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Historia del dogma de la Inmaculada Concepción

¿Evolucionan los dogmas de la Iglesia? Tal podría ser la pregunta que se formulase el lector. Sí y no. No evolucionan en su contenido, es decir, lo que hoy es verdadero, mañana o dentro de un siglo no vendrá a ser falso; pero sin evolucionar en lo que afirman o niegan, pueden evolucionar y evolucionan en la conciencia que de ellos va adquiriendo la misma Iglesia.

Para poner una comparación, cada dogma (que vale lo mismo que una verdad revelada por Dios) es una semillita que el mismo Cristo ha sembrado en el campo fecundo de su Iglesia; semilla que germina, crece y se desarrolla cuando las circunstancias lo favorecen.

Sino que, en nuestro caso, el tempero lo da el mismo Espíritu Santo, aquel espíritu de verdad del que decía Cristo a los Apóstoles: «Cuando yo me vaya, Él os guiará y os enseñará toda verdad, recordándoos cuanto os dije». No todo lo que Jesús hizo o dijo quedó escrito, ni tampoco cuanto enseñaron los Apóstoles que de Él recibieron el depósito de la fe. Pero nada se perdió. Parte de sus enseñanzas, las no escritas, quedaron como en el subconsciente de la Iglesia, y aflora cuando suena la hora de la Providencia, en forma tan clara y patente, que muchas veces no puede ser ahogada ni por la autoridad de los Doctores, como en el caso de nuestro dogma.

2.- Porque el dogma de la Inmaculada Concepción de María es de los clásicos para demostrar la fuerza inmanente que lleva toda doctrina divina depositada en la parcela de Dios, que es la reunión de los fieles con sus Pastores y el Sumo Pontífice romano, que los preside.

3.- Lo vamos a constatar en la Historia del dogma. No siendo éste de los que la Sagrada Escritura consigna con claridad absoluta, fue necesario, para llegar a la definición del mismo, escudriñar lo que enseñó la tradición y acudir al común sentir de la Iglesia.

 

I.- LA INMACULADA CONCEPCIÓN EN LOS PRIMEROS SIGLOS

En los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres no se propusieron el problema de la Concepción Inmaculada de María. Recuérdese lo que hemos dicho en el capítulo primero de nuestro Tratado, al propósito. Pero la doctrina sobre el privilegio de María está contenida, como el árbol en la semilla, en las enseñanzas de los mismos Padres al contraponer la figura de María a la de Eva en relación con la caída y la reparación del género humano; al exaltar, con palabras sumamente encomiásticas, la pureza admirable de la Virgen; y al tratar sobre la realidad de su maternidad divina. Los principios de la ciencia sobre María que dejaron firmísimamente sentados los primeros Doctores de la Iglesia.

1.º EL PRINCIPIO DE RECAPITULACIÓN

1.- Con estas palabras: principio de recapitulación, recirculación o reversión, es conocida la doctrina patrística sobre el plan divino de la salvación del género humano.

2.- A los antiguos Padres llamó poderosísimamente la atención, no menos que a nosotros, el bello vaticinio sobre la Redención humana contenido en el Protoevangelio. Y habiendo escrito San Pablo que Cristo es el nuevo Adán, completaron sin esfuerzo el paralelismo, contraponiendo María a Eva. Apenas podrá hallarse un Santo Padre que no eche mano de este recurso al hablar de la Redención. Y es tan constante la doctrina, tan universal el principio, que no es posible no admitir que arranque de la misma tradición apostólica.

3.- Citemos, por todos, a San Ireneo: «Así como aquella Eva, teniendo a Adán por varón, pero permaneciendo aún virgen, desobediente, fue la causa de la muerte, así también María, teniendo ya un varón predestinado, y, sin embargo, virgen obediente, fue causa de salvación para sí y para todo el género humano… De este modo, el nudo de la desobediencia de Eva quedó suelto por la obediencia de María. Lo que ató por su incredulidad la virgen Eva, lo desató la fe de María Virgen». Es decir, que como un nudo no se desata sino pasando los cabos por el mismo lugar, pero a la inversa, así la redención se obró de modo idéntico, pero a la inversa de la caída.

4.- Este paralelismo, que contiene dos aspectos, semejanza y contraposición, está repetido, según acabamos de decir, como un principio básico al tratar de María. Y como es fácil comprender, no alcanza toda su fuerza sino poniendo los extremos de la contraposición en igualdad de circunstancias: Eva, virgen e inocente, es causa de la ruina del género humano; María, Virgen e inocente también, causa de su salvación; Eva, adornada desde el momento de su existencia de la gracia, reclama, en la comparación, a María, también con la gracia desde el primer momento de su ser.

La legitimidad del principio de recapitulación ha sido declarada por el Papa Pío IX en su Bula dogmática sobre la Inmaculada.

2.º EXALTACIÓN DE LA PUREZA DE MARÍA

1.- Un coro unánime de voces proclama a María purísima, sin mancha, la más sublime de las criaturas, etc. En esta universal aclamación de la pureza de María ha de haber, necesariamente, un principio general que la impulse. Los Santos Padres de la antigüedad no estaban mucho más informados que nosotros sobre la vida de la Virgen. ¿Qué les mueve, pues, a afirmar con tanto énfasis, con tanta seguridad, que María no admite comparación en su grandeza y elevación moral con criatura alguna? Su divina Maternidad. Evidentemente, sus alabanzas arrancan del principio que más tarde formuló San Anselmo: «La Madre de Dios debía brillar con pureza tal, cual no es posible imaginar mayor fuera de la de Dios». Ahora bien, para admitir su Concepción Inmaculada, caso de proponerse la pregunta, no necesitaban cambiar de rumbo. Bastaba sacar las consecuencias del principio sentado y admitido.

2.- Leamos algo de estas loas dedicadas a la Virgen.
San Hipólito, mártir, dice: «Ciertamente que el arca de maderas incorruptibles era el mismo Salvador. Y por esta arca, exenta de podredumbre y corrupción, se significa su tabernáculo, que no engendró corrupción de pecado. Pues el Señor estaba exento de pecado y estaba, en cuanto hombre, revestido de maderas incorruptibles, es decir, de la Virgen y del Espíritu Santo, por dentro y por fuera, como de oro purísimo del Verbo de Dios». Y en otra parte llama a María, «toda santa, siempre Virgen, santa, inmaculada Virgen».

En las actas del martirio de San Andrés, apóstol, se leen estas palabras que el Santo dirigió al Procónsul: «Y puesto que de tierra fue formado el primer hombre, quien por la prevaricación del árbol viejo trajo al mundo la muerte, fue necesario que, de una virgen Inmaculada, naciera hombre perfecto el Hijo de Dios, para que restituyera la vida eterna que por Adán perdieron los hombres». Aunque estas actas, como algunos opinan, no sean genuinas, es decir, contemporáneas de San Andrés, tienen una venerable antigüedad y nos atestiguan lo que entonces se pensaba de la Santísima Virgen.

San Efrén de Siria, apellidado Arpa del Espíritu Santo, canta de este modo a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha alguna». Y en otras partes llama a María, Inmaculada, incorrupta, santa, alejada de toda corrupción y mancha, mucho más resplandeciente que el sol, etc.

San Ambrosio pone en labios del pecador: «Ven, pues, Señor Jesús, y busca a tu cansada oveja, búscala, no por los siervos ni por los mercenarios, sino por ti mismo. Recíbeme, no en aquella carne que cayó en Adán. No de Sara, sino de María, virgen incorrupta, íntegra y limpia de toda mancha de pecado».

Y San Jerónimo: «Proponte por modelo a la gloriosa Virgen, cuya pureza fue tal, que mereció ser Madre del Señor».

La lista podría alargarse muchísimo más. La conclusión es la siguiente: los Santos Padres no se proponen la pregunta sobre la Inmaculada Concepción, pero son tales las alabanzas que dirigen a la pureza de María, que, caso de plantearse la cuestión, hubieran llegado a la verdad por el mismo camino que seguían. Y desde luego, lo que les impulsa a la alabanza tan unánime y fervorosa de la pureza de María es la existencia de una tradición que puede calificarse de apostólica, derivada de las enseñanzas de los Apóstoles.

 

II.- LA INMACULADA CONCEPCIÓN HASTA LA EDAD MEDIA

A partir del siglo IV, la Iglesia occidental no corre parejas con la oriental en profesar la Concepción Inmaculada de María. La herejía nestoriana que atacó directamente, única en la historia, la prerrogativa máxima de la Virgen, su divina maternidad, y que iba extendiéndose en el siglo V, ofreció más frecuente ocasión y aun necesidad de exaltar la soberana figura de la Bienaventurada Madre de Dios; al paso que en Occidente, en esta misma época, el hereje Pelagio desfiguraba el concepto de pecado original y sus funestas consecuencias en los hombres, por lo que los Padres se ven constreñidos a tratar antes de la universalidad del pecado que de la gloriosa excepción que representa la Virgen.

Leamos algunos testimonios de una y otra Iglesia.

1.º LA IGLESIA ORIENTAL

1.- En la Iglesia oriental encontramos el esforzado defensor de la maternidad divina de María, San Cirilo, que escribe: «¿Cuándo se ha oído jamás que un arquitecto se edifique una casa y la deje ocupar por su enemigo?». No se puede expresar más claramente la idea de la Concepción Inmaculada.

Y Teodoto de Ancira: «Virgen inocente, sin mancha, santa de alma y cuerpo, nacida como lirio entre espinas». Y en otra parte: «María aventaja en pureza a los serafines y querubines».

Proclo, secretario de San Juan Crisóstomo, en el mismo siglo V, dice de María que está formada «de barro limpio», es decir, de naturaleza humana, pero incontaminada.

2.- En el siglo VI, leemos en un himno compuesto por San Jaime Nisibeno: «Si el Hijo de Dios hubiera encontrado en María una mancha, un defecto cualquiera, sin duda se escogiera una madre exenta de toda inmundicia». Y a la santidad de María la califica de «Justicia jamás rota».

San Teófanes alaba así a María: «Oh, incontaminada de toda mancha». Y en otra parte: «El purísimo Hijo de Dios, como te hallase a Ti sola purísima de toda mancha, o totalmente inmune de pecado, engendrado de tus entrañas, limpia de pecados a los creyentes».

San Andrés de Creta: «No temas, encontraste gracia ante Dios, la gracia que perdió Eva… Encontraste la gracia que ningún otro encontró como Tú jamás».

Y en la carta a Sergio, aprobada por el Concilio Ecuménico VI, Sofronio dice de María: «Santa, inmaculada de alma y cuerpo, libre totalmente de todo contagio».

En adelante, la palabra Inmaculada, Purísima, ya no se refiere directamente a la sola virginidad de María. A medida que van adelantando los siglos se va perfilando con mayor precisión la idea de la Concepción Inmaculada.

Y así en el siglo VIII podemos leer estas palabras tan claras de San Juan Damasceno: «En este paraíso (María) no tuvo entrada la serpiente, por cuyas ansias de falsa divinidad hemos sido asemejados a las bestias».

En los siglos IX y X se contornea aún con mayor claridad la Concepción sin mancha de María. San José el Himnógrafo: «Inmune de toda mancha y caída, la única Inmaculada, sin mancha, sola sin mancha», dice de la Virgen.

Y San Juan el Geómetra en un hermoso verso: «Alégrate, Tú, que diste a Cristo el cuerno mortal; alégrate, Tú, que fuiste libre de la caída del primer hombre».

No es necesario proseguir porque en adelante la palabra Inmaculada, entre los orientales, ya tiene un significado preciso y concreto: la exención de María del pecado original. Además, desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a San Juan de Eubea: «Si se celebra la dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la cooperación del santísimo y vivificante Espíritu». Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo, su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.

2.º EN LA IGLESIA OCCIDENTAL

1.- En la Iglesia occidental, el proceso hasta llegar a la confesión clara y paladina de la Concepción Inmaculada de María resultó más lento debido a circunstancias especiales que lo entorpecieron. Pero el concepto que los Santos Padres manifiestan tener de la grandeza espiritual y moral de la excelsa Madre de Dios no desmerece ni cede en nada al de los orientales. La admisión de una mancha en María hubiera producido en Occidente, al igual que en el Oriente, un escándalo entre los fieles, y hubiera chocado con la idea que se profesaba sobre la santidad eximia de la Bienaventurada Virgen. Y en efecto, de ello echó mano el hereje Pelagio para atacar a su contrincante San Agustín, en la discusión sobre el pecado original que aquél negaba. Juliano, discípulo del hereje, escribía dirigiéndose al Obispo de Hipona: «Tú entregas a María al diablo por razón del nacimiento», es decir, si afirmas que el pecado original se trasmite por generación natural, María fue súbdita del diablo, porque de esta manera descendió y de este modo fue concebida por sus padres.

A esto contestó el Santo Doctor: «La condición del nacimiento se destruye por la gracia del renacimiento». Se discute si, con estas palabras, el santo Obispo admitió la Inmaculada Concepción. Pero es lo cierto que nuestro Doctor enseña que los pecados actuales tienen su origen en el pecado original. «Nadie, dice, está sin pecado actual, porque nadie fue libre del original». Ahora bien, opina que María no tuvo pecado actual alguno. «Excepto la Virgen María, de la cual no quiero, por el honor debido al Señor, suscitar cuestión alguna cuando se trata de pecado… Si pudiéramos congregar todos los santos y santas… cuando aquí vivían, ¿no es verdad que unánimemente hubieran exclamado: Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos y no hay verdad en nosotros?». Así, según el principio que sienta el mismo Santo Doctor, hemos de concluir que María careció del pecado original.

En esta misma época, hacia el 400, encontramos el máximo poeta cristiano Prudencio que, interpretando la fe de la Iglesia en la pureza sin mancha de María, canta en escogidos versos: «La víbora infernal yace, aplastada la cabeza, bajo los pies de la mujer. Por aquella virgen, que fue digna de engendrar a Dios, es disuelto el veneno, y retorciéndose bajo sus plantas, vomita impotente su tóxico sobre la verde yerba».

2.- En el siglo V, San Máximo escribe estas palabras: «María, digna morada de Cristo, no por la belleza del cuerpo, sino por la gracia original».

Al revés de lo que sucede en Oriente, en Occidente, a medida que van avanzando los siglos, se habla con mayor cautela sobre este asunto. No que se nuble por completo la creencia en la Concepción Inmaculada de María, pues sabemos que pronto comenzó a celebrarse su fiesta, sino que los autores eclesiásticos, por la autoridad de San Agustín, cuya opinión sobre este misterio es dudosa, y ante la necesidad de defender el dogma cierto de la universalidad del pecado original y sus consecuencias, se ven constreñidos antes a tratar de este punto que a establecer e ilustrar la excepción que constituye María a la ley universal del pecado.

Buena prueba de que la fe en este glorioso privilegio de María no quedó ofuscada nos la suministra la Liturgia. Dícese que en el siglo VII, y por obra de San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, ya se celebraba la fiesta de la Concepción Inmaculada en España. Algunos, empero, dudan de la autenticidad del documento en que se apoyan los que lo defienden.

Pero con toda seguridad se celebraba ya en el siglo IX, como aparece por el calendario de mármol de Nápoles, que reza: «Día 9 de diciembre, la Concepción de la Santa Virgen María». La fecha de la celebración (la misma en que la celebran los orientales) indica que la fiesta transmigró de Oriente, con el que mantenía intensa relación comercial Nápoles. No es ésta la única constancia que queda de la celebración litúrgica. Por los calendarios de los siglos IX, X y XI sabemos que se celebraba también en Irlanda e Inglaterra.

3.- Pero, a pesar de la celebración litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese el Santo quizá más devoto de María quien frenase los impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a San Bernardo.

Habiendo llegado a sus oídos que los monjes de Lyón, en 1140, introdujeron la fiesta, el Santo Abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del Santo a María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.

A pesar del enorme prestigio del santo Doctor, su carta no quedó sin réplica. El primero que replicó a la misma, Pedro Comestor, ya hace notar la confusión de San Bernardo en el asunto, y distingue entre la concepción del que concibe, es decir, el acto de los padres, y la concepción del ser concebido, vale decir, la concepción activa y pasiva, que ya hemos definido antes. Ni faltó tampoco, como en toda polémica, la frase dura y encendida de parte del contradictor: «Dos veces -escribió Nicolás, monje de San Albano- fue traspasada el alma de María: en la Pasión de su Hijo y en la contradicción de su Concepción».

Aunque la carta del Doctor Melifluo no pudo impedir la extensión de la fiesta, que cada día cobró más auge, proyectó una influencia insospechada en las discusiones teológicas de los siglos posteriores.

 

III.- CONTROVERSIA DE LOS ESCOLÁSTICOS HASTA EL BEATO ESCOTO

1.- Los siglos XIII y XIV son los del máximo esplendor de la ciencia divina llamada Teología. Los que la cultivaron se llaman Escolásticos, y hubo varios centros de importancia, entre los más ilustres, la Sorbona de París y la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Al comentar los Escolásticos el «Libro de las Sentencias» de Pedro Lombardo, que les servía como de manual y guía para dar sus lecciones, se toparon con la cuestión de la Concepción de María. Los Doctores de París se inclinaron por la opinión maculista, y los de Oxford por la inmaculista, es decir, excluyeron a María de la común caída del pecado de origen. La victoria quedó por éstos últimos, y concretamente por el Beato Escoto, su más alto exponente y representante.

2.- En París, los Maestros se plantean la cuestión en estos términos: ¿Cuándo fue santificada la Virgen María? Santificada aquí equivale, como se verá por el contexto de toda la cuestión, a purificada. Por lo que en el mismo planteamiento del problema ya se da algo como presupuesto y seguro: que hubo en María algo que necesitaba purificación. Causa de proponerse el problema en esos términos es el error contenido en el «Libro de las Sentencias» que comentaban. El error consistía en afirmar que el pecado original se identifica con la concupiscencia de la carne, que corrompe y mancha al alma. Y ponían un ejemplo: Como la inmundicia del recipiente hace que el vino de suyo dulce se convierta en vinagre, así la concupiscencia de la carne, que se transmite por generación natural, mancha la pureza del alma. En su concepto, el pecado original tenía dos elementos: uno material, que es la concupiscencia de la carne, y otro formal, lo propiamente llamado pecado, que es la carencia de la gracia.

Partiendo, pues, del principio que la carne, inficionada por la generación natural, inficiona a su vez el alma, los Doctores de París se preguntan: ¿Cuándo fue santificada, es decir, purificada María de esta infección inherente a la carne?

3.- El primero en plantearse la cuestión en estos términos es Fray Alejandro de Halés. Sienta el principio de que a «María se le otorgó cuando podía dársele», pero no saca todas las consecuencias que de él se derivan. Y siguiendo la opinión que acabamos de exponer sobre el pecado original, se pregunta si María fue santificada en sus padres, respondiéndose que no, pues aunque ellos fueran santísimos, su santidad no pudo trasfundirse a la carne que concibieron. Continúa investigando si la carne de María fue purificada antes que su alma entrase y fuese infundida en la misma, y resuelve que tampoco, porque la carne no puede ser sujeto de santidad alguna ni de ninguna gracia. Prosigue interrogando si fue santificada en el mismo momento de infundirse el alma en el cuerpo, y se inclina también por la negativa. La conclusión es que fue santificada después de la concepción, aunque antes de nacer, porque si esto se concedió a Jeremías y al Bautista, «no puede negarse a tan excelsa Virgen lo que a otros se concedió».

4.- Sigue por el mismo camino, y con una conclusión más enérgica, el Doctor San Alberto Magno. Este cree ser de fe que María fue concebida en pecado original, pues las Escrituras, en el célebre texto de San Pablo, enseñan «que en Adán todos pecaron», y si todos, también Ella.

5.- Los dos colosos de la ciencia teológica, que continuaron la labor de enseñanza de los dos ya mencionados, prosiguen, aunque más expeditos, por el mismo sendero. Son Santo Tomás y San Buenaventura.

El Doctor Angélico, Santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, «La Suma». «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma», responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría a la dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos. Y así, bajo la dependencia de Cristo, que no necesitó salvación alguna, fue máxima la pureza de la Virgen. Porque Cristo de ningún modo contrajo el pecado original, sino que fue santo en su concepción misma, según aquello de San Lucas: «El que ha de nacer de Ti, santo, será llamado Hijo de Dios». Pero la Santísima Virgen contrajo ciertamente el pecado original, si bien quedó limpia de él antes del nacimiento». Y en otra parte se pregunta cuándo fue santificada, y responde: «Poco después de su concepción».

A estas palabras tan claras se les ha querido dar últimamente un significado distinto, haciendo mil equilibrios para que signifiquen que Santo Tomas no negó el privilegio de María, como si negarlo entonces supusiese defecto alguno. El Santo y ponderadísimo Doctor reiría de buena gana las acrobacias intelectuales de algunos de sus comentaristas.

San Buenaventura insinúa tímidamente la solución verdadera de la cuestión, pero se declara explícitamente partidario de la opinión maculista. Después de exponer la opinión común, escribe: «Algunos dicen que en el alma de la Santísima Virgen la gracia de la santificación se adelantó a la mancha del pecado original… Esto significa, según ellos, lo que San Anselmo dice de la Santísima Virgen: que María fue pura, con pureza tan alta, que mayor, fuera de la de Dios, no se puede imaginar. Esto no repugna a la fe cristiana, porque la misma Virgen fue liberada del pecado original por la gracia que dependía y tenía su origen en Cristo, como las demás gracias de los Santos. Estos fueron levantados después de caídos, la Virgen fue sostenida en el acto de caer para que no cayera, según la referida opinión». Ninguno había expuesto aún en París tan claramente, ni insinuado con tanta precisión, los argumentos a favor de la Inmaculada. Pero San Buenaventura se inclinó por la contraria. Tiranía de la razón que se impuso sobre los anhelos del amor.

4.- No estaba reservada a los Doctores de París la empresa de defender el privilegio de María. Cuando la doctrina contraria a la Inmaculada Concepción era corriente entre los teólogos, corroborada por la autoridad de los grandes maestros, «bajó a la palestra el Doctor providencial que Dios mandó a la Iglesia para este caso», decía el antiguo Oficio de la Inmaculada: el Beato Juan Duns Escoto.

 

IV.- LA INTERVENCIÓN DEL DOCTOR MARIANO

1.- El Beato Juan Duns Escoto nació en Maxton (Escocia), de la noble familia Duns. Se formó en la Universidad de Oxford, y en la misma y en París enseñó teología. Al llegar a París, la cuestión sobre la Concepción de María estaba definitivamente ventilada y resuelta en sentido negativo. Su doctrina sobre la exención de María de todo pecado chocó con el ambiente reinante en la Universidad, y, según el estilo de la época, tuvo que defender su opinión en una disputa pública con los doctores de la misma. El rotundo triunfo que alcanzó, midiendo su ingenio y saber con los Maestros más renombrados, hizo aquella discusión científica celebérrima en los anales de la Universidad y aun de la Iglesia. La leyenda y la tradición, como acostumbran con los hechos trascendentales, la han adornado con mil detalles hermosos. Las crónicas eclesiásticas aseguran que, al pasar el Doctor por los claustros de la Universidad para la discusión, se postró ante una imagen de María, implorando su auxilio, y que la marmórea imagen inclinó su cabeza. En el aula magna de la Universidad, aguardaban al Doctor todos los Maestros. Presidían la Asamblea los Legados del Papa, presentes a la sazón en París para negociar ciertos asuntos con el Rey. Sea de ello lo que fuere, la tradición nos dice que se opusieron al Doctor Mariano doscientos argumentos, que él refutó y pulverizó después de recitarlos uno tras otro de memoria. El número de argumentos, aun sin llegar a los doscientos, fue grande, porque de los fragmentos de la disputa que han llegado hasta nosotros se pueden recoger cincuenta. La nobilísima Asamblea se levantó aclamándole unánimemente vencedor. Una defensa similar del privilegio mariano tuvo lugar en Colonia, donde el triunfo alcanzado por el Defensor de María fue tal, que hasta los niños le aclamaban por las calles: ¡Vencedor Escoto!

Todos estos detalles de la leyenda demuestran la impresión que causó la defensa escotista en la imaginación de los contemporáneos que veían irremisiblemente perdida la causa en el terreno intelectual. Pero si los detalles son legendarios, queda en pie la historicidad del hecho conocido con el nombre de Disputa de la Sorbona, como ha probado con sus estudios el mariólogo P. Carlos Balic, conocido en todos los centros teológicos.

2.- Pasemos a exponer la doctrina del Doctor Mariano. Notemos ante todo que el Beato Juan Duns Escoto se plantea la cuestión de modo completamente diferente al de los que le precedieron: «¿Fue concebida María en pecado original?». Este modo de preguntar no presupone ni prejuzga nada, y tiene un sentido claro y terminante: ¿Tuvo o no tuvo el pecado original? Ello arranca de la idea que nuestro Doctor tiene del pecado de origen, hoy común a todos los teólogos. Para el Beato Escoto, el pecado original no consiste más que en la negación de la gracia que se debiera poseer. Y por eso no ha de preguntarse nada sobre la carne, como hacían los anteriores.

A la pregunta, pues, de si María fue concebida en pecado, responde: No. ¿Motivos? La perfectísima Redención de su Hijo y la honra y honor del mismo. Es decir, que la dificultad de los contrarios la esgrime él como argumento casi único.

Resumámoslo: «Se afirma que en Adán todos pecaron y que en Cristo y por Cristo todos fueron redimidos. Y que si todos, también Ella. Y respondo que sí, Ella también, pero Ella de modo diferente. Como hija y descendiente de Adán, María debía contraer el pecado de origen, pero redimida perfectísimamente por Cristo, no incurrió en él. ¿Quién actúa más eximiamente, el médico que cura la herida del hijo que ha caído, o el que, sabiendo que su hijo ha de pasar por determinado lugar, se adelanta y quita la piedra que provocaría el traspié? Sin duda que el segundo. Cristo no fuera perfectísimo redentor, si por lo menos en un caso no redimiera de la manera más perfecta posible. Ahora bien, es posible prevenir la caída de alguno en el pecado original. Y si debía hacerlo en un caso, lo hizo en su Madre».

El Beato Escoto va aplicando el argumento ora desde el punto de vista de Cristo Redentor perfectísimo, ora desde el punto de vista del pecado, ora desde el ángulo de María, llegando siempre a la misma conclusión. Su argumento quedó sintetizado para la posteridad con aquellas cuatro celebérrimas palabras: Potuit, decuit, ergo fecit, pudo, convino, luego lo hizo. Podía hacer a su Madre Inmaculada, convenía lo hiciera por su misma honra, luego lo hizo.

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De todo lo cual se deduce, escribe el Doctor Alastruey, en su conocida «Mariología»:

1.º Que el Doctor Mariano distingue perfectísimamente entre la ley universal del pecado de origen, en la que entra María, y la caída real. Es decir, entre el débito, como dicen los teólogos, y la contracción del pecado. María debía contraerlo por ser descendiente de Adán, pero no lo contrajo porque fue preservada. Por eso, su preservación se llama privilegio.

2.º Que el Doctor Mariano concilia a perfección la preservación de María y su dependencia de la Redención de Cristo. Esto lo consigue distinguiendo entre la Redención curativa y la preservativa. Esta última es, en opinión suya y ante el testimonio de la razón, redención más perfecta. Por lo que María, en su privilegio, lejos de menoscabar el honor de Cristo escapando a su influjo, como temían los antiguos, depende de Él en forma más brillante y más efectiva.

3.º Finalmente, Escoto consiguió pulverizar los principales argumentos de la opinión contraria y poner en claro que nada podía deducirse de los dogmas de la fe que fuera contrario a la Concepción Inmaculada de María.

Las páginas del Doctor Mariano vinieron a ser el arsenal en que recogían armas y argumentos los defensores del privilegio de María; y al cabo de tantos siglos de disquisiciones científicas, se llegó a la definición dogmática sin que se pudiese añadir a sus páginas ni una idea, ni un argumento, ni una distinción más.

Y para que no faltase al aguerrido defensor de la Virgen el testimonio de la opinión contraria, se lo propinó el Padre Gerardo Renier, que de enemigo doctrinal pasó, como muchos a lo largo de la historia del Dogma, a adversario personal del Beato Escoto, escribiendo a propósito de sus enseñanzas en París: «El primer sembrador de esta herética maldad (la Inmaculada Concepción) fue Juan Duns Escoto, de la Orden Franciscana». Calificación teológica que, como es evidente, fue profética. No se había visto jamás que un puñado de barro lanzado contra el adversario se convirtiera en el trayecto en un manojo de rosas y lirios.

 

V.- HASTA LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA

1.- Siguieron al Beato Escoto, como es fácil suponer, todos los franciscanos, que le adoptaron por Maestro, y entre sus discípulos se pueden citar nombres tan ilustres como Francisco Mayrón, Andrés de Neuchateu, Juan Basols, etc. Toda la Orden Franciscana en general, escribe Campana en María en el Dogma católico, aceptó la doctrina de su Maestro de modo que, al poco tiempo, a la Concepción Inmaculada se la llamó la opinión franciscana, nombre con que fue designada hasta la definición dogmática.

2.- Perdido ya el prestigio en la Universidad de París, la opinión contraria apeló al Papa Juan XXII en su corte de Aviñón. Y a pesar de que el Pontífice estaba en grave disensión con la Orden Franciscana a causa de las controversias sobre la pobreza, tras una disputa entre un franciscano y un dominico, el Papa se inclinó por la opinión inmaculista, y como conclusión mandó celebrar la fiesta en la capilla papal. La determinación de Juan XXII significó un paso decisivo para el triunfo de la Inmaculada. Y nos hallamos en 1325, es decir, a unos veinte años solamente de la Defensa de Escoto.

2.- Un incidente que revela los sentimientos y proceder de toda una generación fue el sucedido en 1335. Juan de Monzón recibió la investidura de Doctor. En su primera lección magistral sostuvo cuatro proposiciones contra la Inmaculada Concepción. La Universidad las reprobó y confió al franciscano Juan Vital que las refutara, como hizo en su «Defensórium pro I. M. Conceptione». Confirmada la sentencia o calificación de la Universidad por el Obispo de París, el dominico apeló al Papa, ante el cual triunfó nuevamente la opinión inmaculista. Pero la lucha, escribe el P. Sola, S.J., en su libro «La Inmaculada Concepción», había llegado a su punto culminante. Como Escoto había arrastrado tras sí a toda su escuela, Monzón arrastró, asimismo, a toda la tomista. Y si los discípulos de Escoto formularon el voto de defender el privilegio hasta la sangre, los contrarios formularon, asimismo, el de defender la doctrina de Santo Tomás sobre este tema.

3.- No es necesario seguir ya más el curso de las discusiones científicas, porque en adelante la opinión maculista va perdiendo sensiblemente terreno, y su actuación, interés. Ya es conocido que en el Concilio de Basilea se tuvo un largo debate entre maculistas e inmaculistas con el triunfo de éstos, pero la decisión del Concilio quedó sin valor porque, al tomarla, el Concilio ya no era canónico.

Ante Sixto IV, y nos hallamos en el siglo XV, se sostuvo otra disputa entre el dominico Bandelli y el franciscano Francisco de Brescia; la victoria de éste fue tan rotunda, que la Asamblea se levantó aclamándole Sansón, nombre con que es conocido en la Historia.

Y de triunfo en triunfo, llegamos al Concilio de Trento que, al hablar de la universalidad del pecado original, aunque no define el dogma de la excepción de María, significó su opinión con estas palabras: «Declara, sin embargo, este santo Concilio que, al hablar del pecado original, no intenta comprender a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, sino que hay que observar sobre esto lo establecido por Sixto IV».

4.- Las palabras del Concilio fueron decisivas para la extensión de la doctrina inmaculista y no tardó mucho en ser opinión universal.

Apenas se hallará una Orden religiosa que no pueda presentar nombres ilustres de grandes teólogos que favorecieron la prerrogativa de la Virgen, contribuyendo a su triunfo. La Compañía de Jesús puede presentar a Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Toledo, Suárez, San Pedro Canisio, San Roberto Belarmino y otros muchos más. La gloriosa Orden Dominicana, el celebérrimo Ambrosio Catarino, Tomás Campanella, Juan de Santo Tomás, San Vicente Ferrer, San Luis Beltrán y San Pío V, papa, etc. La Orden Carmelitana, ya en 1306, determinó celebrar la fiesta en el Capítulo General reunido en Francia, y los agustinos defendieron también la prerrogativa de la Virgen ya en 1350.

5.- La contribución de nuestra Patria [España] al triunfo del Dogma de la Inmaculada Concepción merece capítulo aparte, y por cierto bien nutrido y glorioso, pero ello nos apartaría del carácter puramente doctrinal que tienen estas breves notas históricas. Recordemos solamente, como tan significativas, las legaciones de nuestros reyes a los Sumos Pontífices pidiendo la definición del dogma. Por eso Pío IX quiso que el monumento a la Inmaculada, después de su definitivo oráculo, se levantara en la romana Plaza de España.

 

VI.- LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA DE LA INMACULADA

1.- El Papa Pío IX, de feliz memoria, se decidió a dar el último paso para la suprema exaltación de la Virgen, definiendo el dogma de su Concepción Inmaculada. Dícese que en las tristísimas circunstancias por las que atravesaba la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el Pontífice decía al Cardenal Lambruschini: «No le encuentro solución humana a esta situación». Y el Cardenal le respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S. el dogma de la Inmaculada Concepción».

Mas para dar este paso, el Pontífice quería conocer la opinión y parecer de todos los Obispos, pero al mismo tiempo le parecía imposible reunir un Concilio para la consulta. La Providencia le salió al paso con la solución. Una solución sencilla, pero eficaz y definitiva. San Leonardo de Porto Maurizio había escrito una carta al Papa Benedicto XIV, insinuándole que podía conocerse la opinión del episcopado consultándolo por correspondencia epistolar… La carta de San Leonardo fue descubierta en las circunstancias en que Pío IX trataba de solucionar el problema, y fue, como el huevo de Colón, perdónese la frase, que hizo exclamar al Papa: «Solucionado». Al poco tiempo conoció el parecer de toda la jerarquía. Por cierto que un obispo de Hispanoamérica pudo responderle: «Los americanos, con la fe católica, hemos recibido la creencia en la preservación de María». Hermosa alabanza a la acción y celo de nuestra Patria.

2.- Y el día 8 de diciembre de 1854, rodeado de la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de una multitud ingentísima de pueblo, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen:

«La doctrina que enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los fieles».

Estas palabras, al parecer tan sencillas y simples, están seleccionadas una por una y tienen resonancia de siglos. Son eco, autorizado y definitivo, de la voz solista que cantaba el común sentir de la Iglesia entre el fragor de las disputas de los teólogos dela Edad Media.

Fuente: Pascual Rambla, O.F.M., Tratado popular sobre la Santísima Virgen; Parte III, Cap. V: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción.

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Enciclica Fidentem Piumque de Leon XIII sobre el Rosario

León XIII es considerado el Padre de Europa y «El Papa del Rosario».
Llama al Santo Rosario: «La más agradable de las oraciones». «Resumen del culto que se le debe tributar a la Virgen». «Una manera fácil de hacer recordar a los sencillos los Dogmas de la fe cristiana». «Un modo eficaz de curar el apego a lo terrenal. «Un remedio para pensar en lo eterno».

El 20 de septiembre de 1896 publicó la encíclica FIDENTEM PIUMQUE sobre el rezo del rosario…

León XIII (nacido en Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – fallecido en Roma, 20 de julio de 1903).

Su nombre de nacimiento era Vincenzo Gioacchino Raffaele Luigi Pecci Prosperi Buzzi. Procedía de una familia aristocrática del Lacio: fue el sexto de los siete hijos de los condes Ludovico Pecci y Anna Prosperi Buzzi.

En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono. Su papado se extendió desde el 20 de febrero de 1878 al 20 de julio de 1903 cuando falleció a los 93 años. Su predecesor fue el Beato Pío IX y su sucesor San Pío X. Fue apodo el Papa de los obreros.

Su Santidad León XIII escribió doce encíclicas referentes al rosario. Dedica 22 documentos menores a recomendar a los fieles el rezo del Rosario. Con agudeza León Xlll ve en el rosario «una manera fácil de hacer penetrar e inculcar en las almas los dogmas principales de la fe cristiana».

Mirando a los males de la sociedad, el papa de la Rerum novarum anima e invita a hacer esta oración para superar la aversión al sacrificio y al sufrimiento, poniendo la propia fe y la mirada en los padecimientos de Cristo. La aversión a la vida humilde y laboriosa la supera el cristiano meditando sobre la humildad del Salvador y de María. La indiferencia hacia los misterios de la vida futura y el apego a los bienes materiales se curan meditando y contemplando los misterios de la gloria de Cristo, de María y de los santos.

ENCÍCLICA FIDENTEM PIUMQUE – LEÓN XIII – SOBRE LA DEVOCIÓN DEL ROSARIO

I. Amor del Papa a la Santísima Virgen y respuesta del pueblo a sus exhortaciones

Muchas veces en el transcurso de Nuestro Pontificado, atestiguamos públicamente Nuestra confianza y piedad respecto a la Bienaventurada Virgen, sentimientos que abrigamos desde nuestra infancia, y que durante la vida hemos mantenido y desarrollado en Nuestro corazón.

A través de circunstancias funestísimas para la religión cristiana y para las naciones, conocimos cuán propio era de Nuestra solicitud recomendar ese medio de paz y de salvación que Dios, en su infinita bondad, ha dado género humano en la persona de su augusta Madre, y que siempre se vio patente en la historia de la Iglesia.

En todas partes el celo de las naciones católicas ha respondido a Nuestras exhortaciones y deseos; por donde quiera se ha propagado la devoción al Santísimo Rosario, y se ha producido abundancia de excelentes frutos. No podemos dejar de celebrar a la Madre Dios, verdaderamente digna de toda alabanza y recomendar a los fieles el amor a María, madre de los hombres, llena de misericordia y de gracia.

Nuestro ánimo, henchido de apostólica a solicitud, sintiendo que se acerca, cada vez más el momento último de la vida, mira con más gozosa confianza a la que, cual aurora bendita, anuncia la ventura de un día interminable.

Si Nos es grato, Venerables Hermanos, el recuerdo de otras cartas publicadas en fecha determinada en loor del Rosario, oración en todos conceptos agradable a la que tratamos de honrar, y utilísima a los que debidamente la rezan, grato Nos es también insistir en ello y confirmar Nuestras instrucciones.

II. Necesidad de la oración

Excelente ocasión se Nos ofrece de exhortar paternalmente a las almas y corazones para que aumenten su piedad y se vigoricen con la esperanza de los inmortales premios.

La oración de que hablamos recibió el nombre especial de Rosario, como si imitase el suave aroma de las rosas y la belleza de los floridos ramilletes. Tan propia como es para honrar a la Virgen, llamada Rosa mística del Paraíso, y coronada de brillante diadema, como Reina del Universo, tanto parece anuncio de la corona de celestiales alegrías que María otorgará a sus siervos.

Bien lo ve quien considera la esencia del Rosario; nada se Nos aconseja más en los preceptos y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles, que invocar a Dios y pedir su auxilio. Los Padres y doctores nos hablaron luego de la necesidad de la oración, tan grande que si los hombres descuidaren este deber, en vano esperarán la salvación eterna.

III. La asiduidad en la oración

Mas si la oración por su misma índole y conforme a la promesa de Cristo es camino que conduce a la obtención de las mercedes, sabemos todos que hay dos elementos que la hacen eficaz: la asiduidad y la unión de muchos fieles.

Indícase la primera en la bondadosísima invitación que nos dirige Cristo: Pedid, buscad, llamad.

Parécese Dios a un buen Padre que quiere contestar los deseos de sus hijos; pero también que éstos con instancia acudan a él y que, con sus ruegos, le importunen, de suerte que unan a Él su alma con los vínculos más fuertes.

IV. La oración en común

Nuestro Señor más de una vez habló de la oración en común: «Si dos de entre vosotros se reúnen en la tierra, mi Padre que está en los Cielos les concederá lo que pidan, porque donde se hallaren dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré entre ellos». Así dice audazmente Tertuliano: «Nos reunimos para sitiar a Dios con nuestras oraciones y como si nos tomásemos de las manos, para hacer violencia agradable a Dios».

Son de Santo Tomás de Aquino estas memorables frases: «Imposible que las oraciones de muchos hombres no sean escuchadas, si, por decirlo así, forman una sola».

Ambas recomendaciones se pueden aplicar bien al Rosario. Porque en él, en efecto, para no extendernos, redoblamos Nuestras súplicas para implorar del Padre celestial el reinado de su gracia y de su gloria, y asiduamente invocamos a la Virgen María para que por su intercesión, nos socorra, ya porque durante la vida entera estamos expuestos al pecado, ya porque en la última hora estaremos a la puerta de la eternidad.

V. El Rosario familiar y en el templo

Apropiado es también que el Rosario se rece como oración en común. Con razón se le ha llamado Salterio de María. Debe renovarse religiosamente esa costumbre de Nuestros mayores; en las familias cristianas, en la ciudad y en el campo, al finalizar el día y concluir sus rudos trabajos, reuníanse ante la imagen de la Virgen y se rezaba una parte del Rosario. Vivamente interesada por esta piedad filial y común, María, como la madre al hijo, protegía a estas familias y les concedía los beneficios de la paz doméstica, que era presagio de la celestial.

Considerando esa eficacia de la oración en común, entre las decisiones que en varias épocas tomamos respecto al Rosario, dictamos ésta: deseamos que diariamente se recite en las catedrales y todos los días de fiesta en las parroquias. Obsérvese esta práctica con celo y constancia y alegrémonos de que se observe, acompañada de otras manifestaciones solemnes de la piedad pública y de peregrinaciones a los santuarios célebres cuyo número debemos desear que aumente.

Esa asociación de rezos y alabanzas a María tiene mucho de tierno y saludable para las almas. Sentímoslo Nosotros, y Nuestra gratitud Nos hace recordar que cuando en ciertas circunstancias solemnes de Nuestro Pontificado, Nos hallamos en la Basílica Vaticana, Nos rodeaban gran número de personas de todas condiciones, que, uniendo sus ánimos, votos y confianza a los Nuestros, rezaban con ardor los misterios y oraciones del Rosario a la misericordiosa protectora de la Religión católica.

VI. María mediadora entre Dios y los hombres

¿Quién pudiera pensar y decir que la viva confianza que tenemos en el socorro de la Virgen sea exagerada? Ciertamente el nombre y representación de perfecto Conciliador sólo viene a Cristo, porque sólo El, Dios y hombre a la vez, volvió al género humano a la gracia del Padre Supremo «Sólo hay un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo como Redentor de todos». Mas si, como en seña el Doctor Angélico nada impide que otros sean llamados, secundum quid, mediadores entre Dios y los hombres, porque colaboran a la unión del hombre con Dios, dispositive et ministerialiter, como los Ángeles, Santos, Profetas y Sacerdotes de ambos Testamentos, entonces la misma gloria conviene plenamente a la Santísima Virgen.

Es imposible concebir que nadie para reconciliar a Dios y a los hombres haya podido o en adelante pueda obrar tan eficazmente como la Virgen. A los hombres que marchaban hacia su eterna perdición les trajo un Salvador, al recibir la nueva de un misterio pacífico que el Ángel anunció a la tierra, y dar admirable consentimiento en nombre de todo el género humano. De Ella nació Jesús. Ella es su verdadera madre, y por ende digna y gratísima mediadora para con el Mediador.

VII. El Rosario nos recuerda estos misterios

Como estos misterios se incluyen en el Rosario y sucesivamente se ofrecen a la memoria y meditación de los fieles, se ve lo que significa María en la obra de Nuestra reconciliación y salvación.

Nadie puede substraerse a un tierno afecto viendo presentarse a María en hogar de Isabel como instrumento de las gracias divinas y cuando presenta a su Hijo a los pastores, a los Reyes y a Simeón.

Pero ¿qué se ha de sentir pensando que la Sangre de Cristo vertida por nosotros y los miembros que presenta a su Padre con las llagas recibidas en precio de nuestra libertad, son el mismo cuerpo y la sangre misma de la Virgen? La carne de Jesús es, en efecto, la de María, y aunque haya sido exaltada por la gloria de la resurrección, su naturaleza quedó siendo la misma que se tomó en María.

VIII. El Rosario fortifica la fe

También hay otro fruto notable del Rosario, en relación con las necesidades de nuestra época. Ya hemos recordado que consiste en que viéndose expuesta a tantos ataques y peligros la virtud de la fe divina, el Rosario da al cristiano con qué alimentarla y fortificarla eficazmente. Las divinas Escrituras llaman a Cristo autor y consumador de la fe; «autor de la fe» porque Él mismo enseñó a los hombres un gran número de verdades que debían creer, sobre todo las relativas a Dios mismo y al Cristo en que reside toda la plenitud de Divinidad, y porque por su gracia y de algún modo por la unión del Espíritu Santo, les da afectuosamente los me dios de creer; «y consumador» de la misma fe porque El hace evidente en el Cielo cuanto el hombre no percibe en su vida mortal mas que a través de un velo, y allí cambiará la fe presente en gloriosa iluminación.

Ciertamente la acción de Cristo se hace sentir en el Rosario de una manera poderosa. Consideramos y meditamos su vida privada en los misterios gozosos, la pública hasta la muerte entre los mayores tormentos, y la gloriosa que, después de la resurrección triunfante, se ve trasladada a la Eternidad, donde está sentado a la diestra del Padre.

IX. El Rosario profesión de fe

Y dado que la fe para ser plena y digna debe necesariamente manifestarse, porque se cree en el corazón para la justicia, pero se confiesa la fe por la boca para la salvación, encontramos precisamente en el Rosario un excelente medio de confesarla. En efecto, por las oraciones vocales que forman su trama podemos expresar y confesar nuestra fe en Dios, nuestro Padre, lleno de providencia; en la vida de la eternidad futura, en la remisión de los pecados, y también nuestra fe en los misterios de la Trinidad Santísima, del Verbo hecho carne, de la divina maternidad y en otros.

Nadie ignora cuál es el valor y el mérito de la fe. Ni es otra cosa la fe que el germen escogido del que nacen actualmente las flores de toda virtud, por las que nos hacemos agradables a Dios, donde nacerán más tarde los frutos que deben durar para siempre. Conocerte es, en efecto, el perfeccionamiento de la justicia, y su virtud es la raíz de la inmortalidad.

X. Penitencia

Conviene añadir a este propósito algo de los deberes de virtud que necesariamente exige la fe. Entre ellos se halla la penitencia, que comprende la abstinencia, necesaria y saludable por más de un concepto. Si la Iglesia en este punto obra cada día con mayor indulgencia para con sus hijos, comprendan éstos, en cambio, su deber de compensar con otros actos esa maternal indulgencia. Añadimos con gusto este motivo a los que nos han hecho recomendar el Rosario, que también puede producir buenos frutos de penitencia, sobre todo meditando los sufrimientos de Cristo y su Madre.

XI. Fácil uso del Rosario

En nuestros esfuerzos para lograr el supremo bien, ¡con qué sabia providencia se Nos indica el Rosario como socorro que a todos conviene, fácilmente aprovechable, sin comparación posible con otro alguno!. Aun el medianamente instruido en asuntos de Religión puede servirse de él fácilmente y con utilidad, y el Rosario no toma tanto tiempo que perjudique a cualesquiera ocupaciones.

Los anales sagrados abundan en ejemplos famosos y oportunos, y se sabe que muchas personas cargadas de importantes quehaceres y grandes trabajos jamás han interrumpido un solo día esta piadosa costumbre.

XII. La sagrada Corona

Bien se concilia la devoción del Rosario con el íntimo afecto religioso que profesamos a la Corona sagrada, afecto que a muchos les lleva a amarla como compañera inseparable de su vida y fiel protectora y a estrecharla contra su pecho en lo último de la agonía, considerándola como el dulce presagio de la incorruptible corona de la gloria. Presagio que se apoya en la copia de sagradas indulgencias, si el alma se encuentra en disposición de recibirlas.

De ellas ha sido enriquecida la devoción del Rosario cada vez más por Nuestros predecesores y por Nos mismo, concedidas en cierto modo por la manos mismas de la Virgen misericordiosa, utilísimas a los moribundos y a los difuntos, para que cuanto a
ntes gocen de los consuelos de la paz tan deseada y de la luz eterna.

Estas razones, Venerables Hermanos, Nos mueven a alabar siempre y recomendar a los pueblos católicos tan excelente fórmula de piedad y de devoción, Pero aún tenemos otro muy grave motivo que ya en Nuestras cartas y alocuciones os hemos manifestado, abriendo de par en par Nuestro corazón.

XIII. Reconciliación entre los disidentes

Nuestras acciones, en efecto, se inspiran más ardientemente cada día en el deseo concebido en el divino razón de Jesús de favorecer la tendencia a la reconciliación que apunta en los disidentes.

Comprendemos que esa admirable unidad no puede prepararse y realizarse por mejor medio que por la virtud de las santas oraciones.

Recordamos el ejemplo de Cristo, que en una oración dirigida a su Padre le pidió que sus discípulos fuesen uno solo en la fe y en la caridad; y que su Santísima Madre dirigiera la misma ferviente oración, es indudable recorriendo la historia apostólica.

Ella nos representa la primera Asamblea de los Apóstoles, implorando a Dios y concibiendo gran esperanza, la prometida efusión del Espíritu Santo y a la vez a María presente en medio de ellos y orando especialmente, Todos perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús. Por eso también la Iglesia en su cuna se unió juntamente a María en la oración, como promovedora y custodio excelente de la unidad, y en Nuestro tiempo conviene obrar así en el mundo católico, todo en el mes de Octubre, que ha mucho tiempo, por razón de los días infaustos que corren para la Iglesia, se ha destinado a la expresada devoción, y por eso hemos querido dedicarlo y consagrarlo a María invocada en rito tan solemne.

XIV. Exhortación final

Redóblese, por tanto, esa devoción, sobre todo para obtener la santa unidad. Nada puede ser más dulce y agradable para María, que íntimamente unida con Cristo, desea y anhela que los hombres todos, favorecidos con el mismo y único bautismo de Jesucristo, se unan a Él y entre sí por la misma fe y una perfecta caridad.

Los augustos misterios de esta Fe, por el culto del Rosario, penetren más hondamente en las almas para obtener el dichoso resultado de imitar lo que contiene y lograr lo que prometen.

Entre tanto, como prenda de las divinas mercedes y testimonio de Nuestro afecto, os concedemos benignamente a cada uno de vosotros y a vuestro clero y pueblo la bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de Septiembre del año 1896, de Nuestro Pontificado el decimonono.
LEÓN PAPA XIII


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Enciclica Magnae Dei Matris de Leon XIII sobre el Santisimo Rosario

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
I. Amor y gratitud de León XIII a María

Siempre que se Nos presenta ocasión de excitar y aumentar en el pueblo cristiano el amor y el culto de la augusta Madre de Dios, Nos sentimos llenos de satisfacción y felicidad, no solamente por la excelencia y la múltiple fecundidad del asunto en sí mismo, sino porque responde dulcemente a los sentimientos más íntimos de Nuestro corazón.

En efecto, la devoción a María Santísima, devoción que, por decirlo así, Nos recibimos con la leche que Nos nutrió, ha ido creciendo y arraigándose en Nuestra alma a medida de la edad, según íbamos viendo más claramente cuán digna de amor y veneración es Aquélla a quien el mismo Dios amó y prefirió desde el principio sobre todas las criaturas, y a quien, enriqueciéndola con señaladísimos privilegios, escogió para Madre suya.

II. Celebración del mes del Rosario

Las muchísimas y espléndidas pruebas de generosa bondad con que Nos ha favorecido, y que no podemos recordar sin que los ojos se Nos llenen de lágrimas de gratitud, son nuevos y poderosos estímulos para mantenernos fieles a tal devoción. Porque en las muchas, varias y difíciles circunstancias de nuestra vida recurrimos siempre a la Santísima Virgen, a Ella volvemos amorosamente Nuestro ojos, y, desahogando en su corazón temores y esperanzas, la hemos pedido siempre que se digne asistirnos piadosa como madre, y nos alcance la gracia de que podamos corresponder a su amor con un verdadero cariño filial.

Elevado más tarde, por inescrutable designio de la Providencia, a esta Sede del bienaventurado Apóstol San Pedro, es decir, a representar en la Iglesia la Persona misma de Jesucristo, movido por la inmensa pesadumbre del cargo y desconfiando de Nos mismo con afecto más intenso aún, buscamos el divino auxilio en la maternal protección de la Santísima Virgen. Y -¡bien se alegra Nuestra alma al publicarlo!- Nuestra esperanza, como en otro tiempo, pero más especialmente en el desempeño del supremo Apostolado, ni fue vana ni fue estéril.

Así es que ahora, bajo los auspicios y por la mediación de la Virgen, esta misma esperanza se levanta más confiada y ardorosa para obtener por su intercesión mayores bendiciones y gracias que produzcan dichosamente la salud de la cristiana familia, juntamente con la mayor gloria de la Santa Iglesia. Oportuno es, por consiguiente, Venerables Hermanos, que renovando por vuestro medio Nuestros consejos, excitemos a todos Nuestros hijos, a fin del que el próximo mes de Octubre, consagrado a Nuestra Reina y Señora del Rosario, se celebre por todos con el aumento del fervor que exigen las necesidades, cada vez más apremiantes y angustiosas.

III. Maldad y corrupción de la época

Sabido es de todos por qué abundancia y variedad de medios corruptores la malicia del siglo se esfuerza arteramente en disminuir, y, si pudiera, destruir enteramente en las almas la fe cristiana y el respeto a la ley divina, que alimenta y hace fructífera a la fe de tal modo, que podría decirse que el soplo de la ignorancia, del error y de la corrupción se extiende funesto por doquiera, esterilizando y desolando el campo evangélico. Y lo más triste de todo es que, esa tan perniciosa y desvergonzada audacia, en vez de ser reprimida y castigada por quienes pueden y tienen estrecha obligación de hacerlo, encuentra en ellos indiferencia y hasta protección para proseguir su obra devastadora.

Síguese de aquí cuán justamente hay que lamentar que deliberadamente se arroje a Dios de las escuelas públicas, cuando en ellas no se ve blasfemado, y que se dé impúdica licencia para imprimir y decir cuanto se quiera en afrenta de Cristo y de la Iglesia Católica, Ni hay menos motivo para deplorar el abandono y tibieza con que se va mirando por muchos la práctica de los deberes cristianos, lo cual, si no es franca apostasía, es, en realidad, una inclinación hacia ella, por l mismo que la común norma de vida va apartándose cada vez más de los preceptos de la fe. No es, pues, maravilla que con tanta ruina y perversión las naciones giman bajo la diestra justiciera del Señor y tiemblen consternadas ante el temor de mayores desventuras.

IV. Remedio de males y arma: el Rosario

Para aplacar a la ofendida Majestad Divina y oponer el oportuno remedio a los males que lamentamos, no hay, seguramente, medio más adecuado que la ferviente y perseverante oración, siempre que vaya unida, por supuesto, a la celosa práctica de la vida cristiana, para conseguir todo lo cual estimamos singularmente oportuno el Santo Rosario, cuya eficacia claramente se ve cuánta sea en su conocidísimo origen, hermosa página de la historia que muchas veces hemos recordado.

Cuando la secta de los Albigenses, llena de aparente celo por la integridad de la fe y la pureza de las costumbres, las escarnecía públicamente y en muchas comarcas labraba la perdición de los fieles, la Iglesia combatió contra todas las torpísimas formas de aquel error sin más armas ni otras fuerzas que las del Santo Rosario, cuya institución y predicación fue inspirada al glorioso patriarca Santo Domingo por la Santísima Virgen. Por tal medio la Iglesia salió victoriosa, y como en aquélla tempestad la Iglesia ha podido después, con triunfos siempre espléndidos, proveer al bien común. Pero en las circunstancias actuales, circunstancias que lamentan todos los buenos, que son tan tristes para la Religión y tan nocivas para la sociedad, conviene de un modo especialísimo que, unidos todos en concordia de pensamiento y acción, supliquemos e instemos a la Virgen Santísima por medio del Santo Rosario a fin de experimentar en nosotros mismos sus potentísimos efectos.

V. María, Madre de Misericordia

Recurrir a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y, especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a nuestras súplicas, nos socorre siempre y siempre nos infunde los tesoros de aquélla gracia con que desde el principio la adornó Dios para que fuera digna Madre suya.

Entre todas las demás, esta especialísima prerrogativa es la que coloca a la Santísima Virgen encima de todos los hombres y de todos los ángeles, y la que la acerca a Dios: «Gran cosa es en cualquier santo que tenga tanta gracia que baste para la salvación de muchos; pero cuando tuviese tanta que bastase para la de todos los hombres, esto constituiría máxima virtud, como fue en Cristo y en la Viren María» [i]. Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola, tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas.

Que si en su inmensa bondad quiso Él parecerse tanto a los hombres que se llamó y se presentó como Hijo del Hombre, y por consiguiente, hermano Nuestro, a fin de que brillara más su misericordia, debió en todo asemejarse a sus hermanos para ser misericordioso [ii]; del mismo modo la Virgen Santísima, que fue elegida para ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo, que es Nuestro hermano, tuvo entre todas las madres la misión singularísima de manifestarnos y derramar sobre nosotros su misericordia. De aquí se sigue que, así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. La misma naturaleza ha hecho dulcísimo este nombre y ha señalado a la madre como tipo y modelo del amor previsor y tierno; pero aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.

VI. María puede y desea socorrernos

María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas, Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros.

Invoquemos su socorro humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en lo brazos de nuestra mejor Madre.

VII. El Rosario enseña las principales verdades de nuestra fe

A las ventajas que procura el Rosario en virtud de la misma oración que lo compone, se añade otra, ciertamente bien noble, que consiste en el facilísimo medio que proporciona de enseñar las principales verdades de nuestra santa fe. Por la fe se acerca directa y seguramente el hombre a Dios y aprende a reconocer con el corazón y el entendimiento la unidad y la majestad inmensa de su naturaleza y su universal dominio, y lo sumo de su saber, poder y providencia, por cuento el que llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan [iii]. Mas desde que el Verbo se hizo carne y se nos mostró visiblemente camino, verdad y vida, es necesario que nuestra fe abrace también los altos misterios de la augustísima Trinidad de las Personas y del Unigénito del Padre, hecho Hombre: La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [iv]. Inestimable beneficio de Dios es la fe, por la cual no solamente somos levantados sobre todas las cosas humanas para ser como espectadores y partícipes de la naturaleza divina, sino además constituye para Nosotros un preciosísimo mérito para la vida eterna; tanto es así, que alimenta y fortifica a la par Nuestra esperanza de llegar algún día a contemplar sin velos y gozar sin límites de la esencia de la infinita bondad, que ahora apenas podemos entrever y amar en la pálida semejanza de las cosas creadas.

VIII. Nos recuerda los principales misterios

Pero son tales y tantos los cuidados y distracciones de la vida que, sin el frecuente auxilio de las enseñanzas, el cristiano desmiente fácilmente las grandes verdades que más debía conocer, verdades que la ignorancia va oscureciendo cuando no es que destruye totalmente la fe. En su maternal vigilancia, la Santa Iglesia no omite medios a fin de preservar a sus hijos de ignorancia tan funesta, y ciertamente no es el último entre los que recomienda, la práctica del rezo del Santo Rosario.

Porque se une en el Santo Rosario, la hermosísima y fructuosa oración ordenadamente repetida, la enunciación y consideración de los principales misterios de nuestra Religión. Así es, en verdad. Primero nos recuerda los que se refieren al Verbo, hecho hombre por nosotros y a María, Virgen inmaculada y madre, que con santa alegría desempeña con Él los oficios maternos; luego los dolorosos de Nuestro Señor, sus tormentos, su agonía, su muerte, precio infinito de nuestro rescate; finalmente los misterio de gloria: el triunfo sobre la muerte, la Ascensión al cielo, la venida del Espíritu Santo, con más la glorificación admirable de Nuestra Señora y, con la Madre y el Hijo, la gloria inmarcesible de todos los santos.

Esta serie de inefables misterios se trae diariamente a la memoria de los fieles y quedan bien manifiestos ante sus mismos ojos, por donde rezando bien el Santo Rosario se experimenta dentro del alma una suavísima unción, como si oyéramos la voz misma de nuestra tierna Madre celestial que amorosamente Nos instruyese en los divinos misterios y Nos dirigiera por el camino de la salvación. No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las comarcas, las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.

IX. Su influjo en nuestras acciones

No es menos recomendable y preciosa otra ventaja que la Iglesia quiere cuidadosamente procurar a sus hijos con el Rosario, a saber, el más esmerado celo en conformar su vida a la norma de costumbres trazada en el Santo Evangelio. en efecto: si es cierto, como todos lo creen fiados en la divina palabra, que la fe sin obras está muerta [v], puesto que la fe vive de la caridad y ésta es fecunda en buenas obras, de nada servirá al cristiano para alcanzar la vida eterna el tener fe si no obra cristianamente. ¿De qué servirá, hermanos míos, el que uno diga tener fe, si no tiene obras? ¿Por ventura, a este tal la fe podrá salvarle? [vi] Antes bien ha de decirse que en el tribunal de Dios este género de cristianos son más culpables que los infelices que ignoran la fe, porque estos tales, como carecen de la luz del Evangelio, no viven como aquellos, contradiciendo sus creencias con sus obras, y su ignorancia les hace, en algún modo, excusables o menos culpables. Así, pues, para que a la fe que profesamos corresponda gran abundancia de frutos, en los mismos misterios que va contemplando la mente ha de inflamarse la voluntad para obrar virtuosamente.

X. Ejemplos de Cristo

La obra de la Redención consumada por Nuestro Señor Jesucristo, ¡cómo resplandece maravillosamente fértil en hermosísimos ejemplos! Por exceso de caridad hacia los hombres, Dios, desde su omnipotente grandeza se humilla a la ínfima condición humana, vive entre los hombres como uno de ellos, les habla como amigo, enseña a los individuos y a las multitudes y les instruye en todos los órdenes de la justicia, dejando trasparentarse en la excelencia de su magisterio el esplendor de su autoridad divina; a todos se acerca benéfico; compasivo como padre; cura a los que sufren de los males del cuerpo, y más todavía, les remedia los del alma, diciéndoles: Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré [vii]. Y cuando nos estrecha sobre su Corazón y descansamos en Él, nos infunde aquel místico fuego que le trajo del cielo a la tierra, nos comunica piadoso la mansedumbre y humildad que en Él atesora, para que gocen nuestras almas de aquélla paz celestial que sólo Él puede y quiere darnos: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas [viii].

XI. Ingratitud y gratitud humanas

Con tanta luz de celestial sabiduría, con tan gran número de beneficios como venía a hacer a los hombres, no solamente no consigue su amor, sino se atrae el odio, la injusticia y la crueldad humanas, y, derramada toda su Sacratísima Sangre, expira clavado en una cruz, aceptando gustoso la muerte para dar vida a los hombres. Al recordar memorias tan tiernas, no es posible que el cristiano no se sienta hondamente conmovido de gratitud hacia su amantísimo Redentor; y el ardor de la fe, si ésta es como debe ser, que ilustra el entendimiento del hombre y le toca en el corazón, le excitará a seguir sus huellas hasta prorrumpir en aquélla protesta tan digna de un San Pablo: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación? ¿o la angustia? ¿o el hambre? ¿o la desnudez? ¿o el riesgo? ¿o la persecución? ¿o la espada? [ix] Yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí [x].

XII. Ejemplos de virtud de María

Para que la humana flaqueza no se acobarde con los altísimos ejemplos del Hombre-Dios, a la vez que los misterios del Hijo se nos ofrece la contemplación de los de su Santísima Madre, que aunque nacida de la regia estirpe de David, nada le queda del esplendor y riquezas de sus mayores. Vive ignorada en humilde ciudad, y en casa más humilde todavía, contenta con su pobreza y soledad, en que su alma puede más libremente elevarse a Dios, su amor y suma delicia. Pero el Señor es con ella y la llena y hace dichosa con su gracia; y de ella, a quien se lo anuncia el celestial mensajero, deberá nacer en carne humana por obra del Espíritu Santo, el esperado Redentor de las gentes. A tanta exaltación, cuanto mayor es su asombro y más engrandece el poder y sabiduría del Señor, tanto más profundamente se humilla, recogiéndose dentro de sí misma; y mientras queda hecha Madre de Dios, ante Él se confiesa y ofrece devotísima esclava suya. Como la ofreció santamente con pronta generosidad, comienza aquélla comunidad de vida que deberá perpetuarse con su divino Hijo, así en los días de gozo como en los de dolor; y alcanzará de este modo gloria tan subida que ningún hombre ni ningún ángel le aventajarán nunca, porque ninguno se le comparará en la virtud y los méritos. Será Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, porque será Reina de los mártires. Se sentará en la celestial Jerusalén al lado de su Hijo, ya que constante en toda la vida y singularmente en el Calvario, bebiera con Jesús el amarguísimo cáliz de la Pasión. Ved pues, cómo la Bondad y la Providencia divinas nos muestran e María el modelo de todas las virtudes, formado expresamente para nosotros; y al contemplarla y considerar sus virtudes, ya no nos sentimos cegados por el esplendor de la infinita majestad, sino que, animados por la identidad de naturaleza, nos esforzamos con más confianza en la imitación.

XIII. Con su socorro es fácil imitarla

Si implorando su socorro nos entregamos por completo a esta imitación, posible nos será reproducir en nosotros mismos algunos rasgos de tan gran virtud y perfección, y, copiando siquiera aquélla su completa y admirable resignación con la voluntad divina, podemos seguirla por el camino del cielo. Al cielo peregrinamos, y por áspero y lleno de tribulaciones que el camino sea, no dejemos, en las molestias y fatigas, de tender suplicantes Nuestras manos hacia María y de decirle con palabras de la Iglesia: A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos… Danos una vida pura; ábrenos seguro camino, para que viendo a Jesús nos alegremos eternamente [xi]. Y María, que aunque no lo ha experimentado, conoce bien la debilidad de nuestra corrompida naturaleza, y que es la mejor de las madres, pronta y benigna se moverá a socorrernos, confortándonos y alentándonos con su virtud. Y si seguimos constantemente el camino que se regó con la sangre de Jesús y las lágrimas de su bendita Madre con seguridad y sin grandes trabajos llegaremos a participar también de su inmarcesible gloria.

XIV. El Rosario y la Sagrada Familia

Así pues, el Rosario de Nuestra Señora, en el cual se hallan eficaz y admirablemente reunidos una excelente forma de oración, un precioso medio de conservar la fe, y ejemplos insignes de perfección y virtud, merece, por todos los conceptos, que los cristianos lo tengan frecuentemente en la mano y lo recen y mediten. Y de un modo especialísimo, recomendamos la práctica de esta manera de orar a los individuos de la Asociación Universal de la Sagrada Familia, bella Asociación que recientemente hemos alabado y dado en forma regular Nuestra aprobación. Si el misterio de la vida de silencio y oscuridad de Nuestro Señor en la casa de Nazaret constituye la razón de ser de esa Asociación, en la cual las familias cristianas se aplican con todo celo a imitar los ejemplos de aquélla Sagrada Familia, divinamente constituida, también es verdad que la Sagrada Familia está íntimamente relacionada con los misterios del Rosario, principalmente con los gozosos, todos los cuales se condensan en el hecho de que, después de haber manifestado su sabiduría en el templo, Jesús «fue con María y José a Nazaret, a allí vivió sometido a ellos» [xii], preparando en cierto modo los otros misterios que más tarde habían de referirse a la divina enseñanza y redención de los hombres. Los asociados de la Sagrada Familia deben considerar cuán propio es de ellos ser devotos del Rosario, y aún sus propagadores.

XV. Indulgencias

Por Nuestra parte, mantenemos y confirmamos los favores e indulgencias concedidos en años anteriores a los que cumplen regularmente , durante el mes de Octubre, las condiciones prescriptas sobre este particular, y esperamos mucho, Venerables Hermanos, de vuestra autoridad y celo para que se suscite, siquiera en las naciones católicas, una santa emulación de piedad para tributar a Nuestra Señora, que es auxilio de los cristianos, el devoto culto del Rosario.

XVI. El Papa profesa su amor a María y pide amor al pueblo cristiano

Para terminar esta exhortación como la hemos empezado, queremos declarar nueva y más expresamente todavía, lo afectos de devoción y confiada gratitud que experimentamos hacia Nuestra Señora la Madre de Dios, Pedimos al pueblo cristiano que al pie de los altares de María Santísima ruegue por la Iglesia, tan combatida y probada en estos tiempos de desorden, y también por Nos, que nos hallamos en edad tan avanzada, abrumado de trabajos, en lucha con todo género de dificultades, y que sin contar con ningún socorro humano dirigimos el timón de la nave de la Iglesia. Nuestra confianza en María, en esta tan benigna y amorosa Madre, diariamente se acrece con la experiencia y Nos llena de júbilo. A su intercesión debemos los numerosos e insignes beneficios que hemos recibido del Señor; a Ella atribuimos también, en la efusión de Nuestra gratitud, el favor que Nos ha alcanzado de llegar al año quincuagésimo de Nuestra consagración episcopal. Porque es muy grande tal favor, como lo han de ver cuantos consideren el largo espacio de tiempo que Nos llevamos en el ministerio pastoral, agitado por gravísimos cuidados, y muy principalmente desde que gobernamos toda la grey cristiana.

Durante todo este tiempo, conforme lo exige la condición de la vida humana, y se observa en los misterios de la vida de Nuestro Señor y de su Santísima Madre, no Nos han faltado motivos de júbilo, ni tampoco de dolor. Unos y otros, sometiéndonos agradecidos en todo a la voluntad del Señor, hemos procurado que redunden en bien y decoro de la Iglesia, y puesto que lo que Nos resta de vida no diferirá de los que hemos ya vivido, si brillasen para Nos nuevas glorias, o si Nos entristecieran nuevos dolores, o si algún nuevo destello de gloria se añadiera a Nuestro Pontificado, todo lo aceptaremos con igual espíritu y los mismos afectos, y con la mirada y el corazón puestos en Dios, esperando únicamente de Él el premio de la celestial recompensa. Nos gozaremos en repetir aquellas davídicas palabras: Sea bendito el nombre del Señor… No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu Nombre, da toda gloria [xiii]. A decir verdad, de Nuestros hijos, cuya piedad y benevolencia

Nos es bien conocida, más que alabanzas y fiestas, esperamos singularmente solemnes acciones de gracias a la soberana bondad del Señor, y súplicas y oraciones por Nos, y Nos sentiremos felices si alcanzan que tanto como Nos quede de fuerzas y vida y haya en Nos autoridad y gracia, otro tanto resulte en bienes para la Iglesia, y sobre todo la vuelta y reconciliación de los enemigos y de los extraviados, a quien Nuestra voz está llamando hace tanto tiempo.

XVII. Fiesta jubilar del Papa

Que Nuestra fiesta jubilar, si es que el Señor Nos concede llegar a ella, sea ocasión para todos Nuestros amadísimos hijos de recoger abundantes frutos de justicia, de paz, de prosperidad, de santificación, y de todo bien, que es lo que suplicamos a Dios en Nuestro paternal afecto, y lo que decimos con sus propias palabras: Escuchadme vosotros, que sois prosapia de Dios, y brotad como rosales plantados junto a las corrientes de las aguas. Esparcid suaves olores como el Líbano. Floreced como azucenas; despedid fragancia y echad graciosas ramas, y entonad cánticos de alabanza y bendecid al Señor en sus obras. Engrandeced su Nombre y alabadle con la voz de vuestros labios, y con cánticos de vuestra lengua, y al son de las cítaras… Con todo el corazón y a boca llena, alabad a una y bendecid el Nombre del Señor [xiv].

Dígnese Dios benigno, por mediación de la Santísima Reina del Rosario, perdonar a los impíos, que se ríen de lo que ignoran, si se burlasen de estos consejos y deseos. Y vosotros, Venerables Hermanos, en prenda del favor divino y testimonio de Nuestra especial benevolencia, recibid la Bendición Apostólica, que amorosamente en el Señor os concedemos a vosotros y a vuestro clero y pueblo.

Dada en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre del año 1892, decimoquinto de Nuestro Pontificado. León XIII

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Grata Recordatio, sobre el rezo del Santo Rosario, de Juan XXIII

CARTA ENCÍCLICAEste dulce recuerdo de Nuestra juventud no Nos ha abandonado en el correr de los años, ni se ha debilitado; por lo contrario -y lo decimos con toda sencillez-, tuvo la virtud de hacernos cada vez más caro a Nuestro espíritu el santo Rosario, que no dejamos nunca de recitar completo todos los días del año; y que deseamos, sobre todo, rezar con particular piedad en el próximo mes de octubre.

26 DE SEPTIEMBRE DE 1959

Desde los años de Nuestra juventud, a menudo vuelve a Nuestro ánimo el grato recuerdo de aquellas Cartas encíclicas (1) que Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, siempre cerca del mes de octubre, dirigió muchas veces al mundo católico para exhortar a los fieles, especialmente durante aquel mes, a la piadosa práctica del santo rosario: Encíclicas, varias por su contenido, ricas en sabiduría, encendidas siempre con nueva inspiración y oportunísima para la vida cristiana. Eran una fuerte y persuasiva invitación a dirigir confiadas súplicas a Dios a través de la poderosísima intercesión de la Virgen Madre de Dios, mediante el rezo del santo Rosario. Este, como todos saben, es una muy excelente forma de oración meditada, compuesta a guisa de mística corona, en la cual las oraciones del «Pater noster», del «Ave María» y del «Gloria Patri» se entrelazan con la meditación de los principales misterios de nuestra fe, presentando a la mente la meditación tanto la doctrina de la Encarnación como de la Redención de Jesucristo, nuestro Señor.

Durante el curso de este primer año -que toca a su fin- de Nuestro Pontificado nunca Nos faltó ocasión de exhortar reiteradamente al clero y al pueblo cristiano para elevar públicas y privadas plegarias; mas ahora pretendemos hacerlo con una más viva exhortación, diríamos conmovida también, por los muchos motivos que brevemente expondremos en esta Nuestra encíclica.

2. I. En el próximo octubre se cumple el primer aniversario del piadosísimo tránsito de Nuestro predecesor Pío XII, de v. m., cuya existencia brilló con tantos y tan grandes méritos. Veinte días después, sin mérito alguno por Nuestra parte, fuimos elevados, por arcano designio de Dios, al supremo Pontificado. Dos Sumos Pontífices se tienden la mano, como para transmitirse la sagrada herencia de la mística grey y para proclamar conjuntamente la continuidad de su ansiosa solicitud pastoral y de su amor por todos los pueblos.

 ¿No son acaso estas dos fechas -una de tristeza, otra de júbilo- clara demostración ante todos de que, en medio de las ruinas humanas, el Pontificado romano sobrevive a través de los siglos, aunque cada Jefe visible de la Iglesia católica, cumplido el tiempo fijado por la Providencia, sea llamado a dejar este destierro terrenal?

Volviendo la mirada, ya a Pío XII, ya a su humilde Sucesor, en quienes se perpetúa el oficio de Supremo Pastor confiado a San Pedro, los fieles eleven a Dios la misma plegaria: Ut Domnum Apostolicum et omnes ecclesiasticos ordines in sancta religione conservare digneris, te rogamus audi nos (2).

Nos complace, además, recordar aquí que también Nuestro inmediato Predecesor, con la encíclica Ingruentium malorum (3) exhortó ya a los fieles de todo el mundo, como hacemos Nos ahora, al piadoso rezo del santo Rosario, especialmente en el mes de octubre. En aquella Encíclica hay una advertencia que muy gustosamente repetimos aquí: Con mayor confianza acudid gozosos a la Madre de Dios, junto a la cual el pueblo cristiano siempre ha buscado el refugio en las horas de peligro pues Ella ha sido constituida «causa de salvación para todo el género humano» (4).

3. II. El 11 de octubre tendremos suma alegría en hacer entrega del Crucifijo a un nutrido grupo de jóvenes misioneros que, dejando la patria querida, asumirán la ardua tarea de llevar la luz del Evangelio a pueblos lejanos. El mismo día por la tarde es Nuestro deseo subir al Janículo para celebrar -junto con sus superiores y alumnos- el primer centenario de la fundación del Colegio Americano del Norte, con felices auspicios.

Las dos ceremonias, aunque no señaladas intencionadamente para el mismo día, tienen igual significado, es decir, de afirmación neta y decidida de los principios sobrenaturales que impulsan toda actividad de la Iglesia católica y de la voluntariosa y generosa entrega de sus hijos a la causa del mutuo respeto, de la fraternidad y de la paz entre los pueblos.

El maravilloso espectáculo de estas juventudes que, superadas innumerables dificultades y contrariedades, se ofrecen a Dios para que también los otros lleguen a poseer a Cristo (5), ya en las más lejanas tierras todavía no evangelizadas, ya en las inmensas ciudades industriales -donde en el vertiginoso ritmo de la vida moderna los espíritus aridecen a veces y se dejan oprimir por las cosas terrenales-; este espectáculo, repetimos, es tal, que forzosamente conmueve y acrecienta la esperanza de días mejores.

Florece de los labios de los ancianos, que hasta aquí han llevado el peso de estas graves responsabilidades, brota la oración tan ardiente de San Pedro: Concede a tus siervos el anunciar con toda seguridad la palabra de Dios (6).

Deseamos, por lo tanto, vivamente que durante el próximo mes de octubre todos estos Nuestros hijos -y sus apostólicas labores- sean encomendados con fervientes plegarias a la augusta Virgen María.

4. III. Hay, además, otra intención que Nos impulsa a dirigir más ardientes súplicas a Jesucristo y a su amorosísima Madre. A ella invitamos al Sacro Colegio de Cardenales y a vosotros, Venerables Hermanos; a los sacerdotes y a las vírgenes consagradas al Señor; a los enfermos y a los que sufren, a los niños inocentes y a todo el pueblo cristiano. Dicha intención es ésta: que los hombres responsables del destino así de las grandes como de las pequeñas Naciones, cuyos derechos y cuyas inmensas riquezas espirituales deben ser escrupulosamente conservados intactos, sepan valorar cuidadosamente su grave tarea en la hora presente.

Rogamos, pues, al Señor para que ellos se esfuercen por conocer a fondo las causas que originan las pugnas y con buena voluntad las superen: sobre todo, valoren el triste balance de ruinas y de daños de los conflictos armados -¡que el Señor mantenga lejos!- y no pongan en ellos esperanza alguna; ajusten la legislación civil y social a las necesidades reales de los hombres, sin olvidarse en ello de las leyes eternas que provienen de Dios y son el fundamento y el quicio de la misma vida civil; no olviden asimismo del destino ultraterreno de cada una de las almas, creadas por Dios para alcanzarle y gozarle un día.

También es preciso recordar cómo se han difundido hoy posiciones filosóficas y actitudes prácticas, que son absolutamente inconciliables con la fe cristiana. Con serenidad, precisión y firmeza continuaremos Nos siempre afirmando tal inconciliabilidad.

¡Dios ha hecho a los hombres y a las naciones para salvarse! (7). Por ello esperamos que, desechados los áridos postulados de un pensamiento y de una acción improntados de laicismo y de materialismo, busquen el oportuno remedio en aquella sana doctrina, que cada día es más confirmada por la experiencia; en ella han de encontrarlo. Ahora bien: esta doctrina proclama que Dios es el autor de la vida y de sus leyes, que es vindicador de los derechos y de la dignidad de la persona humana; por consiguiente, que Dios es «nuestra salvación y redención» (8).

Nuestra mirada se alarga a todos los continentes, allí donde los pueblos todos están en movimiento hacia tiempos mejores: en ellos vemos un despertar de energías profundas que hace esperar en un decidido empeño de las conciencias rectas por promover el verdadero bien de la sociedad humana.

A fin de que esta esperanza se cumpla del modo más consolador, es decir, con el triunfo del reino de la verdad, de la justicia, de la paz y de la caridad, deseamos ardientemente que todos Nuestros hijos formen «un solo corazón y una sola alma» (9), y eleven comunes y fervientes súplicas a la celestial Reina y Madre nuestra amantísima durante el mes de octubre, meditando estas palabras del Apóstol de las Gentes: Por todas partes se nos oprime, pero no nos vencen; no sabemos que nos espera, pero no desesperamos; perseguidos, pero no abandonados; se nos pisotea, pero no somos aniquilados. Llevamos siempre y doquier en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que la misma vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos (10).

Antes de terminar esta Carta encíclica, Venerables Hermanos, deseamos invitaros a rezar el Rosario con particular devoción también por estas otras intenciones que tanto llevamos en el corazón; es decir, para que el Sínodo de Roma sea fructuoso y saludable a esta Nuestra alma Ciudad y a fin de que del próximo Concilio ecuménico -en el que vosotros participaréis con vuestra presencia y vuestro consejo- obtenga toda la Iglesia una afirmación tan maravillosa que el vigoroso reflorecer de todas las virtudes cristianas que Nos esperamos de él sirva de invitación y de estímulo incluso para todos aquellos Nuestros hermanos e hijos que se encuentran separados de esta Sede Apostólica.

Con tan dulce esperanza y con gran afecto os damos a vosotros, Venerables Hermanos, a los fieles todos que os están confiados, y de modo especial a cuantos con piedad y buena voluntad acogerán esta Nuestra invitación, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 26 de septiembre de 1959, primero de Nuestro Pontificado.

Notas

1. Cf. Ep. enc. Supremi Apostolatus: AL 3, 280 ss.; Ep. enc. Superiore anno: AL 4, 123 ss.; Ep. enc. Quamquam pluries: AL 9, 175 ss.; Ep. enc. Octobri mense: AL 11, 299 ss.; Ep. enc. Magnae Dei Matris: AL 12, 221 ss.; Ep. enc. Laetitiae sanctae: AL 13, 283 ss.; Ep. enc. Iucunda semper: AL 14, 305 ss.; Ep. enc. Adiutricem populi: AL 15, 300 ss.; Ep. enc. Fidentem piumque: AL 16, 278 ss.; Ep. enc. Augustissima Virginis: AL 17, 285 ss.; Ep. enc. Diuturni temporis: AL 18, 153 ss.

2. Lit. Sanctorum.
3. Die 15 sept. a. 1951 A. A. S. 53, 577 ss.
4. A. A. S. 53, 578-579.
5. Cf. Phil. 3, 8.
6. Cf. Act. 4, 29.
7. Cf. Sap. 1, 14.
8. Sacra Liturgia.
9. Act. 4, 32.
10. 2 Cor. 4, 8-10.

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Supremi Apostolatus, sobre la devoción al Santo Rosario, de León XIII

1 de septiembre de 1883

Bendición Apostólica

El apostolado supremo que Nos esta confiado y las circunstancias difíciles por las que atravesamos, Nos advierten a cada momento e imperiosamente Nos empujan a velar con tanto mas cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores Son las calamidades que la afligen.

Por esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto sea posible en defender por todos los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de los divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado Nuestros afanes y cuidados.

1.    DEVOCIÓN A MARÍA. – EL ROSARIO

Y creemos que nada puede conducir mas eficazmente a este fin, que, con la practica de la Religión y la piedad hacernos propicia a la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, que es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como esta por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar con el socorro de su protección a los hombres que en medio de fatigas y peligros se encuentran en la Ciudad Eterna.

Por esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y grandes beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo Rosario de María, Nos queremos que en el corriente ano esta devoción sea objeto de particular atención en el mundo católico, a fin de que por la intercesión de la Virgen María obtengamos de su Divino Hijo venturoso alivio y término a Nuestros males. Por lo mismo hemos pensado, Venerables Hermanos, dirigiros estas Letras, a fin de que, conocido Nuestro propósito, excitéis con vuestra autoridad y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que cumplan con él esmeradamente.

 2. MARÍA AMPARA A LA IGLESIA EN LOS TIEMPOS CALAMITOSOS

En tiempos críticos y angustiosos siempre el principal y constante cuidado de los católico refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal bondad, lo cual demuestra que la Iglesia católica ha puesto siempre y con razón en la Madre de Dios toda su confianza. En efecto, la Virgen, exenta de la mancha original, escogida para ser la Madre de Dios y asociada por lo mismo a la obra de la salvación del género humano, goza cerca de su Hijo de un favor y poder tan grande, como nunca han podido ni podrán obtenerlo ni los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que le es sobremanera dulce y agradable conceder su socorro y asistencia a cuantos la pidan, desde luego es de esperar que acogerá cariñosa las preces de la Iglesia universal.

Mas esta piedad tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los cielos, nunca a brillado con mas resplandor que cuando la violencia de los errores, el desbordamiento de las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, han parecido poner en peligro la Iglesia de Dios.

LOS EJEMPLOS DE LA HISTORIA

La historia antigua y moderna, y los fastos mas memorables de la Iglesia recuerdan las preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen santísima, como los auxilios concedidos por Ella; e igualmente en muchas circunstancias la paz y tranquilidad publica, obtenidas por su intercesión. De ahí estos excelentes títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los cristianos; Reina de los ejércitos y Dispensadora de la paz, con que se la ha saludado. Entre todos los títulos es muy especialmente digno de mención el de Santísimo Rosario, por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes beneficios que le debe la cristiandad.

Ninguno de vosotros ignora, Venerables Hermanos, cuantos sinsabores y amarguras causaron a la Santa Iglesia de Dios a fines del siglo XII los heréticos Albigenses, que, nacidos de la secta de los últimos Maniqueos llenaron de sus perniciosos errores el Mediodía de Francia, y todos los demás países del mundo latino, y llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquiera su dominio con el exterminio y la muerte.

SANTO DOMINGO Y EL ROSARIO

Contra tan terribles enemigos, Dios suscito en su misericordia al insigne Padre y fundador de las Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la Iglesia Católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la mas acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía, en efecto, por inspiración divina, que esta devoción pondría en fuga, como poderosa maquina de guerra, a los enemigos, y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así lo justificaron los hechos. Gracias a este modo de orar, aceptado, regulado y puesto en practica por la Orden de Santo Domingo, principiaron a arraigarse la piedad, la fe y la concordia, y quedaron destruidos los proyectos y artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto camino y el furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas empuñadas para resistirle.

3. MARÍA DE LAS VICTORIAS CONTRA LOS TURCOS

La eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el Soberano Pontífice Pió V, después de reanimar en todos los Príncipes Cristianos el sentimiento de la común defensa, trato, en cuanto estaba a su alcance, en hacer propicio a los cristianos a la todopoderosa Madre de Dios y de atraer sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió todos los ánimos y persuadió a todos los corazones; de suerte que los fieles cristianos dedicados a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la Religión y a la patria, marchaban, sin tener en cuenta su número, al encuentro de las fuerzas enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto; mientras los que no eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejército de suplicantes, imploraban y saludaban a María, repitiendo las formulas del Rosario, y pedían el triunfo de los combatientes.

La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues que, empeñado el combate naval en las Islas Equinadas, la escuadra de los cristianos, reporto, sin experimentar grandes bajas, una insigne victoria y aniquilo las fuerzas enemigas.

Por este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias, el recuerdo de ese memorable combate, y después Gregorio XIII sanciono dicha festividad con el nombre de Santo Rosario.

Asimismo en el siglo último alcanzáronse importantes victorias sobre los turcos en Temesvar, Hungría y Corfu, las cuales se obtuvieron en días consagrados a la Santísima Virgen, y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto inclino a Nuestro predecesor Clemente XI a decretar para la Iglesia universal la festividad del Santísimo Rosario.

4. LOS ROMANOS PONTÍFICES HABLAN DEL SANTO ROSARIO

Así, pues, demostrado que esta forma de orar es agradable a la Santísima Virgen y tan propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como para atraer toda suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar que varios de Nuestros Predecesores se hayan dedicado a fomentarla y recomendarla con especiales elogios. Urbano IV aseguro que el rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo cristiano; Sixto V dijo que ese modo de orar cedía en mayor honra y gloria de Dios, y que era muy conveniente para conjurar los peligros que amenazaban al mundo; León X, declaro que se había instituido contra los heresiarcas y las perniciosas herejías, y Julio III le apellido loor de la Iglesia. San Pió V dijo también del Rosario que, con la propagación de estas preces, los fieles empezaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser hombres distintos a lo que antes eran; que las tinieblas de la herejía se disiparon, y que la luz de la fe brillo en su esplendor. Por ultimo, Gregorio XIII declaro que Santo Domingo, había instituido el Rosario para apaciguar la cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada Virgen María.

5. LEÓN XIII Y EL MOMENTO ACTUAL

Inspirado Nos en este pensamiento y en los ejemplos de Nuestros predecesores, hemos creído oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen en su Santo Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que Nos amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles pruebas a que todos los días esta expuesta la Iglesia; la piedad cristiana, la moralidad publica, la fe misma, que es el bien supremo y el principio de todas las virtudes, todo esta amenazado cada día de los mayores peligros.

Además no solo conocéis Nuestra difícil situación y Nuestras múltiples angustias, sino que vuestra caridad os lleva a sentir con Nos cierta unión y sociedad; pues es muy doloroso y lamentable ver a tantas almas rescatadas por Jesucristo, arrancadas a la salvación por el torbellino de un siglo extraviado y precipitadas en el abismo y en la muerte eterna. En nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en que el gran Domingo levanto el estandarte del Rosario de María, a fin de curar los males de su época. Ese gran Santo, iluminado por la luz celestial, entrevió claramente que, para curar a su siglo, ningún medio podía ser tan eficaz como el atraer a los hombres a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida, impulsándolos a dirigirse a la Virgen, a quien esta concedido el poder de destruir todas las herejías.

EN QUÉ CONSISTE EL ROSARIO

La formula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de Nuestra salvación y en este ejercicio de meditación se incorpora la mística corona, tejida de la salutación angélica; intercalándose la oración dominical a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que buscamos un remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer que, valiéndonos de la misma oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos ver desaparecer asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.

6. MES DE OCTUBRE Y FESTIVIDAD CONSAGRADA AL SANTO ROSARIO

Por lo cual no solo excitamos vivamente a todos los cristianos a dedicarse pública o privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de Octubre de este ano se consagre enteramente a la Reina del Rosario. Decretamos por lo mismo y ordenamos que en todo el orbe católico se celebre solemnemente en el ano corriente, con esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde el primer día del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de Noviembre siguiente, se recen en todas las iglesias curiales, y si los Ordinarios lo juzgan oportuno, en todas las iglesias y capillas dedicadas a la Santísima Virgen, al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo las Letanías Lauretanas. Deseamos asimismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que se celebre en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles, y se de luego la bendición con el mismo. Será también de Nuestro agrado, que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo canten procesionalmente por las calles conforme a la antigua costumbre. Y donde por razón de la circunstancias, esto no fuere posible, procúrese sustituir con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes cristianas.

LAS INDULGENCIAS CONCEDIDAS

En gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y para animar a todos, abrimos los tesoros de la Iglesia, y a cuantos asistieron en el tiempo antes designado a la recitación publica del Rosario y las Letanías, y orasen conforme a Nuestra intención, concedemos siete anos y siete cuarentena de indulgencias por cada vez. Y de la misma gracia queremos que gocen los que legítimamente impedidos de hacer en público dichas preces, las hicieren privadamente. Y a aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al menos diez veces en publico o en secreto, si públicamente por justa causa no pudieren, las indicadas p reces, y purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada Comunión les dejamos libres de toda expiación y de toda pena en forma de indulgencia plenaria.

Concedemos también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y rogaren en algún templo, según Nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las necesidades de la Iglesia.

 7. EXHORTACIÓN FINAL

¡Obrad pues, Venerables Hermanos! Cuanto mas os intereséis por honrar a María y por salvar a la sociedad humana, mas debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen santísima, aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos de prueba para la Iglesia florezca más que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.

Quiera Dios que excitadas por Nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la protección de María; que se acostumbren cada vez mas al rezo del Rosario, a ese culto que Nuestros antepasados tenían el habito de practicar no solo como remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la piedad cristiana. La celestial Patrona del género humano escuchara esas preces y concederá fácilmente a los buenos el favor de ver acrecentarse sus virtudes, y a los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a la clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad, después de eliminar en lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible sosiego.

Bendición Apostólica

Alentado por esta esperanza Nos suplicamos a Dios por la intercesión de aquélla en quien ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas Nuestras fuerzas, que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales favores. Y como prenda de Nuestra benevolencia, os damos de todo corazón a vosotros, a vuestro Clero y a los pueblos confiados a vuestros cuidados, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1º de septiembre de 1883, ano sexto de Nuestro Pontificado.

Leonis PP. XIII

NOTAS: A lo largo de su Pontificado León XIII publicara, con ésta, diez Encíclicas y tres Epístolas sobre el Santo Rosario, las que recibirán su complemento en las Encíclicas «Ingravescientibus malis» 29-9-1937, de Pió XI, e «Ingruentium malorum» 15-9 1951, de Pió XII.

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Ingruentium Malorum, encíclica sobre el Rosario en Familia, de Pío XII

Carta Encíclica sobre el Rosario en familia (15 de septiembre de 1951)

1. Exhortaciones anteriores del Papa y la correspondencia del pueblo.

Ante los males inminentes, ya desde que por designio de la Divina Providencia fuimos elevados a la suprema Cátedra de Pedro, nunca dejamos de confiar al valiosísimo patrocinio de la Madre de Dios los destinos de la familia humana, dando a menudo para tal fin, como bien sabéis, Cartas de exhortación. Bien conocéis, Venerables Hermanos, el gran celo y la gran espontaneidad y concordia con que el pueblo cristiano ha respondido doquier a Nuestras exhortaciones: repetidas veces lo han atestiguado grandiosos espectáculos de fe y de amor hacia la augusta Reina del Cielo y, sobre todo, aquélla universal manifestación de alegría que Nuestros propios ojos pudieron en cierto modo contemplar cuando, en el año pasado, rodeados por corona inmensa de la multitud de fieles, en la plaza de San Pedro proclamamos solemnemente la Asunción de la Virgen María, en cuerpo y alma, al Cielo.

Mas, si el recuerdo de estas cosas Nos es tan grato y Nos consuela con la firme esperanza de la divina misericordia, al presente no faltan, sin embargo, motivos de profunda tristeza, que solicitan a la par que angustian Nuestro ánimo paternal.

2. Calamitosa condición de nuestros tiempos.

Bien conocéis, Venerables Hermanos, la triste condición de estos tiempos: la unión fraternal de las Naciones, rota ya hace tanto tiempo, no la vemos aún restablecida doquier, antes vemos que por todas partes los espíritus se hallan trastornados por odios y rivalidades, y que sobre los pueblos se ciernen amenazadores nuevos y sangrientos conflictos; y a ello se ha de añadir aquélla violentísima tempestad de persecuciones que ya desde hace largo tiempo y con tanta crueldad azota a la Iglesia, privada de su libertad en no pocas partes del mundo, afligida con calumnias y angustias de toda clase, y a veces hasta con la sangre derramada de los mártires. Innumerables y muy grandes son las asechanzas a que contemplamos sometidos, en aquellas regiones, los ánimos de muchos de Nuestros hijos, ¡para que rechacen la fe de sus mayores y se aparten miserablemente de la unidad con esta Sede Apostólica! Finalmente, tampoco podemos pasar en silencio un nuevo crimen llevado a cabo, y contra el cual vivamente deseamos reclamar, no sólo vuestra atención, sino también la de todo el clero, la de cada uno de los padres y la de los mismos gobernantes: Nos referimos a determinados designios perversos de la impiedad contra la cándida inocencia de los niños. Ni siquiera se ha perdonado a los niños inocentes, pues, por desgracia, no faltan quienes, temerario, osan hasta arrancar aun las mismas flores que crecían como la más bella esperanza de la religión y de la sociedad en el místico jardín de la Iglesia. Quien meditare sobre esto no se extrañará de que por todas partes los pueblos giman bajo el peso del divino castigo y vivan temiendo desgracias todavía mayores.

3. En las dificultades, acudid con viva confianza a la Madre de Dios.

Ante peligros tan graves, sin embargo, no debe abatirse vuestro ánimo, Venerables Hermanos, sino que, acordándoos de aquélla divina enseñanza: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (1), con mayor confianza acudid gozosos a la Madre de Dios, junto a la cual el pueblo cristiano siempre ha buscado el refugio en las horas de peligro, pues Ella ha sido constituida causa de salvación para todo el género humano (2).

Por ello, con alegre expectación y reanimada esperanza vemos acercarse ya el próximo mes de octubre, durante el cual los fieles acostumbran acudir con mayor frecuencia a las iglesias, para en ellas elevar sus súplicas a María mediante las oraciones del santo Rosario. Oraciones que este año, Venerables Hermanos, deseamos se hagan con mayor fervor de ánimo, como lo requieren las necesidades cada día más graves; pues bien conocida Nos es la poderosa eficacia de tal devoción para obtener la ayuda maternal de la Virgen, porque, si bien puede conseguirse con diversas maneras de orar, sin embargo, estimamos que el Santo Rosario es el medio más conveniente y eficaz, según lo recomienda su origen, más celestial que humano, y su misma naturaleza.

4. La sencillez y fuerza de esta oración.

¿Qué plegaria, en efecto, más idónea y más bella que la oración dominical y la salutación angélica, que son como las flores con que se compone esta mística corona? A la oración vocal va también unida la meditación de los sagrados misterios, y así se logra otra grandísima ventaja, a saber, que todos, aun los más sencillos y los menos instruidos, encuentran en ella una manera fácil y rápida para alimentar y defender su propia fe. Y en verdad que con la frecuente meditación de los misterios el espíritu, poco a poco y sin dificultad, absorbe y se asimila la virtud en ellos encerrada, se anima de modo admirable a esperar los bienes inmortales y se siente inclinado, fuerte y suavemente, a seguir las huellas de Cristo mismo y de su Madre. Aun la misma oración tantas veces repetida con idénticas fórmulas, lejos de resultar estéril y enojosa, posee (como lo demuestra la experiencia) una admirable virtud para infundir confianza al que reza y para hacer como una especie de dulce violencia al maternal corazón de María.

5. El rezo familiar del Santo Rosario y sus frutos para la familia, especialmente para los hijos.

Trabajad, pues, con especial solicitud, Venerables Hermanos, para que los fieles, con ocasión del mes de octubre, practiquen con la mayor diligencia método tan saludable de oración y para que cada día más lo estimen y se familiaricen con él. Gracias a vosotros, el pueblo cristiano podrá comprender la excelencia, el valor y la saludable eficacia del Santo Rosario.

Y es Nuestro deseo especial que sea en el seno de las familias donde la práctica del santo Rosario, poco a poco y doquier, vuelva a florecer, se observe religiosamente y cada día alcance mayor desarrollo. Pues vano será, ciertamente, empeñarse en buscar remedios a la continua decadencia de la vida pública, si la sociedad doméstica —principio y fundamento de toda la humana sociedad— no se ajusta diligentemente a la norma del Evangelio. Nos afirmamos que el rezo del Santo Rosario en familia es un medio muy apto para conseguir un fin tan arduo. ¡Qué espectáculo tan conmovedor y tan sumamente grato a Dios cuando, al llegar la noche, todo el hogar cristiano resuena con las repetidas alabanzas en honor de la augusta Reina del Cielo! Entonces el Rosario, recitado en común, ante la imagen de la Virgen, reúne con admirable concordia de ánimos a los padres y a los hijos que vuelven del trabajo diario; además, los une piadosamente con los ausentes y con los difuntos; finalmente, liga a todos más estrechamente con el suavísimo vínculo del amor a la Virgen Santísima, la cual, como amantísima Madre rodeada por sus hijos, escuchará benigna, concediendo con abundancia los bienes de la unidad y de la paz doméstica. Así es como el hogar de la familia cristiana, ajustada al modelo de la de Nazaret, se convertirá en una terrenal morada de santidad y casi en un templo, donde el Santo Rosario no sólo será la peculiar oración que todos los días se eleve hacia el cielo en olor de suavidad, sino que también llegará a ser la más eficaz escuela de la vida y de las virtudes cristianas. En efecto: la contemplación de los divinos misterios de la Redención será causa de que los mayores, al considerar los fúlgidos ejemplos de Jesús y de María, se acostumbren a imitarlos cotidianamente, recibiendo de ellos el consuelo en la adversidad y en las dificultades, y de que, movidos por ello, se sientan atraídos a aquellos tesoros celestiales que no roban los ladrones ni roe la polilla (3); y de tal modo grabará en las mentes de los pequeños las principales verdades de la fe que en sus almas inocentes florecerá espontáneamente el amor hacia el benignísimo Redentor, cuando, al reverenciar —siguiendo el ejemplo de sus padres— a la majestad de Dios, ya desde su más tierna edad aprendan el gran valor que junto al trono del Señor tienen las oraciones recitadas en común.

6. El remedio para los males de nuestros tiempos.

De nuevo, pues, y solemnemente afirmamos cuán grande es la esperanza que Nos ponemos en el Santo Rosario para curar los males que afligen a nuestro tiempo. No es con la fuerza, ni con las armas, ni con la potencia humana, sino con el auxilio divino obtenido por medio de la oración —cual David con su honda— como la Iglesia se presenta impávida ante el enemigo infernal, pudiendo repetirle las palabras del adolescente pastor: “Tú vienes a mí con la espada, con la lanza y con el escudo; pero yo voy a ti en nombre del Señor de los ejércitos…, y toda esta multitud conocerá que no es con la espada ni con la lanza como salva el Señor” (4).

Por cuya razón, Venerables Hermanos, deseamos vivamente que todos los fieles, siguiendo vuestro ejemplo y vuestra exhortación, correspondan solícitos a Nuestra paternal indicación, en unión de corazones y de voces y con el mismo ardor de caridad. Si aumentan los males y los asaltos de los malvados, crezca igualmente y aumente sin cesar la piedad de todos los buenos; esfuércense éstos por obtener de nuestra amantísima Madre, especialmente por medio del Santo Rosario a ella tan acepto, que cuanto antes brillen tiempos mejores para la Iglesia y para la humana sociedad.

7. Instrumento de la pacificación colectiva.

Roguemos todos a la poderosísima Madre de Dios para que, movida por las voces de tantos hijos suyos, nos obtenga de su Unigénito el que cuantos por desgracia se hallan desviados del sendero de la verdad y de la virtud, se vuelvan a ésta por la conversión; el que felizmente cesen los odios y las rivalidades que son la fuente de toda clase de discordias y desventuras; el que la paz, aquélla paz que sea verdadera, justa y genuina, vuelva a resplandecer benigna así sobre los individuos y sobre las familias, como sobre los pueblos y sobre las naciones; el que, finalmente, asegurados los debidos derechos de la Iglesia, aquel benéfico influjo derivado de ella, al penetrar sin obstáculos en el corazón de los hombres, en las clases sociales y en la entraña misma de la vida pública, aúne la familia de los pueblos con fraternal alianza, y la conduzca a aquélla prosperidad que regule, defienda y coordine los derechos y los deberes de todos sin perjudicar a nadie, siendo cada día mayor por la mutua unión y por la común colaboración.

8. El Rosario, medio eficaz para ayudar especialmente a los perseguidos y a la Iglesia del silencio.

Tampoco os olvidéis, Venerables Hermanos y amados hijos, mientras entretejéis nuevas flores orando con el Rosario, no os olvidéis —repetimos— de los que languidecen desgraciados en las prisiones, en las cárceles, en los campos de concentración. Entre ellos se encuentran también, como sabéis, Obispos expulsados de sus sedes sólo por haber defendido con heroísmo los sacrosantos derechos de Dios y de la Iglesia; se encuentran hijos, padres y madres de familia, arrancados a sus hogares domésticos, que pasan su vida infeliz por ignotas tierras y bajo ignotos cielos. Y como Nos les envolvemos a todos con un afecto singular, así también vosotros, animados por aquella caridad fraterna que nace y vive de la religión cristiana, unid con las Nuestras vuestras preces ante el altar de la Virgen Madre de Dios y, suplicantes, recomendadlos a su maternal corazón. No hay duda de que con dulzura exquisita Ella aliviará y suavizará sus sufrimientos, con la esperanza del premio eterno; y de que no dejará de acelerar, como firmemente confiamos, el final de tantos dolores.

9. Esperanza de renovada correspondencia y Bendición Apostólica.

No dudando, Venerables Hermanos, de que vosotros con el celo ardiente que os es acostumbrado, llevaréis a conocimiento de vuestro clero y de vuestro pueblo, en la forma que más conveniente creyereis, esta Nuestra paternal exhortación, y teniendo asimismo por cierto que Nuestros hijos, diseminados por todo el mundo, responderán de buen grado a este Nuestro llamamiento con efusión de corazón concedemos Nuestra Bendición Apostólica, testimonio de Nuestra gratitud y prenda de las gracias celestiales, así a cada uno de vosotros como a la grey confiada a cada uno y singularmente a los que durante el mes de octubre de modo especial recitaren piadosamente, en conformidad con Nuestras intenciones, el Santo Rosario de la Virgen.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de septiembre, fiesta de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María, en el año 1951, decimotercero de Nuestro Pontificado.

PÍO PAPA XII

NOTAS
(1) San Lucas, 11, 9.
(2) San Irineo M. Adversus Hæres, III, 22.
(3) San Lucas, 12, 33.
(4) I Reyes 17, 44 y 49.


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Encíclica Superiore Anno, León XIII

30 de agosto de 1884. Extracto de la Encíclica Exhortando otra vez al rezo del Santo Rosario.

I. Acatamiento de instrucciones anteriores

El año antecedente, como todos sabéis, decretamos por Nuestra Carta Encíclica que en todos los lugares del Orbe Católico, y para impetrar el celestial auxilio en las tribulaciones de la Iglesia, se celebrase el rezo solemne del Santísimo Rosario a la gran Madre de Dios en todo el mes de Octubre.

En lo cual siguió Nuestro juicio el ejemplo de Nuestros predecesores, que en los tiempos difíciles para la Iglesia, recurrieron a la Virgen Augusta, con singulares actos piadosos y acostumbraron a implorar su auxilio con reiteradas preces.

Aquella Nuestra voluntad fue en todos los puntos obedecida con tanto ardimiento y concordia de las almas, que brilló claramente cuanto entusiasmo de piedad y Religión existe en el pueblo cristiano, y cuanta y universal esperanza pone en el patrocinio de la Virgen María.

II. Perseverancia en el rezo del Santo Rosario.

Por lo que subsistiendo las causas que Nos impulsaron, según dejamos dicho, a excitar la piedad pública el año anterior, encaminamos Nuestra solicitud también en este año a exhortar a los pueblos cristianos, a que en la misma forma de oración que se llama Rosario Mariano, permanezcan perseverantes invocando el patrocinio de la Gran Madre de Dios.

Como sea tanta la obstinación en los propósitos de los enemigos del nombre cristiano, conviene que no sea menor en sus defensores la constancia de voluntad, para que supuesto el celestial auxilio y por la bondad de Dios, sea fructuosa Nuestra perseverancia.

Conviene recordar el ejemplo de Judit, tipo de la Virgen pura, por cuyo medio, reprimida la impaciencia de los hebreos, quiso Dios que en el tiempo designado a su arbitrio, fue liberada la oprimida ciudad. Y también el ejemplo de los Apóstoles, que esperaron, perseverando unánimes en oración con la Madre de Jesucristo, los grandes dones del Espíritu Paráclito, que les había sido prometido.

Nuevas intenciones

Pues se trata ahora, en los momentos presentes de una cosa ardua y grande, de humillar en sus tiendas a un enemigo antiguo y formidable en la fuerza exaltada de su poder; de vindicar la libertad de la Iglesia y de su Cabeza; de conservar y defender los principios descansa la seguridad y salvación de la sociedad humana.

Debe procurarse, que en estos luctuosos tiempos para la Iglesia, se conserve la piadosa y devota costumbre de rezar el Rosario de la Virgen María principalmente porque esta oración está compuesta de modo que Nuestra mente recorra todos los misterios de Nuestra salvación, y es muy provechos para fomentar el espíritu de piedad.

Y por lo que atañe a Italia, necesario es ahora con mayor motivo implorar con las preces del Rosario el poderoso patrocinio de la Virgen, por lo mismo que pega sobre Nosotros una nueva calamidad. El cólera asiático, franqueados los términos ordinarios de su naturaleza por permisión divina, se extendió por importantes puertos de Francia, invadiendo luego regiones de Italia.

Preciso es acudir a María, a aquella que justamente la Iglesia llama salud, auxilio y protección, a fin de que propicia a las plegarias que le son agradables, se digne otorgarnos el implorado socorro, y nos libre del impuro contagio.

III. Rezo en el mes de Nuestra Señora del Rosario

Por lo que aproximándose el mes de Octubre, en el cual se celebra en el Orbe Católico la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, establecemos y preceptuamos lo mismo que el año precedente.

Decretamos y mandamos que desde el 1º de Octubre hasta el 2 de Noviembre, en todos los templos y capillas dedicados a la Madre de Dios, o en las que elija el Ordinario, se recen al menos cinco decenas del Rosario y las letanías; si es por la mañana, se rezarán durante la misa; si es después del mediodía, se expondrá el Santísimo a la adoración de los fieles y se verificará la aspersión según las rúbricas.

Deseamos que las Cofradías del Santísimo Rosario, en todas partes donde las leyes lo consientan, salgan en procesión solemne por las calles, haciendo pública profesión de fe.

Las indulgencias concedidas

Para que la piedad cristiana obtenga las celestiales gracias del Tesoro de la Iglesia, renovamos las mismas indulgencias concedidas el año pasado.

Por lo cual a todos los que asistieren en los días referidos al rezo público del Rosario y rogaren por Nuestra intención, y aquellos que impedidos por causa legítima hicieran esto en particular, concedemos, por cada vez una indulgencia de siete años y siete cuarentenas.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de agosto del año 1884, año séptimo de Nuestro Pontificado.
León XIII

BIOGRAFÍA DEL PAPA LEÓN XIII

León XIII (Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – Roma, 20 de julio de 1903). Papa de la Iglesia Católica entre 1878 y 1903.

Estudió en el colegio de los jesuitas de Viterbo. Se graduó en la academia de la diplomacia vaticana (1832) y se doctoró en teología (1836) en el Collegio Romano. En 1837 se doctoró en ambos derechos en la Universidad La Sapienza de Roma. Este mismo año fue ordenado sacerdote y fue nombrado prelado doméstico de Su Santidad, referendario de la Signatura Apostólica y relator de la Congregación del Buen Gobierno.

En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono.

En los años siguientes se produjo la unificación italiana (1859-70), que supuso la liquidación de los Estados Pontificios y el enfrentamiento radical entre la Iglesia católica y el Estado liberal (especialmente, el nuevo Reino de Italia). La postura moderada que mantuvo en estos temas el cardenal Pecci le convirtió en un candidato idóneo para suavizar las tensiones, razón que probablemente influyó en la decisión del Colegio Cardenalicio de elegirle papa al morir Pío IX en 1878.

En un cónclave de sólo dos días y a la tercera votación, Gioacchino Pecci fue elegido papa el 20 de febrero de 1878. El 3 de marzo siguiente fue coronado en la Basílica Apostólica Vaticana por el cardenal Teodolfo Mertel, diácono de San Eustachio, por delegación del cardenal Prospero Caterini, protodiácono de S. Maria in Via Lata y ad commendam de S. Maria della Scala, que se encontraba enfermo.

Los primeros años de su pontificado quedaron marcados por una serie de iniciativas académicas: la fundación de un nuevo instituto en Roma para el estudio de la filosofía y la teología, centros de estudio de las Escrituras y un centro astronómico. Se abrieron los archivos del Vaticano, tanto a los estudiosos católicos como a los no católicos.

Su largo pontificado significó un acercamiento de la Iglesia a las realidades del mundo moderno. Frente al creciente problema obrero, en 1891 dio a conocer la Encíclica Rerum novarum (Acerca de las nuevas cosas). La misma deploraba la opresión y virtual esclavitud de los numerosísimos pobres por parte de «un puñado de gente muy rica» y preconizaba salarios justos y el derecho a organizar sindicatos (preferiblemente católicos), aunque rechazaba vigorosamente el socialismo y mostraba poco entusiasmo por la democracia. Las clases y la desigualdad, afirmaba León XIII, constituyen rasgos inalterables de la condición humana, como son los derechos de propiedad. Condenaba el socialismo como ilusorio y sinónimo del odio y el ateísmo.

El realismo político y la habilidad diplomática de León XIII permitieron poner fin a la hostilidad del régimen imperial alemán hacia los católicos (abandono por Otto von Bismarck de la Kulturkampf en 1879 y visita a Roma del emperador Guillermo II en 1888). Sin embargo cometió el error de bendecir a las tropas chilenas antes de la Batalla de Chorrillos durante la Guerra del Pacífico, desmoralizando a los defensores de la ciudad que había sido la capital católica de América y cuna de Santa Rosa de Lima. Las bendecidas tropas chilenas saquearon la ciudad de Chorrillos incluidas las iglesias y sus capellanes dirigieron el saqueo de la Biblioteca Nacional del Perú, de donde extrajeron raras y antiguas versiones de la Biblia que ahí se encontraban. Luego en 1882, el presidente chileno Domingo Santa María promulgó las leyes laicas, separando la Iglesia del Estado, lo cual fue considerado un duro golpe por el Papa.

Igualmente, propugnó el fin de la confrontación entre la Iglesia francesa y la Tercera República, avalando la participación de los católicos franceses en el régimen republicano. Por el contrario, mantuvo el enfrentamiento numantino con el Estado italiano, insistiendo en el boicot de los católicos italianos a la vida política nacional.

León XIII pensaba que el servicio diplomático papal debía desempeñar un papel de primer orden tanto en la consolidación de la disciplina interna de la Iglesia como en la conducción de las relaciones Iglesia-Estados. En 1885, España y Alemania recurrieron a él como mediador en la disputa sobre la posesión de las Islas Carolinas, en el Pacífico. Y en 1899 el zar Nicolás II de Rusia y la reina Guillermina de los Países Bajos se beneficiaron de sus buenos oficios en el intento de convocar una conferencia de paz de todos los países de Europa.

Reflexionando sobre la diplomacia vaticana con ayuda de las obras de santo Tomás de Aquino, replanteó en su encíclica Immortale Dei (1886) la relación entre la Santa Sede y los Estados-nación. El nuncio papal, en opinión de León XIII, era el representante de la soberanía espiritual del Papa del mismo modo que un embajador representa la soberanía política de su país.

Reforzó los lazos con la Iglesia norteamericana, fomentando la expansión del catolicismo en Estados Unidos. Con todo ello, León XIII contribuyó a dotar a la Iglesia de un nuevo protagonismo a escala mundial, reforzado por dos tipos de iniciativas suyas: por un lado, el acercamiento a la Comunión Anglicana y a los ortodoxos griegos, que inició la tendencia ecuménica de los papas del siglo XX; y por otro, el impulso de la acción misionera, especialmente en África.

Tuvo especial interés en promover el rezo del Santo Rosario, al cual dedicó diversas encíclicas.

En sus veinticinco años de papado llegó a nombrar un total de 147 cardenales en 27 consistorios.

Falleció en Roma el 20 de julio de 1903. En 1924 sus restos fueron trasladados al mausoleo de la basílica de San Juan de Letrán.

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Proclamación del Dogma de la Asunción de María por Pío XII ( 1 de noviembre)

Después de dirigir, con frecuencia, nuestros ruegos, invocando la luz del Espíritu de Verdad por la gloria de Dios que ha derramado sobre la Virgen María la generosidad de una benevolencia particular, para honra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y Vencedor del pecado y de la muerte para mayor gloria de su augusta Madre y la alegría y el júbilo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, los bienaventurados apóstoles Pedro y Paulo y por nuestra autoridad afirmamos, declaramos y definimos como un dogma divinamente revelado que:

“la Inmaculada Madre de Dios, María siempre virgen, terminada su vida terrestre fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste.” Por lo que si alguien, lo cual a Dios no le agradaría, pusiera voluntariamente en duda lo que ha sido definido por nosotros, que sepa que ha abandonado totalmente la fe divina y católica»…
…CONTIENE VIDEOS…

Justo después de esas palabras del Papa proclamando el Dogma, un rayo de sol bañó la Basílica de San Pedro.

La solemne definición del dogma de la asunción de María, proclamada en 1950 por Pío XII con la constitución apostólica Munificentissimus Deus (MD) no fue un acto improvisado o arbitrario del magisterio pontificio extraordinario.

Además de concluir un intenso período de estudios históricos y teológicos, llevados a cabo críticamente y que florecieron en la iglesia católica entre 1940 y 1950, coronaba y proclamaba una fe profesada desde hacía tiempo y un¡versalmente en la iglesia por todo el pueblo de Dios. He aquí, en unas breves líneas sintéticas, las principales etapas históricas de este caminar.

 

LOS ORIGENES

Como falta un testimonio explícito y directo de la Escritura sobre la asunción de María a los cielos y no hay tampoco en la tradición de los tres primeros siglos ningún tipo de referencia al destino final de la Virgen, ni se había precisado aún una doctrina escatológica segura.

Las primeras indicaciones -que han de considerarse como simples huellas- se recogen entre finales del S. IV y finales del S. V: desde la idea de san Efrén, según el cual el cuerpo virginal de María no sufrió la corrupción después de la muerte, hasta la afirmación de Timoteo de Jerusalén de que la Virgen seguiría siendo inmortal, ya que Cristo la habría trasladado a los lugares de su ascensión (PG 86,245c); desde la afirmación de san Epifanio de que el final terreno de María estuvo «lleno de prodigios» y de que casi ciertamente María posee ya con su carne el reino de los cielos (PG 41,777b), hasta la convicción expresada por el opúsculo siriaco Obsequia B. Virginis de que el alma de María, inmediatamente después de su muerte, se habría reunido de nuevo a su cuerpo.

A finales del S. V es cuando los críticos sitúan igualmente los relatos /apócrifos más antiguos sobre el Tránsito de María, que subrayando la idea de una muerte singular de la madre del Señor, representa el elemento primordial a partir del cual se desarrollará sucesivamente la reflexión en torno a la asunción.

 

EN EL SIGLO VI

Este siglo tiene una especial importancia para el desarrollo histórico en oriente de la creencia en la asunción. Efectivamente, en oriente comienza a difundirse la celebración litúrgica del Tránsito o Dormición de María, fijada el día 15 de agosto por decreto particular del emperador Mauricio (PG 147,292).

En la iglesia copta se celebraba la fiesta de la muerte y, sucesivamente, la de la resurrección de María, más exactamente en las fechas del 6 de enero y del 9 de agosto; esta costumbre se ha conservado hasta nuestros días. Igualmente la iglesia abisinia, estrechamente relacionada con la copta, celebra estos dos momentos del destino final de la Virgen.

También la iglesia armenia celebra la gloriosa resurrección de María, sin conmemorar su resurrección, dado que admite la traslación del cuerpo incorrupto a un lugar desconocido.

Hay que reconocer que este desarrollo de la fiesta litúrgica del Tránsito o Dormición, en oriente, representa una clave de bóveda y un punto histórico fundamental para el posterior ahondamiento de la reflexión teológica y de la fe del pueblo en la asunción de María.

 

DEL SIGLO VII AL X

En este período, en la iglesia greco-bizantina, son numerosos los testimonios de los padres, doctores y teólogos que afirman la asunción corporal de María después de su muerte y resurrección; baste recordar aquí a san Modesto de Jerusalén (+ 634), a san Germán de Constantinopla (+ 733), a san Andrés de Creta (+ 740), a san Juan Damasceno (+ 749), a san Cosme el Melode (+ 743), a san Teodoro Estudita (+ 826), a Jorge de Nicomedia (+ 880).

Pero su testimonio no quiere decir universalidad de parecer entre los teólogos bizantinos de este largo período. En efecto, para otros teólogos es muy grande la incertidumbre sobre la realización corpórea de la Virgen y sobre su destino final.

En la iglesia latina la situación es idéntica. Junto a los autores que afirman la asunción corporal hay un calificado testimonio de otros que profesan que no se sabe cuál fue el destino final de María; véanse, p. ej., san Isidoro de Sevilla (+ 636), s. Beda el venerable (+ 735). Más aún, también en el S. VIII, en Asturias, se pensaba que María había muerto como todos los seres humanos y que, como los demás, aguarda la resurrección y la glorificación final.

No obstante, en Roma, ya desde el S. VII con el papa Sergio I, se celebraba la fiesta de la Dormición junto con la de la Natividad, Purificación y Anunciación. Desde Roma pasó el siglo siguiente a Francia y a Inglaterra, llevando ya el título de Assumptio S. Mariae (v. Sacramentario enviado por el papa Adriano 1 al emperador Carlomagno).

El nuevo título que se le dio a la fiesta planteó espontáneamente el problema de la resurrección inmediata del cuerpo de María. Se determinan por tanto, en estos siglos, dos claras posiciones doctrinales: la que, no pudiendo contar con ningún testimonio escriturístico ni patrístico, admitía solamente como piadosa sentencia la doctrina de la asunción del cuerpo de la Virgen, aun aceptando como cierta la preservación de su cuerpo de la corrupción, y la que, elaborando un profundo tratado teológico sobre la glorificación anticipada incluso corporal de la madre de Dios, la sostenía como cierta.

Es significativa en este sentido la obra del Pseudo-Agustín Liber de Assumptione Mariae Virginis (PL 40,1141-1148), que combate con decisión el agnosticismo de algunos de sus contemporáneos.

 

DEL SIGLO X A NUESTROS DÍAS

En la iglesia bizantina, tanto griega como rusa, se determina durante estos últimos siglos una profunda convicción sobre la glorificación corporal de la Virgen después de la muerte, ampliamente difundida entre el clero, los teólogos y en la fe popular.

Convicción que encuentra su solemne expresión en la liturgia del mes de agosto, que, en virtud de un decreto del emperador Andrónico 11 (1282-1328), quedó consagrado al misterio de la asunción, fiesta mayor entre las dedicadas a María; en la iconografía, en la reflexión teológica y en la piedad popular.

Todavía hoy la iglesia bizantina, aunque no acepta la definición solemne proclamada por Pío XII, considera con una unanimidad moral cada vez más acentuada la asunción corporal de María como una piadosa y antigua creencia.

En la iglesia latina la influencia de la obra del Pseudo-Agustín que hemos citado fue decisiva en los cinco primeros siglos de este período y, por haber sido doctrina suya la asunción corporal de María, fue compartida y profundizada por los grandes doctores escolásticos (Alberto Magno, Tomás, Buenaventura, etc.), determinando un movimiento teológico y popular cada vez más difuso en favor de la asunción.

En el S. XVI muchos protestantes, incluyendo a Lutero, por sus obvios motivos metodológicos, volvieron a negar esta piadosa creencia de la iglesia católica; pero encontraron en los apologetas católicos una pronta reacción que hizo convertirse esta piadosa creencia casi en una doctrina cierta, tanto entre los teólogos como entre el pueblo.

En el S. XVIII encontramos la primera petición a la Santa Sede para la definición de la asunción como dogma de fe. La presentó el siervo de Dios p. Cesáreo Shguanin (1692-1769), teólogo de los Siervos de María. A esta petición siguieron otras muchas, procedentes de las diversas partes del mundo católico y con diversa autoridad moral y doctrinal. Bastará recordar aquí la del cardenal Sterckx y la de mons. Sánchez en 1849 a Pío IX, y la de la reina Isabel II de España al mismo pontífice en 1863.

Centenares de otras peticiones, presentadas hasta 1941, llegaron a los diversos pontífices que se fueron sucediendo en la cátedra de Pedro, hasta Pío XII. Los padres jesuitas Hentrich y -De Moos recogieron y publicaron en 1942, en dos volúmenes, todas las peticiones que se conservaban en el archivo secreto del Santo Oficio, con el título Petitiones de Assumptione corporea B. M. Virginis in coelum definienda ad S.Sedem delatae.

El consenso del mundo católico era moralmente unánime, aun cuando alguna voz aislada discutiera no tanto el hecho de la asunción como su definibilidad en cuanto verdad revelada por Dios. Estas dudas se debían a varios orígenes.

Algunas se derivaban de la ausencia de testimonios bíblicos sobre la asunción de María; otras, de la deficiente distinción crítica entre el aspecto dogmático del problema y el histórico o racional; otras, finalmente, de la falta de una visión de conjunto de los diversos argumentos aducidos en favor de la definibilidad de la asunción: argumentos que, insuficientes cuando se les toma en particular, podían ser reconocidos como válidos si se tomaban en bloque.

Es sabido que Pío XII, después de las innumerables peticiones, el 1 de mayo de 1946 envió a todo el episcopado católico la encíclica Deiparae Virginis, en la que preguntaba a los obispos si la asunción de María podía ser definida y si deseaban juntamente con sus fieles esta definición. La inmensa mayoría de los obispos respondió afirmativamente a ambas preguntas, y Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, procedió a la solemne definición dogmática con su constitución apostólica MD.

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Los dogmas de la Virgen Maria


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El Dogma de la Asuncion en Munificentissimus Deus y Lumen Gentium

Dogma y Teología de la Asunción en la Munificentissimus Deus.

Este documento extraordinario del magisterio de Pío XII, emanado el 1 de noviembre de 1950 como coronación y consagración es el camino secular de fe de toda la iglesia sobre el destino final de María…

Contiene no solamente una precisa y solemne definición de fe, sino también una afortunada síntesis crítica de toda la reflexión teológica que se había desarrollado a lo largo de los siglos y que habían transmitido la tradición patrística y doctoral, la liturgia y el sentimiento común de todos los fieles.

Por lo que se refiere al dogma, las palabras que introducen la definición propia y verdadera de la asunción expresan una formulación solemne que podemos considerar clásica del magisterio moderno: «Pronuntiamus, declaramos ac definimus divinitus revelatum dogma esse… Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad coelestem gloriam assumptam».

Pero la falta de pasajes explícitos de la Escritura y de los padres sobre la asunción de María había hecho surgir dudas legítimas a algunos teólogos sobre su definibilidad como verdad revelada por Dios. Dificultad felizmente superada, ya que el documento define la asunción como divinamente revelada basándose, más que en textos concretos y específicos bíblicos o patrísticos, litúrgicos o iconográficos, en el conjunto de las diversas indicaciones contenidas en la tradición y, no por último, en la de la fe universal de los fieles, que, tomadas en bloque, atestiguan una segura revelación del Espíritu Santo.

El texto propio y verdadero de la definición declara que María, madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, al terminar el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por tanto, el sujeto de la asunción no es tanto el cuerpo o el alma, sino la persona de María en toda su integridad y entendida como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen: verdades éstas ya adquiridas por la fe de la iglesia.

En la fórmula de la definición, como por lo demás en toda la doctrina de la constitución apostólica, no se habla ni de muerte ni de resurrección, ni de inmortalidad de la virgen, en su asunción a la gloria. El documento quiso expresamente evitar dirimir la cuestión de si María murió o no, que a partir de la definición de la inmaculada concepción dividía a los teólogos católicos en dos opiniones claramente opuestas.

Dejando esta cuestión para ser ulteriormente estudiada en investigaciones histórico-teológicas y no considerándola esencial para la verdad de la fe, se limitó a afirmar solamente el hecho de la asunción, sin indicar el modo con que concluyó la vida terrena de María.

Además, la fórmula de la definición califica a María como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, misión y privilegios ya adquiridos por la fe de la iglesia, evitando recoger el título de «generosa socia divini Redemptoris» que se utiliza, sin embargo, en la exposición teológica del documento (AAS 42 [1950] 768-769).

Este hecho se debe ciertamente al criterio de que la asociación de María a la obra redentora de Cristo no había alcanzado todavía la solemnidad de la fe universal, sino que pertenecía a adquisiciones moralmente ciertas en el nivel teológico.

Una última indicación que hemos de hacer sobre la fórmula dogmática es que en ella no se encuentra el término privilegio, mientras que sí se encuentra, acompañado del adjetivo singular, en la definición de la inmaculada concepción de Pío XII (DS 2803). Sin embargo, aunque no esté presente en la fórmula, se enuncia explícitamente poco antes como «insigne privilegio» (AAS 42, l.c.) y en otro lugar se habla de la asunción «como suprema corona de sus privilegios» (ib), lo cual sirve para indicar que en el pensamiento de Pío XII la asunción es un propio y auténtico privilegio mariano.

Por lo que se refiere al aspecto teológico, el documento se presenta como una síntesis admirable de método crítico y de profundización doctrinal. En efecto, aunque apela implícitamente a la Escritura y recoge testimonios seculares de la tradición patrística tardía, doctoral, litúrgica e iconográfica sobre la asunción de María, no apoya la evidencia de la revelación de esta verdad en ningún texto específico de esas fuentes, sino en su valor en cuanto globalmente consideradas y, más aún, en el testimonio de fe común y universal de los fieles como expresión probatoria de la revelación divina.

Bajo el aspecto doctrinal, los fundamentos teológicos del misterio de la asunción de María, indicados aquí por la tradición patrística y por la reflexión contemporánea, son valorados y escogidos con preocupación crítica y propuestos de nuevo en todo su valor.

El principio fundamental está constituido por aquel único e idéntico decreto de predestinación en el que, desde la eternidad, María está unida misteriosamente, por su misión y sus privilegios, a Jesucristo en su misión de salvador y redentor, en su gloria, en su victoria sobre el pecado y en su muerte.

Su misión de madre de Dios y de aliada generosa del divino Redentor, sus privilegios de inmaculada concepción y de virginidad perpetua, entendidos en su globalidad como principios de unión con Cristo, hacen que María, como coronamiento de todos sus privilegios, no solamente se viera inmune de la corrupción del sepulcro, sino que alcanzase la victoria plena sobre la muerte, es decir, fuera elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo y resplandeciese allí como reina a la diestra de su Hijo, rey inmortal de los siglos (ib).

En su exposición teológica, por consiguiente, el documento no basa la raíz de la asunción solamente en su maternidad divina, en su concepción inmaculada o en su virginidad perpetua, sino en toda su vida y en toda su misión al lado de Cristo.

Sin embargo, la exposición doctrinal de la MD da la impresión de que la asunción es un privilegio consiguiente y obtenido de reflejo, dado que no se subraya el camino responsable y comprometido de la Virgen, que, aliada de Cristo redentor, cooperó también con él por la propia realización escatológica.

Todavía falta por subrayar la doble dimensión teológica en la que la constitución de Pío XII considera el privilegio de la asunción de María: la personal, es decir, en relación con su persona, y la cristológica, por la relación que guarda con Cristo redentor y glorioso.

Bajo el aspecto personal, la asunción representa para María la coronación de toda su misión y de sus privilegios y la exalta por encima de todos los seres creados. Bajo el aspecto cristológico, este privilegio se deriva de aquella unión tan estrecha que liga, por un eterno decreto de predestinación, la vida, misión y privilegios de María a Cristo y a su obra, gloria, realeza.

En este documento falta, podemos decir, la dimensión eclesiológica de la asunción, aunque aparezcan algunas alusiones a la misma; p. ej., se muestra la esperanza de que el misterio de la asunción mueva a los cristianos al deseo de participar en la unidad del cuerpo místico de Cristo (ib); se declara que uno de los efectos del dogma sea el de resaltar la meta a la que están destinados nuestro cuerpo y nuestra alma, así como el de hacer más firme y activa la fe en nuestra resurrección (ib, 770). Este límite refleja sin duda la etapa de los estudios mariológicos de entonces.

 

DESARROLLO TEOLÓGICO DE LA ASUNCIÓN EN LA LUMEN GENTIUM DEL VATICANO II

A diferencia de la MD (Munificentissimus Deus), que trata dogmática y teológicamente de forma exclusiva y ex professo la asunción de María, el c. VIII de la LG (Lumen Gentium) presenta en una admirable síntesis teológica y pastoral todo el misterio de la vida, de la misión, de los privilegios y del culto a María, encuadrándolo todo en el misterio más amplio de la historia de la salvación, o sea, tanto en relación con Cristo, único Salvador, como en relación con la iglesia, sacramento de salvación.

La reflexión conciliar sobre el misterio de la asunción está contenida en los nn. 59 y 68 de la LG. En el n. 59, como coronación de la relación entre María y Cristo, el concilio recoge la fórmula de la definición y repropone la doble dimensión, personal y cristológica, que había dado la constitución de Pío XII a la asunción y a la realeza de María.

Pero la asunción no es presentada por el concilio como una coronación pasiva de la misión y de los privilegios marianos, sino como la etapa final de un largo camino, responsable y comprometido, de la maternidad y del servicio de cooperación de María al lado del Salvador.

Con la asunción se concluye escatológicamente aquella unión progresiva de fe, de esperanza, de amor, de servicio doloroso, que se estableció entre la madre y aliada, y el Salvador desde el momento de la anunciación y que se prolongó durante toda su vida en la tierra, y se realiza en toda su plenitud, ontológica y moral, la conformidad gloriosa de María con el Hijo resucitado.

Por tanto, la asunción no es un privilegio pasivo o aislado que se refiera sólo teológicamente a la divina maternidad virginal, como postulado de conveniencia, sino una conclusión existencial de la misión de María, que está llamada en primer lugar a alcanzar la unión y la conformidad en la gloria con el Señor resucitado y glorificado. Con este enriquecimiento doctrinal es como LG 59 vuelve a proponer la dimensión personal y cristológica del misterio de la asunción.

Pero la perspectiva teológica realmente nueva del Vat II es la eclesial. Se nos señala en el n. 68 de la LG, que es la digna conclusión no sólo de todos los números del c. VIII que tratan de María en el misterio de la iglesia, sino también de todo el c. VIII que expone la naturaleza y la finalidad escatológica de la iglesia (nn. 48-50).

He aquí su doctrina: María, glorificada en el cielo en alma y cuerpo, es imagen y comienzo de la iglesia del siglo venidero; como tal, es signo escatológico de segura esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que camina hacia el día del Señor. Los conceptos que allí se expresan son dos, interdependientes e implicados el uno en el otro: María asunta es ya imagen y comienzo de la iglesia escatológica del futuro; como tal, representa para el pueblo de Dios, que camina en la historia hasta el día del Señor, el signo de esperanza cierta y, por tanto, de consolación.

 

IMAGEN Y COMIENZO

Indicando a María asunta al cielo como gloria e imagen de la futura iglesia escatológica, el concilio quiso afirmar que, incluso durante este caminar histórico de la iglesia, con María ha comenzado ya la futura realidad escatológica de la iglesia. Un comienzo que es ya perfecto, dado que María recoge en sí misma la dignidad de la imagen perfecta de lo que habrá de ser la iglesia de la edad futura.

Para comprender este aspecto eclesial de la asunción de María es necesario trazar una rápida síntesis de toda la doctrina conciliar sobre las relaciones entre María y la iglesia. María es el miembro inicial y perfecto de la iglesia histórica. No está fuera o por encima de la iglesia; la iglesia con ella comienza y alcanza ya su perfección.

Toda su misión maternal y su cooperación con Cristo está en función de la iglesia. Igualmente representa su figura y su modelo y, en su realización histórica, la iglesia tiene que inspirarse en ella en un continuo proceso imitativo y de identificación; en ella ha conseguido ya la cima de la perfección moral y apostólica; su múltiple intercesión tiene que dirigirse a superar el pecado y las dificultades de la vida (LG 61-65).

En esta perspectiva eclesial, que completa a la cristológica, la misión y los privilegios marianos, incluido el de la asunción a los cielos, asumen su relieve exacto y su verdadera finalidad.

Consiguientemente, la glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando contra el pecado y la muerte.

Por tanto, la asunción de María no es una realidad alienante para el pueblo de Dios en camino, sino un estímulo y un punto de referencia que lo compromete en la realización de su propio camino histórico hacia la perfección escatológica final. Realmente la perspectiva eclesial que el c. VIII de la LG da al misterio de la asunción completa su alcance teológico y lo enriquece admirablemente en el aspecto pastoral.

Entre la doctrina de la MD y la de la LG no hay ningún contraste de fondo. Mientras que el primer documento subraya los aspectos personal y cristológico de la asunción, respondiendo así a los criterios teológicos y a la sensibilidad religiosa de la iglesia de aquel tiempo, el segundo lo enriquece, subrayando además el aspecto eclesial a la luz de aquel postulado central del concilio que constituye la eclesiología.

La esencia del dogma permanece inalterada; pero la finalidad y los significados teológicos y pastorales del misterio se completan y se hacen eficazmente operantes para los creyentes.

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Catequesis de Juan Pablo II sobre el culto a María en 1997

En 1997 SS Juan Pablo II realizó una serie de catequesis sobre el culto a la Virgen María dentro de la Iglesa. Trató temas como el origen del culto, su naturaleza, las devociones y el culto a las imágenes, la oración a María y el siginificado de la Virgen María para la Iglesia.
Y desarrolla especialmente la doctrina mariana surgida del Concilio Vaticano II, y trata de encajar su devoción en el escenario actual y en relación a las personas de la Divina Trinidad…

 

 

 

EL CULTO A LA VIRGEN MARÍA
Catequesis de Juan Pablo II (15-X-97)

1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret.

El misterio de la maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto hacia el Salvador como hacia la mujer que lo engendró en el tiempo, cooperando así a la redención.

Otro motivo de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión -por decir así- materna de su divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas.

En el Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27), daba ya anticipadamente a María a todos los que recibirían la buena nueva de la salvación, y ponía así las premisas de su afecto filial hacia ella. Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el culto el amor de Cristo a su madre, acogiéndola en su propia vida.

2. Los textos evangélicos atestiguan la presencia del culto mariano ya desde los inicios de la Iglesia.
Los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas parecen recoger la atención particular que tenían hacia la Madre de Jesús los judeocristianos, que manifestaban su aprecio por ella y conservaban celosamente sus recuerdos.

En los relatos de la infancia, además, podemos captar las expresiones iniciales y las motivaciones del culto mariano, sintetizadas en las exclamaciones de santa Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (…). ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,42.45).

Huellas de una veneración ya difundida en la primera comunidad cristiana se hallan presentes en el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Al poner en labios de María esa expresión, los cristianos le reconocían una grandeza única, que sería proclamada hasta el fin del mundo.

Además, los testimonios evangélicos (cf. Lc 1,34-35; Mt 1,23 y Jn 1,13), las primeras fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10, 155) atestiguan la particular admiración de las primeras comunidades por la virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación.

El evangelio de san Juan, señalando la presencia de María al inicio y al final de la vida pública de su Hijo, da a entender que los primeros cristianos tenían clara conciencia del papel que desempeña María en la obra de la Redención con plena dependencia de amor de Cristo.

3. El concilio Vaticano II, al subrayar el carácter particular del culto mariano, afirma: «María, exaltada por la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participó en los misterios de Cristo, es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial» (Lumen gentium, 66).

Luego, aludiendo a la oración mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» -«Bajo tu amparo»-, añade que esa peculiaridad aparece desde el inicio: «En efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la santísima Virgen con el título de Madre de Dios, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades» (ib.).

4. Esta afirmación es confirmada por la iconografía y la doctrina de los Padres de la Iglesia, ya desde el siglo II.

En Roma, en las catacumbas de santa Priscila, se puede admirar la primera representación de la Virgen con el Niño, mientras, al mismo tiempo, san Justino y san Ireneo hablan de María como la nueva Eva que con su fe y obediencia repara la incredulidad y la desobediencia de la primera mujer. Según el Obispo de Lyon, no bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este modo subraya la importancia de la mujer en la obra de salvación y pone un fundamento a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo largo de los siglos cristianos.

5. El culto mariano se manifestó al principio con la invocación de María como «Theotókos» [Madre de Dios], título que fue confirmado de forma autorizada, después de la crisis nestoriana, por el concilio de Éfeso, que se celebró en el año 431.

La misma reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio, que llegó a negar la maternidad divina de María, y la posterior acogida gozosa de las decisiones del concilio de Efeso testimonian el arraigo del culto a la Virgen entre los cristianos. Sin embargo, «sobre todo desde el concilio de Efeso, el culto del pueblo de Dios hacia María ha crecido admirablemente en veneración y amor, en oración e imitación» (Lumen gentium, 66). Se expresó especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que, desde principios del siglo V, asumió particular relieve «el día de María Theotókos», celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente se convirtió en la fiesta de la Dormición o la Asunción.

Además, bajo el influjo del «Protoevangelio de Santiago», se instituyeron las fiestas de la Natividad, la Concepción y la Presentación, que contribuyeron notablemente a destacar algunos aspectos importantes del misterio de María.

6. Podemos decir que el culto mariano se ha desarrollado hasta nuestros días con admirable continuidad, alternando períodos florecientes con períodos críticos, los cuales, sin embargo, han tenido con frecuencia el mérito de promover aún más su renovación.

Después del concilio Vaticano II, el culto mariano parece destinado a desarrollarse en armonía con la profundización del misterio de la Iglesia y en diálogo con las culturas contemporáneas, para arraigarse cada vez más en la fe y en la vida del pueblo de Dios peregrino en la tierra.

 

NATURALEZA DEL CULTO MARIANO
Catequesis de Juan Pablo II (22-X-97)

1. El concilio Vaticano II afirma que el culto a la santísima Virgen «tal como ha existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración, que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (Lumen gentium, 66).

Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste.

Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios, reconociéndolo Creador y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado, exclamando con el apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Por último, en el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el símbolo niceno-constantinopolitano.

Ahora bien, los fieles, cuando invocan a María como «Madre de Dios» y contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura, no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y al Verbo encarnado.

Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22,37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su madre.

2. Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a adorar a la santísima Trinidad.

El Concilio recuerda que la veneración de los cristianos a la Virgen «favorece muy poderosamente» el culto que se rinde al Verbo encarnado, al Padre y al Espíritu Santo. Asimismo, añade, en una perspectiva cristológica, que «las diversas formas de piedad mariana que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las circunstancias de tiempo y lugar, y según el carácter y temperamento de los fieles, no sólo honran a la Madre. Hacen también que el Hijo, Creador de todo (cf. Col 1,15-16), en quien «quiso el Padre eterno que residiera toda la plenitud» (Col 1,19), sea debidamente conocido, amado, glorificado, y que se cumplan sus mandamientos» (Lumen gentium, 66).

Ya desde los inicios de la Iglesia, el culto mariano está destinado a favorecer la adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa afirmar la divinidad de Cristo, pues los padres del concilio de Éfeso, al proclamar a María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe en Cristo, verdadero Dios.

La misma conclusión del relato del primer milagro de Jesús, obtenido en Caná por intercesión de María, pone de manifiesto que su acción tiene como finalidad la glorificación de su Hijo. En efecto, dice el evangelista: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).

3. El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo. Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura de Dios Padre.

El misterio de la Virgen Madre pone de relieve la acción del Espíritu Santo, que realizó en su seno la concepción del niño y guió continuamente su vida.

Los títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la piedad del pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción del Espíritu Consolador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.

4. Por último, el Concilio recuerda que el culto mariano es «del todo singular» y subraya su diferencia con respecto a la adoración tributada a Dios y con respecto a la veneración a los santos.

Posee una peculiaridad irrepetible, porque se refiere a una persona única por su perfección personal y por su misión.
En efecto, son excepcionales los dones que el amor divino otorgó a María, como la santidad inmaculada, la maternidad divina, la asociación a la obra redentora y, sobre todo, al sacrificio de la cruz.

El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia por esos dones extraordinarios. A ella, convertida en Madre de la Iglesia y Madre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, animado por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la bienaventuranza eterna.

 

DEVOCIÓN MARIANA Y CULTO A LAS IMÁGENES
Catequesis de Juan Pablo II (29-X-97)

1. Después de justificar doctrinalmente el culto a la santísima Virgen, el concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a fomentarlo: «El santo Concilio enseña expresamente esta doctrina católica. Al mismo tiempo, anima a todos los hijos de la Iglesia a que fomenten con generosidad el culto a la santísima Virgen, sobre todo el litúrgico. Han de sentir gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» (Lumen gentium, 67).

Con esta última afirmación, los padres conciliares, sin entrar en detalles, querían reafirmar la validez de algunas oraciones como el Rosario y el Ángelus, practicadas tradicionalmente por el pueblo cristiano y recomendadas a menudo por los Sumos Pontífices como medios eficaces para alimentar la vida de fe y la devoción a la Virgen.

2. El texto conciliar prosigue invitando a los creyentes a «observar religiosamente los decretos del pasado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la santísima Virgen y de los santos» (ib.)

Así vuelve a proponer las decisiones del segundo concilio de Nicea, celebrado en el año 787, que confirmó la legitimidad del culto a las imágenes sagradas, contra los iconoclastas, que las consideraban inadecuadas para representar a la divinidad (cf. Redemptoris Mater, 33).

«Definimos con toda exactitud y cuidado -declaran los padres de ese concilio- que de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables» (DS 600).

Recordando esa definición, la Lumen gentium quiso reafirmar la legitimidad y la validez de las imágenes sagradas frente a algunas tendencias orientadas a eliminarlas de las iglesias y santuarios, con el fin de concentrar toda su atención en Cristo.

3. El segundo concilio de Nicea no se limita a afirmar la legitimidad de las imágenes; también trata de explicar su utilidad para la piedad cristiana: «Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que éstas miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración de honor» (DS 601).

Se trata de indicaciones que valen de modo especial para el culto a la Virgen. Las imágenes, los iconos y las estatuas de la Virgen, que se hallan en casas, en lugares públicos y en innumerables iglesias y capillas, ayudan a los fieles a invocar su constante presencia y su misericordioso patrocinio en las diversas circunstancias de la vida. Haciendo concreta y casi visible la ternura maternal de la Virgen, invitan a dirigirse a ella, a invocarla con confianza y a imitarla en su ejemplo de aceptación generosa de la voluntad divina.

Ninguna de las imágenes conocidas reproduce el rostro auténtico de María, como ya lo reconocía san Agustín (De Trinitate 8, 7); con todo, nos ayudan a entablar relaciones más vivas con ella. Por consiguiente, es preciso impulsar la costumbre de exponer las imágenes de María en los lugares de culto y en los demás edificios, para sentir su ayuda en las dificultades y la invitación a una vida cada vez más santa y fiel a Dios.

4. Para promover el recto uso de las imágenes sagradas, el concilio de Nicea recuerda que «el honor de la imagen se dirige al original, y el que venera una imagen, venera a la persona en ella representada» (DS 601).

Así, adorando en la imagen de Cristo a la Persona del Verbo encarnado, los fieles realizan un genuino acto de culto, que no tiene nada que ver con la idolatría.

De forma análoga, al venerar las representaciones de María, el creyente realiza un acto destinado en definitiva a honrar a la persona de la Madre de Jesús.

5. El Vaticano II, sin embargo, exhorta a los teólogos y predicadores a evitar tanto las exageraciones cuanto las actitudes minimalistas al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Y añade: «Dedicándose al estudio de la sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores de la Iglesia, así como de las liturgias bajo la guía del Magisterio, han de iluminar adecuadamente las funciones y los privilegios de la santísima Virgen, que hacen siempre referencia a Cristo, origen de toda la verdad, santidad y piedad» (Lumen gentium, 67).

La fidelidad a la Escritura y a la Tradición, así como a los textos litúrgicos y al Magisterio garantiza la auténtica doctrina mariana. Su característica imprescindible es la referencia a Cristo, pues todo en María deriva de Cristo y está orientado a él.

6. El Concilio ofrece, también, a los creyentes algunos criterios para vivir de manera auténtica su relación filial con María: «Los fieles, además, deben recordar que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento pasajero y sin frutos ni en una credulidad vacía. Al contrario, procede de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la grandeza de la Madre de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra Madre y a imitar sus virtudes» (ib.).

Con estas palabras los padres conciliares ponen en guardia contra la «credulidad vacía» y el predomino del sentimiento. Y sobre todo quieren reafirmar que la devoción mariana auténtica, al proceder de la fe y del amoroso reconocimiento de la dignidad de María, impulsa al afecto filial hacia ella y suscita el firme propósito de imitar sus virtudes.

 

LA ORACIÓN A MARÍA
Catequesis de Juan Pablo II (5-XI-97)

1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas tradicionales dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de piedad, a menudo aprobadas y fomentadas por el Magisterio de la Iglesia.

Muchas devociones y plegarias marianas constituyen una prolongación de la misma liturgia y a veces han contribuido a enriquecerla, como en el caso del Oficio en honor de la Bienaventurada Virgen María y de otras composiciones que han entrado a formar parte del Breviario.

La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo III y comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium) nos acogemos, santa Madre de Dios…». Pero la oración a la Virgen más común entre los cristianos desde el siglo XIV es el «Ave María».

Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió a María, introduce a los fieles en la contemplación del misterio de la Encarnación. La palabra latina «Ave», que corresponde al vocablo griego xaire, constituye una invitación a la alegría y se podría traducir como «Alégrate». El himno oriental «Akáthistos» repite con insistencia este «alégrate». En el Ave María llamamos a la Virgen «llena de gracia» y de este modo reconocemos la perfección y belleza de su alma.

La expresión «El Señor está contigo» revela la especial relación personal entre Dios y María, que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la humanidad. Además, la expresión «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús», afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal de la Hija de Sión.

Al invocar a «Santa María, Madre de Dios», los cristianos suplican a aquella que por singular privilegio es inmaculada Madre del Señor: «Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.

2. También la oración tradicional del Ángelus invita a meditar el misterio de la Encarnación, exhortando al cristiano a tomar a María como punto de referencia en los diversos momentos de su jornada para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan divino de la salvación. Esta oración nos hace revivir el gran evento de la historia de la humanidad, la Encarnación, al que hace ya referencia cada «Ave María». He aquí el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces han puesto de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también poetas y pintores.

En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el Rosario, que a través de la repetición del «Ave María» lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más claramente la plegaria mariana a su fin: la glorificación de Cristo.

El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII, Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del rosario y recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación apostólica Marialis cultus, ilustró su doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y reafirmando su «orientación claramente cristológica» (n. 46).

A menudo, la piedad popular une al rosario las letanías, entre las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman «lauretanas».

Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha derramado en ella.

3. Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción inspiradora del Paráclito.

La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salvación eterna.

Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesidades diarias.

Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos.

Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente
de las bienaventuranzas.

4. Finalmente, queremos recordar que la devoción a María, dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros», que ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.

 

MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD Y DE LA ESPERANZA
Catequesis de Juan Pablo II (12-XI-97)

1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el concilio Vaticano II se alegra de constatar que la Virgen también es honrada por los cristianos que no pertenecen a la comunidad católica: «Este Concilio experimenta gran alegría y consuelo porque también entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador…» (Lumen gentium, 69; cf. Redemptoris Mater, 29-34).

Podemos decir, con razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos, constituye un gran signo de esperanza para el camino ecuménico.

Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción particular de la gracia y de la eclesiología, se han opuesto a la doctrina y al culto mariano, considerando que la cooperación de María en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación de Cristo. En esta perspectiva, el culto de la Madre competiría prácticamente con el honor debido a su Hijo.

2. Sin embargo, en tiempos recientes, la profundización del pensamiento de los primeros reformadores ha puesto de relieve posiciones más abiertas con respecto a la doctrina católica. Por ejemplo, los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe en la virginidad perpetua de María.

El estudio del pensamiento de Lutero y de Calvino, como también el análisis de algunos textos de cristianos evangélicos, han contribuido a despertar un nuevo interés en algunos protestantes y anglicanos por diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos incluso han llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos por lo que atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre María, como su maternidad divina, su virginidad, su santidad y su maternidad espiritual.

La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer en la Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María en la historia de la salvación.

Todos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos sería poder compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría que brota de la presencia de María en la vida según el Espíritu.

3. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente a los orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios llenos de fervor y de devoción» (Lumen gentium, 69).

Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la veneración por María representa un elemento significativo de comunión entre católicos y ortodoxos.

Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, aunque estas verdades fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos orientales: basta pensar en grandes escritores como Gregorio Palamas ( 1359), Nicolás Cabasilas ( después del 1396) y Jorge Scholarios ( después del 1472).

Pero esas divergencias, quizá más de formulación que de contenido, no deben hacernos olvidar nuestra fe común en la maternidad divina de María, en su perenne virginidad, en su perfecta santidad y en su intercesión materna ante su Hijo. Como ha recordado el concilio Vaticano II, el «fervor» y la «devoción» unen a ortodoxos y católicos en el culto a la Madre de Dios.

4. Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo» (ib.).

Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (cf. Hch 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermo 192, 2; PL 38, 1.013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.

A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.

Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).

La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.

5. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.

La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.


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Catequesis sobre María REFLEXIONES Y DOCTRINA

Asunción de la Bienaventurada Virgen María por San Buenaventura

La cual es más hermosa que el sol y sobrepuja a todo el orden de las estrellas, y si se compara con la luz, le hace muchas ventajas. Capítulo 7 de la Sabiduría.

En estas palabras, la gloriosa Emperatriz, ensalzada sobre los coros de los ciudadanos celestiales, es recomendada por el Espíritu Santo, y con recomendación perfecta, en cuanto a su asunción a los cielos; y es recomendada por tres cualidades que hacen recomendable en extremo a cualquiera noble señora, a saber: la hermosura perfecta, la suprema nobleza y el resplandor de la sabiduría. En cuanto a la perfecta hermosura, se recomienda aquí al ser llamada más hermosa que el sol; en cuanto a la suprema nobleza, al ser sublimada y elevada sobre todas las estrellas, o sea, sobre todos los Santos: y en cuanto al resplandor de la sabiduría, al ser ilustrada, en parangón con la luz de la eterna sabiduría, desde más cerca que las demás criaturas.

I. Digo, pues, que es recomendada en primer lugar por su perfecta hermosura, cuando se dice: Es más hermosa que el sol; y, realmente, la serenísima Virgen fue en su asunción más hermosa que el sol, ya por ser más semejante que él ala fuente de toda hermosura, ya por haberse acercado más a ésta y con mejor disposición para recibir sus destellos en grado perfecto, o ya, finalmente, porque por su hermosura fue a la sazón más noble que el sol. -Puede, por tanto, ser llamada en su asunción más hermosa que el sol, por haber sido entonces más semejante que él a la fuente de toda belleza. Porque así como la estrella que es más semejante al sol de este mundo sobrepuja en claridad a las demás, así también sobresale por su belleza entre todas las criaturas racionales aquella que es más semejante al Sol de eternos resplandores, fuente de origen de toda hermosura.

Esta criatura fue en la asunción la Virgen reina, porque si, en sentir de Hugo, «la fuerza del amor transforma al amante en la semejanza del amado», y María ha sido transformada en la semejanza de éste por modo superior a todas las criaturas hasta ser llamada el resplandor de la luz eterna, y un espejo sin mancilla de la majestad de Dios, y una imagen de su bondad, hemos de deducir que sobrepujó al sol y a los otros seres en hermosura. De ella puede decirse aquello del capítulo 6 de Jeremías: Yo te he comparado, hija de Sión, a una hermosa y delicada doncella, como si dijera: A la hermosa Trinidad ya una delicada doncella he comparado la hija de Sión, o sea la Virgen María; lo de hija significa doncella delicada, según las palabras de Dios en el;capítulo 31 de Ezequiel: No hubo en el paraíso de Dios un árbol semejante a él, ni de tanta hermosura. Porque yo lo hice tan hermoso. De igual modo dice San Bernardo: «La regia Virgen, enjoyada del alma y del cuerpo, atrajo hacia sí la mirada de los moradores del cielo, hasta el punto de inclinar también el ánimo del Rey eterno a quererla con delirio».

Puede también llamarse más hermosa que el sol, porque en la asunción estuvo más cercana a la fuente de toda hermosura y con mejor disposición para recibir sus destellos a causa de la múltiple gracia, y especialmente por razón de la pureza virginal; y estando elevada sobre el sol y los astros, estrechamente unida a su Hijo dulcísimo por el amor, supera a todas las criaturas en hermosura; y ésta es la causa de que en el capítulo 1 del libro tercero de los Reyes se pongan en boca de los Ángeles las siguientes y simbólicas palabras: Buscaremos para el rey, nuestro señor, una virgen jovencita: he aquí indicada la pureza virginal; que esté con él y le abrigue: he aquí indicada la unión de amor; y buscaron por todas las tierras de Israel una jovencita hermosa. -También puede ser llamada más hermosa que el sol por haber sido entonces más noble que el sol a causa de su hermosura, pues en aquel entonces fue elevada hasta la majestad del rey imperial y eterno, según se lo dice el Profeta: Con esa tu gallardía y hermosura camina, avanza prósperamente y reina. y ni el sol podría conseguir tal dignidad, ni tampoco criatura alguna, por más que brille al exterior en esta vida, si carece de la hermosura de la gracia y de la virtud.

II. En segundo lugar, es recomendada con razón por su nobleza suprema, cuando se indica estar más elevada que todas las estrellas, sobrentendiéndose en éstas los Bienaventurados, esplendentes con fulgores de gloria, según leemos en el capítulo 3 de Baruc: Las estrellas fueron llamadas, y respondieron aquí estamos, y resplandecieron gozosas de servir al que las crió. Al decir, pues, que la Santísima Virgen sobrepuja a todo el orden de las estrellas, has de entender que es más esclarecida en su asunción que todos los Santos, y esto por tres cosas que ennoblecen y elevan espiritualmente al hombre: en primer lugar, la afluencia de espirituales delicias; después, la abundancia de las riquezas eternas, y, por fin, la excelencia de la dignidad o condición.

Se dice que fue ennoblecida y sublimada sobre todos los Santos por la afluencia de delicias, en que de un modo singular los aventajaba, por lo cual en el capítulo 8 de los Cantares exclaman los Ángeles, admirados de su asunción: ¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando delicias, apoyada en su amado? Rebosaba en estas delicias más que la celeste congregación de los Santos, no sólo en cuanto al alma, sino también en cuanto al cuerpo, el cual piadosamente se cree, y también se prueba, haber sido glorificado en la asunción del alma. -Se afirma igualmente que fue ennoblecida sobre todos los Santos por la abundancia de las eternas riquezas, pues a todos ellos sobreexcedió en las de la gloria y gracia, en las de virtudes y premios, en las de dones y bienaventuranzas, con que ahora enriquece al mundo y sustenta el en el universo; consiguiendo, con su intercesión, a unos la gloria, a otros la gracia, a otros la remisión de los crímenes ya otros el tesoro de las o. De virtudes; por lo cual se dice en el capítulo 31 de los Proverbios: Muchas son las hijas que han allegado riquezas, mas a todas has tú aventajado. Y a ella se pueden aplicar las palabras del capítudo 8 de los Proverbios: Yo amo a los que me aman, y me hallarán los que madrugaren a buscarme.

En mi mano están las riquezas y la gloria, la opulencia y la justicia. Fue, por fin, enriquecida sobre todos los Santos, en cuanto a la excelencia de la dignidad o condición; porque, siendo Madre del supremo Emperador, es por su dignidad y condición la más digna de todas las criaturas; y por esta causa no sin razón fue elevada ésta sobre ellas y colocada a la derecha de su Hijo en magnificentísimo sitial. Con toda exactitud fue esto prefigurado en el capítulo 2 del libro tercero de los Reyes. Habiendo venido, en efecto, Betsabé a ver al rey Salomón, o sea, la Virgen María en su asunción a su eterno y pacífico Hijo, levantóse el rey a recibirla, llevando en su compañía la legión entera de los Santos; y la saludó con profunda reverencia, esto es, le tributó reverencia filial, y sentóse el rey en su trono, y pusieron un trono para la madre del rey, la cual se sentó a su derecha, como de nobilísima condición, según las palabras que se leen en el último capítulo del Apocalipsis: Yo soy la raíz y la prosapia de David, el lucero brillante de la mañana. Todo debido a que, sin detrimento de su inte gridad virginal, dio a luz a un niño de nobilísima condición, según aque llas palabras: El Santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. Era también de justicia conceder la plenitud de la dignidad y de la gloria a quien le fue concedida la plenitud de la gracia, a diferencia de las demás criaturas, a las que tanto la gracia como la gloria se otorga sólo parcialmente. Por eso se dice en el capítulo 12 del Apocalipsis: Apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas.

Esta mujer es la Virgen reina, que se describe vestida del sol, esto es, con la hermosura del Sol de justicia; y la luna debajo de sus pies, o sea, la gloria mundana valerosamente menospreciada, la cual crece y de crece como la luna; y en su cabeza una corona de doce estrellas, esto es, todo el honor y dignidad, gloria, excelencia y nobleza de condición concedidos a los doce órdenes de Santos significados en las doce estrellas resplandecientes, nueve de las cuales se refieren a los espíritus celestiales y tres al triple estado de los hombres: el de los activos, de los contemplativos y el de los prelados; pues toda la dignidad y gloria concedida a ellos en parte, se otorgó totalmente a la Santísima Virgen.

III. Se recomienda, en tercer lugar, por el resplandor de la sabiduría, porque, comparada con la luz de la sabiduría eterna, aventaja en ella a todos los seres. Pues del mismo modo que la Luz increada, o sea, la divina Sabiduría, a todo sobrepuja en cuanto a la iluminación, en conocimiento y gobierno de todas las criaturas, así también esta Virgen sobrepasa en estas tres cosas a los demás seres.

Si se compara, pues, con la luz de la Sabiduría divina, aventaja en claridad a las demás criaturas, porque así como aquélla está sobre todas las criaturas en cuanto a la iluminación que les da, puesto que es ella la que ilumina y confiere esplendor a todos los hombres por la luz de la razón y, en cuanto de sí depende, por la de la gracia, según las palabras del capítulo 1 de San Juan: Era la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, así esta Virgen, iluminada más que todos los San tos por dicha Sabiduría, con sus piadosos ruegos iluminó, por la luz de la gracia, más que nadie, a todo el mundo. Por eso se escribe en el capítulo 16 de la Sabiduría: Era necesario adorarte antes de amanecer; y en el 13 de Tobías: Brillarás con luz resplandeciente y serás adorada en todos los términos de la tierra, como si dijera: Tú, santa, brillarás con la luz resplandeciente de la sabiduría eterna, o sea, obtendrás para los otros el esplendor de la gracia. Del mismo modo se dice en el capítulo 3 del Eclesiástico: Muéstranos la luz de tus piedades, infunde tu temor en las naciones que no han pensado en buscarte, a fin de que entiendan que no hay otro Dios sino tú.

Comparada igualmente con la luz de la Sabiduría eterna, sobre puja en claridad a las demás criaturas, pues así como la luz divina excede cuanto existe en el conocimiento de todas las cosas, puesto que las intuye con la máxima perspicacia, según se afirma en el capítulo 2 de Daniel: Conoce las cosas que se hallan en medio de las tinieblas, pues la luz está con él; y en el 23 del Eclesiástico: Los ojos del Señor son mucho más luminosos que el sol, y descubren todos los procederes de los hombres y lo profundo del abismo, y ven hasta los más recónditos senos del corazón humano; y en el 13 de Daniel: ¡Oh Dios eterno, que conoces las cosas ocultas, que sabes todas las cosas aun antes de que sucedan! , así esta Señora, comparada, en cuanto a esto, con la luz de la Sabiduría eterna, aventaja a todas las criaturas. Por cuya razón se le puede aplicar aquello del capítulo 6 de la Sabiduría: Pondré en claro su conocimiento.

Además, comparada con la Luz eterna, aventaja en sabiduría a las demás criaturas, porque así como la Luz divina sobrepuja a la creación entera en cuanto al gobierno y dirección de cuanto existe, según lo escrito en el capítulo 49 de Isaías: Yo te he destinado para ser luz de las naciones, a fin de que tú seas mi salud hasta los términos de la tierra; por cuya causa se dice en el capítulo 1 de San Lucas: Para alum brar a los que yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz, así también la bienaventurada Virgen está por encima de todas las cosas en este particular; y por ello se dice en el capítulo 7 del libro de la Sabiduría: Propuse tenerla por luz, porque su resplandor es inextinguible; y en el capítulo 42 de Isaías: Te he puesto para ser el reconciliador del pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos y saques de la cárcel a los condenados. Lo cual ella misma nos obtenga con sus ruegos de Aquel que vive y reina eternamente por los siglos de los siglos. Amén.

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Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA Sobre los Santos y Beatos

La figura de María en el Magisterio de Juan Pablo II

El trabajo mariano y mariológico empezado por Pablo VI siguió fuertemente con Juan Pablo II. Se puede hablar tranquilamente de un papa mariano que reorientó la investigación mariológica, integró al magisterio el aporte mariológico de autores como Balthasar, Laurentín, De la Potterie, Ratzinger entre otros, y agregó ese espíritu mariano de la verdadera devotio monfortiana del cual era un fiel seguidor.

En general el trabajo teológico magisterial de Juan Pablo II se fundamenta en la reorientación mariológica del Concilio Vaticano II que recupera entre otros el sentido de uso analógico de la Sagrada Escritura dentro de la costumbre de Israel en especial con el título de Hija de Sión y renuncia al uso de una cierta terminología escolástica (redención objetiva, redención sujetiva, mediata e inmediata, merito de congruo y de condigno, terminos extraños a la tradición teológica de Oriente). Se puede decir que su mariología fue centrada en Cristo desde de la visión trinitaria, relacionada al misterio de la Iglesia, y en especial valorando el sentido pneumatológico y escatológico del misterio de la Virgen María mujer, esposa y madre.

A esto agregó esa sensibilidad propia del pueblo polaco al cual pertenecía que lo abría a las devociones marianas de todo el mundo como lo demostró en sus diferentes visitas a los santuarios mundiales nacionales, regionales e internacionales a lo largo de la geografía mundial. Fomentó el aspecto ecuménico relacionado con María haciendo una relectura exegética bíblica con fundamentación patrística para acercar el diálogo con los protestantes y con los ortodoxos. En definitiva se preocupó de fortalecer la importancia doctrinal, devocional litúrgica, pastoral de la presencia mediadora maternal de María.

Promovió el sentido mariano en las diferentes áreas teológico-pastorales, sobre todo en la defensa de la vida desde el misterio de la encarnación, de la maternidad de María, el valor de la muerte y del más allá con la asunción de María, de la verdadera corporalidad y de la verdadera personeidad de María como mujer, esposa y madre valorando la realidad de San José el esposo custodio asociado con María al mismo misterio de la redención. En este documento Juan Pablo describe los elementos más sobresalientes de José relacionado con María y José: 1) el matrimonio con María, 2) su ser depositario del misterio de Dios y junto a María recorre el itinerario de fe, 3) el servicio de la paternidad, 4) su condición de varón justo y esposo, 5) su trabajo como expresión del amor 6) y el primado de la vida interior.

Presentamos esquemáticamente la parte mariológica de algunos documentos del abundante magisterio de Juan Pablo II:

Encíclica Dives in Misericordia, Vaticano 1980.11.30, n. 9

“Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el « beso » dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su « fiat » definitivo.”.

Encíclica Redemptoris hominis, Vaticano 1979.03.0, n. 22:

“La Madre de nuestra confianza:

Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto como hijo. El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo —al igual que el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su casa a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia.”.

Encíclica Dominum et Vivificantem, 18-5-1986, n. 51:

El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella auto-comunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba « llena de Espíritu Santo ». En las palabras de saludo a la que « ha creído », parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que « no creyeron », María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la auto-comunicación de Dios por el Espíritu Santo.”.

EL AÑO MARIANO

El decreto del año mariano entre la solemnidad de Pentecostés 7 de junio del 1987 y la solemnidad de la Asunción del 1988 fue para Juan Pablo la preparación al Gran Jubileo de la Venida de Jesús en el Año 2000. Para esta ocasión publicó la Encíclica Redemptoris Mater el 25 de marzo del 1987 y la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem del 15 de agosto del 1988. El mismo Pontífice define el sentido de este Año Mariano:

“Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya que el final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.” RM n. 49.

La Encíclica Redemptoris Mater presenta María relacionada con el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia. El primer enlace es desarrollado por tres frases bíblicas: Llena de gracia, Feliz la que ha creído y Ahí tiene a tu madre. La segunda parte se ocupa de María relacionada con la iglesia peregrina en especial la situación ecuménica y la faceta de María como signo profético de la liberación dentro de la tradición y del magisterio sobre e significando profundo y fecundo del Magnificat; y la tercera parte se adentra con la mediación materna y el sentido mismo del año mariano, es decir la importancia de su presencia operante maternal, y el valor de la consagración a María como forma de renovación de la fe por la verdadera filiación espiritual adoptiva con María a nivel personal y colectivo. También hace una amplia descripción del valor de la pastoral de santuarios marianos con sus relativas peregrinaciones, su geografía mundial que abarca Oriente y Occidente y todos los continentes y la importancia para vivir, renovar ese encuentro con Jesús propiciado por el encuentro personal con María, que maternalmente en esos lugares sagrados se hace presente en la acogida fraternal para recibir la gracia de Dios con el sacramento de la reconciliación y de la eucaristía.

La Carta Apostólica Mulieris Dignitatem centra su atención sobre el aporte antropológico de la mujer que por Juan Pablo encuentra en María un modelo activo, valido y presencial en el desenvolvimiento de la realidad de la mujer de manera armónica sin exageraciones feministas radicales, sino de forma auténtica envuelta en los valores cristianos de su esencial realidad física y espiritual propios de cara al futuro religioso, cultural y social de la humanidad.

Al mismo tiempo Juan Pablo decretó en el mismo Año Mariano la publicación de las Misas de la Virgen María, exactamente 44 celebraciones propias de Institutos Religiosos y de fiestas o memorias de Iglesias Particulares. Esta promulgación dirigida fundamentalmente a los Santuario Marianos, también ha sido un gran aporte para la celebración de la memoria y de las fiestas a lo largo del año litúrgico en las parroquias para favorecer el culto a la Virgen María entre el misterio de Cristo y de la Iglesia en sus tres características principales: ejemplar por su camino de fe y santidad, como figura para la Iglesia de virgen, esposa y madre y como imagen en la cual se contempla la misma Iglesia desea y espera llegar a ser.

El papa Juan Pablo entre sus innovaciones hizo un importante aporte magisterial abriendo y sistematizando el contenido de las audiencias generales de los miércoles en Roma y centrándolas en las catequesis sobre el Credo: el Creo en Dios Padre de las catequesis entre el 5 de diciembre 1984 y el 17 diciembre 1986, el Creo en Jesús Cristo entre el 7 de enero 1987 y el 19 de abril del 1989, el Creo en el Espíritu Santo entre el 26 de abril 1989 y 3 de julio del 1991, Creo en la Iglesia entre el 10 de julio 1991 hasta el 30 de agosto del 1995, y finalmente el María en el misterio de Cristo y de la Iglesia entre el 6 de septiembre del 1995 y el 12 de noviembre del 1997.

Esta catequesis mariana se divide en tres partes: I) La presencia de María en la historia de la Iglesia, II) la fe de la Iglesia sobre María, III) el rol de María en la Iglesia. El papa en la primera parte contempla la presencia de la Virgen María en el comienzo de la vida de la Iglesia y explica el desarrollo de la doctrina mariana en los primeros siglos hasta su especial presencia en el Concilio Vaticano II. En la segunda parte sigue el itinerario mariano del documento conciliar que pone en evidencia la contribución de la figura de la Virgen en la comprensión del misterio de la Iglesia.

De esta manera busca poner en evidencia el rol de la Santísima Virgen María en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico y toma en cuenta el desarrollo doctrinal eclesial hasta ahora. En la tercera parte Juan Pablo II pone en relieve el rol especial de María en la historia de la salvación y en la relación especial de María con la Iglesia, su mediación, intercesión, maternidad espiritual y cooperación.

Además, en esta etapa de su magisterio previo al gran Jubileo, Juan Pablo II autoriza en el año 1992 la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, documento fruto de un largo trabajo preparatorio con el aporte de muchos investigadores y especialistas de todas las disciplinas:

Este catecismo es la exposición orgánica y sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la tradición de la Iglesia. Sus fuentes principales son la Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Liturgia y el magisterio de la Iglesia. Está destinado a servir como punto de referencia para los catecismos o compendios que sean compuestos en los diversos países.” (C.E.C.n.11). Está dirigido a los responsables de la catequesis: los obispos, los sacerdotes y a los catequistas (C.E.C.n.12).

La estructura del catecismo se divide en cuatro partes: Primera parte: la profesión de la fe, la segunda parte: Los sacramentos de la fe, tercera parte: la vida de la fe, la cuarta parte: la oración en la vida de la fe. María esta presente en la primera parte en:

  1. la obediencia de la fe (nn.144, 148-149), ejemplo de fe (nn.165, 273), ejemplo de esperanza (n.64), en el credo sobre la encarnación y el nacimiento de Cristo (nn.484-511), en el credo sobre el Espíritu Santo es decir sobre María como madre de Cristo y de la Iglesia nn.(963-975) obra del Espíritu Santo (nn.717, 721-723),
  2. en la segunda parte el culto a María (n.1172) en el memorial (n.1370),
  3. en la tercera parte en la eucaristía dominical (n.2177) y en el primer mandamiento de la Iglesia de oír misa en las fiestas litúrgicas (n.2042),
  4. en la cuarta parte la oración de María (nn.2617-2619, 2622) el camino de oración en comunión con la Santa Madre de Dios (nn. 2673-2679, 2682).

La figura de María emerge así en este catecismo entre el misterio de Cristo y de la Iglesia, ubicada en la historia de la salvación, presente en el culto de la Iglesia y en la oración personal y comunitaria. Es importante la relevancia en lo que se refiere a la acción del Espíritu Santo en María como en la Iglesia y el discurso sobre la gracia y María.

DESPUÉS DEL AÑO MARIANO

Dentro de la gran estructura magisterial de Juan Pablo, entre los años 1990-1999, de cara a la entrada al Nuevo Milenio, por lo cual el Santo Padre vivía un profundo y especial llamado histórico y pastoral, precede al acontecimiento jubilar del 2000 la realización de los diferentes Sínodos, que el mismo convocó para cada Iglesia particular. Los diferentes documentos: Ecclesia in America, Ecclesia in Asia, Ecclesia in Europa, Ecclesia in Africa, Ecclesia in Oceania, reflejan, además de una profunda visión cristológica global, también un unitario enfoque mariológico eclesial dentro del proceso de evangelización renovada y actualizada.

Además de lo hecho a nivel eclesial con los diferentes sínodos convocados, la preparación magisterial catequética para el gran Jubileo del año 2000 no dejó de tener su carácter mariano en los tres años que precedieron el evento: el año del Padre del Hijo y del Espíritu Santo, en cada uno Juan Pablo presenta a María según la líneas del Concilio como Hija Predilecta de Padre, Madre del Hijo de Dios y sagrario del Espíritu Santo donde se de el misterio del la encarnación redentiva y se da el misterio de Pentecostés al comienzo de la vida de la Iglesia. En la persona de María primera redimida se conjuga la presencia del misterio trinitario y partir de ella en la Iglesia se desarrolla la misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso Para Juan Pablo María vive en el misterio de Dios y del hombre abriendo para la Iglesia que fundó su Hijo el carácter permanente de discípula y misionera que encarna y se hace obediente en la fe, evento permanente que marca el comienzo del nuevo milenio. En seguida unos trozos de los dos documentos acerca del gran Jubileo, uno anterior y uno posterior.

Tertio millennio adveniente, Vaticano, 10 de noviembre del año 1994: n.43:

“María Santísima, que estará presente de un modo por así decir « transversal » a lo largo de toda la fase preparatoria, será contemplada durante este primer año en el misterio de su Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre. Su culto, aunque valioso, de ninguna manera debe menoscabar « la dignidad y la eficacia de Cristo, único Mediador ». María, dedicada constantemente a su Divino Hijo, se propone a todos los cristianos como modelo de fe vivida. « La Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo ».

Novo Millennio Ineunte, 6 de enero del 2001, nn. 58-59:

“Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como « Estrella de la nueva evangelización ». La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. « Mujer, he aquí tus hijos », le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia.”.

DESPUÉS DEL GRAN JUBILEO: SU ÚLTIMA PRODUCCIÓN

Del último magisterio mariano de Juan Pablo II se pueden seleccionar tres documentos importantes, uno sobre la importancia renovada del Santo Rosario y el otro el documento Ecclesia de Eucaristia de dedica una parte importante a María mujer eucarística, y por último la aprobación de la publicación por parte del Juan Pablo II del Directorio sobre la piedad popular y la liturgia del 21 de diciembre del 2001 documento de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Este no es directamente parte de la producción de Juan Pablo: él solo fue quien lo aprobó. Con respecto a María considera la importancia del cristocentrismo de toda devoción a María y que debe expresar su dimensión trinitaria, su correspondencia con la Sagrada Escritura y la apertura ecuménica. La parte mariana presenta la siguiente estructura:

Capítulo V, La veneración a la Santa Madre del Señor (183-207): Algunos principios (183-186); Los tiempos de los ejercicios de piedad marianos (187-191); La celebración de la fiesta (187); El sábado (188); Triduos, septenarios, novenas marianas (189); Los «meses de María» (190-191); Algunos ejercicios de piedad, recomendados por el Magisterio (192-207); Escucha orante de la Palabra de Dios (193-194); El «Ángelus Domini» (195); El «Regina caeli» (196); El Rosario (197-202); Las Letanías de la Virgen (203); La consagración – entrega a María (204); El escapulario del Carmen y otros escapularios (205); Las medallas marianas (206); El himno «Akathistos» (207).

El Santo Padre en la Carta Apostólica, Rosarium Virginis Mariae, del 16 de octubre del 2002, reconoce el valor del Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, por ser una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. Para Juan Pablo II la importancia de esta oración se fundamenta en importancia litúrgica que adquiere como la celebración de los misterios de la salvación dentro de la vivencia de la fe en Cristo y en la Iglesia: un misterio sencillo de profesión de fe y de acto de fe que permite una adhesión inmediata de cada fiel en comunión con la contemplación de los datos de la revelación con el misterio de la encarnación anunciación redención.

El Rosario es una continua invitación a la apropiación de la Palabra como María y con María, al asentimiento de la razón y la fe con el corazón, un verdadero camino de contemplación y compromiso. Para Juan Pablo II el Santo Rosario es una oración de gran significación para el comienzo de este milenio donde hay que remar mar adentro para proclamar a Cristo y hacer nuestro el Magnificat de María y anunciar así a Cristo como el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización RVM n.1:

”El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor”.

El otro documento es la Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, publicada el 17 de abril del 2003 presenta unas bellísimas reflexiones sobre María que más allá de su participación en el banquete eucarístico, se puede valorar desde su actitud interior: según Juan Pablo II se puede decir que María es mujer « eucarística » con toda su vida. En el capitulo VI él muestra este punto: En la Escuela de María, mujer eucarística, nn. 53-58. Presentamos un párrafo significativo del texto citado:

N. 56.” María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período post-pascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.”.

APORTES DE CONTENIDO MARIOLÓGICO EN EL ECUMENISMO

Ha sido muy importante en el magisterio de Juan Pablo II su esfuerzo ecuménico. El quiso profundizar el aspecto mariano en la búsqueda de la unidad. El tema de María en su visión eclesial no podía quedar marginado y ser causa de disensión y divisiones entre los cristianos. En muchas actividades, alocuciones, mensajes, intervenciones, documentos el papa siempre miró a María como punto de encuentro para los hijos dispersos. En la catequesis: La Madre de la unidad y de la esperanza, en la audiencia General del 12 de noviembre del 1997, recuerda que María es verdaderamente la madre de la unidad de los cristianos y motivo de esperanza en el camino ecuménico.

Con respecto a los hermanos reformados él reconoce el acercamiento sobre la doctrina mariológica gracias a las contribuciones de teólogos protestantes y anglicanos actuales, es decir sobre la doctrina correspondiente a la maternidad divina, la virginidad, la santidad y la maternidad espiritual de María. Valorar la presencia de la mujer en la Iglesia implica y conlleva a un reacercamiento a la figura de María en la obra de la salvación. Y con respecto a los hermanos orientales los ortodoxos el papa reconoce el honor que le rinden como Madre del Señor y Salvador en venerarla como Madre de Dios y siempre Virgen, en su santidad e intercesión. Por eso personalmente la recuerda con las palabras de San Agustín Mater unitatis. A Ella confía devotamente la esperanza de alcanzar la verdadera unidad en, con y por Cristo. Ponemos algunas referencias ecuménicas y marianas importantes de Juan Pablo II:

Redemptoris Mater 25-3-1987. El camino de la Iglesia y la unidad de todos los cristianos: nn. 29-34.

N.6” La enseñanza de los Padres capadocios sobre la divinización ha pasado a la tradición de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio común. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios ha pasado al hombre para que el hombre pase a Dios. Esta teología de la divinización sigue siendo uno de los logros más apreciados por el pensamiento cristiano oriental.

En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo «muy semejantes» a Cristo: los mártires y los santos. Y entre éstos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cfr. Is 11, 1). Su figura no es sólo la Madre que nos espera sino también la Purísima que -como realización de tantas prefiguraciones vetero-testamentarias- es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo.”.

Fuente: Padre Antonio Larocca smc para campus.udayton.edu


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