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Triduo Pascual: desde el Jueves al Domingo Santo

Se conoce como Triduo Pascual a los tres días en que los católicos celebran la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Comprende el tiempo desde la tarde del Jueves Santo, hasta la tarde del Domingo de Pascua. Es el corazón del año litúrgico.

La expresión Triduo pascual, aplicada a las fiestas anuales de la Pasión y Resurrección, es relativamente reciente, pues no se remonta más allá de los años treinta del siglo XX.

Conmemora, paso a paso, los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, desarrollados en tres días.

El triduo estaba formado originariamente por el Viernes y el Sábado santos como días de ayuno, lectura de la pasión y vigilia, junto al Domingo de Resurrección. Posteriormente, entre los siglos III y VIII se añadió el Jueves, que en realidad era el último día de cuaresma y tiempo para preparar el triduo. Estos tres días santos son culminación celebrativa de todo el año litúrgico, retiro espiritual de los creyentes en comunidad y momento principal de decisiones cristianas.

En la Pascua celebramos el memorial de la liberación salvadora (tránsito de Jesucristo de la muerte a la vida), mediante el cual recordamos el pasado, confesamos la presencia de Dios en el presente y anticipamos el futuro. En estricto rigor, la Pascua de Cristo es el paso «de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Toda la vida de Cristo es una Pascua: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28).

EL JUEVES SANTO

El Triduo Pascual comienza con la misa vespertina de la Cena del Señor del Jueves Santo, día de reconciliación, memoria de la eucaristía y pórtico de la pasión. Se celebra lo que Jesús vivió en la cena de despedida: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva» (1 Cor 11,26).

Después de una introducción al sentido de la reconciliación previa al triduo, se canta algo apropiado y se hace oración. Dos o tres lecturas bíblicas ayudan a tomar conciencia mediante un examen concreto, hecho eventualmente entre varias personas, según el tema elegido para la revisión. Se puede introducir un gesto penitencial, como es el encendido o apagado de algunas velas, la quema de papeles en un brasero, romper una vasija de barro, etc. Si la comunidad es grande -y en tanto sea posible-, se divide en grupos para tomar conciencia de los pecados. Luego se pide perdón por medio de unas peticiones preparadas; si es posible, se hace también de manera espontánea y se invita a la reconciliación con un silencio prolongado.

Hasta el siglo VII, el Jueves Santo fue día de reconciliación de pecadores públicos, sin vestigios de eucaristía vespertina. A partir del siglo VII se introducen en este día dos eucaristías: la matutina, para consagrar los óleos (necesarios en la vigilia), y la vespertina, conmemoración de la cena del Señor. Todo el misterio del Jueves Santo y del Triduo Pascual se contiene en estas palabras de Juan (13,1): «Era antes de pascua (judía). Sabía Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre (Pascua de Cristo); había amado a los suyos (entrega, Jueves Santo) que vivían en medio del mundo y los amó hasta el extremo (muerte, Viernes Santo). Estaban cenando (eucaristía, pascua cristiana)»… En la eucaristía del Jueves Santo, la Iglesia revive la última cena de despedida de Jesús y celebra la caridad fraterna por medio de dos gestos: uno, testimonial (el lavatorio); el otro, sacramental (la eucaristía).

Con la misa vespertina del jueves comienza actualmente el triduo. Por eso se afirma que el Jueves Santo es «conmemoración de la cena del Señor». Todas las lecturas de este día evocan la entrega de Jesús, que cumple con el viejo rito de la antigua pascua (la lectura), ofrece su cuerpo en lugar del cordero (2ª lectura) y proclama el mandamiento del servicio (evangelio). Pero, al mismo tiempo, Jesús es entregado por Judas y abandonado por los demás discípulos.

Actualmente, al haber declarado Caritas el Jueves Santo como «día del amor fraterno», tanto la institución de la eucaristía como la del sacerdocio han pasado, por así decirlo, a un segundo plano. Sólo quienes participan en los oficios litúrgicos se dan cuenta del misterio que entraña este día.

La celebración vespertina exige una preparación de la capilla o iglesia. Conviene dar un realce especial a la mesa, que, a ser posible, debería ser grande y estar bellamente adornada. El monumento puede hacerse en una mesa sencilla, con vajilla adecuada, de tipo rústico. Se sitúan en el centro del presbiterio los utensilios necesarios para el lavatorio: jarra con agua, jofaina y toalla. Cabe empezar esta celebración fuera, en un patio -si es posible-, con una preparación especial para disponernos a comenzar. Entramos cantando. Transcurre la celebración según el ritual oficial. Después de la primera lectura (Ex 12) se prepara con cierta solemnidad la mesa. Un símbolo importante del Jueves Santo es el lavatorio de los pies, en el que sería bueno que participara el mayor número posible de fieles, y que se hiciera en silencio. Un canto de caridad puede preceder o seguir a este gesto. Después podemos darnos la paz. Se hace una catequesis adaptada a los niños presentes, sobre el sentido del lavatorio en el que participan. En general, puede oírse en estos momentos música clásica, polifonía o canto gregoriano.

Ciertamente, el lavatorio de los pies es un gesto extraño a nuestra cultura, pero ha sido transmitido por los oficios de este día y significa un servicio que exige y requiere humildad. El «monumento» podría situarse en un sitio apropiado del templo, donde se celebrará la «hora santa» Termina el jueves con una oración prolongada personal en silencio.

La hora santa puede hacerse, bien el Jueves Santo por la noche, bien el Viernes por la mañana. Se preparan textos bíblicos, cantos o música para ser oída, fragmentos religiosos literarios, noticias sucintas del mundo, oraciones de petición o de acción de gracias y breves revisiones personales de vida. Recuérdese que el lenguaje religioso o litúrgico es en forma directa, dirigido a Dios. Como texto bíblico, puede utilizarse el discurso de despedida de Juan (caps. 13-17), las «siete palabras» o el itinerario del «via crucis». La experiencia nos dice que esta oración personal es una de las más importantes del año. Podemos contar también con la oración oficial de las Horas.

EL VIERNES SANTO

El Viernes se centra en el misterio de la cruz, instrumento de suplicio y de muerte (madero), pero sinónimo de redención (árbol). En el hecho de la cruz se refleja el sufrimiento de Cristo, como el amor que se anonada, y el juicio de Dios, junto al pecado de la humanidad, presente en el anonadamiento de Jesús por Dios. Este día, denominado antiguamente al modo judío parasceve (preparación), es hoy «celebración de la Pasión del Señor». Conmemoramos la victoria sobre el pecado y la muerte. Jesús murió el 14 de Nisán judío, que aquel año fue viernes. La Iglesia decidió conmemorar la muerte de Cristo en viernes, y su resurrección en domingo.

La actual celebración del Viernes Santo responde a la antigua liturgia cristiana de la palabra, tal como la describe Justino hacia el año 150: proclamación de la palabra de Dios, seguida de aclamaciones, oración de la asamblea por las intenciones de la comunidad y bendición de despedida. La liturgia de la palabra, sin eucaristía, era común en Roma los miércoles y viernes, a la hora de nona, hasta el siglo Vl. En el Viernes Santo se celebraba, desde el siglo IV, un oficio de la palabra propio del día, con los elementos actuales: lecturas, oraciones solemnes, adoración de la cruz y comunión.

La actual celebración del Viernes Santo es austera: gira en torno a la inmolación del Señor. Se introduce la celebración mediante una catequesis apropiada sobre el relato de la Pasión. Comienza por un rito inicial antiguo, la postración del celebrante y de sus ayudantes en silencio. La primera lectura, denominada «Pasión según Isaías», es el cuarto canto del siervo de Yahvé, aplicado proféticamente a Jesús. En la segunda lectura, el siervo es el sumo sacerdote que se entrega por los demás. El evangelio es el relato de la Pasión de San Juan, donde la cruz es la suprema revelación del amor de Dios. Puede leerse la Pasión entre varios, dividida en cinco escenas: huerto de los olivos, interrogatorio religioso, interrogatorio político, crucifixión y sepultura. Se intercalan entre escena y escena momentos de oración, canto o música y reflexión. Un texto largo, como el de la Pasión, se sigue mejor con el mismo en la mano y, por supuesto, en posición sedente. A la hora de la crucifixión se pueden clavar dos tablas grandes que formen luego una cruz.

Al final de la lectura evangélica, las personas que se han identificado con los personajes principales de la Pasión expresan en voz alta y de forma directa una reflexión actualizada. Se comienza diciendo, por ejemplo, «yo soy Pedro», «soy la Magdalena», etc. Sigue la oración universal, formulario romano del siglo v. Las oraciones solemnes y los improperios caben ser revisados cada año. Después es adorada la cruz (una sola, no varias) por el pueblo, precedida de su ostentación ante la asamblea: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo». A la adoración de la cruz le precede una monición adecuada y la lectura de la «Pasión según Isaías».

El gesto de adoración se hace espontáneamente, como cada persona lo desee, mediante un beso, abrazo, inclinación, de rodillas, tocando el madero, etc. Los matrimonios pueden ir juntos a adorar la cruz, a ser posible con sus hijos. Los improperios evocan el misterio de la glorificación de Jesús, que muere herido de amor y de ternura hacia su pueblo. La celebración concluye con la comunión precedida y seguida de una oración comunitaria y personal.

Para nuestro pueblo, el Viernes Santo es un día de dolor, manifestado por dos figuras: el Nazareno y la Dolorosa. Los oficios de este día son desplazados casi totalmente por las procesiones del catolicismo popular. Han decaído las devociones de las «siete palabras» y del «via crucis», actos típicos de la noche del jueves ante el monumento.

LA VIGILIA PASCUAL

La Vigilia Pascual es la celebración más importante del año, la culminación de la Semana Santa y el eje de toda la vida cristiana, hasta el punto de haber sido denominada «madre de todas las vigilias». Sin embargo, todavía está lejos de significar algo importante para nuestro pueblo, que se hace presente, sobre todo, en las procesiones del viernes. Para muchos de nuestros fieles sigue siendo el Viernes Santo el día decisivo. Con todo, la resurrección de Jesús es dato básico de la confesión de fe, comunicación de nueva vida e inauguración de nuevas relaciones con Dios.

Según la actual liturgia, el sábado es día de meditación y de reposo, de paz y de descanso, sin misa ni comunión, con el altar desnudo. La Vigilia Pascual más antigua que se conoce es del siglo III. Hacia el año 215, según la Tradición de Hipólito, el bautismo era celebrado, con la eucaristía, en la Vigilia Pascual. Esto se generalizó en el siglo IV. A finales de este siglo algunas Iglesias introdujeron el lucernario pascual, que finalmente se extendió a todas partes. A partir del siglo Xll se comenzó a bendecir el fuego.

Con la noche del sábado se inicia el tercer día del triduo. Según el misal, es noche de vela. Está constituida por una larga celebración de la palabra que acaba con la eucaristía. Se inicia el acto con una hoguera. En un primer momento, puede prenderse un «fuego de campamento», con cantos jubilosos, danza de niños y mayores alrededor del fuego, y quema de cosas que rechazamos: juguetes bélicos, prensa mentirosa, jeringuillas de droga, etc. e empieza la celebración con una monición para dar sentido a todo el acto, que tiene cuatro partes:

a) La liturgia de la luz

Se desarrolla de noche, fuera del templo, en torno al cirio, símbolo de Cristo, al que siguen los bautizados con sus luminarias encendidas. El lucernario, o rito del fuego y de la luz, tiene su origen en la práctica judía y cristiana primitivas de encender una lámpara a la llegada de la noche, junto con una bendición. Los fieles, con los cirios apagados en la mano, son los «exiliados». Con el fuego se enciende el cirio pascual, y con éste se encienden las velas que portan los fieles; de este modo, se entra en procesión en la iglesia, ya preparada y adornada profusamente. El cirio encendido evoca la resurrección de Cristo. Dentro del templo se proclama el pregón pascual, canto de esperanza y de triunfo; su texto debiera ser propio cada año. Dentro del Exultet caben aclamaciones festivas de la asamblea.

b) La liturgia de la palabra

En esta segunda parte se describe la historia de la salvación. Son fundamentales las lecturas del Génesis (creación), Éxodo (liberación de Egipto), Profetas (habrá una nueva liberación) y Evangelio (proclama de la resurrección). Esta parte consta de una introducción catequética y de varias lecturas que narran la historia de la salvación, hasta llegar al evangelio. Se intercalan las lecturas con cantos, oraciones o noticias breves. Proclamada la resurrección, aplaudimos, cantamos festivamente e incluso puede hacerse una danza, repartirse flores y hasta encender bengalas. Todo gravita en torno a la Pascua del Señor.

c) La liturgia del agua

La tercera parte celebra el nuevo nacimiento. Se desarrolla especialmente cuando hay bautismos, sobre todo de adultos. En el caso del bautismo de niños, los padres hacen la petición, el presidente de la comunidad responde, se convoca a los santos en las letanías, se bendice el agua, se exhorta a la profesión de fe y a los compromisos cristianos y se procede al bautismo. Las promesas bautismales se renuevan estando todos de pie, con los cirios encendidos, mediante un diálogo que concluye con la aspersión. Un gran aplauso rubrica el acto sacramental.

d) La liturgia eucarística

La eucaristía es la cumbre de la vigilia. Los recién bautizados participan activamente en la oración universal, procesión de ofrendas y comunión. Tras una monición adecuada, se procede a preparar solemnemente la mesa con flores, cirios y toda clase de ofrendas, en un «ofertorio» en el que pueden intervenir también los niños (cabe incluso una danza a la hora de llevar los dones). La anáfora también debiera ser nueva cada año. Al final de la fiesta, después de la comunión, se acaba con un encuentro festivo, en el que no debe faltar un sencillo ágape en el que participen todos los asistentes. La eucaristía pascual anuncia solemnemente la muerte del Señor y proclama su resurrección en la espera de su venida.

LA EUCARISTÍA PASCUAL

En la eucaristía del Domingo de Resurrección se comenta la experiencia del triduo, y varios participantes del mismo dan testimonio al reconocer que su vida cristiana se ha visto robustecida por estas celebraciones regeneradoras, al modo de unos «ejercicios espirituales» litúrgicos. El acontecimiento pascual, sacramentalmente celebrado en la eucaristía, no se reduce sólo a Cristo y a la Iglesia, sino que tiene relación con el mundo y con la historia. La Eucaristía Pascual es promesa de la Pascua del universo, una vez cumplida la totalidad de la justicia que exige el reino. Todo está llamado a compartir la Pascua del Señor, que, celebrada en comunidad, anticipa la reconciliación con Dios y la fraternidad universal.

El día pascual de la resurrección, Jesús comió con los discípulos de Emaús y con los Once en el cenáculo. Son comidas transitorias entre la resurrección y la venida del Espíritu. Estas comidas expresan el perdón a los discípulos y la fe en la resurrección. Enlazan las comidas prepascuales de Jesús con la eucaristía. Denominada «fracción del pan» por Lucas y «cena del Señor» por Pablo, se celebraba al atardecer, a la hora de la comida principal. Había desde el principio un servicio eucarístico (mesa del Señor) y un servicio caritativo (mesa de los pobres). Se festejaba el «primer día de la semana», con un ritmo celosamente guardado. Surge así la celebración del día del Señor (pascua semanal), y poco después la celebración anual de la Pascua.

Fuente: CASIANO FLORISTAN ” DE DOMINGO A DOMINGO EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS”

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Historia del Triduo Pascual

El triduo pascual se consideraba como tres días de preparación a la fiesta de pascua; comprendía el jueves, el viernes y el sábado de la semana santa. Era un triduo de la pasión.

En el nuevo calendario y en las normas litúrgicas para la semana santa, el enfoque es diferente. El triduo se presenta no como un tiempo de preparación, sino como una sola cosa con la pascua. Es un triduo de la pasión y resurrección, que abarca la totalidad del misterio pascual…

Así se expresa en el calendario:
Cristo redimió al género humano y dio perfecta gloria a Dios principalmente a través de su misterio pascual: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. El triduo pascual de la pasión y resurrección de Cristo es, por tanto, la culminación de todo el año litúrgico.

Los primeros testimonios explícitos de la celebración anual de la Pascua son de la mitad del siglo II y provienen de las Iglesias de Asia Menor que celebraban la Pascua el 14 de Nisán, día en que los judíos tenían prescrito inmolar los corderos. Estos cristianos, llamados precisamente “cuartodecimanos”, convencidos de que la muerte de Cristo había sustituido el Pesah judaico, celebraban la Pascua ayunando el 14 de Nisán y terminaban el ayuno con la celebración eucarística que tenía lugar al final de la vigilia nocturna entre el 14 y el 15 de Nisán. Las otras iglesias, guiadas por Roma, celebraban la Pascua el domingo después del 14 de Nisán.

Eusebio de Cesarea (+ 339-490) nos informa en su Historia Eclesiástica (5, 23-25) que esta diversidad de fechas provocó una seria controversia entre Roma y las Iglesias del Asia Menor, polémica que llegó a su culmen en tiempos del papa Víctor (193-203). La controversia no consistía en el dilema de si la Pascua recuerda la muerte o si en cambio recuerda la resurrección de Cristo sino en el dilema de si la Pascua debía ser celebrada en el día de la muerte o en el día de la resurrección de Cristo. Es de notar que, en el curso del siglo III, se impone la fecha dominical de la Pascua.

Las más antiguas fuentes que testimonian la celebración anual de la Pascua provienen del área del Asia Menor y son: la Epístola de los Apóstoles, texto apócrifo escrito en torno al 150; la homilía Sobre la Pascua de Melitón de Sardes, del año 165 aproximadamente; una homilía Sobre la Santa Pascua de un Anónimo cuartodecimano de fines del siglo II; más otros textos menores. En estos documentos, la celebración de la Pascua se presenta esencialmente como un ayuno riguroso, generalmente de dos o tres días, seguidos de una asamblea nocturna de oración y lecturas (aparece la lectura de Ex. 12: la inmolación del cordero pascual), concluida luego por la celebración eucarística.

En Occidente, los testimonios sobre las celebraciones pascuales son escasos en los primeros cuatro siglos; luego, en cambio, en los siglos V-VII, son más abundantes. San Ambrosio (+397) y san Agustín (+430) hablan del “triduo sacro” (o “sacratísimo”) para indicar los días en que Cristo ha sufrido, ha reposado en el sepulcro y ha resucitado.

En cuanto a la celebración del Triduo sacro en Roma, cerca del año 416, una carta del papa Inocencio I al obispo Decenzio de Gubbio, aunque no habla de “triduo”, menciona una celebración especial de la pasión el viernes y de la resurrección el domingo, y también el ayuno del viernes y del sábado. Este mismo documento testimonia que el jueves antes de Pascua no hacía referencia alguna al Triduo sacro pero era el día de la reconciliación de los penitentes. Luego, en el siglo VII, la reconciliación de los penitentes es insertada en el marco de una Misa matutina celebrada en los Títulos romanos (cfr. Sacramentario Gelasiano, nn. 352-367). El mismo Gelasiano (nn. 391-394) es testigo de una segunda Misa, que inicia desde el ofertorio, celebrada en la tarde del jueves en los Títulos, cuyo tema central es la doble “entrega” (= traditio): la entrega que Judas hace de Jesús a sus enemigos, y la entrega que Jesús hace de sí mismo a los discípulos en la Eucaristía. En la Basílica lateranense, en cambio, el Papa celebra a mediodía una Misa conmemorativa de la Cena del Señor, en el curso de la cual son bendecidos el crisma y los oleos (cfr. Gelasiano, nn. 375-390; Gregoriano nn. 328-337).

El Pontifical Romano-germánico del siglo X conoce sólo la Misa crismal (n. XCIX, 222) y la de la tarde (n. XCIX, 252) anticipada ya a la hora tercia, y coloca la reconciliación de los penitentes antes de la Misa crismal (n. XCIX, 224). Los libros litúrgicos del siglo XIII y el Misal Romano pos-tridentino de 1570 tienen sólo el formulario correspondiente a la Misa que recuerda la institución eucarística. La confección del crisma y la bendición de los óleos tienen lugar en las catedrales y son reportadas por los Pontificales (cfr. Pontifical Romano de 1596, Parte III). En el siglo XVI, la única Misa del Jueves santo ya ha sido anticipada a la mañana.

Con respecto a la conservación y adoración del Santísimo Sacramento en el Jueves santo, las primeras manifestaciones las encontramos en los siglos XII-XIII (recordemos que en 1264 Urbano II instituyó la fiesta del “Corpus Domini”). La centralidad que progresivamente adquiere la adoración de las especies sacramentales en la piedad del pueblo cristiano es uno de los elementos decisivos que hará del Jueves santo un día del Triduo sacro.

El Viernes santo en Roma, en el siglo V, según las homilías de san León y la ya citada carta del papa Inocencio I, se celebra exclusivamente una liturgia de la Palabra. A mitad del siglo VII, la liturgia papal nos ha transmitido sólo las oraciones solemnes que pertenecen a la liturgia de la Palabra (cfr. Gregoriano, nn. 338-355). En la misma época, en las iglesias presbiterales de los Títulos, la liturgia de la Palabra es unida a la adoración de la Cruz y a la comunión de todos los participantes con pan y vino consagrados el día anterior (cfr. Gelasiano, nn. 395-418). En los libros litúrgicos de la alta Edad Media, la comunión no es practicada siempre. En los libros litúrgicos del siglo XIII, está prescrita sólo la comunión del Pontífice. Surgirá así la costumbre que reservará la comunión únicamente al presidente de la celebración. Esta norma pasa al Misal de Pío V de 1570 y permanece en vigor hasta la reforma de Pío XII de 1956, que permitirá de nuevo la comunión de todos los participantes.

El Sábado santo fue originariamente un día alitúrgico, dedicado a la oración, a la penitencia y al ayuno.

Momento culminante y núcleo del que ha nacido el Triduo Sacro es la Vigila pascual. En el siglo VII, tiene una rica estructura ritual basada en tres elementos fundamentales: celebración de la Palabra, celebración del bautismo y celebración eucarística (para la liturgia papal: Gregoriano, nn. 362-382; para la liturgia de los Títulos presbiterales: Gelasiano, nn. 425-462). Es de notar que la liturgia de los Títulos inicia con el encendido y bendición del cirio pascual, rito que es acogido sólo más tarde en la liturgia papal.

La celebración de la Vigilia tiende cada vez más a anticiparse a las horas de la tarde hasta que con el Misal de Pío V de 1570 es fijada en la mañana del sábado. En este contexto, aparece y se consolida la Misa del domingo de Pascua: el Gelasiano (nn. 463-467) y el Gregoriano (nn. 383-391) ofrecen cada uno un formulario dominical en el cual la resurrección es presentada como parte del único misterio pascual. Las fuentes posteriores hablarán ya de domingo “de Resurrección”. Respecto al ordenamiento de las lecturas bíblicas de la Vigilia pascual, los autores no están de acuerdo en la interpretación de los datos provistos por los antiguos Leccionarios y Sacramentarios. Según la opinión más común, la antigua liturgia romana conocía dos esquemas de lecturas: uno que forma parte del Gregoriano (nn. 36-372) con cuatro lecturas del Antiguo Testamento más dos del Nuevo, y otro que forma parte del Gelasiano (nn. 431-443) con diez lecturas del Antiguo Testamento más dos del Nuevo. Posteriormente, en el Misal Romano de 1570, las lecturas llegarán a ser hasta doce del Antiguo Testamento más dos del Nuevo. La reforma de Pío XII de 1956 reduce las lecturas y conserva las dos del Nuevo (Col. 3, 1-4; Mt. 28, 1-7).

El Triduo Sacro forma parte de lo que hoy llamamos Semana Santa, la cual tenía ya en los siglos VI-VII su propia personalidad celebrativa, cuyo núcleo central es la pasión del Señor, tema que en los antiguos Sacramentarios da el nombre al domingo que precede al de Pascua. El rito de los Olivos, que en Jerusalén caracterizaba este domingo en la segunda parte del siglo IV, llegará a Roma sólo a fines del siglo X.

En base a artículo del Padre Matias Augé en Messainlatino.it traducido por La Buhardilla de Jerónimo

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Catequesis sobre María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María REFLEXIONES Y DOCTRINA

La Virgen María en la Pascua

La Virgen vivió en el misterio pascual de Cristo porque los preanunció como el acontecimiento salvífico de Jesús.

María vivió de modo perenne el misterio pascual que Simeón le había profetizado. El mismo evangelio recuerda algunas estaciones del vía crucis de María: duda de José sobre su maternidad parto, en Belén, huida a Egipto, pérdida de Jesús en el templo, no aceptación por parte de Jesús en el desarrollo de su apostolado, estando en el calvario a los pies de la cruz.

 

1. ESPIRITUALIDAD PASCUAL

Si deseamos descubrir la nota primaria de la santidad de María, es necesario que la busquemos en la palabra (sobre todo en Juan y Lucas). Lucas nos presenta a María en el momento en que el Verbo comienza en la tierra su misión salvífica. La condición mesiánica de Jesucristo asoma entre aspectos no claramente comprensibles. Es natural que su misma madre no consiga siempre entender (Lc 2,50) y que, en virtud de la actitud pública adoptada por Jesús, se vea ella contestada entre sus parientes (Mc 6,4). Lucas habla de María que crece por el amor que profesaba a su Hijo y por la gracia del Espíritu; la describe en su progresiva conformación con Jesús redentor (Lc 1,38 2,35; 11,28). Juan, en cambio, se preocupa de indicarnos el camino que la comunidad apostólica sigue para comprender, amar y participar en el misterio pascual de Cristo. Presenta a la Virgen unida más que nadie a Jesús, totalmente empeñado en hacer de su hora la hora de la comunidad creyente. Y, con Jesús y en Jesús, también María pasa de Cristo como persona física a Cristo como persona eclesial (Jn 19,25ss), de una maternidad física a una maternidad espiritual y pascual respecto a la iglesia (Jn 16,21).

Lucas y Juan, aunque en perspectivas diversas, proponen la espiritualidad de María dentro del misterio pascual de Cristo. El haber sido concebida inmune del pecado original no impide que esté siempre necesitada de ser redimida, bien porque tenía una naturaleza humana marcada por las consecuencias del pecado (como en Cristo, 2Cor 5,21), bien sobre todo para renacer como Espíritu comunicable con la vida divina. La Virgen inmaculada pudo vivir como dolorosa en plena solidaridad con Cristo redentor y con nosotros, pecadores penitentes.

La Virgen vivió la participación virtuosa en el misterio pascual de Cristo con múltiples modalidades. Ante todo preanunció, a modo de signo y de símbolo, el acontecimiento salvífico de Jesús (Jn 2,1-11; LG 58). Por otra parte, es propio de toda alma unida a Cristo ser profeta del reino. Y esto más todavía para la persona virgen. En segundo lugar, María convivió la experiencia pascual singular que Cristo iba realizando para la salvación de la humanidad. La espiritualidad de María no es autónoma; es puro reflejo de la espiritualidad pascual de Jesús. Cuando en la anunciación le dice María al ángel: «¿Cómo es posible? No conozco varón» (Lc 1,34), no objeta propiamente el hecho de su virginidad, sino que pregunta cómo puede participar en la historia de la salvación. El ángel le recuerda que el acontecimiento salvífico es la manifestación de la omnipotencia divina: «Nada es imposible para Dios» (Lc 1,37).

A veces nos sentimos propensos a imaginar a María como ejemplar de una vida íntima, concentrada toda en la esfera privada, deseosa de ocultarse. Sin embargo, los relatos del nacimiento y de la infancia de Jesús —referidos por Lucas tal como María misma los refirió (Lc 1-2)— muestran que María vivía su existencia en una dimensión profético-salvifica, visión salvífica que explota en el Magnificat. Al hacerse enteramente disponible a la gracia pascual de Cristo, mostró que aspiraba de modo profundo a vivir para la santificación de todas las almas. Como Jesús y en Jesús, vivió en servicio de holocausto por todos nosotros (cf LC 60).

M/DOLOROSA: El misterio pascual de Cristo lo vivió María no solamente por los otros, sino fundamentalmente también para hacer resurgir su ser virginal a la vida nueva según el espíritu. Éste es el sentido de la profecía de Simeón: «Y una espada traspasará tu alma» (Lc/02/35). La existencia humana de la Virgen debe ser desgarrada y destruida para resucitar con Jesús.

El evangelio nos recuerda un aspecto de la experiencia personal de María: en su maternidad. La Virgen concibió y experimentó la progresiva separación de Jesús de su existencia como un morir progresivo según la carne para renacer según el espíritu. Separación inicial en el nacimiento (Lc 2,7), acentuada cuando Jesús niño muestra la independencia natural de su edad, pero para ejercer tareas que su Padre le había asignado (Lc 2,41ss): con el bautismo recibido de Juan abandona definitivamente la casa familiar (Lc 3,21ss); separación que se consuma con la muerte de Jesús en la cruz, en la cual él confía su madre al discípulo predilecto (Jn 19,26s). En correspondencia con este progresivo morir al vínculo físico con Jesús (kénosis mariana), María lleva a cabo una unión y uniformidad correspondiente con Jesús como Espíritu resucitado. La Virgen tuvo en perenne gestación al Señor, desde una procreación física a una procreación pneumática. Jesús mismo invitó explícitamente a su madre a introducirse en esta maternidad salvifico-pascual. Cuando le dicen a Jesús que «su madre, sus hermanos y hermanas» le llaman (Mc 3,31-32), él precisa: mi madre es aquella que «hace la voluntad de Dios» (Mc 3,33-35; Lc 11,27-28). En las bodas de Caná Jesús rechaza la pretensión de María de querer basarse en su maternidad humana («Mujer, ¿qué hay entre tú y yo?», Jn 2,4). Al morir en la cruz, le reconoce que con su participación en su misterio pascual ha adquirido una maternidad eclesial (Jn 19,26-27).

María vivió de modo perenne el misterio pascual que Simeón le había profetizado con claridad (Lc 2,22s). El mismo evangelio se apresura a recordarnos algunas estaciones del vía crucis de María: duda de José sobre su maternidad parto, en Belén, huida a Egipto, pérdida de Jesús en el templo, no aceptación por parte de Jesús en el desarrollo de su apostolado, a los pies de la cruz. Verdaderamente María vivió el «misterio de la redención con él y bajo él, por la gracia de Dios omnipotente» (LC 56). Esta vida suya tejida de vía crucis es la que la piedad popular ha venerado e imitado sobre todo en María madre dolorosa, aunque resulta para nosotros inefable su resurgir según el Espíritu de Cristo, resurgir realizado progresivamente ya en su vida terrena.

EI hecho de que María fuera introducida a vivir con Cristo y en Cristo el misterio pascual nos ayuda a comprender lo que para ella significó ser proclamada kejaritoméne (Lc 1j28.35-46), es decir, objeto por excelencia de la benevolencia de Dios. Ella fue privilegiada por puro don de Dios en participar de modo singular en el misterio pascual del Señor. Esta es su grandeza primaria (LG 65). Verdaderamente fue la madre que se asoció a Cristo en su nacer como Espíritu resucitado. En ese sentido, los padres (san Agustín, Sermo 215,4: PL 38,1074; san León, Sermo I in nativitate 1: PL 54,191) y el Vat II (LG 64) han afirmado que María concibió a Jesús antes «en su espíritu que en su seno».

V-ESPIRITUAL/QUE-ES: Precisamente porque la espiritualidad de María se centró de modo singular en la participación de la existencia pascual de Cristo, es «evidentemente maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos» (MC 21). Vida espiritual significa dejar que el misterio pascual nos impregne hasta hacernos seres pneumatizados.
Si nos transformamos así, somos como aferrados por el Espíritu de Cristo; nos hacemos dóciles a sus carismas. La Virgen, por el hecho de estar inmersa en el misterio pascual del Señor, fue enteramente pneumatizada, o sea, hecha totalmente disponible para ser del todo poseída en su ser humano por el Espíritu Santo. Luis M. de Montfort observa M/ES: «He dicho que el Espíritu de María es el Espíritu de Dios. Ella, en efecto, no se dejó nunca conducir por su propio espíritu, sino siempre por el Espíritu de Dios, el cual se hizo su dueño hasta el punto de convertirse en el espíritu mismo de María». María nos enseña y nos educa para adherirnos a Dios en Cristo, hasta convertirnos en un solo Espíritu con el Señor. Ella fue dirigida por el Espíritu, porque ya en la tierra se dejó animar íntimamente por el misterio pascual del Señor.

 

2. VIRTUDES EVANGÉLICAS

El evangelio nos ha indicado la opción fundamental de la vida espiritual de María: sumergirse cada vez más en la economía pascual salvífica hasta ser del todo dócil al Espíritu de Cristo que obraba en ella. La cristiandad primitiva, para evidenciar que María había vivido una experiencia espiritual caracterizada por el continuo pasar del vivir según la carne al vivir según el espíritu, solía afirmar que la misma madre de Jesús había tenido imperfecciones (así Mt 12,45ss; Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Basilio, Crisóstomo, Efrén y Cirilo de Alejandría). Sucesivamente, la reflexión teológica eclesial consigue conciliar la concepción inmaculada de María con su inevitable experiencia pascual. Reconoce que María es toda santa; desde su concepción está inmune de cualquier culpa. Con todo, siendo de carne, no podía considerarse salvada (o sea, hecha partícipe de la vida divina bienaventurada) a menos de resucitar como espíritu. Recibe la gracia de ser espíritu participando en el misterio pascual de Cristo.

La Virgen, para favorecer la obra del misterio pascual en su ser personal, se abandonó totalmente al Espíritu. Ello le fue posible porque creó el vacío en sí misma, se constituyó en «la pobre de Yavé» (Lc 1,38), enteramente dispuesta a dejarse instruir por el Espíritu (Jn 16,13). Por eso el ángel Gabriel se presenta de modo diferente a Zacarías y a ella (Lc 1,1ss). Zacarías tiene una visión solemne exterior del ángel, «como acaece a tantos otros santos de la antigua alianza. En el relato de la anunciación a María no se habla de una visión exteriorizada; no es que el ángel no fuera visible…, sino que María no creyó deber precisar esta aparición… Es en lo interior de su ser donde María encuentra verdaderamente a su Dios; sólo su palabra es importante, y no la aparición visible de su mensajero».

Ser evangélicamente pobre significó para María ser humilde ante Dios y afable en relación con los hombres. Permaneció humilde ante Dios Padre, reconociendo que cuanto tenía era todo don divino gratuito. Pudo recibir tanto porque fue consciente de no valer nada por sí misma: Dios «ha mirado la bajeza de su esclava» (Lc 1,48). María lee toda su experiencia espiritual a la luz de la pobreza, de acuerdo con la ley de Dios que «confunde a los engreídos en el pensamiento de sus corazones y levanta a los humildes» (Lc 1,51s). Porque es la pobre de Yavé, supo ser también amable con los demás. No maldijo ante el hijo crucificado, sino que se asoció a él como corredentora corresponsable.

M/FE: María se hizo disponible al Espíritu no sólo a través del estado de sierva humilde, sino también mediante el ejercicio cada vez más perfecto de las virtudes teologales. Para ella, vivir las virtudes teologales significó abandonarse al Espíritu pascual del Señor. Ante todo, la Virgen tuvo una alta experiencia de la virtud de la fe, concentrada fundamentalmente en la capacidad salvífica del misterio pascual de Cristo. Esta fe, además de estar basada en el misterio pascual, se fue desarrollando según la evolución pascual de kénosis-glorificación. El Vat II habla de «peregrinación de la fe» en María (LC 58) ya que la profundizó entre oscuridades, y quizá entre alguna inquietud de duda. No se trata de dudas pecaminosas acerca de la fe, sino al modo de la «noche oscura» propia de las almas místicas. Estamos ante una constante y profunda purificación pascual de la fe en María. En el encuentro de Jesús en el templo Lucas dice de José y María: «Y ellos no comprendieron» (Lc/02/50; cf 1,34). También en relación con el apostolado discutido de Jesús observa Marcos: «Oyendo esto los suyos, salieron para llevárselo con ellos, pues decían: Está fuera de si (…). Llegaron la madre y los parientes de Jesús y, quedándose fuera, lo mandaron llamar» (Mc 3,21.31). Madurando en la fe, María supo romper las limitaciones de su racionalidad abriéndose a la luz del Espíritu; dejándose «reformar mediante la renovación del entendimiento», supo «distinguir cuál era la voluntad de Dios» (Rm 12,2). Cuando alcance una cierta maduración pascual de la fe, igual que los apóstoles lo «comprenderá retrospectivamente todo» acerca de su vida y de Jesús. Por esta fe fue llamada María dichosa por el ángel (Lc 1,35), por su prima Isabel (Lc 1,45) y por el mismo Jesús (Lc 11, 28). Fe que crecerá en ella hasta saber expresarse «con los ojos de la Paloma».

María se afirmó como la mujer rica en esperanza. Una esperanza no centrada en su futuro personal propio ni en su ámbito familiar, sino abierta a la liberación de los pobres y de los explotados dentro de la amplia perspectiva salvífica mesiánica. Es la alegría de descubrir a Dios presente en la historia humana y dedicado a completar su creación; es el júbilo que María proclama en el himno sublime del Magnifica’ (Lc 1,46-55) Representar a María como el ejemplar de la mujer dócil, que se somete pasivamente a las injusticias, que se muestra insensible en medio de las situaciones deshumanizadoras, «es una forma de seducción, una manipulación calculada del espíritu». En un canto popular resuena la afirmación: «María, nuestra esperanza». La virgen María es el símbolo en el que se retraduce el deseo revolucionario de los pobres en sentido humano y espiritual. Pecadores, pobres, marginados, afligidos ven en María el ejemplar de una vida nueva de bien, activa y heroica, que va más allá de toda utilidad personal. «No me sorprende, pues, que las insignias bajo las cuales frecuentemente se han reunido los indios y los campesinos a lo largo del curso de la historia revolucionaria de Méjico hayan sido las de una mujer, nuestra Señora de Guadalupe».

M/VIRGEN: María es «modelo y ejemplar acabadísimo» no sólo de la fe y de la esperanza, sino sobre todo de la caridad (LG 53.63). Por vivir unida al misterio pascual de Cristo, pasó a un amor cada vez más genuinamente caritativo. El amor del Espíritu se hizo en ella hasta tal punto presente, que al final su ser carnal ya no supo sobrevivir. Murió de amor. Su misma virginidad no fue otra cosa que amar a Dios en Cristo con un corazón indiviso. Virginidad como experiencia perenne de perfecta caridad. Fue la mujer de un único amor; amor de alcance pneumático. Su misma concepción materna fue virginal en cuanto que confirmó y profundizó su perfecta caridad en Dios (cf san Agustín: PL 38,1074; san León M.: PL 54,191B). En este sentido escribía san Agustín: «Si un Dios debe nacer, no puede nacer más que de una virgen; y si una virgen debe engendrar, no puede engendrar más que a un Dios» (De Trinitate 13: PL 18,23). Su virginidad (como expresión de amor caritativo total) fue profundizándose a medida que su ser se volvió resucitado en Cristo, hasta convertirse en «virgen inefable» cuando resucitó a la vida bienaventurada. La virginidad es el estado de amor caritativo, propio de todos los resucitados a la vida bienaventurada (Lc 20,34ss; Mc 12,25; Mt 22,30); es ser antorcha viviente que arde con la luz y el calor del Espíritu.

La caridad divina, tal como se manifestó en el Verbo encarnado, es donación total al servicio de los otros (cf IJn 4,8.16). «El mayor sea como el que sirve» (Lc 22,26; Jn 13,13). Es el modo como María vivió y sigue viviendo su caridad, de suerte que se puede autodenominar «esclava del Señor» (Lc 1,38.48; cf LG 55), que se da toda al servicio de Dios Padre y de los hombres. Los estados virtuosos evangélicos (pobreza, fe, esperanza y caridad), por haber sido vividos por la Virgen en perspectiva esencialmente pascual, se manifestaron en una clara dimensión eclesial. Fueron proféticos y, a la vez, altamente expresivos de la experiencia virtuosa que caracterizó a la iglesia apostólica. Y si estos estados virtuosos tuvieron en María también momentos de angustiosa fragilidad, fue siempre para testimoniar el futuro peregrinar doloroso y pascual del pueblo de Dios.

  

María en el itinerario Espiritual de la iglesia y del cristiano

1. MARÍA, MODELO ESPIRITUAL ECLESIAL DEL CRISTIANO

Para comprender cualquier espiritualidad cristiana, y también la de María, debemos meditarla en el contexto del misterio pascual. Meditando la existencia de María a la luz del misterio pascual, se ve que la Virgen es engendrada como criatura nueva por el único mediador, Jesús (LG 60). Conforme Jesús avanzaba en experiencia pascual, engendraba de modo paralelo según el Espíritu a su madre. Ya Dante pudo invocarla como «hija de tu Hijo» (Paraíso 33,1). Y puesto que aquel al que el Espíritu del Señor redime es elevado a instrumento generador del Cristo total, María misma «cooperó con su caridad al nacimiento de los fieles en la iglesia» (san Agustín, De virginitate 6: PL 40,399; LG 53). Ella es la «madre de los vivientes» (Epifanio, Haeret. 78,18: PG 42,728-729 LG 56). Como María, también la iglesia —por el hecho de haber sido engendrada por el Espíritu de Cristo— igualmente «engendra a una vida nueva e inmortal a sus hijos’ (LC 64): «no cesa nunca de engendrar en su corazón al Logos» integral (Hipólito De Antichristo 61 GCS 1,2,41). He ahí por qué «María significa iglesia» (Isidoro de Sevilla. Alegorías 139: PL 83, 117C).

Nosotros, como miembros de la iglesia viva, somos asimilados a María, modelo de la iglesia. Debemos estar disponibles para dejarnos regenerar de un modo total por el Espíritu (cf san lldefonso, De virginitate perpetua sanctae Maríae 12; PL 96,106; León Magno, Sermo 26,2: PL 54,2138) y, juntamente, sentirnos corresponsables con el Espíritu de Cristo en hacer resurgir a nosotros mismos y a los demás a la vida nueva del amor. «Toda alma lleva en sí como en un seno materno a Cristo» (Gregorio Nac., De caeco et Zachaeo 4: PG 59,605. Cf san Ambrosio, De virginitate 4,20: PL 16,271B). «Son mi madre, dice el Señor (Mt 12,50; Mc 3,34), los que cada día me engendran en el corazón de los fieles» (Rábano Mauro, Comm. in Mt. 4.12: PL 107,937D). En el aspecto espiritual, verdaderamente «María se ha convertido en iglesia y en toda alma creyente» (Ruperto de Deutz: PL 169,1061D). En virtud de su participación en el misterio pascual, toda la iglesia y cada uno de sus miembros están llamados a desarrollar una espiritualidad mariana, y esa espiritualidad se concreta primeramente en practicar y experimentar una maternidad pascual hacia el Cristo total. Isaac de Stella dice de María y de la iglesia: «Una y otra son madres de Cristo, pero ninguna de ellas lo engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (Sermo Ll In assumptione B. Maríae: PL 194,1863). «Aquélla (María) llevó la vida en el seno, ésta (la iglesia) la lleva en la onda bautismal. En los miembros de aquélla fue plasmado Cristo, en las aguas de ésta fue revestido Cristo» (Liber mozarabicus sacramentorum).

También nosotros, lo mismo que ocurre en María y en la iglesia, vivimos contemporáneamente una filiación y maternidad pascuales en relación con el Cristo total. Nuestra maternidad pascual no consiste en una generación físico-espiritual como en María, ni sacramental como en la iglesia, sino que es experiencial-eclesial. «Los bautizados llevan en sí las características, el tipo y el carácter viril de Cristo porque la imagen exacta del Logos se imprime en ellos y en ellos se genera. Y esto mediante la perfección en la fe y en el conocimiento, de suerte que en cada uno es engendrado Cristo espiritualmente. Por eso se dice que la iglesia está grávida y grita con dolores de parto (Ap 12,2), a fin de que de este modo cada uno de los santos sea engendrado como Cristo mediante su participación en su Espíritu» (Metodio de Filipos, Symposion V111, 8: GCS 90). En el mismo sentido de generación pascual y eclesial interpretaba también san Pablo su acción pastoral: «Sufro dolores de parto hasta que se forme Cristo en vosotros» (Gál 4,19).

Llamados a insertarnos en el contexto de la espiritualidad pascual vivida por María y la iglesia, debemos deducir de esta misma espiritualidad las características fundamentales de nuestra vida cristiana. Ante todo, la espiritualidad pascual mariano-eelesial nos invita a tender hacia el Cristo total resucitado. «En la virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de él» (MC 25). En la tendencia a uniformarnos con Cristo aparece no sólo nuestra conformidad espiritual con María, sino también nuestra diferenciación de ella. María «se asemejó plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan» (LG 59). Por eso la veneramos como asunta. «En la asunción se nos manifiesta el sentido y el destino del cuerpo santificado por la gracia. En el cuerpo glorioso de María la creación material comienza a tener parte en el cuerpo resucitado de Cristo. María asunta es la integridad humana, en cuerpo y alma, que reina ahora intercediendo por los hombres peregrinos en la historia». En María encontramos la máxima densidad cristológico-histórico-salvifica; ella es el signo escatológico de la iglesia peregrina en la tierra; es el anticipo de la iglesia celeste (cf LG 62). María es el signo de nuestro futuro definitivo salvífico en Cristo. «Se puede decir que en la asunción de nuestra Señora el mundo ha sido como perfeccionado, alcanzando su meta: la sabiduría (de Dios) ha sido justificada en sus obras» (Mt 1 1, 19).

María, además de testimoniar nuestro futuro último en el Cristo total, coopera a actualizarlo en nosotros. Respecto a nosotros, enredados en las debilidades mundanas (LG 8), ella se constituye en intercesora. María se ofrece no tanto a escuchar las súplicas por determinados favores nuestros terrenos cuanto a favorecer nuestro ser de resucitados en el Espíritu de Cristo. Su escucha de las invocaciones no es más que el ejercicio de su maternidad pascual en favor de nuestra formación como cuerpo eclesial de Cristo. En segundo lugar, la espiritualidad mariana y eclesial se caracteriza por estar toda ella impregnada de amor caritativo. La caridad distingue la nueva vida resucitada en Cristo es el modo concreto de ser ya desde el presente partícipes de la vida divina. La misma virginidad de María no es otra cosa que una irradiación en todo su ser de una existencia altamente caritativa: es la disposición de su ser total a dejarse amar y amar sin límites a todo y a todos en el Señor. La virginidad en María es el signo que testimonia cómo Dios lleva a cabo el acontecimiento salvífico no mediante el eros sino mediante el ágape. La iglesia (y nosotros en ella), viviendo la maternidad sacramental al modo de María, está llamada a ser el amor virginal a Dios y a los fieles, a ser el testigo terreno de la caridad divina vivida en y por Jesucristo.

María y la iglesia, por estar llamadas a recibir como don y a experimentar la misma caridad del Señor ejercitan su vida espiritual no en virtud propia, sino de Cristo. Están enteramente abandonadas a la acción saIvífica del Señor. La espiritualidad de maternidad mariano-eclesial está estructurada toda ella sobre la humildad del siervo inútil (Lc 17,10) Dios eligió lo necio del mundo» para llevar a cabo la salvación entre los hombres (cf ICor 1,28).

En el aspecto espiritual es posible invertir lo que acabamos de decir. En vez de partir de la espiritualidad de la virgen María para comprender nuestra espiritualidad en dimensión eclesial, se puede descubrir en la espiritualidad de la Virgen proclamada y venerada en un periodo dado el reflejo de la vivencia Espiritual y eclesial existente. Nos inclinamos a ver en María cuanto anhelamos ser según el Espíritu. Así María revela aquellos valores evangélicos que el Espíritu va sugiriendo y orientando dentro del pueblo de Dios. La Virgen se nos presenta como la manifestación genuina viviente de lo que el pueblo fiel se siente llamado a ser por vocación cristiana en un determinado tiempo. En concreto, se podría afirmar que si las iglesias -católica, oriental ortodoxa y evangélica luterana- conciben de modo parcialmente diverso la espiritualidad de María, ello depende de cómo esas mismas iglesias conciben y viven su misión salvífica en Cristo. Una iglesia, en su misma manera de presentar la espiritualidad corredentora de María, de modo consciente o inconsciente, se describe y presenta con ello a sí misma.

 

2. EXPERIENCIA DE ESPIRITUALIDAD MARIANA EN EL CULTO

La acción litúrgica es anuncio de perspectiva espiritual que debemos adquirir, y contemporáneamente fuente de gracia para realizar cuanto se ha contemplado en la fe (cf SC 10). Captar en su significado la oración litúrgica es precisar la espiritualidad a que tiende la comunidad eclesial entera; y, al mismo tiempo, es testimoniar fe en que tal espiritualidad es predispuesta dentro de nosotros por la acción sacramental de la iglesia. Cuando celebramos la liturgia mariana, no nos limitamos a complacernos en las perfecciones espirituales presentes en la Virgen, sino que al mismo tiempo proclamamos la forma ideal según la cual la comunidad eclesial se va comprometiendo en realizarse. El culto a la Virgen proclama de hecho a María como icono escatológico de la iglesia, y al mismo tiempo es oración al Señor para que actúe esa espiritualidad en la comunidad eclesial (LG 62).

La oración mariana en sí misma está centrada toda ella en un contenido esencial propio. Pide insistentemente al Señor que uniforme enteramente a la comunidad eclesial con su madre; invoca al Espíritu a fin de que derrame el poder pascual generador de María en toda la asamblea orante; suplica al Padre que la caridad pascual de la Virgen pueda ser comunicada al cuerpo eclesial. El culto mariano es «hacer memoria» a Dios Padre de las grandezas que ha obrado en María; es suplicarle para que extienda a nosotros la misma caridad pascual que concedió a la Virgen: es un deseo de poder orar al Señor dentro de la oración practicada por María para atraer al Espíritu Santo a nuestra existencia.

M/DEVOCION: Dentro del fondo cultual mariano, se pueden dar diversas formas de oración. Así, p. ej., en los padres la oración mariana era preferentemente un modo de detenerse a contemplar a María considerada como el designio concreto de la salvación operada por Cristo en la humanidad. En los tiempos medievales se prefería orar a la Virgen estimando que la presentación de su ser nuevo resucitado al Señor era suficiente para obtener una gracia semejante también para nosotros. Al presente, el culto mariano desearía estar todo él inmerso en la historia salvífica, al modo como se estructura el mismo Magnificat. La iglesia actual desea continuar la oración de la Virgen, la cual elevó un himno de gloria al Padre por la presencia en ella del Verbo encarnado. La iglesia tributa alabanza a Dios, que le ha concedido el don de comunicarle el Espíritu de Cristo En este sentido, el Vat II ha afirmado: «La verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la madre de Dios y excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (LG 67).

El florecimiento de la piedad mariana en formas variopintas en la historia eclesial significa que la comunidad cristiana ha ido tomando conciencia en María y con María de algunas perfecciones evangélicas, deseando su adquisición incluso a través de la acción litúrgica. Si esa piedad mariana ha cometido excesos entre el pueblo fiel, es señal del gran enamoramiento que ha nutrido hacia la madre celeste a la luz del evangelio. Los creyentes, al admirar la grandeza de lo humano resucitado en la Virgen, ha sentido confianza ilimitada en su bondad intercesora (cf Dante, Paraíso 33,14ss).

La acción pastoral debería no sólo encaminar a los fieles a una oración teológicamente apropiada hacia la Virgen de modo que aparezca centrada en Cristo (LG 60; MC 2), sino hacer además que se convierta en una eficaz iniciación de vida espiritual del modo como fue experimentada por María. A este fin se sugieren algunas modalidades apropiadas que se han de observar durante la oración mariana: permanecer a la escucha de la palabra y en disponibilidad a la gracia del Señor; introducirse en la oración como en una ofrenda personal al Espíritu de Cristo; dejar transformar nuestra existencia estando y viviendo en comunión eucarística con Jesucristo. De otra forma no seremos auténticos generadores de Cristo en nosotros, como María, sino que provocaremos «un aborto» (como se expresaba san Ambrosio).

 

Espiritualidad mariana para nuestro tiempo

De forma profética ha sentenciado la MC (n. 37): «La lectura de las sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo». Verdaderamente, la comunidad cristiana piensa y contempla a la virgen María según las actuales exigencias espirituales; la siente vivir de manera eminente dentro de sus propias expectativas evangélicas (LG 53). A titulo de ejemplo. podemos recordar algún aspecto de la espiritualidad mariana como hoy es eclesialmente meditada y proclamada. Se siente la necesidad de vivir una espiritualidad que esté centrada en el Espíritu de Cristo (cf PO 18). La Virgen ayuda a comprender en concreto cómo una vivencia cristiana debe considerarse un don del Espíritu. «En ella la iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención» de Cristo (SC 103); a aquella que se ha transformado en espíritu en unión íntima con el Señor resucitado. La misma profundización de la devoción a la Virgen resulta únicamente posible a través de una acentuada unión de amor con el Señor.

La Virgen ayuda a imprimir una orientación espiritual a los actuales movimientos sociales de liberación. Su Magnificat es «el himno de una gran revolución de la esperanza»; es la incitación a derribar a los poderosos de sus tronos y a encumbrar a los oprimidos. La devoción mariana no se agota ya en la petición de gracias suscitando en los devotos una indolente pasividad frente a las situaciones desagradables; orienta para llevar a cabo una efectiva promoción humana en toda sociedad y para cada persona.

M/BELLEZA: María ofrece y comunica un valor salvífico al culto de la belleza. Por ella se puede verdaderamente creer que «la belleza salvará al mundo». Ella misma ha sido la obra maestra que Dios ha ejecutado como artista supremo de la belleza. Ella es el modelo de la hermosura en el que se inspira el Espíritu para completar la armonía del universo. La devoción a la Virgen ha otorgado el gusto por la belleza; ha dado la percepción concreta de una hermosura difundida en toda vivencia cristiana; ha despertado el gozo de una vida alegremente armoniosa; ha permitido a los creyentes poder asomarse a la vida virtuosa como a una luminosa experiencia de hermosura. El arte, que se ha desahogado pintando «hermosas vírgenes», no ha hecho más que presentar, concretada en un rostro celestial, la ascesis evangélica. La ascética, aunque no ha tratado en un capitulo aparte la belleza, sin embargo la ha hecho gustar y vivir implícitamente al inculcar la devoción a la Virgen. La misma iglesia, en la medida en que es imagen interior de María, es un ejemplar de belleza espiritual.

La devoción a la Virgen se ha vivido siempre como una integración afectiva que ha facilitado y sublimado el ejercicio de una continencia virtuosa, sobre todo en los célibes. Su dulce figura educa todavía hoy en la convivencia promiscua, serena y respetuosa; permite que en la sociedad se verifique un enriquecimiento recíproco intersexual; hace creíble que son «dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,8). Particularmente en nuestra época, en la que se comprende y aprecia mejor el valor del cuerpo difundido en nuestra convivencia, la Virgen es símbolo viviente de la comunicación corpórea del Espíritu.

Sobre todo la Virgen sabe presentarse como ejemplar para la misión espiritual que hoy la mujer está llamada a ejercer. Ayer, en armonía con el contexto sociocultural existente sobre la mujer, se encerró a la Virgen completamente en su pudor virginal, de suerte que san Ambrosio afirmaba de ella que, permaneciendo entre las paredes domésticas, «no salía de casa más que para ir al templo, e incluso entonces se hacia acompañar por los padres u otros parientes»; y ante el «aspecto de hombre (del ángel Gabriel) se sintió agitada por el temor» (De virginibus 11, 910: PL 16,221).

Hoy, el mismo magisterio eclesiástico nos invita a reconocer que María, «aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf Lc 1,5153)», debiendo reconocer «en María, que sobresale entre los humildes y los pobres de espíritu, una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio» (MC 37). Parafraseando una expresión de san Ambrosio, hemos de decir que toda mujer moderna debería considerar un honor ser identificada con María, puesto que está llamada a engendrar a la humanidad nueva según el Espíritu de Cristo.

Dado que la espiritualidad de María se ha concebido siempre como sumamente actual, es comprensible que las modernas corrientes espirituales se inspiren en la Virgen al proponer y vivir su propio ideal evangélico. Recordemos algún ejemplo. Los focolares, con su lema «vivir a María», invitan a perennizar hoy la misión de María: hacer nacer a Jesús en medio de los hombres. La renovación carismática ofrece la alabanza a María en la experiencia del Espíritu para renovar en sí mismos el pentecostés que los apóstoles recibieron como don cuando permanecieron unidos en el cenáculo orando con María. Las comunidades neocatecumenales se encaminan hacia la fe adulta madurada a la luz de la palabra según el paradigma mariano: vivir el bautismo hasta hacer nacer a Jesús en sí mismos, como ocurrió en María.

En conclusión, para la comunidad cristiana es signo de autenticidad evangélica vivir las expectativas de hoy según una entonación espiritual mariana; es un ofrecerse como María y en María a ser sacramento viviente del acontecimiento salvífico pascual del Señor.

T. GOFFI DICCIONARIO DE MARIOLOGIA

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María al pie de la Cruz

Este es el capítulo XXV del libro de Joaquín Casañ y Alegre: Vida de la Virgen María.

Sola, acompañada tan sólo de Juan, el discípulo amado, convertido en hijo de María por las palabras del Maestro a su Madre y al discípulo, de Magdalena y María, quedaron al pie de la cruz en medio del abandono de todos, de los verdugos, que despavoridos huyeron en el momento de la convulsión de la materia, aterrada ante la muerte de su Creador, temblor, espanto y convulsión que hizo cambiarla de aspecto en lejanas regiones; a tal punto llegó el pasmo de la naturaleza, aun más apartada del lugar del espantoso crimen.

María quedó al pie de la cruz siendo modelo del amor entrañable a su Hijo, que señaló con su valor maravilloso, como sostenido por la fe y la voluntad de Dios que allí la puso como modelo del afecto, del sufrimiento y de resignación en el cumplimiento de la voluntad de quien la hizo Madre de tan inestimable tesoro.

«La presencia de María al pie de la cruz, dice Augusto Nicolás, brilla especialmente en fidelidad y heroísmo, considerándola en oposición con su ausencia en todas las escenas de gloria y de amor en que su divino Hijo se había revelado y dado a sus discípulos. Estos habían adquirido en ellas un entusiasmo de adhesión que se desvaneció muy pronto ante el peligro y la desgracia».

«El Evangelio nos dice que estaban con Ella su hermana María de Cleofás, María Magdalena y San Juan. Pero del contexto mismo de esta narración resulta que sólo estaban allí como el séquito de María que las sostenía con su propia firmeza. Y aún puede con verdad decirse que no estaban allí con el espíritu con que estaba María, con espíritu de fe; como lo mostró claramente su duda y su pasmo en las escenas de la Resurrección. La ausencia de María en estas últimas escenas ilumina también con una luz sobrenatural su presencia al pie de la cruz y la hacen aparecer única».

El ilustre autor de Athalia nos pinta este hecho con una hermosa descripción: «La Santísima Virgen estaba en pie, y no desmayada como la pintan los pintores. Acordábase de las palabras del Ángel y sabía la divinidad de su Hijo. Y ni en el capitulo siguiente, ni en ningún Evangelista, se la nombra entre las santas mujeres que fueron al sepulcro; porque tenía seguridad de que no estaba allí Jesucristo».

En verdad en verdad que en la resignación y el dolor tranquilo de María sin demostraciones vanas de dolor, de angustia, ni sentimiento, se ven claramente patentizadas en aquella triste conformidad con la voluntad de Dios, voluntad que al cumplirse acata María, pero dejando arrancar silenciosa y dolorosamente las fibras de la sensibilidad maternal de su tierno y amante corazón.

Nicole, en sus Ensayos de Moral, dice: «El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del cielo y asombrará a todos los Santos en toda la eternidad; este misterio inefable por el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres con Dios; en fin, este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, sólo tuvo por testigo entonces a la Santísima Virgen, Los judíos y los paganos sólo vieron allí un hombre a quien odiaban, o a quien despreciaban, clavado en la cruz; las mujeres de Galilea sólo vieron a un justo a quien se hacía morir cruelmente. Sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí un Dios padeciendo por los hombres».

¡Ah! María sola al pie de la cruz, sin más testigos de aquel inmenso dolor que aquellos seres bien amados de Jesús, compadecía estos divinos padecimientos y participó de su infinidad. Así el profeta, después de buscar en toda la naturaleza algo grande, inmenso, con que comparar el dolor, la pena, el sufrimiento de María, no encuentra más que el mar, grande, inmenso, cuya extensión y amargura es el único término de comparación que se asemeja a la extensión del dolor del corazón de María en estos duros y crueles trances.

Y este término no es porque el mar pueda servir de medida, sino que como dice Hugo de San Víctor, «porque así como la mar excede incomparablemente a las demás aguas en profundidad y extensión, así los dolores de María sobrepujan a todos los dolores». Así lo publica Ella misma al pie de la cruz por medio de estas patéticas y penetrantes palabras que el mismo profeta pone en sus labios: ¡Oh todos vosotros los que pasáis por el camino: considerad y ved si hay dolor semejante al mío!, y así lo ha ratificado la humanidad entera llamando a María con los grandes nombres de Madre de los Dolores, Madre de la Piedad, Consuelo de los Afligidos y yendo a llevar al pie de los altares para sobrellevarlos y templarlos con su ejemplo, los dolores más agudos del pobre corazón humano, que sin Ella no tendrían modelo los que sufrimos en los seres más queridos de nuestra alma, los dolores del luto, de la simpatía y de la compasión.

María era Madre, y es tal la fuerza de este sentimiento, que las lleva al mayor de los sacrificios. ¡Era Madre! pero ¡qué Madre y qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, más fiel, tierna y cariñosa, del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo. ¿Quién puede comprender la riqueza de tal corazón en el que se multiplican las cosas más contrarias para formar el supremo amor?

Era Madre del Redentor, de la Victoria, de nuestra salvación, y por tanto, Madre corredentora y compasiva, en vista del sacrificio de su Hijo. No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, había debido adaptarse un cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de víctima. Y esta aptitud la tomó en María, y de María: de María, a la que pudo decir como a su Padre, Corpus aptasti mihi. Pero María, también predestinada para este divino ministerio de la misericordia, había recibido previamente de Él, como Dios, esta naturaleza compasiva que debía Él sacar después de sus entrañas como hombre; de tal suerte, que bajo este respecto, existía entre María y Jesús una prodigiosa simpatía de complexión, de temperamento, de costumbres, que hacía del corazón las entrañas y la carne de María; de María, predestinada por Dios al mismo fin que inclinó a Dios a ser su Hijo, a un fin de inmolación y de sacrificio, la que la hizo Madre de Dios, la hizo al mismo tiempo Madre de compasión y de dolor; de tal suerte, que todo cuanto había en Ella de amor, de gloria y de grandeza con relación a Jesús solo, se le concedió con tal largueza para hacerla más apta para sufrir con Jesús con los mismos padecimientos; para ponerla al pie de la Cruz, como el centro de todas las miserias y de todas las calamidades que le es dado soportar a una criatura.

María sufre allí todos los dolores de la naturaleza como la Madre más tierna, viendo espirar entre los más crueles dolores e ignominiosos padecimientos al Hijo más digno de ser amado. Siendo su dolor proporcionado a su amor, no hay ningún dolor comparable al suyo, por la razón de que no hay ningún amor que pueda compararse con el de aquella angustiada Madre.

Pero además de los dolores de la naturaleza, María experimentó dolores aún más profundos, los dolores de la gracia; con los cuales, elevando y enriqueciendo su pura naturaleza, le da más delicadeza y energía para el sufrimiento. Este es el dolor del corazón cristiano.

Bossuet lo dice elocuentemente:

«Acontece con este Hijo y esta Madre como con dos espejos opuestos, que enviándose mutuamente por una especie de emulación todo cuanto reciben, multiplican los objetos hasta lo infinito. Así se acrecienta sin medida su dolor, mientras que las olas que levanta se sobreponen unas a otras por una especie de flujo y reflujo».

Pero, no obstante, en lo más terrible de esta tempestad, en la sangre y las lágrimas del suplicio, las blasfemias e imprecaciones de los verdugos, los insultos del populacho, la pavura de los discípulos, las quejas y lamentos de las sensibles mujeres, las últimas palabras y la gran voz de la víctima, la conmoción y espanto de la naturaleza aterrada, María, superior a su sexo, superior al hombre superior a la humanidad entera, sola con la Divinidad, inmóvil permanece en pie: Stabat. «No representéis a María desmayada, dice San Ambrosio, ni aun sollozando; yo leo en el Evangelio que estaba en pie, no leo que llorase. Esta Madre afligida miraba con compasión las llagas de este Hijo que sabía que debía ser la Redención del mundo. Permanecía en pie, con un valor que no degeneraba del que tenía a la vista, sin temor de perder la vida». Tal era el dolor, el peso de aquel inmenso sufrimiento, que puede decirse con San Bernardino de Sena, que si hubiera estado repartido entre todas las criaturas, no hubiera habido ninguna que no hubiese sucumbido a él, siendo un dolor divino e infinito, el dolor mismo del Hijo de Dios. Y si María resistía, es porque el mismo Espíritu, la misma Virtud, que había hecho a María Madre de Dios, le daba fuerzas para soportarlo. Esta divina Maternidad, fuente de dolor, era al mismo tiempo de su valor.

Por eso el dolor de la mujer tiene su representación más alta más noble y espiritual en María, en la Virgen al pie de la Cruz, en la Virgen sosteniendo entre sus brazos a su Hijo adorado, el cuerpo de la víctima sagrada de la redención del hombre y a la que llamamos e invocamos con los nombres de María de la Soledad, la Madre de los Dolores. Por Ella y con Ella sienten todas las madres horror a la para ellas más terrible de las desgracias, la muerte de sus hijos. No hay familia católica que no encierre en el santuario del hogar, en el templo de su familia, la Imagen de María en alguna de aquellas invocaciones, presidiendo y amparando a aquellos seres, que se ponen bajo su protección en los dolores y trances de la vida. El ardiente en caridad y amor, el corazón de María, atravesado de las siete litúrgicas y simbólicas espadas, presenta a los corazones sensibles un simbolismo de los crueles dolores de la Madre de Jesús.

Y ese corazón de María le hemos visto reproducido desde el mármol al lienzo, de éste al papel y a la tela, desde el más rico estofado de preciosas telas al humilde azulejo que enclavado en poste de ladrillos, se presenta en medio de la soledad de los caminos al viajante, a quien sorprende en la revuelta de la senda al atravesar el umbroso bosque y cobijada bajo el espeso ramaje de la encina o la desmayada cabellera del fúnebre sauce, para recordarle una oración a la que fue Madre de los Dolores por nuestra salvación. ¡Y cuál impresiona en medio de la soledad del campo, del rumor del bosque aquel dolorido rostro trazado por inexperta mano, y aquel pecho atravesado por las agudas espadas que le destrozan! ¡Ah! la pasión de Cristo, en medio de su grandeza, en medio de lo sublime de su tortura, se agranda y se hace incomensurable en sí por el océano de lágrimas y de dolor que vertió María en semejantes momentos. No, no podemos apartar de nuestra mente la pasión y el martirio del Hijo, sin caer en el insondable y amargo mar del sufrimiento de la Madre.

Por eso, por esa causa el dolor de María pesa tanto en nuestro corazón, que no nos podemos apartar de él, no podemos separarlo de nuestro corazón y sobre él le llevamos como recuerdo material, bordado o estampado en el escapulario que desde niños nos pusieron nuestras madres como broquel de fuerza inrompible contra las tentaciones del demonio, como egida impenetrable a los dardos de la indiferencia, como ardiente hornillo que encendiera en nuestro pecho el fuego del amor a María, del amor a sus dolores, que habían de ser nuestro amparo en los que la humanidad nos tenía reservados en el camino espinoso y duro de la existencia.

Dolores acerbos para María, dolores que en las desgracias son bálsamo para los nuestros, y doloroso poema que el arte católico ha querido reproducir en multitud de hermosos lienzos, pues no encontraréis escuela inspirada en la fe católica que no haya reproducido aquel poema de tristura, de llanto y penas de la Madre del Salvador. La dolorosa Virgen vive y ha vivido siempre unida al nombre de la pasión de su Hijo, y su imagen reproducida y pintada, sentida y trasmitida por los artistas, nace en las Catacumbas y llega a nuestros días, imperando y reinando con amor y afecto desde el solitario cipo de los caminos a las espléndidas catedrales. Pero para pintar a María en su amargo dolor, necesítase una inspiración sentidamente católica, necesítase la espiritualización del dolor, y esto sólo ha sido dable a genios como Murillo, que es sólo quien ha traducido en la verdad e idealismo de sus colores la triste y dolorosa realidad del hecho, Tiziano con la mágica de sus colores y dibujo, ni la escuela véneta, ni la alemana con Rembrant han sabido dar la verdad de aquel inmenso y divino dolor, no, unas y otras escuelas han pintado más a la mujer dolorida, que a María, la Madre Inmaculada; en unas y otras hase visto más el dolor humano, pero no aquel dolor más inmenso y amargo que el mar, únicamente Murillo es quien ha acertado a traducir por la magia del pincel y del color el ambiente y tristeza de María en el acto de su soledad y de su pena. Solamente Murillo y Fra-Angélico, han sido quienes se han aproximado a la representación del dolor de María, los dos en quienes la inspiración artística ha sonado al unísono del concepto, del sentimiento cristiano, sin los resabios ni influencias del Renacimiento, traduciendo el hecho por la inspiración clásica.

Para el sentimiento artístico católico, se necesita una inspiración verdaderamente religiosa del acto traducible, y de aquí que ni en la pintura de la Mater Dolorosa, ni en la apoteosis sangrienta del Calvario, hayan marchado al unísono, como decimos, el sentimiento, con la inspiración, y que la ejecución primorosa haya querido borrar en muchas ocasiones la falta de aquéllas por la magia del color o lo dramático del cuadro, por sus importantes detalles de majestad y de tener como elementos integrantes del concepto del sublime.

Y dejando estos juicios del carácter e inspiración pictórica, vengamos a encontrar a María, a quien dejamos al pie de la Cruz cuando muerto su Hijo, los elementos calman su furor, mejor dicho, su espanto, y caen en ese dolor, en ese terror mudo, silencioso, más temible aún que el choque tremendo de aquéllos en titánica lucha.

Sola al pie de la Cruz y acompañada tan únicamente de Juan y las mujeres queda María. Del Calvario han huido los verdugos asustados de su obra, y en la obscuridad y silencio que los rodea, ven ascender a la meseta a unos caballeros acompañados de esclavos, cargados con frascos y pebeteros y blancos lienzos. ¿Quiénes son aquellos que acuden cuando todos han huido?

Son Nicodemus, caballero, discípulo de Jesús, y José de Arimatea, que conseguido permiso de Pilatos para descolgar el cuerpo de Jesús v darle sepultura, subían al Calvario llevando aromas y sudario con que ungirle y dar sepultura.

Triste acto, en el que los golpes del martillo quitando el remache de los clavos, resonarían en el pecho de María con dolorosos sonidos; golpes que caerían sobre su corazón dolorido en medio del silencio que rodeaba el Calvario, en medio de la soledad que circuía a aquellos piadosos varones y santas mujeres.

Descolgado el cuerpo de Jesús, María recibió en sus brazos aquel llagado y herido cuerpo de su amado y adorado Hijo.

«Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh ángeles de paz! llorad con esta sagrada Virgen, llorad cielos, llorad estrellas del cielo y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María! Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente contra su pecho, mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tiñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre! ¿Es ese por ventura vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ese el que concebisteis con tanta gloria y paristeis con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos pasados?

»Hijo, antes de ahora descanso mío y ahora cuchillo de mi dolor, ¿qué hicistes para que los judíos te crucificaran? ¿Qué causa hubo para darte muerte? ¿Estas son las gracias de tus buenas obras? ¿Es este el premio que se da a la virtud? ¿Esta es la paga de tanta doctrina?
»Oh dulcísimo Hijo, ¿qué haré sin Ti?
»¡Tú eras mi Hijo, mi Padre, mi Esposo, mi Maestro y toda mi compañía! María quedó como huérfana sin Padre, viuda sin Esposo, y sola sin tal Maestro y tan dulce compañía. Ya no te veré más entrar por mis puertas cansado de los discursos y predicaciones del Evangelio. Ya no limpiaré más el sudor de tu rostro asoleado y fatigado de los caminos y trabajos. Ya no te veré más asentado a esa y dando de comer a mi ánima con tu divina presencia.
»Fenecida es ya mi gloria, mas se acaba mi alegría y comienza mi soledad».

Así expresa con sentido tan hermoso la soledad y tristeza de María en el doloroso trance, el clásico de nuestros clásicos, el elocuente Fray Luis de Granada, en el libro de la oración y meditación en el capítulo para el sábado por la mañana. De esta tierna manera, de este sentido concepto del dolor de María, expresado con tal belleza, encanto y pureza del estilo, descríbese el inmenso dolor de aquella pobre Madre dolorida, al recibir el ultrajado cuerpo de su Hijo tan amado, de aquel Jesús padre del amor, padre de la caridad y bondadoso para el que en fe ardía su corazón, tanto como justiciero con los hipócritas y fariseos.

María recibe en sus brazos el desfigurado cuerpo de quien la belleza humana, de Aquel llagado, herido y destrozado por la perfidia de los hombres imbuídos y cegados por Satán en su inconcebible furia y encono contra Jesús, al que no había podido vencer a pesar de sus armas, ni con la maldad de los hombres, sus instrumentos.

Véase cómo relata el triste hecho del descenso de la Cruz la venerable escritora a quien tantas veces hemos citado, Sor María de Ágreda.

«Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve, y la Madre no tenía aún certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran ambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo, y le reconocían por Maestro…

«Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la Cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo, se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio de tiempo estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la Cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, los animó y confortó, y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron los mantos o capas que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Cruz y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndola…

»Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especias y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro (La venerable Ágreda da como existente entre los hebreos la costumbre de ataúd o féretro) para llevarle al sepulcro. Levantaron el Cuerpo Sagrado, San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte. Seguían la Madre acompañada de Magdalena, de las Marías y otras piadosas mujeres… Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado».

Solitario quedó el Calvario: solo la Cruz de Jesucristo erguida y como abrazando a la tierra, quedó alumbrada por las últimas luces de un triste y melancólico crepúsculo. En occidente, luchaban los últimos rayos del sol hundido tras los montes, y luz amarillenta, pálida envolvía a las amoratadas nubes que empañaban el cielo. La Cruz destacándose clara sobre el anaranjado del horizonte, semejaba flotar en un nimbo de apagado fuego, y negra, centelleante, parecía una amenazadora y ardiente espada que amenazaba a la Jerusalem deicida, a la ciudad, sumida en un aterrador silencio, como atemorizada del acto que en su seno y a su vista se había realizado, parecía temerosa del castigo que la esperaba, y que aquella profecía de la víctima de su furor fuese ya a realizarse, como si viera ya sobre sí la espada de fuego que había de aniquilarla, y el incendio estallando en las ricas maderas del Templo, abrasara ya a sus homicidas habitantes.

¡Ah Jerusalem! No, no temas aún, tus horas están contadas; no ha llegado todavía el momento en que tus hijos, seres malditos, huyan despavoridos por la tierra, sin lograr reunirse, formar nacionalidad, ni abrigarse en su pecho una acción noble, ni un pensamiento, una idea de regeneración. No temas todavía, aún han de pasar algunos años para que los hijos paguen las culpas de los padres y se cumpla lo que en el paroxismo de odio y de furor contra Jesús, pedisteis en aquella mañana, la sangre y la condenación caerá sobre vosotros y vuestros hijos y vuestro deseo será cumplido, seréis seres malditos perseguidos por la tierra, en la que viviréis errantes, sin hogar propio, sin sol ni sombra que sea vuestra, sin patria, sin hogar, sin bandera ni porvenir.

Viviréis perseguidos como alimañas feroces, las naciones os perseguirán y expulsarán de sus tierras, el pueblo os asesinará y escupirá como raza vil y maldita, no podréis ni os permitirán ejercer ningún oficio noble, honrado, ni aun el de verdugos, y no tendréis más ocupación que la que os proporcionará el monarca de las tinieblas, Satanás; sólo podréis manejar el instrumento de la perdición de los seres humanos, el dinero, y así sólo podréis vivir menos preciados, siendo usureros prestamistas, siendo judíos, como el lenguaje universal se ha hecho sinónimas las palabras de prestamista y usurero, con las de judío. Ese es el porvenir que espera, Jerusalem, a tus hijos, fruto recogido por tu maldad, por tu perfidia, y como última afrenta, como último escarnio al nombre del pueblo deicida, vendréis a sufrir la esclavitud bárbara del mahometano que te despreciará como todos los pueblos y todas las razas, sirviéndole humillado y siervo del imperio de la media luna que te escupirá también y temerá tu contacto, haciéndote huir y encerrar en tus míseras covachas con tus dineros, para que no manches sus fiestas con tu presencia.

Sí; aquella Cruz solitaria envuelta en la dudosa luz del crepúsculo ha de ser tu condenación, y su sombra inmensa cayendo sobre la ciudad maldita, hará que venga a imperar en ella el paganismo que tanto te horrorizaba y del que serás esclavo mañana, como lo serás más tarde de pueblos civilizados. El cielo ni aun te reservará el consuelo de ser esclavo de pueblos ilustrados, dignos y cultos; ante la enormidad del crimen, corresponde la magnitud de la pena, el castigo a la ingratitud.

Enterrado Jesús, volvió al Calvario la fúnebre comitiva, y María, sola, sola en el mundo, sin más compañía que su hijo Juan, así designado por Jesús, besaron y recogieron los improperios de la pasión, y en medio de la obscuridad de la noche regresaron al seno de la ciudad deicida, a la casa del Cenáculo, aquella casa convertida en el más grande de los templos, pues que en ella se verificó la institución de la Eucaristía, y allí albergados con las santas mujeres, que no la abandonaban, pasó en medio de la mayor tristeza la primera noche de la soledad de la Madre de Dios, de la tierna invocación que tanto ha llenado de niños nuestra alma de sentida compasión, y de hombres de pena y aflicción nuestro pecho, cuando como padres hemos sufrido pérdidas como la de arrancarse de la vida pedazos de nuestra alma, hijos a quienes amábamos y eran nuestra esperanza en el amor y la de nuestras aspiraciones.

«Retirada ya la Virgen, dice Casabó, en el aposento donde se celebraron las dos cenas, acompañada de San Juan, de las Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, háblales a todos, dándoles las gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta entonces la habían acompañado en la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con que la habían seguido, y así mismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Reconocieron este gran favor y le besaron la mano, pidiéndola su bendición. Suplicáronla descansase un poco, y recibiese alguna corporal refacción, a lo que respondió:

»-Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a mi Hijo y Señor resucitado. Vosotros, carísimos, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a solas con mi Hijo.

»En quedando a solas en su retiro, se entregó a sus afectos dolorosos, y toda se dejó poseer interior y exteriormente de la amargura de su alma, renovando todas las especies de todos los misterios y afrentosa muerte de su Hijo, en cuya ponderación pasó toda aquella noche llorando, suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos misterios».

Miles de páginas podrían llenarse tan sólo copiando las inspiradas palabras de los escritores católicos al considerar y estudiar la hermosa figura de María en tan doloroso como sublime acto de su penosa soledad, de sus sufrimientos y lágrimas en tan crueles horas, como las sufridas por la Reina y Señora en la terrible pasión de su Hijo, pero aun cuando todas ellas inspiradas en el más grande y santo amor a María, en la contemplación de su dolor ante los misterios de su Hijo, la pluma y el sentimiento humano son impotentes para pintarlos y describirlos: sólo allá en el fondo de nuestro pecho, cuando las desgracias y el dolor nos rodean, entonces es cuando el alma, el corazón, el pensamiento pueden comprender algo de aquel dolor divino, inmenso, que atenaceó el tierno corazón de la más pura, inocente y amante de las mujeres.

Sólo así, sólo en estos momentos es cuando podremos comprender el dolor y el sufrir de María en los momentos de la pasión y muerte de su Hijo Jesús, nuestro Salvador y Redentor con su sangre y misterio de nuestra esclavitud del pecado, dolor que es imposible sentirlo en la pequeñez de nuestro corazón, creyendo en lo humano no haberlo semejante al que en momentos de pena y aflicción hieren dolorosamente las fibras del sentimiento, y dolor que siempre, aun en las almas más justas, lleva en sí el carácter de expiación. Pero el dolor de María llenando un alma y corazón tan puro, tiene en sí la grandiosidad de lo inmenso, de lo grande, como obra de Dios.

Si la expresión sensible de este dolor, de esta pena y sufrimiento, de cuantos escritores la han pretendido expresar y traducir en hermosos conceptos, fuera dable reunirlas, vacías de expresión quedarían, frías y sin vida aquellas manifestaciones, ante la magnitud inmensa del dolor de María en aquellos terribles momentos.

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