz, con su libro La Cristiandad. Una realidad histórica (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 219 pgs.)

Aunque recientemente, al elaborarse la nueva Constitución Europea, fuerzas laicistas y masónicas hayan puesto todo su empeño en negar las raíces cristianas de Europa, es un dato histórico evidente que el Evangelio impregnó profundamente el mundo secular de Europa durante un milenio de Cristiandad. Como también es evidente que de las huellas formidables de aquel mundo procede la mayor parte de la verdad, bondad y belleza que aún existen en Occidente, sin que los muchos horrores culturales, sociales y estéticos traídos por la apostasía moderna hayan logrado su destrucción total. Éste ha sido el juicio histórico de los Papas.

León XIII: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde, y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios, y quedará vigente en innumerables monumentos históricos, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer» (enc. Inmortale Dei, 1-XI-1885, 9).

San Pío X: «No, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad» (Cta. apt. Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910, 11).

Pablo VI, concretamente, sobre la Italia medieval: «No olvidamos los siglos durante los cuales el Papado vivió su historia, defendió sus fronteras, guardó su patrimonio cultural y espiritual, educó a sus generaciones en la civilización, en las buenas costumbres, en la virtud moral y social, y asoció su conciencia romana y sus mejores hijos a la propia misión universal [del Pontificado]» (Disc. al Presid. Rep. Italia, 11-I-1964).

Benedicto XVI, lo mismo que Juan Pablo II, ya desde antes de ser elegido Papa, ha hecho grandes esfuerzos para preservar en la conciencia de los europeos, y también en los textos de la nueva Constitución Europea, el reconocimiento del Cristianismo en la verdadera identidad histórica de Europa. Siendo todavía Cardenal Ratzinger, en el libro Una mirada a Europa (1991), en el estudioLibertad y verdad (1995), en la conferencia Europa, política y religión (Berlín 2000 y Roma 2004), como también en una conferencia en Subiaco (2005) y en varias ocasiones más recientes, mostró claramente que la pretensión de fundamentar Europa únicamente sobre la Ilustración, negando sus raíces cristianas, era una falsificación profunda de la identidad histórica europea. La filosofía racionalista, positivista y relativista de la Ilustración es una mutilación de la razón humana. Y la afirmación de una libertad desvinculada de la verdad acaba anulando la libertad personal y colectiva. Pero, en fin, ya trataremos del tema en su momento. Ahora estamos examinando la Cristiandad, y concretamente la Edad Media.

Fuentes: P. José María Iraburu, (184) La Cristiandad. La caballería medieval


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La Cristiandad, Santo Tomás y la perfección cristiana

Santo Tomás de Aquino, al formular la teología de la perfección, consideró aspectos importantes de la relación entre el cristianismo y el mundo secular. El nacimiento de las Órdenes mendicantes trajo consigo graves disputas teológicas en torno a la pobreza y a los estados de perfección. Y esto dió ocasión a que Santo Tomás (1225-1274) tratara de estos te­mas con particular interés. Es en el siglo XIII, especialmente, cuando se alzan grandiosas las Catedrales y las Sumas teológicas, las mayores maravillas de la Edad Media.

Para lo que a nosotros nos importa aquí, conviene destacar entre sus obras: Contra impugnantes Dei cultum et religionem(contra Gui­llermo de Saint-Amour) (1256);Summa Theologiæ II-II, 179-189 (1261-1264); De perfectione vitæ spiritualis (contra Gerardo de Abbeville) (1269), y Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu(1270).

Tratado sobre la perfección. Las cuestiones finales de la Summa Theologiæ nos ayudan a or­denar muchas ideas importantes sobre la vida espiritual de religiosos y laicos (II-II, 179-189). Las re­sumo.

–La vida humana se divide en activa y contemplativa, según que la dedicación principal en la persona (179-181). –La vida contemplativa es supe­rior a la activa por razón de su principio, las facultades intelectuales, elevadas por las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo; por suobjeto principal, Dios; y por su fin, que es el bien honesto, más que el bien útil. Es «la mejor parte» de María, siendo buena también la parte de Marta.

La vida contemplativa es de suyo más meritoria que la vida activa, pues se dedica inmediatamente al amor de Dios, aunque a veces la ac­tiva, por distintas causas, puede ser de hecho más meritoria. En un sentido, la acción es obstáculo para la contemplación; pero en otro, la vida activa, dando ocasión al ejercicio de las virtudes, ordena las pasiones del hombre, y de este modo favorece la contemplación. La vida activa es anterior a la contemplativa, en cuanto que dispone a ésta; aunque en otro sentido, la vida contemplativa es anterior a la activa, como la razón es anterior a la voluntad (182).

–Dios providente ha dado a los hombres distintas vocaciones específicas, diversos oficios y estados, y todos son necesarios para el bien común (183).

–La perfección cristiana en sí misma consiste espe­cialmente en la caridad, e integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Puede cre­cer indefinida­mente, pues es un amor que crece hacia la totalidad, y consiste esencialmente en los pre­ceptos, aunque instrumentalmente en los consejos, como enseguida veremos. Por tanto, estado de perfección y per­fección personalcristiana no se identifican. El estado de perfección favo­rece la perfección personal. Pero ésta es posible sin aquél. Y también es posible que un cristiano, que vive en estado de perfección –un religioso, por ejemplo–, sea personalmente imperfecto (184-185).

–La profesión religiosa introduce en un verdadero estado de per­fección, que facilita tender a la perfección por los consejos evangélicos: pobreza, celibato y obediencia, obligándose a ellos con voto. En principio, es pecado más grave el de un religioso que el de un seglar (186-187).

–Conviene, para esplendor y utilidad de la Igle­sia, que haya Ordenes diversas, unas más dedicadas a la acción, otras a la contemplación. Puede incluso haber algunas dedicadas a una milicia defensiva, y debe haberlas para la predicación y los sacramentos o para el estudio de la verdad. La mayor o menor excelencia de las Ordenes religiosas, compa­radas entre sí, procede ante todo del fin al que prima­riamente se dedican, y secundariamente de las prácti­cas y observan­cias a que se obligan. Según esto, el grado 1º de perfección corresponde a la vida mixta, pues «contemplar y comunicar a los otros lo contemplado es más que sólo con­templar»; el 2º a la vida contemplativa, y –el 3º a la vida activa (188).

De este armonioso cuadro doctrinal am­pliaré ahora solamente lo que se refiere a preceptos y consejos, pues es aquí donde está en juego el tema central de nuestro estudio: en qué medida y en qué sentido dejar el mundo por los consejos evangélicos es medio necesario para la perfeccióncristiana.

Comienzo por recordar los errores que Santo Tomás hubo de combatir, y que hoy siguen vigentes. Los profesores seculares de París, condu­cidos por Gerardo de Abbeville (+1272), arremetieron contra las Ordenes mendicantes recién naci­das, incurriendo en dos errores fundamentales.

–1º. El menosprecio de los consejos evangéli­cos lleva a pensar que la perfección no está en modo alguno vinculada al estado de perfección. Grande fue, por ejemplo, la santidad de Abraham, y el patriarca tuvo esposa y grandes riquezas (Gerardo de Abbeville, Quodli­beto 14, a.1). Por el contrario, Santo Tomás niega tajantemente que los consejos evan­gélicos sean indiferentes en orden a conse­guir la perfección (STh II-II, 186, 4 ad2m). «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme».

–2º. El menosprecio del estado de los religio­sos es otro error intrínsecamente vinculado al primero.Dicen algunos que la vida religiosa no tiene un origen divino, no existió al comienzo de la Iglesia, sino que procede solamente de sus fundadores concretos. Por el contrario, Santo Tomás enseña con la Iglesia que quienes profesan celibato, pobreza y obediencia «siguen lo instituído por Je­sucristo. Los que siguen a los santos fundadores de órdenes no ponen la atención en ellos, sino en Jesu­cristo, cuyas enseñanzas proclaman» (Contra retrahentium 16).

La doctrina espiritual sobre los preceptos y consejos se desarrolla escasamente en los siglos martiriales, cuando prácticamente todo cristiano, a causa de las persecuciones, se veía obligado a «dejar el mundo» en el que malvivía. Ya lo vimos en su momento (177). Es en el siglo XIII cuando esa doctrina, ya apuntada por los Padres, alcanza en Santo Tomás su enseñanza más perfecta, la misma que hoy da la Iglesia (cfCatecismo, n.1973):

–«De suyo y esencialmente la perfección cristiana consiste en la caridad, considerada en primer término como amor a Dios y en segundo lugar como amor al prójimo; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto se­gún alguna limitación, como si lo que es más que eso ca­yera bajo consejo. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice “amarás a tu Dios con todo tu corazón”, y todo y perfecto se iden­tifican; y «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas. Y esto es así porque “el fin del precepto es la caridad” (1Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios : así el médico, por ejemplo, no mide la salud [el fin], sino la medi­cina o la dieta [los medios] que han de usarse para sanar. Por tanto, es evidente que la perfec­ción consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos».

–«Secundaria e instrumentalmente la perfección consiste en el cumplimiento de los con­sejos, todos los cuales, como los pre­ceptos, se ordenan a la caridad, pero de ma­nera dis­tinta. En efecto, los preceptos se or­denan a quitar lo que es contrario a la cari­dad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo, “no mata­rás”]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificul­tan los actos de la ca­ridad (ad removendum impedimenta actus caritatis), pero que, sin em­bargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupa­ción en negocios seculares, etc.» (STh II-II, 184,3).

Según esto, lo que determina la perfección cristiana no es el dejarlo todo (renuncia-con­sejos), sino el seguir a Cristo (amor-preceptos). Pero los consejos, instrumentalmente, facilitan mucho ese seguimiento en caridad. En este sentido, los apóstoles no son perfectos porque lo dejaron todo, sino porque siguieron totalmente a Cristo. Esto ha de aplicarse, por ejemplo, a la pobreza, que por ser un medio, no será tanto más perfecta cuanto más ex­trema. O a la virginidad, cuyo mérito procede no tanto de su abstención del matrimonio, sino de su especial consagración a Dios.

A la luz de esta doctrina, no conviene pues, consi­derar que los preceptos pueden cumplirse con llegar solamente a un límite, y que en cambio el seguimiento de los con­sejos implica ir más allá de lo exigido por los preceptos –«una cosa te falta» (Mc 10,21)–. Esta con­cepción, sugerida por las expresiones imprecisas de algunos Padres, y que todavía hoy mantiene sus ecos en los ambientes católico-semipelagianos, es falsa. Los preceptos, especialmente el de la caridad, impulsan a una en­trega total, y por tanto llevan hasta el final, es decir, conducen a la perfección. No es posible ir más allá de lo que elprecepto de la caridad promueve.

Sobre la primacía de la caridad, en orden a la plena santidad y perfección cristiana, da Santo Tomás tres aclaraciones muy iluminadoras.

–1. Primacía del afecto. Al hablar aquí del afecto no nos referimos al plano sentimental y sensible, sino a la ac­titud personal y volitiva más verdadera. Santo Tomás ve en ese afecto personal la verdad más profunda de la persona: su amor, «el hábito perfecto de la caridad» (De perfec. 23). Pues bien, «cuando el espíritu de alguien, quienquiera que sea, está afectado interior­mente de tal manera que por Dios se des­precia a sí mismo y todas sus cosas… ese hombre es per­fecto, ya sea religioso o secu­lar, clérigo o laico, y también el que está unido en matrimonio» (Quodlib. 3,17).

Es, pues, siempre la caridad la que da valor y mérito a todas y cada una de las vocaciones específicas, superándolas a todas y cada una, cualquiera que éstas sean. Y así dice Santo Tomás, comentando lo del joven rico, «es evidente que la perfección de la vida cristiana consiste, sobre todo, en el afecto de la caridad para con Dios» (Contra re­trah. 6). Y en este sentido, por ejemplo, Abraham, aún teniendo esposa, hijos y riquezas, tiene todo su afecto puesto en Dios, y por él está dispuesto a sacrificarlo todo, también a Isaac, su único hijo. Y por tanto es espiritualmente perfecto (De perfec. 8).

–2. Primacía de la disposición del ánimo. Santo Tomás afirma que «la perfección de la caridad consiste so­bre todo en la disposición de ánimo» (De perfec. 27). Ya vimos cómo San Agustín enseñaba esta verdad con toda claridad (177). En esa disposición del co­razón está lo fundamental. Y a la inversa: la perfección del amor al Señor es lo que da a la persona una disposición de ánimo totalmente libre: dispuesta a todo, a tener o a no-tener. Y en este sentido, «la perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que sea necesa­rio» (ib. 21).

¿Pero esto, en concreto, en cuanto a vivir realmente los consejos, compromete de verdad a algo?… Compromete a todo. Veámoslo si no, aplicando este principio a tres sectores fundamentales de la vida cristiana:

Las riquezas. «La renuncia a los propios bienes puede ser entendida de dos modos. Primero, en cuanto practicada de hecho, y así no constituye esen­cialmente la perfección, sino que es un cierto instru­mento de per­fección… En segundo lugar, puede ser considerada en cuanto a la disposición del ánimo, o sea, en cuanto a que el hombre esté dispuesto a aban­donar o a distribuir todos sus bienes, si fuere necesa­rio. Y esto pertenece directamente a la perfección» (STh II-II 184, 7 ad1m).

El matrimonio. Los casados tienen que estar dispuestos para la continencia, absoluta o temporal, si ésta viene requerida en determinadas circunstancias (ausencia del cónyuge, enfermedad, conveniencia de demorar las posibles concepciones, etc.). Esto, que ya aparece cla­ramente expuesto en San Agustín (De coniugiis adul­terinis 2,19), verifica si es una realidad que «tienen mujer como si no la tuvieran» (1Cor 7,29). Cuando es así, el matrimo­nio se hace camino de perfección. Cuando no es así, es camino de mediocridad o de perdición.

El martirio. Todo cristiano, en afecto, en espíritu, en disposición de ánimo, ha de estar preparado incon­dicionalmente para el martirio, si la Providencia divina permite que llegue el caso (STh II-II, 124,3), pues el Evangelio deja bien claro que todo cristiano –sacerdote, religioso o laico– debe estar dispuesto a perder la vida antes que sepa­rarse de Cristo (Lc 9,23-24; 14,26-27.33; Jn 12,24-25). Y al hablar del posible martirio de los laicos, por ejemplo, no es preciso que pensemos en fusilamientos o de­portaciones. Cuidar durante años un pariente pa­rapléjico; permanecer fiel al cónyuge que abandonó el hogar; vivir en un nivel económico precario, renunciando por fidelidad a la pro­pia conciencia a otro mucho más confortable, etc., son situaciones que, en una u otra forma, se dan con relativa frecuencia a lo largo de toda vida laical que tienda a la perfección. Y en este sentido martirial, en esta real y verdadera disposición del ánimo, todos los cris­tianos viven en estado de per­fección.

–3. Primacía de lo interior y personal. «Hay dos tipos de perfección. Una exte­rior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria; y a esta perfección no to­dos está obligados. Otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo. La posesión efectiva de esta per­fección no es obligatoria para todos, pero todos están obligados atender a ella» con el afecto (In ep. ad Hebr. 6, lect.1). Esta doctrina equivale a aquella que distingue la per­fección en sí misma, es decir, la caridad, y el estado de perfección, que consiste en el seguimiento de los consejos evangéli­cos.

Así se entiende, pues, que «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sola­mente imper­fecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pe­cado mortal… Mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dis­puestos [dispositio animi] a dar su vida por la sal­vación de los prójimos» (De perfec. 27). Nótese que Santo Tomás afirma que esto se da en muchos. Ya se en­tiende, pues, que la perfección cristiana está siempre vinculada a la per­fecta caridad, pero no lo está necesariamente a un cierto estado de vida.

Vemos esto, por ejemplo, en la pobreza: «el abandono de las propias riquezas no es la perfección, sino un instru­mento [medio] de perfección, porque es posible que alguien alcance la perfección [fin] sin abandonar de hecho las riquezas propias» (De perfec. 21). Y lo vemos igualmente en la virginidad: aunque en principio la virginidad es superior al matrimonio, en or­den a facilitar la perfección, «nada impide que para alguno en concreto este último sea mejor» (C. Gentiles III, 136, n.3113: cf. STh II-II 152, 4 ad2m).

La Iglesia tiene sumo aprecio por la vida religiosa, en la que los consejos evangélicos se siguen efectiva y afectivamente. Santo Tomás, que con tanta firmeza reco­noce en la perfección cristiana una primacía del afecto, de la disposición del ánimo y de la in­terioridad, deja, sin embargo, bien clara su con­vicción de que, si se quiere ser perfecto, es mejor dejarlo todo, esposa y casa, pro­piedades y ocupaciones seculares, para de este modo seguir a Cristo más fácilmente, «quitando así los obstáculos que dificultan [de hecho, no en principio] los ac­tos de la caridad».

Es ésta la doctrina de Cristo y de los Santos –Pablo, Agustín, Benito, Tomás, Juan de la Cruz–; es la fe tradicional de la Iglesia. Por eso Santo Tomás enseña que «de la posesión [efectiva] de las cosas mundanas nace el apego [afectivo] del alma a ellas». Y que como las posesiones suelen «arrastrar el afecto y distraerlo», por eso «es difícil conservar la caridad en medio de las posesiones» (STh II-II, 186,3), y por tanto, en principio, no tener es preferible a tener como si no se tuviera (1Cor 7).

Todos los cristianos, sacerdotes, religiosos y laicos, están llamados a la santidad, todos han de tender con esperanza a la perfección evangélica. Ordeno la doctrina hasta aquí recordada: –La perfección está en la caridad, que es de precepto. –Los consejos facilitan la perfección de la caridad, pues, por el camino de la renun­cia y la pobreza, quitan ciertos bienes de este mundo (familia, trabajos seculares), que siendo de suyo medios de perfección, de hecho son frecuentemente, dada la fragilidad del corazón humano, dificultades para el perfecto desarrollo de la caridad. –En todo caso, una es la perfección de estado y otra la perfección personal. Y no pocas veces son imperfectas personas que viven estado de perfección, y son perfectas personas que viven en camino imperfecto. –Todos los cristianos están llamados a la perfección: no todos están llamados a la perfección exterior, pero sí están todos llamados a la interior, que consiste en la per­fecta caridad. –No hay, pues, contradicción alguna en­tre la valoración de la vida religiosa y la estima de la vida laical. De hecho, la verdadera doctrina católica en estas cuestiones hace florecer los seminarios, los noviciados y los hogares cristianos. Y las doctrinas falsas acaban por cerrar seminarios y noviciados, y por mundanizar completamente los hogares cristianos.

Todas las vocaciones cristianas son heroicas. Tender hacia la perfecta santidad –la plena configuración a Cristo, la incondicional docilidad al Espíritu Santo, la perfección evangélica–, exige una actitud heroica tanto en los religiosos como en los laicos, aunque en modos diversos.

–La vida religiosa, según los consejos de Cristo, no puede seguirse sin el heroismo de una renuncia total (familia, posesiones, mundo) fielmente mantenida al paso de los años; pero facilita, sin duda, y asegura diariamente el ejercicio de las virtudes y el crecimiento en la santidad.

–La vida laical, en cambio, no puede tender hacia la santidad plena, dadas las condiciones tan desfavorables del mundo, sin ejercitarse frecuentemente en actos intensos de la virtud. Concretamente, cualquier acto religioso –Misa diaria, confesión frecuente, vida de austeridad y pobreza, modestia en el vestir y en las costumbres, lectura asidua de libros santos, dedicación a la oración y el apostolado–, que en la vida religiosa se cumple con relativa facilidad, exige en los laicos actos muy intensos de fe, abnegación y caridad. Ahora bien, ya sabemos que precisamente son los actos intensos de las virtudes las que les hacen crecer (STh I-II, 52,3; II-II, 24,6). Y Dios, que llama a los laicos a la vida laical, les asiste diariamente con su gracia para que el mundo de la familia y del trabajo sea de hecho para ellos como un gimnasio espiritual continuo donde cada día se ejercitan intensamente y se desarrollan los músculos espirituales (virtus, fuerza) de las virtudes cristianas. En otro lugar lo explico más ampliamente (Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2008, 3ª ed.).

Y en este sentido, caracterizar la vocación religiosa por «el radicalismo evangé­lico», según hacen hoy algunos autores, como lo hizo el padre Jean-Marie Roger Tillard, O.P., no parece conveniente y puede fácilmente ser mal entendido. Es verdad que el radicalismo evangélico ha de ser vivido por los religiosos si verdaderamente tienden a la perfección; pero también ese radicalismo evangélico ha de ser afirmado, ¡y con qué intensidad y heroísmo!, por aquellos laicos que entienden su vida cristiana en el mundo como una progresiva transfiguración en Cristo y como la continua construcción de un templo doméstico en honor de la Santísima Trinidad.

Fuentes: P. José María Iraburu(185) La Cristiandad. Santo Tomás y la perfección cristiana

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El Final de la Cristiandad: El Renacimiento

El final de la Cristiandad no es brusco, por supuesto, sino que se produce gradualmente a lo largo de siglos. Aunque las divisiones cronológicas sean inevitablemente no poco arbitrarias, puede decirse que después del milenio de Cristiandad (500-1500), y ya en los últimos siglos de la Edad Media (XIV-XV), se inicia en Europa una crisis del cristianismo, que se agudiza en el Renacimiento y más aún por causa del Protestantismo. Son éstos los pasos primeros hacia la Ilustración, la Revolución francesa y la Descristianización de las naciones de occidente, la que actualmente estamos sufriendo en fase muy avanzada.

Entre 1500 y 1700, más o menos, halla­mos una época que a sí misma se llamóEdad Moderna. En ella la fe cristiana está aún pro­fundamente viva en los pueblos, al menos en algunos, como puede verse, por ejemplo, en la evangelización de América e incluso, aunque en formas más ambiguas, en el mismo Renacimiento. Pero ya en ese tiempo no pocos de los miembros más distinguidos de la socie­dad –y de la Iglesia– inician un distan­ciamiento de la tradición precedente, la an­tigua y la medieval, orientándose con entu­siasmo hacia novedades a veces incompatibles con el Evangelio y la Tradición católica.

El Renacimiento rechaza la austeridad penitencial de la Edad Media, inicia una ruptura con la Tradición católica anterior, y favorecido por la prosperidad económica y los descu­brimientos científicos y geográficos, va a dar en una cierta mundanización y en un optimismo antropológico y vitalista.

Así lo entiende, por ejemplo, Juan Pablo II, cuando afirma que «el hombre moderno, en un gigantesco desafío, desde el Renacimiento, se ha levantado con­tra el mensaje de salvación, y ha rechazado a Dios en nombre mismo de su dignidad de hombre. El ateísmo, reservado primero a un pequeño número de personas, esa inteligentsia que se consideraba una élite, se ha convertido hoy en un fenómeno de masas que pone a las Iglesias en estado de sitio» (Evangelización y ateísmo 10-X-1980).

Una apertura al mundo cada vez más in­condicional y gozosa, sin las reservas que la humildad tradicional cristiana im­ponía a las costumbres, caracteriza al Renacimiento. Y como consecuencia de esa mundanización y antropocentrismo, se va dando

un entendimiento de la gracia al modo semipelagiano, como el que se expone en la doctrina teológica del P. Luis de Molina, S. J. (1535-1600). Según ella el hombre, por sí mismo, es quien se autodetermina al bien; a un bien que luego reali­zará, eso sí, con el auxilio de la gracia. Ir más o menos adelante por el camino de la perfección cristiana depende, pues, fundamentalmente de la voluntad humana. Querer es poder, pues la gracia de Dios, que nunca se deja ganar en generosidad, asiste las buenas intenciones del hombre.

Las grandes síntesis filosóficas y teológicas medievales, con la mundaniza­ción y el semipelagianismo, se van erosionando en el Renacimiento, y ciertos rebrotes de averroísmo y nominalismo van amalgamando los grandes errores que conducirán al ateísmo de masas de nuestros días.

Una admiración nueva hacia la antigüedad pagana greco-romana caracteriza también al Renacimiento. Sin duda alguna, la Edad Media conocía y apreciaba la antigua cultura greco-romana, y es ella la que salva sus documentos y obras principales, transmitiéndolos a la Edad Moderna. Pero, aunque la cultura medieval asume en buena parte el clasicismo de la antigüedad, lo con­sidera superado por las grandes síntesis de la Cristiandad poste­rior. El Renacimiento, en cambio, es­tima la antigüedad como una edad de oro, al mismo tiempo que devalúa la Edad Media. Y así comienza entonces a creerse y a decirse que «habría habido dos épocas luminosas, Antigüedad y Rena­cimiento –los tiempos clásicos– y, entre ellas, una edad media, un pe­ríodo interme­dio, un bloque uniforme, una serie de “siglos groseros”, de “tiempos oscuros”» (Régine Pernaud, ¿Qué es la Edad Media?, Magisterio, Madrid 1986, 2ª ed., pgs. 55-56).

La crisis del cristianismo europeo en el Renacimiento es una crisis previsible, que lejos de producirse en forma inesperada y brusca, se inicia ya al final de la Edad Media, cuando el poder ci­vil se va emancipando de la autoridad reli­giosa, la ra­zón comienza a independizarse de la fe, y la filosofía de la teología. Es toda la unidad caracte­rística del mundo medieval la que se disgrega más y más en el Renacimiento.

Efectivamente, es a partir del Renacimiento cuando se agudizan mucho las disociaciones que van a terminar rom­piendo la unidad profunda que caracteriza la Cristiandad: disocia­ciones entre razón-fe, tierra-cielo, vida presente-vida eterna, gracia-li­bertad, laicos-religiosos, rey-Papa, oración-trabajo, natural-sobrenatural, política-mo­ral, vida personal-social… La Europa renacentista, en efecto, se va divi­diendo más y más: en naciones cada vez más cerradas en sí mismas; en las lenguas vernacúlas que se desarrollan, mientras retrocede el latín, la lengua común del Occi­dente cristiano; los pen­samientos, cada vez más críti­cos y subjeti­vos, van derivando hacia escuelas filosóficas y teológicas irrecon­ciliables. Y lo que es más grave y decisivo: en el Renacimiento todo va pasando del teocen­trismomedieval al antropocentrismo de los tiempos nuevos. Éstos son, como ya he dicho, los pasos iniciales hacia el ateísmo actual de masas, que analizaremos en su día.

La falsificación de la Edad Media se inicia en el Renacimiento, con gran virulencia en la Reforma protestante, pero también en ciertos ambientes socialmente altos de la Iglesia Católica. Se va haciendo predominante un distanciamiento crítico ha­cia la Edad Media –es decir, hacia la tradición cristiana, la vida mo­nástica y religiosa, la austeridad de costumbres en los laicos, el pensamiento filosófico y teológico de la escolás­tica, la primacía del Papa y de los Obispos, la conciencia de «el pecado del mundo», la ne­cesidad de la gracia y su absoluta primacía, etc.–. Ese distanciamiento, todavía tímido, llegará a ha­cerse una abierta repulsa en la apostasía del siglo XX, cuando se afirma culturalmente un rechazo consciente y sistemático de la tradición católica. Pero ya en este período, en la Edad Mo­derna, podemos observar ese menosprecio de la tradición católica precedente, que lleva consigo ne­cesariamente una falsificación peyora­tiva del milenio medieval, que, como digo, sólo alcan­zará formas extremas en la apostasía de nuestro siglo. Trataré de indicar en unos pocos trazos los principales rasgos antimedievales del Renacimiento, señalando al mismo tiempo su condición errónea.

Descubrimiento de la Antigüedad. No es cierto que en el XV-XVI, con ocasión de los viajes comerciales, se descubrieran las obras de la Antigüedad clá­sica, pues casi todas eran ya conocidas en la Edad Media. Lo que cambia en el Renacimiento es la ac­titud ha­cia ellas, pasándose ahora a una canonización admirativa de las mismas.

«En las letras como en las artes, la Edad Media no había cesado de inspirarse en la antigüedad, pero no consi­deraba por eso sus obras como arquetipos o modelos. Fue en el siglo XVI cuando se im­puso en este te­rreno, como en todos, la ley de la imitación» (Pernaud 83). A partir del Renacimiento las obras de arte son bellas en la medida en que se aproximan a los cáno­nes clásicos greco-romanos. El arte románico y el gótico, por tanto, es un arte bárbaro que, en lo posible, debe ser sustituído por la corrección impecable del arte nuevo, es decir, del antiguo. Así se llega al neoclásico en la segunda mitad del XVIII. El arquitecto Ventura Rodríguez, por ejemplo, destruye en la catedral de Pamplona su fachada románica y la sustituye por una plenamente clásica y academicista (1783). Dios le haya perdonado.

Uniformización de todo. También a partir del Renacimiento, la variedad medie­val de los derechos regionales, que recono­cen a costumbres, fueros y usatges una im­portancia principal, cede el paso progresi­vamente a un Derecho Romano uniformiza­dor. La mujer, con eso, pierde derechos cí­vicos ante el poder monárquico del paterfa­miliæ. Las pequeñas comunidades señoria­les, formadas por lazos atados con pactos personales, van quedando devaluadas ante la política de los nuevos Estados centralizados, orientados ya hacia el ab­solutismo y la uniformidad de súbditos y regiones. La diversidad estética de los estilos ar­tísticos medievales se va unificando también bajo los rigurosos cánones clásicos del arte an­tiguo. Y la variedad de las tradiciones litúrgicas cede también ante la universalidad de la liturgia romana, que en Trento se establece como casi la única de toda la Iglesia.

Sujeción de la Iglesia al poder civil. El nombramiento de Obispos y abades por los re­yes y señores, que durante toda la Edad Media, con excepción del período carolin­gio, constituyó unabuso cuando se produjo, se convirtió en el siglo XVI en práctica ha­bitual y norma de derecho.

Si bien en for­mas pactadas con la autoridad de la Iglesia, es entonces cuando nace el Patronato de los reyes de España y Portugal, o el Concordato por el cual en Francia, durante cuatro siglos, todos los Obispos y aba­des eran nombrados por el rey, primero, o por el presidente de la república, después (1516-1904).

–Rebrotan ahora los males que la Cris­tiandad medieval disminuyó o hizo desapa­recerEl aborto y el suicidio, vistos con ho­rror por el pueblo cristiano medieval, se irán multipli­cando en uncrescendo siempre continuo, que llega hasta nuestros días. La brujería, que al final de la Edad Media comienza a ser un grave problema social perseguido, se multiplica más y más en los siglos XV hasta el XVII, cuando se inicia ya la reacción contraria. La esclavi­tud, prácticamente extinguida en la Cris­tiandad medieval, asoma de nuevo en la Eu­ropa del XV, aumenta a partir del XVI, sobre todo en América, y se multiplica espanto­samente en el XVIII y primera mitad del XIX, cuando termina.

En punto a guerras, ha de afirmarse que la belicosidad de las edades moderna y contemporánea es incomparablemente mayor que la del milenio medie­val. Aparte de la guerra llamada de los «Cien años» (1340-1453), que tuvo alcan­ces regionales, la paz en la Edad Media predomina entre los reyes cristianos. Y es que Renacimiento y Reforma rompen la unidad espiritual y social de Europa, y abren las puertas a una época en la que guerras y disputas serán casi continuas entre las naciones de la Cristiandad, antes her­manas.

Y en fin, durante los siglos modernos la intolerancia religiosa se agu­diza en términos an­tes no conocidos. Dejando muy lejos los tiempos de San Fernando III de Castilla y León, que en el siglo XIII pudo llamarse el «rey de las tres religiones» (judía, cristiana y musul­mana), es en los siglos XV y XVI, cuando se mul­tiplican por toda Europa las expulsiones de judíos y moros. Pero en los tiempos modernos y contemporáneos han de producirse aún extremos de intolerancia social y religiosa indeciblemente mayores, como los procedentes de las ideas de Locke (Ensayo sobre la tolerancia, 1667; Carta sobre la tolerancia, 1689), Rousseau, Voltaire, Marx, Lenin, Hitler, etc.

Una profesora ayudante de la doctora Régine Pernaud incurrió una vez en un lapsus tan grave como signifi­cativo, aludiendo al caso Galileo como a algo característico del oscurantismo de la Edad Media. Fue preciso recordarle que «el affaire Galileo, atribuído por ella a los siglos oscuros del medioevo, había tenido lugar en la Edad Moderna, en 1633, exactamente. Galileo [1564-1642] fue contemporáneo de Descartes [1596-1650]. El affaire Galileo sucedió cien años después del nacimiento de Montaigne (1533) y más de un siglo después de la Reforma (1520)» (Pernaud 157-158).

–Resurge el culto pagano del mundo visible. En fin, por los siglos XVI y XVII se inicia una época, ya apuntada en el otoño de la Edad Media, en que no pocos cristianos van orientándose más y más a la posesión go­zosa de este mundo visible. Todavía en ese tiempo perdura con fuerza, lo veremos en seguida, el espíritu de la tradición cristiana. Todavía ésta es la sa­via que vivifica gran parte del árbol eclesial, como puede comprobarse sobre todo en el XVI español, tanto en España como en la evangelización de His­panoamérica. Pero la paganiza­ción del cris­tianismo se inicia en el Renacimiento, sobre todo en el mundo de los altos personajes civiles y ecle­siásticos, y va logrando que la bautismal renuncia al mundo, la que abre la puerta a la vida nueva cristiana, se quede en nada. La norma que va ganando vigencia es ésta: «busquemos primero de todo los bienes de este mundo, que ya la bon­dad de Dios nos dará por añadidura la vida eterna».

La Virgen Sixtina, de Rafael Sanzio (1483-1520), cuya imagen va al comienzo de este artículo, es una de sus obras más hermosas y puede ayudarnos a conocer el Renacimiento. El cuadro, realizado al final de la vida del maestro por encargo de los monjes de la iglesia de San Sixto, en Placencia (1513-1518 ?), une la tierra (las cortinas) y el cielo (las nubes) en una composición de excepcional belleza. La Virgen María con el Niño aparece al centro en una especie de elipse vertical; a su izquierda, San Sixto; a su derecha, Santa Cecilia (o Santa Bárbara, según el Vasari). Posteriormente, el mismo Rafael acrecentó todavía la gracia del cuadro añadiendo en la base dos angelitos, entre aburridos y contemplativos.

El rostro de la Virgen es sagrado, misterioso, bellísimo. Su expresión es a un tiempo humana y sobrehumana, serena y asombrada (¿al saberse madre de un Niño divino?), majestuosa y como asustada (¿qué harán con mi Niño?). Una vez visto este rostro, ya no se olvida.

Pero quizá la inquietud de ese rostro puede significar otra cosa: «¿Cómo yo, siendo pecadora, la amante de Rafael, podré prestar mi imagen al rostro de la Santísima Virgen María?». Porque en efecto, Margarita Luti, notable por su gran belleza, llamada la Fornarina, hija de un panadero (fornaio) del Trastévere romano, fue durante años la amante de Rafael y su modelo más frecuente, sobre todo en las imágenes de la Virgen María, que son numerosas, como ésta. El maestro, un hombre sinceramente religioso, poco antes de morir, alejó a la Fornarina de su alcoba, y a los treinta y siete años, «confeso y contrito», falleció el 6 de abril de 1520, un Viernes Santo.

Belleza, pecado, cristianismo sincero, pero enfermo de mundo. La Virgen Sixtina de Rafael. La Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Puro Renacimiento.

Fuentes: P. José María Iraburu, (186) Final de la Cristiandad. El Renacimiento


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