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Catequesis sobre María Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA

María en el Protoevangelio

Catequesis de Juan Pablo II (24-I-96)

1. «Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación en la que se va preparando, paso a paso, la venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como se leen en la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior, iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor» (Lumen gentium, 55)…

Con estas afirmaciones, el concilio Vaticano II nos recuerda cómo se fue delineando la figura de María desde los comienzos de la historia de la salvación. Ya se vislumbra en los textos del Antiguo Testamento, pero sólo se entiende plenamente cuando esos textos se leen en la Iglesia y se comprenden a la luz del Nuevo Testamento.

En efecto, el Espíritu Santo, al inspirar a los diversos autores humanos, orientó la Revelación veterotestamentaria hacia Cristo, que se encarnaría en el seno de la Virgen María.

2. Entre las palabras bíblicas que preanunciaron a la Madre del Redentor, el Concilio cita, ante todo, aquellas con las que Dios, después de la caída de Adán y Eva, revela su plan de salvación.

El Señor dice a la serpiente, figura del espíritu del mal: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gn 3,15).

Esas expresiones, denominadas por la tradición cristiana, desde el siglo XVI, Protoevangelio, es decir, primera buena nueva, dejan entrever la voluntad salvífica de Dios ya desde los orígenes de la humanidad.

En efecto, frente al pecado, según la narración del autor sagrado, la primera reacción del Señor no consistió en castigar a los culpables, sino en abrirles una perspectiva de salvación y comprometerlos activamente en la obra redentora, mostrando su gran generosidad también hacia quienes lo habían ofendido.

Las palabras del Protoevangelio revelan, además, el singular destino de la mujer que, a pesar de haber precedido al hombre al ceder ante la tentación de la serpiente, luego se convierte, en virtud del plan divino, en la primera aliada de Dios.

Eva fue la aliada de la serpiente para arrastrar al hombre al pecado. Dios anuncia que, invirtiendo esta situación, él hará de la mujer la enemiga de la serpiente.

3. Los exegetas concuerdan en reconocer que el texto del Génesis, según el original hebreo, no atribuye directamente a la mujer la acción contra la serpiente, sino a su linaje. De todos modos, el texto da gran relieve al papel que ella desempeñará en la lucha contra el tentador: su linaje será el vencedor de la serpiente.

¿Quién es esta mujer? El texto bíblico no refiere su nombre personal, pero deja vislumbrar una mujer nueva, querida por Dios para reparar la caída de Eva: ella está llamada a restaurar el papel y la dignidad de la mujer, y a contribuir al cambio del destino de la humanidad, colaborando mediante su misión materna a la victoria divina sobre Satanás.

4. A la luz del Nuevo Testamento y de la tradición de la Iglesia sabemos que la mujer nueva anunciada por el Protoevangelio es María, y reconocemos en «su linaje» (Gn 3,15), su hijo, Jesús, triunfador en el misterio de la Pascua sobre el poder de Satanás.

Observemos, asimismo, que la enemistad puesta por Dios entre la serpiente y la mujer se realiza en María de dos maneras.

Ella, aliada perfecta de Dios y enemiga del diablo, fue librada completamente del dominio de Satanás en su concepción inmaculada, cuando fue modelada en la gracia por el Espíritu Santo y preservada de toda mancha de pecado.

Además, María, asociada a la obra salvífica de su Hijo, estuvo plenamente comprometida en la lucha contra el espíritu del mal.

Así, los títulos de Inmaculada Concepción y Cooperadora del Redentor, que la fe de la Iglesia ha atribuido a María para proclamar su belleza espiritual y su íntima participación en la obra admirable de la Redención, manifiestan la oposición irreductible entre la serpiente y la nueva Eva.

5. Los exegetas y teólogos consideran que la luz de la nueva Eva, María, desde las páginas del Génesis se proyecta sobre toda la economía de la salvación, y ven ya en ese texto el vínculo que existe entre María y la Iglesia.

Notemos aquí con alegría que el término mujer, usado en forma genérica por el texto del Génesis, impulsa a asociar con la Virgen de Nazaret y su tarea en la obra de la salvación especialmente a las mujeres, llamadas, según el designio divino, a comprometerse en la lucha contra el espíritu del mal.

Las mujeres que, como Eva, podrían ceder ante la seducción de Satanás, por la solidaridad con María reciben una fuerza superior para combatir al enemigo, convirtiéndose en las primeras aliadas de Dios en el camino de la salvación.

Esta alianza misteriosa de Dios con la mujer se manifiesta en múltiples formas también en nuestros días: en la asiduidad de las mujeres a la oración personal y al culto litúrgico, en el servicio de la catequesis y en el testimonio de la caridad, en las numerosas vocaciones femeninas a la vida consagrada, en la educación religiosa en familia…

Todos estos signos constituyen una realización muy concreta del oráculo del Protoevangelio, que, sugiriendo una extensión universal de la palabra mujer, dentro y más allá de los confines visibles de la Iglesia, muestra que la vocación única de María es inseparable de la vocación de la humanidad y, en particular, de la de toda mujer, que se ilumina con la misión de María, proclamada primera aliada de Dios contra Satanás y el mal.

 
 

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Apariciones y Visiones Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA

El mensaje de María Corredentora en Akita y su complementariedad con el Movimiento del Dogma

El Padre Thomas Aquinas Yasuda es considerado como la máxima autoridad del mundo en cuanto al Mensaje y a las apariciones aprobadas por la Iglesia de Nuestra Señora de Akita, Japón. El Padre Yasuda ha sido el director espiritual de la visionaria, Sor Agnes Sasagawa de Nuestra Señora, la cual es cálidamente conocida como la “Fátima del Oriente”. El siguiente artículo fue leído en la Conferencia Internacional de Vox Populi Mariae Mediatrici, en Roma, Mayo 31, 1997…

…VER VIDEOS…

En Abril 22, 1984, el Obispo John Shojiro Ito, el ordinario local de una diócesis donde ocurrieron las apariciones Marianas, emitió una carta pastoral en la cual autorizaba la veneración de la Santa Madre de Akita. En la carta pastoral, el Obispo Ito declaró la autenticidad sobrenatural de tres mensajes Marianos a una monja Japonesa, o sea los mensajes de un ángel y otros eventos misteriosos desde 1973 en un convento en Akita, al norte de Japón. Akita pertenece a su diócesis.

Su sucesor ordinario local, el Obispo Francisco K. Sato, ha continuado la autorización de su predecesor en cuanto a la veneración de la Santa Madre de Akita. Gracias a la autorización de estos dos obispos diocesanos para la veneración de la Santa Madre de Akita, peregrinos de todas partes -algunos 50 países- han llegado hasta el convento de las apariciones en los últimos 13 años. Las peregrinaciones continúan hasta el día de hoy.

Aquí, me gustaría llamar su atención al hecho de que Akita, Fátima y Lourdes tienen un decisivo desarrollo Providencial —un ordinario local declaró en una carta pastoral la verdad sobrenatural de la aparición Mariana. En Lourdes, el Obispo Bertrand Laurence lo hizo el 18 de Enero de 1862; en Fátima, el Obispo José de Silva emitió su carta pastoral el 13 de Octubre de 1930; y en Akita, el Obispo Ito hizo lo mismo en 1984.

Los misteriosos eventos en Akita se centran principalmente en una estatua de madera de la Santísima Virgen María en el convento de las Doncellas de la Santa Eucaristía. La estatua está de pie sobre un globo con una cruz parada detrás de su cuerpo. La estatua extiende ambas manos ligeramente hacia abajo. La estatua fue tallada por un escultor Budista Japonés, Saburo Wakasa, quién usó una pequeña tarjeta de la imagen de “La Señora de Todos los Pueblos” de Amsterdam como su modelo.

La talló hace unos 30 años y agregó las características faciales de una típica mujer Japonesa a la imagen de la Señora de Todas las Naciones.

La estatua derramó lágrimas por primera vez el 4 de Enero de 1975. Era un Sábado en la mañana. La segunda y tercera ocasiones de lágrimas ocurrieron en la tarde y en la noche del mismo día. La última lacrimación, la número 101, ocurrió el 15 de Septiembre de 1981, o sea en la festividad de los Siete Dolores de la Santísima Madre María.

El número “ciento uno” de los 101 episodios de lacrimaciones, tiene un profundo significado que explicaré después.

Soy un sacerdote católico que he presenciado con mis propios ojos, casi todos los 101 episodios de lacrimaciones de la estatua, exceptuando tres de esos ellos. El Obispo John Ito me nombró director espiritual de este convento en 1974 —un año antes de que comenzaran las lacrimaciones-.

Cada vez que la estatua lloraba, alguien me notificaba y me llamaban para ir a la escena. En todas las ocasiones de mis encuentros con estos incidentes, les pedí a los testigos que rezaran cinco décadas de los Misterios Dolorosos del Rosario en frente de la estatua que lloraba. En todas las ocasiones en que quedaban lágrimas en la estatua después de haber terminado el rezo conjunto del rosario, yo juntaba las lágrimas con cotonetes. Estos cotonetes, junto con etiquetas indicando la fecha de cada lacrimación, han sido conservados como una preciosa evidencia sólida, y se guardan dentro de un recipiente de madera con una tapa de vidrio.

El porqué la estatua derramaba lágrimas, había permanecido como una pregunta sin respuesta durante varios años. Algunas personas interpretaron las lacrimaciones como la advertencia de la Santísima Madre en contra de los pecados de los hombres modernos. Desde el inicio de esa serie de lacrimaciones, yo había pensado que pudiera haber una profunda relación entre las lágrimas de la estatua y el hecho histórico de que la Santísima Virgen María había llorado en el Calvario, cuando vio a su Divino Hijo Jesucristo redimir a la humanidad por medio de Su sangriento sacrificio en la Cruz.

En 1981, un misterioso evento me enseñó que Dios hizo que la estatua llorara para enseñarle a la Iglesia Católica Romana la verdad de la Corredención por la Santísima Virgen María llamando la atención de la Iglesia a los sufrimientos y lágrimas de María al pie de la Cruz. Me ha sido dada esta comprensión después de que un ángel explicara el profundo significado de las 101 lacrimaciones de la estatua a sor Agnes Katsuko Sasagawa, una de las monjas en el convento. Sor Agnes inmediatamente corrió a mi oficina para contarme el mensaje angélico después de la aparición.

El mensaje y las lágrimas constituyen revelaciones privadas. Aquellos que recibieron el mensaje y fueron testigos de los misteriosos eventos no tienen la tarea de definir o promulgar una doctrina o dogma de la fe. Sin embargo, no significa que el mensaje y las lágrimas puedan ser ignoradas. Este mensaje relacionado con la Corredención y las lágrimas de la estatua de la Santísima Virgen María tienen el mismo profundo significado que las apariciones Marianas en Lourdes en 1858.

Cuando el Papa defina y promulgue al mundo la Corredención de la Santísima Virgen María como un dogma de fe, entonces los verdaderos creyentes Católicos de todo el mundo, aceptarán estas revelaciones privadas en Akita como eventos invaluables por medio de los cuales Dios explicó la verdad de la Corredención, igual como han aceptado las apariciones Marianas en Lourdes.

En Lourdes, Bernadette Soubirous fue testigo de como la Santísima Virgen María emitió una luz esplendorosa de su majestuosa figura en la gruta de Massabielle, un total de dieciocho veces. Dios le enseño a la Iglesia Católica Romana, a través de las experiencias de Bernadette, que esta esplendorosa figura de la Santísima Virgen en sí misma significa su Inmaculada Concepción, además de las mismas palabras de la Santísima Madre: “Yo soy la Inmaculada Concepción.”

No obstante que el dogma de la Inmaculada Concepción había sido promulgado al mundo por el Papa Pío IX cuatro años antes de las apariciones, el contenido del dogma permaneció como un tema difícil de entender y aceptar en los corazones de los laicos Católicos ordinarios. Como resultado de esto, el dogma no podía entrar en los corazones de los Católicos creyentes del mundo, aún después de varios años de su promulgación ex-cátedra.

Entonces, Dios envió a la Santísima Virgen María a Lourdes como un gran regalo divino para todos los creyentes Católicos. Hoy, sabemos que muchas estatuas con la imagen de la Santísima Virgen María en Lourdes han sido colocadas en muchas iglesias Católicas en todo el mundo para festejar la divina intervención en 1858.

Estos desarrollos sugieren que el Dogma de la Inmaculada Concepción no hubiera podido ejercer su efecto favorable de reforzar la fe de los laicos ordinarios si las apariciones Marianas en Lourdes no hubiesen ocurrido y por lo tanto no hubiesen influido profundamente en esos laicos. Estas apariciones les han ayudado a los laicos ordinarios a entender este dogma, y la fe de cada creyente se ha incrementado por su mayor entendimiento del dogma.

En términos generales, aun si un dogma es promulgado como una verdad de fe por un Papa, la verdad sigue siendo difícil de entender desde el punto de vista de los creyentes Católicos ordinarios. El Apóstol Pablo dijo en su carta a los Romanos (12:6), “Nuestros dones difieren de acuerdo a la gracia que se nos ha dado. Si tu don es la profecía, entonces úsalo de conformidad con las enseñanzas de la fe.”

Aquí San Pablo le enseña a la Iglesia Católica que la verdad del contenido de una profecía o mensajes de una supuesta aparición, pueden y deben ser juzgados al examinarlos para ver si corresponden con los dogmas y las doctrinas Católicas. Esto es porque las expresiones de los dogmas son enunciados por los seres humanos bajo la inspiración del Espíritu Santo.

Lo que San Pablo dijo aquí se aplica a Lourdes, donde Dios hizo los arreglos para que el dogma de la Inmaculada Concepción fuera explicado de una manera que pudiera ser entendido por los creyentes Católicos ordinarios al relacionar el difícil dogma a esas apariciones Marianas.

Como todos Ustedes ya saben, nuestro Santo Padre, el Papa Juan Paulo II, en varias ocasiones ha hecho alusión a la Corredención de la Santísima Virgen María a través de su encíclica Redemptoris Mater y de las explicaciones en sus audiencias generales, aun cuando todavía no lo define y promulga como dogma.

Si los creyentes Católicos de todo el mundo llegasen a entender que los 101 episodios de lacrimaciones de la estatua de la Santísima Virgen María en Akita significan su Corredención, entonces podrían entender y aceptar el próximo dogma de la Corredención en sus corazones con más facilidad, igual como las apariciones Marianas en Lourdes les ayudaron a los creyentes a entender el dogma de la Inmaculada Concepción.

La verdad de la Corredención contiene un sutil detalle teológico. Por lo tanto, es difícil que los Católicos ordinarios entiendan la verdad.

Es realmente sorprendente que Dios haya revelado ésta difícil verdad en Akita en una forma fácilmente entendible para los creyentes ordinarios Católicos, o sea, al hacer que la estatua derramara lágrimas que simbolizan sus sufrimientos maternos en el Calvario, los cuales ofreció al Padre Celestial como Corredentora al dar su total consentimiento a la inmolación de su Divino hijo Jesús en la Cruz.

La voluntad de Dios era que María sufriera junto con Jesús de conformidad con Su eterno plan de Salvación. Fue aun más doloroso para María el consentir a la inmolación de su Hijo que su muerte física. Ella ofreció sus sufrimientos a Dios, por lo tanto actuando de conformidad con el plan de Dios para la salvación de la humanidad.

Claro está, nadie debe interpretar que la Redención de Jesús y la Corredención de María están al mismo nivel de valor. San Pablo dice en su Primera Carta a Timoteo (2:5-6), “Porque hay un solo Dios, y hay un solo mediador entre Dios y la humanidad, El mismo un hombre, Jesucristo, quién se sacrificó a sí mismo para pagar el rescate de todos los hombres.”

Se deben entender las diferencias esenciales entre la Redención de Jesucristo y la Corredención de María, teniendo presente las diferencias ontológicas entre las personas de Jesús y de María. La Divina Persona de Jesucristo, quién asumió una naturaleza humana, ofreció Su cuerpo al Padre Celestial como el Sacrificio y sufrió en Su carne humana y alma para redimir a la humanidad.

En ese momento, María, observando el sacrificio de su hijo desde el pie de la Cruz, dio el pleno consentimiento a la inmolación y ofreció a su amado hijo al Padre Celestial, en base a la persona humana de María. En verdad, María padeció dolores espirituales muy agudos cuya intensidad está más allá de la imaginación de cualquier ser humano. Dios llamó nuestra atención a los sufrimientos de María al hacer que la estatua en Akita derramara lágrimas.

Ninguna sabiduría humana podrá llegar a comprender la profundidad del abandono de María en el amor de Dios, que hizo que mostrara una profunda obediencia al Padre Celestial como Su doncella, desde el momento de la Anunciación hasta el momento de la Redención por su hijo Jesús en la Cruz.

Su primera acción pública como especial cooperadora del Redentor registrada en las Escrituras, fue la presentación del niño Jesús a Dios en el Templo, en el cuadragésimo día después del nacimiento del Redentor de acuerdo con la Ley del Señor. Entonces, ofreció al niño Jesús a Dios y en silencio, expresó su voluntad para consentir a la futura inmolación de su hijo, desde el punto de vista de Su madre.

Entonces, el justo y anciano profeta Simeón, le profetizó el misterio de su misión como Corredentora: “Éste, está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará tu alma!”. (Lc 2:35).

the messages of Our Lady of Akita

 
 

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El Espíritu Santo y la Virgen María

La Santísima Virgen fue guiada desde el inicio por el Espíritu Santo, como lo demuestran sucesivos pasajes bíblico, por tanto debemos pedirle a la Virgen que nos enseñe a ser fieles a la presencia y acción del Espíritu Santo, que nos mueve a seguir a Cristo en la Iglesia para gloria del Padre.

 

La Encarnación del Verbo.

Podemos afirmar que la Encarnación del Verbo es el primer Pentecostés porque hay una especial revelación y presencia del Espíritu Santo. En efecto, el ángel Gabriel dice a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc.1,35-36).

Igualmente, el ángel dice a José: “No temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt.1, 20b-22).

El Espíritu Santo viene sobre María, la cubre con su sombra para ser Madre-Virgen. El calor del Espíritu Santo hará germinar el misterio del Verbo de Dios que se hace hombre.

El Espíritu Santo suscita la respuesta consciente y libre de María que hace: donación de todo su ser al plan de Dios: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc.1,38).

 

La Visitación (Lc.2, 41-57).

Así que María saludó a Isabel, ésta “se llenó del Espíritu Santo, y clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre las mujeres…! y su niño saltó de gozo en sus entrañas. Y María proclama el Magnificat, envuelta en este clima de Espíritu Santo.

 

El Nacimiento de Jesús.

El nacimiento de Jesús es el cumplimiento de la Anunciación: Jesús nace virginalmente de María, Virgen y Madre.

La luz del Espíritu Santo inunda el Portal de Belén, envuelve a los pastores y guía a los Magos hasta el lugar donde está Jesús.

 

Las bodas de Caná.

María, movida por los dones del Espíritu Santo, especialmente de Sabiduría, de Piedad y de Consejo, se dirige suplicante a su Hijo: “No tienen vino” y luego a los servidores: “Haced lo que Él os diga”. Y Jesús realiza su primer milagro (Cf. Jo. 2, 1-12)

Pasión, muerte y resurrección de Cristo.

María estaba junto a la cruz de Jesús (Jo. 19, 25) Es la expresión de una fortaleza que sólo el Espíritu Santo puede dar. El mismo Espíritu culmina así la obra que inició en la Encarnación del Verbo cubriendo y protegiendo a la Virgen. María que animada por el Espíritu Santo es testigo del testamento de Cristo en la cruz: las siete palabras. Finalmente, María recibe las primicias del Espíritu Santo en la resurrección y glorificación de su Hijo.

 

Pentecostés.

Los Apóstoles, podemos decir que presididos por la Virgen-Madre, perseveraban unánimes en la oración, esperando al Espíritu Santo que Cristo les había prometido (Cf. He.1, 14).

La venida del Espíritu Santo marca el nacimiento de la actividad misionera de la Iglesia. Así como María está presente en el nacimiento de Jesús como Madre por obra del Espíritu Santo, así María está presente en el nacimiento de la actividad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, como Madre por obra del Espíritu Santo.

Sobre al base de un texto de Fr. Carlos Lledó López O.P.

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María dentro de la Iglesia de Jerusalén en los días de Pentecostés

En He 1.14 Lucas es puntual en decirnos que después de la ascensión de Jesús «todos ellos [o sea, los once apóstoles] perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos».

Es muy significativo que, además de los apóstoles (v. 13), se recuerde solamente a la Virgen con su nombre propio (María), acompañado de su máximo titulo funcional (la madre de Jesús). Pero ella no está separada del resto de la iglesia. Aunque tuvo una misión excepcional y única, María está en la iglesia y con la iglesia apostólica de Jerusalén, madre de todas las iglesias cristianas.

Poco después, Pedro recordará que Judas «guió a los que prendieron a Jesús» (v. 16). El recuerdo de esa defección, a la que siguió luego la del mismo Pedro (Lc 22,34.54-62), hace también de la comunidad de Jerusalén un cenáculo de misericordia, de perdón: María está rodeada de los que abandonaron al Maestro en la hora de las tinieblas (cf Lc 22,53).

Esta reflexión no constituye el punto focal de la narración de Lucas. Pero tampoco podría decirse totalmente extraña a ella. Una tenue sugerencia en su favor puede verse en el discurso de Pedro para la sustitución de Judas (He 1,15-22) y en la negación del mismo apóstol, tal como nos lo narra también el tercer evangelio (Lc 22,34.54-62).

Realmente Lucas, desde el primer capítulo de los Hechos, polariza la atención en el tema del testimonio que hay que rendir del Señor Jesús. En este horizonte también la presencia de María tiene una finalidad perfectamente comprensible. Lo señalaremos articulando nuestra exposición en tres cuestiones relativas a su persona en He 1,14.

a) Los destinatarios del don del Espíritu en pentecostés. Empecemos por preguntarnos: ¿quienes son esos todos reunidos juntos el día de pentecostés (He 2,1), investidos del soplo del Espíritu que los capacitó para promulgar en otras lenguas las grandes obras de Dios (He 2,4.11)? Este interrogante afecta también a la figura de María: ¿hemos de contarla o no entre aquellos todos?

Los componentes de la comunidad jerosolimitana, aquella mañana de pentecostés, podrían ser: el colegio apostólico, mencionado inmediatamente antes para la elección de Matías en lugar de Judas (He 1,1526); o los 120 hermanos que se recuerdan en He 1,15 70, o bien los tres grupos especificados en los vv. 13-14: los apóstoles (aún en número de once), las mujeres (probablemente las señaladas por Lc 8,2-3 23,55-56 24,1-11), María madre de Jesús y sus hermanos.

La mayor parte de los autores está por los 120 hermanos que representan a todos los miembros de la iglesia de Jerusalén, reunida en torno a los doce. El mismo Lucas ofrece indicios válidos para esta opción. En efecto: 1) según Lc 24, Jesús resucitado promete la efusión del Espíritu (v. 49) a los once y a cuantos estaban con ellos (v. 33); 2) la profecía de Joel, invocada por Pedro para hacer la exégesis del acontecimiento, anunciaba una efusión del Espíritu sobre toda carne (persona): hijos e hijas, jóvenes y ancianos, siervos y siervas (He 2,17-18); 3) en su discurso Pedro explica también que el don del Espíritu sería recibido por todos los que se arrepintiesen y pidieran el bautismo en el nombre de Jesucristo (He 2,38). Y las personas que acogieron la palabra de Pedro fueron «unos tres mil» (v. 41).

Así pues, si el Espíritu se concedió a todos los recién convertidos en tan gran número, sería poco congruente pensar que ese mismo don no bajase sobre todos los 120 que creían ya en Jesús.

b) Pentecostés y testimonio. En el cuadro de la doctrina lucana, el Espíritu prometido por Jesús resucitado iba ordenado a una finalidad muy concreta, es decir, al testimonio. En efecto, decía Jesús: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en SaMaría y hasta los confines de la tierra» (He 1,8).

Revestidos de la fuerza del Espíritu Santo (I c 24,49), los once y los que había con ellos (Lc 24,33.36) estarán en disposición de dar testimonio (Lc 24,48) de los acontecimientos de la historia de la salvación, que culminan en Jesús. En concreto: que el Cristo tenía que padecer y resucitar el tercer día (v. 46b); que en su nombre se predicaría a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados, empezando por Jerusalén (v. 47); que todas esas cosas estaban anunciadas de antemano sobre él en las Escrituras (vv. 45.46a) y que, por tanto, todo aquello tenía que cumplirse (vv. 44b.46b).

El Espíritu Santo, decían los oráculos de los profetas, habría hecho de Israel un pueblo de testigos (Is 43,10.12.21;44,3.8;Jl 3,1-2). Con la efusión pentecostal del Espíritu, enviado por Jesús resucitado (He 2,32-33), esa efusión se convirtió en herencia de «toda la casa de Israel» (cf He 2,36), que es ahora la iglesia de Cristo (cf He 20,28).

Por ello los que formaban parte de la iglesia de Jerusalén (los apóstoles, las mujeres, María y los hermanos de Jesús), después de que todos se llenaron del Espíritu (He 2,14a), se hicieron idóneos para dar testimonio del Señor Jesús, cada uno según su disposición. Desde aquel día también María se vio plenamente iluminada por el Espíritu sobre todo lo que había hecho y dicho Jesús. Desde entonces es razonable pensar que ella comenzó a derramar sobre la iglesia los tesoros que hasta entonces había tenido encerrados en el archivo de sus meditaciones sapienciales. Así también la Virgen se convirtió en testigo de las cosas vistas y oídas (cf Lc 1,2).

Comenta X. Pikaza: «Ella dio testimonio del nacimiento de Jesús, del camino de su infancia; Jesús no habría sido acogido por la iglesia en la integridad de su ser hombre si le hubiera faltado el testimonio vivo de una madre que lo había engendrado y criado. Dentro de la iglesia, María es una parte de Jesús… Hay algo que ni los apóstoles ni las mujeres ni los hermanos habrían podido atestiguar. Le corresponde a María consignar esa palabra única e insustituible al misterio de la iglesia. Por eso aparece ella en He I,14» (María y el Espíritu Santo… ).

c) Pentecostés y anunciación. Lucas deja vislumbrar una no débil analogía entre la bajada del Espíritu Santo sobre María en la anunciación y sobre la iglesia en pentecostés. (Ver el paralelismo entre ambas situaciones en el cuadro siguiente, que correlaciona los textos respectivos).

 El Espíritu Santo, energía del Altísimo (Lc 1, 35: dýnamis ypsistu).

La energía del Espíritu Santo, desde lo alto (Lc 24, 29: ex ýsous dínamin) viene sobre María (Lc 1, 35a: epeléusetai epì sé) baja sobre los apóstoles (Hch 1, 8:epelthóntos aph’ ymâs); todos quedaron llenos. (Hch 2, 4).

«Y María dijo (éipen):

y empezaron a anunciar (laléin:Hch 2,4.6.7.11; apophthénguesthai:
vv 4.12) en otras lenguas

‘Mi alma engrandece [megalýnei] al Señor…(v. 46);… grandes cosas [megáka] ha hecho en mí el Poderoso…«(v. 49a) las grandes obras de Dios (v. 11: ta megaléia toú Theoû), como el Espíritu les daba expresarse (v. 4).

Los puntos de contacto entre los dos grandes acontecimientos parece que son éstos. Por una parte está María: alumbrada por el Espíritu en la intimidad de su propia persona (Lc I,35), irrumpe casi hacia fuera, a las montañas de Judea (v. 39), para anunciar las grandes cosas realizadas en ella por el Omnipotente (vv. 4649). Por la otra parte está la iglesia apostólica de Jerusalén: corroborada por el vigor del Espíritu (Lc 24,49; He 1,8) mientras estaban reunidos dentro de la casa (He 2,2), deja su retiro para proclamar públicamente las grandes obras del Señor (He 2,4.6.7.11.12). La iluminación del Espíritu permite tanto a María como a la iglesia ser testigos proféticos de lo que Dios ha hecho por su pueblo (cf He 2,4.11.17.18)

 

CONCLUSIÓN

En la anunciación, el ángel había revelado a la Virgen que el niño que daría a luz por obra del Espíritu Santo reinaría eternamente en la casa de Jacob (Lc 1,3133); su misión maternal respecto al rey-mesías contraía, por tanto, unos vínculos especiales con el pueblo de Dios de la nueva alianza.

Y, en efecto, el día en que el Espíritu suscita la iglesia de Cristo como una asamblea de testigos (cf Lc 24,48-29; He 1,8), María se sienta entre los discípulos como «madre de Jesús» (He 1,14 2, 1 -4).

Lucas, que tanto se había prodigado a propósito de la vocación de María en la génesis humana del Salvador, se contenta con un solo versículo para ella a la hora de describir la intervención del Espíritu en el nacimiento de la iglesia.

Sin embargo, en ese fragmento estaba todo. En efecto, guiada por el mismo Espíritu, la nueva comunidad de los creyentes se verá urgida a confrontar He 1,14 con el conjunto narrativo del evangelio de Lucas. El resultado será el reconocimiento de la filogénesis de la iglesia en la historia de María. La iglesia es el calco de María.

Fuente: SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 344-347
 
 

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Pentecostés, principio de la Iglesia en la misión del Espíritu Santo

Este es un capítulo del libro de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), “El Camino Pascual”.

En los Hechos de los Apóstoles se encuentra un primer esbozo de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas frdhkatholisch (católico primitivo) y lo critican por esta razón.

San Lucas desarrolla su programa eclesiológico en los dos primeros capítulos de los Hechos, especialmente en el relato del día de Pentecostés. 

Quisiera, pues, presentar en esta conferencia una breve visión general de los elementos principales de la eclesiología, partiendo del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los Hechos.

Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la comunidad de los discípulos -«asiduos y unánimes en la oración»-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. 

Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles.

Cuando meditamos sobre esta sencilla realidad que nos describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo las  notas de la Iglesia.

1. La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (/Ef/02/20). La Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles.

En este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia primitiva, San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia: «Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de todos los tiempos-.

Me parece que la traducción oficial de la Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles». No se trata sólo de un escuchar; se trata del ser mismo de aquella perseverancia profunda y vital con la que la Iglesia se halla insertada, arraigada en la doctrina de los  apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace también radical exigencia para la vida personal de los creyentes.

¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina? ¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia?

El  impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Efeso (c.20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles».

Los presbíteros son los responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar» implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que El ha adquirido con su sangre» (20,29). 

¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este rebaño? 

2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota de la Iglesia: la Iglesia es santa, y esta santidad no es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo.

«Fijemos firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo», escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2), y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice: «Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.

Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo.

Comprenderemos así que la celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).

De esta suerte se hace santa la Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento «fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos en el amor y transformarse en amante.

3. Con estas consideraciones volvemos al acontecimiento de Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión 2todavía más intensa: «La muchedumbre… tenía un corazón y un alma sola» (/Hch/04/32). Con estas palabras, el evangelista indica la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la unicidad del corazón.

El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es el órgano propulsor del cuerpo, tó egemonikón, según la filosofía estoica. Este órgano esencial, este centro de la vida, no es ya, después de la conversión, el propio querer, el yo particular y aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y se hace el centro del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único para todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la misma realidad: cuando el centro de la vida está fuera de mí, cuando se abre la cárcel del yo y mi vida comienza a ser participación de la vida de Otro -de Cristo-, cuando esto sucede, entonces se realiza la unidad.

Este punto se halla estrechamente vinculado con los anteriores. La trascendencia, la apertura de la propia vida, exige el camino de la oración, exige no sólo la oración privada, sino también la  oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la unión real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la perseverancia en la doctrina de los apóstoles y la unión con los sucesores de los apóstoles, con Pedro. Pero debe intervenir también otro elemento, el elemento mariano: la unión del corazón, la penetración de la vida de Jesús en la intimidad de la vida  cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del entendimiento.

4. El día de Pentecostés manifiesta también la cuarta nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros que separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce únicamente su inteligencia, su voluntad y su corazón, y, por ello, ya no es capaz de comprender el lenguaje de los demás ni de escuchar la voz de Dios.

El Espíritu Santo, el amor divino, comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo y tierra. Este puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido. 

La construcción de este puente rebasa las posibilidades de la técnica; la voluntad babilónica tenía y tiene que naufragar. Únicamente el amor encarnado de Dios podía levantar aquel puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben y bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.

La Iglesia, desde el primer momento de su existencia, es  católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de Iglesia y, por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el prodigio de las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la Iglesia universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes que las partes.

La Iglesia universal no consiste en una fusión secundaria de Iglesias locales; la Iglesia universal, católica, alumbra a las Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser Iglesia en comunión con la catolicidad. Por otra parte, la catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la conciliación y reunión de las riquezas de la humanidad en el amor del Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en algo exterior, sino que es además una característica interna de la fe personal: creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los continentes, de todas las culturas, de todas las lenguas.

La catolicidad exige la apertura del corazón, como dice San Pablo a los Corintios: «No estáis al estrecho con nosotros…; pues para corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ¡abrid también vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). «Non angustiamini in nobis… dilatamini et vos!» Este «dilatamini» es el imperativo permanente de la catolicidad. Los apóstoles pudieron realizar la Iglesia católica porque la Iglesia era ya católica en su corazón. Fue la suya una fe católica abierta a todas las lenguas. La Iglesia se hace infecunda cuando falta la catolicidad del corazón, la catolicidad de la fe personal.

El día de Pentecostés anticipa, según San Lucas, la historia entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una manifestación del don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del Espíritu, que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los tiempos, constituye el contenido central de todos los capítulos de los Hechos de los Apóstoles, donde se nos describe el paso del Evangelio, del mundo de los judíos al mundo de los paganos, de Jerusalén a Roma.

En la estructura de este libro, Roma representa el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se hallan fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la llegada del Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el final del proceso de San Pablo, sino porque este libro no es un relato novelesco. Con la llegada a Roma, ha alcanzado su meta el camino que se iniciara en Jerusalén; se ha realizado la Iglesia católica, que continúa y sustituye al antiguo pueblo de Dios, el cual tenía su centro en Jerusalén. En este sentido, Roma tiene ya una significación importante en la eclesiología de San Lucas; entra en la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.

Podemos decir así que Roma es el nombre concreto de la  catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una  contradicción, como si el nombre de una Iglesia particular, de una ciudad, viniera a limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad. 

Roma expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos y a una Iglesia que habla en todas las lenguas. Este contenido espiritual de Roma es, por tanto, para los que hemos sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía concreta de la catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.

Exige:

–una fidelidad decidida y profunda al sucesor de Pedro; un caminar desde el interior hacia una catolicidad cada vez más auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la condición de los apóstoles tal como la describe San Pablo: 
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo… como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13).

El sentimiento antirromano es, por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y errores de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de conciencia constante y suscitar una profunda y sincera humildad; por otra parte, este sentimiento corresponde a una existencia verdaderamente apostólica, y es así motivo de gran consolación. 

Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay cuando todos los  hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres con los profetas!» (Lc 6,26).

Nos vienen a la memoria también las palabras que San Pablo  escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis ricos?» (1 Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con esta saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería  renegar de la cruz del Señor.

En resumen: la eclesiología de San Lucas es, como hemos visto, una eclesiología pneumatológica y, por ello mismo, plenamente cristológica; una eclesiología espiritual y, al mismo tiempo, concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y personal, ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta síntesis de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el compromiso de vivir cada vez con más intensidad esta síntesis y llegar a ser de este modo realmente católico. 

Fuente: JOSEPH RATZINGER “EL CAMINO PASCUAL”. BAC POPULAR. MADRID-1990. Págs. 149-155

 
 

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Catequesis Juan Pablo II sobre la Ascensión

Presentamos tres catequesis de 1989 de Juan Pablo II sobre la Ascensión de Jesús a los Cielos: La Ascensión: misterio anunciado,  El hecho de la Ascensión y La Ascensión manifiesta que Jesús es el Señor.

 

 

LA ASCENSIÓN: MISTERIO ANUNCIADO
5 de abril de 1989

1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo, completando así el «retorno al Padre» iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.

En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores la Pascua.

2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice: «No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).

Ese mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, «sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía» (Jn 13, 1-3). Jesús tenía, sin duda, en la mente su muerte ya cercana y, sin embargo, miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: «Me voy a aquel que me ha enviado» ( Jn 16, 5): « Me voy al Padre, y ya no me veréis» (Jn 16, 10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: «Me voy y volveré a vosotros», e incluso añadía: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14, 28). Tras la resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.

3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo. Hijo de Dios, consubstancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su «descenso del cielo», ocurrido en la encarnación Cristo «salido del Padre» (Jn 16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre» (Cfr. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida» como lo fue el del «descenso» Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de «subir al cielo», nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa «casa del Padre» (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que «bajó el cielo», que «salió del Padre» precisamente para esto.

Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación, y es su momento conclusivo.

4. La Ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la «economía de la salvación», que se expresa en el misterio de la encarnación y, sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz Precisamente en el coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (es decir, crucificado) el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 14-1 5).

Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la «casa del Padre» por medio de su cruz: «cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mi» (Jn 12, 32). La «elevación» en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra «elevación» que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta «exaltación» del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.

5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Heb 9, 24). Y entró «con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna: «penetró en el santuario una vez para siempre» (Heb 9, 12). Entró, como Hijo «el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1, 3)

Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13) coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13).

6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis venir» (Jn 13, 33). Sin embargo, dice en seguida: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 2).

Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al Padre (a la casa del Padre) para «introducir» a los hombres que «sin Él no podrían entrar». Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que «bajó del cielo» (Jn 3, 13), que «salió del Padre» (Jn 16, 28) y ahora vuelve al Padre «con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Heb 9, 12). Él mismo afirma: «Yo soy el Camino; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).

7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: «Os conviene que yo me vaya.» Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los Apóstoles: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Sí. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador (Paráclito). Y por ello prometió repetidamente: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 3. 28).

Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia -verdad claramente enseñada por Jesús- permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.

8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia, también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se así encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos «se escandalizaron» (Cfr. Jn 6, 61), ya que hablaba de «comer su Cuerpo y beber su Sangre». Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 61-63) .

Ya Jesús habla aquí de su ascensión al cielo cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu «que da la vida». Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés, el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las «moradas eternas», donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la «Casa del Padre» (Jn 14, 2).

 

EL HECHO DE LA ASCENCIÓN

12 de abril de 1989

1. Ya los «anuncios» de la ascensión, que hemos examinado en la catequesis anterior, iluminan enormemente la verdad expresada por los más antiguos símbolos de la fe con las concisas palabras «subió al cielo». Ya hemos señalado que se trata de un «misterio», que es objeto de fe. Forma parte del misterio mismo de la Encarnación y es el cumplimiento último de la misión mesiánica del Hijo de Dios, que ha venido a la tierra para llevar a cabo nuestra redención.

Sin embargo, se trata también de un «hecho» que podemos conocer a través de los elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los Evangelios.

2. Acudamos a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su Evangelio: «Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24, 50-51): lo cual significa que los Apóstoles tuvieron la sensación de «movimiento» de toda la figura de Jesús, y de un acción de «separación» de la tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel momento a los Apóstoles, indica el sentido salvífico de su partida, en la que, como en toda su misión redentora, está contenida para el mundo toda clase de bienes espirituales.

Deteniéndonos en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se deduciría que Jesús subió al cielo el mismo día de la resurrección, como conclusión de su aparición a los Apóstoles (Cfr. Lc 24, 36-39). Pero si se lee bien toda la página, se advierte que el Evangelista quiere sintetizar los acontecimientos finales de la vida de Cristo, del que le urgía descubrir la misión salvífica, concluida con su glorificación. Otros detalles de esos hechos conclusivos los referirá en otro libro que es como el complemento de su Evangelio, el Libro de los Hechos de los Apóstoles que reanuda la narración contenida en el Evangelio, para proseguir la historia de los orígenes de la Iglesia.

3. En efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que presenta las apariciones y la ascensión de manera más detallada: «A estos mismos (es decir, a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al reino de Dios» (Hech 1, 3). Por tanto, el texto nos ofrece una indicación sobre la fecha de la ascensión: cuarenta días después de la Resurrección. Un poco más tarde veremos que también nos da información sobre el lugar.

Respecto al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse que Jesús se haya aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante cuarenta días, como afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número cuarenta, que sirve para indicar una duración plenamente suficiente para alcanzar el fin deseado, es aceptado por Jesús, que ya se había retirado durante cuarenta días al desierto antes de comenzar su ministerio, y ahora durante cuarenta días aparece sobre la tierra antes de subir definitivamente al cielo. Sin duda, el tiempo de Jesús resucitado pertenece a un orden de medida distinto del nuestro. El Resucitado está ya en el Ahora eterno, que no conoce sucesiones ni variaciones. Pero, en cuanto que actúa todavía en el mundo, instruye a los Apóstoles, pone en marcha la Iglesia, el Ahora trascendente se introduce en el tiempo del mundo humano, adaptándose una vez más por amor. Así, el misterio de la relación eternidad-tiempo se condensa en la permanencia de Cristo resucitado en la tierra. Sin embargo, el misterio no anula su presencia en el tiempo y en el espacio; antes bien ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que El hace, dice, toca, instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto de nuevo decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha hablado.

Ciertamente, cuando Cristo subió al cielo, esta coexistencia e intersección entre el Ahora eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el tiempo de la Iglesia peregrina en la historia. La presencia de Cristo es ahora invisible y «supratemporal» como la acción del Espíritu Santo, que actúa en los corazones.

4. Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús «fue llevado al cielo» (Hech 1, 2) en el monte de los Olivos (Hech 1, 12): efectivamente, desde allí los Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la ascensión. Pero antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre» (Hech 1, 4). Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hech 1, 5); «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hech 1, 8). Y fue entonces cuando «dicho esto, fue levantado en presencia ellos, y una nube le ocultó a sus ojos» (Hech 1 9).

El monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en Getsemaní, es, por tanto, el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la ascensión. Esto sucede después que Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu, por cuya acción aquel pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será guiado por los caminos de la historia. La Ascensión es por tanto, el acontecimiento conclusivo de la vida y de la misión terrena de Cristo: Pentecostés será el primer día de la vida y de la historia «de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 11). Este es el sentido fundamental del hecho de la ascensión más allá de las circunstancias particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos en los que puede ser considerado.

5. Según Lucas, Jesús «fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos» (Hech 1, 9). En este texto hay que considerar dos momentos esenciales: «fue levantado (la elevación-exaltación) y «una nube le ocultó» (entrada en el claroscuro del misterio).

«Fue levantado»: con esta expresión, que responde a la experiencia sensible y espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento ascensional, a un paso de la tierra al cielo, sobre todo como signo de otro «paso»: Cristo pasa al estado de glorificación en Dios. El primer significado de la ascensión es precisamente éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad celestial de Dios. Lo prueba «la nube» signo bíblico de «presencia divina». Cristo desaparece de los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera trascendente de Dios invisible.

6. También esta última consideración confirma el significado del misterio que es la ascensión de Jesucristo al cielo. El Hijo que «salió del Padre y vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre» (Cfr. Jn 16, 28). En ese «retorno» al Padre halla su concreción la elevación «a la derecha del Padre», verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto, cuando el Evangelista Marcos nos dice que «el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19), sus palabras reevocan el «oráculo del Señor» enunciado en el Salmo: «Oráculo de Yahvéh a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies» (109-110, 1). «Sentarse a la derecha de Dios» significa coparticipar en su poder real y en su dignidad divina.

Lo había predicho Jesús: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo», leemos en el Evangelio de Marcos (Mc 14, 62). Lucas a su vez, escribe (Lc 22, 69): «El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios». Del mismo modo el primer mártir Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento su muerte: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» (Hech 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús había conseguido con la ascensión al cielo.

7. También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma verdad sobre Jesucristo, «el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros» (Rom 8, 34). En la Carta a los Colosenses escribe: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1; cfr. Ef l, 20). En la Carta a los Hebreos leemos (Heb 1 3; 8, 1): «Tenemos un Sumo Sacerdote tal que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos». Y de nuevo(Heb 10, 12 y Heb 12, 2): « soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios».

A su vez, Pedro proclama que Cristo «habiendo ido al cielo está a la diestra de Dios y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades» (1 Ped 3, 22).

8. El mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso después de Pentecostés, dirá de Cristo que «exaltado por la diestra Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Hech 2 33; cfr. también Hech 5, 31). Aquí se inserta en la verdad de la ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo, referido al Espíritu Santo.

Reflexionemos sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la ascensión al cielo se asocia la elevación del Mesías al reino del Padre: «Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre». Esto significa la inauguración del reino del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás» (Dn 7, 13-14).

El discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos de los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de Cristo a la derecha del Padre está ligada, sobre todo, con la venida del Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los Apóstoles de que sólo con la ascensión Jesús «ha recibido el Espíritu Santo del Padre» para derramarlo como lo había prometido.

9. El discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del Espíritu Santo, en la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la visión de ese reino que Cristo había anunciado desde el principio y del que había hablado también tras la resurrección (Cfr. Hech 1, 3). Hasta entonces los oyentes le habían interrogado sobre la restauración del reino de Israel (Cfr. Hech 1, 6), tan enraizada en su interpretación temporal de la misión mesiánica. Sólo después de haber reconocido «la potencia» del Espíritu de verdad, «se convirtieron en testigos» de Cristo y de ese reino mesiánico, que se actuó de modo definitivo cuando Cristo glorificado «se sentó a la derecha del Padre». En la economía salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la elevación de Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde ese momento los Apóstoles se convierten en testigos del reino que no tendrá fin. En esta perspectiva adquieren también pleno significado las palabras que oyeron después de la ascensión de Cristo: «Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Hech 1,11). Anuncio de una plenitud final y definitiva que se tendrá cuando en la potencia del Espíritu de Cristo, todo el designio divino alcance su cumplimiento en la historia.

 

LA ASCENCIÓN MANIFIESTA QUE JESÚS ES EL SEÑOR
19 de abril de 1989

1. El anuncio de Pedro en el primer discurso pentecostal en Jerusalén es elocuente y solemne: «A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramando» (Hech 2, 32-33). «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2 36). Estas palabras (dirigidas a la multitud compuesta por los habitantes de aquella ciudad y por los peregrinos que habían llegado de diversas partes para la fiesta) proclaman la elevación de Cristo (crucificado y resucitado) «a la derecha de Dios». La «elevación», o sea, la ascensión al cielo, significa la participación de Cristo hombre en el poder y autoridad de Dios mismo. Tal participación en el poder y autoridad de Dios Uno y Trino se manifiesta en el «envío» del Consolador, Espíritu de la verdad, el cual «recibiendo» (Cfr. Jn 16, 14) de la redención llevada a cabo por Cristo, realiza la conversión de los corazones humanos. Tanto es así, que ya aquel día, en Jerusalén, «al oír esto sintieron el corazón compungido» (Hech 2, 37). Y es sabido que en pocos días se produjeron miles de conversiones.

2. Con el conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el Apóstol Pedro en el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente como Mesías enviado por el Padre y como Señor.

La conciencia de que Él era «el Señor», había entrado ya de alguna manera en el ámbito de los Apóstoles durante la actividad prepascual de Cristo. El mismo alude a este hecho en la última Cena: «Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy» (Jn 13,17). Esto explica porque los Evangelistas hablan de Cristo «Señor» como de un dato admitido comúnmente en las comunidades cristianas. En particular, Lucas pone ya ese término en boca del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los pastores: «Os ha nacido un salvador que es el Cristo Señor» (Lc 2, 11 ) . En muchos otros lugares usa el mismo apelativo (Cfr. Lc 1, 13; 10, 1; 10, 41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6; 22, 61). Pero es cierto que el conjunto de los sucesos pascuales ha consolidado definitivamente esta conciencia. A la luz de estos sucesos es necesario leer la palabra «Señor» referida también a la vida y actividad anterior del Mesías. Sin embargo, es necesario profundizar sobre todo el contenido y el significado que la palabra tiene en el contexto de la elevación y de la glorificación de Cristo resucitado, en su ascensión al cielo.

3. Una de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que Cristo es el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios donde Pablo proclama: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosa y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8,6; cfr. 16, 22; Rom 10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado hasta la muerte, ha sido también exaltado «para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10)11). Pero Pablo subraya que «nadie puede decir: «Jesús es Señor»» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Por tanto «bajo la acción del Espíritu Santo» también el Apóstol Tomás dice a Cristo, que se le apareció después de la resurrección: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Y lo mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la lapidación ora: «Señor Jesús, recibe mi espíritu no les tengas en cuenta este pecado» (Hech 7, 59)60).

Finalmente, el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la revelación con la invocación de la Esposa y del Espíritu: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20).

Es el misterio de la acción del Espíritu Santo «vivificante» que introduce continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia para interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él (y sólo Él) es «el Señor».

4. Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder «en los cielos y sobre la tierra». Es el poder real «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación Bajo sus pies sometió todas las cosas» (Ef 1, 2122). Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente la Carta los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: «Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec» (Heb 5, 6). Este eterno sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo que Cristo «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5, 9). «De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7, 25). Asimismo, en la Carta a los Romanos leemos que Cristo «está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rom 8, 34). Y finalmente, San Juan nos asegura: «Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2, 1).

5. Como Señor, Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es la idea central de San Pablo en el gran cuadro cósmico-histórico-sotereológico, con que describe el contenido del designio eterno de Dios en los primeros capítulos de las Carta a los Efesios y a los Colosenses: «Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22). «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la Plenitud» (Col 1, 19): en Él en el cual «reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9).

Los Hechos nos dicen que Cristo «se ha adquirido» la Iglesia «con su sangre» (Hech 20, 28; cfr. 1 Cor 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a los discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que de él saca constantemente las energías vivificantes de la redención. Y la redención continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.

Es verdad que Cristo siempre ha sido el «Señor», desde el primer momento de la encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho hombre por nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho de «haberse humillado» «se despojó de sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte en cruz» (Cfr. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así toda su misión, permanece en el Cuerpo de su Iglesia sobre la tierra por medio de la redención operada en cada uno y en toda la sociedad por obra del Espíritu Santo. La redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios: «El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo. . . a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 11-13).

6. En la expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la economía de la salvación, Cristo es el Señor de todo el cosmos. Nos lo dice otro gran cuadro de la Carta a los Efesios: «Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4, 10). En la Primera Carta a los Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido «porque todo (Dios) lo puso bajo sus pies» (con referencia l Sal 8, 5). «Cuando diga que ¡todo está sometido!, es evidente que se excluye a Aquél que ha sometido a El todas las cosas» (1 Cor 15, 27). Y el Apóstol desarrolla ulteriormente este pensamiento, escribiendo: «Cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá que el que ha sometido a El todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28). «Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad» (1 Cor 15, 24).

7. La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a tomar este tema fascinante, escribiendo que «El Señor es el fin de la historia humana, ¡el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización!, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus aspiraciones» (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en tradición se llamaba recapitulación «»recapitulatio», en griego: «auacefalawsiz» Es una concepción que encuentra su fundamento en la Carta a los Efesios en donde se describe el eterno designio de Dios «para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,10).

8. Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la Vida eterna. A Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo!» (Mt 25, 31. 34).

El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y conciencias humanas, pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El, en efecto, «adquirió» este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre «todo juicio lo ha entregado al Hijo» (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido sobretodo para juzgar, sino para salvar. Para otorgar la vida divina que está en El. «Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre» (Jn 5, 26)27).

Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre «propter nos homines et propter nostram salutem». Cristo crucificado y resucitado, Cristo que «subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre». Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna.

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Fátima y la Visión del Infierno: discurso del Padre Marcel Nault

Ofrecemos el discurso pronunciado del Padre Marcel Nault en la Conferencia Mundial de Paz de Obispos Católicos, en Fátima, Portugal, en el año 1992 sobre el Infierno y la visión que de el tuvieron los pastorcitos de Fátima. Este discurso causó tal impacto que después de la conferencia, algunos Obispos pidieron al Padre Nault que escuchara sus confesiones.

El Padre Marcel Nault nació el 3 de marzo de 1927 en Montreal, Canadá. Su vocación fue relativamente tardía. Se ordenó como sacerdote diocesano el 4 de marzo de 1962, un día después de su cumpleaños 35. El 30 de marzo de 1997, domingo de Pascua, a las 12:00 del mediodía, el Padre Marcel Nault fue llamado de esta vida terrenal a la presencia de Dios a quien él amó y sirvió con profunda devoción.

Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra por un motivo, para salvar a las almas del Infierno. Enseñar la realidad del Infierno es la tarea más importante e ineludible de la Santa Iglesia Católica. Uno de los grandes Padres de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, continuamente enseñaba que Nuestro Señor Jesucristo predicaba con más frecuencia sobre el Infierno que sobre el Cielo.

Algunos piensan que es mejor predicar sobre el Cielo. No estoy en acuerdo. Predicar sobre el Infierno produce muchas más y mejores conversiones que las obtenidas con la mera predicación sobre el Cielo. San Benito, el fundador de los Benedictinos, al estar viviendo en Roma el Espíritu Santo le dijo: “Tú vas a perder tu alma en Roma e irás al Infierno.” Él dejó Roma y se retiró a vivir en el silencio y la solicitud fuera de Roma para meditar sobre la vida de Jesús y el Santo Evangelio. San Benito huyó de todas esas ocasiones de pecado de la Roma pagana. Él oró, se sacrificó por sí mismo y por los pecadores. El Espíritu Santo difundió la noticia de su santidad. Como resultado, la gente lo visitaba para ver, escuchar y seguir su ejemplo y consejo. San Benito se apartó por sí mismo de toda ocasión de pecado y alcanzó la santidad. La Santidad atrae a las almas.

¿Por qué piensan que San Agustín cambió su vida? ¡Por temor al Infierno! Yo predico con frecuencia sobre la trágica realidad del Infierno. Es un dogma católico que sacerdotes y obispos ya no predican más. El Papa Pío IX, que pronunció los dogmas de la Infalibilidad del Papa y el de la Inmaculada Concepción de María, y que también emitió su famoso Sílabo condenatorio contra los errores y herejías del mundo moderno, solía pedir a los predicadores que enseñaran a los fieles con mayor frecuencia sobre las Cuatro Postrimerías, en especial sobre el Infierno, así como él mismo daba el ejemplo predicando. El Papa pidió esto porque la meditación sobre el Infierno genera santos.


LOS SANTOS TEMEN AL INFIERNO

Aquí nos encontramos con algo curioso, los santos temen ir al Infierno pero los pecadores no sienten tal temor.

San Francisco de Sales, San Alfonso María Liguorio, el Santo Cura de Ars, Santa Teresa de Ávila, Santa Teresita del Niño Jesús, tuvieron miedo de ir al Infierno.

San Simón Stock, el Superior General del Carmelo, sabía que sus monjes tenían miedo de ir al Infierno. Sus monjes ayunaban y hacían oración. Vivían recluidos, separados del peligroso mundo dominado por Satanás. Aún así tenían miedo de ir al Infierno.En 1251, Nuestra Señora del Monte Carmelo se apareció en Aylesford, Inglaterra, a San Simón Stock. Ella le dijo: “No teman más, te entrego una vestidura especial; todo el que muera llevando esta vestidura no irá al Infierno.” Yo llevo puesto mi Escapulario Café bajo mis vestiduras y llevo otro en mi bolsillo porque nunca sé cuándo la gente me pedirá que les hable sobre el Infierno o el Escapulario Café. María dijo al sacerdote dominico, el beato Alán de la Roche, “Yo vendré y salvaré al mundo a través de Mi Rosario y Mi Escapulario.”

Uno no puede especializarse en todo y enseñar sobre todo; uno debe elegir. Yo creo que ésta es la voluntad de Dios: que yo predique sobre el Infierno. Un Moseñor, mi superior hace tiempo, me dijo en una ocasión: “Predicas con demasiada frecuencia sobre el Infierno y eso asusta a la gente.” Él agregó: “Marcel, yo nunca he predicado sobre el Infierno, porque a la gente no le gusta. Tú los asustas.” En un tono muy amistoso, Monseñor me dijo en su oficina: “Marcel, yo nunca he predicado sobre el Infierno y nunca lo haré, y mira qué agradable y prestigiada posición he alcanzado.” Yo guardé un largo silencio, luego lo mire a los ojos. “Monseñor”, le dije, “usted está en la vía del Infierno para toda la eternidad. Monseñor, usted predica para complacer al hombre, en lugar de predicar para complacer a Cristo y salvar a las almas del Infierno. Monseñor, es un pecado mortal de omisión el rehusarse a enseñar el Dogma Católico sobre el Infierno.”

Cuando Dios envió Profetas en el Antiguo Testamento, fue para recordarle al hombre que regresara a la verdad, que regresara a la santidad. Jesús vino, predicó y envió a sus Apóstoles al mundo para predicar el Santo Evangelio. La Serpiente vino y difundió su veneno a través de herejías, pero Jesús envió a su Amadísima Madre, la Reina de los Profetas: “Ve a la tierra y destruye las herejías.” Los Padres de la Iglesia han escrito que la Madre de Dios es el martillo de las herejías.

Si se toman el tiempo de estudiar con gran atención el mensaje de Nuestra Señora de Fátima, notarán que es un mensaje de lo más trágico y profundo, que refleja las enseñanzas del Santo Evangelio.


LAS LECCIONES DADAS EN FÁTIMA

El resumen del Mensaje de Fátima es, que el Infierno existe. Que el Infierno es eterno y que iremos ahí si morimos en estado de pecado mortal. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” Nuestra Señora vino y nos dijo que podemos salvarnos a través de sus dos divinos sacramentos de predestinación: el Santo Rosario y el Escapulario Café. También manifiesta un énfasis especial sobre la Devoción a su Inmaculado Corazón y la Devoción de los Primeros Cinco Sábados. En la primera aparición del Ángel de Portugal en el Cabeco, en mayo de 1916, el Ángel vino a los tres niños y les mostró cómo adorar a Dios con la oración: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y Te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni adoran, ni esperan y no Te aman.” El Ángel oró esta oración mientras se postraba con la frente en el suelo. El Ángel de Fátima les había mostrado a los tres niños en el orden de las oraciones, qué es lo primero. Primero, uno debe adorar a Dios y después orar a los santos. Primero Dios, las criaturas después. El Ángel de Fátima mostró al hombre que debe adorar a Dios y orar ante Él de rodillas. Entre más conoce el hombre a Dios, más se humilla ante Dios su Creador.

El gran Obispo francés Bossuet dijo: “El hombre en verdad se engrandece cuando está de rodillas.” Sí, el hombre realmente se engrandece cuando se arrodilla ante su Creador y Redentor, Jesús, en el Santísimo Sacramento. El Ángel de Fátima vino a enseñarles a los tres niños que nuestro primer deber, de acuerdo con el Primer Mandamiento, es adorar a Dios. En su tercera aparición en el Cabeco, el Ángel de Portugal vino con un Cáliz en su mano izquierda y una Hostia en la mano derecha. Los niños se preguntaban qué estaba pasando. El Ángel milagrosamente suspendió el Cáliz y la Hostia en el aire y se postró en tierra y recitó una oración Trinitaria de profunda adoración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Te adoro profundamente y Te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de todas las ofensas, sacrilegios, abandonos e indiferencias con Él mismo es ofendido y por los méritos infinitos de su Sacratísimo Corazón y por la intercesión del Inmaculado Corazón de María, Te pido la conversión de los pobres pecadores.”

Dios desea que Le adoremos de rodillas. ¿Nos arrodillamos en adoración y oración ante Jesús en el Santísimo Sacramento? Debemos hacerlo. Cuando los tres Reyes Magos de Oriente fueron a Belén y entraron en donde estaba el Niño Jesús, se postraron frente a Él para adorarlo de rodillas. Tenemos este ejemplo en las Escrituras y del Ángel de Fátima, que Dios quiere que Le adoremos de rodillas.


EL REFORZAMIENTO DE LOS DOGMAS CATÓLICOS

Un año más tarde, el 13 de mayo de 1917, los niños vieron a una jovencita aparecerse ante ellos. Era la primera aparición de Nuestra Señora.

Lucía le preguntó: “¿De dónde vienes?”

Ella le contestó: “Vengo del Cielo.” El Dogma Católico de la existencia del Cielo.

Los niños preguntaron: “¿Iremos al Cielo?”

Ella contestó: “Sí, irán al Cielo.”

Entonces preguntaron: “¿Nuestras dos amiguitas están en el Cielo?”

María les contestó: “Una de ellas, sí”.

Los niños preguntaron: “¿Dónde está la otra chica? ¿Está en el Cielo?”

María les contestó: “Ella está en el Purgatorio y lo estará hasta el fin del mundo.”

Esta chica tenía unos 18 años de edad. Un segundo Dogma Católico, el Purgatorio existe y prevalecerá hasta el fin de este mundo. La Madre de Dios no puede mentir. El Ángel de Fátima enseñó a los tres niños cómo adorar a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Este es un reforzamiento del Dogma de la Santísima Trinidad, el mayor de todos, sin el cual la Cristiandad no podría permanecer. Debemos adorar a las Tres personas de la Santísima Trinidad.


UNA VISIÓN DEL INFIERNO

El viernes 13 de julio de 1917, Nuestra Señora se apareció en Fátima y les habló a los tres pequeños videntes. Nuestra Señora nunca sonrió. ¿Cómo podía sonreír, si en ese día les iba a dar a los niños la visión del Infierno? Ella dijo: “Oren, oren mucho porque muchas almas se van al Infierno.” Nuestra Señora extendió sus manos y de repente los niños vieron un agujero en el suelo. Ese agujero, decía Lucía, era como un mar de fuego en el que se veían almas con forma humana, hombres y mujeres, consumiéndose en el fuego, gritando y llorando desconsoladamente. Lucía decía que los demonios tenían un aspecto horrible como de animales desconocidos. Los niños estaban tan horrorizados que Lucía gritó. Ella estaba tan atemorizada que pensó que moriría. María dijo a los niños: “Ustedes han visto el Infierno a donde los pecadores van cuando no se arrepienten.”


UN DOGMA CATÓLICO MÁS, LA EXISTENCIA DEL INFIERNO

El Infierno es eterno. Nuestra Señora dijo: “Cada vez que recen el Rosario, digan después de cada década: Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de Tu misericordia.” María vino a Fátima como profeta del Altísimo para salvar a las almas del Infierno.

El patrono de todos los pastores, San Juan María Vianney, solía predicar que el mayor acto de caridad hacia el prójimo era salvar su alma del Infierno. Y el segundo acto de caridad es el aliviar y librar a las almas de los sufrimientos del Purgatorio. Un día en su pequeña iglesia (donde hasta este día se conserva su cuerpo incorrupto), un hombre poseído por el demonio se le acercó a San Juan María Vianney y le dijo: “Te odio, te odio porque arrebataste de mis manos a 85 mil almas.”

Eminencias, Excelencias, Sacerdotes, cuando seamos juzgados por Jesús, Jesús nos hará una sola pregunta: “Yo te constituí Sacerdote, Obispo, Cardenal, Papa, ¿cuántas almas salvaste del Infierno? San Francisco de Sales, de acuerdo con estadísticas, ha convertido, y probablemente salvado, a más de 75 mil herejes. ¿Cuántas almas has salvado tú?”

Cuando leemos a los Padres de la Iglesia, a los Doctores de la Iglesia y a los santos, uno se estremece ante una realidad: todos ellos enseñaron el Evangelio de Jesús y sobre las Cuatro Postrimerías: Muerte, Juicio, Infierno y Paraíso. Todos han predicado el Dogma Católico del Infierno porque cuando meditamos en el destino de los condenados, no deseamos ir al Infierno.

No es mi intención criticar a los Obispos, pero debo confesar esta verdad. En mis 30 años de sacerdocio, es triste reconocer que nunca he visto, ni escuchado, que un Obispo, aún mi Obispo o cualquier otro Obispo, predique el Dogma de la Iglesia Católica Romana sobre el Infierno. Supongo que en sus países o en otros lugares sí lo hacen, pero en Norteamérica no es predicado este Dogma de Fe.

Cierto día en una catedral le dije a un Obispo: “Su Excelencia, usted realiza bellas meditaciones sobre el Santo Rosario cada noche por la radio. Esto es hermoso. Pero debo preguntarle, por qué no abrevia un poco su meditación e inserta después de cada década del Rosario la oración: “Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de Tu misericordia.” ¿Por qué se rehúsa decir esta pequeña oración después de cada década, tal como lo pidió Nuestra Señora de Fátima el 13 de julio de 1917, después de que les había mostrado el Infierno a los tres videntes?

El Obispo me dijo: “Mire, a la gente no le gusta que prediquemos sobre el Infierno, la palabra Infierno les asusta.” No estamos para predicar lo que complazca a las multitudes sino para salvar sus almas del Infierno, para evitar que vayan al Infierno eternamente. Es probable que esta afirmación no sea aceptada por todos los Obispos pero con frecuencia los oigo rezar el Rosario omitiendo esta oración piadosa para salvar almas del Infierno. Yo creo que esta pequeña oración de Nuestra Señora de Fátima dada a los niños el 13 de julio de 1917, es más poderosa y más placentera a Dios que cualquier meditación por bella que sea, aunque haya sido expresada por un Obispo.

Cada uno de nosotros hemos recibido nuestra misión de Dios, y creo que Jesús y Nuestra Señora desean que mi misión sea que yo predique sobre el Infierno. Por esto es que predico sobre el Infierno. Hay muchas revelaciones que podemos leer en la biografía de las almas privilegiadas. Algunas almas que están al Infierno han sido obligadas por Dios a hablarnos para ayudarnos a crecer en nuestra fe. Constituye un pecado mortal de omisión el rehusarse a predicar el Dogma Católico sobre el Infierno. Tales almas condenadas han dicho: “Podríamos soportar estar en el Infierno por mil años. Podríamos soportar estar en el Infierno un millón de años, si supiéramos que un día dejaríamos el Infierno.”

Amigos míos, debemos meditar, no sólo en el fuego del Infierno, no sólo en la privación de contemplación de Dios, sino que debemos también meditar en la eternidad del Infierno. Meditar seriamente frente al Sagrario sobre el Dogma Católico sobre el Infierno. Queridos Obispos, ustedes deben predicar por completo el Evangelio de Jesús, incluyendo la trágica realidad del Infierno eterno.


CONCEPTO HERÉTICO DE LA MISERICORDIA DE DIOS

Un sacerdote en una conferencia carismática dijo a una multitud de unas 3 mil personas y unos 100 sacerdotes que: “Dios es amor, Dios es misericordia y verán su infinita Misericordia en el fin del mundo, cuando Jesús liberará a todas las almas del Infierno, aún a los demonios.” Este sacerdote sigue predicando y su Obispo no suspende sus facultades por enseñar tal herejía. “Vayan al fuego eterno”, dijo Jesús. Fuego eterno, no fuego temporal.

La verdad es que el Infierno existe. El Infierno es eterno, y todos iremos al Infierno si morimos en estado de pecado mortal. Yo puedo ir al Infierno. Ustedes pueden ir al Infierno. Si algunos de nosotros morimos en pecado mortal, estaremos en el Infierno por toda la eternidad, ardiendo, llorando y gritando sin consuelo. No por un millón de años, sino por billones y billones y billones de años y más allá, por toda la eternidad. En nuestra vida mortal, ¿quién no ha cometido un pecado mortal? Un solo pecado mortal no confesado con arrepentimiento, antes de morir, es suficiente para que Jesús nos arroje al Infierno.

Uno de los grandes Padres de la Iglesia, Patrón de todos los predicadores católicos, San Juan Crisóstomo dijo: “Pocos Obispos se salvan y muchos sacerdotes se condenan.” Cuando venía de Lisboa a Fátima por autobús, tuve la ocasión de predicar a los laicos, sacerdotes y obispos presentes en el autobús. Les imploré: “Por favor, cuando lleguen a Fátima, por qué no se animan a hacer una buena confesión general de vida. Quizás hace diez años, quizás hace cincuenta, no han tenido el valor de confesar ese pecado grave por vergüenza. Por favor, hagan una confesión santa y completa en Fátima antes de su regreso. Hay muchos sacerdotes en Fátima que nunca más volverán a ver hasta que lleguen al Cielo.” Yo predico a los Obispos como lo hago con toda persona, porque los Obispos también tienen un alma que salvar. Y si los Obispos son realmente humildes, aceptarán la verdad aún si proviene de un simple y ordinario sacerdote. No nos vayamos de Fátima sin hacer una Santa Confesión General.


UN GRAN ACTO DE CARIDAD

Sus Excelencias, Jesús nos hizo sacerdotes. Jesús, Nuestro Señor, nos escogió entre millones de hombres para hacernos sacerdotes. Nos hicimos sacerdotes por un motivo: para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa a Dios Padre Todopoderoso, para rezar el Breviario cada día y para predicar el Evangelio de Jesús para salvar las almas del Infierno. Nadie tiene la seguridad de ir al Cielo a menos que haya recibido una revelación privada de Dios como le ocurrió al Buen Ladrón en la cruz o a los tres videntes de Fátima. ¿Por qué no abrazar los medios seguros que el Cielo nos ha dado, el Santo Rosario (“la devoción a Mi Rosario es un signo seguro de predestinación”), el Escapulario Café y el maravilloso Sacramento de la Confesión.

Prediquen, mis queridos Obispos, como los hacían los Padres de la Iglesia. La tarea principal de un Obispo es predicar, no sólo administrar una diócesis. La Iglesia necesita ver y escuchar a los Obispos predicando como lo hacían los Padres de la Iglesia. Si uno solo de ustedes, Obispos presentes aquí en Fátima, regresara a su diócesis y en ciertas ocasiones predicara sobre las Cuatro Postrimerías junto con todo el mensaje de Fátima, qué gran acto de caridad sería para todos sus amados fieles.

Con la asistencia del Espíritu Santo digan a sus fieles: “Escuchen, mis hermanos en Cristo, yo soy su Obispo, estoy aquí para salvar su alma del Infierno. Por favor escuchen, acepten y mediten mi enseñanza en este día. Ustedes también, mis amados sacerdotes de mi diócesis, imiten a su Obispo, y prediquen sobre el Infierno con la autoridad que Jesús les ha dado. Prediquen cuanto menos una vez al año un sermón completo sobre el Infierno.” Si hacen esto, estarían realizando el mayor acto de caridad de su sacerdocio, de su episcopado. Como mencioné anteriormente, en mis treinta años de sacerdocio, nunca he escuchado a un Obispo predicar sobre el Infierno.

Cuando deseo encontrar un sermón sobre el Infierno, me veo obligado a leer a San Juan Crisóstomo, a los Padres de la Iglesia, a los Doctores de la Iglesia y a los santos predicadores. Queridos Obispos, por favor, prediquen sobre el Infierno como lo hizo Jesús, Nuestra Señora de Fátima, los Padres y los Doctores de la Iglesia y salvarán a muchas almas. Quien salva a un alma, salva a su propia alma. Predicar sobre el Infierno es un gran acto de caridad porque quienes los escuchan creerán por la autoridad que les confiere la Iglesia. Estas personas rectificarán su modo de vivir y harán una santa confesión de sus pecados.


EL VESTIDO DE GRACIA

La gente con frecuencia me pregunta: “¿Por qué, Padre, es que ya no se predica sobre el Escapulario Café? En el pasado recibíamos el Escapulario en nuestra Primera Comunión, pero ahora ya no hay más bendiciones e imposiciones del Escapulario Café. ¿El Escapulario café sigue siendo válido como en el pasado?” Sí, el Escapulario Café es válido en estos tiempos también, esta verdad no ha cambiado.

El sábado 13 de octubre de 1917, durante el Milagro del Sol en Fátima, la Virgen María apareció ante los tres videntes sosteniendo el Escapulario Café en una de sus manos. La hermana Sor Lucía dijo: “El Rosario y el Escapulario Café son inseparables.” ¿Por qué entonces los sacerdotes ya no predican sobre el Escapulario Café?. ¿Cómo podrían hacerlo si deliberadamente rehúsan predicar sobre el Infierno? Si nunca predican sobre el Infierno, la gente no creerá en el Infierno y por tal motivo, ¿cuál sería el objeto de recibir y llevar consigo el Escapulario Café?

Jesús dijo: “Si tienen fe, moverán montañas.” Si tienen fe, convertirán las almas con la gracia de Dios. Si predican sobre el Infierno con fe, la gente creerá en el Infierno. San Pablo dijo a sus discípulos: Prediquen con convicción.” Solo pronunciar o leer una homilía en una iglesia no es predicar. La predicación debe buscar mover las voluntades; la predicación debe motivar a los hombres a cambiar sus vidas para salvar sus almas del Infierno.


LA DESERCIÓN SACERDOTAL

Hay cuatro razones principales por las que 75 mil sacerdotes han abandonado el sacerdocio: 1) Porque se han negado a orar cada día. 2) Porque no evitaron las ocasiones de pecado y olvidaron que la prudencia es la ciencia de los santos. 3) Porque no tuvieron la humildad y el valor para hacer confesiones santas y completas. Jesús dijo: “Sin Mí, nada pueden realizar.” 4) Porque vivían en pecado mortal y continuaban celebrando. Si un sacerdote está en estado de pecado mortal y celebra la Santa Misa, es una Misa sacrílega para él. Cuando recibe la Comunión en este estado, realiza una Comunión sacrílega. Entonces, ¿cómo puede un sacerdote en estado de pecado mortal predicar bajo la inspiración y la fuerza del Espíritu Santo? ¿Cómo puede predicar si está endemoniado? Sacerdotes, vayan y hagan una santa confesión y se volverán en excelentes predicadores. El Espíritu Santo les hablará a ustedes y por medio de ustedes, y salvarán a miles de almas de ir al Infierno.

Un día, el Santo Cura de Ars recibió la visita de un joven sacerdote de una parroquia cercana. Este sacerdote tenía gran interés de conocer personalmente al Cura de Ars. Después del almuerzo, el Cura de Ars le dijo: “¿Serías tan amable de escuchar mi confesión?” El joven sacerdote por poco se cae de su silla ante la súplica del Cura de Ars de escuchar la confesión de este admirable sacerdote con fama de santidad. ¡Los Santos se confiesan! Y los que se confiesan se vuelven Santos.

Finalmente, Nuestra Señora de Fátima dijo: “Oren, oren muchos y hagan muchos sacrificios porque muchas almas se van al Infierno porque no hay quien ore ni se sacrifique por ellas.” Oremos continua y diariamente la oración que Ella nos enseñó: “Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de Tu misericordia.”

R.P. Marcel Nault Tomado de Revista Familia Católica


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Las Particularidades del Matrimonio de José y María

El de José y María fue un verdadero matrimonio aunque no existió entre ellos relación carnal.

José fue un verdadero esposo para María y cumplió todas las obligaciones de un esposo, por lo cual la Sagrada Familia es un ejemplo

 

VIRGINIDAD DE SAN JOSÉ

Según algunos escritos apócrifos de los primeros siglos, como el libro Historia de José el carpintero, el Protoevangelio de Santiago o el Evangelio de Tomás, que son del siglo II o más tarde, san José habría estado casado antes de conocer a María y habría tenido, al menos, seis hijos, que serían, según algunos, los llamados hermanos de Jesús.

Al quedar viudo, ya anciano con 89 años, se habría casado con María, que tenía unos catorce o quince años. Según estos libros apócrifos, José habría vivido hasta los 111 años, pasando unos veinte años con Jesús.

Estos libros influyeron en la opinión de que san José era un anciano, que más que esposo era un padre para María, y que se habría casado con ella para salvar las apariencias ante la sociedad.

Nada más fuera de la realidad.

San José tuvo que hacer frente a todas las responsabilidades de una familia, lo que hubiera sido imposible si hubiera sido un anciano, que necesitaba cuidado y atención.

¿Cómo hubiera podido guiar a la Sagrada Familia por el desierto con todos los peligros y con todo el esfuerzo que supone caminar veinte días hasta llegar a Egipto?

Dios puso al lado de María un compañero y un esposo fuerte y vigoroso para defenderla de todos los peligros y para ayudarla en todas sus necesidades.

Un esposo, que debió trabajar mucho para poder sustentar una familia pobre, especialmente durante su estancia en Egipto, donde no tenían familiares.

Hablar de José como de un anciano enfermo es algo que sólo libros apócrifos y fantasiosos pudieron inventar.

El padre Tomás Morales, fundador de los Cruzados de Santa María, afirma:

Aquí está san José: anchas espaldas para el trabajo, no pierde ni un segundo, está siempre adorando, está siempre trabajando, está siempre solícito, cuidando de la Virgen y, sobre todo, del Jesús niño.

No tiene un instante libre, no piensa más que en amar, adorar y en trabajar para ellos. Aquí está san José.

Es el ministro de relaciones exteriores de la sagrada familia.

Él es el que se tiene que preocupar de todo en Nazaret, en los cuatro o cinco días de camino hacia Belén, en la gruta de Belén, en Egipto después, en Nazaret y siempre relacionándose con todos.

Por eso, desde los primeros siglos, varios santos Padres tuvieron que hablar de un san José joven, y no anciano y viudo.

San Jerónimo defiende su virginidad en su escrito contra Helvidio:

Tú dices que María no fue virgen; yo reivindico para mí aún más, a saber, que también el mismo José fue virgen por María, para que del consorcio virginal naciese el Hijo virgen.

En el santo varón no hubo fornicación y no se ha escrito que haya tenido otra mujer. De María fue más bien custodio que marido; de donde se sigue haber permanecido virgen con María, quien mereció ser llamado padre del Señor.

San Pedro Damián (1007-1072) escribió:

No parece que fuese suficiente que sólo la Madre fuese virgen; es de fe de la Iglesia que también aquel que hizo las veces de padre ha sido virgen.

Nuestro Redentor ama tanto la integridad del pudor florido, que no sólo nació de seno virginal, sino también quiso ser tocado por un padre virgen.

Santo Tomás de Aquino dice:

Se debe creer que José permaneció virgen, porque no está escrito que haya tenido otra mujer y la infidelidad no la podemos atribuir a tan santo personaje.

Dice san Francisco de Sales (1567-1622):

María y José habían hecho voto de virginidad para todo el tiempo de su vida y he aquí que Dios quiso que se uniesen por el vínculo del santo matrimonio, no para que se desdijeran y se arrepintieran de su voto, sino para que se confirmasen más y más y se animasen mutuamente juntos durante toda su vida.

Muchos santos de peso creen que José había hecho voto de virginidad antes de casarse con María, pero lo que sí es cierto es que, a partir de su matrimonio con María, lo hizo para aceptar así la voluntad de Dios.

 

MATRIMONIO DE JOSÉ Y DE MARÍA

Lo primero que debemos tener en cuenta es que fue un verdadero matrimonio, a pesar de que nunca hubo entre ellos relación carnal.

El Espíritu Santo reconoce en el Evangelio:

José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo (Mt 1, 16).

José era verdadero esposo de María y entre ellos había un verdadero matrimonio.

Analizando la naturaleza del matrimonio, tanto san Agustín como santo Tomás de Aquino, la ponen siempre en la indivisible unión espiritual, en la unión de los corazones, en el consentimiento, elementos que en aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar.

En el momento culminante de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a la humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y José el que realiza en plena libertad el don esponsal de sí, al acoger y expresar tal amor.

Dice san Agustín:

María pertenece a José y José a María, de modo que su matrimonio fue verdadero matrimonio, porque se han entregado el uno al otro.

Pero ¿en qué sentido se han entregado?

Ellos se han entregado mutuamente su virginidad y el derecho de conservársela el uno al otro.

María tenía el derecho de conservar la virginidad de José y José tenía el derecho de custodiar la virginidad de María.

Ninguno de los dos puede disponer y toda la fidelidad de este matrimonio consiste en conservar la virginidad.

San Agustín, considerando que san Mateo escribe la genealogía de los antepasados de Jesús a partir de José, descendiente de David, dice que Dios reconoce que fue un verdadero matrimonio; pues, de otra manera, nunca hubiera sido posible llamar a Jesús, hijo de José.

Y dice:

Jesús fue considerado en la genealogía de José para que los fieles no considerasen tan importante en el matrimonio la unión de los cuerpos, como para no creerse esposos sin esa unión corporal…

Con este ejemplo, viene magníficamente enseñado a los fieles esposos que también, practicando la continencia de común acuerdo, el matrimonio puede permanecer como tal si se conserva el afecto, aunque no haya unión sexual.

El Papa León XIII dijo en la encíclica Quamquam pluries de agosto de 1889:

El matrimonio es la máxima sociedad y amistad, a la que por su naturaleza va unida la comunidad de bienes. Dios le ha dado José a María, no sólo como compañero de vida sino también como testigo de su virginidad.

Y como decía Juan Pablo II:

Precisamente, del matrimonio con María es de donde derivan para José su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús.

Es cierto que la dignidad de la Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; pero, porque entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro.

Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad… se sigue que Dios ha dado a José como esposo a la Virgen no sólo como compañero de vida, testigo de su virginidad, sino también para que participase por medio del pacto conyugal en la excelsa grandeza de ella.

José y María unieron sus corazones como dos estrellas que no se enlazan nunca, mientras que sus rayos luminosos se entrecruzan en el espacio.

Fue un matrimonio parecido a lo que sucede en la primavera entre las flores, que juntan sus perfumes, o a dos instrumentos musicales que juntan sus melodías al unísono, formando una sola…

Su matrimonio era necesario para preservar a la Virgen de cualquier sospecha, mientras le llegase el momento de revelar el misterio del nacimiento de Jesús…

A mi parecer, san José debió ser, al casarse con la Virgen, un hombre joven, fuerte, viril, atlético, bien parecido y casto; un prototipo del hombre, que puede verse hoy en una pradera apacentando un rebaño o piloteando un avión o en el taller de un carpintero.

Y no un impotente anciano, sino un hombre rebosante de vigor juvenil; no un fruto seco, sino una flor lozana y llena de promesas; no en el ocaso de la vida, sino en el amanecer, derrochando energía, fuerza y amor.

¡Cómo se agigantan las figuras de la Virgen y de san José, cuando deteniéndonos en el examen de su vida, descubrimos en ella el primer poema de amor!

El corazón humano no se conmueve ante el amor de un viejo por una joven; pero ¿cómo no admirarse profundamente del amor de dos jóvenes unidos por un vínculo divino?

María y José llevaron a su boda no sólo su voto de virginidad, sino también dos corazones llenos de un gran amor, más grande que cualquier otro amor que corazón humano haya podido nunca contener. Ninguna pareja de casados se ha querido nunca tanto…

Como dijo el Papa León XIII:

Su matrimonio fue consumado con Jesús. María y José se unieron con Jesús; María y José no pensaron más que en Jesús. Amor más profundo ni lo ha habido ni lo habrá ya nunca en esta tierra.

San José renunció a la paternidad de la sangre, pero la encontró en el espíritu, porque fue padre adoptivo de Jesús. La Virgen renunció a la maternidad y la encontró en su propia virginidad. 

Fuente: Extraído de San José el mas Santo de los Santos, por el Padre Angel Peña OAR

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Novísimos es el campo de la teología que trata de las “cosas últimas” que acaecerán al hombre

¿QUE PASA DESPUES DE LA MUERTE?. Después de la muerte será el juicio. 

Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han dicho que debemos hablar del cielo y del infierno 

Benedicto XVI, durante un encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma el 7 de febrero del 08 dijo que las prédicas sobre la realidad del Cielo y del infierno deberían retomarse para bien de los fieles.

Palabras del Papa: «quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno». «También por este motivo, he querido tocar el tema del Juicio Universal en la encíclica Spe salvi. Quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra».  «El nazismo y el comunismo afirmaron que solo querían cambiar el mundo y sin embargo lo destruyeron».

Juan Pablo IILa Vida Eterna: ¿Todavía existe? ¿Estamos perdidos?
Así se titula uno de los capítulos del libro del Papa Juan Pablo II, «Cruzando el Umbral de la Esperanza«. 

Las prédicas antes del Concilio solían recordar nuestro futuro después de la muerte: «Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos». Según Juan Pablo II, «Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesionario, producían en él una profunda acción salvífica» (JP II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, 1994).

«El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo». (JP II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, 1994).

Con todo lo expuesto a lo largo de estos capítulos, hemos tratado de dar a nuestra vida en la tierra su justa significación y su justa medida para no «estar perdidos» ni en el tiempo, ni en el espacio. Decíamos en uno de los capítulos iniciales que los hombres y mujeres de hoy parecemos andar por esta vida sin rumbo y sin medida del tiempo, ya que no sabemos hacia dónde vamos al final de esta vida en la tierra y, además, no sabemos medir el tiempo de aquí con reloj de eternidad.

En efecto, la vida en la tierra es sólo una preparación para la otra Vida, la que nos espera después. Y esa preparación es muy corta, cortísima, si la comparamos con la medida de la eternidad, la cual es infinita. Y como preparación que es esta vida, debe servirnos justamente para eso: para prepararnos. Y estar preparados significa, como decía San Francisco de Sales: vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra. Pensar que en cualquier momento de cualquier día, puede sobrevenirnos el final: el momento de presentarnos ante Dios a dar cuenta de los pensamientos, palabras, obras y omisiones que tuvimos durante nuestra vida aquí en la tierra.

Nuestra esperanza es llegar al Cielo y a la resurrección para la Vida, prometida por Cristo para aquéllos que le amen y hagan la Voluntad del Padre. Debemos, entonces, vivir cada día haciéndonos merecedores de esa esperanza de Cielo y de resurrección, de manera que cuando nos llegue el día más importante de nuestra vida -aquél de nuestro encuentro definitivo con el Señor- podamos ser contados entre sus elegidos. Que así sea.

Entre los predicadores de las cosas últimas han habido muchos Santos.
Por ejemplo:

San Vicente Ferrer, a fines del siglo XIX tomó el tema del Juicio Final como centro de su predicación y con ello conmovió a Europa entera.

San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, a mediados del siglo XVI predicaba también en Europa sobre el final y sus predicaciones fueron recogidas por escrito en un libro titulado «Las últimas cuatro cosas: muerte, juicio, cielo e infierno».

San Alfonso María de Ligorio, libro: Preparación para la Muerte: «Mas ya comienza el Juicio, se abren los procesos, que serán la conciencia de cada uno. Sentóse a juzgar -dice Daniel- y se abrieron los libros (Dn. 7, 10) … Testigo será, finalmente el mismo Juez, que ha presenciado todos los ultrajes que le ha hecho el pecador. Yo soy Juez y también testigo, dice el Señor (Jer. 29, 23). Y San Pablo añade que el Señor en aquel momento sacará a la luz las cosas escondidas en las tinieblas (1 Cor. 4, 5). Hará público delante de todos los hombres los pecados de los condenados, aun los más secretos y vergonzosos … Descubriré tus infamias ante tu misma cara (Nah. 3, 5). Opina el Maestro de las Sentencias (Pedro Lombardo, siglo XII) y con él otros teólogos, que los pecados de los elegidos no serán entonces declarados, sino que permanecerán ocultos, como dice David: «Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos (Sal. 31, 1)».

El autor de Imitación de Cristo trata así el tema del Juicio: «Mira al fin en todas las cosas, y de qué suerte estarás delante de aquel Juez justísimo, al cual no hay cosa encubierta, ni se amansa con dádivas, ni admite excusas, sino que juzgará justísimamente. ¡Oh ignorante y miserable pecador! ¿Qué responderás a Dios, que sabe todas tus maldades?».

El Concilio Vaticano II (1960-1965) no se queda atrás al tocar las realidades últimas. La cita del Concilio que el Papa menciona a Messori se titula «Indole Escatológica de la Iglesia Peregrinante y su unión con la Iglesia Celestial» (LG 48). De este capítulo extraemos algunas líneas: «La Iglesia … no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cr. Hech. 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera … será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef. 1, 10; Col. 1, 20; 2 Pe. 3, 10-13) … Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Heb. 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt. 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt. 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt. 25, 41) a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt. 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el Tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal (2 Cor. 5, 10); y al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron mal para la resurrección de condenación (Jn. 5, 29; cf. t. 25, 46)».

Sin embargo, a pesar de lo claro que ha sido el último Concilio con respecto de las cosas últimas, el Papa Juan Pablo II no duda en afirmar lo siguiente: «El hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las ‘cosas últimas’ … La escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo».

«Novísimos» se llaman en los Libros Santos las cosas postreras que acaecerán al hombre. Los Novísimos o Postrimerías del hombre son cuatro: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria.

Los Novísimos se llaman Postrimerías del hombre, porque la muerte es la cosa postrera que sucede al hombre en este mundo; el Juicio de Dios es el último de los juicios que hemos de sufrir; el Infierno es el mal extremo que tendrán los malos, y la Gloria, el sumo bien que poseerán los buenos.

Conviene pensar todos los días en nuestras Postrimerías, y sobre todo en la oración de la mañana al despertarnos, a la noche antes de acostarnos, y siempre que nos sintiéremos tentados, porque este pensamiento es eficacísimo para hacernos huir del pecado (Catecismo Mayor de San Pío X, Ed. Magisterio Español, Vitoria, 1973, p. 128).    

Fuente: corazones.org

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Sobre los Novísimos, el pensamiento de Joseph Ratzinger

Este es el Capítulo X – Sobre los Novísimos, de un Informe sobre la Fe, de Escritos de Su Santidad Benedicto XVI en la etapa anterior a ser proclamado papa. Puede verse completo en http://www.conoze.com.

 

 

El demonio y su cola

Entre los muchos temas sobre los que departió ampliamente el cardenal Ratzinger, anticipados ya en el reportaje periodístico que precedió a este libro, hay un aspecto marginal que parece haber centrado la atención de muchos comentaristas. Como era de prever, muchos artículos, con su correspondiente titulación, estaban dedicados no precisamente a los profundos análisis teológicos, exegéticos o eclesiológicos del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino más bien a las referencias (algunos párrafos entre decenas de cuartillas) a aquella realidad que la tradición cristiana designa con los nombres de Diablo, Demonio, o Satanás.

¿Por el atractivo de lo pintoresco? ¿Por la divertida curiosidad hacia eso que muchos (incluso cristianos) consideran como una «supervivencia folklórica», como un aspecto «inaceptable para una fe que ha llegado a la madurez»? ¿O acaso se trata de algo más profundo, de una inquietud que se oculta detrás de la burla? ¿Serena tranquilidad, o exorcismo revestido de ironía?

No vamos a responder a esto. Nos contentaremos con registrar el hecho objetivo: no hay tema como el del «Diablo» para suscitar el revuelo de los mass-media de la sociedad secularizada.

Es difícil olvidar el eco —inmenso, y no sólo irónico, sino a veces hasta rabioso— que suscitó Pablo VI con su alocución durante la audiencia general del 15 de noviembre de 1972. En ella volvía sobre lo que ya había expresado el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro refiriéndose a la situación de la Iglesia: «Tengo la sensación de que por algún resquicio ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Y había añadido entonces que «si en el Evangelio, en los labios de Cristo, se menciona tantas veces a este enemigo de los hombres», también en nuestro tiempo él, Pablo VI, creía «en algo preternatural que había venido al mundo para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpa en el himno de júbilo, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción» [13].

Ya ante aquellas primeras alusiones se levantaron en el mundo murmullos de protesta. Pero ésta explotó de lleno —durante meses y en los medios de comunicación del mundo entero— en aquel 15 de noviembre de 1972 que se ha hecho famoso: «El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehusa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» [14].

Tras añadir algunas citas bíblicas en apoyo de sus palabras,

Pablo VI continuaba: «El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas aciones sociales, para introducir en nosotros la desviación… »[15].

El Papa lamentaba luego la insuficiente atención al problema por parte de la teología contemporánea: «El tema del Demonio y la influencia que puede ejercer sería un capítulo muy importante de reflexión para la doctrina católica, pero actualmente es poco estudiado» [16].

Sobre este tema, y obviamente en defensa de la doctrina repetidamente expuesta por el Papa, intervino también la Congregación para la Doctrina de la Fe con su documento de junio de 1975: «Las afirmaciones sobre el Diablo son asertos indiscutidos de la conciencia cristiana»; si bien, «la existencia de Satanás y de los demonios no ha sido nunca objeto de una declaración dogmática», es precisamente porque parecía superflua, ya que tal creencia resultaba obvia «para la fe constante y universal de la Iglesia, basada sobre su principal. fuente, la enseñanza de Cristo, y sobre la liturgia, expresión concreta de la fe vivida, que ha insistido siempre en la existencia de los demonios y en la amenaza que éstos constituyen»[17].

Un año antes de su muerte, Pablo VI volvió sobre este tema en otra audiencia general: «No hay que extrañarse de que nuestra sociedad vaya degradándose, ni de que la Escritura nos advierta con toda crudeza que «todo el mundo (en el sentido peyorativo del término) yace bajo el poder del Maligno», de aquel al que la misma Escritura llama «el Príncipe de este mundo».

Una y otra vez surgieron los clamores y protestas; y curiosamente por parte de aquellos periódicos y comentaristas a los que parece que no debería importarles nada la reafirmación de un aspecto de la fe que dicen recusar en su totalidad. En esta perspectiva, la ironía puede justificarse, pero ¿por qué se desata tanto furor?

Un pensamiento siempre actual

Lo mismo exactamente ha ocurrido ahora con el reportaje anticipado sobre el pensamiento del cardenal Ratzinger. Hablando de una cierta caída de la tensión misionera, como consecuencia de que algunos autores ponen lo que él llama «un énfasis excesivo sobre los valores de las religiones no cristianas» (se refería en aquel momento especialmente a África), el cardenal afirmaba: «Por lo demás, hay que precaverse de romanticismos sobre las religiones animistas, que, naturalmente, encierran «gérmenes de verdad», pero en su forma concreta crearon un mundo de terror, donde Dios estaba lejos y la tierra a merced de espíritus veleidosos.

Como ya sucedió en la cuenca del Mediterráneo en tiempo de los apóstoles, también en África el mensaje de Cristo que puede vencer las fuerzas del mal (Ef 6,12) ha constituido una experiencia de liberación del terror. La serenidad y la inocencia en el paganismo son uno de los numerosos mitos de nuestros días».

Y Ratzinger añadía después: «Digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el Diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino personal. Y es una realidad poderosa («el Príncipe de este mundo», como le llama el Nuevo Testamento, que nos recuerda repetidamente su existencia), una maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios; así nos lo muestra una lectura realista de la historia, con su abismo de atrocidades continuamente renovadas y que no pueden explicarse meramente con el comportamiento humano. El hombre por sí solo no tiene fuerza suficiente para oponerse a Satanás; pero éste no es otro dios; unidos a Jesús, podemos estar ciertos de vencerlo. Es Cristo, el «Dios cercano», quien tiene el poder y la voluntad de liberarnos; por esto, el Evangelio es verdaderamente la Buena Nueva. Y por esto también debemos seguir anunciándolo en aquellos «regímenes» de terror que son frecuentemente las religiones no cristianas. Y diré todavía más: la cultura atea del Occidente moderno vive todavía gracias a la liberación del terror de los demonios que le trajo el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se apagara, a pesar de toda su sabiduría y de toda su tecnología, el mundo volvería a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse signos de este retorno de las fuerzas oscuras, al tiempo que rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos».

Me siento en el deber de informar de que tales afirmaciones encajan plenamente en el marco de la doctrina tradicional de la Iglesia. El mismo Concilio Vaticano II la repite insistentemente, mencionando a «Satanás», «Demonio», «Maligno», «antigua serpiente», «poder de las tinieblas» hasta 17 veces; incluso el texto más optimista de todo el Concilio, la Gaudium et spes, lo menciona cinco veces. En este documento, los Padres no dudan en escribir: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS n.37).

En cuanto a las religiones no cristianas, y a Cristo libertador también del terror, es verdad que el Vaticano II abre afortunadamente una nueva fase, de auténtico diálogo, con las religiones no cristianas («La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» [Nostra aetate n.2]). Pero en el mismo Concilio, en el Decreto sobre la actividad misionera, repite, tres veces en el texto y otra más en una nota, la doctrina tradicional, que es directamente bíblica, como el mismo Concilio nos recuerda con abundantes citas de la Escritura: «Dios (…) envió a su Hijo en carne nuestra, a fin de arrancar por El a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (Col 1,13; Act 10,38)» (Ad gentes n.3). «Cristo derroca el imperio del diablo y aleja la multiforme maldad de los pecados» (Ad gentes n.9). «Somos liberados del poder de las tinieblas gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana»; y aquí, «acerca de esta liberación de la esclavitud del demonio y de las tinieblas», como dice el texto, una nota oficial nos remite a cinco pasajes del Nuevo Testamento y a la liturgia del Bautismo romano (n. 14).

Hemos traído a colación estos datos para proporcionar una información objetiva, aunque conscientes de que siempre supone un cierto riesgo (y a veces resulta descaminado) el ir recogiendo citas fuera de su contexto.

En cuanto a la referencia que hace Ratzinger a la actualidad («rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos»), toda persona bien informada sabe muy bien que lo que va surgiendo en la actualidad y aparece en los diarios es ya inquietante, pero no es más que la punta de un iceberg que tiene su base precisamente en las zonas del mundo más avanzadas tecnológicamente, comenzando por California y por el norte de Europa.

Todas las precisiones y las constataciones que hemos hecho son necesarias, pero al mismo tiempo son inútiles, ya que son ignoradas a priori por los comentaristas para quienes cualquier alusión a estas realidades inquietantes resulta algo «medieval». Y lo medieval se entiende, naturalmente, en el sentido que tiene para el hombre de la calle, quien de aquella «edad intermedia» tiene todavía la visión que le han impuesto los libelistas y los novelistas europeos de los siglos XVIII y XIX.

«Un adiós» sospechoso

Joseph Ratzinger, fortalecido por sus amplios conocimientos teológicos, no es hombre que se deje impresionar por las reacciones ni de los periodistas ni de algunos «especialistas». En un documento firmado por él se lee esta exhortación tomada de la Escritura: «Es necesario resistir, fuertes en la fe, al error, incluso cuando se manifiesta bajo apariencia de piedad, para poder abrazar a los extraviados con la caridad del Señor, profesando la verdad en la caridad».

Ciertamente que no pone como centro de su reflexión el tema del Diablo (consciente de que en todo caso lo verdaderamente importante es la victoria sobre él que nos ha proporcionado Cristo). Sin embargo, este tema le parece clarificador, porque le permite poner de manifiesto en este ejemplo los métodos de reflexión teológico que considera inaceptables. Dado su carácter de «ejemplaridad», no parece excesivo el espacio dedicado a este tema. Por otra parte, aquí, como veremos, está en juego también la escatología, la irrenunciable fe cristiana en la existencia de un más allá. Por esto mismo, uno de sus libros más conocidos —Dogma y predicación— introduce una reflexión sobre la doctrina tradicional acerca del Demonio entre los «temas básicos de la predicación». Y por esto mismo, a nuestro parecer —siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe—, ha prologado el libro de un colega suyo en el cardenalato, León Joseph Suenens, que se propone reafirmar la fe católica en el Diablo como «realidad no simbólica, sino personal».

El Prefecto de la Sagrada Congregación me ha hablado también de un célebre librito de un colega suyo, profesor de exégesis en la Universidad de Tubinga, que quiso, ya desde el mismo título, decirle«adiós al Diablo». (Por cierto que al contarme esta anécdota se reía con gusto: aquel librito le fue regalado por el mismo autor con ocasión de una pequeña fiesta entre los profesores para felicitarle tras su designación por el Papa para el arzobispado de Munich; y la dedicatoria del libro decía así: «A mi querido colega el profesor Joseph Ratzinger, al que decirle adiós me cuesta muchísimo más que decirle adiós al Diablo… »).

La amistad personal con este colega no le impidió entonces, ni le impide ahora, seguir su línea de acción: «Debemos respetar las experiencias, los sufrimientos, las opciones humanas, incluso las exigencias concretas que se hallan detrás de ciertas teologías. Pero debemos impugnar con entera resolución el que puedan considerarse todavía como teologías católicas».

Para él, aquel librito escrito para despedirse del Diablo (y que toma como ejemplo de toda una serie que desde hace algunos años va apareciendo en las librerías) no es «católico» porque «es superficial la afirmación en la que se resume toda la argumentación: «En el Nuevo Testamento, el concepto del ‘diablo’ está simplemente en lugar del concepto de pecado del que el diablo no es más que una imagen, un símbolo». Recuerda Ratzinger que «cuando Pablo VI puso de relieve la existencia real de Satanás y condenó los intentos de disolverlo en un concepto abstracto, fue ese mismo teólogo quien —proclamando en voz alta la opinión de muchos colegas recriminó al Papa el caer en una visión arcaica del mundo, el confundir lo que en la Escritura es estructura de la fe (el pecado) con lo que no es más que una expresión histórica y transitoria (Satanás)».

Por el contrario, el Prefecto (apelando a lo que ya había escrito como teólogo) observa que «si se leen con atención estos libros que pretenden desembarazarse de la perturbante presencia diabólica, al final queda uno convencido de todo lo contrario: los evangelistas hablan muy frecuentemente del diablo, y no lo hacen ciertamente en sentido simbólico. Al igual que el mismo Jesús, estaban convencidos —y así querían enseñarlo— de que se trata de una potencia concreta, y no ciertamente de una abstracción. El hombre está amenazado por ella y es liberado por obra de Cristo, porque sólo El, en su calidad de «más fuerte» puede atar al «fuerte», según la misma expresión evangélica (Lc 11,22)».

«¿Biblistas o sociólogos?»

Ahora bien, si la enseñanza de la Escritura parece tan clara, ¿cómo justificar la sustitución con el abstracto «pecado» del concreto «Satanás»?

Precisamente aquí es donde Ratzinger descubre un método utilizado en muchas exégesis y por muchas teologías contemporáneas, y que él desea rechazar expresamente: «En este caso específico, se admite —y no podría ser de otra manera— que Jesús, los apóstoles y los evangelistas estaban convencidos de la existencia de las fuerzas demoníacas. Pero, al mismo tiempo, se da por descontado que en tal creencia eran «víctimas de las formas de pensamiento judío de su época». Pero, como se da por descontado que «aquellas formas de pensamiento no son ya conciliables con nuestra imagen del mundo», he aquí que, por una especie de prestidigitación, lo que se considera incomprensible para el hombre medio de hoy día queda simplemente cancelado».

Y continúa: «Esto significa que, para decir «adiós al Diablo», este autor no se basa en la Escritura (la cual afirma precisamente lo contrario), sino que apela a nosotros, a nuestra visión del mundo. Para despedirse de este o de cualquier otro aspecto de la fe que resulte incómodo para el conformismo contemporáneo, no se actúa como exégeta, como intérprete de la Escritura, sino como hombre de nuestro tiempo».

De estos métodos se deduce, según él, una consecuencia grave: «En definitiva, la autoridad sobre la que estos especialistas de la Biblia fundamentan su juicio no es la misma Biblia, sino la visión del mundo predominante en la época del biblista. Por tanto, éste habla como filósofo o como sociólogo, y su filosofía no consiste más que en una banal y acrítica adhesión a las siempre cambiantes directrices de cada época».

Si he comprendido bien, esto sería precisamente lo contrario del método tradicional de la reflexión teológica: ya no sería la Escritura la que juzga al «mundo», sino el «mundo» el que juzga a la Escritura.

«En efecto —me responde—. Se trata de la búsqueda continua de un anuncio que manifieste lo que ya conocemos, o que al menos resulte grato a quien lo escuche. Y en lo que respecta al Diablo, la fe, ahora como siempre, afirma su realidad misteriosa, pero objetiva e inquietante. El cristiano por su parte, sabe que quien teme a Dios no tiene nada que temer: el temor de Dios es fe, y es algo muy distinto a cualquier temor servil, al terror ante los demonios. Pero tampoco se crea que el temor de Dios es como una audacia jactanciosa que cerrara los ojos a la seriedad de la realidad. Por el contrario, es propio del verdadero valor el no engañarse sobre las dimensiones del peligro, sino apreciarlo con todo realismo».

Según el cardenal, la pastoral de la Iglesia debe «encontrar el lenguaje apropiado para un contenido permanentemente válido: la vida es algo extremadamente serio, y hemos de estar atentos para no rechazar la oferta de vida eterna, de eterna amistad con Cristo, que se le hace a cada uno. No debemos adormecernos en la mentalidad de tantos creyentes de hoy, quienes piensan que basta comportarse más o menos como se comporta la mayoría, y necesariamente todo tendrá que resultar bien».

«La catequesis —continúa— no puede seguir siendo una enumeración de opiniones, sino que debe volver a ser una certeza sobre la fe cristiana con sus propios contenidos, que sobrepasan con mucho a la opinión reinante. Por el contrario, en tantas catequesis modernas la idea de vida eterna apenas se trasluce, la cuestión de la muerte apenas se toca, y la mayoría de las veces sólo para ver cómo retardar su llegada o para hacer menos penosas sus condiciones. Perdido para muchos cristianos el sentido escatológico, la muerte ha quedado arrinconada por el silencio, por el miedo o por el intento de trivializarla. Durante siglos, la Iglesia nos ha enseñado a rogar para que la muerte no nos sorprenda de improviso, que nos dé tiempo para prepararnos; ahora, por el contrario, es el morir de improviso lo que es considerado como gracia. Pero el no aceptar y el no respetar a la muerte significa no aceptar ni respetar tampoco a la vida».

Del purgatorio al limbo

Parece —le digo— que la escatología cristiana (cuando al menos se habla de ella) queda reducida solamente al «paraíso»; aunque este mismo nombre ya presenta sus problemas y es escrito entre comillas, e incluso tampoco faltan quienes lo diluyen en cualquier mito oriental. Ciertamente que todos estaríamos muy satisfechos si en nuestro futuro no fuera posible nada más que la felicidad eterna. Y, realmente, al leer el Evangelio resalta ante todo la Buena Nueva por excelencia, el anuncio consolador del amor sin límites y sin término del Padre. Pero, junto a esto, encontramos también en los evangelios un claro aviso de que es posible el fracaso, de que no es imposible que rechacemos el amor. Precisamente por ser «veraces», ¿no son los evangelios, a un mismo tiempo, textos que consuelan y que comprometen, una oferta dirigida a hombres libres, abiertos a diversos destinos? Por ejemplo, el purgatorio. ¿Qué hay del purgatorio?

Mueve la cabeza con desaprobación: «¡Hoy todos nos creemos tan buenos que no podemos merecer otra cosa sino el paraíso! Esto proviene ciertamente de una cultura que, a fuerza de atenuantes y coartadas, tiende a borrar en el hombre el sentimiento de su propia culpa, de su pecado. Alguien ha observado que las ideologías que predominan actualmente coinciden todas en un dogma fundamental: la obstinada negación del pecado, de la realidad que la fe vincula al infierno y al purgatorio. Pero en el silencio acerca del purgatorio hay también alguna otra responsabilidad».

¿ Cuál?

«El escriturismo de origen protestante que ha penetrado también en la teología católica. Según esta tendencia, no serían suficientes, ni suficientemente claros, los textos explícitos de la Escritura sobre el estado que la Tradición ha denominado «purgatorio» (quizás el término sea tardío, pero la realidad aparece muy pronto en la creencia de los cristianos). Pero este escriturismo —ya he tenido ocasión de decirlo— tiene muy poco que ver con el concepto católico de Escritura, cuya lectura se hace en el seno de la Iglesia y con su fe. Yo digo que si no existiera el purgatorio, habría que inventarlo ».

¿Por qué?

«Porque hay pocas cosas tan espontáneas, tan humanas, tan universalmente extendidas —en todo tiempo y en toda cultura— como la oración por los propios allegados difuntos».

Calvino, el reformador de Ginebra, hizo azotar a una mujer sorprendida orando sobre la tumba de su hijo, y por lo tanto, según él, culpable de «superstición».

«La Reforma, en teoría, no admite el purgatorio ni, por consiguiente, las oraciones por los difuntos. Pero en la práctica, al menos los luteranos alemanes han vuelto a ellas justificándolas con algunas consideraciones teológicas. Las oraciones por los propios allegados son un impulso demasiado espontáneo para que pueda ser sofocado; es un testimonio bellísimo de solidaridad, de amor, de ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De mi recuerdo o de mi olvido depende un poco de la felicidad o de la infelicidad de aquel que me fue querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no deja de tener necesidad de mi amor».

Sin embargo, el concepto de «indulgencias», que pueden obtenerse para sí mismo en vida o para algún difunto, parece haber desaparecido de la práctica y quizás también de la catequesis oficial.

«Yo no diría que ha desaparecido, sino que se ha debilitado, porque no goza de evidencia en el pensamiento actual. No obstante, la catequesis no tiene derecho a omitir este concepto. No hay que avergonzarse de reconocer que —en ciertos contextos culturales— la pastoral tiene dificultades para hacer comprensible una verdad de la fe. Quizá sea éste el caso de las «indulgencias». Pero los problemas de una retraducción al lenguaje contemporáneo no significan ciertamente que la verdad de la que se trata ya no sea tal. Y esto mismo vale para muchos otros aspectos de la fe».

Siguiendo con el tema de la escatología, también ha desaparecido el «limbo», aquel lugar intermedio en el que se encontrarían los niños muertos sin bautismo, y por tanto sólo con el pecado original como única «mancha». No queda la menor alusión a él, por ejemplo, en los catecismos oficiales del episcopado italiano.

«El limbo no ha sido nunca definido como verdad de fe. Personalmente —hablando más que nunca como teólogo y no como Prefecto de la Congregación— dejaría en suspenso este tema, que no ha sido nunca nada más que una hipótesis teológica. Se trataba de una tesis secundaria al servicio de una verdad que es absolutamente primaria para la fe: la importancia del bautismo. Por decirlo con las mismas palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos» (Jn 3,5). Puede abandonarse el concepto del «limbo» si parece necesario (por lo demás, los mismos teólogos que lo mantenían afirmaban al mismo tiempo que los padres podían evitarlo para sus hijos con el deseo de su bautismo y con la oración); pero que no se renuncie a la preocupación subyacente. El bautismo nunca ha sido para la fe algo meramente accesorio, y ni ahora ni nunca podrá ser considerado como tal».

Un servicio al mundo

El tema del bautismo remite al del pecado, y éste al incómodo tema del que habíamos partido.

Dice, para completar su pensamiento: «Cuanto más se comprenda la santidad de Dios, tanto más se comprenderá la oposición a lo Santo, es decir, las falaces máscaras del Demonio. El mejor ejemplo de esto es el mismo Cristo: junto a Él, el Santo por excelencia, no podía permanecer oculto Satanás, y su realidad se veía obligada a manifestarse. Por esto podríamos quizá decir que la desaparición de la conciencia de lo demoniaco pone de manifiesto un descenso paralelo de la santidad. El Diablo puede refugiarse en su elemento preferido, el anonimato, cuando no resplandece para descubrirlo la luz de quien está unido a Cristo».

Mucho me temo, cardenal Ratzinger, que con estas afirmaciones le van a tachar todavía más violentamente de «oscurantismo».

«No sé qué otra cosa puedo hacer. Sólo se me ocurre que un teólogo tan «libre de prejuicios», tan «moderno» como Harvey Cox, escribió —y precisamente en su época secularizante, desmitificadora— que «los mass-media (espejo de nuestra sociedad), al presentar determinados modelos de comportamiento, al proponer determinados ideales humanos, apelan a los demonios no exorcizados que están dentro de nosotros y a nuestro alrededor». Hasta el punto de que, para el mismo Cox, por parte de los cristianos «sería necesario volver a unas expresiones claras de exorcismo».

¿Un redescubrimiento del exorcismo como una especie de «servicio social»?, me aventuro a decir. «El que ve con lucidez los abismos de nuestra era —me responde— ve en ellos la acción de potencias que actúan para disgregar las relaciones entre los hombres. El cristiano puede descubrir entonces que su misión de exorcista debe reconquistar aquella actualidad que poseyó en los inicios de la fe. La palabra «exorcismo» no ha de entenderse aquí, por supuesto, en su sentido técnico. Se refiere sencillamente a la actitud de la fe en general, que «vence al mundo» y «arroja a los príncipes del mundo». El cristiano sabe —si llega verdaderamente a divisar el abismo— que debe prestar un servicio al mundo. No nos dejemos contagiar por la mentalidad predominante que cree que «con un poco de buena voluntad podemos resolver todos los problemas». En realidad, aunque no tuviéramos fe, pero fuéramos al menos un poco realistas, nos daríamos cuenta de que sin la ayuda de una fuerza superior —que para el cristiano es solamente el Señor— estamos prisioneros de una historia irremediable».

Todo esto, ¿no será considerado «pesimista»?

«Ciertamente, no —me responde—. Si permanecemos unidos a Cristo, estamos seguros de obtener la victoria. Nos lo repite el mismo Pablo: «Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo…» (Ef 6,10s). Si nos fijamos atentamente en la cultura laica más moderna, observaremos cómo el optimismo fácil, ingenuo, se está trastocando en su contrario, en el pesimismo radical, en el nihilismo desesperado. Puede llegar el momento en que los cristianos, que han sido acusados hasta ahora de ser «pesimistas», tengan que ayudar a sus hermanos a salir de esta desesperación, proponiéndoles el optimismo radical —y ciertamente no engañoso— cuyo nombre es Cristo».

No olvidar a los ángeles

«Sobre el Diablo —se ha dicho— se acaba siempre o por hablar demasiado, o demasiado poco».

Una vez denunciado el demasiado poco de la época actual, el cardenal vuelve sobre el peligro contrario, el del demasiado: «El misterio de la iniquidad tiene que encuadrarse en la perspectiva cristiana fundamental, centrada en la Resurrección de Jesucristo y su victoria sobre las potencias del Mal. En esta visión destaca con todo su vigor la libertad del cristiano y su serena seguridad, «que echa afuera el temor» (1 Jn 4,18); la verdad excluye al temor, Y. por esto mismo, permite reconocer el poder del Maligno. Puesto que la ambigüedad es la característica del fenómeno demoníaco, la mejor arma del cristiano contra el Demonio consiste en vivir cada día en la claridad de la fe».

Hay que recordar asimismo a los creyentes —para no desequilibrar la verdad católica— la otra vertiente que la Iglesia ha mantenido siempre, de acuerdo con la Sagrada Escritura: la existencia de los ángeles fieles a Dios, seres espirituales que viven en comunión con los hombres para ayudarles en sus luchas.

Desde luego que todo esto resulta «escandaloso» para una mentalidad moderna que presume de abarcar toda la realidad con su propio conocimiento. Pero la fe es un conjunto plenamente integrado y no se puede aislar o quitar ningún elemento de su complejo entramado. junto a los ángeles misteriosamente «caídos», que recibieron un misterioso papel de tentadores, resplandece «la visión luminosa de un pueblo espiritual unido a los hombres por la caridad. Un mundo que tiene un gran espacio en la liturgia tanto del Occidente como del Oriente cristianos; en él arraiga la confianza en esa nueva prueba de solicitud de Dios por los hombres cual es «el ángel de la guarda», que ha sido asignado a cada uno, y al que se dirige una de las oraciones más queridas y difundidas de toda la cristiandad. Se trata de una presencia benéfica que la conciencia del pueblo de Dios ha acogido siempre como una nueva muestra de la Providencia, del interés del Padre por sus hijos».

El cardenal subraya, sin embargo, que «la Realidad diametralmente opuesta a las categorías de lo demoníaco es la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo». Y lo explica: «Satanás es esencialmente el disgregador, el destructor de toda relación: la del hombre consigo mismo o con los demás. Por lo tanto, es exactamente lo contrario al Espíritu Santo, el «Intermediario» absoluto que establece la relación sobre la que se fundamentan, y de la que se derivan, todas las demás relaciones: la relación trinitaria, mediante la cual el Padre y el Hijo constituyen una sola cosa, el Dios único en la unidad del Espíritu».

El retorno del Espíritu

Actualmente —le comento— se está produciendo un redescubrimiento del Espíritu Santo, que quizás estaba demasiado olvidado en la teología occidental. Y se trata de un redescubrimiento no sólo teórico, sino que arrastra cada vez a mayor número de gente mediante los movimientos denominados «Renovación carismática» o «en el Espíritu».

«Ciertamente es así —me confirma—. El período posconciliar no parece haber correspondido mucho a las esperanzas de Juan XXIII, quien se prometía un «nuevo Pentecostés». Sin embargo, su oración no ha sido desoída: en medio del corazón de un mundo desertizado por el escepticismo racionalista ha surgido una nueva experiencia del Espíritu Santo que ha alcanzado las proporciones de un movimiento de renovación a escala mundial. Lo que nos narra el Nuevo Testamento sobre los carismas que se manifestaron como signos visibles de la venida del Espíritu Santo no es mera historia antigua, concluida ya para siempre; esta historia se repite hoy bullente de actualidad».

Y no es una casualidad —añade subrayando y reforzando su visión del Espíritu Santo como antítesis de lo demoníaco— el que «mientras una teología reduccionista trata al demonio y al mundo de los espíritus malos como si fueran meras etiquetas, por el contrario en el ámbito de la Renovación ha surgido una nueva y concreta toma de conciencia sobre las potencias del Mal, aunque, claro está, unida a la serena certeza sobre el poder de Cristo al que todo ha sido sometido».

Por su propia misión institucional, el cardenal —en este punto al igual que en otros— se detiene a examinar las otras posibles caras de la medalla. En lo que respecta al movimiento carismático advierte: «Ante todo hay que salvar el equilibrio, evitar un énfasis exclusivo en el Espíritu, que, como nos dice el mismo Jesús, no «habla por si mismo», sino que vive y actúa dentro de la vida trinitaria». Tal énfasis «podría llevar a establecer una oposición entre la Iglesia organizada sobre la jerarquía (fundada a su vez sobre Cristo) y una Iglesia «carismática», basada solamente en la «libertad del Espíritu», una Iglesia que se considerara a sí misma como un «acontecer» continuamente renovado».

«Salvar el equilibrio —continúa— significa mantener la justa proporción entre institución y carisma, entre la fe común de la Iglesia y la experiencia personal. Una fe dogmática sin experiencia personal sería algo vacío; una mera experiencia que no estuviera vinculada a la fe de la Iglesia sería algo ciego. En fin, no es el «nosotros» del grupo el que vale, sino el gran «nosotros» de la gran Iglesia universal; la cual, y sólo ella, puede darnos el cuadro adecuado para «no despreciar al Espíritu y retener todo lo que es bueno», según la exhortación del Apóstol».

Más aún —completando el panorama de los «peligros»—, «hay que guardarse de un ecumenismo demasiado fácil —y es algo que se da claramente en América—, ya que de ese modo algunos grupos carismáticos católicos pueden perder de vista su propia identidad y unirse de una manera crítica a formas de pentecostalismo de origen protestante, y esto en nombre del «Espíritu» visto como opuesto a la institución». Los grupos católicos de Renovación en el Espíritu deben, por lo tanto, «ahora más que nunca, sentiré cum Ecclesia, actuar siempre y en todo caso en comunión con el obispo, incluso para evitar los daños que se producen cada vez que la Escritura es desarraigada de su contexto comunitario: el fundamentalismo, el esoterismo y el sectarismo».

Después de haber llamado la atención sobre los peligros, ¿ve el Prefecto de la Sagrada Congregación como algo positivo la salida al proscenio de la Iglesia de este movimiento de Renovación en el Espíritu?

«Ciertamente —afirma—. Se trata de una esperanza, de un buen signo de los tiempos, de un don de Dios a nuestra época. Es el redescubrimiento del gozo y de la riqueza de la oración en contraposición a las teorías y prácticas cada vez más entumecidas y resecadas por el racionalismo secularizado. Yo mismo he podido constatar personalmente su eficacia: en Munich surgieron algunas vocaciones al sacerdocio procedentes de este movimiento. Como ya he dicho, al igual que toda realidad humana, también ésta queda expuesta a equívocos, a malentendidos, a exageraciones. Pero el verdadero peligro estaría en ver solamente los peligros y no el don que nos es ofrecido por el Espíritu. Así, pues, la necesaria cautela no cambia el juicio fundamentalmente positivo».

Notas

[13] Pablo VI, Alocución en la audiencia general del 29 de junio de 1972.

[14] Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.

[15] Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.

[16] Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.

[17] Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe (junio de 1975).

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La Escatología del Individuo: Muerte, Juicio Particular, el Cielo, el Infierno, el Purgatorio

1. LA MUERTE

1. Origen de la muerte

La muerte, en el actual orden de salvación, es consecuencia punitiva del pecado (de fe).

En su decreto sobre el pecado original nos enseña el concilio de Trento que Adán, por haber transgredido el precepto de Dios, atrajo sobre sí el castigo de la muerte con que Dios le había amenazado y transmitió además este castigo a todo el género humano ; Dz 788 s ; cf. Dz 101, 175.

Aunque el hombre es mortal por naturaleza, ya que su ser está compuesto de partes distintas, sabemos por testimonio de la revelación que Dios dotó al hombre, en el paraíso, del don preternatural de la inmortalidad corporal. Mas, en castigo de haber quebrantado el mandato que le había impuesto para probarle, el Señor le infligió la muerte, con la que ya antes le había intimidado ; Gen 2, 17: «El día que de él comieres morirás de muerte» (= echarás sobre ti el castigo de la muerte) ; 3, 19: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado ; ya que polvo eres y al polvo v?lverás.»

San Pablo enseña terminantemente que la muerte es consecuencia del pecado de Adán ; Rom 5, 12 : «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos Ios hombres, por cuanto todos habían pecado» ; cf. Rom 5, 15; 8, 10; 1 Cor 15, 21 s.

San Agustín defendió esta clarísima verdad revelada contra los pelagianos, que negaban los dones del estado original y, por tanto, consideraban la muerte exclusivamente como consecuencia de la índole de la naturaleza humana.

Para el justo, la muerte pierde su carácter punitivo y no pad de ser una mera consecuencia del pecado (poenalitas). Para Cristo y Maria, la muerte no pudo ser castigo del pecado original ni mera consecuencia del mismo, pues ambos estuvieron libres de todo pecado. La muerte para ellos era algo natural que respondía a la índole de su naturaleza humana; cf. S.th. 2 si 164, 1;111 14,2.

2. Universalidad de la muerte  

Todos los hombres, que vienen al mundo con pecado original, están sujetos a la ley de la muerte (de fe; Dz 789).

San Pablo funda la universalidad de la muerte en la universalidad del pecado original (Rom 5, 12) ; cf. Hebr 9, 27: «A los hombres les está establecido morir una vez.»

No obstante, por un privilegio especial, algunos hombres pueden ser preservados de la muerte. La Sagrada Escritura nos habla de que Enoc fue arrebatado de este mundo antes de conocer la muerte (Hebt 11, 5; cf. Gen 5, 24; Eccli 44, 16), y de que Elías subió al cielo en un torbellino (4 Reg 2, 11; 1 Mac 2, 58). Desde Tertuliano son numerosos los padres y teólogos que, teniendo en cuenta el pasaje de Apoc 11, 3 ss, suponen que Elías y Enoc han de venir antes del fin del mundo para dar testimonio de Cristo, y que entonces sufrirán la muerte. Pero tal interpretación no es segura. La exégesis moderna entiende por los «dos testigos» a Moisés y Elías o a personas que se les parezcan.

San Pablo enseña que, al acaecer la nueva venida de Cristo, los justos que entonces vivan no «dormirán» (= morirán), sino que serán inmutados ; 1 Cor 15, 51: «No todos dormiremos, pero todos seremos inmutados.» (La variante de la Vulgata [«Omnes quidem resurgemus, sed non omnes immutabimur»] no tiene sino valor secundario.) Cf. 1 Thes 4, 15 ss. Parece exegéticamente insostenible la explicación que da SANTO Tomás (S.th. t ti 81, 3 ad 1), según la cual el Apóstol no pretende negar la universalidad de la muerte, sino únicamente la universalidad de un sueño de muerte un tanto prolongado.

3. Significación de la muerte

Con la llegada de la muerte cesa el tiempo de merecer y desmerecer y la posibilidad de convertirse (sent. cierta).

A esta enseñanza de la Iglesia se opone la doctrina originista de la «apocatástasis», según la cual los ángeles y los hombres condenados se convertirán y finalmente lograrán poseer a Dios. Es también contraria a la doctrina católica la teoría de la transmigración de las almas (metempsícosis, reencarnación), muy difundida en la antigüedad (Pitágoras, Platón, gnósticos y maniqueos) y también en los tiempos actuales (teosofía), según la cual el alma, después de abandonar el cuerpo actual, entra en otro cuerpo distinto hasta hallarse totalmente purificada para conseguir la bienaventuranza.

Un sínodo de Constantinopla del año 543 reprobó la doctrina de la apocatástasis ; Dz 211. En el concilio del Vaticano se propuso definir como dogma de fe la imposibilidad de alcanzar la justificación después de la muerte; Coll. Lac. vii 567.

Es doctrina fundamental de la Sagrada Escritura que la retribución que se reciba en la vida futura dependerá de los merecimientos o desmerecimientos adquiridos durante la vida terrena. Según Mt 25, 34 ss, el soberano Juez hace depender su sentencia del cumplimiento u omisión de las buenas obras en la tierra. El rico epulón y el pobre Lázaro se hallan separados en el más allá por un abismo insuperable (Le 16, 26). El tiempo en que se vive sobre la tierra es «el día», el tiempo de trabajar; después de la muerte viene «la noche, cuando ya nadie puede trabajar» (Ioh 9, 4). San Pablo nos enseña : «Cada uno recibirá según lo que hubiere hecho por el cuerpo [ = en la tierra], bueno o malo» (2 Cor 5, 10). Y por eso nos exhorta el Apóstol a obrar el bien «mientras tenemos tiempo» (Gal 6, 10; cf. Apoc 2, 10).

Si exceptuamos algunos partidarios de Orígenes (San Gregorio Niseno, Didimo), los padres enseñan que el tiempo de la penitencia y la conversión se limita a la vida sobre la tierra. SAN CIPRIANO comenta: «Cuando se ha partido de aquí [= de esta vida], ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida» (Ad Demetrianum 25) ; cf. SEUDO-CLEMENTE, 2 Cor. 8, 2 s ; SAN AFRAATES, Demonstr. 20, 12; SAN JERÓNIMO, In ep. ad Gal. III 6, 10; SAN FULGENCIO, De fide ad Petrum 3, 36.

El hecho de que el tiempo de merecer se limite a la vida sobre la tierra se basa en una positiva ordenación de Dios. De todos modos, la razón encuentra muy conveniente que el tiempo en que el hombre decide su suerte eterna sea aquel en que se hallan reunidos el cuerpo y el alma, porque la retribución eterna caerá sobre ambos. El hombre saca de esta verdad un estímulo para aprovechar el tiempo que dura su vida sobre la tierra ganándose la vida eterna.

 

2. EL JUICIO PARTICULAR

Inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular en el cual el fallo divino decide la suerte eterna de los que han fallecido (sent. próxima a la fe).

Se opone a la doctrina católica el quiliasmo (milenarismo), propugnado por muchos padres de los más antiguos (Papías, Justino, Ireneo, Tertuliano y algunos más). Esta teoría, apoyándose en Apoc 20, 1 ss, y en las profecías del Antigua Testamento sobre el futuro reino del Mesías, sostiene que Cristo y los justos establecerán sobre la tierra un reinado de mil años antes de que sobrevenga la resurrección universal, y sólo entonces vendrá la bienaventuranza definitiva.

Se opone también a la doctrina católica la teoría enseñada por diversas sectas antiguas y modernas según la cual las almas, desde que se separan del cuerpo hasta que se vuelvan a unir a él, se encuentran en un estado de inconsciencia o semiinconsciencia, el llamado «sueño anímico» (hipnopsiquistas), o incluso mueren formalmente (muerte anímica) y resucitan con el cuerpo (tnetopsiquistas) ; cf. Dz 1913 (Rosmini).

La doctrina del juicio particular no ha sido definida, pero es presupuesto del dogma de que las almas de Ios difuntos van inmediatamente después de la muerte al cielo o al infierno o al purgatorio. Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los justos que se hallan libres de toda pena y culpa son recibidas en seguida en el cielo, y que las almas de aquellos que han muerto en pecado mortal, o simplemente en pecado original, descienden en seguida al infierno ; Dz 464, 693. El papa BENEDICTO XII definió, en la constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas de los justos que se encuentran totalmente purificadas entran en el cielo inmediatamente después de la muerte (o después de su purificación, si tenían algo que purgar), antes de la resurrección del cuerpo y del juicio universal, a fin de participar de la visión inmediata de Dios, siendo verdaderamente bienaventuradas ; mientras que las almas de los que han fallecido en pecado mortal van al infierno inmediatamente después de la muerte para ser en él atormentadas ; Dz 530 s. Esta definición va dirigida contra la doctrina enseñada privadamente por el papa Juan XXII según la cu\l las almas completamente purificadas van al cielo inmediatamente después de la muerte, pero antes de la resurrección no disfrutan de la visión intuitiva de la esencia divina, sino que únicamente gozan de la contemplación de la humanidad glorificada de Cristo; cf. Dz 457, 493a, 570s, 696. El Catecismo Romano (I 8, 3) enseña expresamente la verdad del juicio particular.

La Sagrada Escritura nos ofrece un testimonio indirecto del juicio particular, pues enseña que las almas de los difuntos reciben su recompensa o su castigo inmediatamente después de la muerte ; cf. Eccli 1, 13; 11, 28 s (G 26 s). El pobre Lázaro es llevado al seno de Abraham (= limbus Patrum) inmediatamente después de su muerte, mientras que el rico epulón es entregado también inmediatamente a los tormentos del infierno (Lc 16, 22 s). El Redentor moribundo dice al buen ladrón : «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43). Judas se fue «al lugar que le correspondía» (Act 1, 25). Para San Pablo, la muerte es la puerta de la bienaventuranza en unión con Cristo; Phil 1, 23: «Deseo morir para estar con Cristo» ; «en el Señor» es donde está su verdadera morada (2 Cor 5, 8). Con la muerte cesa el estado de fe y comienza el de la contemplación (2 Cor 5, 7; 1 Cor 13, 12).

Al principio no son claras las opiniones de Ios padres sobre la suerte de los difuntos. No obstante, se supone la existencia del juicio particular en la convicción universal de que los buenos y los malos reciben, respectivamente, su recompensa y su castigo inmediatamente después de la muerte. Reina todavía incertidumbre sobre la índole de la recompensa y del castigo de la vida futura. Bastantes de los padres más antiguos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hilario, Ambrosio) suponen la existencia de un estado de espera entre la muerte y la resurrección, en el cual los justos recibirán recompensa y los pecadores castigo, pero sin que sea todavía la definitiva bienaventuranza del cielo o la definitiva condenación del infierno. TERTULIANO supone que los mártires constituyen una excepción, pues son recibidos inmediatamente en el «paraíso», esto es, en la bienaventuranza del cielo (De anima 55; De carnis resurr. 43). SAN CIPRIANO enseña que todos los justos entran en el reino de los cielos y se sitúan junto a Cristo (De inmortalitate 26). SAN AGUSTÍN duda si las almas de los justos, antes de la resurrección, disfrutarán, lo mismo que los ángeles, de la plena bienaventuranza que consiste en la contemplación de Dios (Retr. I 14, 2).

Dan testimonio directo de la fe en el juicio particular: SAN JUAN CRISÓSTOMO (fin Matth. hom. 14, 4), SAN JERÓNIMO (In Ioel 2, 11), SAN MUSTÍN (De anima et eius origine II 4, 8) y SAN CESÁREO DE ARLÉS (Sermo 5, 5).

La Iglesia ortodoxa griega, por lo que respecta a la suerte de los difuntos, sigue estancada en la doctrina, todavía oscura, de los padres más antiguos. Admite un estado intermedio que se extiende entre la muerte y la resurrección, estado que es desigual para los justos y para los pecadores y al que precede un juicio particular; cf. la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p. 1, q. 61.

 

3. EL CIELO

1. La felicidad esencial del cielo

Las almas de los justos que en el instante de la muerte se hallan libres de toda culpa y pena de pecado entran en el cielo (de fe).

El cielo es un lugar y estado de perfecta felicidad sobrenatural, la cual tiene su razón de ser en la visión de Dios y en el perfecto amor a Dios que de ella resulta.

El antiguo símbolo oriental y el símbolo apostólico en su redacción más reciente (siglo v) contienen la siguiente confesión de fe: «Creo en la vida eterna» ; Dz 6 y 9. El papa BENEDICTO xii declaró, en su constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas completamente purificadas entran en el cielo y contemplan inmediatamente la esencia divina, viéndola cara a cara, pues dicha divina esencia se les manifiesta inmediata y abiertamente, de manera clara y sin velos ; y las almas, en virtud de esa visión y ese gozo, son verdaderamente dichosas y tienen vida eterna y eterno descanso ; Dz 530; cf. Dz 40, 86, 693, 696.

La escatología de los libros más antiguos del Antiguo Testamento es todavía imperfecta. Según ella, las almas de los difuntos bajan a los infiernos (seol), donde llevan una existencia sombría y triste. No obstante, la suerte de los justos es mejor que la de los impíos. Más adelante se fue desarrollando la idea de que Dios retribuye en el más allá, idea que ya aparece con mayor claridad en los libros más recientes. El salmista abriga la esperanza de que Dios libertará su alma del poder del abismo y será su porción para toda la eternidad (Ps 48, 16; 72, 26). Daniel da testimonio de que el cuerpo resucita para vida eterna o para eterna vergüenza y confusión (12, 2). Los mártires del tiempo de los Macabeos sacan consuelo y aliento de su esperanza en la vida eterna (2 Mac 6, 26; 7, 29 y 36). El .libro de la Sabiduría nos describe la felicidad y la paz de las almas de los justos, que descansan en las manos de Dios y viven eternamente cerca de Él (3, 1-9; 5, 16 s).

Jesüs representa la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt 25, 10; cf. Mt 22, 1 ss; Lc 14, 15 ss), calificando esta bienaventuranza de «vida» o «vida eterna» ; cf. Mt 18, 8 s ; 19, 29; 25, 46; Ioh 3, 15 ss; 4, 14; 5, 24; 6, 35-59; 10, 28; 12, 25 ; 17, 2. La condición para alcanzar la vida eterna es conocer a Dios y a Cristo: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Ioh 17, 3). A los limpios de corazón les promete que verán a Dios : «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dias» (Mt 5, 8).

San Pablo insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza futura: «Ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los r.füe le aman» (1 Cor 2, 9 ; cf. 2 Cor 12, 4). Los justos reciben como recompensa la vida eterna (Rom 2, 7; 6, 22 s) y una gloria que no tiene proporción con los padecimientos de este mundo (Rom 8, 18). En lugar del conocimiento imperfecto de Dios que poseemos aquí en esta vida, entonces veremos a Dios inmediatamente (1 Cor 13, 12; 2 Cor 5, 7).

Una idea fundamental de la teología de San Juan es que por la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios, se consigue la vida eterna ; cf. loh 3, 16 y 36; 20, 31; 1 Ioh 5, 13. La vida eterna consiste en la visión inmediata de Dios; 1 Ioh 3, 2: «Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.» E’l Apocalipsis nos describe la dicha de los bienaventurados que se hallan en compañía de Dios y el Cordero, esto es, Cristo glorificado. Todos los males físicos han desaparecido; cf. Apoc 7, 9-17; 21, 3-7.

SAN AGUSTÍN estudia detenidamente la esencia de la felicidad del cielo y la hace consistir en la visión inmediata de Dios; cf. De civ. Dei xxii 29 s. I.a escolástica insiste sobre el carácter absolutamente sobrenatural de la misma, y exige una especial iluminación del entendimiento, la llamada luz de gloria (lumen gloriae; cf. Ps 35, 10; Apoc 22, 5), es decir, un don sobrenatural y habitual del entendimiento que le capacita para el acto de la visión de Dios, cf. S.th. i 12, 4 y 5; Dz 475. Véase el tratado acerca de Dios, § 6, 3 y 4.

Los actos que integran la felicidad celestial son de entendimiento (visio), de amor (amor, caritas) y de gozo (gaudium, fruitio). El acto fundamental es — según la doctrina tomista — el de entendimiento, y — según la doctrina escotista — el de amor.

A propósito del objeto de la visión beatífica, véase el tratado acerca de Dios, § 6, 2.

2. Felicidad accidental del cielo  

A la felicidad esencial del cielo que brota de la visión inmediata de Dios se añade una felicidad accidental procedente del natural conocimiento y amor de bienes creados (sent. común).

Es motivo de felicidad accidental para los bienaventurados el hallarse en compañía de Cristo (en cuanto a su humanidad) y la Virgen, de los ángeles y los santos, el volver a reunirse con los seres queridos y con los amigos que se tuvieran durante la vida terrena, el conocer las obras de Dios. La unión del alma con el cuerpo glorificado el día de la resurrección significará un aumento accidental de gloria celestial.

Según doctrina de la escolástica, hay tres clases de bienaventurados que, además de la felicidad esencial (corona aurea), reciben una recompensa especial (aureola) por las victorias conseguidas. Tales son : los que son vírgenes, por su victoria sobre la carne, según dice Apoc 14, 4; los mártires, por su victoria sobre el diablo, padre de la mentira, según Dan 12, 3, y Mt 5, 19. Conforme enseña SANTO TOMÁS, la esencia de la «aureola» consiste en el gozo por las hazañas realizadas por cada uno en la lucha contra los enemigos de la salvación (Suppl. 96, 1). A propósito del término «aurea (sc. corona)», véase Apoc 4, 4; y sobre la expresión «aureola», véase Ex 24, 25.

3. Propiedades del cielo

a) Eternidad

La felicidad del cielo dura por toda la eternidad (de fe).

El papa Benedicto xii declaró : «Y una vez que haya comenzado en ellos esa visión intuitiva, cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin interrupción ni tedio de ninguna clase, y durará hasta el juicio final, y desde éste, indefinidamente, por toda la eternidad» ; Dz 530.

Se opone a la verdad católica la doctrina de Orígenes sobre la posibilidad de cambio moral en los bienaventurados. En tal doctrina se incluye la posibilidad de la disminución o pérdida de la bienaventuranza.

Jesús compara la recompensa por las buenas obras a Ios tesoros guardados en el cielo, donde no se pueden perder (Mt 6, 20; Lc 12, 33). Quien se ganare amigos con el injusto Mammón (= riquezas) será recibido en los «eternos tabernáculos» (Lc 16, 9). Los justos irán a la «vida eterna» (Mt 25, 46 ; cf. Mt 19, 29; Rom 2, 7; Ioh 3, 15 s). San Pablo habla de la eterna bienaventuranza empleando la imagen de «una corona imperecedera» (1 Cor 9, 25); San Pedro la llama «corona inmarcesible de gloria» (1 Petr 5, 4).

SAN AGUSTÍN deduce racionalmente la eterna duración del cielo de la idea de la perfecta bienaventuranza: «Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?» (De civ. Dei xii 13, 1; cf. x 30; xi 13).

La voluntad de los bienaventurados se halla de tal modo confirmada en el bien por una íntima unión de caridad con Dios, que le es moralmente imposible apartarse de Él por el pecado (impecabilidad moral).

b) Desigualdad

El grado de la felicidad celestial es distinto en cada uno de los bienaventurados según la diversidad de sus méritos (de fe).

El Decretum pro Graecis del concilio de Florencia (1439) declara que las almas de los plenamente justos «intuyen claramente al Dios Trino y Uno, tal cual es, aunque unos con más perfección que otros según la diversidad de sus merecimientos» ; Dz 693. El concilio de Trento definió que el justo merece por sus buenas obras el aumento de la gloria celestial ; Dz 842.

Frente a la verdad católica está la doctrina de Joviniano (influida por el estoicismo), según la cual todas las virtudes son iguales. Se opone también al dogma católico la doctrina luterana de la imputación puramente externa de la justicia de Cristo. Tanto de la doctrina de Lutero como de la de Joviniano se sigue la igualdad de la bienaventuranza celestial.

Jesús nos asegura: «El [el Hijo del hombre] dará a cada uno según sus obras» (Mt 16, 27). San Pablo enseña : «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo» (1 Cor 3, 8), «El que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará» (2 Cor 9, 6) ; cf. 1 Cor 15, 41 s.

Los padres citan con frecuencia la frase de Jesús en que nos habla de las muchas moradas que hay en la casa de su Padre (Ioh 14, 2). TERTULIANO comenta : «¿Por qué hay tantas moradas en la casa del Padre, sino por la diversidad de merecimientos?» (Scorp. 6). SAN AGUSTÍN considera el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt 20, 1-16), como una alusión a la vida eterna que es para todos de eterna duración; y en las muchas moradas que hay en la casa del Padre celestial (Ioh 14, 2) ve el santo doctor los distintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna. Y a la supuesta objeción de que tal diversidad engendraría envidias, responde: «No habrá envidias por los distintos grados de gloria, ya que en todos los bienaventurados reinará la unión de la caridad» (In loh., tr. 67, 2); cf. SAN JERÓNIMO, Adv. Iovin. ti 18-34; S.th. 112, 6.

 

4. EL INFIERNO

1. Realidad del infierno

Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal van al infierno (de fe).

El infierno es un lugar y estado de eterna desdicha en que se hallan las almas de los réprobos.

La existencia del infierno fue impugnada por diversas sectas, que suponían la total aniquilación de los impíos después de su muerte o del juicio universal. También la negaron todos los adversarios de la inmortalidad personal (materialismo).

El símbolo Quicumque confiesa : «Y los que obraron mal irán al fuego eterno» ; Dz 40. BENEDICTO XII declaró en su constitución dogmática Benedictus Deus: «Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentadas con suplicios infernales» ; Dz 531; cf. Dz 429, 464, 693, 835, 840.

El Antiguo Testamento no habla con claridad sobre el castigo de los impíos, sino en sus libros más recientes. Según Dan 12, 2, los impíos resucitarán para «eterna vergüenza y oprobio». Según Iudith 16, 20 s (G 16, 17), el Señor, el Omnipotente tomará venganza de los enemigos de Israel y los afligirá en el día del juicio : «El Señor omnipotente los castigará en el día del juicio, dando al fuego y a los gusanos sus carnes, para que se abrasen y lo sientan (G : para que giman de dolor) para siempre» ; cf. Is 66, 24. Según Sap 4, 19, los impíos «serán entre los muertos en el oprobio sempiterno», «serán sumergidos en el dolor y perecerá su memoria» ; cf. 3, 10; 6, 5 ss.

Jesús amenaza a los pecadores con el castigo del infierno. Le llama gehenna (Mt 5, 29 s ; 10, 28; 23, 15 y 33; Mc 9, 43, 45 y 47 [G] ; originariamente significa el valle Ennom), gehenna de fuego (Mt 5, 22; 18, 9), gehenna donde el gusano no muere ni el fuego se extingue (Mc 9, 46 s [G 47 s]), fuego eterno (Mt 25, 41), fuego inextinguible (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]), horno de fuego (Mt 13, 42 y 50), suplicio eterno (Mt 25, 46). Allí hay tinieblas (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30), aullidos y rechinar de dientes (Mt 13, 42 y 50; 24, 51; Lc 13, 28). San Pablo da el siguiente testimonio: «Esos [los que no conocen a Dios ni obedecen el Evangelio] serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder» (2 Thes 1, 9) ; cf. Rom 2, 6-9; Hebr 10, 26-31. Según Apoc 21, 8, los impíos «tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre» ; allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20, 10) ; cf. 2 Petr 2, 6; Iud 7.

Los padres dan testimonio unánime de la realidad del infierno. Según SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, todo aquel que «por su pésima doctrina corrompiere la fe de Dios por la cual fue crucificado Jesucristo, irá al fuego inextinguible, él y Ios que le escuchan» (Eph. 16, 2). SAN JUSTINO funda el castigo del infierno en la idea de la justicia divina, la cual no deja impune a los transgresores de la ley (Apol. II 9); cf. Apol. 18, 4; 21, 6; 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. Iv 28, 2.

2. Naturaleza del suplicio del infierno

La escolástica distingue das elementos en el suplicio del infierno : la pena de daño (suplicio de privación) y la pena de sentido (suplicio para los sentidos). La primera corresponde al apartamiento voluntario de Dios que se realiza, por el pecado mortal ; la otra, a la conversión desordenada a la criatura.

La pena de daño, que constituye propiamente la esencia del castigo del infierno, consiste en verse privado de la visión beatífica de Dios ; cf. Mt 25, 41: «¡ Apartaos de mí, malditos!»; Mt 25, 12: «No os conozco» ; 1 Cor 6, 9 : « No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios ?» ; I,c 13, 27; 14, 24; Apoc 22, 15 ; SAN AGUSTÍN, Enchir. 112.

La pena de sentido consiste en los tormentos causados externamente por medios sensibles (es llamada también pena positiva del infierno). La Sagrada Escritura habla con frecuencia del fuego del infierno, al que son arrojados los condenados; designa al infiemo como un lugar donde reinan los alaridos y el crujir de dientes… imagen del dolor y la desesperación.

El fuego del infierno fue entendido en sentido metafórico por algunos padres (como Orígenes y San Gregorio Niseno) y algunos teólogos posteriores (como Ambrosio Catarino, J. A. Möhler y H. Klee), los cuales interpretaban la expresión «fuego» como imagen de los dolores puramente espirituales — sobre todo, del remordimiento de la conciencia — que experimentan los condenados. El magisterio de la Iglesia no ha condenado esta sentencia, pero la mayor parte de Ios padres, los escolásticos y casi todos los teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico o agente de orden material, aunque insisten en que su naturaleza es distinta de la del fuego actual. La acción del fuego físico sobre seres puramente espirituales la explica SANTO TOMÁS — siguiendo el ejemplo de San Agustín y San Gregorio Magno — como sujeción de los espíritus al fuego material, que es instrumento de la justicia divina. Los espíritus quedan sujetos de esta manera a la materia, no disponiendo de libre movimiento; Suppl. 70, 3. A propósito de una declaración de la Penitenciaría Apostólica sobre la cuestión del fuego del infierno (Cavallera 1466), editada el 30 de abril de 1890, véase H. LANGE, Schol 6 (1931) 89 s.

3. Propiedades del infierno

a) Eternidad

Las penas del infierno duran toda la eternidad (de fe).

El capítulo Firmiter del concilio iv de Letrán (1215) declaró : «Aquéllos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio eterno» ; Dz 429; cf. Dz 40, 835, 840. Un sínodo de Constantinopla (543) reprobó la doctrina origenista de la apocatástasis ; Dz 211.

Mientras que Orígenes negó, en general, la eternidad de las penas del infierno, H. Schell (+ 1906) restringió la duración eterna a aquellos condenados que pecan «con la mano levantada», es decir, movidos por odio contra Dios, y que en la vida futura perseveran en dicho odio.

La Sagrada Escritura pone a menudo de relieve la eterna duración de las penas del infierno, pues nos habla de «eterna vergüenza y confusión». (Dan 12, 2; cf. Sap. 4, 19), de «fuego eterno» (Iudith 16, 21; Mt 18, 8; 25, 41; Iud 7), de «suplicio eterna» (Mt 25, 46), de «ruina eterna» (2 Thes 1, 9). El epíteto «eterno» no puede entenderse en el sentido de una duración muy prolongada, pero a fin de cuentas limitada. Así lo prueban los lugares paralelos en que se habla de «fuego inextinguible» (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]) o de la «gehenna, donde el gusano no muere ni el fuego se extingue» (Mc 9, 46 s [G 47 s]), e igualmente lo evidencia la antítesis «suplicio eterno vida eterna» en Mt 25, 46. Según Apoc 14, 11 (19, 3), «el humo de su tormento [del de los condenados] subirá por los siglos de los siglos», es decir, sin fin ; cf. Apoc 20, 10.

La «restauración de todas las cosas», de la que se nos habla en Act 3, 21, no se refiere a la suerte de los condenados, sino a la renovación del mundo que tendrá lugar con la segunda venida de Cristo.

Los padres, antes de Orígenes, testimoniaron con unanimidad la eterna duración de las penas del infierno; cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Eph. 16, 2, SAN JUSTINO, Apol. i 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. iv 28, 2; TERTULIANO, De poenit. 12. La negación de Orígenes tuvo su punto de partida en la doctrina platónica de que el fin de todo castigo es la enmienda del castigado. A Orígenes le siguieron San Gregorio Niseno, Didimo de Alejandría y Evagrio Póntico. SAN AGUSTÍN sale en defensa de la infinita duración de las penas del infierno, contra los origenistas y los «misericordiosos» (San Ambrosio), que en atención a la misericordia divina enseñaban la restauración de los cristianos fallecidos en pecado mortal; cf. De civ. Dei xxi 23; Ad Orosium 6, 7; Enchir. 112.

La verdad revelada nos obliga a suponer que la voluntad de los condenados está obstinada inconmoviblemente en el mal y que por eso es incapaz de verdadera penitencia. Tal obstinación se explica por rehusar Dios a los condenados toda gracia para convertirse; cf. S.th. i II 85, 2 ad 3; Suppl. 98, 2, 5 y 6.

b) Desigualdad

La cuantía de la pena de cada uno de los condenados es diversa según el diverso grado de su culpa (sent. común).

Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los condenados son afligidas con penas desiguales («poenis tamen disparibus puniendas») ; Dz 464, 693. Probablemente esta fase no se refiere únicamente a la diferencia específica entre el castigo del solo pecado original (pena de daño) y el castigo por pecados personales (pena de daño y de sentido), sino que también quiere darnos a entender la diferencia gradual que hay entre los castigos que se dan por los distintos pecados personales.

Jesús amenaza a los habitantes de Corozaín y Betsaida asegurando que por su impenitencia han de tener un castigo mucho más severo que los habitantes de Tiro y Sidón ; Mt 11, 22. Los escribas tendrán un juicio más severo; Lc 20, 47.

SAN AGUSTÍN nos enseña : «La desdicha será más soportable a unos condenados que a otros» (Enchir. III). La justicia exige que la magnitud del castigo corresponda a la gravedad de la culpa.

 

5. EL PURGATORIO

1. Realidad del purgatorio

a) Dogma

Las almas de los justos que en el instante de la muerte están gravadas por pecados veniales o por penas temporales debidas por el pecado van al purgatorio (de fe).

El purgatorio (= lugar de purificación) es un lugar y estado donde se sufren temporalmente castigos expiatorios.

La realidad del purgatorio la negaron los cátaros, los valdenses, los reformadores y parte de los griegos cismáticos. A propósito de la doctrina de Lutero, véanse los Artículos de Esmalcalda, pars II, art. II, §§ 12-15; a propósito de la doctrina de Calvino, véase Instit. iii 5, 6-10; a propósito de la doctrina de la Iglesia ortodoxa griega, véase la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p 1, q. 64-66 (refundida por Meletios Syrigos) y la Confessio de DOSITEO, decr. 18.

Los concilios unionistas de Lyón y Florencia hicieron la siguiente declaración contra los griegos cismáticos, que se oponían principalmente a la existencia de una lugar especial de purificación, al fuego del purgatorio y al carácter expiatorio de sus penas : «Las almas que partieron de este mundo en caridad con Dios, con verdadero arrepentimiento de sus pecados, antes de haber satisfecho con verdaderos frutos de penitencia por sus pecados de obra y omisión, son purificadas después de la muerte con las penas del purgatorio» ; Dz 464, 693; cf. Dz 456, 570 s.

Frente a los reformadores que consideraban como contraria a las Escrituras la doctrina del purgatorio (cf. Dz 777) y que la rechazaban como incompatible con su teoría de la justificación, el concilio de Trento hizo constar la realidad del purgatorio y la utilidad de los sufragios hechos en favor de las almas que en él se encuentran : «purgátorium esse animasque ibi detentas fidelium suffragiis… iuvari» ; Dz 983; cf. Dz 840, 998.

b) Prueba de Escritura

La Sagrada Escritura enseña indirectamente la existencia del purgatorio concediendo la posibilidad de la purificación en la vida futura.

Según 2 Mac 12, 42-46, los judíos oraron por los caídos en quienes se habían encontrado objetos consagrados a los ídolos de Jamnia, a fin de que el Señor les perdonara sus pecados; para ello enviaron dos mil dracmas de plata a Jerusalén para que se hicieran sacrificios por el pecado. Estaban, pues, persuadidos de que a los difuntos se les puede librar de su pecado por medio de la oración y el sacrificio. El hagiógrafo aprueba esta conducta : «También pensaba [Judas] que a los que han muerto piadosamente les está reservada una magnífica recompensa. ¡ Santo y piadoso pensamiento ! Por eso hizo que se ofrecieran sacrificios expiatorios por los muertos para que fueran absueltos de sus pecados» (v 45, según G).

Las palabras del Señor en Mt 12, 32: «Quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero», parecen admitir la posibilidad de que otros pecados se perdonen no sólo en este mundo, sino también en el futuro. SAN GREGORIO MAGNO comenta: «En esta frase se nos da a entender que algunas culpas se pueden perdonar en este mundo y algunas también en el futuro» (Dial, iv 39) ; cf. SAN AGUSTÍN, De civ. Dei xxi 24, 2 ; Dz 456.

San Pablo expresa en 1 Cor 3, 10-15, la siguiente idea con relación a la labor misionera de la comunidad de Corinto : la obra del predicador de la fe cristiana, el cual sigue edificando sobre el fundamento que es Cristo, será sometida a una prueba como de fuego en el día del Juicio. Si la obra resiste la prueba, el autor recibirá su recompensa, mas si no la resiste «sufrirá los perjuicios», es decir, perderá la recompensa. Sin embargo, aquel cuya obra no resista la prueba, es decir, haya trabajado mal, «será ciertamente salvo, aunque como a través del fuego», es decir, alcanzará la vida eterna en el caso de que su paso a través del fuego demuestre que es digno de la vida eterna (J. Gnilka). La mayoría de los comentaristas católicos entienden el paso a través del fuego como un castigo purificador, pasajero y, probablemente, consistente, en las grandes tribulaciones que el mal constructor tendrá que padecer el día del juicio final. De ello se deduce que todo aquel que muere con pecados veniales o penas temporales merecidas por el pecado debe pasar, después de muerto, por un transitorio castigo de purificación. Los padres latinos, tomando la palabra demasiado literalmente, interpretan el fuego como un fuego físico purificador, destinado a cancelar después de la muerte los pecados veniales que no han sido expiados ; cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 37, 3; SAN CESÁREO DE ARLÍS, Sereno 179; SAN GREGORIO MAGNO, Dial. Iv 39.

La frase que leemos en Mt 5, 26: «En verdad te digo que no saldrás de allí [de la cárcel] hasta que pagues el último ochavo», es una amenaza, en forma de parábola, para todo aquel que no cumpla el precepto de la caridad cristiana, de un justo castigo por parte del Juez divino. Los intérpretes, «utilizando sobre la exégesis de la parábola, creyeron ver significada en esa pena temporal de cárcel un estado de castigo temporal en la vida futura. TERTULIANO interpretaba la cárcel como los infiernos, y el último ochavo como «las pequeñas culpas que habrá que expiar allí por ser dilatada la resurrección» (para el reino milenario; De anima 58); cf. SAN CIPRIANO, Ep. 55, 20.

c) Prueba de tradición

El punto esencial del argumento en favor de la existencia del purgatorio se halla en el testimonio de los padres. Sobre todo los padres latinos emplean los argumentos escriturísticos citados anteriormente como pruebas del castigo purificador transitorio y del perdón de los pecados en la vida futura. SAN CIPRIANO enseña que los penitentes que fallen después de recibir la reconciliación tienen que dar en la vida futura el resto de satisfacción que tal vez sea necesario, mientras que el martirio representa para los que lo sufren una completa satisfacción: «Es distinto sufrir prolongados dolores por los pecados y ser limpiado y purificado por fuego incesante, que expiarlo todo de una vez por el martirio» (Ep. 55, 20). SAN AGUSTÍN distingue entre las penas temporales que hay que aceptar en esta vida como penitencia y las que hay que aceptar después de la muerte : «Unos solamente sufren las penas temporales en esta vida, otros sólo después de la muerte, y otros, en fin, en esta vida y después de la muerte, pero todos tendrán que padecerlas antes de aquel severísimo y último juicio» (De civ. Dei xxi 13). Este santo doctor habla a menudo del fuego «corrector y purificador» («ignis emendatorius, ignis purgatorius» ; cf. Enarr. in Ps. 37, 3; Enchir. 69). Según su doctrina, los sufragios redundan en favor de todos aquellos que han renacido en Cristo pero que no han vivido de tal manera que no tengan necesidad de semejante ayuda. Constituyen, por tanto, un grupo intermedio entre los bienaventurados y los condenados (Enchir. 110; De civ. Dei xxx 24, 2). Los epitafios paleocristianos desean a los muertos la paz y el refrigerio.

La existencia del purgatorio se prueba especulativamente por la santidad y justicia de Dios. La santidad de Dios exige que sólo las almas completamente purificadas sean recibidas en el cielo (Apoc 21, 27) ; su justicia reclama que se paguen los reatos de pena todavía pendientes y, por otra parte, prohíbe que las almas unidas en caridad con Dios sean arrojadas al infierno. Por eso hay que admitir la existencia de un estado intermedio que tenga por fin la purificación definitiva y sea, por consiguiente, de duración limitada ; cf. SANTO ToM Ás, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 1; S.c.G. Iv 91.

2. Naturaleza del suplicio del purgatorio

En el purgatorio se distingue, de manera análoga al infierno, una pena de daño y otra de sentido.

La pena de daño consiste en la dilación temporal de la visión beatífica de Dios. Como ha precedido ya el juicio particular, el alma sabe que la exclusión es solamente de carácter temporal y posee la certeza de que al fin conseguirá la bienaventuranza ; Dz 778. Las almas del purgatorio tienen conciencia de ser hijos y amigos de Dios y suspiran por unirse íntimamente con Él. De ahí que esa separación temporal sea para ellos tanto más dolorosa.

A la pena de daño se añade — según doctrina general de los teólogos — la pena de sentido. Teniendo en cuenta el pasaje de 1 Cor 3, 15, los padres latinos, los escolásticos y muchos teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico como instrumento externo de castigo. Pero notemos que las pruebas bíblicas ad,,idas en favor de esta sentencia son insuficientes. Los concilios, en sus declaraciones oficiales, solamente hablan de las penas del purgatorio, no del fuego del purgatorio. Lo hacen así por consideración a los griegos separados, que rechazan la existencia de fuego purificador; Dz 464, 693; cf. SANTO TOMÁS, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 3.

3. Objeto de la purificación

En la vida futura, la remisión de los pecados veniales todavía no perdonados se efectúa — según doctrina de SANTO TOMÁS (De malo 7, 11) — de igual manera que en esta vida: por un acto de contrición perfecta realizado con ayuda de la gracia. Este acto de arrepentimiento, que se suscita inmediatamente después de entrar en el purgatorio, no causa la supresión o aminoramiento de la pena (en la vida futura ya no hay posibilidad de merecer), sino únicamente la remisión de la culpa.

Las penas temporales debidas por los pecados son cumplidas en el purgatorio por medio de la llamada «satispasión» (o sufrimiento expiatorio), es decir, por medio de la aceptación voluntaria de los castigos purificativos impuestos por Dios.

4. Duración del purgatorio

El purgatorio no subsistirá después de que haya tenido lugar el juicio universal (sent. común).

Después de que el soberano Juez haya pronunciado su sentencia en el juicio universal (Mt 25, 34 y 41), no habrá más que dos estados : el del cielo y el del infierno. San Agustín afirma : «Se ha de pensar que no existen penas purificativas sino antes de aquel último y tremendo juicio» (De civ. Dei xxi 16; cf. xxi 13).

Para cada alma el purgatorio durará hasta que logre la completa purificación de todo reato de culpa y pena. Una vez terminada la purificación será recibida en la bienaventuranza del cielo; Dz 530, 693.

Fuente : TRATADO DE LOS NOVÍSIMOS O DE LA CONSUMACIÓN DE ESCATOLOGÍA) de Ludwig Ott,  Capítulo primero

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Las Cuatro Prerrogativas Marianas

Existe y se venera UNA UNICA VIRGEN MARIA, Madre del Salvador del mundo y Madre Nuestra, simbolizada en diversas Imágenes, adornada con cuatro Prerrogativas y con cientos advocaciones en América Latina, «por sucesos de valor natural»  (aparición) o invención de imágenes…

Las Prerrogativas son los privilegios concedidos a la Santísima Virgen por haber sido creada para ser la Madre de Dios y asociada a Cristo, su Hijo, para la obra de redención de la humanidad. Y la primera prerrogativa, a la vez su mayor título, es el de Madre de Dios. De ésta derivan las demás excelencias que son dogmas marianos de fe de la Iglesia y las consecuentes virtudes.

 

1. María Madre de Dios

María engendra en la carne a Jesús cuya persona es única: la del Verbo de Dios y por eso es llamada Madre de Dios. Habiendo en Jesús dos naturalezas -la humana y la divina- hay en cambio un solo sujeto: la persona divina del Verbo engendrado por el Padre antes de todos los siglos. María es Madre de la persona de Jesús, estrictamente Madre de Dios. La Maternidad de Nuestra Señora es la plenitud de la gracia que el ángel le anuncia (Lc 1: 28).

 

2. Inmaculada Concepción de MaríaRecordando lo ya dicho: de la maternidad divina derivan las otras prerrogativas, la Inmaculada Concepción de María es, podríamos decir, consecuencia de haber sido María creada para ser la Madre del Hijo del Altísimo.

La santidad de Quien la habita exige la santidad, la absoluta pureza y la mayor perfección de quien lo recibe. María se vuelve así el templo de Dios, Santo de los Santos, Arca de la Alianza, todas figuras y preparaciones veterotestamentarias a su predestinación para ser la Morada de Dios entre los hombres

 

3. Virginidad Perpetua de María

De la propia maternidad divina se desprenden estas otras prerrogativas, puesto que María ha sido virgen antes, durante y después del parto. La singularidad y excelencia de la maternidad divina que trae al mundo al Verbo Eterno en la carne conlleva el modo prodigioso en que es concebido, engendrado y dado a luz. Y esto, que supera a toda experiencia, puede ser intuido y comprendido cuando nos abrimos a la acción del Espíritu Santo en nuestros corazones.

Decía el Papa Juan Pablo II, en la audiencia general del 10 de julio de 1996:
“La expresión que se usa en la definición de la Asunción, «la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen», sugiere también la conexión entre la virginidad y la maternidad de María: dos prerrogativas unidas milagrosamente en la generación de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Así, la virginidad de María está íntimamente vinculada a su maternidad divina y a su santidad perfecta”.

 

4. María Madre de la Fe, de la Esperanza y de los Creyentes

La Santísima Virgen es la llena de gracia desde el mismo instante de su inmaculada concepción y por lo mismo es la mujer plena de virtudes naturales y sobrenaturales, ordenadas todas a su misión de Madre del Hijo de Dios y a su fiel y directa cooperación en la salvación cumplida por su Hijo.

María es mujer de fe, de esperanza y de caridad como ninguna otra creatura había sido antes ni jamás lo ha de ser.

Si ya por ello ocupa la Virgen un lugar único en la historia de la salvación, porque se nos presenta como la Mujer de la esperanza y de la fe, en grado eminentísimo se manifiestan esas virtudes suyas durante toda la Pasión de su Hijo. Contrariamente a lo ocurrido con los discípulos que desesperaron y no creyeron las palabras del Señor -las que tantas veces había repetido diciendo que era necesario que el Mesías padeciese y fuese muerto y que al tercer día resucitaría de entre los muertos- la Santísima Virgen es la que espera cuando todo se oscurece, en el momento del aparente triunfo de las tinieblas; cuando su dolor es infinito, en la mayor soledad, desde la muerte de Cristo hasta el de su Resurrección.

Dolor misteriosamente dulce por la esperanza que lo sostiene iluminada por la fe en su Dios y Señor.

María por cierto merece el título de Madre de la Esperanza. Cuando parece que el mundo cae en el abismo, que todo está perdido, que todo colapsa y el mal tiene la victoria, cuando Satanás se enseñorea sobre la humanidad, aparece la Virgen Madre de Dios. Aparece la luz esperanzadora de su presencia y de su voz. Aparece toda la majestad augusta y el amor inconmensurable de su maternidad.

En estos tiempos de general apostasía y de consecuente destrucción del hombre, la Madre de Dios nos asegura con su presencia el favor del cielo, la victoria de nuestro Señor sobre el pecado, la muerte y sobre Satanás. Ella viene a traernos la luz de Cristo. Ella viene a llevarnos a Cristo, Ella viene a defender a la Iglesia y a su Pastor. Su presencia continua reaviva y fortalece nuestra esperanza e ilumina nuestra fe.

P. Justo Antonio Lofeudo mslbs
www.mensajerosdelareinadelapaz.org

*Algunos autores consideran como cuarta prerrogativa a la Asunción de la Santísima Virgen María.

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