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Jesus Crucificado en la Basilica del Santo Sepulcro en Tierra Santa

JESÚS CARGA CON SU CRUZ HASTA EL CALVARIO

Cuando Pilatos salía del Tribunal, una parte de los soldados lo siguió y formó ante el palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los seis enemigos de Jesús que habían estado presentes en su arresto en el huerto de los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los verdugos condujeron a Jesús al centro de la plaza, adonde fueron los esclavos a dejar la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la Redención del género humano. Como los sacerdotes paganos abrazaban un nuevo altar, así Nuestro Señor abrazaba su cruz. Los soldados, con gran esfuerzo, colocaron la pesada carga de la cruz sobre el hombro derecho de Jesús. Vi a ángeles invisibles ayudarlo, pues si no, no hubiera podido con ella; mientras Jesús oraba, pusieron sobre el cuello a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos a ellas; las piezas grandes las llevaban esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó, y uno de los fariseos, a caballo, se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga, y le dijo: «Ahora se han acabado las bellas palabras. ¡Arriba!» Lo levantaron con violencia, y sintió asentarse sobre sus hombros todo el peso que nosotros deberemos llevar después de él, según sus santas palabras. Entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de Reyes; tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.

Mediante cuerdas atadas al pie de la cruz, dos soldados la sujetaban en el aire por detrás; otros cuatro sostenían las cuerdas atadas a la cintura de Jesús. Nuestro Señor, temblando bajo su peso, recordó a Isaac llevando a la montaña la leña destinada a su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de la marcha; el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo, cubierto con sus armaduras, y rodeado de sus oficiales y de la tropa de caballería. Detrás de ellos iba un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos ellos de las fronteras de Italia y Suiza; delante iba una trompeta que tocaba en todas las esquinas y proclamaba la sentencia. A pocos pasos, seguía un numeroso grupo de hombres y chiquillos, que llevaban cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos acarreaban palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones. Todavía más atrás se veía a algunos fariseos a caballo y un joven que sujetaba contra el pecho la inscripción que Pilatos había mandado escribir para la cruz; éste llevaba también, en la punta de un palo, la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras llevaba la cruz. Este joven no parecía tan malvado como el resto. Finalmente, iba Nuestro Señor, con los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, y lleno de llagas y heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre; devorado por la fiebre y la sed, y asaeteado por dolores infinitos; con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; con la mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando el esfuerzo de levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados sostenían a distancia las puntas de los cordeles atados a la cintura de Jesús; los dos de delante tira­ban, los que le seguían le empujaban, de suerte que no podía asegurar un paso; sus manos estaban heridas por las cuerdas con que las había tenido atadas, su cara estaba ensangrentada e hinchada; su barba y sus cabellos manchados de sangre, el peso de la cruz y las cadenas apretaban contra su cuerpo el vestido de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su alrededor no había más que burlas y crueldades, pero su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones llevados también por cuerdas con los brazos atados a los travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas, abierto por los dos lados; y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón estaba tranquilo, pero el otro, por el contrario, no cesaba de quejarse y protestar. La mitad de los fariseos a caballo cerraban la marcha; algunos corrían acá y allá para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos. El gobernador romano vestía su uniforme de batalla en medio de sus oficiales. Precedido por un escuadrón de caballería y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza y entró en una calle bastante ancha; se movía por la ciudad para prevenir cualquier insurrección popular.

Jesús fue conducido por una calle estrecha y que daba un rodeo para no estorbar a la gente que iba al Templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte de la población se había dispersado tras la condena de Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al Templo a fin de acabar los preparativos para sacrificar el cordero pascual; no obstante, la multitud era todavía numerosa y corrían en desorden para ver pasar la triste procesión; la escolta de los soldados romanos impedía que se acercasen en exceso, y los curiosos tenían que dar la vuelta por las calles que atravesaban y correr delante para verlos. Casi todos ellos llegaron al Calvario antes que Jesús. La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y sucia; sufrió mucho pasando por allí, porque los esbirros lo atormentaban con las cuerdas; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas, los esclavos le tiraban lodo e inmundicias, y hasta los niños cogían piedras y se las lanzaban o se las echaban bajo los pies.

 

PRIMERA CAÍDA DE JESÚS BAJO EL PESO DE LA CRUZ

La calle, poco antes de su fin, torcía a la izquierda; se ensanchaba un poco, e iniciaba una cuesta. Había por allí un acueducto subterráneo, que venía del monte de Sión. Antes de la subida había un hoyo que, cuando llovía, con frecuencia se llenaba de agua y lodo, por cuya razón habían puesto una piedra grande sobre él para facilitar el paso. Cuando Jesús llegó a este sitio, ya no podía andar. Pero, como los verdugos tiraban de él y lo empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esta piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole. En vano Jesús tendía la mano para que lo ayudasen. «¡Ah! — exclamó—, pronto se acabará todo», y rogó por sus verdugos. Mas los fariseos gritaron: «Levantadlo, si no se nos morirá en las manos.» A ambos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza; y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron entonces la corona de espinas. Una vez lo hubieron puesto en pie, le cargaron de nuevo la cruz sobre los hombros y, a causa de la corona, con dolores infinitos, tuvo que ladear la cabeza para poder acomodar sobre su hombro el peso de la cruz y así continuó su camino, cada vez más duro.

 

SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS

Jesús se encuentra con su Sagrada Madre

La Bendita Madre de Jesús se había ido de la plaza, después de pronunciada la inicua sentencia, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Recorrieron muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús, pero cuando el sonido de la trompeta, el tumulto de la gente y la escolta de Pilatos anunciaban la subida al Calvario, no pudo resistir el deseo de ver a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar; se fueron a un palacio, cuya puerta daba a la calle en la que Jesús cayó por primera vez bajo la cruz; era, si no me equivoco, la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuyo Tribunal está en la llanura de Sión. Juan obtuvo de un criado compasivo el permiso para ponerse en la puerta con María. Con ellos estaban, además, un sobrino de José de Arimatea, Susana, Juana Cusa y Salomé de Jerusalén. La Madre de Dios estaba pálida, y con los ojos enrojecidos de tanto llorar, e iba cubierta con una capa gris azulada. Se oía ya el ruido acercándose, el sonido de la trompeta y la voz del heraldo publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta; el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María se puso de rodillas y oró. Tras su ferviente plegaria, se volvió hacia Juan y le dijo: «¿Me quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré soportarlo?» Juan le contestó: «Si no te quedas a verlo pasar, luego lamentarás no haberlo hecho.» Se quedaron cerca de la puerta, con los ojos fijos en la procesión, que aún estaba distante pero iba avanzando poco a poco. La gente no se ponía delante de la comitiva sino a los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos del suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: «¿Quién es esta mujer que se lamenta?», y otro respondió: «Es la Madre del Galileo.» Cuando los miserables oyeron tales palabras llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos cogió en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los mostró a la Santísima Virgen, burlándose. Pero ella estaba mirando a Jesús, que se acercaba, y tuvo que sostenerse en el pilar de la puerta para no caer, pálida como un cadáver con los labios casi azules. Pasaron los fariseos a caballo, después el chico que llevaba la inscripción; detrás de éste su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado, bajo la pesada carga de la cruz, inclinada su cabeza coronada de espinas. Echó una mirada de compasión sobre su Madre, tropezó y cayó por segunda vez sobre sus rodillas y manos. María, en medio de la inmensidad de su agonía, no vio ni a soldados ni a verdugos; no vio más que a su querido Hijo. Se precipitó desde la puerta de la casa entre los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se abrazó a él. Yo sólo oí estas palabras: «¡Hijo mío!» y «¡Madre mía!», pero no sé si fueron realmente pronunciadas, o si las oí sólo en mi mente.

Siguió una momentánea confusión: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los verdugos la injuriaban. Uno de ellos le dijo: «Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí?, si lo hubieras educado mejor, no estaría ahora en nuestras manos.» Algunos soldados sin embargo tuvieron compasión. Y, aunque se vieron obligados a apartar a la Santísima Virgen, ninguno le puso las manos encima. Juan y las santas mujeres la rodearon, y ella cayó como muerta sobre sus rodillas, sobre la piedra angular de la puerta, donde quedó la huella de sus manos. Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera Iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el obispado de Santiago el Menor. Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús se la llevaron al interior de la casa y cerraron la puerta. Mientras tanto, los esbirros levantaron a Jesús y le colocaron de otro modo la cruz sobre los hombros. Los brazos de la cruz se habían desatado. Uno de ellos había resbalado y era con el que Jesús había tropezado. Jesús lo llevaba ahora de tal modo que, por detrás, todo el peso de la pieza se arrastraba por el suelo. Yo vi acá y allá, en medio de la multitud que seguía a la comitiva profiriendo maldiciones e injurias, a algunas mujeres cubiertas con velos y derramando lágrimas.

 

TERCERA CAÍDA DE JESÚS

Simón el Cireneo

Tras recorrer un tramo más de calle, la comitiva llegó a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella había una plaza abierta de la que partían tres calles. En esta plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó: la cruz se deslizó de su hombro y quedó a su lado, y ya no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que cruzaban por allí para ir al Templo exclamaban, compasivas: «¡Mira este pobre hombre, está agonizando!»; pero sus enemigos no tenían piedad de él. Esto causó un nuevo retraso: no podían poner a Jesús en pie y los fariseos dijeron a los soldados: «No llegará vivo al lugar de la ejecución; buscad un hombre que le ayude a llevar la cruz.» A poca distancia vieron a un pagano llamado Simón el Cireneo acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba atrapado entre la multitud, y los soldados, habiendo reconocido por sus vestidos que era un pagano, y un trabajador de clase inferior, lo cogieron y le ordenaron que ayudara al Galileo a llevar su cruz; primero se negó, pero luego tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban y algunas mujeres que lo conocían se hicieron cargo de ellos. Simón estaba muy disgustado y se sentía vejado al tener que caminar junto a un hombre que se hallaba en tan deplorable estado como Jesús: sucio, herido y con la ropa llena de lodo. Pero Jesús lloraba y lo miraba con tal ternura que Simón se sintió conmovido. Lo ayudó a levantarse y al instante los esbirros ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. Él iba detrás de Jesús, a quien había aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos color rojo. Los dos mayores, de nombre Rufo y Alejandro, se unieron más adelante a los discípulos de Jesús. El tercero era mucho más pequeño, pero unos pocos años más tarde lo vi viviendo con san Esteban. Simón no había acarreado durante mucho rato la cruz, cuando se sintió profundamente tocado por la gracia.

 

EL LIENZO DE LA VERÓNICA

La comitiva entró en una calle larga que torcía un poco a la izquierda y que estaba cortada por otras calles que la cruzaban. Muchas personas bien vestidas se dirigían al Templo; algunas no querían ver a Jesús por el temor farisaico de contaminarse; otras, por el contrario, mostraban piedad por sus sufrimientos. La procesión había avanzado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de majestuoso aspecto que llevaba de la mano a una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda y se puso a caminar delante de la comitiva. Era Serafia, mujer de Sirach, miembro del Consejo del Templo, a quien desde ese día se conoce como Verónica (de vera e icon, verdadero retrato). Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor para refrescarlo en su doloroso camino al Calvario. Cuando la vi por primera vez iba envuelta en un largo velo y llevaba de la mano a una niña de nueve años que había adoptado; del otro brazo, llevaba colgando un lienzo, bajo el que la niña escondió una jarrita de vino al ver acercarse la comitiva. Los que iban delante quisieron apartarla, mas la mujer se abrió paso a través de la multitud de soldados y esbirros, y llegó hasta Jesús, se arrodilló a su lado y le ofreció el lienzo, diciéndole: «Permite que limpie la cara de mi Señor.» Jesús cogió el paño con su mano izquierda, enjugó con él su cara ensangrentada y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa y se levantó. La niña tendió tímidamente la jarrita de vino hacia Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. Lo inesperado del valiente gesto de Verónica había sorprendido a los guardias, y provocado una momentánea e involuntaria detención, que Verónica aprovechó para ofrecer el lienzo a su Divino Señor. Los fariseos y los alguaciles, irritados por esta parada y, sobre todo, por este testimonio público de veneración que se había rendido a Jesús, pegaron y maltrataron a Nuestro Señor, mientras Verónica entraba corriendo en su casa.

En cuanto estuvo dentro, extendió el lienzo sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado, llorando. Una amiga que fue a visitarla la halló así, junto al lienzo extendido, y vio que la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada en él en todos sus detalles. Se quedó atónita, hizo volver en sí a Verónica y le mostró el lienzo, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: «Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de sí mismo.» Este paño era de tela fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre llevar un lienzo semejante al socorrer a los afligidos y a los enfermos, y limpiarles la cara con él en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el lienzo en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Santísima Virgen, y luego para la Iglesia, por medio de los apóstoles.

 

CUARTA Y QUINTA CAÍDAS DE JESÚS

Las llorosas hijas de Jerusalén

La comitiva estaba todavía a cierta distancia de la puerta situada en la dirección sudoeste. Para llegar a ella, hay que pasar bajo una bóveda, por encima de un puente y por debajo de otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la ciudad se dirige hacia el sur y rodea el monte de Sión. Al acercarse a la puerta los brutales esbirros empujaron a Jesús dentro de un lodazal. Simón el Cireneo, en su intento de evitar el lodazal, ladeó la cruz, causando la cuarta caída de Jesús, esta vez en el lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible: «¡Ah, Jerusalén, cuánto te he amado!, he querido reunir a tus hijos como la gallina cobija a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas tan cruelmente fuera de tus puertas.» Al oír estas palabras, los fariseos lo insultaron de nuevo, le pegaron y lo arrastraron para sacarlo del lodo. Simón el Cireneo se indignó tanto al ver esta crueldad, que exclamó: «Si no cesáis vuestras infamias, dejo la cruz, aunque me matéis a mí también.» Al traspasar la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se dirige al monte Calvario. El camino principal, del cual se aparta aquél, se divide en tres a cierta distancia; el uno tuerce a la izquierda y conduce a Belén por el valle de Sión; el otro se dirige al occidente y llega hasta Emaús y Jope; el tercero rodea el Calvario y finaliza en la puerta del Ángulo, que conduce a Betsur. Desde esta puerta, por donde salió Jesús, se puede ver la de Belén. Habían puesto, en el lugar donde comienza el camino al Calvario, una tabla anunciando la muerte de Jesús y de los dos ladrones. Cerca de ese punto había una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de Jerusalén con sus niños en brazos, que habían ido delante de la comitiva; otras habían venido para la Pascua, de Belén, de Hebrón y de los lugares vecinos. Jesús desfalleció pero no cayó al suelo porque Simón dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y lo sostuvo. Ésta es la quinta caída de Jesús bajo el peso de la cruz. Cuando las mujeres vieron su cara tan desfigurada y tan llena de heridas comenzaron a lamentarse y a llorar y, según la costumbre de los judíos, le acercaban sus ropas para que se limpiara el rostro con ellas. Jesús se volvió hacia las mujeres y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: «Felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar.» Entonces empezarán a decir a los montes: «Caed sobre nosotros»; y a las alturas: «Cubridnos, pues; si así se trata la madera verde, ¿qué será con la seca?».» Después les dirigió unas palabras de consuelo que he olvi­dado. Y allí se pararon durante un momento. Los que llevaban los instrumentos del suplicio, se adelantaron hacia el monte Calvario acompañados por cien soldados romanos de la escolta de Pilatos. Éste les seguía de lejos, pero al llegar a la puerta se volvió a la ciudad.

 

SEXTA Y SÉPTIMA CAÍDAS DE JESÚS

Jesús en el Gólgota

Se pusieron en marcha; Jesús, encorvado bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho esfuerzo el duro camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario, en el lugar en donde el sendero tuerce hacia el sur, se cayó por sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Lo empujaron y le pegaron más brutalmente que nunca y llegó luego a la roca del Calvario, donde cayó por séptima vez. Simón el Cireneo, también muy cansado, estaba lleno de indignación y de piedad. Pese a su fatiga, hubiera querido seguir ayudando a Jesús, pero los esbirros lo echaron. Poco tiempo después se unió a los discípulos de Jesús. Echaron también toda la gente ociosa que había ido. Los fariseos, a caballo, habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario; desde esa altura se podía ver por encima de los muros de la ciudad. El llano que había en la elevación, que era el sitio del suplicio, tenía forma circular y estaba rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Éste es al parecer un número usual en muchos sitios del país; hay cinco caminos hasta los baños, hasta donde se bautiza, hasta la piscina de Betesda; muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda significación profética, a causa de las cinco llagas del Salvador, que abren las cinco puertas del Cielo.

Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura, en el lado occidental de la montaña, donde la pendiente es suave. La vertiente por donde se conduce a los condenados es, en cambio, áspera y ardua. Los cien soldados romanos se hallaban dispersos acá y allá. Algunos estaban con los dos ladrones, que no habían sido conducidos al llano para dejar el lugar libre, pero a quienes habían dejado recostar en el suelo un poco más abajo, dejándoles los brazos atados a los maderos transversales de sus cruces. Los soldados los vigilaban mientras mucha gente, la mayor parte de clase baja, extranjeros, esclavos, paganos, muchas mujeres y todas las personas que no temían contaminarse, rodeaban el llano o permanecían sobre las elevaciones próximas.

Eran las doce menos cuarto cuando Nuestro Señor, llevando su cruz, tuvo la última caída y llegó al preciso lugar donde iba a ser crucificado. Los bárbaros tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los diferentes trozos de la cruz y los colocaron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo representaba el Salvador allí, de pie en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan destrozado, tan ensangrentado! Los esbirros lo tiraron al suelo para medirlo, y se burlaban de Él diciéndole: «Rey de los judíos, deja que construyamos tu trono.» Pero Él mismo se colocó sobre la cruz donde le tomaron la medida para los soportes de pies y manos; después lo condujeron unos setenta pasos al norte, a una especie de hoyo abierto en la roca que parecía un silo. Lo empujaron dentro tan brutalmente, que se hubiera roto las piernas contra la piedra si los ángeles no lo hubieran socorrido. Le oí gemir de dolor de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron centinelas fuera, mientras los esbirros continuaban sus preparativos para la crucifixión. En medio del llano circular se hallaba el punto más elevado del Calvario; era un montículo redondeado, de dos pies de altura al que se subía por unos escalones. Los esbirros cavaron en él tres agujeros para clavar las tres cruces y pusieron a derecha e izquierda las de los dos ladrones, excepto las piezas transversales, a las cuales ellos tenían las manos atadas, y que fueron fijadas después sobre la pieza principal. Situaron la cruz de Jesús en el sitio donde debían colocarla, de modo que luego pudieran levantarla sin dificultad y dejarla caer dentro del agujero. Clavaron los dos brazos y el pedazo de madera para sostener los pies, horadaron la madera para meter los clavos y colgar la inscripción, hicieron incisiones para la cabeza y la espalda de Nuestro Señor, a fin de que todo su cuerpo fuese sostenido por la cruz y no colgado, y que todo el peso no pendiera de las manos, ya que entonces podrían abrirse, y llegar la muerte más rápido de lo deseado. Clavaron estacas en la tierra y fijaron en ellas un madero que debía servir de apoyo a las cuerdas para levantar la cruz, e hicieron, en fin, otros preparativos similares.

 

MARÍA Y LAS SANTAS MUJERES VAN AL CALVARIO

Después de su doloroso encuentro con Jesús portando la cruz, la afligida Madre fue recogida sin conocimiento por Juan y las santas mujeres. Acompañada por ellos, fue a casa de Lázaro, cerca de la puerta del Ángulo, donde estaban reunidas Marta, Magdalena y muchas otras santas mujeres. Unas diecisiete abandonaron la casa para acompañar a Jesús en el camino de la Pasión, es decir, para seguir cada paso que El hubiera dado en su penoso avance. Las vi, cubiertas con sus velos, en la plaza, sin hacer caso de los insultos del pueblo, besar el suelo en donde Jesús había cargado con la cruz y seguir el camino que Él había seguido. María buscaba las huellas de sus pasos e, interiormente iluminada, mostraba a sus compañeras los lugares consagrados por algún particular padecimiento. De este modo la devoción más sentida de la Iglesia fue grabada por la primera vez en el corazón maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón; pasó de su boca sagrada a sus compañeras y de éstas hasta nosotros. Así la tradición de la Iglesia se perpetúa del corazón de la Madre al corazón de los hijos.

Cuando estas santas mujeres llegaron a la altura de la casa de Verónica, entraron en ella porque Pilatos y sus oficiales cruzaban en ese momento la calle y no querían tropezarse con ellos. Al ver allí las santas mujeres la cara de Jesús estampada en el lienzo lloraron y dieron gracias a Dios por ese don que había hecho a su fiel sierva. Cogieron la jarrita de vino aromatizado que no habían dejado beber a Jesús y se dirigieron todas juntas hacia el monte de Gólgota. Su número se iba incrementando con muchas personas de buena voluntad, entre ellas cierto número de hombres. Subieron al Calvario por la vertiente occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan se acercaron hasta el llano circular. Marta, María de Helí, la hermana mayor de la Virgen, Verónica, Juana Cusa, Susana y María, la madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que estaba transida de dolor. Más abajo de la montaña había un tercer grupo de santas mujeres, y unas pocas que llevaban mensajes de un grupo al otro. Los fariseos a caballo iban y venían por los alrededores de la llanura, y en los cinco accesos había soldados romanos. ¡Qué espectáculo para María el ver en este sitio del suplicio los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible cruz, los verdugos medio desnudos y casi borrachos llevando a cabo sus horrendos preparativos con mil imprecaciones! La ausencia de Jesús aumentaba su martirio; sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo y temblaba al pensar en los tormentos a que le vería expuesto.

Desde las diez de la mañana, la hora en que la sentencia fue pronunciada, fue cayendo granizo a intervalos, después el cielo se serenó; pero, de las doce en adelante, una niebla rojiza oscureció el sol.

 

JESÚS CRUCIFICADO Y REFRESCADO CON VINAGRE

Cuatro esbirros fueron a buscar a Jesús al silo donde lo habían encerrado, lo trataron con su habitual brutalidad, llenándolo de ultrajes en los últimos pasos que le quedaban por dar; luego lo arrastraron sobre el montículo. Cuando las santas mujeres lo vieron, dieron dinero a un hombre para que comprara de los verdugos el permiso de dar de beber a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Pero los miserables se lo negaron, y se bebieron en cambio ellos el vino. Los esbirros llevaban consigo dos vasijas, una con vinagre y hiel, la otra con una bebida que parecía vino mezclado con mirra y absenta; presentaron esta última bebida al Señor, pero Jesús, tras mojar sus labios con ella, no bebió. Había dieciocho esbirros sobre la elevación. Los seis que habían azotado a Jesús, los cuatro que lo habían conducido, dos que habían sostenido las cuerdas atadas a la cruz y seis que debían crucificarlo. Eran extranjeros mercenarios pagados por judíos y romanos. Eran hombres de poca estatura pero robustos, y sus caras feroces, junto a sus cabellos crespos, los asemejaban más a animales que a personas.

Esta escena era tanto más espantosa para mí en cuanto que veía por todas partes horribles espíritus malignos bajo formas diversas; como serpientes, sapos, etc. Veía con frecuencia sobre Jesús figuras de ángeles llorando, también veía ángeles compasivos que consolaban a la Santísima Virgen y a los amigos de Jesús.

 

JESÚS CLAVADO EN LA CRUZ

Los esbirros despojaron a Nuestro Señor de su capa, del cinturón con el cual lo habían arrastrado y de su propio cinto. Le quitaron después la sobrevesta de lana blanca y, como no podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, le arrancaron sin miramientos esta corona de la cabeza, abriendo de nuevo todas sus heridas. No le quedaba más que su escapulario corto de lana sobre los hombros y un lienzo alrededor de los riñones. El escapulario se había pegado a sus heridas abiertas y sufrió dolores indecibles cuando se lo quitaron. El Hijo del Hombre temblaba, estaba cubierto de llagas, sus hombros y sus espaldas estaban desgarrados hasta los huesos. Le hicieron sentarse sobre una piedra y le colocaron otra vez la corona sobre la cabeza.

En ese momento le arrancaron también el lienzo que llevaba ceñido a la cintura, con lo que dejaron al Salvador desnudo ante todos ellos, gente pervertida. Le ofrecieron de beber en un vaso vinagre con hiel, pero Él, sin decir nada, volvió la cabeza y no lo tomó. Pero cuando le cogieron otra vez agarrándole de los brazos, destapando así la desnudez que Él intentaba cubrir, se oyó el murmullo y la protesta de los amigos de Jesús. La Madre rezaba fervorosamente y quería quitarse el velo para dárselo a Él, pero en este momento un hombre llegó corriendo, se abrió paso entre los esbirros y ofreció a Jesús un lienzo, que éste aceptó agradecido y con el que se cubrió. Este hombre, llamado por las oraciones de la Santísima Virgen, sólo dijo: «¿Ni siquiera vais a dejar que se cubra?», y desapareció tan precipitadamente como había aparecido. Era Jonadab, un sobrino de san José. No era un seguidor de Jesús, pero era un hombre honesto. Ya se sintió muy irritado cuando vio que Jesús había sido desnudado para la flagelación y, mientras subían hacia el Calvario, él estaba en el Templo, pero las oraciones de la Santísima Virgen le dieron una revelación interior, y fue hacia allí a prestar este servicio a Jesús.

A continuación, tumbaron a Jesús sobre la cruz y extendiendo su brazo derecho sobre el madero derecho de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre el pecho sagrado, otro le abrió la mano, un tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido suave y claro salió del pecho de Jesús, su sangre salpicó los brazos de sus verdugos. Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del ancho de una moneda; tenían tres caras, eran del grueso de un dedo pulgar; la punta sobresalía por detrás de la cruz. Después de haber clavado la mano derecha de Nuestro Señor, los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto. Entonces ataron una cuerda al brazo izquierdo de Jesús y tiraron de él con toda la fuerza hasta lograr que la mano coincidiera con el agujero. Esta brutal dislocación de sus brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantó y sus piernas se contrajeron. Los esbirros se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo y hundieron otro clavo en la mano izquierda: los gemidos se oían en medio de los martillazos, pero no despertaron en los verdugos ninguna piedad. Los brazos de Jesús, extendidos, llegaban a cubrir completamente los brazos de la cruz. La Santísima Virgen sentía en sí misma cada insulto y cada nuevo tormento infligido a su Hijo. Estaba pálida como un cadáver y los gemidos no cesaban de salir de su pecho. Los fariseos se burlaron de ella y la increparon. Magdalena estaba fuera de sí. Se despedazaba la cara: sus ojos y sus carrillos estaban sangrientos. Los discípulos llevaron al grupo de mujeres un poco más lejos.

Los esbirros habían clavado en la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para evitar que los huesos de los pies se rompieran al sostenerlo. Habían hecho ya un agujero para el clavo de los pies y vaciado un poco la madera para encajar los talones. Todo el cuerpo de Jesús se había contraído hacia la parte superior de la cruz por la violenta tensión que soportaban los brazos y sus rodillas se habían doblado. Los verdugos le extendieron las piernas de nuevo y se las ataron con cuerdas a la cruz, pero los pies no llegaban al pedazo de madera que habían colocado para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los unos querían hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, y así bajar el cuerpo, pues era difícil mover el pedazo de madera más arriba, mientras otros lanzaban imprecaciones contra Jesús. «No quiere estirarse, pero nosotros vamos a ayudarle.» Entonces ataron una cuerda a su pie derecho y tiraron de él tan violentamente que lograron hacerlo llegar hasta el pedazo de madera. La dislocación fue tan espantosa que se oyó crujir el pecho de Jesús, y Él exclamó: «Dios mío, Dios mío.» Habían atado su pecho y sus brazos al madero para que el peso del cuerpo no arrancara las manos de los clavos. El padecimiento era insoportable. Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho y lo taladraron aparte porque no coincidía con el otro y no podían clavarlos juntos. Cogieron un clavo más largo que los de las manos y lo clavaron con el martillo atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el mástil de la cruz. Esta operación fue más dolorosa que todo lo demás, a causa de la dislocación antinatural de todo el cuerpo. Conté hasta treinta y seis martillazos. Durante toda la crucifixión, Nuestro Señor no dejaba de rezar; entre gemidos, repetía pasajes de los salmos que lo confortaban, y de los profetas, cuyas predicciones estaba cumpliendo; no había cesado de orar así en todo el camino del Calvario y lo hizo hasta su muerte. Yo oí y repetí con él todos estos pasajes, hasta que la inmensidad de mi pena me impidió seguir. Cuando hubieron acabado de clavar a Jesús en la cruz, el comandante de los soldados romanos ordenó que la tabla con las palabras de Pilatos fuera clavada a su vez arriba de todo de la cruz.

La Santa Virgen se había acercado a la escena sangrienta y cuando clavaron los pies de Jesús y ella oyó el estirar y crujir de sus huesos y sus gemidos, se desmayó y cayó en los brazos de sus compañeras. La gente se alborotó a su alrededor y los fariseos se burlaron de ella y de las santas mujeres que la atendían; unos cuantos discípulos la llevaron al sitio apartado donde estaba antes. Mientras duró la crucifixión estuvieron oyendo gritos de dolor y compasión entre las mujeres y voces que decían: «¿Por qué no se abre la tierra y devora su iniquidad?, ¿por qué no cae fuego del cielo y fulmina a los malhechores?»

El sol indicaba que eran las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la cruz, en el Templo resonaban las trompetas que celebraban la inmolación del cordero pascual.

 

EL ALZAMIENTO DE LA CRUZ

Durante la crucifixión, algunos de los esbirros seguían todavía excavando el agujero en el cual iría encajada la cruz, porque la piedra allí era muy dura. En cuanto Nuestro Señor estuvo clavado a los maderos, los esbirros ataron cuerdas a la parte superior de la cruz pasándolas por una anilla fijada en la parte posterior de la cruz, y con ellas unos alzaron la cruz, mientras otros la sostenían y otros empujaban el pie hasta el hoyo, en donde se hundió con todo su peso y un estremecimiento espantoso. Jesús dio un grito de dolor a causa de la sacudida, sus heridas se abrieron, su sangre corrió abundantemente y sus huesos dislocados chocaban unos con otros. Los verdugos, para asegurar el mástil lo fijaron, clavando alrededor cinco cuñas.

Fue un espectáculo horrible y a la vez conmovedor ver alzarse la cruz en medio de los gritos insultantes de los verdugos, de los fariseos, del pueblo que miraba desde lejos todo el proceso, el instrumento del suplicio vacilando un instante sobre su base y hundiéndose luego, temblando, en la tierra. El aire resonó al mismo tiempo con las exclamaciones piadosas y los llantos de las personas más santas del mundo. María, Juan y las santas mujeres; también todos aquellos que tenían el corazón puro, saludaron con un lamento de dolor al Verbo encarnado exaltado sobre la cruz. Manos vacilantes se elevaron intentando socorrerlo. Cuando la cruz se hundió en el hoyo de la roca con gran estrépito, hubo un momento de silencio solemne; todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y desconocida hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al sentir el golpe de la cruz hundiéndose en la tierra y redobló sus esfuerzos contra ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría llena de esperanzas, para ellas era el sonido triunfante que los aproximaba a las puertas de la redención. La sagrada cruz se elevaba por vez primera en la tierra, como un nuevo árbol de la vida, y de las heridas de Jesús corrían sobre la tierra cinco ríos sagrados para fertilizarla y hacer de ella el nuevo paraíso del nuevo Adán.

Cuando la cruz quedó fijada en su enclave, los pies de Jesús quedaban lo bastante cerca del suelo como para que sus amigos pudieran abrazarlos y besarlos. La cara de Nuestro Señor estaba vuelta hacia el noroeste.

 

LA CRUCIFIXIÓN DE LOS LADRONES

Mientras crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de espaldas a poca distancia de los guardias que los vigilaban. Eran acusados de haber asesinado a una mujer judía que, con sus hijos iba de Jerusalén a Jopa. Los habían cogido en un palacio en el que Pilatos residía algunas veces, cuando iba de maniobras con sus tropas. Habían pasado mucho tiempo en prisión antes de su condena. El ladrón de la izquierda era más mayor. Era un gran criminal, el maestro y corruptor del otro. Se los solía llamar algo así como Dimas y Gesmas, pero yo he olvidado sus verdaderos nombres; llamaré, pues, al bueno Dimas y al malo Gesmas. Los dos formaban parte de la banda de ladrones establecidos en la frontera de Egipto, y en uno de sus refugios vacíos se había hospedado una noche la Sagrada Familia en su huida a Egipto con el niño Jesús. Dimas era aquel niño leproso que su madre, por consejo de María, lavó en el agua donde se había bañado el niño Jesús y que se curó al instante. Las atenciones de su madre para con la Sagrada Familia fueron recompensados con esta curación, símbolo de la sangre que Nuestro Señor iba a derramar por él en la cruz. Dimas no conocía a Jesús, mas como su corazón no era muy malo, se conmovió al ver su extremada paciencia.

En cuanto clavaron la cruz de Jesús en tierra, los esbirros fueron a decirles que era su turno, y los desataron de las piezas transversales, pues el sol empezaba a oscurecerse y en toda la Naturaleza había un movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos cruces ya plantadas y fijaron en ellas las piezas transversales. Después de haberles dado a beber vinagre con mirra, les pasaron cuerdas debajo de los brazos y los levantaron con ellas en el aire, apoyando los pies en escalones. Les ataron los brazos a los de la cruz con cuerdas hechas de fibra de árbol, los ataron por las muñecas, los codos, las rodillas y los pies, y apretaron tan fuerte que se les dislocaron las coyunturas y abrió la carne, y de allí brotó sangre. Dieron gritos terribles y el buen ladrón dijo cuando le subían: «Si nos hubieseis clavado como al pobre Galileo os habríais ahorrado la molestia de tener que levantarnos así.»

 

LOS VERDUGOS SE REPARTEN LAS VESTIDURAS DE JESÚS

Mientras tanto, los verdugos habían hecho varios montones con trozos de los vestidos de Jesús, e iban a repartírselos. Partieron su capa y su túnica blanca, también el lienzo que llevaba alrededor del cuello, la cintura y el escapulario. No pudiendo saber a quién le tocaría la túnica de lana sin costuras que servía para nada, trajeron una mesita con números, sacaron unos dados con dibujos y la sortearon. Pero un criado de Nicodemo y de José de Arimatea vino a decirles que había gente dispuesta a comprar los vestidos de Jesús; entonces los juntaron todos y los vendieron, y así se conservaron estos preciosos despojos.

 

JESÚS CRUCIFICADO. LOS DOS LADRONES

El golpe terrible de la cruz al hundirse en la tierra, sacudió violentamente todo el cuerpo de Jesús, desde la cabeza, coronada de espinas hasta los pies. Eso lo hizo sangrar en abundancia por todas sus heridas. Los verdugos apoyaron escaleras en la cruz y ajustaron las cuerdas con que habían atado al Salvador, para que no se desgarrasen los pies y manos sujetos con clavos a causa de su peso. La sangre brotaba con fuerza de sus heridas, y era tal el padecimiento indecible de Jesús, que inclinó la cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto unos minutos. Entonces hubo un rato de silencio; los verdugos estaban ocupados en repartirse los vestidos de Jesús. El sonido de las trompetas del Templo se perdía en el aire y todos los presentes estaban sumidos en el desaliento, en la rabia o en el dolor. Yo miraba a Jesús con compasión y espanto; lo veía inmóvil, casi sin vida; yo misma creí morir. Me hallaba en la más profunda oscuridad donde no veía más que a mi Esposo clavado en la cruz. Su cabeza, con la terrible corona y con la sangre que llenaba sus ojos, su boca entreabierta, y empapaba sus cabellos y su barba, estaba inclinada sobre el pecho; tenía la carne completamente desgarrada, sus hombros, sus codos, sus muñecas estirados hasta ser dislocados, la sangre de sus manos corría por sus brazos, su pecho levantado formaba por debajo una cavidad profunda. Sus piernas, como sus brazos, sus miembros, sus músculos, su piel toda, habían sido estirados a tal extremo que se podían contar sus huesos; la sangre goteaba de sus pies sobre la tierra, todo su cuerpo estaba cubierto de heridas y llagas, de manchas negras, azules y amarillas; sus heridas se habían abierto a causa de la tensión, y el preciado líquido de su sangre se estaba volviendo cada vez más claro de color y de la consistencia del agua; su cuerpo sagrado estaba cada vez más blanco. A pesar de las horribles heridas que lo cubrían, el cuerpo de Jesús se veía indescriptiblemente noble y venerable. El Hijo de Dios seguía transmitiendo su bondad, el inmenso amor que lo había llevado a sacrificarse por toda la humanidad.

El color de la piel de Jesús, como el de María, era delicado, con una ligera tonalidad rosada. Por las muchas caminatas y los viajes en los últimos tres años su cara se había ido volviendo morena. Jesús era de tórax amplio pero no era velludo, como Juan el Bautista, que lo tenía cubierto de un pelo rojizo. Sus hombros eran anchos, sus brazos robustos, sus muslos nervudos, sus rodillas fuertes y endurecidas como las del hombre que ha viajado mucho, los muslos largos y las pantorrillas musculosas, sus pies eran de bella forma y sólidamente construidos, sus manos eran hermosas, de dedos largos y finos y, sin ser delicadas, no eran como las de un hombre que las emplea en trabajos penosos. Su cuello no era corto, pero sí robusto, su cabeza, hermosamente proporcionada, de frente alta y ancha, y un rostro de óvalo puro; el cabello era color de cobre oscuro, no era muy espeso, y quedaba abierto naturalmente en lo alto de la frente para luego caer sobre sus hombros; llevaba una barba corta y acabada en punta. Ahora sus cabellos estaban arrancados y llenos de sangre, su cuerpo era todo él una llaga y todos sus miembros estaban quebrantados.

Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había espacio suficiente como para que pudiese pasar un hombre a caballo; las de Dimas y Gesmas estaban clavadas un poco más abajo y ligeramente vueltas hacia la de Jesús. Los ladrones sobre sus cruces presentaban un horrible espectáculo, sobre todo el de la izquierda, que tenía siempre en la boca injurias e imprecaciones. Las cuerdas con que estaban atados les hacían sufrir mucho. Sus caras estaban lívidas, los ojos se les salían de las órbitas.

 

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