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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Visión de Jesús en el Monte de los Olivos, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: «¡Montes, cubridnos!». Les dijo también: «Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea».

Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: «Aunque todos se escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré». El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: «Aunque tenga que morir con Vos, nunca os negaré». Así hablaron también los demás. Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre ellos la tentación.

Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales. Los Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín, que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.

Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. «Mi alma está triste hasta la muerte», respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres Apóstoles: «Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en tentación». Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto.

Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Me pareció que Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos.

Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; los tomó todos sobre sí, y se ofreció en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: «¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?».

Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: «¡Padre mío, todo os es posible: alejad este cáliz!». Después se recogió y dijo: «Que vuestra voluntad se haga y no la mía». Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte.

Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue adonde estaban los tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: «Simón, ¿duermes?». Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su abandono: «¿No podíais velar una hora conmigo?». Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: «Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?». Jesús respondió: «Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil».

Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Se volvió a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban: «¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?». Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?». Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.

Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo; seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.

Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo.

Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de silencio; me pareció que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.

Habiendo resistido victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: «¿Cuál será el fruto de este sacrificio?». Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles.

Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: «Estad quietos: yo voy a Él». Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: «Maestro, ¿qué tenéis?» . Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: «Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la mía!».

En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba.

Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior.

Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse.

Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.

Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo.

En aquel momento los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: «¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo».

Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte.

Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo. Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Lo aceptó todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.

Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.

Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor.

Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. «Ved aquí a hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber nacido». Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: «Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos». Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo: «Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos». Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el jardín y Getsemaní.

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Foros de la Virgen María Peregrinaciones y Santuarios Tierra Santa

Un paseo por el Jardín de Getsemaní o Monte de los Olivos en Tierra Santa

Jardin de Getsemaní

Getsemaní está cargado de historia de salvación y sufrimiento. Sufrimiento físico y moral. Los dos sufrimientos que llevó Jesús. Aquí Jesús sufrió por toda la humanidad; por ti, por mí, por todos. ¡Nosotros también sufrimos! Qué nuestro sufrimiento no caiga en el vacío.

 

Tumba de la Virgen María

Casi paralela con la entrada a la capilla del Prendimiento se halla la llamada Tumba de Maria, el lugar que de acuerdo a una tradición milenaria fue sepultada María en el momento de su muerte y de allí asciende a los cielos. La tradición e Jerusalén ha colocado siempre el sepulcro de María en el torrente Cedrón según nos lo narran los apócrifos “Dormitio Virginis” y “Transitus Mariae” de los siglos II y III El testimonio más antiguo que poseemos de esta tumba data del siglo V en un documento copto.

La tumba de María, excavada en la roca, fue transformada en Santuario por el emperador Teodosio el Grande. Construida la iglesia superior por el emperador Mauricio en el siglo VI, todo el complejo inferior se convierte en una cripta. Los persas destruyen el templo. A la llegada de los cruzados se reconstruye de nuevo edificando al mismo tiempo un Monasterio-Fortaleza, Santa María en el Valle de Josafat. En 1187 los soldados de Saladino destruyen el templo y el monasterio, pero respetarán la cripta. Posteriormente van a utilizar las piedras del monasterio adyacente para construir las murallas de Jerusalén. El acceso a la cripta y la fachada es cuanto queda del tiempo de los cruzados.

Iglesia Rusa Santa Maria Magdalena

Subiendo un poco en el monte de los Olivos nos encontramos con la Iglesia Rusa de Santa María Magdalena, cuyas cúpulas en la forma típica de cebolla de los templos ortodoxos, destaca en todo el Monte. Fue construida por el Zar Alejandro III de Rusia en el año de 1888 en honor de su madre, pero su interior nunca fue terminado. No recuerda ningún hecho importante mencionado en la Sagrada Escritura. Su belleza, especialmente en los atardeceres, la hacen única en Jerusalén. Cercana a la iglesia de María Magdalena se halla el templo que nos recuerda el llanto de Jesús sobre Jerusalén, el Dominus flevit.

Tanto Marcos como, sobre todo Lucas, nos recuerdan el lamento de Jesús sobre Jerusalén: “Cuando se fue acercando, al ver la ciudad, lloró por ella, y dijo: ¡Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz! Pero tus ojos siguen cerrados. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán con trincheras, te cercarán y te atacarán por todas partes; te aplastarán a ti y a tus hijos dentro de tus murallas. No dejarán piedra sobre piedra en tu recinto por no haber reconocido el momento en que Dios ha venido a salvarte.” (Lucas 19, 41.44)

No existe un lugar concreto seguro relacionado con el llanto de Jesús sobre Jerusalén. Se sabe que en siglo XII ya había una capilla en la zona que conmemoraba el hecho. En el área se encuentra un cementerio judeocristiano, que data de los primeros momentos de la comunidad cristiana en Jerusalén. El templo actual fue construido en 1955 en el solar de la iglesia de un antiguo monasterio bizantino del que se conserva aún partes del mosaico original.

Torre de la Ascención del Señor

Siguiendo el camino del Monte de los Olivos nos encontramos con una torre que nos recuerda el lugar de la Ascensión de Jesús a los cielos, de acuerdo a lo narrado en el Nuevo Testamento. El único testimonio conservado en el evangelio que nos indica que la Ascensión tuvo lugar en el Monte de los Olivos nos lo presenta San Lucas, quien ubica el sitio junto al camino de Betania.

En la segunda mitad del siglo IV la noble romana Poemenia mandó construir en este lugar un edificio de planta circular a cielo descubierto y conocido con el nombre de IMBOMON, el cual fue posteriormente destruido por los persas en el siglo VII. Durante la época de los cruzados el conjunto sufrió una serie de alteraciones, levantándose un convento que fue encomendado a los Canónigos Regulares de San Agustín.

Todo fue destruido en el siglo XIII por los musulmanes a excepción de la parte central desde donde, según la Tradición, Jesús se eleva delante de sus discípulos y deja su huella marcada en la piedra. Los musulmanes convertirán la zona en una mezquita, la cual funciona hasta el día de hoy, permitiéndose la entrada a los cristianos para la veneración del lugar.

Monasterio de Pater Noster

Muy cercana a la torre de la Ascensión se encuentra la Iglesia del Padre Nuestro. El lugar que nos recuerda la enseñanza de Jesús a sus discípulos de la oración del Padre Nuestro se halla enclavado dentro de un monasterio de Carmelitas de Clausura fundado por la princesa de Tour d´Auvergne.

De acuerdo a una antigua tradición Jesús y sus discípulos estuvieron varias veces por la zona ya que se encuentra a mitad de camino entre Betfagé y Betania y Jerusalén. Allí les enseñó el Padre Nuestro. El recuerdo de tal enseñanza perduró largamente ya que cuando Elena, la madre de Constantino, llega a Tierra Santa todavía se hablaba de la enseñanza y manda construir una basílica a la cual le da el nombre de Eleona la cual fue destruida por los persas en el año 614. El culto continuó en la cripta, la cual con el tiempo se llegó a convertir en el cementerio de los obispos de Jerusalén.

En 1929 se comenzó a construir una iglesia en honor del Sagrado Corazón, la cual quedó inconclusa. A lo largo de las paredes del monasterio y de los patios interiores se han levantado unas lápidas en cerámica con la oración del Padre Nuestro en más de ciento treinta idiomas.

Y una vez recorrido el Monte de los Olivos entramos en la ciudad amurallada de Jerusalén, la que conserva la esencia y el recuerdo del rey David, los profetas, Jesús y sus discípulos, la gritería de los romanos, el llanto de sus habitantes al verla destruida.

A lo largo de sus más de tres mil años de historia la ciudad de David ha pasado por etapas de esplendor y de miseria, de gloria y de muerte, pero siempre se ha logrado levantar y sigue siendo la Ciudad de David, la Ciudad de la Paz, la Ciudad Eterna, paradigma de la Eternidad.

Para entrar en la ciudad vieja tenemos ocho puertas, siete de las cuales están abiertas y la octava se abrirá el día en que el Mesías venga, la Puerta Dorada, la de San Esteban o de los Leones, la Puerta de Herodes o de las Flores, La Puerta Nueva, la Puerta de Sión, la Puerta de Jaffa, la Puerta de las Basuras y la Puerta de Damasco.

La ciudad vieja está dividida en cuatro sectores, los cuales, a pesar de estar íntimamente ligados, conservan cada uno de ellos su propia personalidad.

Estos sectores lo son, en la zona Norte de la ciudad, el Barrio Árabe y el Barrio Cristiano, y en la zona Sur el Barrio Armenio y el Barrio Judío.

Según llegamos del Monte de los Olivos entramos en la ciudad a través de la Puerta de Los Leones o Puerta de San Esteban. Estos nombres le vienen por una serie de leones esculpidos en lo alto de la puerta. En tiempo de los cruzados se honró el martirio de San Esteban precisamente a la salida de esta puerta. Al poco de comenzar nuestro recorrido nos encontramos con la Iglesia de Santa Ana, la cual está edificada sobre la zona de la piscina probática del templo de Jerusalén. Entre los años 150 antes de nuestra era hasta el 70 de la era actual encontramos en la zona un lugar de curación. Se había edificado una cisterna y un serie de baños en unas grutas. Una multitud de enfermos buscaba allí la curación dado que no podían acercarse al templo a causa de sus enfermedades. Es allí, cerca de la puerta de las ovejas o Probática, donde Jesús va a llevar a cabo la curación de un paralítico de acuerdo a como lo vemos narrado en el evangelio de Juan:

Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén.

Estanque de Betesda

Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos.

En éstos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese. Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano?

Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo.

Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda.

Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo. Y era día de reposo aquel día.

Basílica de la Agonía o de las Naciones

Saliendo de la capilla del Dominus Flevit, se recorre una vereda empinada y estrecha y después de unos minutos de recorrido, se llega a Getsemaní. El recinto está amurallado. A la entrada, hay muchos vendedores palestinos.
Los franciscanos construyeron la actual basílica entre 1922 y 1924 sobre el emplazamiento de la primitiva bizantina que, en el año 614, destruyeron los persas y que reconstruyeron los cruzados en el siglo XII. Se llama basílica de la Agonía o basílica de las Naciones porque a su construcción contribuyeron, económicamente: España, Alemania, Argentina, Bélgica, Brasil, Canadá, Estados Unidos, Francia, Chile, Inglaterra y Méjico. Cada una de estas naciones tiene dedicada una cúpula de la basílica.

En el tímpano hay un enorme mosaico, visible a gran distancia, que representa a Jesús postrado de rodillas en tierra en actitud de súplica al Padre y de ofrecimiento de sus sufrimientos y de los de toda la humanidad, representada a sus lados por dos grupos de mujeres, hombres y niños. Debajo, sobre los capiteles de las columnas que dan acceso a pórtico, están las estatuas de los cuatro evangelistas.

La basílica tiene tres naves. Columnas de mármol sustentan doce cúpulas. La del centro es donación de la Adoración Nocturna de España. La iluminación es escasa. Se percibe una tenue luz violácea producida por la luz exterior que se filtra por amplios ventanales de alabastro translúcidos. La parte central es la única que está iluminada con luz artificial. En el ábside central, un mosaico reproduce a Jesús postrado en una roca entre olivos. En los ábsides laterales se representa el beso de Judas y la prisión de Jesús. Estas representaciones y el ambiente tenebroso de las naves ayudan a evocar la tristeza y angustia que allí sufrió Jesús e invitan al recogimiento y a la oración.

En el muro de la derecha hay un bloque de piedra en el lugar donde la tradición sitúa a los tres discípulos predilectos cuando escuchaban las palabras de Jesús: Mi alma siente angustias de muerte; quedaos aquí y orad conmigo para no entrar en tentación.

Interior del Huerto de los Olivos

Se puede visitar el huerto donde Jesús pasó las horas más amargas, angustiosas y tristes de su vida. Contemplamos los olivos milenarios de troncos anchos, rugosos, retorcidos, atormentados. Son los retoños de los que vieron la agonía de Jesús. Tito, cuando cercó Jerusalén, cortó todos los árboles, pero el olivo rebrota de su propia cepa. Un olivo, más joven, tiene un letrero que dice: plantado por el papa Pablo VI en su viaje a Tierra Santa.

Los estudios científicos realizados con carbono 14 certifican una antigüedad de 20 siglos a estos olivos. ¡Son los de la época de Cristo, los que presenciaron su agonía y su prendimiento! Son los olivos que contempló Jesús, testigos mudos de tan tremendos acontecimientos. ¡Si pudieran hablar, si pudiéramos escuchar las historias de que fueron testigos! Sería terrible, pero a la vez consolador.

Generalmente hay peregrinos de muchas naciones en todos los lugares de Getsemaní. Para celebrar la Eucaristía hay que esperar a que termine cada grupo. Hay un pasillo entre el huerto de olivos y la Basílica de la Agonía donde continuamente pasa grupos de peregrinos.

Cuando Jesús terminó de celebrar la última cena en el Cenáculo, descendió por el torrente Cedrón y vino aquí a Getsemaní. Se retiró de sus apóstoles a un tiro de piedra. A unos 100 metros de aquí está la gruta donde se quedaron los apóstoles. Velad y orad para no caer en tentación, les dijo. El se retiró a la roca que hoy está dentro de la basílica. Vive la escena con tal fuerza, siente una soledad tan terrible y tremenda que necesita la compañía de los suyos y va a buscarlos y los encuentra dormidos. Velad y orad para no caer en la tentación, les dice. La escena se repite así hasta la tercera vez que les dice: ya podéis dormir, haced lo que queráis, porque ya viene el que me va a entregar.

Gruta del Prendimiento

Junto al Huerto de los Olivos se encuentra la pequeña capilla dentro de una gruta natural que nos recuerda el prendimiento de Jesús. Ya desde el siglo IV era venerado este lugar como el del Prendimiento.

Entonces Judas viene con los esbirros y le da el beso, aquí, a 100 metros, en la Gruta del Prendimiento. Este es el lugar de sufrimiento de aquella noche trágica del jueves al viernes santo. Jesús vive ya la tragedia en su corazón. Es uno de los lugares que el papa Pablo VI vivió con gran fuerza cuando vino aquí como peregrino. Al llegar a la roca se arrodilló y de alguna manera se echó sobre ella. Creyeron que se había desmayado o que le había pasado algo. Pero cuando el secretario iba a ayudarle, dijo: No. Dejadme que quiero experimentar el dolor que Nuestro Señor vivió en este lugar.

Altar de la Roca de la Agonía

Generalmente se celebra la Eucaristía en el altar de la roca de la Agonía.

La roca está cercada por una corona de espinas de bronce con cálices, golondrinas y palomas de alas abatidas. Es la roca sobre la que Jesús, postrado rostro en tierra, oró y suplicó, con fuerte clamor y con lágrimas, al Padre, y la que se empapó con las gotas de sangre y las lágrimas que le caían de su frente.

Fuente: P. Tomas del Valle-Reyes y otras



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