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Criterios para el Discernimiento de presuntas Apariciones y Revelaciones, Padre Fabián Castro

padre fabian castroLa problemática que gira en torno a las experiencias ligadas a los fenómenos sobrenaturales en la vida y misión de la Iglesia tiene vigencia en este comienzo del tercer milenio cristiano.

En el año 1978 la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe dio a conocer las “Normae de modo procedendi in diudicandis presumptis apparitionibus ac revelationibus.” Este texto estaba dirigido a los Obispos y fueron enviadas y dadas a conocer a ellos sin que se realizase una publicación oficial, en consideración a que se dirigen principalmente a los Pastores de la Iglesia. El Cardenal Levada, actual Prefecto de dicha Congregación, decidió que se publicaran oficialmente.

En el Prefacio de las mismas explica (para leerlo completo hacer click aquí) que se han ido publicando traducciones en diversas lenguas sin autorización de la Congregación. En vistas a ellos las publicaron en el original en latín y traducidas a varios idiomas.

EL PORQUE DE LA INTERVENCIÓN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Si nos preguntamos porque dicho organismo vaticano se “mete” en este asunto, el Cardenal nos lo recuerda:

“La Congregación para la Doctrina de la Fe se ocupa de las materias vinculadas a la promoción y tutela de la doctrina de la fe y la moral, y es competente, además, para elexamen de otros problemas conexos con la disciplina de la fe, como los casos de pseudo-misticismo, supuestas apariciones, visiones y mensajes atribuidos a un origen sobrenatural.”

Como marco de referencia para estos fenómenos el Cardenal cita un texto de Benedicto XVI en la “Exhortación Apostólica Post-sinodal Verbum Domini”:

«De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es “el primero y el último” (Ap 1,17). Él ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; “la economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tm 6,14; Tt 2,13)” (Dei Verbum, n. 4).

En efecto, como han recordado los Padres durante el Sínodo, la “especificidad del cristianismo se manifiesta en el acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y Dios. Él, ‘que nos ha revelado a Dios’ (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva entregada a la humanidad”. (Propositio 4). San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra… Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad” (Subida al Monte Carmelo, II, 22).»

En base a esto continúa con la siguiente distinción:

«El Sínodo ha recomendado “ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas” (Propositio 47), cuya función “no es la de… ‘completar’  la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 67).

El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla.

El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera.

La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente.

Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1 Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación. (Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de junio de 2000)»

Luego de este prefacio actual, nos sumergimos en el texto de las “normas sobre el modo de proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones” (pueden leerlas completas haciendo click aquí).

Ellas están precedidas de una Nota Previa en la cual se explican el origen y el carácter del documento. Allí podemos leer que:

«Hoy más que en épocas anteriores, debido a los medios de comunicación (mass media), las noticias de tales apariciones se difunden rápidamente entre los fieles y, además, la facilidad de viajar de un lugar a otro favorece que las peregrinaciones sean más frecuentes, de modo que la Autoridad eclesiástica se ve obligada a discernir con prontitud sobre la materia.

Por otra parte, la mentalidad actual y las exigencias de una investigación científicamente crítica hacen más difícil o casi imposible emitir con la debida rapidez aquel juicio con el que en el pasado se concluían las investigaciones sobre estas cuestiones (constat de supernaturalitate, non constat de supernaturalitate: consta el origen sobrenatural, no consta el origen sobrenatural) y que ofrecía a los ordinarios la posibilidad de permitir o de prohibir el culto público u otras formas de devoción entre los fieles.»

PROTOCOLO DE ACCIÓN

En este contexto, y en bien de la plena comunión con la Iglesia y los frutos que de esta se derivan, es que se estableció el siguiente protocolo de acción:

«Cuando se tenga la certeza de los hechos relativos a una presunta aparición o revelación, le corresponde por oficio a la Autoridad eclesiástica:

a) En primer lugar juzgar sobre el hecho según los criterios positivos y negativos.

b) Después, en caso de que este examen haya resultado favorable, permitir algunas manifestaciones públicas de culto o devoción y seguir vigilándolas con toda prudencia (lo cual equivale a la formula “por el momento nada obsta”: pro nunc nihil obstare).

c) Finalmente, a la luz del tiempo transcurrido y de la experiencia adquirida, si fuera el caso, emitir un juicio sobre la verdad y sobre el carácter sobrenatural del hecho (especialmente en consideración de la abundancia de los frutos espirituales provenientes de la nueva devoción).»

Para dar pistas objetivas al discernimiento previsto en el punto (a) se establecieron “Criterios para juzgar, al menos con probabilidad, el carácter de presuntas apariciones o revelaciones”. Notemos que se pone una frase que deja la puerta abierta a un imprevisto: “al menos con probabilidad”. Creo que es una aclaración muy prudente que nos ayuda a descubrir la verdadera naturaleza de estas revelaciones privadas en comparación con la Revelación Única y Definitiva del Hijo de Dios (como se explicara más arriba). Estos son las indicaciones:

CRITERIOS POSITIVOS

a) La certeza moral o, al menos, una gran probabilidad acerca de la existencia del hecho, adquirida gracias a una investigación rigurosa.

b) Circunstancias particulares relacionadas con la existencia y la naturaleza del hecho, es decir:

1. Cualidades personales del sujeto o de los sujetos (principalmente equilibrio psíquico, honestidad y rectitud de vida, sinceridad y docilidad habitual hacia la Autoridad eclesiástica, capacidad para retornar a un régimen normal de vida de fe, etc.).

2. Por lo que se refiere a la revelación, doctrina teológica y espiritual verdadera y libre de error.

3. Sana devoción y frutos espirituales abundantes y constantes (por ejemplo: espíritu de oración, conversiones, testimonios de caridad, etc.).

CRITERIOS NEGATIVOS

a) Error manifiesto acerca del hecho.

b) Errores doctrinales que se atribuyen al mismo Dios o a la Santísima Virgen María o a algún santo, teniendo en cuenta, sin embargo, laposibilidad de que el sujeto haya añadido —aun de modo inconsciente— elementos meramente humanos e incluso algún error de orden natural a una verdadera revelación sobrenatural. (cfr. San Ignacio, Ejercicios. n. 336).

c) Afán evidente de lucro vinculado estrechamente al mismo hecho.

d) Actos gravemente inmorales cometidos por el sujeto o sus seguidoresdurante el hecho o con ocasión del mismo.

e) Enfermedades psíquicas o tendencias psicopáticas presentes en el sujeto que hayan influido ciertamente en el presunto hecho sobrenatural,psicosis o histeria colectiva, u otras cosas de este género

COMO PROCEDER

Fijados los criterios la pregunta sería: ¿cómo se debe proceder?

«Con ocasión de un presunto hecho sobrenatural que espontáneamente algún tipo de culto o devoción entre los fieles, incumbe a la Autoridad eclesiástica competente el grave deber de informarse sin dilación y de vigilar con diligencia.

La Autoridad eclesiástica competente, si nada lo impide teniendo en cuenta los criterios mencionados anteriormente, puede intervenir para permitir o promover algunas formas de culto o devoción cuando los fieles lo soliciten legítimamente (encontrándose, por tanto, en comunión con los Pastores y no movidos por un espíritu sectario). Sin embargo hay que velar para que esta forma de proceder no se interprete como aprobación del carácter sobrenatural del los hecho por parte de la Iglesia. (cf. Nota previa, c).

En razón de su oficio doctrinal y pastoral, la Autoridad competente puedeintervenir motu proprio e incluso debe hacerlo en circunstancias graves, por ejemplo: para corregir o prevenir abusos en el ejercicio del culto y de la devoción, para condenar doctrinas erróneas, para evitar el peligro de misticismo falso o inconveniente, etc.

En los casos dudosos que no amenacen en modo alguno el bien de la Iglesia, la Autoridad eclesiástica competente debe abstenerse de todo juicio y actuación directa (porque puede suceder que, pasado un tiempo, se olvide el hecho presuntamente sobrenatural); sin embargo no deje de vigilar para que, si fuera necesario, se pueda intervenir pronto y prudentemente.»

LA AUTORIDAD

¿Y quién es la “autoridad eclesiástica competente«? Se las enumera de acuerdo a las instancias primeras a últimas de intervención.

«1. El deber de vigilar o intervenir compete en primer lugar al Ordinario del lugar.

2. La Conferencia Episcopal regional o nacional puede intervenir en los siguientes casos:

a) Cuando el Ordinario del lugar, después de haber realizado lo que le compete, recurre a ella para discernir con mayor seguridad sobre la cuestión.

b) Cuando la cuestión ha trascendido ya al ámbito nacional o regional, contando siempre con el consenso del Ordinario del lugar.

3. La Sede Apostólica puede intervenir a petición del mismo Ordinario o de un grupo cualificado de fieles, o también directamente, en razón de la jurisdicción universal del Sumo Pontífice.»

Con la expresión “Ordinario del lugar” los cánones eclesiales se refieren al Obispo del lugar donde se producen determinados hechos. Es muy importante tener en cuenta quién es el que da la última palabra sobre el tema porque, frente a estos acontecimientos, hay quienes que afirman la veracidad de los mismos solamente porque el Padre Fulano o la Monja Sultana dijeron que “la cosa es de Dios”. No hay problema que lo digan como personas particulares pero no les corresponde afirmarlo en nombre de la Iglesia.

De la misma manera, la Nota deja abierta la posibilidad de que ocurran hechos que pueden ser dudosos pero no amenazan con el mal a la Iglesia: el obispo del lugar debe dejar que “corra el agua” (por decirlo con una expresión corriente) para que el tiempo sea el que aclare si lo que ocurre es de Dios o no. Y el «tiempo» (léase Dios actuando en nuestra historia) se encarga siempre de aclararlo.

Eso sí, cuando el Obispo del lugar se pronuncie en contra de algún fenómeno de este tipo… por lo menos dudemos de la veracidad de lo que está allí ocurriendo. No necesitamos ir detrás de tantas revelaciones privadas porque para ayudarnos a vivir tenemos un camino claro: el del la Gran Revelación que nos hizo el Hijo de Dios hecho carne, Jesús: Él es la Palabra última y definitiva del Padre hacia toda la humanidad.

Fuentes: Padre Fabián Castro

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Requisitos para la Beatificación y Canonización de los Santos

Para que alguien sea declarado por la Iglesia beato o santo, se requiere la verificación de algún milagro después de muerto, como prueba y señal divina de su santidad. El milagro debe referirse a un acontecimiento inexplicable que supera las fuerzas de la naturaleza y que ha ocurrido en conexión con la invocación del siervo de Dios, que será beatificado o del beato que será canonizado. Solamente para los mártires, la Iglesia no exige milagros, sino solamente probar la autenticidad de su martirio. Para los demás, desde el Papa Inocencio IV (1243-1254), se requiere, al menos, la realización de un milagro.

Según los requisitos aprobados por Benedicto XIV, que expuso en su obra Opus de servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione del año 1839, es preciso que los milagros de curaciones de enfermedades sean evaluados por una comisión de médicos cualificados. Que la curación sea extremadamente difícil o imposible humanamente. Si la enfermedad podía ser curada normalmente con medicinas, es preciso que no se hayan tomado esas medicinas o que las medicinas tomadas hayan sido totalmente ineficaces. La curación debe ser siempre instantánea y perfecta, aunque permanezcan algunas consecuencias inofensivas como cicatrices. Y, además, la curación debe ser estable y duradera en el tiempo.

Hasta 1975 se requerían dos milagros para la beatificación y, en ciertos casos, tres o cuatro, con la posibilidad de dispensarlos en caso de martirio comprobado. Para la canonización se requerían dos milagros después de la beatificación. A partir de ese año, se comenzó a dispensar del segundo milagro para la beatificación y, después, también del segundo para la canonización, llegando así a la actual legislación de 1983.

El Papa Juan Pablo II, con la Constitución apostólica Divinus perfectionis Magister del 23 de enero de 1983, quiso dar mayor agilidad a las causas de los santos sin descuidar la seriedad y exigencia debidas, queriendo descentralizar la investigación del proceso y haciendo partícipes a los obispos en esta tarea con el proceso diocesano.

El proceso diocesano ve todo lo referente a la vida del posible beato o santo, sus virtudes, martirio, fama de santidad, escritos… También debe investigar sobre los posibles milagros y el culto que le hayan podido dar desde antiguo. Las investigaciones diocesanas deben recoger información sobre todo lo escrito sobre el nuevo santo y sus propios escritos, y el juicio de los teólogos sobre ellos. Terminadas todas las investigaciones, se envía el ejemplar auténtico de todos los datos recopilados, incluidos sus escritos.

Si se trata de curación de enfermedades, el obispo debe pedir la ayuda de médicos para poner preguntas aclaratorias a los testigos del caso. Si el curado está vivo, deben visitarlo algunos expertos para constatar su curación y su estabilidad.

Todo el material recopilado sobre el hecho milagroso es llevado a la Congregación para la Causa de los Santos en Roma, donde es estudiado bajo la dirección y control de un relator. Para el estudio de los casos milagrosos, debe haber un estudio previo de dos peritos de oficio. Si al menos uno de los dos da el visto bueno favorable, se pasa a la fase de la Consulta Médica en la que cinco peritos, normalmente médicos, en caso de curación de enfermedades, se deben pronunciar sobre la inexplicabilidad de la curación. En casos especiales, se puede pedir la opinión de otros especialistas, pero sólo se requiere actualmente un milagro para la beatificación y otro para la canonización.

Cuando la comisión médica da el visto bueno favorable, pasa a la sesión de cardenales que se pronuncian sobre si es milagro y, en caso positivo, el Papa normalmente lo acepta y coordina la fecha para la beatificación o canonización. En esa fecha, que es de fiesta para todos los católicos del mundo, normalmente, se eleva a los altares a varios a la vez, sobre todo, en el caso de las beatificaciones. Con la certificación de la canonización, la Iglesia declara solemnemente, con toda su autoridad, como si fuera un dogma de fe, que tal persona está en el cielo y podemos invocarla para recibir muchas bendiciones de Dios por su intercesión.

Sólo el Papa Juan Pablo II ha canonizado a 482 y beatificado a 1338; de ellos unos 520 son laicos.

 

TÍTULOS

Venerable: Con el título de Venerable se reconoce que un fallecido vivió virtudes heroicas.

Beato: Se reconoce por el proceso llamado de «beatificación». Además de los atributos personales de caridad y virtudes heroicas, se requiere un milagro obtenido a través de la intercesión del Siervo/a de Dios y verificado después de su muerte. El milagro requerido debe ser probado a través de una instrucción canónica especial, que incluye tanto el parecer de un comité de médicos (algunos de ellos no son creyentes) y de teólogos. El milagro no es requerido si la persona ha sido reconocida mártir. Los beatos son venerados públicamente por la iglesia local. Santo.

Canonización: Con la canonización, al beato le corresponde el título de santo. Para la canonización hace falta otro milagro atribuido a la intercesión del beato y ocurrido después de su beatificación. Las modalidades de verificación del milagro son iguales a las seguidas en la beatificación. El Papa puede obviar estos requisitos. El martirio no requiere habitualmente un milagro. La canonización compromete la infalibilidad pontificia. Mediante la canonización se concede el culto público en la Iglesia universal. Se le asigna un día de fiesta y se le pueden dedicar iglesias y santuarios.

 

HISTORIA DE LA BEATIFICACIÓN Y LA CANONIZACIÓN

De acuerdo con algunos escritores, el origen de la beatificación y canonización en la Iglesia Católica se remonta a la antigua apoteosis pagana. En su clásica obra al respecto (De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione), Benedicto XIV examina y desde el principio refuta esta teoría. Demuestra tan claramente las diferencias sustanciales entre ellas que nadie en su sano juicio podrá, en adelante, confundir las dos instituciones o derivar una de la otra. Es un asunto la historia quienes fueron elevados al honor de la apoteosis, en qué campos y por la autoridad de quién; no menos claro queda el significado que conllevaba. A menudo el decreto se debía a la declaración de una sola persona (posiblemente sobornada o atraída por promesas y con vista de asegurar el fraude en las mentes de gente de por sí supersticiosa) que mientras el cuerpo del nuevo dios estaba siendo quemado, un águila, en el caso de los emperadores, o un pavo real (el ave sagrada de Juno), en el caso de sus consortes, era vista llevando al cielo el espíritu del difunto (Livio, Hist. Roma, I, xvi; Herodiano, Hist. Roma, IV, ii, iii). La apoteosis era conferida a la mayoría de los miembros de la familia imperial, de cuya familia era privilegio exclusivo. No tenían importancia las virtudes o los logros notables. Se usaba frecuentemente esta forma de deificación para distraer la atención de la crueldad de los monarcas imperiales. Se dice que Rómulo fue deificado por los senadores, los cuales lo habían asesinado; Popea debió su apoteosis a su imperial pareja, Nerón, después de que la hubo llevado a la muerte; Geta obtuvo el honor por su hermano Caracalla, quien se había deshecho de él por celos.

La canonización en la Iglesia Católica es una cosa completamente distinta. La Iglesia Católica canoniza o beatifica solo a aquellos cuyas vidas estuvieron marcadas por el ejercicio de las virtudes heroicas y solo después de que esto ha sido probado por reputación conocida de santidad y por argumentos conclusivos. La diferencia principal, sin embargo, está en el significado del término canonización; la Iglesia no ve en los santos mas que amigos y siervos de Dios cuyas vidas santas les hicieron merecedores en especial forma de Su amor. La Iglesia no pretende hacer dioses (cfr. Eusebius Emisenus, Serm. de S. Rom. M.; Augustine, De Civitate Dei, XXII, x; Cyrill. Alexandr., Contra Jul., lib. VI; Cyprian, De Exhortat. martyr.; Conc. Nic., II, act. 3).

El verdadero origen de la canonización y beatificación se encuentra en la doctrina católica del culto, invocación e intercesión de los santos. Como fue enseñado por San Agustín (Quaest. in Heptateuch., lib. II, n. 94; Contra Faustum, lib. XX, xxi), los católicos, mientras que únicamente a Dios le dan adoración estrictamente, honran a los santos debido a los dones Divinos sobrenaturales que les han ganado la vida eterna, y a través de los cuales ellos reinan con Dios en el Cielo como Sus amigos escogidos y fieles servidores. En otras palabras, los católicos honran a Dios en Sus santos como el amoroso dispensador de bienes sobrenaturales. La veneración de latría, o adoración estrictamente hablando, se le da únicamente a Dios; la veneración de dulía, u honor y humilde reverencia, es pagada a los santos; la veneración de hiperdulía, una forma más elevada de dulía, corresponde, debido a su mayor excelencia, a la Santísima Virgen María. La Iglesia (Aug., Contra Faustum, XX, xxi, 21; cf. De Civit. Dei, XXII, x), erige y dedica sus altares únicamente a Dios, aunque honrando y recordando a los santos y mártires. Existe una garantía de la Escritura para tal alabanza en los pasajes donde se nos propone venerar a los ángeles (Ex. 23, 20ss; Jos. 5, 13; Dan. 8, 15ss; 10, 4ss; Lc. 2, 9ss; Hch. 12, 7ss; Ap.; 5, 11ss; 7, 1ss; Mt. 18, 10), de quienes no son muy diferentes los hombres y las mujeres santos, como copartícipes de la amistad con Dios. Y si San Pablo implora a los hermanos (Rom. 15, 30; 2Cor. 1, 11; Col. 4, 3; Ef. 6, 18s) que lo ayuden con sus oraciones a Dios por él, con mayor razón debemos mantener que podemos ser ayudados por las oraciones de los santos, y pedirles su intercession con humildad. Si se lo pedimos a aquéllos que aún están en la tierra, ¿por qué no a aquéllos que ya viven en el cielo?

Se objeta en ocasiones que la invocación a los santos se opone al hecho de que el único mediador es Cristo Jesús. Hay, sin ninguna duda “un mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús.” Pero Él es nuestro mediador en su cualidad de nuestro Redentor común; pero Él no es ni nuestro único intercesor o abogado, ni nuestro único mediador por la vía de la súplica. En la décimo primera sesión del Concilio de Calcedonia (451) encontramos a los Padres exclamando “¡Flaviano vive después de la muerte! ¡Que el mártir ruegue por nosotros!” Si aceptamos esta doctrina de la veneración de los santos, de la cual hay innumerables evidencias en los escritos de los Padres y en las liturgias de las Iglesias Orientales y Latina, no debe maravillarnos el amoroso cuidado con el que la Iglesia se propuso escribir los sufrimientos de los primeros mártires, enviar estas crónicas de una asamblea de los fieles a otra y promover la veneración de los mártires.

En la carta circular de la Iglesia de Esmirna (Eus., Hist. Eccl., IV, xxiii) descubrimos la mención de la celebración religiosa del día en el cual San Policarpio sufrió el martirio (23 de febrero de 155); y las palabras del pasaje expresan exactamente el propósito principal que tiene la Iglesia en la celebración de tales aniversarios:

“Finalmente hemos reunido sus huesos, los cuales son más queridos para nosotros que las piedras preciosas y más puros que el oro, y los hemos colocado en donde era importante que reposaran. Y si es posible para nosotros reunirnos de nuevo en asamblea, quiera Dios concedernos celebrar el aniversario de este martirio con alegría, de manera que recordemos la memoria de aquéllos que lucharon en glorioso combate y enseñar y fortalecer con su ejemplo, a aquellos que vengan después de nosotros.”

Esta celebración de aniversario y veneración de los mártires era un momento de acción de gracias y congratulación, una ofrenda y una evidencia de la alegría de aquéllos que estaban comprometidos (Muratori, de Paradiso, x) y su difusión general explica por qué Tertuliano, a pesar que aseguraba, junto con los chiliastas, que los idos obtendrían la gloria eterna solo después de la resurrección general de los muertos, admitía una excepción para los mártires (De Resurrectione Carnis, xiii).

Debe ser obvio, sin embargo, que mientras la certeza moral privada de su santidad y posesión de la gloria puede ser suficiente para la veneración privada de los santos, no es suficiente para actos públicos y comunes del mismo tipo. Ningún miembro de un cuerpo social puede, independientemente de su autoridad, ejercer un acto propio a dicho cuerpo. Surgió naturalmente que para la veneración pública de los santos, la autorización eclesiástica de los pastores y guías de la Iglesia era requerida constantemente. La Iglesia se tomaba, sin duda muy en serio, el honor de los mártires, pero no se dedicó a garantizar honores litúrgicos indiscriminadamente a todos aquellos que aparentemente habían muerto por la Fe. San Optato de Mileve, escribiendo a finales del siglo IV, nos dice (De Schism, Donat., I, xvi, in P.L., XI, 916-917) de cierta dama noble, Lucila, quien fue reprendida por Ceciliano, Archidiácono de Cártago, por haber besado antes de la Sagrada Comunión los huesos de uno que o no era un mártir o cuyo derecho al título no estaba probado.

La decisión concerniente a si el mártir había muerto por su fe en Cristo y el consecuente permiso para venerarlo, recaía originalmente en el obispo del lugar en el que había dado su testimonio. El Obispo inquiría el motivo de su muerte y, encontrando que había muerto mártir, enviaba su nombre con una relación de su martirio a otras iglesias, especialmente las vecinas, para que, en el caso de aprobación por sus respectivos obispos, el culto del mártir se pudiera extender también a sus iglesias y que los fieles, tal como leemos en las Actas del martirio de San Ignacio (Ruinart, Acta Sincera Martyrum, 19) “puede estar en comunión con el generoso mártir de Cristo”. Los mártires cuya causa, por así decirlo, había sido discutida y la fama de cuyo martirio había sido confirmado, eran conocidos como mártires probados (vindicati). Por lo que a la palabra concierne probablemente no anteceda al siglo IV, cuando fue introducida en la Iglesia en Cartago; pero el hecho es ciertamente anterior. En los primeros tiempos, por lo tanto, este culto a los santos era enteramente local y pasaba de una iglesia a la otra con el permiso de sus obispos. Está claro en el hecho de que en ninguno de los antiguos cementerios cristianos se encuentran pinturas de mártires salvo aquellos que habían muerto en esos vecindarios. También explica eso, la casi universal veneración rápidamente otorgada a algunos mártires, como San Lorenzo, San Cipriano de Cartago, el Papa Sn. Sixto de Roma [(Duchesne, Origines du culte chrétien (Paris, 1903), 284)].

La veneración a los confesores -aquellos, que murieron pacíficamente después de una vida de virtud heroica- no es tan antigua como la de los mártires. La misma palabra toma un diferente significado después de los primeros períodos cristianos. En el principio se le daba a aquéllos que confesaban a Cristo cuando eran examinados en presencia de los enemigos de la Fe (Baronius, en sus notas a Ro. Mart., 1 Enero, D), o, como explica Benedicto XIV (op. cit., II, c. ii, n. 6) , a aquéllos que morían pacíficamente luego de haber confesado la Fe ante los tiranos u otros enemigos de la religión Cristiana y bajo torturas o sufrido otros castigos de cualquier naturaleza. Posteriormente, los confesores fueron aquéllos que habían vivido una vida santa y la terminaron con una santa muerte en paz cristiana. Es en este sentido que nosotros en la actualidad veneramos a los confesores.

Fue en el siglo IV, como es comúnmente sostenido, que a los confesores se les dio por vez primera honor eclesiástico público, a pesar de que ocasionalmente eran alabados ardientemente por los Padres más antiguos y, a pesar de que Sn. Cipriano declara que fueron merecedores de abundantes recompensas (De Zelo et Livore, col. 509; cf. Innoc. III, De Myst. Miss., III, x; Benedict XIV, op. cit., I, v, no 3 sqq; Bellarmine, De Missâ, II, xx, no 5). Incluso Belarmino no está seguro de cuando comenzaron los confesores a ser objeto de culto, y asegura que no fue antes del 800, cuando las fiestas de los santos Martín y Remigio son encontradas en el catálogo de fiestas hecho por el Concilio de Mainz. Es opinión de Inocencio III y Benedicto XIV y confirmada por la aprobación implícita de Sn. Gregorio Magno (Dial. I, xiv; III, xv) y por hechos bien conocidos; en Oriente, por ejemplo, Hilarión (Sozomen, III, xiv; VIII, xix), Efrén (Greg. Nyss. Orat. In laud. S Efrén) y otros confesores fueron públicamente honrados en el siglo IV; y en Occidente, Sn. Martín de Tours, como se ve en los antiguos breviarios y en el Misal Mozárabe (Bona Rer. Lit., II, xii, no. 3) y Sn. Hilario de Poitiers, como puede ser demostrado en el antiquísimo libro conocido como “Missale Francorum,” fueron objeto de culto similar en el mismo siglo.

La razón de esta veneración recae, sin duda alguna, en el parecido de las vidas de auto-negación y heroicamente virtuosas de los confesores con los sufrimientos de los mártires; tales vidas podrían ciertamente ser llamadas martirios prolongados. Naturalmente y en consecuencia, tal honor fue otorgado en primer lugar a los ascetas (Duchesne, op. cit. 284) y solo después a aquéllos que recordaban con sus vidas la existencia extraordinaria y penitencial de los ascetas. Tan cierto es esto, que los confesores eran frecuentemente llamados mártires. Sn. Gregorio Nacianceno llama mártir a Sn. Basilio; Sn. Juan Crisóstomo aplica el mismo título a Eustaquio de Antioquia; Sn. Paulino de Nola escribe de Sn. Félix de Nola que ganó honores celestiales, sine sanguine martyr (Un mártir sin sangre); Sn. Gregorio Magno llama mártir a Zeno de Verona y Metronio le da a Sn. Roterio el mismo título. Posteriormente, los nombres de los confesores fueron inscritos en los dípticos y se les reverenció. Sus tumbas fueron honradas (Martigny, loc. Cit.) con el mismo título de las de los mártires (martyria). Es verdad, sin embargo, en todo momento que era ilícito venerar a los confesores sin el permiso de la autoridad eclesiástica como había sido el venerar a los mártires (Bened. XIV, loc. cit. vi).

Hemos visto que por varios siglos los obispos, en algunos lugares solo los primados y patriarcas, podían otorgar a los mártires y confesores honor eclesiástico público; tal honor, sin embargo, era siempre decretado solo para el territorio sobre el cual tenían jurisdicción los otorgantes. Así, era solo la aceptación de dicho honor por el Obispo de Roma lo que lo hacía universal, dado que solo él podía autorizar o mandar en la Iglesia Universal [Gonzalez Tellez, Comm. Perpet. in singulos textus libr. Decr. (III, xlv), in cap. i, De reliquiis et vener. Sanct.]. Sin embargo, se dieron abuso en esta forma de disciplina, debido tanto a las indiscreciones del fervor popular como a la falta de cuidado de algunos obispos en averiguar a fondo las vidas de aquellos que permitían fuesen honrados como santos. Hacia el final del siglo XI los Papas vieron que era necesario restringir la autoridad episcopal en este punto y decretaron que las virtudes y milagros de las personas propuestas para veneración pública debían ser examinados en concilios, particularmente en concilios generales. Urbano II, Calixto II y Eugenio III siguieron esta línea de acción. Pasó, aún después de estos decretos, que “algunos, siguiendo las formas de los paganos y engañados por el fraude del maligno, veneraron como santo a un hombre que había sido muerto mientras estaba intoxicado.” Alejandro III (1159-81) prohibió su veneración en estas palabras: “En el futuro ustedes no presumirán de darle reverencia, tal que, aún si se hubiesen realizado milagros por él, no se les permitirá reverenciarle sin la autoridad de la Iglesia Romana” (c. i, tit. cit., X. III, xlv). Los teólogos no se ponen de acuerdo con la cabal importancia de este decreto. Ya sea que fuera hecha una nueva ley (Belarmino. De Eccles. Triumph. I, viii), en cuyo caso el Papa por primera vez, se reservó el derecho de la beatificación o fue confirmada una ley preexistente. Como el decreto no puso fin a todas las controversias, y algunos obispos no obedecieron a lo que correspondía a la beatificación (cuyo derecho ciertamente poseían hasta entonces), Urbano VII publicó, en 1634, una Bula que puso fin a toda discusión reservando a la Santa Sede no solo su inmemorial derecho de la canonización, sino también la beatificación.

 

NATURALEZA DE LA BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN

Antes de tratar con el procedimiento en las causas de beatificación y canonización, es conveniente definir estos términos de manera precisa y concisa a la vista de las precedentes consideraciones.

La canonización, generalmente hablando, es un decreto concerniendo la veneración eclesiástica pública de un individuo. Tal veneración, sin embargo, puede ser permisiva o preceptiva, puede ser universal o local. Si el decreto contiene un precepto, y es universal en el sentido de que corresponde a toda la Iglesia, es un decreto de canonización; si solo permite tal veneración, o si obliga bajo precepto pero no concierne a toda la Iglesia, es un decreto de beatificación.

En la antigua disciplina de la Iglesia, probablemente aún tan posterior como Alejandro III, los obispos podían, como ya se explicó, en sus diócesis, permitir veneración pública a los santos y tales decretos episcopales no eran meramente permisivos, sino preceptivos. El efecto de un acto episcopal de este modo, era equivalente a nuestra moderna beatificación. En tales casos no había, propiamente hablando, canonización, a menos que se tuviera el consentimiento del Papa extendiendo el culto en cuestión, implícita o explícitamente e imponiéndolo por precepto a toda la Iglesia en su conjunto. En la norma más reciente, la beatificación es un permiso para venerar, otorgado por los Romanos Pontífices con restricción a ciertos lugares y a ciertos ejercicios litúrgicos. Es, por lo tanto, ilícito reverenciar a la persona conocida como Beato públicamente, fuera del lugar para el cual fue otorgado el permiso, o recitar un oficio en su honor, o celebrar Misa con oraciones referentes a él o ella, a menos que exista indulto especial. La canonización es un precepto del Romano Pontífice ordenando la veneración pública a un individuo por la Iglesia Católica. Resumiendo, pues, la beatificación difiere de la canonización en que: la primera implica (1) un permiso para venerar localmente restringido, no universal, lo cual es (2) un mero permiso y no un precepto; mientras que la canonización implica un precepto universal.

En casos excepcionales, uno u otro elemento de esta distinción puede no existir; así, Alejandro III no solo permitió, sino que ordenó el culto público del Beato William de Malavalle en la diócesis de Grosseto, y esta acción fue confirmada por Inocencio III; León X actuó similarmente con respecto a B. Hosanna para la ciudad y distrito de Mantúa; Clemente IX con respecto a Santa Rosa de Lima, cuando era beata, haciéndola patrona principal de Lima y Perú y Clemente X, haciéndola patrona de América. Clemente X también escogió al beato Estanislao Kotska como patrón de Polonia, Lituania y las provincias unidas. De nuevo, pero con respecto a la universalidad, Sixto IV permitió el culto del beato John Boni en toda la Iglesia Universal. En todas estas instancias había habido únicamente beatificación.

La canonización por lo tanto, crea un culto el cual es, universal y obligatorio. Pero al imponer esta obligación, el Papa puede y de hecho usa, uno de dos métodos, cada uno constituyendo una nueva especie de canonización, i.e. canonización formal y canonización equivalente. La canonización formal ocurre cuando el culto es prescrito como una decisión explícita y definitiva, después del proceso judicial debido y las ceremonias usuales en tales casos. La canonización equivalente ocurre cuando el Papa, omitiendo el proceso judicial y las ceremonias, ordena que cierto Siervo de Dios sea venerado en la Iglesia Universal; esto ocurre cuando tal santo ha sido venerado desde mucho tiempo atrás, cuando sus virtudes heroicas (o martirio) y milagros han sido relatados por historiadores confiables y la fama de su intercesión milagrosa está ininterrumpida. Muchos ejemplos de tal canonización se encuentran con Benedicto XIV; por ejemplo, los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan de Matham, Félix de Valois, la Reina Margarita de Escocia, el Rey Esteban de Hungría, el Duque Wenceslao de Bohemia y Gregorio VII. Tales casos son una buena prueba de la precaución con la que procede la Iglesia en estas canonizaciones equivalentes. Podemos añadir que esta canonización equivalente consiste en un Oficio y Misa por el Papa en honor del santo. También cabe señalar que esta canonización ha caido en desuso y que en la actualidad, todos los santos canonizados, tienen que pasar por los largos y rigurosos procesos de beatificación y canonización.

 

INFABILIDAD PAPAL Y CANONIZACIÓN

¿Es infalible el Papa al expedir un decreto de canonización? La mayor parte de los teólogos concuerdan con una respuesta afirmativa. Es la opinión de San Antonino, Melchor Cano, Suárez, Belarmino, Bañez, Vázquez y, entre los canonistas, de González Téllez, Fagnanus, Schmalzgrüber, Barbosa, Reissenstül, Covarrubias, Albitius, Petra, Joannes a S. Toma, Silvestre, Del Bene y muchos otros. En Quodlib. IX, a 16, Sto. Tomás dice: “Dado que el honor que profesamos a los santos es en cierto sentido, una profesión de fe, i.e., una creencia en la gloria de los santos, debemos píamente creer que, en este asunto, también el juicio de la Iglesia está libre de error.” Estas palabras de Sto. Tomás, como es evidente si recordamos todas las autoridades que hemos citado, favoreciendo positivamente la infalibilidad, son interpretadas como infalibilidad Papal en el asunto de la canonización. Esta infalibilidad, de acuerdo con el doctor santo, es un asunto de creencia pía.

¿Cuál es el objetivo de este juicio infalible del Papa? ¿Define que la persona canonizada está en el cielo o solo que ha practicado las virtudes cristianas en grado heroico? La opinión generalizada de los teólogos es que lo único que queda definido y lo único que se necesita indicar es que la persona canonizada está en el cielo.

 

PROCEDIMIENTO ACTUAL DE LAS CAUSAS DE BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN

En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el «abogado del diablo») y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del Papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

1) Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la «opinión pública».

Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo al candidato potencial. En la práctica, esos «impulsores» de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en «el solicitante» del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.

2) Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado «el siervo de Dios». En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.

El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del Papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el Papa.

3) Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.

Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya algún malentendido.

Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat, la declaración de que no hay «nada reprochable» acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil obstat.

4) La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.

A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.

A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o «abogado del diablo», propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).

Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al Papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del Papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por ejemplo, Papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos («Carlos acepta«).

Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un «proceso apostólico». El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.

De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.

Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del Papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de «venerable».

5) La sección histórica. En 1930, el Papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del Papa, un decreto de beatificación o de canonización «equivalentes». El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el Papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.

6) Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.

A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad. Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado «olor de santidad» – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino. Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación.

7) Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cal se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.

El proceso de milagros debe establecer:

a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de una enfermedad – y
b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.

De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el Papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.

El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos Papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.

8) Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el Papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos Papas o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el Papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, «inoportuna». Si el dictamen es positivo, el Papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.

Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el Papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El Papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.

9) Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el Papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el Papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el Papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.

Actualmente se mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema – esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los testigos -, pero se aspira a comprender y valorar la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A grandes rasgos, funciona como sigue:

La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato. En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aún así, el candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el nihil obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma.

El objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio. En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió el candidato.

Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la causa pasa al papa para que tome su decisión.

Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el número de milagros requeridos reside en que, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para obtener la canonización.

Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase de la evolución del proceso de canonización. En rigor, la congregación se ocupa ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales. Incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la cristiandad.

 

CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS

Con la Constitución «Immensa Aeterni Dei» del 22 de enero de 1588, Sixto V creó la Sagrada Congregación de los Ritos y le confió la tarea de regular el ejercicio del culto divino y de estudiar las causas de los Santos. Pablo VI, con la Constitución Apostólica «Sacra Rituum Congregatio» del 8 de mayo de 1969, dividió la Congregación de los Ritos, creando así dos Congregaciones, una para el Culto Divino y otra para las Causas de los Santos.

Con la misma Constitución de 1969, la nueva Congregación para las Causas de los Santos tuvo su propia estructura, organizada en tres oficinas: la judicial, la del Promotor General de la Fe y la histórico-jurídica, que era la continuación de la Sección Histórica creada por Pío XI el 6 de febrero de 1930.

La Constitución Apostólica «Divinus perfectionis magister» del 25 de enero de 1983 y las respectivas «Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum» del 7 de febrero de 1983, dieron lugar a una profunda reforma en el procedimiento de las causas de canonización y a la reestructuración de la Congregación, a la que se le dotó de un Colegio de Relatores, con el encargo de cuidar la preparación de las ‘Positiones super vita et virtutibus (o super martyrio) de los Siervos de Dios.

Juan Pablo II, con la Constitución Apostólica «Pastor Bonus» del 28 de junio de 1988, cambió la denominación a Congregación para las Causas de los Santos.

El Prefecto de la Congregación (2003) es el Cardenal José Saraiva Martins. El Secretario es el Arzobispo Edward Nowak y el Subsecretario, Monseñor Michele Di Ruberto. Además existe un equipo de 23 personas. La Congregación tiene 34 Miembros -Cardenales, Arzobispos y Obispos-, 1 Promotor de la fe (Prelado Teólogo), 5 Relatores y 83 Consultores.

Unido al Dicasterio se encuentra el «Estudio», instituido el 2 junio de 1984, cuyo objetivo es la formación de los Postuladores y de los que colaboran con la Congregación, como también la de aquellos que ejercitan los diferentes cometidos ante las Curias diocesanas para el estudio de las Causas de los Santos. El «Estudio» tiene además la tarea de cuidar la actualización del «Index ac Status Causarum«.

La Congregación prepara cada año todo lo necesario para que el Papa pueda proponer nuevos ejemplos de santidad. Después de aprobar los resultados sobre los milagros, martirio y virtudes heroicas de varios Siervos de Dios, el Santo Padre procede a una serie de canonizaciones y beatificaciones.

Fuentes : Camillus Beccari de la Enciclopedia Católica y Padre Ángel Peña O.A.R.

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La comunión en la mano es una costumbre protestante que las Conferencias Episcopales fueron adoptando

La norma de la Iglesia Católica sigue siendo comulgar en la boca, no obstante, luego del Concilio Vaticano II, y fuera de éste, se permitió comulgar en la mano a algunas arquidiócesis, lo que se fue generalizando a pedido de las Conferencias Episcopales. Sin embargo es llamativa la pregnancia de esta excepción, ya que Santos, Doctores y los últimos dos papas (Juan Pablo II y Benedicto XVI) llaman a comulgar en la boca.

Una de las tantas costumbres protestantes que ha tomado la Iglesia Católica y que forma parte de los signos de nuestros tiempos.

El Generalis Missalis Romani dice que en principio, la Comunión se recibe en la boca, pero, donde sea concedido (por la Conferencia Episcopal), el fiel puede, a elección, comulgar recibiendo la hostia en la mano. En cambio, cuando la Comunión se recibe «por intinción» (esto es, bajo ambas especies, mojando la hostia en el Cáliz), obviamente, sólo puede recibirse en la boca.

EVOLUCIÓN DE CÓMO SE RECIBE LA EUCARISTIA

Monseñor Schneider, que es experto en Patrística e Iglesia primitiva, explica las diferencias entre la forma de comulgar en la Iglesia primitiva y la actual práctica de la comunión en la mano.

Según afirmó, esta costumbre es «completamente nueva» tras el Concilio Vaticano II y no hunde sus raíces en los tiempos de los primeros cristianos, como se ha sostenido con frecuencia.

En la Iglesia primitiva había que purificar las manos antes y después del rito, y la mano estaba cubierta con un corporal, de donde se tomaba la forma directamente con la lengua: «Era más una comunión en la boca que en la mano», afirmó Schneider. De hecho, tras sumir la Sagrada Hostia el fiel debía recoger de la mano con la lengua cualquier mínima partícula consagrada. Un diácono supervisaba esta operación.

Jamás se tocaba con los dedos: «El gesto de la comunión en la mano tal como lo conocemos hoy era completamente desconocido» entre los primeros cristianos.

Aun así, se abandonó aquel rito por la administración directa del sacerdote en la boca, un cambio que tuvo lugar «instintiva y pacíficamente» en toda la Iglesia a partir del siglo V, en Oriente, y en Occidente un poco después. El Papa San Gregorio Magno en el siglo VII ya lo hacía así, y los sínodos franceses y españoles de los siglos VIII y IX sancionaban a quien tocase la Sagrada Forma.

Según monseñor Schneider, la práctica que hoy conocemos de la comunión en la mano nació en el siglo XVII entre los calvinistas, que no creían en la presencia real de Jesucristo en la eucaristía. «Ni Lutero», que sí creía en ella aunque no en la transustanciación, «no lo habría hecho», dijo el obispo kazajo: «De hecho, hasta hace relativamente poco los luteranos comulgaban de rodillas y en la boca, y todavía hoy algunos lo hacen así en los países escandinavos».

LA VIRGEN MARÍA LLAMA A COMULGAR EN LA BOCA EN SUS APARICIONES

En «Mística Ciudad de Dios», Sor María de Jesús de Agreda relata su visión sobre cómo fue la primera Misa de los Apóstoles, al octavo día de la Venida del Espíritu Santo, en el mismo plato y cáliz en que había consagrado el Señor. La primera Misa la celebró San Pedro y asistió a ella María Santísima. Pues bien, en esas revelaciones aprobadas por la Iglesia, se dice que la Santísima Virgen comulgó de mano de San Pedro. Observen que dice de mano, no en la mano. Veamos cómo lo relata:

«Con profunda humildad y adoración se prepararon para comulgar. Y luego dijeron las mismas oraciones y salmos que Cristo Señor nuestro había dicho antes de consagrar, imitando en todo aquella acción, como la habían visto hacer a su divino Maestro. Tomó San Pedro en sus manos el pan ázimo que estaba preparado, y levantando primero los ojos al cielo con admirable reverencia, pronunció sobre el pan las palabras de la consagración del cuerpo santísimo de Cristo, como las dijo antes el mismo Señor Jesús».

«Luego san Pedro consagró el cáliz y con el sagrado cuerpo y sangre hizo las mismas ceremonias que nuestro salvador, levantándolos para que todos lo adorasen. Tras de esto se comulgó el apóstol a sí mismo y luego los once apóstoles, como María Santísima se lo había prevenido. Y luego por mano de San Pedro comulgó la divina Madre«.

En muchos otros mensajes a videntes María pide comulgar en la boca, y nunca menciona comulgar en la mano.

LAS DECLARACIONES DE LOS CONCILIOS

De Rouen: El Concilio de Rouén (año 650) prescribe: «A ningún laico, hombre o mujer, sea dada la eucaristía en la mano, sino en la boca.

De Bizancio: El Quinto Concilio de Constantinopla (año 691) prohibió a los fieles darse la Comunión a sí mismos (que es lo que sucede cuando la Sagrada Partícula es colocada en la mano del comulgante) y decretó una excomunión de una semana de duración para aquellos que lo hicieran en la presencia de un obispo, un sacerdote o un diácono.

De Trento: El Concilio de Trento (Dogmático) en fecha 11 de Octubre de1551, (ses. XIII, c.8) dispuso: «Siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios, en la Comunión Sacramental, que los laicos tomen la comunión de manos de los sacerdotes, y que los sacerdotes celebrantes comulguen por sí mismos; costumbre que por razón y justícia DEBE MANTENERSE por provenir de la Tradición Apostólica». (El texto se refiere a la comunión en la boca, pues hacía ya muchos siglos que había sido prohibida en la mano.)

Vaticano II: No se pronunció sobre la comunión en la mano (autocomunión).

DECLARACIONES SANTOS, PADRES Y DOCTORES DE LA IGLESIA Y DE LA MADRE TERESA DE CALCUTA

Tertuliano: (160-220) «…cuidamos escrupulosamente que algo del cáliz o del pan pueda caer a tierra» (De corona, 3 PL 2, 99);

San Hipólito (170-235) «… cada uno esté atento… que ningún fragmento caiga y se pierda, porque es el Cuerpo de Cristo que debe ser comido por los fieles y no despreciado» (Trad. Ap. 32.).

Orígenes: (185-254) «Con qué precaución y veneración, cuando recibís el Cuerpo del Señor lo conserváis, de manera que no caiga nada o se pierda algo del don consagrado. Os consideraríais justamente culpables si cayese algo en tierra por negligencia vuestra» (In Exod. Hom., hom. XIII, 3, Migne, PG 12, 391).

El mismo Pablo VI comenta así este último texto: «»Consta que los fieles creían y con razón, que pecaban, según recuerda Orígenes, si, habiendo recibido el cuerpo del Señor, y conservándolo con todo cuidado y veneración, algún fragmento caía por negligencia» (Mysterium Fidei, 32).

San Cirilo: (315-387) «… recíbela cuidando que nada de ella se pierda, porque dime: si alguno te diese unas limaduras de oro ¿no las guardarías con toda diligencia procurando no perder nada de ellas? ¿No procurarás, pues, con mucha más diligencia que no se te caiga ninguna migaja de lo que es más precioso que el oro y las piedras preciosas?»).

San Efrén: (306-373) «Comed este pan y no piséis sus migas… una partícula de sus migas puede santificar a miles de miles y es suficiente para dar vida a todos los que la comen» (Serm. in hebd. s., 4, 4).

San Basilio: (330-379) afirma claramente que sólo está permitido recibir la Comunión en la mano en tiempos de persecución o, como era el caso de los monjes en el desierto, cuando no hubiera un diácono o un sacerdote que pudiera distribuirla. «No hace falta demostrar que no constituye una falta grave para una persona comulgar con su propia mano en épocas de persecución cuando no hay sacerdote o diácono» (Carta 93). Lo que implica que recibirla en la mano en otras circunstancias, fuera de persecución, será una grave falta.

S. Agustín: (354-430) “Sería locura insolente, el discutir qué se ha de hacer cuando toda la Iglesia Universal tiene ya una práctica establecida.” (carta 54,6; a Jenaro.)

San León Llamado el Magno, Sumo Pontífice entre 440-461, en sus comentarios al sexto capítulo de San Juan, habla de la Comunión en la boca como del uso corriente: «Se recibe en la boca lo que se cree por la Fe». El Papa no habla como si estuviera introduciendo una novedad, sino como si fuera un hecho ya bien establecido.

S. Gregorio: También llamado Magno, Papa entre 590 y 604, en sus Diálogos (Roman 3, c 3) relata cómo el Papa San Agapito obró un milagro durante la Misa, después de haber colocado la Hostia en la lengua de una persona. También Juan el Diácono nos habla acerca de esta manera de distribuir la Santa Comunión por ese Pontífice.

S. F. de Asís: (1182-1226) “Sólo ellos, (los sacerdotes), deben administrarlo, y no otros.” ( Carta 2ª, a todos los fieles, 35).

Sto Tomás: (1225-1274) «Porque debido a la reverencia hacia este sacramento, nada Lo toca, sino lo que es consagrado; de aquí que el corporal y el cáliz son consagrados, y así mismo las manos del sacerdote, para tocar este sacramento.» (Suma Teológica: Pt. III, Q.82, Art. 3).

Es decir, se falta a la reverencia debida a este Sacramento, cuando lo tocan manos que no están consagradas; doctrina que fue luego confirmada por S.S. Juan Pablo II en Domenica Cenæ, como veremos luego.

San Pío X «Cuando se recibe la Comunión es necesario estar arrodillado, tener la cabeza ligeramente humillada, los ojos modestamente vueltos hacia la Sagrada Hostia, la boca suficientemente abierta y la lengua un poco fuera de la boca reposando sobre el labio inferior». (Catecismo de San Pío X). Y Contestando a quienes le pedían autorización para comulgar de pie alegando que: los israelitas comieron de pie el cordero pascual les dijo: «El Cordero Pascual era tipo (símbolo, figura o promesa) de la Eucaristía. Pues bien, los símbolos y promesas se reciben de pie, MAS LA REALIDAD SE RECIBE DE RODILLAS y con amor».

Cuando estaba este santo pontífice en su lecho de muerte, en Agosto de 1914, y se le administró la Sagrada Comunión como Viático, no la recibió, y no le estaba permitido, en la mano: la recibió en la lengua de acuerdo a la ley y a la práctica de la Iglesia Católica.

Pio XII: “Hay que reprobar severamente la temeraria osadía de quienes introducen intencionadamente nuevas costumbres litúrgicas, o hacen renacer ritos ya desusados, y que no están de acuerdo con las leyes y rúbricas vigentes.”

( Mediator Dei, 17.)

Pablo VI: El texto original de la ya mencionada consulta a los Obispos sobre la comunión en la mano, decía: “En nombre y por encargo del Santo Padre, me es grato comunicar…” Al leerlo, el Papa dijo al encargado de redactar la carta:

-¿Grato? ¡No me es grato para nada!

Y corrigió el texto de la siguiente forma:

“En nombre y por encargo del Santo Padre, es mi deber comunicar…”

En esa misma carta el Papa corrigió otra frase añadiendo de su puño y letra lo que está en negritas:

“Por mandato explícito del Santo Padre que no puede dejar de considerar la eventual innovación con evidente aprensión

M. Teresa: “…el peor mal de nuestro tiempo es la Comunión en la mano.” (The Wanderer, 23 de marzo de 1982)

OPINIÓN DE SS JUAN PABLO II

Periodista: – Santo Padre, ¿Cuál es su opinión sobre la comunión en la mano?

A lo que el Papa responde: – Hay una carta apostólica sobre un permiso especial válido para esto. Pero yo le digo a Ud. que no estoy a favor de esta práctica, ni tampoco la recomiendo. El permiso fue otorgado debido a la insistencia de algunos obispos diocesanos.

Entrevistado por la revista Stimme des glaubens durante su visita a Fulda (Alemania) en Noviembre de 1980.

En su Carta “Domenica Cenæ”, de 24 de febrero de 1980, el Papa dice: “El tocar las Sagradas Especies y su distribución con las propias manos, es un privilegio de los ordenados”.

Y para que nadie interpretase de otra forma estas palabras, tres meses después, ante las cámaras de la televisión francesa, negaba la Comunión en la mano a la esposa del primer ministro Giscard d’Estaing.

En la Instrucción “Inestimabile Donum” de la Congregación para el Culto Divino, sancionada el día 17 de abril del mismo año de 1980, el Papa reitera: “No se admite que los fieles tomen por sí mismos (autocomunión) el pan consagrado y el cáliz sagrado, y mucho menos que se lo hagan pasar de uno a otro”.

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