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El demonio existe según doctrina oficial de la Iglesia

Juan Pablo II, después de casi tres siglos de casi silencio en la Iglesia, volvió a recordar hace 13 años, durante la audiencia pública del 3 de Junio de 1998, la importancia del exorcismo. El Papa habló de los deberes del exorcista y en 1999 se publicó el rito de exorcismo que remplaza al del 1614.

El Papa, según el Padre Amorth, ha hecho al menos dos exorcismos durante su pontificado. El primer caso fue en abril del 1982, el segundo durante el año jubilar. Ambos casos se tratan de personas no identificadas que manifestaron señales de posesión durante una audiencia con el Papa. El rezó las oraciones del exorcismo por ellas en privado.

En las apariciones de la Virgen y de Jesucristo, habitualmente mencionan al maligno, de ahí el interés en informar sobre este tema en esta página mariana.

EL DEMONIO EXISTE

El demonio no es una fábula como algunos, para su desgracia, piensan. Su existencia real ha sido siempre enseñada por la Iglesia en su magisterio ordinario. Desmentir la existencia del demonio es negar la revelación divina que nos advierte sobre nuestro enemigo y sus tácticas.

Los demonios residen en el infierno y no gozan de los beneficios de la redención de Cristo. Los demonios, sin embargo, no perdieron su capacidad racional, sino que la utilizan para el mal. Dios les permite ejercitar influencia limitada en las criaturas y las cosas.

Jesucristo vino para vencer al demonio y liberarnos de su dominio que se extendía por todo el mundo sin que pudiésemos por nuestra cuenta salvarnos.

Jesucristo vence al demonio definitivamente en la Cruz. La actividad del demonio en la tierra sin embargo continuará hasta el fin de los tiempos. La parusía manifestará plenamente la victoria del Señor con el establecimiento de su Reino y el absoluto sometimiento de todos sus enemigos. Mientras tanto Dios permite que vivamos en batalla espiritual en la cual se revela la disposición de los corazones y nos da oportunidad de glorificar a Dios siendo fieles en las pruebas. Ahora debemos decidir a que reino vamos a pertenecer, al de Cristo o al de Satanás. Si perseveramos fieles a Jesús a través de las pruebas y sufrimientos, el demonio no podrá atraparnos.

Tenemos en la Iglesia todos los medios para alcanzar la gracia ganada por Jesucristo en la Cruz. Dios es todopoderoso y, si estamos en comunión con El, no debemos temer al enemigo. Mas bien debemos temer el separarnos de Dios pues sin su gracia estaríamos perdidos.

Todos los santos lucharon con valentía contra el demonio pues los sostenía la fe. Sus vidas son modelos que nos demuestran como vivir en el poder de Jesucristo la vida nueva.

Demonio es el Nombre general de los espíritus malignos, ángeles caídos (expulsados deln cielo). El jefe de estos ángeles rebeldes es Lucifer o Satanás (Mat 25).

EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE EL DEMONIO

2850 La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17, 15). Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el «nosotros», en comunión con toda la Iglesia y para la salvación de toda la familia humana. La Oración del Señor no cesa de abrirnos a las dimensiones de la Economía de la salvación. Nuestra interdependencia en el drama del pecado y de la muerte se vuelve solidaridad en el Cuerpo de Cristo, en «comunión con los santos».

2851 En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El «diablo» [«dia-bolos»] es aquél que «se atraviesa» en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

2852 «Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), «Satanás, el seductor del mundo entero» (Ap 12, 9), es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será «liberada del pecado y de la muerte».[136] «Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el Engendrado de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle. Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5, 18-19):
El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os guarda contra las astucias del diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al demonio. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8, 31).

2853 La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo ha sido «echado abajo» (Jn 12, 31).[138] «El se lanza en persecución de la Mujer», pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es librada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 17.20), ya que su Venida nos librará del Maligno.

2854 Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquel que «tiene las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1, 18), «el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que ha de venir» (Ap 1, 8): Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.

MÁS DOCTRINA DE LA IGLESIA CATÓLICA

«Si alguno dice que el diablo no fue primero un ángel bueno hecho por Dios, y que su naturaleza no fue obra de Dios, sino que dice que emergió de las tinieblas y que no tiene autor alguno de sí, sino que él miso es el principio y la sustancia del mal, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema. (Concilio de Braga, 561; Denzinger 237).

«Creemos que el diablo se hizo malo no por naturaleza, sino por albedrío.» (IV Concilio de Letrán, 1215, Denzinger 427).

«La muerte de Cristo y Su resurrección han encadenado al demonio. Todo aquél que es mordido por un perro encadenado, no puede culpar a nadie más sino a sí mismo por haberse acercado a él.» -San Agustín.

“Toda la vida humana, la individual y colectiva, se presenta como una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas”. (Concilio Vat II, Gaudium et Spes #13)

“A través de toda la Historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas que, iniciada en los orígenes del mundo, dudará, como dice el Señor, hasta el día final”. (Ibid, #37)

¿CREÓ DIOS A LOS DEMONIOS?

Dios no creó demonios sino ángeles, espíritus puros, dotados con gracia santificante, muy hermosos y capaces de bondad. Dios dotó a todos los ángeles con libertad para escoger el bien y el mal. Lucifer y sus seguidores, por orgullo, pecaron, quisieron separarse de Dios y se llenaron de maldad. Es así que se les negó la visión beatífica.

¿De dónde vino esta maldad? La maldad es causada por una opción libre de separarse de Dios. Es una carencia, una ruina.

Por ejemplo, cuando un automóvil choca se queda dañado. El daño no es una creación sino la ruina del carro. Los demonios fueron creados como los demás ángeles. Se transformaron en demonios por su pecado. Se pervirtieron sus poderes angelicales los cuales usan para el mal.

Dios sabía que algunos ángeles se rebelarían pero los creó porque Dios toma la libertad en serio, hasta sus últimas consecuencias. Pero igualmente el bien tiene y tendrá consecuencias. Si solamente pudiésemos hacer el bien no seríamos libres y no tendría mérito.

ARMAS CONTRA SATANÁS

Dios nos da en la Iglesia todas las armas para vencer al demonio.

Juan Pablo II, el 17 de febrero de 2002 (1º domingo de cuaresma)

Exhortó a la vigilancia «para reaccionar con prontitud a todo ataque de la tentación».

Habló de las armas del cristiano «para afrontar el diario combate contra las sugerencias del mal: la oración, los sacramentos, la penitencia, la escucha atenta de la Palabra de Dios, la vigilancia y el ayuno».

Estos medios ascéticos, inspirados por el mismo ejemplo de Cristo, siguen siendo indispensables hoy, pues «el demonio, «príncipe de este mundo», continúa todavía hoy con su acción falaz».

El Papa pidió entusiasmo en «el camino penitencial de la Cuaresma para estar preparados a vencer toda seducción de satanás y llegar a Pascua en la alegría del espíritu».

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Naturaleza y Función de los Ángeles

Un ángel es un ser perfecto creado por Dios para servirle y enviar sus mensajes, la segunda tarea más importante del Ángel es servir de custodio para el alma de cada creyente.

Los ángeles buenos nunca son agentes independientes, nunca se centran en sí mismos. Siempre están al servicio de Dios y siempre nos guían a la Verdad plena que es Jesucristo. Cuidado con historias de ángeles que ignoran o contradicen la fe cristiana. Los ángeles de Dios son «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» (Sal 103, 20). CIC 329
Los Ángeles son inmortales y tienen una jerarquía que consta de 9 coros divididos en 3 jerarquías diferentes por su función, cada ángel es diferente ya sea en función o “apariencia”.

  

LOS ÁNGELES EXISTEN

Es doctrina de la fe católica, fundamenta en las Sagradas Escrituras y en la unanimidad de la Tradición Apostólica. “Confirmado en el Concilio Lateranense IV (1215), cuya formulación ha tomado el Concilio Vaticano I en el contexto de la doctrina sobre la creación (Const. De fide Cath… DS 3002). “ Ver CIC 328s.

 En el Credo proclamamos y confesamos a Dios creador de todo lo invisible e invisible.

  

NATURALEZA ANGELICAL

Seres espirituales, no corporales CIC 328

Los ángeles y los seres humanos son de diferente naturaleza. Ni los hombres se convierten en ángeles ni los ángeles en hombres.

Los ángeles no tienen «cuerpo» (si bien en determinadas circunstancias se manifiestan bajo formas visibles a causa de su misión en favor de los hombres), y por tanto no están sometidos a la ley de la corruptibilidad que une todo el mundo material. Jesús mismo, refiriéndose a la condición angélica, dirá que en la vida futura los resucitados «no pueden morir y son semejantes a los ángeles» (Lc 20, 36). (JPII; 6,VIII,86)

 Son inmortales» Cf CIC 330. 

Tienen inteligencia y voluntad.

Superan en perfección a todas las criaturas visibles. 

 “Los ángeles son seres personales y, en cuanto tales, son también ellos, «imagen y semejanza» de Dios.

El Ángel se comunica con el ser humano por medio de pensamientos que introduce en el alma, por esto es imposible distinguir si un pensamiento proviene de nuestro celoso guardián o de nosotros mismos.

El lenguaje angélico es el pensamiento en estado puro sin signos o intermedios llamado especie inteligible, las naturalezas angélicas se comunican por medio de el mero pensamiento, la comunicación es telepática y puede transmitir pensamientos, sentimientos e inclusive imágenes o razonamientos, esto es voluntario y se pueden llevar a cabo diálogos como los nuestros, nosotros nos comunicamos por palabras y ellos por el pensamiento.

Los ángeles pueden hacer levitar algo en el aire o transformar algo instantáneamente, ellos puedes hacer cosas más allá de las posibilidades de lo material, pero no pueden todo ni siquiera en el mundo material solo Dios puede crear algo de la nada; esto también se aplica en lo relativo a nuestra alma, nosotros podemos observar algo y que nos recuerde algún momento en especifico, un ángel puede directamente mandar esa inspiración a nuestra alma, pero solo Dios puede mandar una gracia ya sea de arrepentimiento, de acción de gracias, etc., estas las deposita en lo más interno de nuestro espíritu y si son aceptadas pueden cambiar en cuestión de segundo el sendero que recorre nuestra vida y devolvernos al camino de la salvación.

Es muy común que al ángel se le represente con cuerpo humano y cara de niño o con facciones muy delicadas, con una expresión muy intensa y tierna.

Aunque los seres angélicos están libres de materia para enviar un mensaje directo o urgente, como la anunciación a Maria, pueden tomar “prestada” una forma humana con el permiso de Dios para no asustarnos, hay muchísimos casos de santos que tienen la gracia de ver a sus ángeles guardianes e inclusive a otros ángeles, tampoco podemos excluir a los pastores de Belén o a Zacarías quien vio al mismísimo arcángel Gabriel cuando este bajo del cielo a enviarle el mensaje de que su esposa Isabel estaba embarazada.

 

ÓRDENES Y GRADOS DE ÁNGELES

“La Sagrada Escritura se refiere a los ángeles utilizando también apelativos no sólo personales (como los nombres propios de: Rafael, Gabriel, Miguel), sino también «colectivos» (como las calificaciones de: Serafines, Querubines, Tronos, Potestades, Dominaciones, Principados), así como realiza una distinción entre Ángeles y Arcángeles.

Aún teniendo en cuenta el lenguaje analógico y representativo del texto sacro, podemos deducir que esto seres-personas, casi agrupados en sociedad, se subdividen en órdenes y grados, correspondientes a la medida de su perfección y a las tareas que se les confía. Los autores antiguos y la misma liturgia hablan también de los coros angélicos (nueve, según Dionisio el Areopagita). La teología, especialmente la patrística medieval, no ha rechazado estas representaciones, tratando en cambio de darle una explicación doctrinal y mística, pero sin atribuirles un valor absoluto.” (JPII, 6, VIII,86)

Los ángeles se distinguen en 9 coros agrupados en 3 jerarquías diferentes, aunque no conste explícitamente es la creencia general. Esta distinción hecha en relación a Dios, «a la conducción general del mundo o a la conducción particular de los Estados de las compañías y de las personas»; no se dividen por importancia pues cada ángel es importante e indispensable en su campo, mas se clasifican por cercanía a la esencia de Dios, cabe recalcar que la jerarquía no influye en la capacidad de amar de cada ser angelical, pues un ángel de la novena jerarquía podría amar mas a los hombres y a Dios que uno de la primera.

Los 3 coros de la primera jerarquía están en continua presencia de Dios, los 3 coros inferiores a estos están relacionados a la conducta del universo en general y los últimos 3 a la compañía de las personas.

Basándose en las Sagradas Escrituras los Biblistas y teólogos han ordenado a las naturalezas angélicas de la siguiente manera:

Jerarquía Superior (Serafines, Querubines y Tronos)

El Coro de Serafines. Es el coro bienaventurado por excelencia. Ellos son puro fuego de amor al servicio de Dios. Ellos están incesantemente adorando, amando y alabando a la Santísima Trinidad. Ese es su oficio y en eso precisamente consiste su beatitud. De día en día, de hora en hora, su amor se inflama sin cesar de nuevo hacia el amor supremo.

El Coro de Querubines. Son como la guardia privada de Dios. El celo personal y personificado por la gloria de Dios y por su defensa. Fue precisamente un Querubín el que expulsó a nuestros primeros padres del Paraíso terrenal. Delante del trono del Papa hay cuatro querubines. También delante de muchos Santuarios particularmente venerados, hay un Querubín. Dice Ana Catalina Enmerich que debemos invocarles en todas las tentaciones contra la fe. También dice ella que son muy apropiados para las almas escrupulosas, en especial aquellos que están asediados contra la santa virtud de la pureza.

El Coro de los Tronos. Es un coro real. Se dice eso porque cada obispado, lo mismo que cada reino o cada comunidad de claustro, tiene un ángel del coro de los tronos. Ellos presentan al Altísimo las oraciones de su Diócesis, de su reino o de su convento, ennoblecidas y santificadas por su propia oración. Una disposición divina ha querido que se les mencione en el prefacio. El Ángel de España, lo mismo que el Ángel de Portugal que se apareció en Fátima, pertenece a este concreto coro real.

Jerarquía intermedia (Dominaciones, Principados y Potestades).

El Coro de las Dominaciones. Los ángeles de este coro son donados a todos aquellos que son llamados a enseñar, sea en una Universidad, sea en una cátedra, sea en un Concilio, sea sobre determinado asunto en la dirección espiritual. Los misioneros suelen ser protegidos por estos ángeles. Son los ángeles en ayudarnos a extender el reino de Dios sobre la tierra. Los superiores de un seminario, así como los seminaristas, tienen uno al lado de ellos; y estos ángeles les inspiran a que recen por la conversión de los que están en el error o en la incredulidad, o por los malos católicos.

El Coro de los Principados. Cada parroquia tiene un ángel que pertenece a este coro. Son –según Catalina Enmerich- grandes, de aspecto majestuoso. Están arrodillados delante del santísimo Sacramento y oran noche y día por todas las familias de la comunidad parroquial. Ellos conocen a todos los parroquianos de su Iglesia e imploran el perdón cada vez que se produce un escándalo. Su rostro es amigable y lleno de afecto, y se ensombrece de gran tristeza cuando alguien recibe los sacramentos de una manera poco digna o de forma sacrílega.

El Coro de las Potestades. “Los Ángeles del Coro de las Potestades son grandes, salvo raras excepciones”, dice Anna Catalina Enmerich. Ellos están dedicados exclusivamente al servicio de los sacerdotes. Parece –siempre según la Venerable religiosa- que tienen un aspecto grave y que el demonio huye de este coro. Las Potestades velan sobre los sacerdotes, especialmente en cuanto al cumplimiento de su función.  Es muy importante el invocarlos cuando se sufre de aridez en la oración y de sequedad espiritual. También cuando uno está tentado de ceder a la cólera o impaciencia.

Jerarquía inferior (Virtudes, Arcángeles y Ángeles).

Este coro, en principio, es el que está más cerca de los hombres. Aunque todos ayudan al hombre si se les invoca.

El Coro de las Virtudes. Estos ángeles personifican la virtud, que es una fuerza en el orden del bien. Dios los envía a aquellos que ponen toda su fuerza de voluntad y toda su perseverancia para llegar a ser mejores. Son ellos los que nos ayudan a ir extirpando defectos. Son los que nos advierten, y los que a veces nos han salvado de caer en el pecado de forma casi milagrosa, o nos han ayudado a perseverar en el bien. Esto es sólo posible sin violar la voluntad humana, cuando el pecador, aunque débil, quiere de todo corazón no ceder a las tentaciones y permanecer en gracia de Dios. Este concreto coro puede serle de inestimable ayuda para avanzar por el sendero de la virtud y perfección.

El Coro de los Arcángeles. Son aquellos que nos ayudan en situaciones difíciles y extraordinarias. Por ejemplo nos dan la fuerza que necesitamos para soportar amarguras, sufrimientos y pruebas, las cuales nos aplastarían. Como mensajeros que son llevan noticias importantes.

El Coro de los Ángeles. Son los ángeles custodios que nos guían y protegen, día y noche. No se separan nunca, aunque no se les invoque. Son los mensajeros entre Dios y nosotros para las cosas frecuentes de cada día. Enjugan nuestras lágrimas, velan sobre nosotros y llevan nuestras oraciones y peticiones delante del Señor.

Todos, en realidad, no sólo el último coro, están a nuestro servicio, y la devoción hacia ellos aumentará en nosotros la virtud y la santidad.

 

Algunos autores y místicos, dividen a los ángeles entre Asistentes al Trono Divino (los grados más altos) y Mensajeros de Dios que cumplen diversas misiones por encargo suyo.

 

LOS ARCÁNGELES

Aunque la Biblia habla de siete arcángeles (Cf Tb 12,15, Ap 1,4) solo revela el nombre de tres. Estos son los que la Iglesia honra con culto litúrgico: Miguel, Gabriel y Rafael. Cada uno de los nombres termina con “El” que significa “Dios”.

El primero es Miguel Arcángel (cf. Dan 10, 13. 20; Ap 12, 7; Jdt 9). Su nombre expresa sintéticamente la actitud esencial de los espíritus buenos. «Mica-El» significa en efecto: «¿Quién como Dios?». En este nombre se halla expresada la elección salvífica gracias a la cual los ángeles «ven la faz del Padre» que está en los cielos.

El segundo es Gabriel: figura vinculada sobre todo al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios (cf. Lc 1, 19. 26). Gabri-El significa: «Mi poder es Dios» o «Poder de Dios», como para decir que el culmen de la creación, la Encarnación es el signo supremo del Padre Omnipotente.

El tercer arcángel se llama Rafael.»Rafa-El» significa: «Dios cura». Él se ha hecho conocer por la historia de Tobías en el Antiguo Testamento (cf. Tob 12. 15. 20, etc.).

Cada una de estas tres figuras: Mica-El, Gabri-El y Rafa-El reflejan de modo particular la verdad contenida en la pregunta planteada por el autor de la Carta a los Hebreos: «¿No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio en favor de los que han de heredar la salud?» (Heb 1, 14).” (JPII, 6, VIII,86)

Los nombres de los otros cuatro arcángeles (San Uriel, San Barachiel ó Baraquiel, San Jehudiel, Saeltiel) no aparecen en la Biblia. Se encuentran en los libros apócrifos de Enoc, el cuarto libro de Esdras y en la literatura rabínica. Estos nombres pueden tenerse como referencia pero no son doctrina de la Iglesia ya que provienen de libros que no son parte del canon de la Sagrada Escritura.

  

ÁNGELES CUSTODIOS

Es una verdad constantemente profesada en la Iglesia Católica que a cada ser humano al nacer se le es otorgado un Ángel que está encargado de su cuidado, protección para ayudar al creyente a llegar a la salvación de la vida eterna. El mismo Jesús dijo «»Mirad que no despreciéis a alguno de estos pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre celestial»

A nuestro ángel custodio no es necesario invocarlo pues siempre está a nuestro lado, pero, aunque posean un intelecto mayor al nuestro no pueden leer nuestros pensamientos, pero si pueden escucharnos si nos dirigimos a ellos aunque no articulemos ninguna palabra, por su gran intelecto y perfección podrán deducir más de lo que estas pensando, más que lo que tú misma conocías.

Es de gran ayuda tratar con amor y respeto a tu Ángel custodio pues es de gran ayuda, considéralo un buen amigo y él buscara la manera de ayudarte hasta en las cosas mas sencillas del diario vivir, también es buena herramienta pedir ayuda al ángel de alguna otra persona que quieras ayudar pues es un aliado invaluable.

Nuestros ángeles de la guarda son consejeros y nos inspiran buenos deseos y propósitos, por ser seres inteligibles nos “soplan” estas inspiraciones desde el fondo de nuestra Alma, estas inspiraciones son claros caminos para acercarnos al camino de la salvación; también están encargados de velar por la conciencia, constantemente están ayudándonos a tomar decisiones por medio de “corazonadas” es decir que hacen todo lo que esta en sus manos para ayudarnos a mantener nuestra conciencia bien formada y fomentada en el camino de Cristo.

  

ANGELES BUENOS Y DEMONIOS

Dios creó a todos los ángeles para compartir su felicidad eterna. Pero los ángeles fueron probados y una porción de ellos se rebeló contra Dios. “ángeles llamados a declararse en favor de Dios o contra Dios mediante un acto radical e irreversible de adhesión o de rechazo de su voluntad de salvación”. (JP2, 30,VII,86)

Los Ángeles como seres intelectuales sabían de la existencia de Dios, el ser omnipotente que los creo, mas Dios no les dio la gracia de la visión beatífica, que es la Gracia de “ver” de manera directa la esencia de Dios; ellos veían a Dios como una luz, lo oían como una voz santa y majestuosa mas su rostro seguía sin develarse, como seres inteligentes que eran ellos sabían que había ese Altísimo, el Santo de Santos.

Antes de revelarse Dios le puso una prueba, una prueba de obediencia, los que la desobedecieron se convirtieron en demonios y fueron expulsados del Cielo al final de la batalla, la Gran batalla que se desarrollo en el cielo entre las naturalezas angélicas, una batalla meramente intelectual en donde los ángeles debatieron y lucharon por medio de argumentos a favor y en contra de Dios, y así se fueron cambiando de lado hasta que un día ya todos estaban convencidos de sus argumentos, los rebeldes convencidos de que Dios no es la felicidad absoluta y los ángeles de que solo con Dios se es completamente feliz.

Nadie creo a nadie malo, ellos se hicieron así por medio del pecado, se dice que el ángel más hermoso creado por Dios, Lucifer, la estrella de la mañana, ahogado por su soberbia encabezo a los rebeldes y con el después de la “gran Batalla” los rebeldes cayeron del Cielo al infierno donde sufrirían en la eternidad por su desobediencia.

Los Ángeles caídos, convencidos en el odio y repulsión al creador se quedaron en el infierno, en el exilio total de la felicidad donde el demonio, completamente deformado en la conciencia, sin perder su belleza de naturaleza se la pasa pensando, o tentando a algún ser humano o incluso apoderándose de alguno de ellos, buscando la manera de hacer sufrir a los seres humanos o simplemente alejarlo del camino que conduce al Dios que ellos mismos rechazaron.

  

QUE HACEN LOS ÁNGELES BUENOS

La Sagrada Escritura les llama “ángeles” de “angelus” significa “mensajero”. El término hebreo “malak” utilizado en el A.T. significa “delegado” o “embajador”. San Agustín dice respecto a ellos «El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel». CIC 329

 Fueron creados, como los hombres, conocer, amar y servir a Dios.

Ante todo los Ángeles adoran a Dios

“Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan «constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10), son «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» (Sal 103, 20). CIC 329

“Lo dice Jesús mismo: «Sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 18, 10). Ese «ver de continuo la faz del Padre» es la manifestación más alta de la adoración de Dios. Se puede decir que constituye esa «liturgia celeste», realizada en nombre de toso el universo, a la cual se asocia incesantemente la liturgia terrena de la Iglesia, especialmente en sus momentos culminantes. Baste recordar aquí el acto con el que la Iglesia, cada día y cada hora, en el mundo entero, antes de dar comienzo a la plegaria eucarística en el corazón de la Santa Misa, se apela «a los Ángeles y a los Arcángeles» para cantar la gloria de dios tres veces Santo, uniéndose así a aquellos primeros adoradores de Dios, en el culto y en el amoroso conocimiento del misterio inefable de su santidad.” (JPII; 6, VIII,86)

“Los Salmos de modo especial se hacen intérpretes de esa voz cuando proclaman, por ejemplo: «alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto. Alabadlo, todos sus ángeles…» (Sal 148, 1-2). De modo semejante el Salmo 102 (103): «Bendecid a Yahvé vosotros sus ángeles, que sois poderosos y cumplís sus órdenes, prontos a la voz de su palabra» (Sal 102/103, 20). “ (JPII; 30,VII,86)

Toman parte en el gobierno de Dios sobre la creación como poderosos ejecutores de sus órdenes.

Dios también los asigna a cuidar cada nación. Cf. Daniel 10, 13-21.

También el cuidado de las iglesias: Apocalipsis 1:20 “las siete estrellas son los Ángeles de las siete Iglesias”

Dios les ha confiado en particular un cuidado y solicitud para con los hombres

Presentan a Dios las peticiones y oraciones del los hombres. Tobías 3,16-17 “Fue oída en aquel instante, en la Gloria de Dios, la plegaria de ambos y fue enviado Rafael a curar a los dos: a Tobit, para que se le quitaran las manchas blancas de los ojos y pudiera con sus mismos ojos ver la luz de Dios; y a Sara la de Raquel, para entregarla por mujer a Tobías, hijo de Tobit, y librarla de Asmodeo, el demonio malvado.”

Nos ayudan a ser fieles al Señor y cumplir nuestra misión
Salmo 91,11-12 “El dará orden sobre ti a sus ángeles de guardarte en todos tus caminos. Te llevarán ellos en sus manos, para que en piedra no tropiece tu pie”

Tobías 12,6 “Entonces Rafael llevó aparte a los dos y les dijo: «Bendecid a Dios y proclamad ante todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar su Nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarle.”

“Son también los ángeles quienes «evangelizan» (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación, y de la Resurrección de Cristo.” CIC 333.

A los pastores “La gloria del Señor los envolvió con su luz y se llenaron de temor” “No temáis pues os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo… ”

Tienen por lo tanto una función de mediación y ministerio en las relaciones entre Dios y los hombres.

¿Pero no dice Pablo que solo Jesús es mediador? Si. Pero los ángeles y los santos le ayudan. Dios ha querido compartir su obra de salvación.
Pablo a los Hebreos: a Cristo se la ha dado un “nombre”, y por tanto un ministerio de mediación, muy superior al de los ángeles” cf. Heb 1,4.

“Cristo es el centro del mundo de los ángeles y de toda la creación. Los ángeles le pertenecen: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles… (Mt 25, 31). Le pertenecen porque fueron creados por y para El: «Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16). CIC 331

(Jesús) “los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: «¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?» (Hb 1, 14). CIC 331

 

ACTÚAN DESDE LA CREACIÓN

Y a lo largo de toda la historia de la salvación los encontramos, anunciando la salvación y sirviendo al designio divino de su realización:
Cierran el paraíso terrenal
protegen a Lot
salvan a Agar y a su hijo
detienen la mano de Abraham
la ley es comunicada por su ministerio (Cf. Hch 7, 53)
conducen el pueblo de Dios
anuncian nacimientos y vocaciones
asisten a los profetas
Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús.

 

DE LA ENCARNACIÓN A LA ASCENSIÓN

La vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles” CIC 333.

Cuando Dios introduce «a su Primogénito en el mundo, dice: “adórenle todos los ángeles de Dios” (Hb 1, 6).

Gabriel anuncia el nacimiento de Juan Bautista Cf. Lc, 1,11

Es enviado a la Virgen María para comunicarle la elección divina y pedirle su FIAT Cf. Lc 1, 26-37

Un ángel avisa a San José sobre la encarnación y sobre su misión.
Mateo 1,20-21 “El Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»

Anuncian a los Pastores el nacimiento y cantas alabanzas por el: «Gloria a Dios… (Lc 2, 9-14)

Protegen la infancia de Jesús ante el peligro de Herodes Cf. Mt 2,13

Sirven a Jesús en el desierto. Cf Mt 4,11

En Getsemaní. Lo reconfortan en la agonía, cuando El habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos como en otro tiempo Israel.

Después de la resurrección de Cristo un ángel se apareció en forma de un joven y le dijo a las mujeres que habían acudido al sepulcro y estaban sorprendidas por el hecho de encontrarlo vacío: «No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí… Pero id a decir a sus discípulos…» (Mc 16, 6-7).

María Magdalena, que se ve privilegiada por una aparición personal de Jesús, ve también a dos ángeles (Jn 20, 12-17; cf. también Lc 24, 4).

Ascensión. Los ángeles «se presentan» a los Apóstoles para decirles: «Hombre de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hch 1, 11).

 

EN LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO

En la “parusía” anunciada por los ángeles, éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor Cf Mt 25, 31.

El Hijo del hombre… vendrá en la gloria de su Padre con los santos ángeles. (Cf. Mc 8, 38; Mt 16, 27; Lc 9, 26; 2 Tes 1, 7.

“(Jesús) atribuye a los ángeles la función de testigos en el supremo juicio divino sobre la suerte de quien ha reconocido o renegado a Cristo: «A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios» (Lc 12, 8-9; cf. Ap 3, 5). Estas palabras son significativas porque si los ángeles toman parte en el juicio de Dios, están interesados en la vida del hombre.” -(JPII, 6, VIII,86)

“Se puede, por tanto, decir que los ángeles, como espíritus puros, no sólo participan en el modo que les es propio de la santidad del mismo Dios, sino que en los momentos-clave rodean a Cristo y lo acompañan en el cumplimiento de su misión salvífica respecto a los hombres. De igual modo también toda la Tradición y el Magisterio ordinario de la Iglesia ha atribuido a lo largo de los siglos a los ángeles este carácter particular y esta función de ministerio mesiánico.” -(JP2, 30,VII,86)

 

LOS ÁNGELES EN LA VIDA DE LA IGLESIA

“Toda la vida de la Iglesia se beneficia de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles”. -CIC 334

En Los Hechos de los Apóstoles aparece la solicitud de los ángeles por el hombre y su salvación:
El ángel de Dios libera a los Apóstoles de la prisión (cf. Hch 5, 18-20),
Libera a Pedro, que estaba amenazado de muerte por la mano de Herodes (cf. Hch 12, 5-10)

El ángel guía la actividad de Pedro respecto al centurión Cornelio, el primer pagano convertido (Hch 10, 3-8; 11, 12-13).

Guía al diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza (Hch 8, 26-29).

En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo. El cántico de alabanza en el nacimiento de Jesús resuena en la liturgia.
Invoca su asistencia (así en el «Supplices te rogamus…» [«Te pedimos 8humildemente…»] del Canon romano.

En la liturgia de los difuntos: «In Paradisum deducant te angeli…» [«Al Paraíso te lleven los ángeles…»]

Fuentes: Padre Jordi Rivero, Padre Fortea y otros

 

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Los Ángeles según la Enciclopedia Católica

Aquí se trata sobre los espíritus-mensajeros:
* el significado del término en la Biblia,
* los deberes de los ángeles,
* los nombres asignados a los ángeles,
* la distinción entre buenos espíritus y malos,
* las divisiones de los coros angélicos,
* las apariciones de los ángeles, y
* el desarrollo de los escritos sobre los ángeles.

Etimológicamente viene del Latín ángelus; del griego aggelos; de la palabra hebrea «uno que va» o «enviado», mensajero; y es usada en hebreo para designar tanto a un mensajero divino como a uno humano. La Septuaginta lo traduce por aggelos, palabra que también tiene ambos significados. La versión latina, sin embargo, distingue al mensajero espiritual o divino del humano, traduciendo el primero como angelus y el segundo como legatus o también nuntius. En algunos pasajes la versión latina usa la palabra angelus en vez de nuntius, cuando esta última expresaba mejor el sentido, por ejemplo en Isaías 18,2; 33,3, 6.

Los ángeles, a lo largo de toda la Biblia, aparecen representados como un cuerpo de seres espirituales que son intermediarios entre Dios y los hombres: «Lo creaste (al hombre) poco inferior a los ángeles» (Salmo 8,6). Ellos, al igual que los hombres, son seres creados; «Alabadle, ángeles suyos todos, todas sus huestes, alabadle! Alaben el nombre de Yahveh. pues él lo ordenó y fueron creados» (Salmo 148, 2, 5: Colosenses 1, 16-17). El hecho de que los ángeles fueron creados, fue confirmado en el Cuarto Concilio de Letrán (1215). El decreto llamado «Firmiter», contra los albigenses, habla del hecho de que ellos fueron creados, y que los hombres fueron creados después de ellos. Este decreto fue repetido por el Concilio Vaticano Primero, en su decreto «Dei Filius». Hacemos mención aquí de él, porque las palabras: «El que vive eternamente lo creó todo por igual» (Eclesiástico 18,1) se usan para demostrar la creación simultánea de todas las cosas; pero generalmente se considera que «juntos» (simul) puede aquí significar «igualmente», en el sentido de que todas las cosas fueron «igualmente» creadas. Son espíritus; el autor de la Epístola a los Hebreos dice: «¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?» (Heb 1, 14).

 

PRESENTES EN EL TRONO DE DIOS

Es con la misión de ser mensajeros que la Biblia los menciona más a menudo, pero, como San Agustín y luego San Gregorio lo expresan: angelus est nomen officii («ángel es el nombre de su oficio») y no expresa ni su naturaleza ni su función esencial, es decir: el de estar presentes en el trono de Dios en aquella corte de cielo de la que Daniel nos ha dejado un cuadro bastante vivido:
«Mientras yo contemplaba: Se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros. (Daniel 7,9-10; cf. Salmo 96, 7; Salmo 102, 20; Isaías 6, etc.).Esta función de las huestes angélicas es expresada por la palabra «presentarse» (Job 1, 6; 2, 1), es decir, estar presentes ante Dios, y el Señor declara que esa es su función perpetua (Mt 18, 10). En más de una ocasión se dice que hay siete ángeles cuya principal función es la de «estar siempre presentes ante la gloria de Dios» (Tob, 12, 15; Ap 8, 2-5). Esta misma idea puede querer significar «el ángel de Su presencia» (Is 63,9) una expresión también dada en el pseudo-epigráfico «Testamento de los Doce Patriarcas».

 

MENSAJEROS DE DIOS PARA LA HUMANIDAD

Pero estos vistazos de la vida que está más allá de lo conocido, son sólo ocasionales. Los ángeles que aparecen en la Biblia, generalmente tienen la misión de ser mensajeros de Dios para la humanidad. Ellos son los instrumentos que utiliza para comunicar Su plan a los hombres, y en la visión de Jacob, ellos son descritos ascendiendo y descendiendo una escalera que va desde la tierra al cielo, mientras que el Padre Eterno contempla al vagabundo de abajo. Fue un ángel quien encontró a Agar en el desierto (Gén, 16); unos ángeles sacaron a Lot de Sodoma; fue un ángel quien le anunció a Gedeón que debía salvar a su pueblo; un ángel anuncia el nacimiento de Sansón (Jueces, 13), y el ángel Gabriel instruyó a Daniel (Dan 8,16), aunque aquí no se le llama ángel, sino «el hombre Gabriel» (9,21). Este mismo espíritu celestial anunció el nacimiento de San Juan Bautista y la Encarnación del Redentor, la tradición le atribuye también el mensaje a los pastores (Lucas, 2, 9), y la misión más gloriosa de todas, la de fortalecer al Rey de los Ángeles en Su Agonía (Lucas 22,43). La naturaleza espiritual de los ángeles es manifestada de manera muy clara en el relato que Zacarías hace de las revelaciones que recibió por medio de un ángel. El profeta dice que el ángel estaba hablando «en él». Esto parece implicar que él era consciente de una voz interior que no era la de Dios sino la de Su mensajero. El texto Masorético, la Septuaginta, y la Vulgata describen de esta misma manera el mensaje que el ángel dio al profeta. Es una pena que la «Versión Revisada» haya, en clara oposición a los textos antedichos, oscurecido este rasgo traduciéndolo: «el ángel que hablaba conmigo»: en vez de «dentro de mí» (cf. Zac 1, 9, 13-14; 2, 3; 4, 5; 5, 10).

Estas apariciones de ángeles generalmente duran sólo el tiempo que dura el mensaje, pero frecuentemente su misión se prolonga, y son también representados como los guardianes de las naciones en momentos en que se da algún problema específico, por ejemplo durante el Éxodo (Éxodo 14, 19; Baruc, 6, 6). Los Padres interpretan por igual que cuando se dice «el príncipe del Reino de Persia» (Dan 10, 13; 10, 21) debemos entender el ángel a quien se le confió el cuidado espiritual de ese reino, y quizá podemos ver en el «hombre de Macedonia» que se le apareció a San Pablo en Tróada, al ángel guardián de ese país (Hechos 16, 9). La Septuaginta (Dt 32, 8) ha conservado un fragmento con esta idea, aunque es difícil calibrar su significado exacto: «Cuando el Altísimo dividió las naciones, cuando esparció a los hijos de Adán, estableció los límites de las naciones según el número de los ángeles de Dios». Cuán grande era el papel que el ministerio de los ángeles representaba no sólo en la teología hebrea, sino también en las ideas religiosas de otras naciones, lo podemos ver en la expresión «como un ángel de Dios». Es usada en tres ocasiones para David (2Sam 14, 17, 20; 14, 27) y una vez por Akis de Gat (1Sam 29,9). Incluso Ester lo usa para designar a Asuero (Ester 15, 16), y se dice que la cara de San Esteban parecía «como la de un ángel» cuando estaba de pie ante el Sanedrín (Hechos 6, 15).

 

GUARDIANES PERSONALES

En toda la Biblia encontramos repetidamente que cada alma tiene su ángel guardián. Abraham, al enviar a su siervo ha buscarle una esposa a Isaac, le dice: «Él enviará su Ángel delante de ti» (Génesis 24, 7). Las palabras del Salmo noventa que el diablo le citó al Señor Jesús (Mt.4, 6) es bien conocido, y Judit relata su hecho heroico diciendo: «Vive el Señor, cuyo ángel ha sido mi guardián» (13, 20). Estos pasajes y muchos parecidos (Gén, 16, 6-32; Oseas, 12, 4; 1Re 19, 5; Actos 12, 7; Sal 33, 8), si bien por sí mismos no son una prueba acerca de que cada persona tiene su ángel guardián designado, se complementan con las palabras del Señor Jesús: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10), palabras que ilustran el comentario de San Agustín: «Lo que está escondido en el Antiguo Testamento, es hecho manifiesto en el Nuevo». De hecho parece que el libro de Tobías, más que cualquier otro, está dirigido a enseñarnos esta verdad, y San Jerónimo en su comentario sobre las palabras anteriormente mencionadas del Señor Jesús dice: «La dignidad de una alma es tan grande, que cada uno tiene un ángel guardián desde su nacimiento». La doctrina acerca de que los ángeles son designados nuestros guardianes es considerada una verdad de fe, pero que cada miembro de la humanidad tiene su propio ángel guardián no es de fe (de fide); sin embargo esta idea tiene tal apoyo por parte de los Doctores de la Iglesia que sería temerario negarlo (cf. San Jerónimo, supra). Pedro Lombardo (Sentencias, lib. II, dist. XI) se inclinó por la idea de que cada ángel estaba encargado de varios seres humanos. Las hermosas homilías de San Bernardo (11-14) sobre el Salmo noventa, respiran el espíritu de la Iglesia pero sin resolver la cuestión. La Biblia no sólo representa a los ángeles como nuestros guardianes, sino también como nuestros intercesores. El ángel Rafael (Tob 12, 12) dice: «Ofrecí oraciones al Señor por ti» (cf. Job, 5, 1 (Septuaginta), y 33,23 (Vulgata); Apocalipsis 8,4). El culto católico a los ángeles tiene, por ello, fundamento escriturístico. Quizás la declaración explícita más temprana sobre esto lo tenemos en las palabras de San Ambrosio: «Debemos rezarle a los ángeles que nos son dados como guardianes» (De Viduis, IX); (cf. San Agustín, Contra Faustum, XX, 21). El culto indebido a los ángeles es reprobado por San Pablo (Col, 2, 18), y que esta tendencia se siguió dando por mucho tiempo en este mismo lugar lo atestigua el Canon 35 del Sínodo de Laodicea.

 

COMO AGENTES DIVINOS QUE GOBIERNAN EL MUNDO

Los pasajes anteriores, especialmente aquellos relacionados con ángeles que tenían encargos diversos, nos permite entender la idea casi unánime de los Padres de que son los ángeles quienes pusieron por obra la ley de Dios con respecto al mundo físico. La creencia semítica en el genii y en espíritus que causan el bien o el mal es bastante conocido, y rastros de ello serán hallados en la Biblia. Por ello, la peste que devastó a Israel por culpa del pecado de David por censar al pueblo de Israel, le es atribuida a un ángel el cual se dice que David vio (2Sam 24, 15-17, y de manera más explícita en 1Cro 21, 14-18). Incluso el viento que susurra en la copa de los árboles era considerado como un ángel (2Sam 5, 23-24; 1Cro 14, 14-15). Esto es declarado de forma más explícita en el pasaje de la piscina Probática (Juan 5, 1-4), aunque existen algunas dudas sobre este texto; en este pasaje se dice que el movimiento de las aguas era realizado por las visitas periódicas de un ángel. Los semitas estaban convencidos de que toda la armonía del universo, así como las interrupciones de esta armonía, era debido a Dios como creador, pero llevadas a cabo por Sus ministros. Esta idea está fuertemente marcada en el «Libro de los Júbilos» en él las hordas celestiales de ángeles buenos y malos están siempre actuando en el universo material. Maimónides (Directorium Perplexorum, IV y VI) citado por Santo Tomás de Aquino (Summa Theol., I:1:3) dice que la Biblia frecuentemente delinea los poderes de los ángeles de la naturaleza, ya que ellos manifiestan la omnipotencia de Dios (cf. San Jerónimo, En Mich., VI, 1, 2; P. L., IV, col. 1206).

 

ORGANIZACIÓN JERÁRQUICA

Si bien los ángeles que aparecen mencionados en los libros más tempranos del Antiguo Testamento son impersonales y quedan ensombrecidos por la importancia del mensaje que llevan o por la obra que realizan, no nos dan ninguna información acerca de la existencia de una cierta jerarquía en el ejército celestial.

Después de la expulsión de Adán del Paraíso, este es defendido de nuestros Primeros Padres por querubines que son ministros de Dios, aunque nada se menciona acerca de su naturaleza. Sólo una vez más aparece la figura de un querubín en la Biblia, en la maravillosa visión que tuvo Ezequiel en la que los describe con muchos detalles (Ezeq 1), y que en Ezequiel 10 los llama querubines. El Arca era defendida por dos querubines, pero sólo tenemos conjeturas acerca de cómo eran. Se ha sugerido, con gran probabilidad, que estos pueden ser comparados con los toros y leones alados que cuidan los palacios asirios, y también con los extraños hombres alados con cabeza de halcones pintados en las paredes de algunas de sus construcciones. Los serafines sólo aparecen en la visión de Isaías, 6, 6.

Ya hemos mencionado a los siete místicos que están de pie ante Dios, y parece que en ellos tenemos una indicación de un cordón interno que rodea el trono. El término arcángel sólo aparece en San Judas y 1Tes., 4, 15; pero San Pablo nos da otras dos listas de nombres de las cohortes celestiales. Nos dice (Ef 1, 21) que Cristo está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación»; y, escribiendo a los Colosenses (1, 16), dice: «porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades». Hay que señalar que San Pablo usa dos de estos nombres para señalar los poderes de la oscuridad cuando (2, 15) dice que una que Cristo haya «despojado los Principados y las Potestades. incorporándolos a su cortejo triunfal». Y no es de menos importancia que sólo dos versículos después advierta a sus lectores a no dejarse seducir por «el culto de los ángeles». Aparentemente pone su sello en una cierta angelología permitida, y al mismo tiempo advierte en contra de las supersticiones sobre este asunto. Tenemos una insinuación de algunos excesos en el Libro de Enoc, en el que, como ya dijimos, los ángeles tienen un papel bastante desproporcionado. Al igual, Josefo nos dice (Be. Jud., II, VIII, 7) que los esenios realizaban un voto para preservar los nombres de los ángeles.

Ya hemos visto como (Daniel 10, 12-21) varios ángeles están designados a varios lugares, y que se les llama sus príncipes, y este mismo rasgo reaparece de manera más notable en el Apocalipsis «los ángeles de las siete Iglesias», aunque es imposible decir el significado preciso de este término. Generalmente estos siete Ángeles de las Iglesias son considerados los Obispos que ocupan éstas sedes. San Gregorio Nacianceno en su carta a los Obispos en Constantinopla en dos ocasiones les dice «Ángeles», según el idioma del Apocalipsis.

El tratado «De Coelesti Hierarchia» atribuido a San Dionisio Areopagita, y que ejerció una gran influencia entre los escolásticos, trata con muchos detalles las jerarquías y órdenes de los ángeles. Generalmente se considera que este trabajo no pertenece a San Dionisio, y que fue escrito algunos siglos después. Si bien su doctrina acerca de los coros de ángeles ha sido aceptada en la Iglesia con gran unanimidad, ninguna proposición referente a las jerarquías angélicas es dogma de fe. El siguiente pasaje de San Gregorio Magno (Hom. 34, en Evang.) nos dan una idea clara del punto de vista de los doctores de la Iglesia acerca de este punto:

Sabemos por la autoridad de la Escritura que existen nueve órdenes de ángeles: Ángeles, Arcángeles, Virtudes, Potestades, Principados, Dominaciones, Tronos, Querubines y Serafines. Que existen Ángeles y Arcángeles casi todas las páginas de la Biblia nos lo dice, y los libros de los Profetas hablan de Querubines y Serafines. San Pablo, también, escribiendo a los Efesios enumera cuatro órdenes cuando dice: ‘sobre todo Principado, Potestad, Virtud, y Dominación’; y en otra ocasión, escribiendo a los Colosenses dice: ‘ni Tronos, Dominaciones, Principados, o Potestades’. Si unimos estas dos listas, tenemos cinco Órdenes, y agregando los Ángeles y Arcángeles, Querubines y Serafines, tenemos nueve Órdenes de Ángeles.

Santo Tomás (Summa Theologica I:108), siguiendo a San Dionisio (De Coelesti Hierarchia, VI, VII), divide a los ángeles en tres jerarquías cada una de las cuales contienen tres órdenes. Su proximidad al Ser Supremo sirve como base para esta división. En la primera jerarquía pone a los Serafines, Querubines, y Tronos; en la segunda, a las Dominaciones, Virtudes, y Potestades; en la tercera, a los Principados, Arcángeles, y Ángeles. Los únicos nombres que nos dan la Escritura de ángeles en particular son los de Rafael, Miguel, y Gabriel, nombres que significan sus atributos. Los libros judíos apócrifos, como el Libro de Enoc, nos dan el de Uriel y Jeremiel, mientras que otras fuentes apócrifas nos dan muchos más, como por ejemplo Milton en su «Paraíso Perdido». (Para conocer sobre el uso supersticioso de estos nombres, véase más arriba).

 

EL NÚMERO DE ÁNGELES

Frecuentemente se dice que el número de los ángeles es prodigioso (Daniel 7,10; Apocalipsis 5,11; Salmo 67,18; Mateo 26,53). Del uso de la palabra huestes (sabaoth) como sinónimo del ejército celestial es difícil no darse la idea de que el término «Señor de las Huestes» se refiere al mando Supremo de Dios sobre la multitud angélica (cf. Deuteronomio 33,2; 32,43; Septuaginta). Los Padres ven una referencia al número referente de hombres y ángeles en la parábola de las cien ovejas (Lucas 15,1-3), aunque esto puede parecer algo imaginativo. Los escolásticos, nuevamente siguiendo el tratado «De Coelesti Hierarchia» de San Dionisio, consideran la preponderancia del número como una perfección necesaria de las huestes angélicas (cf. Santo Tomás, Summa Theol., I:1:3).

 

LOS ÁNGELES MALOS

La distinción entre ángeles buenos y ángeles malos aparece constantemente en la Biblia, pero es importante señalar que no existe señal alguna de dualismo o conflicto entre dos principios iguales, uno bueno y otro malo. El conflicto descrito es más bien realizado en la tierra entre el Reino de Dios y el Reino del Maligno, pero siempre con la inferioridad del último. La existencia, pues, de este espíritu inferior, y por consiguiente creado, debe de ser explicado.

El desarrollo gradual de la conciencia hebrea sobre este tema está claramente presente en la Sagrada Escritura. El relato de la caída de nuestros Primeros Padres (Gén, 3) es expresado en tales términos que es imposible ver en ellos otra cosa diferente que la existencia de un agente del mal quien está envidioso de la raza humana. La declaración (Gén, 6, 1) de que los «hijos de Dios» se casaban con las hijas de los hombres es explicado por la caída de los ángeles, en Enoc, 6-11, y en los códices, D, E, F, y A de la Septuaginta dice frecuentemente, por «hijos de Dios», oi aggeloi tou theou. Desgraciadamente, los códices B y C son diferentes que el Génesis 6, pero probablemente es porque ellos, también, leyeron oi aggeloi en este pasaje, pues constantemente ponen la expresión «los hijos de Dios»; cf. Job, 1, 6; 2, 1; 38, 7; pero por otro lado, véase Sal 2, 1; 88, & (Septuaginta). Filón, haciendo un comentario sobre este pasaje en su tratado «Quod Deus sit immutabilis», I, sigue a la Septuaginta. Para conocer la doctrina de Filón sobre los Ángeles, cf. «De Vita Mosis», III, 2, «De Somniis», VI: «De Incorrupta Manna», I; «De Sacrifciis», II; «De Lege Allegorica», I, 12; III, 73; y para el punto de vista del Génesis 6, 1, cf. San Justino, Apol., II, 5. Debe además señalarse que la palabra hebrea nephilim que es traducida por gigantes, en 6,4, pueden significar «los caídos». Los Padres generalmente se lo refieren a los hijos de Set, el linaje escogido. En I K., XIX, 9, se lee que un espíritu malo posee a Saúl, aunque es probablemente una expresión metafórica; más explícito es el III B., XXII, 19-23, en donde se describe a un espíritu en medio del ejército celestial y que por invitación del Señor, aparece como un espíritu mentiroso en la boca de los falsos profetas de Ajab. Podemos, siguiendo a los escolásticos, explicar esto como un malum poenae el cual es realizado por Dios a causa de las faltas de los hombres. Una más exacta exégesis insistiría en el tono totalmente imaginativo de todo este episodio; no es tanto la manera en el que el mensaje es dado sino su sentido real lo que queremos desarrollar aquí.

El cuadro que nos da Job 1 y 2, es igualmente imaginativo; pero Satanás, quizás la individualización más temprana del Ángel caído, se presenta como un intruso que envidia a Job. Él es, evidentemente, un ser inferior a la Deidad y puede sólo tocar a Job con permiso de Dios. La manera en la que el pensamiento teológico avanzó a medida en que la cantidad de la revelación aumentó, lo podemos ver en una comparación entre 2Sam, 24, 1, y 1Cro 21, 1. Mientras que en el primer pasaje se dice que el pecado de David fue debido a «la ira del Señor» que «incitó a David», en el último leemos que «Satanás incitó a David para hacer el censo del pueblo de Israel». En Job 4, 18, nos parece encontrar una declaración clara sobre la caída: «Y aún a sus ángeles achaca desvarío». La Septuaginta de Job contiene algunos interesantes pasajes con respecto a ángeles vengadores en quienes quizá podemos ver a los espíritus caídos, así en 33, 23: «Si hay mil ángeles mediadores de la muerte en su contra, ninguno de ellos le hará daño»; y en 36, 14: «Incluso si sus almas mueren en plena juventud, serán heridos por los ángeles»; y en 21, 15: «Las riquezas injustamente aumentadas serán vomitadas, un ángel lo sacará de su casa»; cf. Prov 17, 11; Sal 34, 5, 6; 77, 49, y especialmente, Eclesiástico 39, 33, un texto que, hasta donde puede ser deducido por el estado actual del manuscrito, estaba en el original hebreo. En algunos de estos pasajes, es verdad, los ángeles pueden ser considerados como los vengadores de la justicia de Dios, sin ser, por consiguiente, los espíritus malos. En Zac 3, 1-3, Satanás se le llama al adversario que suplica ante el Señor contra el Sumo Sacerdote Josué. Isaías 14, y Ezequiel 28, son para los Padres el loci classici con respecto a la caída de Satanás (cf. Tertul., adv. Marc., II, X); y el mismo Señor Jesús ha dado color a esta idea usando las imágenes de este último pasaje al decir a Sus Apóstoles: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lucas 10, 18). En tiempos del Nuevo Testamento la idea de los dos reinos espirituales se ve con claridad. El diablo es un ángel caído que con su caída arrastró consigo multitudes de la hueste celestial. El Señor Jesús se refiere a él como «el Príncipe de este mundo» (Juan 14, 30); el tentador de la raza humana que intenta involucrarlos en su caída (Mateo 25, 41; 2Pedro, 2, 4: Ef 6, 12: 2Cor 11, 14; 12, 7). La representación cristiana del diablo bajo la forma de un dragón deriva especialmente del Apocalipsis (9, 11-15; 12, 7-9), en donde se le menciona como el «ángel del hoyo sin fondo», «el dragón», «la serpiente antigua», etc., y se le representa como si realmente hubiese estado combatiendo con el Arcángel Miguel. La similitud entre estas escenas y los antiguos relatos babilónicos sobre la lucha entre Merodak y el dragón Tiamat son muy parecidos. Si vinculamos su origen a las vagas reminiscencias de los increíbles saurios que antiguamente poblaron la tierra es una cuestión discutible, pero el lector curioso puede consultar a Bousett, «The Anti-Christ Legend» (tr. al inglés por Keane, Londres, 1896). El traductor ha prefijado un interesante discurso sobre el origen del mito babilónico del Dragón.

 

EL TÉRMINO «ÁNGEL» EN LA SEPTUAGINTA

Hemos tenido ocasión de mencionar la versión Septuaginta en más de una ocasión, y no puede ser tomado a mal mostrar unos pasajes en el que es nuestra única fuente de información con respecto a los ángeles. El pasaje más conocido es Is 9, 6, en que la Septuaginta da al Mesías el nombre de «Ángel del gran Consejo». Nosotros ya hemos hablado de Job 20, 15, donde la Septuaginta dice «Ángel» en lugar de «Dios», y en 36, 14, donde parece trata de ángeles malos. En 9, 7, la Septuaginta (B) dice: «Él es el hebreo» (5, 19) dice de «Behemot»: «Él es el inicio de los caminos de Dios, el que lo creó hará su espada para acercarse»:, la Septuaginta dice: «Él es el principio de la creación de Dios, creado para que Sus Ángeles se mofen», y el mismo comentario es hecho sobre «Leviatán», 41, 24. Ya hemos visto que la Septuaginta generalmente da el término «los hijos de Dios» por «ángeles», pero en Dt 32, 43, la Septuaginta menciona ambas condiciones: «Exultad en Él todos los cielos, y adórenle todos los ángeles de Dios; exultad las naciones con su pueblo, y glorifíquenle todos los Hijos de Dios». Ni siquiera la Septuaginta nos da aquí una referencia adicional a los ángeles; la cual en ocasiones nos permite corregir pasajes difíciles sobre ellos en la Vulgata y en los textos Masoréticos. Por ejemplo, el difícil Elim del texto Masorético en Job 41, 17, la Vulgata traduce como «ángeles», y la Septuaginta «bestias salvajes». Las ideas en la antigüedad sobre la personalidad de las diferentes apariencias angélicas son, como hemos visto, notablemente vagas. Al principio los ángeles eran considerados en una forma bastante impersonal (Gén 16, 7). Son mensajeros de Dios y a menudo se les identifica con el Autor de su mensaje (Gén 48, 15-16). Pero mientras que en el pasaje del encuentro entre Jacob leemos los «Ángeles de Dios» (Gén 32, 1), en otros leemos de uno que es llamado «el Ángel de Dios» par excellence, por ejemplo Gén 31, 11. Es verdad que, debido al modismo hebreo, esto puede significar sólo «un ángel de Dios», y la Septuaginta lo traduce con o sin el artículo, a voluntad; parece que los tres visitantes en Mambré eran de diferente rango, aunque San Pablo (Heb., 13, 2) los consideró a todos igualmente ángeles; en el relato de Gén 13, el que habla es siempre «el Señor». En el relato del Ángel del Señor que visitó a Gedeón (Jueces, 6), al visitante se le llama tanto «el Ángel del Señor» como «el Señor». De igual manera, en Jueces 13, el Ángel del Señor se aparece, y tanto Manóaj como su esposa exclaman: «Seguro que vamos a morir, porque hemos visto a Dios». Esta búsqueda de claridad se puede ver especialmente clara en los varios relatos que el Éxodo da de Ángeles. En Jueces 6, mencionado recientemente, la Septuaginta tiene mucho cuidado en usar el hebreo «Señor» en vez de «el Ángel del Señor»; pero en la historia del Éxodo es el Señor que va delante de ellos como una columna de nube (Ex 13, 21), y la Septuaginta no realiza ninguna modificación (cf. también Num 14, 14, y Ne 9, 7-20). Pero, en Ex 14, 19, el que los guía es llamado «el Ángel de Dios». Cuando leemos Ex 33, en donde Dios está enfadado con Su gente por adorar al becerro de oro, es difícil no ver al mismo Dios como guía del pueblo, pero que ahora se niega a acompañarlos. Dios les ofrece a un ángel a cambio, pero por pedido de Moisés, dice (14) «Mi rostro irá contigo», la Septuaginta lo traduce por autos pero el versículo siguiente muestras que esa traducción no es posible, pues Moisés responde: «Si no vienes tú mismo, no nos hagas partir de aquí». Pero, ¿qué quiere decir Dios con «mi rostro?» ¿Es posible que algún ángel de rango especialmente alto, haga las veces de, como en Is 63, 9? (cf. Tobías 13, 15). ¿Esto no será lo que significa «el ángel de Dios?» (cf. Núm 20, 16).

Que un proceso de evolución en el pensamiento teológico acompañó la gradual revelación de Dios casi no es necesario decirlo, y este se ve de una manera especial en los diferentes puntos de vista con respecto al Dador de la Ley. El texto Masorético así como la Vulgata en el pasaje del Éxodo en los capítulos 3 y 19-20 nos dicen con claridad que es el Ser Supremo quien se le aparece a Moisés en la zarza y en la Monte del Sinaí; pero la versión de la Septuaginta, si bien está de acuerdo que era el mismo Dios quien le entregó la Ley, dice que fue el «ángel del Señor» quien se apareció en la zarza. Durante la época del Nuevo Testamento el punto de vista de la Septuaginta prevalecía, y en esta se considera que no sólo el ángel del Señor fue quien se apareció en la zarza, y no Dios mismo, sino que el ángel también es el Dador de la Ley (cf. Gál 3, 19; Heb 2, 2; Hch 7, 30). La persona del «ángel del Señor» encuentra su complemento en la personificación de la Sabiduría en los libros Sapienciales y en por lo menos un pasaje (Zac 3, 1) parece ser «el Hijo de Hombre» que Daniel (7, 13) vio era llevado ante «el Anciano». Zacarías dice: «Me hizo ver después al sumo sacerdote Josué, que estaba ante el ángel de Yahveh; a su derecha estaba el Satán para acusarle». Tertuliano considera muchos de estos pasajes como preludios de la Encarnación; como la Palabra de Dios prefigurando el carácter sublime con el que Él un día se revelará a los hombres (cf. adv, Prax., XVI, adv. Marc., II, 27; III, 9: I, 10, 21, 22). Es posible que, en estos diferentes puntos de vista podamos encontrar, un poco a tientas, ciertas verdades dogmáticas sobre la Trinidad, reminiscencias quizás de la revelación de la cual el Protevangelio del Gén 3 es sólo una pista. Los primeros Padres de la Iglesia, ciñéndose a la letra del texto, decían que era el mismo Dios quien se aparecía. Quien se aparecía era llamado Dios y actuaba como Dios. Por ello, no era raro que Tertuliano, como ya hemos visto, considere tales manifestaciones como un preludio de la Encarnación, y la mayoría de los Padres Orientales siguió esa misma línea de pensamiento. Ha sido sostenido incluso en 1851 por Vandenbroeck, «Dissertatio Theologica de Theophaniis sub Veteri Testamento» (Lovaina).

Pero los grandes Padres Latinos, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio Magno, sostuvieron la idea contraria, y los escolásticos como una unidad los siguió. San Agustín (Sermo VII, de Scripturis, P. G. V) al tratar sobre la zarza ardiente (Ex 3) dice que: «Considerar que la misma persona que le habló a Moisés sea el mismo Señor y un ángel del Señor, es muy difícil de entender. Es una pregunta que no da lugar a rápidas aseveraciones, sino que demanda una cuidadosa investigación. Algunos declaran que es llamado tanto el Señor y el ángel del Señor porque era Cristo, de hecho el profeta (Is 9, 6, Ver. Septuaginta) con claridad prefigura a Cristo como el Ángel del gran Consejo». El santo luego muestra que semejantes interpretaciones son sostenibles, pero que debemos tener cuidado de no caer en el arrianismo. Señala, sin embargo, que si decimos que era un ángel el que se apareció, debemos explicar el por qué se le llamó «el Señor», y luego procede a demostrar cómo esto pudo ser: «En otro lugar de la Biblia, cuando un profeta habla, se dice que es el Señor el que habla, no porque el profeta sea el Señor, sino porque el Señor está en el profeta; y de esa misma manera, cuando el Señor se digna hablar a través de la boca de un profeta o de un ángel, es igual que cuando Él habla por medio de un profeta o apóstol, y el termino ángel está correctamente usado si lo consideramos en sí mismo, pero es igualmente correcto si le ‘llama el Señor’ porque Dios mora en él». Concluye diciendo que: «Es el nombre del que mora en el templo, y no el del templo». Y un poco más adelante dice: «Me parece que deberíamos decir que nuestros antepasados reconocieron al Señor en el ángel», y aduce a la autoridad de los escritores del Nuevo Testamento que lo entendieron así y que incluso ellos, a veces, cometían la misma confusión de términos (cf. Heb 2, 2, y Hechos 7, 31-33). El santo habla con más detalle sobre esta misma cuestión en su obra «In Heptateuchum», lib. VII, 54, P. G. III, 558. Como un ejemplo de lo convencido que estaban algunos de los Padres defendiendo la interpretación contraria, podemos citar las palabras de Teodoreto (In Exod.): «El pasaje entero (Ex 3) muestra que era Dios quien se le aparecía a Moisés. ¿Pero (Moisés) lo llamó un ángel para darnos a entender que no era Dios Padre a quien vio -¿pues qué ángel pudo el Padre ser?- sino al Hijo Unigénito, el Ángel del gran Consejo» (cf. Eusebio, Hist. Eccles., I, II, 7; San Ireneo, Haer., III, 6). La interpretación dada por los Padres latinos fue la que perduró en la Iglesia, y el escolasticismo lo convirtió en un sistema (cf. Santo Tomás, Quaest., Disp., De Potentia, VI, 8, ad. 3am); y para una exposición más amplia sobre ambas interpretaciones, cf. «Revue biblique» 1894, 232-247.

 

LOS ÁNGELES EN LA LITERATURA BABILÓNICA

La Biblia nos ha mostrado que la creencia en los ángeles, o en espíritus mediadores entre Dios y los hombres, es una característica de los semitas. Es por consiguiente interesante rastrear esta creencia hasta los semitas de Babilonia. Según Sayce (The Religions of Ancient Egypt and Babylonia, Gifford Lectures, 1901), la mezcla de creencias semíticas en la primitiva religión Sumeria de Babilonia está marcada por la idea de los ángeles o sukallin en su teosofía. Por ello, encontramos un interesante paralelo en «los ángeles del Señor» en Nebo, «el ministro de Merodach» (ibid., 355). Él también es llamado el «ángel» o intérprete de la voluntad de Merodach (ibid., 456), y Sayce acepta la teoría de Hommel de que se puede demostrar por las inscripciones Minoicas que la religión semítica primitiva consistió en el culto a la luna y a las estrellas, el dios-luna Attar y un dios «ángel» que está de pie a la cabeza del panteón (ibid., 315). El conflicto bíblico entre los reinos buenos y malos tienen su paralelo en «los espíritus de cielo» o Igigi -quienes constituían la «hueste» de la que Ninip era el campeón (y de quien recibió el título de «jefe de los ángeles») y los «los espíritus de la tierra», o Annuna-Ki que vivían en el Averno (ibid. 355). Los sukalli babilónicos corresponden a los espíritus-mensajeros de la Biblia; ellos mostraban la voluntad de su Señor y ejecutaban sus ordenes (ibid., 361). Algunos de ellos parece ser que eran más que mensajeros; eran los intérpretes y representantes de la deidad suprema, por ello, Nebo es «el profeta de Borsippa». Estos ángeles son llamados «hijos» de la deidad cuyo representante son; por ello Ninip, en una ocasión mensajero de En-lil, se transforma en su hijo así como también Merodach se convierte en hijo de Ea (ibid., 496). Los relatos babilónicos de la Creación y del Diluvio no contrastan de una manera muy favorable con los relatos bíblicos, y esto mismo debe decirse de las caóticas jerarquías de los dioses y ángeles que la investigación moderna ha descubierto. Quizás queda justificado el hecho de ver todas las formas religiosas de vestigios de un primitivo culto natural que ha hecho que en ocasiones se rebaje la más pura revelación, y que, si esa revelación primitiva no ha recibido incrementos sucesivos, como entre los hebreos, trae como resultado una abundante cosecha de hierba mala.

La Biblia menciona la idea de algunos ángeles que tienen a su cargo pueblos específicos (cf. Dan 10, y este mismo trabajo). Esta creencia persiste pero con menos fuerza en la noción árabe de los Genii, o Jinni, quienes aparecen en algunos lugares particulares. Una referencia sobre lo podemos quizá encontrar en Gén 32, 1-2: «Jacob se fue por su camino, y le salieron al encuentro ángeles de Dios. Al verlos, dijo Jacob: ‘Este es el campamento de Dios’; y llamó a aquel lugar Majanáyim, es decir, ‘Campamento'». Exploraciones recientes en territorio árabe cerca de Petra, han revelado algunas áreas señaladas con piedras, como un lugar al que los ángeles constantemente iban, y las tribus nómades frecuentan este lugar para rezar y hacer sacrificios. Estos lugares llevan un nombre que corresponde exactamente con el de «Majanáyim» mencionado en el pasaje anterior del Génesis (cf. Lagrange, Religions Semitques, 184, y Robertson Smith, Religion of the Semites, 445). La visión de Jacob en Betel (Gén 28, 12) puede quizá ser considerada de la misma categoría. Basta con decir que no todo lo que está en la Biblia es revelación, y que el objeto de los escritos inspiradas no es sólo darnos nuevas verdades, sino también hacer más claras ciertas verdades enseñadas por la naturaleza. La idea moderna que tiende a considerar todo lo babilónico como completamente primitivo y que parece pensar que porque los críticos fijan una fecha tardía a las escrituras Bíblicas, la religión contenida en ella debe ser retrasada, puede verse en Haag, «Theologie Biblique» (339). Este escritor ve en los ángeles Bíblicos sólo deidades primitivas rebajadas a semi-dioses por el victorioso progreso del monoteísmo.

 

LOS ÁNGELES EN EL ZEND-AVESTA

También se han hecho esfuerzos por rastrear una conexión entre los ángeles de la Biblia y los «grandes arcángeles» o «Amesha-Spentas» del Zend-Avesta. Que la dominación persa y la cautividad babilónica ejercieron una gran influencia en la concepción hebrea de los ángeles se puede ver en el Talmud de Jerusalén, Rosch Haschanna, 56, donde se dice que se introdujeron los nombres de los ángeles de Babilonia. Pero, no es para nada evidente, que los seres angélicos que aparecen tantas veces en las páginas del Avesta, tengan conexión con el antiguo neo-zoroastrismo persa de los sasánidas. Si éste fuera el caso, como lo sostiene Darmesteter, debemos darle la vuelta a la postura y atribuirle a los ángeles del zoroastrismo la influencia de la Biblia y de Filón. Se ha hecho hincapié entre la similitud entre los «siete que están de pie ante Dios» Bíblicos, y los siete Amesha-Spentas del Zend-Avesta. Pero debe señalarse que estos último realmente son seis, el número siete sólo se obtiene contando al «padre, Ahura-Mazda», entre ellos como su jefe. Es más, estos arcángeles del zoroastrismo son más abstractos que concretos; ellos no son individuos que reciben importantes misiones como en la Biblia.

 

LOS ÁNGELES EN EL NUEVO TESTAMENTO

Hasta aquí hemos hablado casi exclusivamente sobre los ángeles del Antiguo Testamento cuyas visitas y mensajes no eran algo extraño; pero en el Nuevo Testamento sus nombres aparecen en cada una de sus páginas y el número de referencias sobre ellos iguala aquellas dadas en la Antigua Dispensación. Fue su privilegio el anunciar a Zacarías y a María el albor de la Redención, y a los pastores su cumplimiento. El Señor Jesús en Sus discursos habla de ellos con la autoridad de alguien que los ha visto, y que mientras «habla con los hombres», está siendo adorado inadvertida y silenciosamente por la hueste celestial. Él describe sus vidas en el cielo (Mt 22, 30; Lucas 20, 36); nos dice como se forman a su alrededor para protegerlo y que con sólo una palabra suya atacarían a Sus enemigos (Mt 26, 53); uno de ellos tuvo el privilegio de atenderlo en el momento de Su Agonía y que sudó sangre. Más de una vez, habla de ellos como de auxiliares y testigos del Juicio Final (Mt 16, 27), el cual ellos prepararán (ibid., 13, 39-49); y por último, ellos dan un alegre testimonio de Su triunfante Resurrección (ibid., 28, 2). Es fácil para las mentes escépticas ver en esta hueste angélica la obra de la imaginación hebrea y de la superstición, pero, ¿los relatos sobre ángeles que figuran en la Biblia no nos proporcionan una progresión bastante natural y armoniosa? En la página de apertura de la historia sagrada de la nación judía, esta es escogida como depositaria de las promesas de Dios; como el pueblo en el que nacería el Redentor. Los ángeles aparecen en el curso de la historia de este pueblo escogido, como mensajeros de Dios, como guías; como quienes anuncian la ley de Dios, en otra ocasión prefiguran al Redentor cuya misión divina ayudan a madurar. Conversan con los profetas, con David y Elías, con Daniel y Zacarías; acaban con las huestes acampadas para atacar a Israel, sirven como guías a los siervos de Dios, y el último profeta, Malaquias, lleva un nombre de importancia especial; «el Ángel de Jehová». Parece resumir en su mismo nombre el anterior «ministerio realizado por las manos de los ángeles», como si Dios con ello recordara las antiguas glorias del Éxodo y del Sinaí. La Septuaginta, de hecho, parece no dar su nombre como para un profeta individual, y el versículo de apertura de su profecía es peculiarmente solemne: «La carga de la Palabra del Señor de Israel por la mano de Su ángel; colóquenla en sus corazones». Todo este ministerio amoroso realizado por los ángeles ex sólo por la causa del Salvador, Cuyo rostro ellos desean contemplar. Por ello, cuando la plenitud de los tiempos llegó, fueron ellos quienes lo proclamaron alegremente cantando «Gloria in excelsis Deo». Ellos guiaron al recién nacido Rey de los Ángeles en Su huida a Egipto, y lo atendieron en el desierto. Su segunda venida y los temibles eventos que le precederán, han sido revelados a su siervo predilecto en la isla de Patmos. Nuevamente se trata de una revelación, y por ello, sus antiguos ministros y mensajeros aparecen nuevamente en la historia sagrada, y el relato final del amor de Dios acaba casi como lo había empezado: «Yo, Jesús, he enviado a mi Ángel para daros testimonio de lo referente a las Iglesias» (Ap 22, 16). Es fácil para los estudiosos ver la influencia de las naciones circundantes y de otras religiones en los relatos Bíblicos sobre los ángeles. De hecho es necesario e instructivo hacerlo, pero estaría mal que cerremos los ojos a la línea más elevada del desarrollo que hemos mostrado y que muestra de una manera notable la gran unidad y armonía de toda la historia divina de la Biblia.

HUGH POPE Transcrita por Jim Holden Traducido por Bartolomé Santos

 

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La Natividad de la Virgen María (Benedicto XVI)

La fiesta de la plenitud y el alivio. Cardenal J. Ratzinger. (SS. Benedicto XVI)

Una fiesta como la de la Natividad de la Santísima virgen María, por la época en que se celebra —es decir, cuando el tiempo, después de los calores estivales, se hace más suave, y cuando la uva y tantos otros frutos llegan a madurar— expresa muy bien dos conceptos: el de la «plenitud de los tiempos» (cf Gál 4,4; Ef 1,10; Heb 9,26) y el del alivio beneficioso aportado por el nacimiento de María.

Todo en el AT converge hacia el tiempo de la Encarnación, y en este punto comienza el NT. En ese momento de plenitud se inserta María, La Natividad de María —comenta san Andrés de Creta en la homilía sobre la segunda lectura del oficio de la fiesta (cf Sermón 1: PG 97, 810)— «representa el tránsito de un régimen al otro, en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura, sustituyendo lo antiguo por lo nuevo».

La liturgia de la fiesta de la Natividad de la Santísima virgen María reafirma en diversos tonos la idea de la plenitud de los tiempos: en la primera lectura del oficio se preanuncia el gran momento de la aparición de la íntima colaboradora de aquel que conseguiría la victoria definitiva sobre la serpiente infernal, aparición, por ello, destinada a iluminar a toda la iglesia.

El tema de la luz recurre constantemente en la Fiesta de la Natividad de la Santísima virgen María: «Por su vida gloriosa todo el orbe quedó iluminado» (segundo responsorio de las lecturas del oficio). «Cuando nació la Santísima Virgen, el mundo se iluminó» (segunda antífona de laudes). «De Ti nació el Sol de la justicia» (ant. del Benedictus). Y junto al tema de la luz, obviamente, el tema de la alegría. «Que toda la creación… rebose de contento y contribuya a su modo a la alegría propia de este día» (segunda lectura del oficio).

«Celebremos con gozo el nacimiento de María» (tercera ant. de laudes). «Tu nacimiento… anunció la alegría a todo el mundo» (ant. del Benedictus).

Plenitud de los tiempos, luz y alegría. Quizá se logre entender mejor lo que representa el nacimiento de la Virgen para la humanidad si se tiene en cuenta la condición de un encarcelado. Los días del encarcelado son largos, interminables… Cuenta los minutos de la última noche que transcurre en la cárcel. Después, finalmente, las puertas se abren: ¡ha llegado la hora tan esperada de la libertad! Esos minutos interminables, contados uno a uno, nos recuerdan las páginas evangélicas de la genealogía de Jesús. Unos nombres se suceden a otros con monotonía: «Abrahán engendró a lsaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá… Jesé engendró a David, el rey. David engendró a Salomón…» (Mt 1,2.6ab). Hasta que suena, finalmente, la hora querida por Dios: es la plenitud de los tiempos, el inicio de la luz, la aurora de la salvación: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Cristo» (Mt 1 .16).

Significado litúrgico y comentario homilético actualizado

 

1. LA LITURGIA ESTABLECE UN PARALELISMO ENTRE CRISTO Y MARÍA

La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye san Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen santísima madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y su madre. Y así como de Cristo celebra la concepción el 25 de marzo y el nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la concepción el 8 de diciembre y su nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la resurrección y la ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta , refiriéndose al día del nacimiento de la Virgen, exclama: «Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor» (Sermón 1: PG 97,810).

 

2. LAS LECTURAS DE LA MISA

Las lecturas propuestas para la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María son: Mi/05/02-05; Rom 8 28-30; Mt 1,1-16,18-23. Expresan el trabajo de Dios, si así puede hablarse, para construir su templo, su morada, porque, según dice santa Matilde, Dios puso más cuidado en construir ese microcosmos que es María que en crear el macrocosmos que es el mundo entero. En María se pone de relieve, principalmente, el privilegio de la virginidad. La lectura de la carta a los Romanos (8,28-30) acentúa la predestinación divina y la colaboración del hombre al plan de Dios. La primera lectura y el evangelio acentúan en cambio la maternidad virginal a la que María está destinada para ser «digna Madre del Salvador».

a) María es «la virgen que concebirá» La profecía de Miqueas representa una de las profecías mesiánicas más conocidas. El profeta ha anunciado la ruina de los reinos del norte y del sur como castigo de sus pecados; pero en medio de las tinieblas he aquí que brilla una luz… ¡Siempre es así! Dios entregará a los hijos de Israel al poder de otro hasta que… El autor parece que se quiere hacer el misterioso, el enigmático, porque sabe que va a decir una cosa ya muy sabida: que de Belén de Éfrata «saldrá» el abanderado, el nuevo guía.

Verdaderamente, el autor piensa en Belén, patria de David, y en el Mesías, descendiente de David como si la historia se hubiese detenido y empezase otra vez con un nuevo David, el Mesías. Pero ya en los tiempos de Jesús (cf Mt 2,5-6) la expresión era entendida no sólo en el sentido teológico de un recomenzar la historia, sino en sentido geográfico verdadero y propio. Miqueas, de una manera que podría parecer cuando menos curiosa, presenta, más que al nuevo guía, a la mujer que lo va a dar a luz. Del guía dice que será un dominador que pastoreará con la gracia del Señor, y que su reino será un reino de paz universal. De la madre dice palabras más maravillosas todavía y envueltas en un cierto halo de misterio, pero que sus contemporáneos ya estaban en condiciones de comprender y valorar: «…hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz» (5,2). Es evidente que Miqueas, y con él sus destinatarios, pensarían en el célebre oráculo de la álmah de Is 7,14s pronunciado unos treinta años antes. El mismo Vat II reconoce «apertis verbis» que la profecía de Miqueas encuentra cumplimiento en María: «Ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, cuyo nombre será Emmanuel» (cf Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23). «Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con Ella, excelsa hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de Ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne» (LG 55).

b) María es la «madre del Hombre nuevo» La segunda lectura esté tomada de Rm/08/28-30 y trata de la justificación que encuentra su culminación en la vida futura. En esta visión se inscribe el papel de la Virgen, destinada ab aeterno a ser la madre del Salvador, el alma colaboradora en toda la obra de la salvación. Hay que precisar que Pablo no separa nunca a Dios creador del Dios salvador, de modo que el hombre creatura está ligado al hombre que hay que salvar, y toda la creación, unida a su vez al hombre, está destinada asimismo a la salvación. La creación entera está sometida a la vanidad o caducidad en el sentido de que el hombre está llamado a dar significado y valor a la creación, y cuando el hombre no se sirve de ella según los planes de Dios, las creaturas, violentadas, gimen y sufren. La creación, por tanto, está sometida al destino del hombre y, por consiguiente, está fundamentada sobre la condición, o sea sobre la esperanza de la liberación del hombre, liberación futura. Se trata de un mundo nuevo en gestación en el actual, y que supera a éste en plenitud.

El hombre deberá salvarse con la creación y en la creación; su quehacer de salvarse, con la gracia de Dios, se refiere a su alma y a su cuerpo, más aún: a todas las creaturas. El esfuerzo del hombre consiste en mejorar el mundo; por eso aquellos que aman a Dios colaboran en ello activamente. Es un quehacer extraordinario y comprometido. Para conseguir realizarlo, el hombre debe ser una copia de la imagen del Hijo de Dios: debe asociarse con Cristo, transformarse en él, asumiendo sus directrices y sus comportamientos.

Como consecuencia de esta semejanza con Cristo se seguirá una relación de fraternidad, porque «Cristo es el primogénito entre muchos hermanos». En este punto Pablo pone en relación encadenada los diversos estadios de la iniciativa divina, considerándolos, sin embargo, más allá de la actuación en el tiempo; por eso usa siempre el aoristo: «… ha conocido…, ha predestinado…, ha llamado…, ha justificado…, ha glorificado…» (cf vv. 29-30).

En esta visión el nacimiento de la Virgen aparece íntimamente ligado a la salvación del hombre y de la creatura entera. María es verdaderamente la aurora de un mundo nuevo, mejor: del mundo nuevo tal como había sido pensado por Dios desde la eternidad. «Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre» (MC 57; GS 22).

c) «José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» . El relato evangélico (Mt/01/01-16/18-23) presenta una genealogía de Jesús a primera vista no necesaria, y refiere cómo José asume la paternidad legal de Jesús. Después de haber relatado lo referente al nombre del protagonista de su evangelio, Jesucristo, Mateo nos ofrece una demostración de la realidad singular del mismo con una genealogía voluntariamente artificiosa: el mismo número «14» (7 + 7) de los tres grupos en que subdivide la prehistoria de Cristo indica perfección y plenitud. En nuestro caso la perfección es la providencia especial de Dios en la disposición de la historia salvífica, que culmina en Cristo: historia presentada en sus orígenes, en sus momentos más importantes y en su coronamiento y plenitud.

Mateo se propone un fin teológico más que estrictamente histórico. De hecho, en la relación de nombres ofrecida por él han sido omitidos tres reyes entre Joram y Ozías; además se podría contar a Jeconías (vv. 11-12) por dos (ya que el mismo nombre griego puede traducir dos nombres afines: Joakín y Joiaquín). Por otra parte, Mateo acude a una especie de juego: citando a Asa, escribe Asaf, que, como es sabido, es autor de algunos salmos; igualmente en vez de Amón escribe Amós, que fue un célebre profeta, el profeta-pastor, que desde el reino de Judá fue a profetizar al reino de Israel. «¿No querrá decirnos con este pequeño juego que también los salmos y los profetas alcanzan su plenitud en Cristo?». El nacimiento de Cristo viene representado por Mateo como un hecho absolutamente milagroso: María concibió a Jesús sin recurso de varón, por obra del Espíritu Santo: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual (y no ¡de los cuales!) nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16).

Justamente aquí se inscribe el papel de la niña cuyo nacimiento hoy celebramos: ella es la Virgen, destinada por Dios a ser la madre y la válida colaboradora del Salvador. Y por eso, acercándose a su cuna, la iglesia pide como gracia suprema el don de la unidad y de la paz; paz que según los hebreos, es el conjunto de todos los bienes mesiánicos (shalom): «Concede, Señor, a tus hijos el don de tu gracia, para que, cuantos hemos recibido las primicias de la salvación por la maternidad de la Virgen María, consigamos aumento de paz en la fiesta de su nacimiento».(MEAOLO-G. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1466-1470)

 

3. NACIMIENTO/CELEBRAR

Esta fiesta destaca de la forma corriente de las festividades de los santos en la iglesia, en cuanto que ésta ordinariamente no celebra los natalicios, diferenciándose radicalmente en esto de lo que ocurría en el mundo antiguo, en el cual se celebraban con gran pompa los días natalicios de los poderosos -por ejemplo, de un césar o de un augusto- como días de «evangelio» o venturosos, como días de salvación. Sin embargo, la iglesia, en contra de ellos, sostiene que sería sencillamente precipitado el celebrar el día del nacimiento, puesto que existe mucha ambigüedad acerca de la vida de los hombres. A partir del nacimiento, no se sabe realmente nada sobre si esa vida será motivo para celebrarla o no: sobre si ese hombre se sentirá un día orgulloso y alegre de haber nacido; sobre si el mundo podrá mostrar alegría porque ha nacido ese hombre o si hubiera deseado lo contrario. Nosotros, los alemanes, tuvimos que celebrar, durante doce años, un nacimiento como la llegada del Fübrer o caudillo salvador, al cual, desde entonces, el mundo maldice como uno de los tiranos más sangrientos. La iglesia, en cambio, celebra el día de la muerte: solamente aquél que ante la muerte, con toda la seriedad de su juicio, puede agradecer la vida, solamente aquél cuya vida puede ser aceptada también del otro lado de la muerte, solamente la vida de ése se celebra.

De esta regla fundamental hay en la iglesia sólo tres excepciones, o mejor, una sola excepción a la que corresponden de una forma indisoluble otras dos que también se celebran. La excepción es Cristo. Sobre su nacimiento no aparece ninguna ambigüedad, sino que se escucha un cántico de alabanza: gloria a Dios en las alturas. El que, como Dios, se hizo hombre es aquél cuyo nacimiento sólo se apoya en el puro amor, el cual puede celebrarse ya en su nacimiento. Más aún: su nacimiento es en fin de cuentas el motivo de que nosotros los hombres tengamos «algo para reír», de que nosotros podamos celebrar fiesta y no necesitemos ya temer, de que la vida, como un todo, sólo sea un juego de la muerte e, incluso en sus momentos más fuertes, solamente una mancha sobre la alegría.

Por aquél que nació en Belén, y solamente por Él, se hizo la vida humana prometedora y llena de sentido. A Él pertenece Juan el Bautista, cuyo nacimiento también se celebra: él nació sólo para llevar delante la antorcha; el nacimiento de Jesús es el motivo interno y el comienzo de su nacimiento. La otra excepción es María, la madre, sin la cual no se podría dar el nacimiento de Jesús. Ella es la puerta, por la que él entró en el mundo, y esto no sólo de un modo externo: ella lo concibió según el corazón, antes de haberle concebido en el vientre, como dice muy acertadamente Agustín. El alma de María fue el espacio a partir del cual pudo realizarse el acceso de Dios a la humanidad. La creyente que llevó en sí la luz del corazón, trastocó, en oposición a los grandes y poderosos de la tierra, el mundo desde sus cimientos: el cambio verdadero y salvador del mundo sólo puede verificarse por las fuerzas del alma.

Homilía del Cardenal J. Ratzinger publicada en el libro publicado por «Sígueme» «El Rostro de Dios»

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Presencia de Dios, Conversión y Apostasía

El siguiente es un trabajo del padre Horacio Bojorge SJ, publicado en Colección Sentir en la Iglesia N° 8, en Tacuarembó, en 1989.  

Conversión y Apostasía son términos correlativos. Si convertirse es volverse a, hacia, apostatar es apartarse de. Volverse a Dios es convertirse. Apartarse de Dios después de haberse convertido a Él, es apostatar.  

Convertirse y apostatar son dos acciones que sólo se entienden respecto de Dios; del Dios real, presente. Por eso para hablar de conversión y apostasía es necesario establecer lo que es la presencia de Dios, Dios presente. Esta presencia es la que anuncia el mensaje evangélico y por la cual merece el nombre de Buena Noticia. Parecería superfluo decirlo. Pero a veces las cosas más obvias son las que se tienen menos en cuenta, de modo que por obvias caen en el silencio y por fin en el olvido. A quienes estas cosas, por demasiado obvias, nunca les fueron dichas, se dirigen estas páginas.  

 

1. PRESENCIA DE DIOS

El Evangelio se llama así porque en el idioma griego en que fue escrito, la palabra euangélion quiere decir buena noticia. Lo que anuncia el Evangelio como buena noticia es la presencia de Dios. La venida de Dios en persona había sido anunciada por los profetas en el Antiguo Testamento.

En el Nuevo Testamento, Jesucristo se presenta a sí mismo como la realización de esa venida preanunciada. Desde Jesucristo Dios se hace presente en persona, inaugurando así la nueva era de la historia humana: el Nuevo Testamento. Eso es lo que anunció Juan el Bautista y eso es lo que anunciamos en la Iglesia.

Anuncio de la venida de Dios en el Antiguo Testamento

Si tomamos como ejemplo el libro del profeta Isaías, encontramos en él numerosas frases que aluden a la venida de Dios y a una pre­sencia suya sin intermediarios. Citemos algunas:

-«Fue El su Salvador en todas sus angustias. No fue un mensajero ni un ángel, El mismo en persona los liberó» (63,9)

-«¡Ah! si rompieses los cielos y descendieses» (63,19)

-«Su presencia es pavorosa para los malos» (2,10.19-21)

-«Vendrá el Señor» (4,3); 

-«El Señor mismo” (7,14);

-«Al Rey Señor de los Ejércitos han visto mis ojos» (6,4);

-“Aguardaré al que esconde su rostro» (8,17);

-«la tierra se llenará de su conocimiento» (11,9);

«El volverá a mostrar su mano» (11,11);

-«He aquí a Dios mi salvador» (12,2);

-«Ahí tenéis a vuestro Dios» (25,9);

-«Ahí está vuestro, Dios, ahí viene el Señor con poder» (40,9-10);

-«No he dicho que me  busquen en vano» (45,19);

-«Con sus propios ojos ven el retorno del Señor» (52,8);

-«Me he dejado encontrar y hallar por quienes no me buscaban» (65,1);

-«Tú te haces el encontradizo» (64,4).

 Ante esta insistencia en el tema de la venida de Dios en persona, se explica que el libro de Isaías se abra con la famosa profecía: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no conoce … me ha dado la espalda» (Isaías 1,3-4).

Venida anunciada a Moisés

Esta venida de Dios en persona de la que habla Isaías es la misma que le había sido anunciada a Moisés en respuesta a su oración insis­tente: «habitaré en medio de vosotros… me pasearé en medio de vosotros» (Levítico 26,11-12). «Yo mismo iré contigo y te daré tranqui­lidad» -respondió Dios a la súplica de Moisés. Y Moisés le repitió: «Si no vienes Tú mismo, no nos hagas partir» (Éxodo 33,14-15).

Personalización

Los Salmos claman por esa manifestación de presencia y cercanía; por ejemplo: «haga brillar su rostro sobre nosotros!» (Salmo 67,2); «los rectos morarán en tu presencia» (Salmo 140,14).

Pero no sólo preanuncian la presencia de la encarnación ciertos textos aislados, aún siendo numerosos, tanto que no, podemos soñar con elencarlos aquí. Todo el Antiguo Testamento, en su conjunto ofrece no solamente el uso universal de los antropomorfismos, sino una per­sonalización gradual y creciente de los atributos divinos, como son su Palabra, Sabiduría, Justicia, Fidelidad, Amor, Nombre. En esos usos del Antiguo Testamento, han visto los hagiógrafos del Nuevo y ha visto la Iglesia, prenuncios de la Encarnación.

Un Dios que besa y abraza

Queremos poner un solo ejemplo, refiriéndonos a un texto que pasa generalmente inadvertido debido a las traducciones corrientes. El SaImo 85 (el que comienza con las palabras «Señor has sido propi­cio a tu tierra. . . «) es todo él una petición de esa Presencia benéfica, por a cual el salmista clarna y suspira: «Muéstranos tu amor y tu sal­vación» (v. 8); «quiero escuchar lo que dice Dios» (v. 9) La oración de deseo de presencia y encuentro, se transforma de pronto en una prolecía de la venida de DiGs en persona, a partir de¡ versículo décimo: «Su Gloria habitará en nuestra tierra…». Y continúa «Amor y Lealtad son encontrados; Justicia y Paz besan; Lealtad germina de la tierra; Justicia se asoma desde el cielo». Estos dos versículos (11-12) contie­nen una serie de nombres de atributos divinos personificados y con­vertidos en nombres de Dios. Las acciones que se atribuyen a estas personificaciones son elocuentes en el original hebreo. Los verbos en hebreo están en activa y pasiva y no tienen el sentido recíproco que sugieren algunas versiones castellanas: «amor y lealtad se encuentran, justicia y paz se besan»; como si los atributos se saludaran entre sí, o se ecnciliaran ideas opuestas o mal avenidas. Amor y Lealtad se encuentran, ha de entenderse en el sentido de son encontrados, en voz pasiva. Y este encuentro se expresa en hebreo con un verbo (pagash) que sólo se usa para el encuentro entre personas. Justicia y paz, besan, con un verbo en voz activa.

Esta traducción fiel y literal del hebreo que proponemos siguiendo la interpretación de la antigua versión siriaca Peshitta y comentaristas antiguos y modernos, muestra al salmista describiendo proféticamente la encarnación: el encuentro de Dios en persona con los hombres.

Justicia y Fidelidad, Amor y Lealtad, no son ideas, como tampoco Dios lo es. Son, Es Alguien. Alguien que uno se encuentra, que se toca, que te besa y te abraza: Presencia de Dios real y en persona.

 

1.2. JESUS: DIOS HECHO HOMBRE, DIOS PRESENTE

Estos antecedentes del Antiguo Testamento eran referencias indis­pensab!es para comprender ahora el contenido de la predicación de Jesús.

Tal como se nos narra en los evangelios, la predicación de Jesús es de una laconicidad impresiorlantemente y a la vez intrigantemente escueta. San Marcos la resume en su evangelio en dos versículos: «Marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: el

tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se aproximó, convertíos y creed en el evangelio» (Marcos 1,14-15).

Jesús puede rermitirse ser tan breve porque lo que quiere no es tanto comunicar una doctrina, cuanto señalar una presencia. Dios está presente. Dios, en persona, está aquí. La proclamación de este aconte­cimiento es el evangelio: buena noticia, buena nueva.

«El tiempo se ha cumplido»: es decir, ha llegado la hora que anun­ciaban los profetas, el día que ellos llamaron «Día de Yavé». Dios mis­mo ha venido. Se ha hecho próximo: prójimo. Dios se aprojimó.

«El Reino Oe Dios», es una circunlocución por «Dios Rey». Esto puede comprenderse a la luz de lo que gritan quienes reciben a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén. Recibiendo al Rey que viene le gritan: Bendito el Reino que viene…» (Marcos 11,9). Cuando viene el Rey, es su reinado el que llega junto con él. Por lo tanto, Rey y Reino son nombres intercambiables. Y en este caso son nombres de Dios, quien, como es sabido es llamado Rey (Cfr. Isaías 6,4; «Al Rey Yavé Sebaot han visto mis ojos»). Cuando Jesús anuncia que se ha aproximado el reino de Dios, está diciendo que Dios-Rey se ha apro­ximado. Por eso, la presencia de Dios, su Reino, podemos entenderla en el sentido de Realidad de Dios. «Reino de Dios», indica, como dicen los exegetas: 1) la realeza o dignidad regia de Dios;

2) el reinado o espacio de tiempo que abarca el gobierno de un rey;

3) el reino o estado, nación y territorio sobre el cual reina. Pero además de reino, reinado y realeza, la expresión Reino de Dios, designa a Dios-Rey mis­mo; a Dios en persona. Podríamos decir: la realidad de Dios, Dios mismo.

Pero no basta que Dios se haga presente. Su presencia debe ser advertida y reconocida por los hombres. Y para esto son necesarias do,s cosas que Jesús pasa a ímperar a continuación: «convertíos y creed». Jesús las exige porque son necesarias para reconocer la presencia de Dios. Dios está presente. ¿Quieres verlo? ¿Quieres reconocerlo? con­viértete y cree, La conversión y la fe merecen por lo tanto que nos de­tengamos un momento ante cada una de ellas y veamos porqué son ne­cesarias ante la Presencia de Dios.

 

2. LA CONVERSION Y LA FE

Conversión

Conversión se dice en griego metanoia, palabra que se suele tradu­cir como cambio de mente. Convertirse es en efecto cambiar de mente.

Cambiar nuestros pensamiento,3, pero renovar también la facultad misma de pensar. Cambiar los contenidos habituales de nuestra facultad de pensar: aprendidos, heredados, recibidos por tradición. Están en juego aquí -en primer lugar- todos aquellos contenidos mentales que se re­fieren a Dios. Ideas e imágenes relativas a Dios y a lo que podría ser su estar o hacerse presente entre los hombres.

Cuando Dios se hace presente, va a ser su realidad presente la que paute y se convierta en norma de toda idea. Debe abandonarse toda idea previa y volverse de las ideas de Dios, hacia la realidad de Dios. Metanoia es el término griego que traduce la palabra hebrea shub, volverse, con que se denota la conversión. Volverse, de las ideas, al Dios vivo. De los ídolos al Dios real, no imaginado. Los ídolos son materializaciones de ideas de Dios. La metanoia exige un volverse a la realidad de Dios, abandonando no sólo los ídolos sino también toda idea preconcebida. Especialmente las que impiden reconocerlo presen­te. La mente debe cambiar para abrir paso, concretamente, a la per­cepción de la encarnación y la presencia espiritual del Resucitado, cuya presencia percibe y afirma la fe. cristiana. Cuando la realidad de Dios se muestra, las ideas preconcebidas (concebidas antes de su manifes­tación) deben cambiarse a la medida y según la norma de la realidad del Dios que se muestra. Cuando Dios se muestra, las ideas acerca de él deben corregirse. El Ser de Dios tal como se muestra y elige mos­trarse ha de convertirse desde ahora en la norma de lo que el hombre sabe, piensa y dice acerca de Dios.

De lo contrario, pasa lo que pasó de hecho con Jesucristo: que los hombres no reconocen (re?conocen: no conocen de nuevo) a Dios presente y lo rechazan. No lo re?conocen debido a sus prejuicios acer­ca de Dios; a causa de sus ideas previas acerca de lo que Dios es; de lo que Dios debe ser, de lo que Dios puede ser; de lo que Dios debe hacer; de lo que puede o no puede hacer…

0 sea que el hombre, teniendo a Dios delante, si no cambia sus modos de pensar y sus ideas acerca de Dios y acerca de la manera de estar y de hacerse presente -si no amolda y somete su razón al hecho de la revelación- es capaz de desconocer a Dios presente. Por eso Jesús reclama: convertíos -metanoeite: cambiad de ideas y volveos a la realidad.

Volverse

Dijimos que la palabra griega metanoeite, traduce el hebreo shub: volverse. Shub tiene en hebreo el sentido de volverse para recorrer un camino en sentido contrario, o también el de volverse, darse vuelta, para mirar al que está a las espaldas.

El genio de la lengua hebrea, mucho más concreto, diríase que más material, que el de la lengua griega, obliga al hebreo a valerse de me­táforas y simbolismos, tomando sus términos de la realidad material para expresar las realidades espirituales. El verbo shub hebreo, ex­presa la acción de volverse atrás en el camino. Es una metáfora vial. El camino y el caminar son en hebreo, como son en inglés el way of life y en chino el Tao, símbolos de la manera de pensar y de vivir, sinónimos de la conducta (con tal de abarcar con la palabra conducta, no sólo el obrar exterior sino también los principios interiores de la acción). Camino podría traducirse bastante exactamente por Cultura.

Pero en el mundo bíblico, los caminos conducen hacia el Dios de Israel o hacia los dioses e ídolos de las naciones vecinas. Ser fieles a Dios implica seguirlo por el camino de una Alianza y una conducta. Apartarse tras dioses e ídolos extraños, es actuar según ideas y cos­tumbres ajenas. Volverse de los ídolos a Yavé es convertirse. La con­versión se expresará en términos de seguimiento de Dios. Y volverse de detrás de Yavé para seguir a los ídolos, será apostatar. Un par de ejemplos: «Recuerdo aquél seguirme tú por el desierto… ¿qué en­contraron tus padres en mí de torcído que se apartaron de mí y se fue­ron en seguimiento de la Vanidad y se hicieron idolos?»  (Jeremías 2,2-5) , «Vuelve, Israel apóstata» (Jeremías 3,1.11-14); «Si volvieras a mí, si quitaras tus monstruos abdomiables y de mí no huyeras» (Jeremías 4,1).

También en el Nuevo Testamento la metanoia será una invitación a un cambio de cultura: de la incredulidad a la fe. Por eso no deben extrañarnos luego las páginas evangélicas que reclaman con radicalis­mo el dejar padre, madre, heri?nanos (Marcos 10, 28-31 y paralelos) y no amoldarse a este mundo presente (Romanos 12,2).

Cuando Dios aparece, como Jesús lo anuncia, no hay instrumental cultural heredado que pueda servir. Corno dice Pedro? a los creyentes: habéis sido rescatados de vuestra manera vacía de vivír, recibida de vuestros padres» (1 Pedro 1, 17). Se reclama una nueva actitud, una vida nueva, recibida de Dios: la fe. Al hacerse El presente nos salva y al reconocerlo presente por la fe somos reengendrados.

Hermosamente ha tratado entre nosotros el tema de 1-9 vida cris­tiana como un camino, el Pbro. Dr. Miguel A. Barriola en su libro: «El Espíritu Santo y In Praxis cristiana. El tema M camino en la Teo­logía de San Pablo» (ITUMS, Montevideo, 1977).

Fe

La segunda actitud imperada por Cristo ante la presencia y proji­midad de Dios, es la fe. Pistéuete: creed, dice el texto griego.

Que Dios se muestre al hombre como hombre y le diga aquí estoy, es algo que nunca ha sucedido antes. La encarnación es un hecho his­tórico enteramente nuevo y único. Por eso comporta la división de la historia humana entre un antes y un después. Antes y después no sólo en la historia universal sino también en la historia misma de la reve­lación: Antiguo y Nuevo Testamento.

No, había un instrumental cultural y teológico adecuado para enfren­tarse por sí solo y sin fe, con ese modo de manifestación y de presen­cia enteramente nueva de Dios. Un modo que no reconocía antecedente histórico alguno, aunque a posterior¡ y desde el hecho, se lo pudiera reconocer en los preanuncios proféticos. Pero ni estos preanuncíos eran suficientes solos y por sí mismos, sin la fe. Israel era el pueblo de Dios y como tal, depositarío, de la revelación y de¡ conocimiento más sublime acerca de Dios. Pero ante el Dios encamado debía recibirlo con fe. Tampoco él poseía instrumentos aptos para verificar esa pre­sencia real de Dios en persona, aunque las Profecías y las metáforas bíblicas cobran, para quien cree en la encarnación de Dios en Cristo, una realidad impresionante y permiten comprenderlas e interpretarlas como descripciones previas del hecho.

Fe en el Encarnado

La situación del Dios hecho hombre, al cual los hombres no le creen, es dramática: «Tú das testimonio de ti mismo, tu testimonio no vale» le dicen (Juan 8,13). Dios da testimonio de sí mismo y su testi­monio no vale. ¿Quién dará. pues testimonio de Dios?

La fe, es la actitud de! hombre que acepta la autoevildencia y el testimonio que de sí mismo da Dios, al presentarse en persona, en­carnado en Jesucristo. Es la autGridad que se le concede a Jesucristo por lo que es, hace y dice. Si bien es cierto que las profecías calzan en la realidad de Cristo, es la realidad de Cristo la que las autoriza y las muestra en su plena prolundidad inspirada. Pero al mismo tiempo, las excede. Las profecías hablaban de Cristo, pero no son ellas las que ¡e dan a Cristo la razón. Es Cristo el que las muestra dignas de fe. Es Cristo quien le da la razón a las profecías: Escudriñad las Escritu­ras ya que creéis que tenéis en ellas la vida eterna. Ellas hablan de mí… pero vosotros no queréis venir a mí (=no queréis creer) para tener vida» (Juan 5,39-40) Dios, el absoluto, aún en su situación de Verbo encarnado, no puede someterse a un criterio de verificación contingente por parte del hombre. La contingencia que asume, encar­nándose, se transforma ahora en normativa. Desde ella, Dios solicita la libertad del hombre para que, sin violencia, reconozca la evidencia espiritual, que aún mediando la encarnación, es la presencia de Dios.

El Juez de todas las creaturas, aún cuando asume la condición de una creatura, no puede ser juzgado por ninguna. Siendo Juez de todas por la autoevidencia de su amor, no coactivo, no violento. Sólo desde la libertad del amor, sólo desde la fe, puede ser reconocido. Por eso la fe es el camino. La fe es la aceptación de la autoevidencia de Dios, tal como se muestra en Cristo (y después de El en su Iglesia animada por el Espíritu). La fe es la certeza que se apoya en esa autoevidencia aceptada, de la múltiple presencia del resucitado: eclesial, ministerial, sacramental, eucarística, mística …

Ni las ideas, ni los conocimientos teológicos -y el pueblo de Israel tenía los más elevados conocimientos teológicos entre todas las culturas y pueblos de la época acerca de Dios- pueden sustituir la fe. A partir de sus ideas y de sus conocimientos teológicos, la élite intelectual y religiosa del pueblo de Israel, dice, ante el Dios que se autopresenta: «según nuestra ley, debe morir» (Juan 18,7). En otras palabras: «según nuestro mejor y leal saber y entender, según nuestra teología, éste debe morir».

Terrible decisión. Porque «éste», era Dios. En su juicio, el más alto tribunal teológico, mostraba, en su sentencia, qué necesitada de redención estaba la humanidad entera. Qué alejado estaba el hombre del conocimiento de Dios.

Ni las ideas, pues, ni los conocimientos teológicos, ni siquiera la visión y el tacto a lo Tomás incrédulo, son modos o instrumentos ade­cuados para captar, para reconocer la autoevidencia de Dios. ¿Qué dice Dios?: «Bienaventurados los que sin verme, creen» (Juan 20,29).

Fe en el Resucitado

La fe, era, en tiempos de la vida terrena y mortal de Jesucristo y sigue siendo, también ahora, el modo adecuado de captar su presen­cia real. No la del solo hombre, sino la del Hombre?Dios. Y la misma fe que se exigía durante su vida terrena, es el camino único y adecuado para reconocer ahora su presencia real, actual, de resucitado. Esa pre­sencia es espiritual: pneumática.

Para referirnos al modo de estar presente del resucitado, tene­mos que cambiar también nuestras ideas preconcebidas acerca de lo que es estar presente alguien.

La presencia de Jesucristo Resucitado es múltiple y adelantábamos ya los nombres de esa pluriformidad. Sacramental, en cada sacramen­to, pero particularmente en la Eucaristía. Ministerial, en los ministros ordenados para las acciones litúrgicas; en el obispo que visibiliza la unión, que gobierna e instruye; en el sacerdote que preside en nombre del obispo en ¡as comunidades la eucaristía. Litúrgica en la asamblea de los fieles orantes; mística en el interior de cada creyente; eclesial en su cuerpo místico; jerárquica en el Sucesor de Pedro y los de los Apóstoles; hablando en las Escrituras, pastoreando y enseñando en el magisterio. . . Una presencia múltiple, rnuitiforme y activa: «Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20).

Así es Dios, así quiere estar presente, así quiere ser captado por la fe en su ser, su actuar y estar presente. Sin la fe, no tengo modo de reconocer su presencia y lo estoy desconociendo. Si quisiera en­contrarlo al margen de la fe, por otro camino, le estaría dictando un debe ser a partir de mi mentalidad, mis ideas, mi cultura, mi teología inconversas y por lo tanto aún irredentas y pre?evangélicas o post­cristianas y apostáticas.

Cambiar de modo de pensar: convertirse y creer, son, por lo tanto, dos acontecimientos correlativos. Están tan íntimamente imbricados que sin un cambio crítico de las propias ideas recibidas, la fe es im­posiblie o se hace, a la larga, insostenible.

Abraham: Conversión y fe como exilio crítico

Esta compleja dinámica espiritual que venimos bosquejando, está pre­figurada en la narración bíblica de la elección y ele la vocación de Abraham: «Yavé dijo a Abraham: vete de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Génesis 12,1).

El relato bíblico no nos dice nada acerca del modo cómo Abraham experimentó la presencia de Dios; ni del modo cómo oyó su mensaje; ni de como Dios se lo comunicó y le habló. La comunicación, la elo­cución (Yavé dijo) es, como palabra dicha, como comunicación, algo que presupone una cierta forma de presencia. Pero a pesar del silencio del texto acerca del modo de presentarse Dios a Abraham, el mismo texto nos pone -aunque sea indirectamente- sobre la pista de una forma de presencia totalmente inusual e irreductible a lo que Abraham podía haber recibido por tradición de sus antepasados o haber tomado de la cultura circundante. Sin duda que Abraham había recibido de sus antepasados y de su patria cultural, ideas acerca de Dios: sus ante­pasados ?nos dice la Escritura? «servían a otros dioses» (Josué 24,14).

Pero la evidencia de Dios que tiene Abraham es ahora tal, que hace que este hombre cambie las evidencias del universo religioso que lo rodea, de las tradiciones que lo acunaron en el pasado y lo sostienen en el presente. Si advertimos bien, el relato bíblico nos muestía a Abraham no sólo emprendíendo una peregrinación, un viaje, un desplazamiento geográfico, sino también un exilio en el tiempo. Porque Dios lo induce a dejar las evidencias inmediatas y presentes, por una promesa; por algo futuro: «una tierra que yo te mostraré”.

Por algo tan incierto como es un futuro desconocido y una tierra que está por verse y cuya ubicación no se conoce, Abraham deja las certiclumbres en las que podría considerarse radicado. Esto podría lla­marse el exilio crítico de Abraham. El Exilio crítico de Abraham es una conversión, es un cambio de mente. Una metanola. Un volverse a Dios y dar la espalda al mundo en el que vive: con su economía, sus vinculaciones, su cultura y sus dioses. Se trata de un trastoca­miento de las evidencias por las cua!es uno opta y se rige. Es un trueque de un universo de certezas por otro. Y los dos componentes de este exilio, el espacial y el temporal, que nos revela el análisis del texto, nos a’ertan para advertir que, cuando decimos presencia, esta­mos in, plícando subconscienternente, esas dos coordenadas: la espa­cial (aquí-allá) y la temporal (ahora-después).

Dios se le hace preserte a Abraham en espacio y tiempo. Pero el Dios que se le autoevidencia, se autodefine como no atado a un determinado lugar y como Señor del futuro. Dios se le hace presente a Abraham en un lugar y le habla en un presente, es cierto. Pero tarn­bién se le hace presente como quien está en relación a un lugar lejano y aún desconocido y en relación a un tiempo no presente sino futuro.

(La palabra castellana presente, refieja precisamente esas dos coorde­nadas de espacio y tiempo. Hablamos del tiempo presente y de estar presente en un lugar).

Dios le habla a Abraham »aquí y ahora» de un «allá y un después». Y la fe, tal como se muestra en Abraham, Padre de todos los creyen­tes, se presenta ya desde el principio, unida a la conversión: al exilio crítico. Actitud adecuada del hombre ante la automanifestación de Dios.

 

3. LA APOSTASIA: ABANDONO DE LA FE Y RECONVERSION A LAS IDEAS

Estos análisis que hernos venido haciendo han preparado el terre­no para comprender mejor la naturaleza del fenómeno de la apostasia. Un fenómeno de todos los tiempos y también del nuestro, a pesar de ciertas reticencias para nombrarlo que quizás provengan de equívocos acerca de su verdadera naturaleza.

Comenzaremos relevando los datos de la Escritura acerca de la Apostasía. Esperamos que ello nos ayudará a ubicarnos como creyentes ante fenómenos oscuros del mundo y de los tiempos en que vivimos.

Fenómenos cuya verdadera naturaleza no se comprende y son motivo

de escándalo y de tropiezo para nuestra propia fe. Me refiero a una serie de fenómenos que pueden reducirse al denominador común que define la apostasía: apartarse de Dios, abandonando la fe para volver­se a las ideas.

Después de resumir la doctrina de la Escritura acerca de la apos­tasía, analizaremos algunos aspectos o vertientes de esa síntesis ini­cial apuntando reflexiones sobre esos fenómenos actuales.

La Apostasía según las Sagradas Escrituras

Encuentro en la Escritura tres puntos o enseñanzas más importan­tes acerca de la Apostasía.

1) La Apostasía tiende a permanecer anónima y a no manifestarse; 2) la Apostasía se mantiene en el anonimato mediante mecanismos de impostura, haciéndose pasar por fe y piedad; 3) Dios y sólo Dios puede provocar su manifestación o descubrir sus ficciones.

Puestas estas tres tesis, recorramos algunos textos de las que ellas surgen.

Apostasía según San Pablo

San Pablo nos dice que ha pasado «peligros entre falsos hermanos» (2 Corintics 11,26; Gálatas 2,4). Habla de los que «tienen las aparien­cias de la piedad, pero niegan su eficacia» (2 Timoteo 3,5). Pone en guardia contra los falsos maestros, doctores, ministros o apóstoles; a este género parecen pertenecer los que «con suaves palabras y lison­jas seducen los corazones de los sencillos» (Romanos 16,18). Estos son muchos, a juzgar por el pasaje de la Segunda Carta a los Corin­tios 2,17: «no somos como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios». (Así traduce la Biblia de Jerusalén. La expresión griega: hoi pólloi, puede traducirse también como los más o los muchos). En la misma carta, Pablo los denuncia a éstos como: «unos falsos apóstoles, unos operarios engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo». (Corintios 11,13). Y desentraña la razón teológica de este hecho: «Y nada tiene de extraño (que ellos actúen como impostores) ya que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Por tanto, no es (cosa) grande que también los ministros de él se disfracen de ministros de justicia» (2 Corintios 11,14-15),

Pablo pone en guardia a Timoteo contra una falsa ciencia que ha apartado a los que la profesaban, de la verdadera fe: «¡Oh Timoteo! guarda el depósito. Evita Ias locuacidades profanas y las objeciones de la falsa ciencia; algunos que se jactaban de ella se extraviaron de la fe» (1 Timoteo 6,20).

Por fin, en una de sus primeras cartas y uno de los escritos cronológicamente más antiguos del Nuevo Testamento, Pablo se refiere al «Hombre de la Apostasía» (2 tesalonicenses 2,3). Esta expresión la entendemos como un epíteto. U Hombre de la Apostasía es un tipo de hombre, un modelo cultural Así como se habla del Hombre de hoy, o del Hombre de la civilización técnica, o del Hombre de los viajes a la luna, el Hombre de ciencia, el Hombre de negocios. Así como existen esas categorías humanas, así existe para San Pablo «el Hom­bre de la Apostasía», el apóstata típico.

A este tipo de hombre lo define y lo caracteriza San Pablo como alguien que usurpa el lugar de Dios y se hace rendir el culto debido a Dios. Es la humanidad que se autodiviniza. Autodivínización que no necesariamente hay que imaginarse en forma grotesca, sino que puede suceder por mecanismos sutiles de impostura, ya que, por definición, esta apostasía no es reconocible hasta que Dios no provoca su mani­festación o desenmascaramiento (2 Tesalonicenses 2,3-12).

San Juan

En sus siete cartas a las Iglesias, Juan pone en guardia a los fie:es que parecen estar satisfechos consigo mismo, revelándoles sus conductas desagradables a Dios: su decaimiento del amor primero, su tolerancia indebida respecto de abusos y herejías (Apocalipsis, capí­tulos 2 y 3).

San Juan habla en su Primera Carta, “de los que no eran de los nuestros, pero estaban entre nosotros» y que, finalmente, salieron de entre nosotros para que se manifestara que no todos son de los nuestros» (11 Juan 2,19). No somos todos los que estamos. Con lo cual Juan nos invita a la humildad y no a la suspicacia. Pues parece ser en efecto, que los que se han ido de la comunidad han salido con pre­textos de mayor conocimiento de Dios, mayor santidad y pureza; de ser mejores que la comunidad eclesial.

Evangelios

Ya en los Evangelios, Jesús mismo advierte que la cizaña y el trigo crecen mezclados y que es necesario que sea así (Mateo 13,24-30), que los peces buenos y ma!os se arrastran en la misma red hasta el tiempo de separarlos por el juicio (Mateo 13,47-50).

Jesús habla de los lobos vestidos de piel de oveja y pone a sus discípulos en guardia contra ellos (Mateo 7,15); sabe que los envia como ovejas entre lobos (Mateo 10,16). Jesús habla de los árboles que sólo pueden conocerse al tiempo de dar fruto (Mateo 7,16-20); pues los impostores y usurpadores, los falsos hermanos o falsos apóstoles no se reconocen por lo que dicen, sino por lo que hacen. Su lenguaje, por ser hipócrita, es ocultador y engañoso.

Carta a los Hebreos

La Carta a los Hebreos merece una mención especial entre los demás escritos del Nuevo Testamento. Toda ella obedece al intento de poner en guardia a una comunidad otrora fervorosa y esforzada hasta el heroísmo martirial, contra una insidiosa y solapada forma de incredulidad que comienza a afectarla insensiblemente. El autor no acude a la denuncia acre ni al reproche duro, pero, como médico que diagnostica, describe el mal oculto: una indiferencia incipiente, entre fieles otrora tan fervorosos que, por la fe y por su solidaridad con los perseguidos, habían perdido hasta sus bienes y se habían expuesto heroicamente a peligros de muerte. Ahora, sin embargo están en tren de desertar sus asambleas y deslizarse insensiblemente en una apos­tasía práctica, anónima, escondida aún, pero ya incoada.

Ángel de Luz

La tendencia de la apostasía es a mantenerse oculta. Ella no se hace abierta y desembozada en virtud de un dinamismo propio. Se mantiene anónima revistiéndose de «ángel de luz». Para mantenerse oculta, sus mecanismos son los de la usurpación y la impostura. La falsificación puede ser burda. Pablo se ve obligado a autenticar de propia mano una de sus cartas (2 Tesalonicenses 3,17). Por lo visto ya tan tempranamente corrían cartas falsas atribuidas a él.

Pero la falsificación puede ser mucho más sutil e indetectable. Puede revestir (=disfrazarse de) las formas de la fe y de la piedad. Ese es propiamente el engaño del Anticristo.

Anticristo

El nombre de Anticristo (1 Juan 2,18-22) no significa -ni solamen­te, ni en primer lugar- aquél o aquéllos que se oponen abiertamente a Cristo, mediante la persecución frontal y desembozada. No designa tanto al perseguidor abierto, a lo Nerón, o como el judaísmo oficial de la primera época cristiana. El Anticristo es más bien y primariamen­te, un opositor por impostura. Es el que se hace pasar por Cristo.

El peligro de engaño es tanto más grande cuanto mayor es el pa­recido. «Mírad que nadie os engañe. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo Yo soy, y engañarán a muchos» (Marcos 13,5; Lu­cas 21,8); «vendrán muchos diciendo Yo soy el Cristo» (Mateo 24,4). «Entonces, si aguno os dice: mira, el Cristo ahí, míralo allí, no lo creáis. Pues surgirán falsos cristos y falsos profetas y realizarán seña­les y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible, a los ele­gidos. Vosotros pues, estad sobre aviso, mirad que os lo he predicho» (Marcos 13,21-23; Mateo 24,23-24).

La capacidad de disimulación, impostura y engaño, es tan grande que sería capaz de embaucar a los elegidos, si no fuera por una par­ficular asistencia e intervención divina. En la cual -dicho sea de paso- se manifiesta su presencia.

Este anticristo, no es un individuo en particular. Se trata de un tipo de hombre, como ya hernos dicho. Es un cierto tipo cultural que diviniza lo humano y apela al lcriguaje y a las formas religiosas cris­tianas, pues tiene un deliberado propósito de engañar a los creyentes sin inquietarlos en lo posible. El punto focal de este engaño es -notémoslo de paso- precisamente el lugar y la forma de presencia de Cristo y de Dios: »miradlo aquí, o allí»,

La trampa

Los textos que hemos aducido señalan también que la manifestación o desenmascaramiento de la apostasía, es una obra divina. El embau­cador podría engañar incluso a los elegidos, si Dios no lo impidiese. Pero Dios desenmascara la impostura, desenquista la apostasía anóni­ma, poniéndole el nombre y provocando la separación, llegado el mo­mento. Dios hace esto con su juicio, con su venida, con el soplo de su boca (2 Tesalonicenses 2,7-8). En una palabra, con su presencia.

En el pasaje citado de la carta a los Tesalonicenses, Pablo se refiere a un obstáculo que impide la revelación o desenmascaramiento de la apostasía anónima. Cuando el obstáculo sea quitado de en medio -explica Pablo- el Sin Ley (en griego: hoánomos) será descubierto (2 Tesalonicenses 2,7-8). El obstáculo -acerca del que discuten los intérpretes- es a mi parecer, obviamente, una trampa. Así puede tra­ducirse en efecto la palabra griega hokatejon: lo que retiene, el lazo, la atadura, la trampa. El obstáculo tramposo que impide al creyente descubrir el engaño y contra el cual sólo está protegido por: «el amor de la verdad» (2,10).

San Juan dice que Dios hizo que algunos salieran para que se revelara que no todos los que están son de los nuestros. De suyo habrían tendido a permanecer dentro. incluso con la pretensión de ser precisamente ellos los auténticos creyentes, frente al resto de la co­munidad joánica, de la cual Dios, finalmente, los hizo salir.

San Pablo, explica que Dios permite esta seducción; «A los que se han de condenar pcr no haber aceptado el amor de la verdad, que los hubiera salvado, Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira» (2 Tesalonicenses 2,10-11). En este texto, Pablo opone la fe de los creyentes, que aman a Cristo, por un lado, con la gnosis de los que aman ideas en sustitución de Cristo, por otro lado.

En este sentido, la trampa más engañosa es la de las ideas cristianas, erigidas en sustituto de la fe. Esta sustitución la ha expresado con ingenua trasparencia y franqueza David Friedrich Strauss: «Esta es la lleve de toda Cristología: que como sujeto de los predicados que la Iglesia le atribuye a Cristo, se coloque una idea, en lugar de un individuo» ( … ) «¿Qué puede tener todavía de especial un individuo? Nuestro tiempo quiere una Cristología que lo lleve desde el hecho a la Idea, desde el individuo a la Especie. Una dogmática que se quede en Cristo como individuo no es ¡una dogmática sino una prédica» (Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet. Tübingen 1836, págs. 734 y 738). Pero cuando se sustituye la presencia y la realidad de Dios, por la idea de] Dios real y presente, el hGmbre es el dueño de sus ideas de Dios. Y ya no el Dios?presente el Dueño del Hombre.

 

4. APOSTASIA: CONCEPTO JURIDICO Y CONCEPTO BIBLICO

Concepto jurídico

El Código de Derecho Canónico define la apostasía: «apostasía es el rechazo total de la fe crístiana» (Canon 751) y la enumera entre los delitos contra la religión y la unidad de la Iglesia castigados por excomunión latae sententiae (Canon 1364).

El derecho canónico distinaue netamente la apostasía de la here­jía. Herejía es la «negación pertinaz después del bautismo de una ver­dad que ha de creerse». Apostasía es el rechazo total de la fe.

La noción teológica

Teológicamente, el distingo canónico ya no es suficiente. Según Santo Tomás, al que niega una de las verdades o artículos del credo, aunque afirme las demás, ya no lo hace por fe, sino por opinión. Por lo tanto el hereje, es un apóstata anónimo. (Ver: Suma Teológica Parte Segunda-Segunda, Cuestión 5, Art. 3). Respondiendo a una pri­mera objeción, Santo Tomás se expresa así: «diremos que los demás artículos de la fe, en los que no yerra el hereje, no los admite del mismo modo que el fiel, esto es adhiriéndose en absoluto a la primera verdad, para lo cual necesita el hombre ser ayudado por el hábito de la fe; sino que admite las cosas que son de fe por su propia voluntad y juicio». Y en el cuerpo del artículo: Es notorio también que aquél que se adhiere a la dectrina de la Iglesia como a regla infalible, asien­te a todas las cosas que la Iglesia enseña, pues de otra manera, si de las cosas que ésta enseña admitiera las que quiere y rechazara otras que no quiere, no se adheriría ya a la doctrina de la Iglesia como a re­gla infalible, sino a su propia voluntad. Y de este modo, es evidente que el hereje, que tenazmente no cree en un artículo de la fe, no está dispuesto a seguir en todos los demás la doctrina de la Iglesia; pero sí no lo cree obstinadamente, ya no es hereje, sino estará solamente en el error. Por lo cual es evidente que tal hereje acerca de un artículo no tiene fe (ni formada ni informe) en los demás artículos, sino cierta opinión, conferme su propia voluntad».

Propiamente: apostasía oculta, anónima.

Recuperación pastoral del concepto de apostasía

Adviértase cómo el concepto jurídico, juscanónico, de apostasía no se recubre con su noción teológica y tampoco con su descripción bíblica.

El concepto juscanánico de Apostasía es mucho más restringido que el concepto bíblico y no da razón de toda su verdad teológica. El Derecho Canónico, en efecto, se refiere a la apostasía abierta y declarada. A su momento terminal. A la etapa en la cual la intervención medicinal de Dios ha abierto el abceso y ha provocado la manifesta­ción en el foro externo, poniéndola como problema disciplinar del que el derecho canónico puede ocuparse.

Pero como problema pastoral, la apostasía merece atención (como lo muestra la Carta a los Hebreos) desde mucho antes de ese grado terminal definible canónicamente en el fuero externo, como delito pa­sible de penas canónicas. A esa altura, la medicina penal canónica llega algo tarde con el remedio.

En cambio, la doctrina bíblica acerca de la apostasía, tal como la hemos explorado y esbozado, rápidamente a través de los textos, po­sibilita una clínica pastoral, enseñándonos acerca de la naturaleza, las formas y ¡as causas. Si queremos manejarnos pastoralmente con el fenómeno de la apostasía, se impone recuperar la doctrina bíblica y hacerla operativa. No sólo para enfrentar el problema de almas aisla­das, sino para comprender fenómenos culturales y de la entera civili­zación actual en la coyuntura de nuestros tiempos.

La recuperación de ese saber bíblico nos es absolutamente nece­saria para orientarnos en la coyuntura actual del catolicismo. Para orientarnos en la metamorfosis de las ideologías que operan a menudo por impostura.

Una de las dificultades mayores la constituyen las formas nuevas de las idolatrías: las Ideo-latrías, o adoración de las ideas. A ese or­den de criptoreligiones modernas pueden adscribirse las Ideologías.

Por desviaciones imperceptibles y ocultas es posible «oponerse a Cris­to en nombre de Cristo» como advertía el entonces Cardenal Wojtyla, hoy Juan Pablo II, en Signo de Contradicción: «Esta oposición a Cristo que se simultanea con un apelar a El, procedente incluso de aquellos que se llaman sus discipulos, es un síntoma característico de los tiempos que vivimos» (p. 254).

Culto de la Presencia Real

Así como las ideologías se caracterizaron en otro tiempo por su acción desde fuera de la Iglesia y en oposición a ella, hoy en día, lo que les es más característico es que han creado formas rniméticas que les permiten morar sin mayor problema en los ámbitos eclesiales y obrar desde dentro de la Iglesia en las forrrias de impostura y seduc­ción de las que nos precaven las Escrituras.

Hay, por supuesto, muchas formas de apostasía anónima. No es desconocida la de un formalismo, incluso moral, litúrgico, piadoso y eclesíal. Es que, en el fondo, las ideologías son también formalism os Formalismo e ideología se tocan. Idea y forma, se dicen en griego con la misma palabra: eidós. Y de ella deriva la palabra idolatría, cuya ver­sión moderna son las ideolatrías. La adoración de ¡as formas conoce dos vertientes: una exterior, que adora formas vacías de interioridad; la segunda interior, que adora ideas, o sea formas interiores sin rela­ción a la presencia real.

La Fe y el Culto católico no es una liturgia de ideas, ni siquiera puede reducirse a la liturgia de la palabra. Es un culto de la Presencia Real. Apartarse de e!la para volverse a la idea es una de las formas de la apostasía

Un fenómeno primitivo

La Segunda carta a los Tesalonicenses, escrita probablemente ape­nas quince o veinte años después de la muerte del Señor, ya contiene -como vimos- una doctrina perfectamente desarrollada acerca de la apostasia anónima, así como de sus modos y de sus motivos teológicos.

En una Iglesia tan joven como la de Tesalónica y en una carta que se le dirige casi enseguida de su fundación, ya aparece ínsito el peli­gro de la apostasia anónima. Esto sugiere que se trata de un hecho que, a juzgar también por los dichos de Jesús, pertenece y es inheren­te al hecho del ser creyente y al vivir en Iglesia.

Hay que notar también que el lugar teológico de la doctrina pau­lina sobre la apostasía, es el de la doctrina acerca de la Venida de Jesucristo. Esa Venida (en griego: parousía), está naturalmente rela­cionada con la doctrina acerca del modo de presencia del Resucitado. A este respecto estaban circulando, por lo visto, doctrinas que inquie­taban a los creyentes y se le btribuían a Pablo.

Fue la pesadilla de San Pablo en sus comunidiades, el triste hecho de que, apenas fundadas, se veían expuestas a la invasión de ministros que tironeaban y tergiversaban el evangelio predicado por Pablo. La doctrina sobre la apostasía anónima formaba parte del anuncio mismo del evangelio de Pablo: «¿No os acordáis que ya os dije estas cosas cuando estuve entre vosotros?» (2 Tesalonicenses 2,5).

Resistencia a nombrarla

Siendo la apostasía un hecho temprano en la Iglesia primitiva y que parece pertenecer a la vicisitud histórica de la revelación y de la fe, hay una cierta resistencia a usar la palabra. Creemos sin embargo que hay que recuperarla para nuestros diagnósticos pastorales y nues­tra acción pastoral.

La palabra apostasía pertenece al género de las palabras quemadas por los abusos, del lenguaje o de la disciplina. Palabras cuyas conno­taciones negativas, imponen una autocensura dentro del ámbito lin­güistico eclesial (y extraeclesial) debido a su íntima asociación con el recuerdo de abusos. Pero antes de que se prestara a abusos, la pa­labra apostasía estaba en el Nuevo Testamento para ser entendida en el Espíritu Santo y sirvió a los cristianos para su vida.

Monseñor Pablo Galimbertí, examinó el fenómeno en su estudio: ¿Oue Pasa cuando nos apartamos de Dios? (Colección «Sentir en la Iglesia», 3, Montevideo, 1983).

Para algunas sensibilidades aún marcadas por resabios de otros tiempos, sólo escuchar la palabra apostasía puede ocasionarles una reacción alérgica e inducirlos a suponer fácilmente intención agresiva o polémica en quien la usa. Exponerse a ello no ha de impedir la buena conciencia de quien acude a ella como un instrumento lingüístico váli­do y apto para fines pastorales.

En el Uruguay

Dada la peculiar situación de los creyentes en el Uruguay, y dada la precocidad histórica, así como la celeridad, del proceso de laiciza­ción en el Uruguay, no es de extrañar encontrar en autores católicos uruguayos una peculiar percepción del fenómeno de la apostasía, ya en su forma larvaria de apatia, indiferencia o tibieza. Precursores de las observaciones de Monseñor Galimberti son los testimonios de otros agudos observadores de la realidad religiosa uruguaya. Valga un par de ejemplos.

Un laico uruguayo, Dimas Antuña, decía en 1942: «No se trata de apostasías alocadas ni de vicios que degraden … El que se desentiende de las virtudes teologales no tiene por qué ceder, por eso, en las vir­tudes morales y políticas … creyentes sin fe, cristianos sin Cristo. . . ¿dónde está nuestro bautismo?» (El Testimonios, Ed. San Rafael, Bs. As. 1945, p. 149). Otro laico uruguayo, Horacio Terra Arocena, es­cribía a sus amigos en una carta-testamento-espiritual que está aún inédita: «Afirmo como un hecho la apostasía de la civilización occiden­tal … pero no es el mundo lo que alarma, sino la indiferencia y la insensible adaptación de los cristianos…»

Apostasía anónima y criptorelígiones laicas

«Es posible que el hombre no quiera renunciar a la religión ni siquiera cuando está empeñado en abandonarla, y que, por lo tanto, quiera conservar su forma cuando ya ha abandonado o traicionado su esencia» dice Bernhard WeIte en su Filosofía de la Religión (Herder 1982, pp. 253-254).

Pero también inversamente, es posible que el hombre no quiera llamar dios al que él adora y que -por lo tanto- practique una relí­gión no confesada, una criptoreligión. Observa otro filósofo de la religión, Albert Lang, en su Introducción a la Filosofía de la Religión, que: «Muchos no se dan cuenta, o mejor, quieren ocultarse a sí mismos el hecho de que, una vez negada la adhesión a la antigua fe, han ve­nido a ser esclavos de una religión de sustitución» (Club de Lectores, Bs. As. 1967, p. 171). Según este mismo autor: «la descristianización y la secularización de la vida -que comenzaron con el lluminismo-­ ( … ) de ninguna manera han conducido fuera de la órbita de lo reli­gioso… sino al contrario sólo a un cambio dentro del ámbito de la fe. En realidad, el hombre moderno se ha «apartado» (comillado nuestro) extremadamente de su religión originaria, pero ha caído en cambio en formas variadas y múltiples, en el dominio de los sucedáneos de la religión-, se ha puesto al servicio, no de Dios, sino de un ídolo al que tributa culto y devoción» (Obra citada, pp. 170-171).

La doctrina bíblica nos permite ir más allá que estos filósofos y adelantarnos a prever el próximo paso, en que las religiones sucedá­neas, de sustitución o criptoreligiones, quieran volver a revestirse del lenguaje y los simbolismos cristianos. Y hasta presentarse como la verdadera y auténtica presencia de Cristo.

El enfriamiento de la caridad

Lo característico de estos tiempos, según la Escritura, es el en­friamiento de la caridad (Mateo 24,12). Esto tiene lugar cuando Jesu­cristo ya no importa y el hombre impío (desde Judas a nosotros). Es capaz de cambiarlo por treinica valores, o por treinta ideas, aunque sean valores e ideas «cristianos». En esto descubrimos que Judas era un arquetipo. El prototipo del discípulo que considera que lo que alguien le hace a Jesucristo -derramar sobre él el perfume costoso­ es un derroche.

Cuando Cristo ya no cuenta como prójimo, ha tenido lugar el enfriamiento de la caridad de que habla Mateo y del que se queja San Pablo: “todos buscan su interés y no el de Cristo» (Filipenses 2,21). Cuando Cristo ya no cuenta como prójimo, ha habido enfriamiento de la caridad, aunque se esgrima el amor a los demás prójimos como pretexto. Precisamente, en sacar a Dios de su condición de prójimo, que él ha querido asumir al encarnarse, consiste la negativa a recono­cerle su realidad y presencia: la negativa a creer.

Formas de apostasía

Existencialmente las causas y las formas de la apostasía son múl­tiples. Monseñor Galimberti ha esbozado una tipología en el estudio antes citado.

Históricamente, muchas veces la apostasía sobrevino a causa de la persecución. La cobardía ante la oposición desembocó en abandono de la fe, de la Iglesia y de Dios.

En la actualidad, a pesar de las metamorfosis de la persecución, ella sigue siendo muchas veces la causa de la apostasía. Hay una apostasía que podría llamarse juvenil, en la que predominan las cau­sales de respeto humano. Hay una apostasía intelectual por conversión a las criptoreligiones científicas. La ambición profesional da lugar a veces a la apostasía de los profesionales, sobre todo de los que se mueven en ambientes donde no se reconocen los principios cristianos de conducta. Hay apostasías debidas al bienestar y al tren de vida de los ambientes sociales mundanos y adinerados. Así corro por el extre­mo opuesto, apostasías por rebeldía existencial, ante el infortunio, el venir a menos o la enfermedad.

Uno de los componentes de la doctrina sobre la apostasía es la vergüenza. Avergonzarse de Cristo y de su evangelio ante los hombres o de los que sufren por permanecerle fieles en un mundo adverso (Marcos 8,38; 2 Tirnoteo 1,8-12) es comienzo u ocasión de apostasía.

Cultura de la apostasía

Los creyentes vivimos inmersos en un mundo que viene aposta­tando desde hace cuatro siglos. En una cultura postcristiana y por lo tanto apóstata que viene creando refinados métodos e instrumentos de inducir a la apostasía. Métodos intelectuales, filosofías, supersti­ciones, múltiples sucedáneos para apartar del Dios de la revelación cristiana no sólo a las personas, sino a los pueblos, las naciones, estados y culturas. Esta cultura apóstata y apostatogénica, está en condiciones de suministrar la apostasía indolora. Es capaz de ofrecer al que se aparta del culto cristiano verdadero, al que se aparta de la relación con Cristo y de la piedad y el amor cristianos, un certificado de autenticidad cristiana. Nada de traumas dramáticos, ni escandalosos.

Cuando la apostasía llega a suceder en esta forma anónima e im­perceptible y a la vez masiva, creo que se impone el deber pastoral de poner sobre el tapete el tema de la apostasía. Y es eso lo que, dentro de mis modestas posiblidades, he querido hacer.

5. DOCUMENTO: ENTREVISTA DE CÉSAR DI CANDIA A EDUARDO GALEANO.

Publicada en el semanario Búsqueda Montevideo, Uruguay), Jueves 22 de Octubre 1987, página 32-33. El re­portaje aparece bajo el título «Eduardo Galeano: Tengo fe en el oficio de escribir, la certeza de que es posible hacerlo sin venderse ni alqui­larse». Trascribimos a continuación fragmentos.

-Yo te conozco a partir de tus veinte años pero no sé nada de tí de los veinte hacia atrás. Presumo, por lo que he oído, que no tuvis­te infancia muy feliz.

-Te diría que no es cierto. En un librito mío que anda por ahí «Días y noches de amor y de guerra» hay algunas evocaciones de la infancia que no son tristes sino jubilosas. Yo tuve una infancia vulgar y silvestre, salvo el hecho de que fue muy marcada por el misticismo. Era un católico fervoroso y solía ir mucho más allá de lo que se supo­nía debía ser. Mis padres eran católicos los dos pero nunca pensaron que yo me lo iba a tomar tan en serio.

-¿A qué se debía esa exacerbación religiosa?

-Quizás a una necesidad de trascendencia, no sé bien a qué motivo. En la pared de atrás de mi cama se mezclaba la imagen de Jesús con la de los jugadores de Nacional y dentro de mí coexistían ambas pasiones. A veces, cuando todos dormían, me ponía a rezar sobre piedritas como forma de penitencia. En esa época yo estaba se­guro que iba a ser cura. Lo curioso es que el mismo tiempo era un niño normalísimo. Futbolero como todos los niños uruguayos. Vivíamos en el barrio La Mondiola, una zona denominada así que quedaba entre Pocitos y el Buceo, más o menos donde está hoy Pocitos nuevo. Ahora está muy construida pero entonces tenía grandes espacios vacíos que eran de libertad y de combate porque andábamos siempre organizados en bandas y reventándonos a golpes entre nosotros.

-¿Cuánto te duró la crisis mística?

-Hasta los trece años. A esa edad perdí a Dios, como si hubie­ra tenido un agujerito en el bolsillo y se me hubiera caído. Sin embargo esa especie de búsqueda medio desesperada de respuestas para ciertas interrogantes siguió sobre todo en la adolescencia.

-¿Hiciste la primera Comunión? Porque si voy a serte franco, no te veo con el trajecito azul y la cinta en el brazo.

-Por supuesto, con mis dos hermanos. Además no fue solo una ceremonia ritual. Yo creía fervientemente en todo eso. Todavía me indignan las misas sin Dios, la gente que cumple con el ceremonial sin creer de verdad.

-¿Colegio católico?

-No. Fui al Erwy School hasta segundo año de liceo. Después no estudié más nada.

-En la época era el típico colegio de la burguesía.

-Mi hogar fue clase media venida a menos.

-Clase media tirando a un cuarto como dice Quino.

 -Sí (se ríe). En casa había una situación económica mala, pero con algunos fulgores de viejos proceratos. Por el lado de los Hughes se supone que soy medio pariente de Leandro Gómez y por el lado de los Muñoz, se supone que soy medio pariente de Rivera. Mi familia era como una especie de museo de glorias pasadas. Sin ir más lejos el edificio donde hoy está el Museo Romántico ahí en la calle 25 de Mayo, era la casa de mis bisabuelos. Nunca quise volver a ella porque prefería guardarla dentro de mí tal como había quedado en la memo­ria. Un mundo de estatuas y gobelinos, una cama muy alta donde vi agonizar a mi bisabuela con rodajas de papas en la frente, que era lo que se usaba para el dolor de cabeza y la fiebre (se ríe).

-El apellido Hughes siempre ha pertenecido a la más rancia aristocracia nacional.

-Sí, pero papá venía de una rama pobre. En todas las familias hay árboles que tienen ramas más floridas que otras. Papá no tuvo económicamente mucha suerte. Yo alcancé a vivir algunos de los días más felices de mi infancia cabalgando en pelo por la estancia «La Paz» que había sido poderosa pero la que cuando la conocí no era más que un casco medio abandonado con una capilla a la que se entraba con una llave enorme. Yo iba a la capilla a escondidas y me quedaba horas recibiendo la luz de los vitrales y escuchando el canto de los pájaros en medio de los pastos que lo invadían todo.

-¿Dónde quedaba la estancia «La Paz»?

-En Paysandú, cerca del arroyo Negro. Era un viejo estableci­miento familiar, ya en decadencia.

  • Ni Dios, ni secundaría

Me dijiste que abandonaste los estudios en segundo año de liceo.

-Empecé a trabajar. En realidad no me gustaba estudiar.

-Así que junto con la pérdida de Dios, perdiste contacto con la enseñanza.

-Más o menos coincidió con un período de convulsiones, de cam­bios. Y empecé a trabajar. Trabajé en mil cosas. Fui mensajero, dibujan­te de letras, obrero en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo.

www.horaciobojorge.org/

 

 

Horacio Bojorge nació en Montevideo en 1934, de padres católicos pero no practicantes. Fue a la escuela y al liceo laicos del Estado uruguayo. Como liceal militó en la Acción Católica de Estudiantes. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1953. Cursó las Humanidades Clásicas en Padre Hurtado, Chile, cuando era aún palpable la impronta espiritual del recién fallecido beato (1955-56). Se licenció en Filosofía en el Colegio Máximo, San Miguel (1959). Enseñó Idioma Español y Literatura en el Colegio Sgdo. Corazón, Montevideo (1960-62). Completó sus estudios en Europa en los años del Concilio y postconcilio. Se licenció en Teología en la Facultad Canisianum, Maastricht, Holanda (1966) y ordenóse allí de sacerdote, en la basílica de San Servasio (1965). Pasó a Roma y se licenció en Sagrada Escritura en el Pontificio Inst. Bíblico (1969). Visitó Tierra Santa en 1967.

Enseñó Escritura en el Seminario Arquidiocesano del Uruguay (1970-79) y en el Instituto Mater Ecclesiae para formación de religiosas (1970-82). Fué profesor invitado en Sâo Leopoldo y Asunción. Fué miembro activo de la Soc. Argentina de Profs. de Sgda. Escritura (SAPSE). Es socio de la Novi Testamenti Studiorum Societas (Londres). Profesor emérito de Sagrada Escritura en la Fac. de Teol. del Colegio Máximo (San Miguel) y de Cultura y lenguas bíblicas en el Departamento de Filología Clásica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad de la República (Montevideo).

Es autor de un método para el aprendizaje rápido del hebreo bíblico. Ha publicado numerosos libros, artículos y reseñas en diversas revistas, entre las cuales, Revista Bíblica (Arg.) y Stromata. Fue corresponsal del Internationale Zeitschriftenschau f. Bibelwissenschaft (Tübingen). Hizo periodismo de Iglesia en revistas extranjeras, como Hechos y Dichos y El Ciervo. Estuvo ligado, en nuestro medio, al consejo de redacción de Víspera hasta su cierre por el gobieno de facto.

Ha escrito diversos libros: “La Figura de María a través de los evangelistas” (1975) (3 ediciones castellanas y traducciones al portugués, inglés, holandés, japonés, coreano). “Los Salmos. Introducción y salmos comentados” (1976) (Premio ensayo del Ministerio de Cultura del Uruguay, y aprobado por el Consejo Nacional de Enseñanza Secundaria como obra de consulta para los liceos). “Signos de su Victoria” (1983) (teología bíblica de la vida religiosa); “Siguiendo a Cristo por el camino de José” (1985); “Aspectos bíblicos de la Teología del Laicado”. Los más recientes y exitosos han sido “En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia. Ensayo de Teología Pastoral” (19992) y “Mujer ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia”(1999). Se encuentran en prensa: “Pecados y Virtudes. El lazo se rompió y volamos” y “Teologías deicidas”.

Desempeña toda clase de ministerios sacerdotales entre los fieles -predicación de retiros y novenas, confesiones, dirección espiritual, formación bíblica – en casas religiosas, contemplativas o activas, y en parroquias del interior del Uruguay, de algunas Provincias Argentinas y del Paraguay.

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Razones por las que María Santísima es Reina de Todo

1- Por ser la madre de Dios hecho hombre, El Mesías, El Rey universal. (Col 1, 16).

Santa Isabel, movida por el Espíritu Santo, hace reverencia a María, no considerándose digna de la visita de la que es «Madre de mi Señor» (Lc 1:43). Por la realeza de su hijo, María posee una grandeza y excelencia singular entre las criaturas, por lo que Santa Isabel exclamó: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1:42).

El ángel Gabriel le dijo a María que su Hijo reinaría. Ella es entonces la Reina Madre.

Su reino no es otro que el de Jesús, por el que rezamos «Venga tu Reino». Es el Reino de Jesús y de María. Jesús por naturaleza, María por designio divino. La Virgen María es Reina por su íntima relación con la realeza de Cristo.

En 1 Reyes 2,19 vemos que la madre del Rey se sienta a su derecha.

De la unión con Cristo Rey deriva, en María Reina, tan esplendorosa sublimidad, que supera la excelencia de todas las cosas creadas; de esta misma unión nace su poder regio, por el que Ella puede dispensar los tesoros del reino del Divino Redentor; en fin, en la misma unión con Cristo tiene origen la eficacia inagotable de su materna intercesión con su Hijo y con el Padre (cfr. Pío XII, Enc. Mystici corporis , 29-VI¬1943).

2- Por ser la perfecta discípula que acompañó a Su Hijo desde el principio hasta el final, Cristo le otorga la corona. Cf. Ap. 2,10 En María se cumplen las palabras: » el que se humilla será ensalzado». Ella dijo «He aquí la esclava del Señor».

3- Por ser la corredentora.
El papa JPII, en la audiencia del 23-7-97 dijo que «María es Reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque (…) cooperó en la obra de la redención del género humano. (…). Asunta al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo».

Ella participa en la obra de salvación de su Hijo con su SI en el que siempre se mantuvo fiel, siendo capaz de estar al pie de la cruz (Cf. Jn 19:25)

María Santísima, reinando con su hijo, coopera con El para la liberación del hombre del pecado. Todos nosotros, aunque en menor grado, debemos también cooperar en la redención para reinar con Cristo.

4- Por ser el miembro excelentísimo de la Iglesia: por su misión y santidad.
La misión de María Santísima es única pues solo ella es madre del Salvador.

Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar.» -Génesis 3:15

 

CARACTERÍSTICAS DEL REINADO DE MARÍA SANTÍSIMA

El reino de Santa María, a semejanza y en perfecta coincidencia con el reino de Jesucristo, no es un reino temporal y terreno, sino más bien un reino eterno y universal: -«Reino de verdad y de vida, de santidad, de gracia, de amor y de paz» (cfr. Prefacio de la Misa de Cristo Rey).

a) Preeminencia: «su honor y dignidad sobrepasan todo la creación ; los ángeles toman segundo lugar ante tu preeminencia.» San Germán.

b) Poder Real: que la autoriza a distribuir los frutos de la redención. La Virgen María no solo ha tenido el más alto nivel de excelencia y perfección después de Cristo, pero también participa del poder de Su Hijo Redentor ejercita sobre las voluntades y mentes.

c) Inagotable eficacia de Intercesión con su Hijo y el Padre: Dios ha instituido a Maria como Reina del cielos y tierra, exaltada sobre todos los coros de ángeles y todos los santos. Estando a la diestra de su Hijo, ella suplica por nosotros con corazón de Madre, y lo que busca, encuentra, lo que pide, recibe».

d) Reinado de Amor y Servicio: Su reinado no es de pompas o de prepotencia como los reinos de la tierra. El reino de María es el de su Hijo, que no es de este mundo, no se manifiesta con las características del mundo. María tiene todo el poder como reina de cielos y tierra y a la vez, la ternura de ser Madre de Dios.

En la tierra ella fue siempre humilde, la sierva del Señor. Se dedicó totalmente a su Hijo y a su obra. Con El y sometida con todo su corazón con toda su voluntad a El, colaboró en el Misterio de la Redención. Ahora en el Cielo, ella continúa manifestando su amor y su servicio para llevarnos a la salvación.

 

RESPUESTA A LOS HERMANOS SEPARADOS

Hay quienes rechazan el reinado de María Santísima alegando que ella no puede ser reina ya solo Jesús es rey.

Estos hermanos no comprenden la naturaleza del Reino. El reino de María Santísima no es un reino aparte al de su Hijo. Es el mismo reino. Donde Jesús reina, María Su Madre reina también. Se trata de dos corazones eternamente unidos en el amor divino. Dios ha dispuesto que así fuese. María, lejos de quitarle al reinado de su Hijo, lo propicia. Ella es la mas sumisa, la mas fiel en el reino y por eso también la mas exaltada.

Lucas 1:48 «porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada»

La oración Colecta de la Memoria de Santa María Reina dice:
«Oh Dios, que nos han dado como Madre y como Reina, a la Madre de tu Unigénito; concédenos, por su intercesión, el po¬der llegar a participar en el Reino celestial de la gloria reservada a tus hijos».

De Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María www.corazones.org

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Realeza de María

por Filiberto Díaz Pardo

La realeza de Cristo es dogma fundamental de la Iglesia y a la par canon supremo de la vida cristiana.

Esta realeza, consustancial con el cristianismo, es objeto de una fiesta inserta solemnemente en la Sagrada Liturgia por el papa Pío XI a través de la bula Quas primas del 11 de diciembre de 1925. Era como el broche de oro que cerraba los actos oficiales de aquel Año Santo.

La idea primordial de la bula podría formularse de esta guisa. Cristo, aun como hombre, participa de la realeza de Dios por doble manera: por derecho natural y por derecho adquirido. Por derecho natural, ante todo, a causa de su personalidad divina; por derecho adquirido a causa de la redención del género humano por ÉI realizada.

Si algún día juzgase oportuno la Iglesia —decía un teólogo español en el Congreso Mariano de Zaragoza de 1940— proclamar en forma solemne y oficial la realeza de María, podría casi transcribir a la letra, en su justa medida y proporción, claro está, los principales argumentos de aquella bula.

Y así ha sido. El 11 de octubre de 1954 publicó Pío XII la encíclica Ad Coeli Reginam. Resulta una verdadera tesis doctoral acerca de la realeza de la Madre de Dios. En ella, luego de explanar ampliamente las altas razones teológicas que justifican aquella prerrogativa mariana, instituye una fiesta litúrgica en honor de la realeza de María para el 31 de mayo. Era también como el broche de oro que cerraba las memorables jornadas del Año Santo Concepcionista.

El paralelismo entre ambos documentos pontificios, y aun entre las dos festividades litúrgicas, salta a la vista.

La realeza de Cristo es consustancial, escribíamos antes, con el cristianismo; la de María también. La realeza de Cristo ha sido fijada para siempre en el bronce de las Sagradas Escrituras y de la tradición patrística; la de María lo mismo.

La realeza de Cristo, lo insinuábamos al principio, descansa sobre dos hechos fundamentales: la unión hipostática —así la llaman los teólogos y no acierta uno a desprenderse de esta nomenclatura— y la redención; la de María, por parecida manera, estriba sobre el misterio de su Maternidad Divina y el de Corredención.

Ni podría suceder de otra manera. Los títulos y grandezas de nuestra Señora son todos reflejos, en cuanto que, arrancando frontalmente del Hijo, reverberan en la Madre, y la realeza no había de ser excepción. La Virgen, escribe el óptimo doctor mariano San Alfonso de Ligorio, es Reina por su Hijo, con su Hijo y como su Hijo. Es patente que se trata de una semejanza, no de una identidad absoluta.

«El fundamento principal —decía Pío XII—, documentado por la Tradición y la Sagrada Liturgia, en que se apoya la realeza de María es, indudablemente, su Divina Maternidad. Y así aparecen entrelazadas la realeza del Hijo y la de la Madre en la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. El evangelio de la Maternidad Divina es el evangelio de su realeza, como lo reconoce expresamente el Papa; y el mensaje del arcángel es mensaje de un Hijo Rey y de una Madre Reina.

Entre Jesús y María se da una relación estrechísima e indisoluble —de tal la califican Pío IX y Pío XII—, no sólo de sangre o de orden puramente natural, sino de raigambre y alcance sobrenatural trascendente. Esta vinculación estrechísima e indisoluble, de rango no sólo pasivo, sino activo y operante, la constituye a la Virgen particionera de la realeza de Jesucristo. Que no fue María una mujer que llegó a ser Reina. No. Nació Reina. Su realeza y su existencia se compenetran. Nunca, fuera de Jesús, tuvo el verbo «ser» un alcance tan verdadero y sustantivo. Su realeza, al igual que su Maternidad, no es en Ella un accidente o modalidad cronológica. Más bien fue toda su razón de ser. Predestinóla el cielo, desde los albores de la eternidad, para ser Reina y Madre de Misericordia.

Toda realeza como toda paternidad viene de Dios, Rey inmortal de los siglos. Pero un día quiso Dios hacerse carne en el seno de una mujer, entre todas las mujeres bendita, para así asociarla entrañablemente a su gran hazaña redentora. Y este doble hecho comunica a la Virgen Madre una dignidad, alteza y misión evidentemente reales.

Saliendo al paso de una objeción que podría hacerse fácilmente al precedente raciocinio, escribe nuestro Cristóbal Vega que, si la dignidad y el poder consular o presidencial resulta intransferible, ello se debe a su peculiar naturaleza o modo de ser, por venir como viene conferido por elección popular. Pero la realeza de Cristo no se cimenta en el sufragio veleidoso del pueblo, sino en la roca viva de su propia personalidad.

Y, por consecuencia legítima, la de su Madre tampoco es una realeza sobrevenida o episódica, sino natural, contemporánea y consustancial con su maternidad divina y función corredentora. Con atuendo real, vestida del sol, calzada de la luna y coronada de doce estrellas viola San Juan en el capítulo 12 del Apocalipsis, asociada a su Hijo en la lucha y en la victoria sobre la serpiente, según que ya se había profetizado en el Génesis.

Y esta realeza es cantada por los Santos Padres y la Sagrada Liturgia en himnos inspiradísimos que repiten en todos los tonos el «Salve, Regina».

Hable por todos nuestro San Ildefonso, el capellán de la Virgen, cantor incomparable de la realeza de María, que, anticipándose a Grignon de Monfort y al español Bartolomé de los Ríos, agota los apelativos reales de la lengua del Lacio: Señora mía, Dueña mía, Señora entre las esclavas, Reina entre las hermanas, Dominadora mía y Emperatriz.

Realeza celebrada en octavas reales, sonoras como sartal de perlas orientales y perfectas como las premisas de un silogismo coruscante, por el capellán de la catedral primada don José de Valdivielso, cuando, dirigiéndose a la Virgen del Sagrario, le dice:

Sois, Virgen Santa, universal Señora
de cuanto en cielo y tierra ha Dios formado;
todo se humilla a Vos, todo os adora
y todo os honra y a vuestro honrado;
que quien os hizo de Dios engendradora,
que es lo que pudo más haberos dado,
lo que es menos os debe de derecho,
que es Reina universal haberos hecho.

Los dos versos finales se imponen con la rotundidez lógica de una conclusión silogística.

En el 2º concilio de Nicea, VII ecuménico, celebrado bajo Adriano en 787, leyóse una carta de Gregorio II (715-731) a San Germán, el patriarca de Constantinopla, en que el Papa vindica el culto especial a la «Señora de todos y verdadera Madre de Dios».

Inocencio III (1198-1216) compuso y enriqueció con gracias espirituales una preciosa poesía en honor de la Reina y Emperatriz de los ángeles.

Nicolás IV (1288-1292) edificó un templo en 1290 a María, Reina de los Angeles.

Juan XXII (1316-1334) indulgenció la antífona «Dios te salve, Reina», que viene a ser como el himno oficial de la realeza de María.

Los papas Bonifacio IX, Sixto IV, Paulo V, Gregorio XV, Benedicto XIV, León XIII, San Pío X, Benedicto XV y Pío XI repiten esta soberanía real de la Madre de Dios.

Y Pío XII, recogiendo la voz solemne de los siglos cristianos, refrenda con su autoridad magisterial los títulos y poder reales de la Virgen y consagra la Iglesia al Inmaculado Corazón de María, Reina del mundo. Y en el radiomensaje para la coronación de la Virgen de Fátima, al conjuro de aquellas vibraciones marianas de la Cova de Iría, parece trasladarse al día aquel, eternamente solemne, al día sin ocaso de la eternidad, cuando la Virgen gloriosa, entrando triunfante en los cielos, es elevada por los serafines bienaventurados Y los coros de los ángeles hasta el trono de la Santísima trinidad, que, poniéndole en la frente triple diadema de gloria, la presentó a la corte celeste coronada Reina del universo… “Y el empíreo vio que era verdaderamente digna de recibir el honor, la gloria, el imperio, por estar infinitamente más llena de gracias, por ser más santa, más bella, más sublime, incomparablemente más que los mayores santos y que los más excelsos ángeles, solos o todos juntos, por estar misteriosamente emparentada, en virtud de la Maternidad Divina, con la Santísima Trinidad, con Aquel que es por esencia Majestad infinita, Rey de Reyes y Señor de Señores, como Hija primogénita del Padre, Madre ternísima del Verbo, Esposa predilecta del Espíritu Santo, por ser Madre del Rey Divino, de Aquel a quien el Señor Dios, desde el seno materno, dio el trono de David y la realeza eterna de la casa de Jacob, de Aquel que ofreció tener todo el poder en el cielo y en la tierra. El, el Hijo de Dios, refleja sobre su Madre celeste la gloria, la majestad, el imperio de su realeza, porque, como Madre y servidora del Rey de los mártires en la obra inefable de la Redención, le está asociada para siempre con un poder casi inmenso en la distribución de las gracias que de la Redención derivan…»

Por esto la Iglesia la confiesa y saluda Señora y Reina de los ángeles y de los hombres.
Reina de todo lo creado en el orden de la naturaleza y de la gracia.
Reina de los reyes y de los vasallos.
Reina de los cielos y de la tierra.
Reina de la Iglesia triunfante y militante.
Reina de la fe y de las misiones.
Reina de la misericordia.
Reina del mundo, y Reina especialmente nuestra, de las tierras y de las gentes hispanas ya desde los días del Pilar bendita. Reina del reino de Cristo, que es reino de “verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”. Y en este reino y reinado de Cristo, que es la Iglesia santa, es Ella Reina por fueros de maternidad y de mediación universal y, además, por aclamación universal de todos sus hijos.

En este gran día jubilar de la realeza de María renovemos nuestro vasallaje espiritual a la Señora y con fervor y piedad entrañables digámosla esa plegaria dulcísima, de solera hispánica, que aprendimos de niños en el regazo de nuestras madres para ya no olvidarla jamás:

«Dios te salve, Reina y Madre de misericordia; Dios te salve».

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Explicación Teológica de por qué la Santísima Virgen es Reina

por Juan Gustavo Ruiz Ruiz

La razón por la que la Santísima Virgen María es Reina se fundamenta teológicamente en su divina Maternidad y en su función de ser Corredentora del género humano.

En el mundo entero se repite con frecuencia y resuena en muchos corazones el rezo de la Salve: Salve Regina…, Dios te salve Reina… Es el reconocimiento y la proclamación de su realeza. Verdaderamente María es Reina.

Ella nació Reina porque fue predestinada abaeterno para que lo fuera. Y fue predestinada para ser Reina porque fue elegida para la singularísima y trascendental misión de ser la Madre de Cristo Rey y Mediadora universal de todas las gracias.

 

¿QUÉ ES UNA REINA?

El término reina (rey) deriva del verbo latino regere, que significa ordenar las cosas a su propio fin. Por tanto, el rey (reina) tiene el oficio de regir o gobernar a la sociedad a su cargo para que ésta alcance su fin, con un verdadero primado de poder y excelencia (cfr. Santo Tomás de Aquino, De regimini principium, I,1)

El significado de la palabra rey (reina) tiene múltiples acepciones. Así, por ejemplo:

a) Se puede ser reina de tres formas: la que es reina en sí misma, la que es esposa del rey, y la que es madre del rey. En este caso, María es reina por los dos últimos títulos: por su relación con Dios y con Cristo.

b) También cabe considerar el reinado en diversos grados: El Rey Supremo del Universo, el rey que domina sobre otros reyes (Rey de reyes), y el rey de un reino determinado. En el primer sentido lo es Dios, en el segundo Cristo y, en el tercero, cualquiera que lo reciba por derecho de herencia, conquista o elección. Según estas consideraciones, María es Reina de reinas y también en cierto modo es reina por derecho de conquista.

c) Por último, también puede entenderse el término reina (rey) en sentido metafórico. Así, se da éste título a aquél o aquello que excede de un modo singular a sus semejantes. Por ejemplo, se dice rey al león, a un deportista, a la rosa reina de las flores, etc. En este sentido la Virgen María es Reina por su plenitud de gracia y la excelencia de sus virtudes. En las letanías del Rosario la llamamos: Reina de los Santos, de los Ángeles, de los Mártires, de las Vírgenes, de los Confesores, etc.

 

LA REALEZA DE CRISTO Y DE MARÍA

Entre Cristo y María hay un perfecto paralelismo que es la razón fundamental de su realeza. Por este motivo la Virgen María es Reina: por su íntima relación con la realeza de Cristo, pues éste lo es por derecho propio y aquella lo es por razón de cierta analogía.

Cristo es Rey tanto por derecho propio como por derecho de conquista. En el primer caso lo es como hombre y como Dios. Jesucristo en cuanto hombre, por su Unión Hipostática con el Verbo, recibió del Padre «la potestad, el honor y el reino» (cfr. Dan. 7,13?14) y, en cuanto Verbo de Dios, es el Creador y Conservador de todos cuanto existe, por lo mismo, tiene pleno y absoluto poder en toda la creación (cfr. Jn. 1,1ss). En el segundo caso es Rey por derecho de conquista en virtud de haber rescatado al género humano de la esclavitud en la que se encontraba, al precio de su sangre, mediante su Pasión y Muerte en la Cruz (cfr. 1 Pe. 1,18?19).

De la unión con Cristo Rey deriva, en María Reina, tan esplendorosa sublimidad, que supera la excelencia de todas las cosas creadas; de esta misma unión nace su poder regio, por el que Ella puede dispensar los tesoros del reino del Divino Redentor; en fin, en la misma unión con Cristo tiene ori gen la eficacia inagotable de su materna intercesión con su Hijo y con el Padre (cfr. Pío XII, Enc. Mystici corporis , 29 VI 1943).

 

FUNDAMENTO TEOLÓGICO DE LA REALEZA DE LA VIRGEN MARÍA

La razón por la que la Santísima Virgen María es Reina se fundamenta teológicamente en su divina Maternidad y en su función de ser Corredentora del género humano.

a) Por su divina Maternidad: Es el fundamento principal, pues la eleva a un grado altísimo de intimidad con el Padre celestial y la une a su divino Hijo, que es Rey universal por derecho propio.

En la Sagrada Escritura se dice del Hijo que la Virgen concebirá: «Hijo del Altísimo será llamado Y a El le dará el Señor Dios el trono de David su padre y en la casa de Jacob reinará eter¬namente y su reinado no tendrá fin» (Lc. 1,32?33). Y a María se le llama «Madre del Señor» (Lc. 1,43); de donde fácilmente se deduce que Ella es también Reina, pues engendró un Hijo que era Rey y Señor de todas las cosas. Así, con razón, pudo escribir San Juan Damasceno: «Verdaderamente fue Señora de to das las criaturas cuando fue Madre del Creador» (cit. en la Enc. Ad coeli Reginam, de Pío XII, 11?X?1954).

b) Por ser Corredentora del género humano: La Virgen María, por voluntad expresa de Dios, tuvo parte excelentísima en la obra de nuestra Redención. Por ello, puede afirmarse que el género humano sujeto a la muerte por causa de una virgen (Eva), se salva también por medio de una Virgen (María). En consecuencia, así como Cristo es Rey por título de conquista, al precio de su Sangre, también María es Reina al precio de su Compasión dolorosa junto a la Cruz.

La Beatísima María debe ser llamada Reina, no sólo por ra zón de su Maternidad divina, sino también porque cooperó íntimamente a nuestra salvación. Así como Cristo, nuevo Adán, es Rey nuestro no sólo por ser Hijo de Dios sino tam bién nuestro Redentor, con cierta analogía, se puede afirmar que María es Reina, no sólo por ser Madre de Dios sino tam bién, como nueva Eva, porque fue asociada al nuevo Adán» (cfr. Pío XII, Enc, Ad coeli Reginam).

 

NATURALEZA DEL REINO DE MARÍA

El reino de Santa María, a semejanza y en perfecta coincidencia con el reino de Jesucristo, no es un reino temporal y terreno, sino más bien un reino eterno y universal: ?»Reino de verdad y de vida, de santidad, de gracia, de amor y de paz» (cfr. Prefacio de la Misa de Cristo Rey).

a) Es un reino eterno porque existirá siempre y no tendrá fin (cfr. Lc. 1,33) y, es universal porque se extiende al Cielo, a la tierra y a los abismos (cfr. Fil. 2,10?11).

b) Es un reino de verdad y de vida. Para esto vino Jesús al mundo, para dar testimonio de la verdad (cfr. Jn. 18,37) y para dar la vida sobrenatural a los hombres.

c) Es un reino de santidad y justicia porque María, la llena de gracia, nos alcanza las gracias de su Hijo para que seamos santos (cfr. Jn. 1,12?14); y de justicia porque premia las buenas obras de todos (cfr. Rom. 2,5?6).

d) Es un reino de amor porque de su eximia caridad nos ama con corazón maternal como hijos suyos y hermanos de su Hijo (cfr. 1 Cor. 13,8).

e) Es un reino de paz, nunca de odios y rencores; de la paz con que se llenan los corazones que reciben las gracias de Dios (cfr. Is. 9,6).

Santa María como Reina y Madre del Rey es coronada en sus imágenes según costumbre de la Iglesia para simbo lizar por este modo el dominio y poder que tiene sobre todos los súbditos de su reino.

La oración Colecta de la Memoria de Santa María Reina dice: «Oh Dios, que nos han dado como Madre y como Reina, a la Madre de tu Unigénito; concédenos, por su intercesión, el poder llegar a participar en el Reino celestial de la gloria reserva da a tus hijos».

«La Virgen Inmaculada … asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial fue ensalzada por el Señor como Reina univer sal, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muer te». (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n.59).

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Documentos Históricos sobre la Asunción

Presentamos dos documentos históricos reseñados por el Padre Cardoso en su publicación “La Asunción de María Santísima”.

El primero es la carta de Dionisio el Egipcio o el Místico (no Dionisio el Areopagita, discípulo de San Pablo) a Tito, Obispo de Creta, que data de fines del Siglo III a mediados del Siglo IV, y publicada por primera vez en alemán por el Dr. Weter de la Facultad de Tubinga en 1887. Dice el Padre Cardoso que el Dr. Nirschl, que la ha estudiado, fija como fecha el año 363, declarándola absolutamente auténtica. Esta misma carta ha sido mencionada en el Capítulo 5 de nuestro estudio (¿Existe un sepulcro de la Santísima Virgen María?) al tratar de definir el sitio de la sepultura de María.

Este documento histórico es importantísimo para conocer cuál era la tradición en Jerusalén acerca de la Asunción de María, pues es lo más próximo que se conoce a la tradición de los mismos testigos presenciales del hecho, es decir, los Apóstoles. Dice así:
“Debes saber, ¡oh noble Tito!, según tus sentimientos fraternales, que al tiempo en que María debía pasar de este mundo al otro, es a saber a la Jerusalén Celestial, para no volver jamás, conforme a los deseos y vivas aspiraciones del hombre interior, y entrar en las tiendas de la Jerusalén superior, entonces, según el aviso recibido de las alturas de la gran luz, en conformidad con la santa voluntad del orden divino, las turbas de los santos Apóstoles se juntaron en un abrir y cerrar de ojos, de todos los puntos en que tenían la misión de predicar el Evangelio. Súbitamente se encontraron reunidos alrededor del cuerpo todo glorioso y virginal. Allí figuraron como doce rayos luminosos del Colegio Apostólico. Y mientras los fieles permanecían alrededor, Ella se despidió de todos, la augusta (Virgen) que, arrastrada por el ardor de sus deseos, elevó a la vez que sus plegarias, sus manos todas santas y puras hacia Dios, dirigiendo sus miradas, acompañadas de vehementes suspiros y aspiraciones a la luz, hacia Aquél que nació de su seno, Nuestro Señor, su Hijo. Ella entregó su alma toda santa, semejante a las esencias de buen olor y la encomendó en las manos del Señor. Así es como, adornada de gracias, fue elevada a la región de los Angeles, y enviada a la vida inmutable del mundo sobrenatural.

“Al punto, en medio de gemidos mezclados de llantos y lágrimas, en medio de la alegría inefable y llena de esperanza que se apoderó de los Apóstoles y de todos los fieles presentes, se dispuso piadosamente, tal y como convenía hacerlo con la difunta, el cuerpo que en vida fue elevado sobre toda ley de la naturaleza, el cuerpo que recibió a Dios, el cuerpo espiritualizado, y se le adornó con flores en medio de cantos instructivos y de discursos brillantes y piadosos, como las circunstancias lo exigían. Los Apóstoles inflamados enteramente en amor de Dios, y en cierto modo, arrebatados en éxtasis, lo cargaron cuidadosamente sobre sus brazos, como a la Madre de la Luz, según la orden de las alturas del Salvador de todos. Lo depositaron en el lugar destinado para la sepultura, en el lugar llamado Getsemaní.

“Durante tres días seguidos, ellos oyeron sobre aquel lugar los aires armoniosos de la salmodia, ejecutada por voces angélicas, que extasiaban a los que las escuchaban; después nada más.

“Eso supuesto para confirmación de lo que había sucedido, ocurrió que faltaba uno de los santos Apóstoles al tiempo de su reunión. Este llegó más tarde y obligó a los Apóstoles que le enseñasen de una manera palpable y al descubierto el precioso tesoro, es decir, el mismo cuerpo que encerró al Señor. Ellos se vieron, por consiguiente, obligados a satisfacer el ardiente deseo de su hermano. Pero cuando abrieron el sepulcro que había contenido el cuerpo sagrado, lo encontraron vacío y sin los restos mortales. Aunque tristes y desconsolados, pudieron comprender que, después de terminados los cantos celestiales, había sido arrebatado el santo cuerpo por las potestades etéreas, después de estar preparado sobrenaturalmente para la mansión celestial de la luz y de la gloria oculto a este mundo visible y carnal, en Jesucristo Nuestro Señor, a quien sea gloria y honor por los siglos de los siglos. Amén”.

El segundo documento es de San Juan Damasceno, Doctor de la Iglesia. Es un sermón por él predicado en la Basílica de la Asunción en Jerusalén, por el año 754, ante varios Obispos y muchos Sacerdotes y fieles:
“Ahí tenéis con qué palabras nos habla este glorioso sepulcro. Que tales cosas hayan sucedido así, lo sabemos por la “Historia Eutiquiana”, que en su Libro II, capítulo 40, escribe:

`Dijimos anteriormente cómo Santa Pulqueria edificó muchas Iglesias en la ciudad de Constantinopla. Una de éstas fue la de las Blanquernas, en los primeros años del Imperio de Marciano. Habiendo, pues, construído el venerable templo en honor de la benditísima y siempre Virgen María, Madre de Dios … buscaban diligentemente los Emperadores llevar allí el sagrado cuerpo de la que había llevado en su seno al Todopoderoso, y llamando a Juvenal, Arzobispo de Constantinopla, le pidieron las sagradas reliquias’.

“Juvenal contestó en estos términos: `Aunque nada nos dicen las Sagradas Escrituras de lo que ocurrió en la muerte de la Madre de Dios, sin embargo nos consta por la antigua y verídica narración que los Apóstoles, esparcidos por el mundo por la salud de los pueblos, se reunieron milagrosamente en Jerusalén, para asistir a la muerte de la Santísima Virgen.’

“La Historia Eutiquiana nos dice luego, que los Apóstoles, después de la sepultura de la Virgen, oyeron durante tres días los coros angélicos; después nada más. Ahora bien, como Santo Tomás llegó tarde, abrieron la tumba y debieron comprobar que no estaba allí el sagrado cuerpo. Repuestos de su estupor, no acertaron los Apóstoles a inferir otra cosa, sino que Aquél que le plugo nacer de María, conservándola en su inviolable virginidad, se complació también en preservar su cuerpo virginal de la corrupción y en admitirlo en el Cielo antes de la resurrección general’

“Oído este relato, Marciano y Pulqueria pidieron a Juvenal que les enviase el ataúd y los lienzos de la gloriosa y santísima Madre de Dios, todo cuidadosamente sellado. Y, habiéndolos recibido, los depositaron en la dicha Iglesia de la Madre de Dios en las Blanquernas. Y es así como sucedió todo esto”.

Nos dice el Padre Cardoso que esta “Historia Eutiquiana”, de la que tomó San Juan Damasceno el relato, se cree por los Padres Bolandistas, que data de San Eutiquio, contemporáneo y amigo de San Juvenal, el cual ocupó la sede de Jerusalén del año 418 al 458. El relato de San Juvenal es considerado como absolutamente histórico y nos dice que la Iglesia Católica lo ha incluido en el Breviario (Liturgia de las Horas).

Por otra parte, no cabe la menor duda de que el ataúd y mortaja de María fueron, desde la segunda mitad del Siglo V, objeto de veneración para los fieles en la Basílica de los Blanquernos en Constantinopla.

Fuente: Bienaventurada.com

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La Asunción de María en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia

Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura.

Veamos lo que nos dice el Padre Joaquín Cardoso, s.j. en su estudio sobre la Asunción: “Son muchos los Teólogos -y de gran renombre, por cierto- que han afirmado y creen haberlo probado que, implícitamente, sí se encuentra, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la revelación de este hecho … Pues, si no hay una revelación explícita en la Sagrada Escritura acerca del hecho de la Asunción de María, tampoco hay ni la más mínima afirmación o advertencia en contrario, y por consiguiente, si la razón humana, discurriendo sobre alguna otra verdad cierta y claramente revelada, deduce legítimamente este privilegio de Nuestra Señora, tendremos necesariamente que admitirlo como revelado en la misma Sagrada Escritura de modo implícito”.

Existe, por cierto, un precedente autorizado por la Iglesia, de una verdad considerada como revelada implícitamente. Se trata del misterio de la Inmaculada Concepción, el cual el Papa Pío XI declaró como dogma, a finales del siglo XIX y reconoció esta verdad como revelada implícitamente al comienzo de la Escritura, en Génesis 3, 15, cuando Dios anunció que la Mujer y su Descendencia aplastarían la cabeza de la serpiente infernal. Y esto no hubiera podido suceder si María no hubiera estado libre de pecado original, pues de no haber sido así, hubiera estado sujeta al yugo del demonio.

Esto mismo hizo el Papa Pío XII en la definición del Dogma de la Asunción. La Asunción de la Virgen María al Cielo, que ha sido aceptada como verdad desde los tiempos más remotos de la Iglesia, es un hecho también contenido, al menos implícitamente en la Sagrada Escritura.

Los Teólogos y Santos Padres y Doctores de la Iglesia han visto como citas en que queda implícita la Asunción de la VirgenMaría, las mismas en que vieron a la Inmaculada Concepción, porque en ellas se revelan los incomparables privilegios de esa hija predilecta del Padre, escogida para ser Madre de Dios. Así quedaron estrechamente unidas ambas verdades: la Inmaculada Concepción y la Asunción.
 

He aquí algunas de las citas y de los respectivos razonamientos teológicos como nos los presenta el Padre Cardoso:
“Llena de gracia” (Lc. 1, 26-29) : Dios le había concedido todas las gracias, no sólo la gracia santificante, sino todas las gracias de que era capaz una criatura predestinada para ser Madre de Dios. Gracia muy grande es el de haber sido preservada del pecado original, pero también gracia el pasar por la muerte, no como castigo del pecado que no tuvo, sino por lo ya expuesto en capítulos anteriores y, como hemos dicho también, sin sufrir la corrupción del sepulcro. Si María no hubiera tenido esta gracia, no podría haber sido llamada llena (plena) de gracia. Esta deducción queda además confirmada por Santa Isabel, quien “llena del Espíritu Santo, exclamó: “Bendita entre todas las mujeres” (Lc. 1, 41-42).

“Pondré enemistad entre tí y la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza” (Gen. 1, 15), es, por supuesto, el texto clave.
Además, Cristo vino para “aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo” (Hb. 2, 14). “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15, 55)

Todos hemos de resucitar. Pero ¿cuál será la parte de María en la victoria sobre la muerte? La mayor, la más cercana a Cristo, porque el texto del Génesis une indisolublemente al Hijo con su Madre en el triunfo contra el Demonio. Así pues, ni el pecado, por ser Inmaculada desde su Concepción, ni la conscupiscencia, por ser ésta consecuencia del pecado original que no tuvo, ni la muerte tendrán ningún poder sobre María.

La Santísima Virgen murió, sin duda, como su Divino Hijo, pero su muerte, como la de El, no fue una muerte que la llevó a la descomposición del cuerpo, sino que resucitó como su Hijo, inmediatamente, porque la muerte que corrompe es consecuencia del pecado.
“No permitirás a tu siervo conocer la corrupción” (Salmo 15). San Pablo relaciona esta incorrupción con la carne de Cristo. Y San Agustín nos dice que la carne de Cristo es la misma que la de María. Implícitamente, entonces, la carne de María, que es la misma que la del Salvador, no experimentó la corrupción.

Así el privilegio de la resurrección y consiguiente Asunción de María al Cielo se debe al haber sido predestinada para se la Madre de Dios-hecho-Hombre.

El Concilio Vaticano II, tratando ese tema en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, también relaciona el privilegio de la Inmaculada Concepción con el de la Asunción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.

Pero oigamos también a nuestro Papa Juan Pablo II tratar el punto de la Asunción de María en la Sagrada Escritura.

En su Catequesis del 2 de julio de 1997 nos decía: “El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo”.

 

LA ASUNCIÓN DE MARÍA EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

Así tituló el Osservatore Romano la Catequesis del Papa Juan Pablo II del día Miércoles 9 de julio de 1997. Y en esa fuente tan importante y tan reciente, como son las palabras del Papa en ésta y en la Catequesis de la semana inmediatamente anterior (2-julio-97) nos apoyaremos casi exclusivamente para este Capítulo.

La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido, nos recordaba el Papa Juan Pablo II.

Además, la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual al afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también reconocer y proclamar la glorificación de su cuerpo.

Nos decía el Papa Juan Pablo II que el primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados “Transitus Mariae” , cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II y III. Nos informaba el Papa que se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de la fe del pueblo de Dios.

Algunos testimonios se encuentran en San Ambrosio, San Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al Cielo, estas palabras: “Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre inseparable de tu Hijo”.

Nos decía el Papa JPII que la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Un indicio interesante de esta convicción se encuentra en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: “Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada … Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu Madre y la lleves contigo, dichosa, al Cielo”.

¿Por qué citaba el Papa un libro apócrifo? Los apócrifos no tienen autoridad divina. Pero pueden tener autoridad humana, agregando, así, un testimonio que apoya la unanimidad a favor de la Asunción.

San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo Divino en el Cielo: “Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a El. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?”

En otro texto el mismo San Germán sostiene que “era necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida”. Así integra la dimensión salvífica de la maternidad divina con la relación entre Madre e Hijo.

San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: “Era necesario que aquélla que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor … contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre”.

Nos dice el Padre Cardoso que ya en los escritos del Siglo IV los historiadores eclesiásticos se refieren a la Asunción de María como de tradición antiquísima, que a causa de su unanimidad, no puede venir sino de los mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina, pues la revelación en que se funda la religión cristiana terminó, según enseña la Iglesia, con la muerte de San Juan.

Continúa diciéndonos que del Siglo V en adelante, no encontró un solo escritor eclesiástico, ni una sola comunidad cristiana que no creyera en la Asunción de María.

En el Siglo VII el Papa Sergio I promovió procesiones a la Basílica Santa María la Mayor el día de la Asunción, como expresión de la creencia popular en esta verdad tan gozosa.

Posteriormente se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.

La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y, a partir del Siglo XIV, se generalizó.

El Papa Juan XXII en 1324 afirmaba que “la Santa Madre Iglesia pidadosamente cree y evidentemente supone que la bienaventurada Virgen fue asunta en alma y cuerpo”.

En la primera mitad de nuestro siglo, en víspera de la declaración del Dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.

Así, en Mayo de 1946, con la Encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los Obispos y, a través de ellos, a los Sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la Asunción corporal de María como Dogma de Fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas de entre 1.181 manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.

Citando ese dato, la Bula Munificentissimus Deus afirma: “El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la Asunción corporal de la Santísima Virgen María al Cielo … es una verdad revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia”.

El Concilio Vaticano II, recordando en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59). María no podía permanecer como los demás hombre en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.

Y continuando con la Tradición Eclesiástica hasta nuestros días, tenemos toda la enseñanza del Papa Juan Pablo II que recogemos en este estudio.

Como dato curioso el Padre Cardoso anota uno adicional que es sumamente revelador y que él agrega a la unanimidad en la Tradición: el hecho de que no hayan reliquias del cuerpo virginal de María. Nos dice que ni siquiera los fabricantes de falsas reliquias -que los ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia- se atrevieron jamás a fabricar una del cuerpo de María, pues sabían que, dada la creencia universal de la Asunción, no hubieran sido recibidas como auténticas en ninguna parte del mundo cristiano.

Fuentes: Bienaventurada.Com

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¿Murió la Santísima Virgen María?

Y si murió, ¿de que murió?.
Es sabido que la muerte no es condición esencial para la Asunción. Y es sabido, también, que el Dogma de la Asunción no dejó definido si murió realmente la Santísima Virgen.

Había para entonces discusión sobre esto entre los Mariólogos y Pío XII prefirió dejar definido lo que realmente era importante: que María subió a los Cielos gloriosa en cuerpo y alma, soslayando el problema de si fue asunta al Cielo después de morir y resucitar, o si fue trasladada en cuerpo y alma al Cielo sin pasar por el trance de la muerte, como todos los demás mortales (inclusive como su propio Hijo).

Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre el tema, nos recuerda que Pío XII y el Concilio Vaticano II no se pronuncian sobre la cuestión de la muerte de María. Pero aclara que “Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios”. (JP II, 25-junio-97)

Sin embargo, algunos teólogos han sostenido la teoría de la inmortalidad de María, pero Juan Pablo II nos dice al respecto, “existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria celeste”. (JP II, 25-junio-97)

Se refiere posiblemente a que, como afirma Antonio Royo Marín o.p., la Asunción gloriosa de María, después de su muerte y resurrección, reúne un apoyo inmensamente mayoritario entre los Mariólogos. (cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).

Los argumentos en favor de la muerte de María los dividiremos: según la Tradición Cristiana (incluyendo el Arte Cristiano), según la Liturgia, según la razón teológica y por la utilidad de la muerte.

1. Según la Tradición Cristiana

Royo Marín afirma que el testimonio de la Tradición -dice que sobretodo a partir del Siglo II- es abrumador a favor de la muerte de María. Es su afirmación, aunque no da citas al respecto. (cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).

Inclusive la misma Bula Munificentissimus Deus de Pío XII (sobre el Dogma de la Asunción), aunque no propone como dogma la muerte de María, nos presenta este dato interesantísimo sobre la muerte de María en la Tradición de la Iglesia: “Los fieles, siguiendo las enseñanzas y guía de sus pastores … no encontraron dificultad en admitir que María hubiese muerto como murió su Unigénito. Pero eso no les impidió creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro y que no fue reducido a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino” (Pío XII, Bula Munificentissimus Deus #7, cf. Doc. mar. #801).

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. edita en México en el Año de la declaración del Dogma un librito “La Asunción de María Santísima”. Y nos refiere lo siguiente sobre la muerte de María en la Tradición:

“Hasta el Siglo IV no hay documento alguno escrito que hable de la creencia de la Iglesia, explícitamente, acerca de la Asunción de María. Sin embargo, cuando se comienza a escribir sobre ella, todos los autores siempre se refieren a una antigua tradición de los fieles sobre el asunto. Se hablaba ya en el Siglo II de la muerte de María, pero no se designaba con ese nombre de muerte, sino con el de tránsito, sueño o dormición, lo cual indica que la muerte de María no había sido como la de todos los demás hombres, sino que había tenido algo de particular. Porque aunque de todos los difuntos se decía que habían pasado a una vida mejor, no obstante para indicar ese paso se empleaba siempre la palabra murió, o por lo menos `se durmió en el Señor’, pero nunca se le llamaba como a la de la Virgen así, especialmente, y como por antonomasia, el Tránsito, el Sueño”.

Son muchísimos los Sumos Pontífices que han enseñado expresamente sobre la muerte de María. Entre éstos, el Papa Juan Pablo II, quien en su Catequesis del 25 de junio de 1997, titulada por el Osservatore Romano “La Dormición de la Madre de Dios”, nos da más datos sobre la muerte de María en la Tradición:

Santiago de Sarug (+521): “El coro de los doce Apóstoles” cuando a María le llegó “el tiempo de caminar por la senda de todas las generaciones”, es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar “el cuerpo virginal de la Bienaventurada”.

San Modesto de Jerusalén (+634), después de hablar largamente de la “santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios”, concluye su “encomio”, exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que “la resucitó de la tumba” para tomarla consigo en la gloria.

San Juan Damasceno (+704), por su parte, se pregunta: “¿Cómo es posible que aquélla que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?”. Y responde: “Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, El muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección”.

No es posible, además, ignorar el Arte Cristiano, en el que encontramos gran número de mosaicos y pinturas que han representado la Asunción de María, tratando de hacernos ver gráficamente el paso inmediato de la “dormición” al gozo pleno de la gloria celestial, e inclusive algunos, del paso del sepulcro a la gloria, siendo asunta al Cielo.

2. Según la Liturgia

De acuerdo a Royo Marín, el argumento litúrgico tiene gran valor en teología, según el conocido aforismo orandi statuat legem credendi, puesto que en la aprobación oficial de los libros litúrgicos está empeñada la autoridad de la Iglesia, la cual iluminada por el Espíritu Santo, no puede proponer a la oración de los fieles fórmulas falsas o erróneas.

Y desde la más remota antigüedad, la liturgia oficial de la Iglesia recogió la doctrina de la muerte de María. Royo Marín refiere dos oraciones “Veneranda nobis…” y “Subveniat, Domine…” , las cuales estuvieron en vigor hasta la declaración del Dogma (1950) y recogen expresamente la muerte de María al celebrar al fiesta de su gloriosa Asunción a los Cielos. Las oraciones posteriores a la declaración del Dogma, por razones obvias, no aluden a la muerte.

Así decía la oración “Veneranda nobis”: “Ayúdenos con su intercesión saludable, ¡oh, Señor!, la venerable festividad de este día, en el cual, aunque la santa Madre de Dios pagó su tributo a la muerte, no pudo, sin embargo, ser humillada por su corrupción aquélla que en su seno encarnó a tu Hijo, Señor nuestro”.

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. tiene esto que decirnos sobre la muerte de María en la Liturgia:

“La Iglesia, pues, tanto la Griega, como la Latina, creyeron siempre, no solamente como posible, sino como regla, en la muerte de María, y en las más antiguas Liturgias de ambas Iglesias se encuentra siempre la celebración y el recuerdo de la muerte de María, con el nombre de la Dormición, Sueño o Tránsito de Nuestra Señora. Porque eso sí: si creían que realmente la Virgen había muerto, indicaban con esa denominación, no usada comúnmente para todas las muertes, que la de la Virgen había tenido algún carácter especial y extraordinario, que es precisamente el de su resurrección inmediata y Asunción a los Cielos”.

“Y como dicen los críticos, aun protestantes … ya en el Siglo VI era absolutamente general la creencia en la Asunción de María, tal cual lo demuestran las antiquísimas liturgias de todas las Iglesias que tienen, al menos desde el siglo IV, establecida la Fiesta de la Dormición de María”.

3. Según la razón teológica

Iniciamos este aparte con Juan Pablo II: “¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de Maria y en su relación con su Hijo Divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre” (JP II, 25-junio-97).

Cristo, el Hijo de Dios e Hijo de María, murió. Y ¿puede ser la Madre superior al Hijo de Dios en cuanto a la muerte física?. Es cierto que la Santísima Virgen María, habiendo sido concebida sin pecado original (Inmaculada Concepción) tenía derecho a no morir. Pero, nos dice Juan Pablo II: “El hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino, no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación. ” (JP II, 25-junio-97)

Y Royo Marín remata este argumento de la siguiente manera: “Sin duda alguna, María hubiera renunciado de hecho a ese privilegio para parecerse en todo -hasta en la muerte y resurrección- a su Divino Hijo Jesús.”

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. dice al respecto: “María Santísima nunca tuvo pecado, por el privilegio de Dios de su Inmaculada Concepción; por consiguiente, no estaba sujeta a la muerte, como no lo estaba Jesucristo; pero también Ella tomó sobre sí nuestro castigo, nuestra muerte”.

Y Juan Pablo II: “María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad”. (JP II, 25-junio-97)

4. Por la utilidad de la muerte

Dice Royo Marín que la muerte de María nos sirve de ejemplo y consuelo. María debió morir para enseñarnos a bien morir y dulcificar con su ejemplo los supuestos terrores de la muerte. Los recibió con calma, con serenidad, aún más, con gozo, mostrándonos que no tiene nada de terrible la muerte para aquéllos que en la vida han cumplido la Voluntad de Dios.

Y Juan Pablo II también habla al respecto: “La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida”. (JP II, 25-junio-97)

 

¿DE QUÉ MURIÓ LA VIRGEN?

Royo Marín responde así a la pregunta ¿de qué murió María?: «»No parece que muriera de enfermedad, ni de vejez muy avanzada, ni por accidente violento (martirio), ni por ninguna otra causa que por el amor ardentísimo que consumía su corazón”

No creamos que esta afirmación de que el amor a Dios haya sido la causa del fallecimiento (¿o desfallecimiento?) de María, sea una ilusión poética, producto de una piedad ingenua y entusiasta para con la Santísima Virgen. No. Esta enseñanza se funda en testimonios de los Santos Padres, quienes dejaron traslucir con frecuencia su pensamiento sobre este particular.

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. cita a San Alberto Magno: “Creemos que murió sin dolor y de amor”. Nos asegura, además, que a San Alberto siguen otros como el Abad Guerrico, Ricardo de San Lorenzo, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio y otros muchísimos.”

Y veamos qué nos decía Juan Pablo II sobre las causas de la muerte de la Madre de Dios: “Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo”. Entonces se apoya en San Francisco de Sales, quien considera que la muerte de María se produjo como un ímpetu de amor. En el Tratado del Amor de Dios habla de una muerte “en el Amor, a causa del Amor y por Amor” (JP II, 25-junio-99).

Royo Marín cita a Alastruey, quien en su Tratado de la Virgen Santísima afirma: “La Santísima Virgen acabó su vida con muerte extática, en fuerza del divino amor y del vehemente deseo y contemplación intensísima de las cosas celestiales”.

Es nuevamente Juan Pablo II quien aclara aún más este punto: “Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsilo de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en este caso la muerte pudo concebierse como una `dormición’”

Luego basándose en la Tradición para tratar este tema, el Papa nos aclara aún más este maravilloso suceso:
“Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo Divino, para compartir con El la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como San Pablo -y más que él- el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre”. (JP II, 25-junio-97)

Otro ilustre Mariólogo, Garriguet, también citado por Royo Marín, nos describe más detalles sobre la vida y la dormición de la Madre de Dios: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño o dormición de la Virgen”.

Pero es el elocuentísmo predicador francés del Siglo XVI-XVII, Bossuet, Obispo de Meaux, quien en su Sermón Segundo sobre la Asunción de María nos describe con los más bellos detalles qué significa morir de amor y cómo fue este maravilloso pasaje de la vida de la Madre de Dios:
“El amor profano es quejumbroso y está diciendo siempre: languidezco y muero de amor. Pero no es sobre este fundamento en el que me baso para haceros ver que el amor puede dar la muerte. Quiero establecer esta verdad sobre una propiedad del Amor Divino. Digo, pues, que el Amor Divino, trae consigo un despojamiento y una soledad inmensa, que la naturaleza no es capaz de sobrellevar; una tal destrucción del hombre entero y un aniquilamiento tan profundo en nosotros mismos, que todos los sentidos son suspendidos. Porque es necesario desnudarse de todo para ir a Dios, y que no haya nada que nos retenga. Y la raíz profunda de tal separación es esos tremendos celos de Dios, que quiere estar solo en un alma, y no puede sufrir a nadie más que a Sí mismo, en un corazón que quiere amor. (Amarás a Dios sobre todas las cosas. Si alguno ama a su padre o a su madre o a sus hermanos más que a Mí, no es digno de Mí).”

“Ya podemos comprender esta soledad inmensa que pide un Dios celoso. Quiere que se destruya, que se aniquile todo lo que no es El. Y, sin embargo, se oculta y no da a ninguno un punto de donde asirlo materialmente, de tal modo que el alma, desprendida por una parte de todo, y por otra, no encontrado aquí el medio de poseer a Dios efectivamente, cae en debilidades y desfallecimientos inconcebibles. Y cuando el amor llega a su perfección, el desfallecimiento llega hasta la muerte, y el rigor hasta perder la vida.”

“Y he aquí lo que da el golpe mortal: es que el corazón despojado de todo amor superfluo, es atraído con fuerza al solo Bien necesario, con una fuerza increíble y, no encontrándolo, muere de congoja. `El hombre insensato’ -dice San Pablo- `no entiende estas cosas y el sensual no las concibe; pero nosotros hablamos de la sabiduría entre los perfectos y explicamos a los espirituales los misterios del espíritu’. Digo, pues, que el alma, desprendida de todo anhelo de lo superfluo, es impulsada y atraída hacia Dios con una fuerza infinita, y es esto lo que le da la muerte; porque , de un lado, se arranca de todos los objetos sensibles, y por otro, el objeto que busca es tan inaccesible aquí, que no puede alcanzarlo. No lo ve sino por la fe, es decir: no lo ve; no lo abraza, sino en medio de sombras y como a través de las nubes, es decir, que no tiene de dónde asirlo. Y el amor frustrado se vuelve contra sí mismo y se hace a sí mismo insoportable.”

“Yo he querido daros alguna idea del amor de la Santísima Virgen durante los días de su destierro y la cautividad de su vida mortal. No, no; los Serafines mismos no pueden entender, ni dignamente explicar, con qué fuerza era atraída María a su Bien Amado, ni con qué violencia sufría su corazón en esta separación. Si jamás hubo algún alma tan penetrada de la Cruz y de este espíritu de destrucción santa, fue la Virgen María. Ella estaba, pues, siempre muriendo, siempre llamando a su Bien Amado con un anhelo mortal”.

“No busquéis, pues, almas santas, otra causa de la muerte de la Santa Virgen. Su amor era tan ardiente, tan fuerte, tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no debiera romper todas las ligaduras de esta vida mortal; no enviaba un deseo al Cielo que no hubiera debido arrastrar consigo su alma entera. Os he dicho antes, cristianos, que su muerte fue milagrosa, pero me veo obligado a cambiar de opinión: su muerte no fue el milagro, el milagro estuvo en la suspensión de esa muerte, en que pudiera vivir separada de su Bien Amado. Vivía, sin embargo, porque esa era la determinación de Dios, para que fuese conforme con Jesucristo su Hijo crucificado por el martirio insoportable de una larga vida, tan penosa para Ella, como necesaria para la Iglesia. Pero como el Divino Amor reinaba en su corazón sin ningún obstáculo, iba de día en día aumentándose sin cesar por el ejercicio, creciendo y desarrollándose por sí mismo, de modo que al fin llegó a tal perfección, que la tierra ya no era capaz de contenerla. Así, no fue otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su amor”.

“Y esta alma santa y bienaventurada atrae consigo a su cuerpo a una resurrección anticipada. Porque, aunque Dios ha señalado un término común a la resurrección de todos los muertos, hay razones particulares que le obligan a avanzar ese término en favor de la Virgen María”. (Bossuet, citado por el Padre Joaquín Cardozo s.j. enLa Asunción de María Santísima).

FUENTE: homilia.org

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La Parusía: la venida del Mesías y el advenimiento del Reino de Cristo en la tierra

El tema de la Parusía es el más trascendental e importante de toda la Sagrada Escritura. A través de toda la Revelación, Dios ha ido anunciando y preparando dos acontecimientos fundamentales para la historia de la salvación: la venida del Mesías y el advenimiento del Reino de Cristo en la tierra. Este es un trabajo de Luis Eduardo López Padilla.

En el Antiguo Testamento, las dos venidas del Mesías estaban profetizadas conjuntamente, de manera que por momentos no se distinguía la primera de la segunda.

Por su parte, en el Nuevo Testamento se anuncia repetidamente la vuelta del Mesías en Poder y Majestad, como Rey y Juez. A este acontecimiento se le conoce como Parusía, que en griego significa “presencia” o “manifestación”, y es el tema esencial del Apocalipsis.

Cuando se habla de la Parusía de ordinario se entiende sin más que nos estamos refiriendo a la Segunda Venida de Cristo, acontecimiento que es dogma de fe; pero aquí a la Parusía hay que darle una connotación mucho más amplia, puesto que no se reduce simplemente a un refulgente y único acontecimiento histórico en el que Jesucristo regresa en medio de las nubes para juzgar a los hombres y dar a cada quien lo suyo e iniciar la vida eterna en el cielo, sino que la Parusía abarca todo un largo tiempo en el que se inaugura a Plenitud el cumplimiento del Plan de Dios para con el género humano.

Primero en su etapa intrahistórica – dentro de la historia – con el Reino Milenario de Cristo en la tierra, que va a culminar cuando “Cristo entregue su reino al Padre, una vez habiendo sometido a sus pies a todos sus enemigos”, inaugurando entonces la etapa metahistórica – más allá de la historia – con la prolongación del Reino de Cristo en el cielo y que no tendrá fin.

Dicho en otras palabras, la Parusía expresa toda una larga época que comprende desde el inicio del llamado Día de la Ira de Yahvé, en la que se manifestará Su Justicia Divina en contra de las naciones en este mundo, hasta el establecimiento de la llamada Jerusalén Celestial, pasando por el castigo de la Gran Babilonia, el Milenio de Paz, en el que se establecerá el Reino de Dios plenamente en la tierra, dando lugar a lo que se conoce como la Nueva Jerusalén ya con la conversión total de los judíos, y también desde luego, la parte final del Milenio en la que habrá una declinación espiritual de tibieza por virtud de la suelta de Satanás hasta el día del Juicio Final.

En San Pablo encontramos la cita que nos anuncia claramente al momento de la Parusía. Dice así el Apóstol de los Gentiles: “Por lo que respecta a la venida de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con Él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestros ánimos, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras, o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el Día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera.” Ahora San Pablo va a explicar qué ha de suceder primero para que venga la Parusía. Dice: “Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de la perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamarse que él mismo es Dios…entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca y aniquilará con el esplendor de su Parusía.” (2, 1 – 8)

El texto deja en claro que el reinado del Anticristo será derrotado por el soplo de su boca y el esplendor de su Parusía. Uno y otro acontecimiento – Anticristo y Parusía – están pues estrechamente unidos. Dicho en otras palabras: El mal acarreado por el Inicuo, será ahogado en la sobreabundancia del bien divino, que será la Parusía.

La Parusía pondrá fin al Misterio de la Iniquidad encabezado por el Anticristo, a través precisamente o por medio de la guerra que le va a hacer Jesucristo al Anticristo,  mediante la cual la tierra entera sufrirá lo que se conoce como el Día de la Cólera o Día de la Ira de Yahvé. Este castigo en el que el “Señor entrará en Juicio contra todas las Naciones” tendrá su principal cumplimiento con el castigo de la Gran Babilonia.

 

DÍA DE LA IRA DE YAHVÉ

Dice así el Apocalipsis en su capítulo 19 en el que empieza a describir la Parusía y seguidamente relata el exterminio de sus enemigos:

Y vi el cielo abierto:
en él un caballo blanco,
y el que lo monta se llama Fiel y Veraz,
y con justicia juzga y combate
sus ojos son como llama de fuego,
y en su cabeza hay muchas diademas;
lleva escrito un nombre
que nadie conoce sino él;
está vestido con un manto teñido de sangre,
y su nombre es “el Verbo de Dios…
de su boca sale una espada afilada
para herir con ella a las naciones;
él las pastoreará con cetro de hierro;
y él pisa el lagar del vino
que contiene el furor de la ira de Dios Omnipotente.
En el manto y en el muslo lleva escrito un nombre:
Rey de Reyes y Señor de Señores. ( 11 – 16)

Nótese que la Parusía inicia con la presencia de Cristo en la que va a “herir a las naciones con su espada afilada” y a pisar “el lagar del vino que contiene el furor de la ira de Dios Omnipotente”; es decir, antes de reinar como Rey de reyes y Señor de señores según confirma el texto, primero va a juzgar y a herir a las naciones.

Encontramos más adelante, en la misma visión, a la bestia  que está lista para hacerle la guerra a Dios Omnipotente:

Y vi a la bestia,
a los reyes y a sus ejércitos congregados
para hacer la guerra
contra el que iba montado en el caballo
y contra su ejército.
Pero la bestia fue apresada
y con ella el falso profeta
que en su presencia hacía prodigios,
con los que seducía a los que habían
recibido la marca de la bestia
y a los que habían adorado su imagen.
Los dos fueron arrojados vivos
al estanque del fuego que arde con azufre.
Los demás fueron muertos con la espada
que sale de la boca del que va montado en el caballo
y todas las aves se hartaron de sus carnes. (19, 19 – 21)

 

JUSTICIA Y MISERICORDIA

La Sagrada Escritura confirma que como consecuencia de la apostasía del hombre que llegará a su clímax con el reinado del Anticristo, Dios va a infligir un terrible castigo que está anunciado como el Gran Día de Yahvé. Aquí hará Juicio a las Naciones. Y ante este magno y terrible acontecimiento, muchos se cuestionan su realidad y aún legitimidad, preguntando cómo es posible que Dios siendo amor pueda castigar a tan gran escala.

El punto es que no se debe desconocer que la Justicia y la Misericordia de Dios son un mismo y solo atributo. Dios es infinitamente Justo por Su Misericordia y a su vez, es infinitamente Misericordioso por Su Justicia. No perdamos de vista que el pecado es la causa de todos los males que hay en el mundo; así, el sufrimiento, el dolor, la muerte, las desgracias de este mundo no son sino consecuencia de nuestros pecados. Dios no quiere castigarnos, pero Dios es Justo y juzga a cada quien según sus obras. Y de la misma manera que Dios no “perdonó” a su Hijo Jesucristo a morir en la cruz, siendo víctima inocente; igualmente Dios no perdonará a una humanidad que lejos de arrodillarse y pedir perdón con humildad, se ensoberbece y se empeña en rechazarlo. Aún así, la Justicia de Dios movida por Su Misericordia hará, por este castigo, que muchas almas se puedan salvar.

En suma, tengamos presente una vez más las palabras de Jesucristo camino a su crucifixión:“Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos, porque si esto han hecho con el leño verde ¿qué no harán con el seco?.” (Lucas 23, 28 – 31). Si Jesucristo era el Cordero sin mancha, que no había cometido pecado, y fue molido por nuestros pecados y víctima de una terrible pasión y muerte, ¿qué será de nosotros que sí somos los verdaderos culpables?

 

JUICIO DE NACIONES

El Antiguo y Nuevo Testamento se refieren con claridad al Juicio de las Naciones que Dios va a desatar en el Día de su Cólera. He aquí algunas citas:

“Tiemblen todos los habitantes de la tierra porque se acerca el Día de Yahvé. Día de tinieblas y oscuridad.” (Joel: 2, 2)

“Cerca está el Día grande del Señor; Día de Ira es aquel, día de angustia y aflicción, día de devastación y tinieblas.” (Sofonías 1, 14 – 16)

“Yahvé estará a tu diestra, quebrantando reyes el Día de Su Ira. Juzgará las Naciones, llenando la región de cadáveres; aplastará cabezas en vasto campo y tomará venganza de la gente y castigará a los pueblos…” (Salmo 109, 5 – 6; 149, 7 – 9)

“El Señor entra en Juicio con las Naciones para juzgar a todos, para entregar a los impíos a la espada, palabra del Señor… vosotros los conoceréis al fin de los tiempos.” (Jeremías 25, 30; 30, 23)

“En la última parte de los días Él juzgará a las gentes… pues el Señor está irritado contra todas las naciones, airado contra el ejército de ellas… porque es el Día de la venganza de Yahvé, el año de hacer justicia a Sión.” (Isaías 34)

 

BATALLA DEL HARMAGEDÓN

Dentro del Día de Yahvé encontramos “la batalla del  Harmagedón”. Esta Guerra está preanunciada en el segundo sello – caballo rojo – y desarrollada en la sexta trompeta y la sexta copa. De esta copa, dice el texto así:

El sexto vertió su copa
sobre el gran río Eufrates,
y se secaron sus aguas
de modo que quedó preparado el camino
para los reyes de oriente.
Entonces vi tres espíritus inmundos como ranas
que salían de la boca del dragón,
de la boca de la bestia,
y de la boca del falso profeta.
Son espíritus demoníacos que hacen prodigios,
y se dirigen a los reyes de todo el orbe,
a fin de reunirlos para la batalla
del gran día del Dios ominpotente…
Y los reunió en el lugar llamado en hebreo
Harmagedón. (16, 12-14 y 16)

En el Día de Yahvé se combinarán, por permisión de Dios, tres tipos de castigos con origen diverso:

a.- las fuerzas cósmicas de la naturaleza;

b.- la acción diabólica y,

c.- la mano del hombre, teniendo lugar aquí la batalla del Harmagedón, que será desencadenada como hemos explicado al hablar de la sexta trompeta, por el Anticristo. Harmagedón – hoy día el Valle de Meggido – era para los hebreos el lugar típico de las batallas definitivas.

No se designa un lugar geográficamente específico; es el lugar simbólico en que serán desechadas para siempre las fuerzas del mal. Será la guerra de Oriente contra Occidente.

 

CONMOCIÓN DE LAS FUERZAS CÓSMICAS

Existen otros textos innumerables respecto al Día de la Ira de Yahvé que da inicio a su Parusía. Pero ahora queremos significar algunas citas que hacen referencia a cómo las fuerzas del cielo y del cosmos serán sacudidas al inicio de la Parusía, tal y como lo dice con claridad el libro del Apocalipsis.

Dice el Señor a través de Juan lo siguiente:

Y vi cuando abrió el sexto sello,
y se produjo un gran terremoto,
y el sol se puso negro como un saco de crin,
y la luna entera se puso como sangre;
y las estrellas del cielo cayeron a la tierra,
como deja caer sus higos
la higuera sacudida por un fuerte viento.
Y el cielo fue retirado
como un libro que se enrolla,
y todos los montes y las islas
fueron removidos de sus asientos…;
porque ha llegado el gran día de su cólera
y ¿quién podrá sostenerse? (6,12-14 y 17)

El inicio de la Parusía viene acompañado con un sacudimiento de las fuerzas cósmicas, que encuentra paralelo con lo que Jesucristo anunció en su “discurso esjatológico” y que ocurrirá inmediatamente después de la Gran Tribulación desencadenada por el Anticristo. Dice así:

“Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas” (Mateo 24, 20)

Entonces Jesucristo dice que las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Este texto encuentra también mayor claridad en textos del Antiguo Testamento:

Estalla, estalla la tierra, se hace pedazos la tierra, sacudida se bambolea la tierra, vacila la tierra como un beodo, se balancea…” (Isaías 24, 18 – 20)

Otro texto paralelo dice:

“Y retiembla la tierra, y da vueltas, por haberse cumplido…  los planes de Yahvé, de convertir la tierra de Babel en desolación sin habitantes.” (Jeremías 51, 29)

El profeta Joel dice al respecto:

“¡Tiemblen todos los habitantes del país porque llega el Día de Yahvé… Ante él tiembla la tierra, se estremecen los cielos, el sol y la luna se oscurecen, y las estrellas retraen su fulgor” (2, 1 – 2; 2, 10)

Queda pues debidamente sustentado en la Escritura que el Día de la Cólera o de Yahvé es el acto que inicia la manifestación refulgente de Cristo en la que va a herir a las Naciones, estableciendo su perfecta Justicia. La batalla del Harmagedón tiene lugar aquí. Asimismo, este Juicio viene acompañado por una conmoción  de las fuerzas cósmicas, tal y como lo describe literalmente la Escritura.

 

CAÍDA DE BABILONIA

Finalmente también vendrá el castigo de Babilonia, tal y como lo reitera Juan:

Cayó, cayó la gran Babilonia,
aquella que dio a beber
el vino del furor de su fornicación
a todas las naciones. (14, 8)

La Sagrada Escritura menciona a tres grandes Babilonias. La primera es la anunciada por los profetas como enemiga y opresora secular del pueblo de Israel. Esta Babilonia no es a la que se refiere el libro del Apocalipsis. La segunda Babilonia, atendiendo al llamado tipo de la profecía, no es otra que la Ciudad de Roma, la Roma de los Césares. Y en cuanto a la Babilonia propia de la profecía a la que Juan se refiere aquí, llamada el antitipo, se refiere a una gran ciudad capitalista, puerto de mar, ya sea Roma o Londres o Nueva York, o todas ellas juntas, o las principales urbes de Europa y América y que son asiento y promotoras de iniquidad, corrupción e idolatría. Es pues la gran Babilonia el origen de una civilización que está podrida hasta la médula. Una civilización bestial. Una urbe prostituida que va a ser destruida sin más.

Dice el texto:

La gran Babilonia fue recordada ante Dios
para darle a beber la copa del vino del furor de su ira. (16, 19)
Después de esto vi otro ángel
que bajaba del cielo, con gran poder,
y la tierra quedó iluminada con su claridad.
Y gritó con fuerte voz, diciendo:
Cayó, cayó la gran Babilonia
y se convirtió en morada de demonios,
en guarida de todo espíritu impuro
y en refugio de toda bestia inmunda y odiosa,
porque todas las naciones bebieron
del vino del furor de su lujuria,
los reyes de la tierra han fornicado con ella,
y con su desenfrenado lujo se han enriquecido
los mercaderes de la tierra. (18, 1 – 3)

Más adelante dice el texto lo siguiente:

¡Ay, ay, la gran ciudad,
Babilonia, la ciudad fuerte:
En una sola hora ha llegado tu condena …
Ay, ay, la gran ciudad,
la que vestía de lino,
púrpura y escarlata,
adornada con oro, piedras preciosas y perlas:
en una sola hora
han sido arrastradas tantas riquezas …
Ay, ay, la gran ciudad,
con cuya opulencia se enriquecieron todos los armadores de barcos:
en una sola hora ha sido arrasada! (18,10;16;17 y 19)

El furor de la ira de Dios es implacable contra la gran Babilonia, que además es asiento de la Gran Ramera, la religión prostituida, el cristianismo adulterado vaciado de su contenido sobrenatural y rellenado de espíritu de soberbia que invita al hombre a ser como Dios. Así la religión adulterada se pone al servicio de la política, de la potencia secular que será el instrumento del Anticristo. Y todo ello simboliza a la gran Babilonia.

Así lo confirma el propio vidente de Patmos:

Ven, te mostraré el castigo de la gran ramera,
la  que se sienta sobre muchas aguas.
Con ella han fornicado los reyes de la tierra,
y se han embriagado los habitantes de la tierra
con el vino de su lujuria.
Me condujo en espíritu al desierto,
y vi una mujer sentada
sobre una bestia roja,
llena de nombres blasfemos,
que tenía siete cabezas y diez cuernos.
La mujer estaba revestida
de púrpura y escarlata,
adornada con oro,
piedras preciosas y perlas.
Tenía en la mano un vaso de oro lleno de abominaciones
y de las inmundicias de su fornicación,
y escrito en su frente un nombre, un misterio:
La gran Babilonia, madre de las lascivas
y abominaciones de la tierra.
Y vi a la mujer ebria de la sangre de los santos
y de la sangre de los mártires de Jesús.
Al verla me admiré con gran asombro. (17, 1-6)

La visión antecedente nos presenta a la mujer que “fornica con los reyes de la tierra y que hizo beber del vino de su fornicación a los moradores de la tierra”. Esta mujer es la cabeza y vehículo de una religión adulterada, idolátrica, de una falsa iglesia y que está al servicio de una civilización babilónica que se ha prostituido con los poderes de este mundo, pues los pueblos de la tierra se embriagaron de ese vino, y es así, porque la mujer primero se embriagó de la sangre de los mártires.

En conclusión de lo dicho, la Parusía significará el fin de la civilización actual, civilización que se ha vuelto capaz de corromper a todo y a todos pues está de raíz totalmente corrompida. Es necesario una transformación del estado actual del hombre consigo mismo, con los demás, con la creación entera, y desde luego, con respecto a Dios. Este proceso de cambio radical  y profundo será operado de manera esencial mediante la Parusía de Cristo.

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