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La Virgen Maria en el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium)

CAPÍTULO VIII. – LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

I.- INTRODUCCIÓN

La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, «cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer… para que recibiésemos la adopción de hijos» (Gal 4,4-5). «El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen».

Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, «en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo».

La Santísima Virgen y la Iglesia

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas.

Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

Intención del Concilio

54. Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor, realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos. Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros.

II.- OFICIO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN

La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.

María en la Anunciación

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como «llena de gracia» (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estima a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, «obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero». Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» ; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: «La muerte vino por Eva; por María, la vida».

La Santísima Virgen y el Niño Jesús

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor en el Templo, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. lc., 2,41-51).

La Santísima Virgen en el ministerio público de Jesús

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente; ya al principio durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11). En el decurso de su predicación recibió las palabras con las que el Hijo (cf. Lc 2,19-51), elevando el Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!» (Jn19,26-27).

La Santísima Virgen después de la Ascensión de Jesús

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés «perseverar unánimemente en la oración con las mujeres, y María la Madre de Jesús y los hermanos de éste» (Act 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap19,16) y vencedor del pecado y de la muerte.

III.- LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA IGLESIA

María, esclava del Señor, en la obra de la redención y de la santificación

60. Unico es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: «Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos» (1 Tim 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera obscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

Maternidad espiritual de María

61. La Santísima Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

María, Mediadora

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.

Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

María, como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia

63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. la Madre de Dios es tipo de la Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, practicando una fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber, los fieles a cuya generación y educación coopera con amor materno.

Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios fielmente recibida: en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.

Virtudes de María que debe imitar la Iglesia

65. Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo. Porque María, que habiendo entrado íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso tipo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y bendiciendo en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón, la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

IV.- CULTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA IGLESIA

Naturaleza y fundamento del culto

66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue ensalzada por encima todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Santísima Virgen es venerada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e imitación, según palabras proféticas de ella misma: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso» (Lc 1,48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

Espíritu de la predicación y del culto

67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Santísima Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los Santos.

Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Santísima Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

María, signo del pueblo de Dios

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf., 2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo.

María interceda por la unión de los cristianos

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Sínodo, el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad.

Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Constitución han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

Lumen Gentium. Roma, en San Pedro, 21 de noviembre de 1964.
 
 

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María en los Últimos Tiempos de la Iglesia

Por San Luis María Grignion de Montfort.

María desempeña un rol muy importante en la salvación del mundo que producirá Cristo en su segunda venida.

Ella fue elegida desde el principio de los tiempos para ser la madre del Señor y enfrentarse al maligo en los últimos tiempos, por eso fue preservada del pecado original y actúa como corredentora del género humano con Jesús.

 

MARÍA Y LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

49. La salvación del mundo comenzó por medio de María y por medio de Ella debe consumarse. María casi no se manifestó en la primera venida de Jesucristo, a fin de que los hombres poco instruidos e iluminados aún cerca de la persona de su Hijo, no se alejaran de la verdad aficionándose demasiado fuerte e imperfectamente a la Madre, como habría ocurrido seguramente, si Ella hubiera sido conocida, a causa de los admirables encantos que el Altísimo le había concedido aún en su exterior. Tan cierto es esto que San Dionisio Areopagita escribe que cuando la vio, la hubiera tomado por una divinidad, a causa de sus secretos encantos e incomparable belleza, si la fe en la que se hallaba bien cimentado no le hubiera enseñado lo contrario.

Pero, en la segunda venida de Jesucristo, María tiene que ser conocida y puesta de manifiesto por el Espíritu Santo, a fin de que por Ella Jesucristo sea conocido, amado y servido. Pues ya no valen los motivos que movieron al Espíritu Santo a ocultar a su Esposa durante su vida y manifestarla sólo parcialmente aun después de la predicación del Evangelio.

50. Dios quiere, pues, revelar y manifestar a María, la obra maestra de sus manos, en estos últimos tiempos.

a. Porque Ella se ocultó en este mundo y se colocó más baja que el polvo por su profunda humildad, habiendo alcanzado de Dios, de los Apóstoles y Evangelistas que no la dieran a conocer.

b. Porque Ella es la obra maestra de las manos de Dios, tanto en el orden de la gracia como en el de la gloria y El quiere ser glorificado y alabado en la tierra por los hombres.

c. Porque Ella es la aurora que precede y anuncia al Sol de Justicia, Jesucristo, y por lo mismo, debe ser conocida y manifestada, si queremos que Jesucristo lo sea.

d. Porque Ella es el camino por donde vino Jesucristo a nosotros la primera vez y lo será también cuando venga la segunda, aunque de modo diferente.

e. Porque Ella es el medio seguro y el camino directo e inmaculado para ir a Jesucristo y hallarlo perfectamente. Por ella deben resplandecer en santidad. Quien halla a María, halla la vida, es decir, a Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Ahora bien, no se puede hallar a María sino se la busca, ni buscarla si no se la conoce, pues no se busca ni desea lo que no se conoce. Es, por tanto, necesario que María sea mejor conocida que nunca, para mayor conocimiento y gloria de la Santísima Trinidad.

f. Porque María debe resplandecer más que nunca en los últimos tiempos en misericordia, poder y gracia:

En misericordia, para recoger y acoger amorosamente a los pobres pecadores y a los extraviados que se convertirán y volverán a la Iglesia católica;

En poder, contra los enemigos de Dios, los idólatras, cismáticos, mahometanos, judíos e impíos endurecidos que se rebelarán terriblemente para seducir y hacer caer, con promesas y amenazas, a cuantos se les opongan,

En gracia, finalmente, para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de Jesucristo, que combatirán por los intereses del Señor,

g. Por último, porque María debe ser terrible al diablo y a sus secuaces «como un ejército en orden de batalla» sobre todo en estos últimos tiempos, porque el diablo sabiendo que le queda poco tiempo y menos que nunca para perder a las gentes, redoblará cada día sus esfuerzos y ataques. De hecho, suscitará a en breve crueles persecuciones y tenderá terribles emboscadas a los fieles servidores y verdaderos hijos de María, a quienes le cuesta vencer mucho más que a los demás.

 

MARÍA Y LA LUCHA FINAL

51. A estas últimas y crueles persecuciones de Satanás, que aumentarán de día en día hasta que llegue el anticristo, debe referirse sobre todo aquella primera y célebre predicación y maldición lanzada por Dios contra la serpiente en el paraíso terrestre. Nos parece oportuno explicarla aquí, para la gloria de la Santísima Virgen, salvación de sus hijos y confusión de los demonios:

«Haré que haya enemistad entre ti y la mujer,
entre tu descendencia y la suya,
ésta te pisará la cabeza
mientras tú te abalanzarás sobre tu talón.»

52. Dios ha hecho y preparado una sola e irreconciliable enemistad, que durará y se intensificará hasta el fin. Y es entre María, su digna Madre, y el diablo; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer. De suerte que el enemigo más terrible que Dios ha suscitado como Satanás es María, su Santísima Madre. Ya desde el paraíso terrenal aunque María sólo estaba entonces en la mente divina le inspiró tanto odio contra ese maldito enemigo de Dios, le dio tanta sagacidad para descubrir la malicia de esa antigua serpiente y tanta fuerza para vencer, abatir y aplastar a ese orgulloso impío, que el diablo la teme no sólo más que a todos los ángeles y hombres, sino en cierto modo más que al mismo Dios.

No ya porque la ira, odio y poder divinos no sean infinitamente mayores que los de la Santísima Virgen, cuyas perfecciones son limitadas, sino:

a. Porque Satanás, que es tan orgulloso sufre infinitamente más al verse vencido y castigado por una sencilla y humilde esclava de Dios y la humildad de la Virgen lo humilla más que el poder divino;

b. Porque Dios ha concedido a María un poder tan grande contra los demonios que como a pesar suyo se han visto muchas veces obligados a confesarlo por boca de los posesos tienen más miedo a un solo suspiro de María a favor de una persona, que a las oraciones de todos los santos y a una sola amenaza suya contra ellos más que a todos los demás tormentos.

53. Lo que Lucifer perdió por orgullo, lo ganó María con la humildad. Lo que Eva condenó y perdió por desobediencia, lo salvó María con la obediencia. Eva, al obedecer a la serpiente, se hizo causa de perdición para sí y para todos sus hijos, entregándolos a Satanás; María, al permanecer perfectamente fiel a Dios, se convirtió en causa de salvación para sí y para todos sus hijos y servidores, consagrándolos al Señor.

54. Dios nos puso solamente una enemistad, sino enemistades, y no sólo entre María y Lucifer, sino también entre la descendencia de la Virgen y la del demonio. Es decir: Dios puso enemistades, antipatías y los odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la Santísima. Virgen y los hijos y esclavos del diablo: no pueden amarse ni entenderse unos a otros.

Los hijos de Belial, los esclavos de Satanás, los amigos de este mundo de pecado ¡todo viene a ser lo mismo! han perseguido siempre y perseguirán más que nunca de hoy en adelante a quienes pertenezcan a la Santísima Virgen, como en otro tiempo Caín y Esaú figuras de los réprobos persiguieron a sus hermanos Abel y Jacob figuras de los predestinados

Pero la humilde María triunfará siempre sobre aquel orgulloso y con victoria tan completa que llegará a aplastarle la cabeza, donde reside su orgullo. ¡María descubrirá siempre su malicia de serpiente, manifestará sus tramas infernales, desvanecerá sus planes diabólicos y defenderá hasta el fin a sus servidores de aquellas garras mortíferas!

El poder de María sobre todos los demonios resplandecerá, sin embargo, de modo particular en los últimos tiempos, cuando Satanás pondrá asechanzas a su calcañar, o sea, a sus humildes servidores y pobres a juicio del mundo; humillados delante de todos; rebajados y oprimidos como el calcañar respecto de los demás miembros del cuerpo.

Pero, en cambio, serán ricos en gracias y carismas, que María les distribuirá con abundancia, grandes y elevados en santidad delante de Dios, superiores a cualquier otra creatura por su celo ardoroso; y tan fuertemente apoyados en el socorro divino que, con la humildad de su calcañar y unidos a María, aplastarán la cabeza del demonio y harán triunfar a Jesucristo.

 

MARÍA Y LOS APÓSTOLES DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

55. Si, Dios quiere que su Madre Santísima, sea ahora más conocida, amada y honrada que nunca. Lo que sucederá sin duda, si los predestinados, con la gracia y luz del Espíritu Santo, entran y penetran en la práctica interior y perfecta de la devoción que voy a manifestarles en seguida.

Entonces verán, en cuanto lo permita la fe, a esta hermosa estrella del mar y, guiados por Ella, llegará a puerto seguro, a pesar de las tempestades y de los piratas.

Entonces conocerán las grandezas de esta Soberana y se consagrarán enteramente a su servicio como súbditos y esclavos de amor.

Entonces saborearán sus dulzuras y bondades maternales y la amarán tiernamente como sus hijos predilectos.

Entonces experimentarán las misericordias en que Ella reboza y la necesidad en que están de su socorro, recurrirán en todo a Ella, como a su querida Abogada y Medianera ante Jesucristo.

Entonces sabrán que María es el medio más seguro, fácil, corto y perfecto para llegar hasta Jesucristo y se consagrarán a Ella en cuerpo y alma sin reserva alguna, para pertenecer del mismo modo a Jesucristo.

56. Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino.

Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente.

Serán hijos de Levi, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación.

Serán en todas partes el buen olor de Jesucristo para los pobres y sencillos; pero para los grandes, los ricos y mundanos orgullosos serán olor de muerte.

57. Serán nubes tronales y volantes, en el espacio, al menor soplo del Espíritu Santo. Sin apegarse a nada ni asustarse, ni inquietarse por nada, derramarán la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna, tronarán contra el pecado, lanzarán rayos contra el mundo del pecado, descargarán golpes contra el demonio y sus secuaces y con la espada de dos filos de la palabra de Dios traspasarán a todos aquellos a quienes sean enviados de parte del Altísimo.

58. Serán los apóstoles auténticos de los últimos tiempos. A quienes el Señor de los ejército dará la palabra y la fuerza necesarias para realizar maravillas y ganar gloriosos despojos sobre sus enemigos.

Dormirán sin oro ni plata y lo que más cuenta sin preocupaciones en medio de los demás sacerdotes, eclesiásticos y clérigos. Tendrán sin embargo, las alas plateadas de la paloma, para volar con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres adonde los llame el Espíritu Santo. Y no dejarán en pos de sí en los lugares en donde prediquen sino el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda ley.

59. Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo. Caminando sobre las huellas de su pobreza, humildad, desprecio de lo mundano y caridad evangélica, enseñarán la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al Evangelio y no a los códigos mundanos, sin inquietarse por nada ni hacer acepción de personas, sin dar oídos ni escuchar ni temer a ningún mortal por poderoso que sea.

Llevarán en la boca la espada de dos filos de la palabra de Dios, sobre sus hombros el estandarte ensangrentado de la cruz, en la mano derecha el crucifijo, el Rosario en la izquierda, los sagrados nombres de Jesús y María en el corazón y en toda su conducta la modestia y mortificación de Jesucristo.

Tales serán los grandes hombres que vendrán y a quienes María formará por orden del Altísimo para extender su imperio sobre el de los impíos, idólatras y mahometanos. Pero, ¿cuándo y cómo sucederá esto?… ¡Sólo Dios lo sabe! A nosotros toca callar, orar, suspirar y esperar:

«Yo esperaba con ansia.»

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El Espíritu Santo y la Virgen María

La Santísima Virgen fue guiada desde el inicio por el Espíritu Santo, como lo demuestran sucesivos pasajes bíblico, por tanto debemos pedirle a la Virgen que nos enseñe a ser fieles a la presencia y acción del Espíritu Santo, que nos mueve a seguir a Cristo en la Iglesia para gloria del Padre.

 

La Encarnación del Verbo.

Podemos afirmar que la Encarnación del Verbo es el primer Pentecostés porque hay una especial revelación y presencia del Espíritu Santo. En efecto, el ángel Gabriel dice a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc.1,35-36).

Igualmente, el ángel dice a José: “No temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt.1, 20b-22).

El Espíritu Santo viene sobre María, la cubre con su sombra para ser Madre-Virgen. El calor del Espíritu Santo hará germinar el misterio del Verbo de Dios que se hace hombre.

El Espíritu Santo suscita la respuesta consciente y libre de María que hace: donación de todo su ser al plan de Dios: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc.1,38).

 

La Visitación (Lc.2, 41-57).

Así que María saludó a Isabel, ésta “se llenó del Espíritu Santo, y clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre las mujeres…! y su niño saltó de gozo en sus entrañas. Y María proclama el Magnificat, envuelta en este clima de Espíritu Santo.

 

El Nacimiento de Jesús.

El nacimiento de Jesús es el cumplimiento de la Anunciación: Jesús nace virginalmente de María, Virgen y Madre.

La luz del Espíritu Santo inunda el Portal de Belén, envuelve a los pastores y guía a los Magos hasta el lugar donde está Jesús.

 

Las bodas de Caná.

María, movida por los dones del Espíritu Santo, especialmente de Sabiduría, de Piedad y de Consejo, se dirige suplicante a su Hijo: “No tienen vino” y luego a los servidores: “Haced lo que Él os diga”. Y Jesús realiza su primer milagro (Cf. Jo. 2, 1-12)

Pasión, muerte y resurrección de Cristo.

María estaba junto a la cruz de Jesús (Jo. 19, 25) Es la expresión de una fortaleza que sólo el Espíritu Santo puede dar. El mismo Espíritu culmina así la obra que inició en la Encarnación del Verbo cubriendo y protegiendo a la Virgen. María que animada por el Espíritu Santo es testigo del testamento de Cristo en la cruz: las siete palabras. Finalmente, María recibe las primicias del Espíritu Santo en la resurrección y glorificación de su Hijo.

 

Pentecostés.

Los Apóstoles, podemos decir que presididos por la Virgen-Madre, perseveraban unánimes en la oración, esperando al Espíritu Santo que Cristo les había prometido (Cf. He.1, 14).

La venida del Espíritu Santo marca el nacimiento de la actividad misionera de la Iglesia. Así como María está presente en el nacimiento de Jesús como Madre por obra del Espíritu Santo, así María está presente en el nacimiento de la actividad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, como Madre por obra del Espíritu Santo.

Sobre al base de un texto de Fr. Carlos Lledó López O.P.

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María dentro de la Iglesia de Jerusalén en los días de Pentecostés

En He 1.14 Lucas es puntual en decirnos que después de la ascensión de Jesús «todos ellos [o sea, los once apóstoles] perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos».

Es muy significativo que, además de los apóstoles (v. 13), se recuerde solamente a la Virgen con su nombre propio (María), acompañado de su máximo titulo funcional (la madre de Jesús). Pero ella no está separada del resto de la iglesia. Aunque tuvo una misión excepcional y única, María está en la iglesia y con la iglesia apostólica de Jerusalén, madre de todas las iglesias cristianas.

Poco después, Pedro recordará que Judas «guió a los que prendieron a Jesús» (v. 16). El recuerdo de esa defección, a la que siguió luego la del mismo Pedro (Lc 22,34.54-62), hace también de la comunidad de Jerusalén un cenáculo de misericordia, de perdón: María está rodeada de los que abandonaron al Maestro en la hora de las tinieblas (cf Lc 22,53).

Esta reflexión no constituye el punto focal de la narración de Lucas. Pero tampoco podría decirse totalmente extraña a ella. Una tenue sugerencia en su favor puede verse en el discurso de Pedro para la sustitución de Judas (He 1,15-22) y en la negación del mismo apóstol, tal como nos lo narra también el tercer evangelio (Lc 22,34.54-62).

Realmente Lucas, desde el primer capítulo de los Hechos, polariza la atención en el tema del testimonio que hay que rendir del Señor Jesús. En este horizonte también la presencia de María tiene una finalidad perfectamente comprensible. Lo señalaremos articulando nuestra exposición en tres cuestiones relativas a su persona en He 1,14.

a) Los destinatarios del don del Espíritu en pentecostés. Empecemos por preguntarnos: ¿quienes son esos todos reunidos juntos el día de pentecostés (He 2,1), investidos del soplo del Espíritu que los capacitó para promulgar en otras lenguas las grandes obras de Dios (He 2,4.11)? Este interrogante afecta también a la figura de María: ¿hemos de contarla o no entre aquellos todos?

Los componentes de la comunidad jerosolimitana, aquella mañana de pentecostés, podrían ser: el colegio apostólico, mencionado inmediatamente antes para la elección de Matías en lugar de Judas (He 1,1526); o los 120 hermanos que se recuerdan en He 1,15 70, o bien los tres grupos especificados en los vv. 13-14: los apóstoles (aún en número de once), las mujeres (probablemente las señaladas por Lc 8,2-3 23,55-56 24,1-11), María madre de Jesús y sus hermanos.

La mayor parte de los autores está por los 120 hermanos que representan a todos los miembros de la iglesia de Jerusalén, reunida en torno a los doce. El mismo Lucas ofrece indicios válidos para esta opción. En efecto: 1) según Lc 24, Jesús resucitado promete la efusión del Espíritu (v. 49) a los once y a cuantos estaban con ellos (v. 33); 2) la profecía de Joel, invocada por Pedro para hacer la exégesis del acontecimiento, anunciaba una efusión del Espíritu sobre toda carne (persona): hijos e hijas, jóvenes y ancianos, siervos y siervas (He 2,17-18); 3) en su discurso Pedro explica también que el don del Espíritu sería recibido por todos los que se arrepintiesen y pidieran el bautismo en el nombre de Jesucristo (He 2,38). Y las personas que acogieron la palabra de Pedro fueron «unos tres mil» (v. 41).

Así pues, si el Espíritu se concedió a todos los recién convertidos en tan gran número, sería poco congruente pensar que ese mismo don no bajase sobre todos los 120 que creían ya en Jesús.

b) Pentecostés y testimonio. En el cuadro de la doctrina lucana, el Espíritu prometido por Jesús resucitado iba ordenado a una finalidad muy concreta, es decir, al testimonio. En efecto, decía Jesús: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en SaMaría y hasta los confines de la tierra» (He 1,8).

Revestidos de la fuerza del Espíritu Santo (I c 24,49), los once y los que había con ellos (Lc 24,33.36) estarán en disposición de dar testimonio (Lc 24,48) de los acontecimientos de la historia de la salvación, que culminan en Jesús. En concreto: que el Cristo tenía que padecer y resucitar el tercer día (v. 46b); que en su nombre se predicaría a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados, empezando por Jerusalén (v. 47); que todas esas cosas estaban anunciadas de antemano sobre él en las Escrituras (vv. 45.46a) y que, por tanto, todo aquello tenía que cumplirse (vv. 44b.46b).

El Espíritu Santo, decían los oráculos de los profetas, habría hecho de Israel un pueblo de testigos (Is 43,10.12.21;44,3.8;Jl 3,1-2). Con la efusión pentecostal del Espíritu, enviado por Jesús resucitado (He 2,32-33), esa efusión se convirtió en herencia de «toda la casa de Israel» (cf He 2,36), que es ahora la iglesia de Cristo (cf He 20,28).

Por ello los que formaban parte de la iglesia de Jerusalén (los apóstoles, las mujeres, María y los hermanos de Jesús), después de que todos se llenaron del Espíritu (He 2,14a), se hicieron idóneos para dar testimonio del Señor Jesús, cada uno según su disposición. Desde aquel día también María se vio plenamente iluminada por el Espíritu sobre todo lo que había hecho y dicho Jesús. Desde entonces es razonable pensar que ella comenzó a derramar sobre la iglesia los tesoros que hasta entonces había tenido encerrados en el archivo de sus meditaciones sapienciales. Así también la Virgen se convirtió en testigo de las cosas vistas y oídas (cf Lc 1,2).

Comenta X. Pikaza: «Ella dio testimonio del nacimiento de Jesús, del camino de su infancia; Jesús no habría sido acogido por la iglesia en la integridad de su ser hombre si le hubiera faltado el testimonio vivo de una madre que lo había engendrado y criado. Dentro de la iglesia, María es una parte de Jesús… Hay algo que ni los apóstoles ni las mujeres ni los hermanos habrían podido atestiguar. Le corresponde a María consignar esa palabra única e insustituible al misterio de la iglesia. Por eso aparece ella en He I,14» (María y el Espíritu Santo… ).

c) Pentecostés y anunciación. Lucas deja vislumbrar una no débil analogía entre la bajada del Espíritu Santo sobre María en la anunciación y sobre la iglesia en pentecostés. (Ver el paralelismo entre ambas situaciones en el cuadro siguiente, que correlaciona los textos respectivos).

 El Espíritu Santo, energía del Altísimo (Lc 1, 35: dýnamis ypsistu).

La energía del Espíritu Santo, desde lo alto (Lc 24, 29: ex ýsous dínamin) viene sobre María (Lc 1, 35a: epeléusetai epì sé) baja sobre los apóstoles (Hch 1, 8:epelthóntos aph’ ymâs); todos quedaron llenos. (Hch 2, 4).

«Y María dijo (éipen):

y empezaron a anunciar (laléin:Hch 2,4.6.7.11; apophthénguesthai:
vv 4.12) en otras lenguas

‘Mi alma engrandece [megalýnei] al Señor…(v. 46);… grandes cosas [megáka] ha hecho en mí el Poderoso…«(v. 49a) las grandes obras de Dios (v. 11: ta megaléia toú Theoû), como el Espíritu les daba expresarse (v. 4).

Los puntos de contacto entre los dos grandes acontecimientos parece que son éstos. Por una parte está María: alumbrada por el Espíritu en la intimidad de su propia persona (Lc I,35), irrumpe casi hacia fuera, a las montañas de Judea (v. 39), para anunciar las grandes cosas realizadas en ella por el Omnipotente (vv. 4649). Por la otra parte está la iglesia apostólica de Jerusalén: corroborada por el vigor del Espíritu (Lc 24,49; He 1,8) mientras estaban reunidos dentro de la casa (He 2,2), deja su retiro para proclamar públicamente las grandes obras del Señor (He 2,4.6.7.11.12). La iluminación del Espíritu permite tanto a María como a la iglesia ser testigos proféticos de lo que Dios ha hecho por su pueblo (cf He 2,4.11.17.18)

 

CONCLUSIÓN

En la anunciación, el ángel había revelado a la Virgen que el niño que daría a luz por obra del Espíritu Santo reinaría eternamente en la casa de Jacob (Lc 1,3133); su misión maternal respecto al rey-mesías contraía, por tanto, unos vínculos especiales con el pueblo de Dios de la nueva alianza.

Y, en efecto, el día en que el Espíritu suscita la iglesia de Cristo como una asamblea de testigos (cf Lc 24,48-29; He 1,8), María se sienta entre los discípulos como «madre de Jesús» (He 1,14 2, 1 -4).

Lucas, que tanto se había prodigado a propósito de la vocación de María en la génesis humana del Salvador, se contenta con un solo versículo para ella a la hora de describir la intervención del Espíritu en el nacimiento de la iglesia.

Sin embargo, en ese fragmento estaba todo. En efecto, guiada por el mismo Espíritu, la nueva comunidad de los creyentes se verá urgida a confrontar He 1,14 con el conjunto narrativo del evangelio de Lucas. El resultado será el reconocimiento de la filogénesis de la iglesia en la historia de María. La iglesia es el calco de María.

Fuente: SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 344-347
 
 

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La Visitación de la Virgen María en la catequesis de Benedicto XVI

LA VISITACIÓN, PRIMERA «PROCESIÓN EUCARÍSTICA»

(En los jardines vaticanos, 31-V-2005)

Queridos amigos,

Habéis subido hasta la Gruta de Lourdes rezando el santo rosario, como respondiendo a la invitación de la Virgen a elevar el corazón al cielo. La Virgen nos acompaña cada día en nuestra oración. En el Año especial de la Eucaristía, que estamos viviendo, María nos ayuda sobre todo a descubrir cada vez más el gran sacramento de la Eucaristía. El amado Papa Juan Pablo II, en su última encíclica, Ecclesia de Eucharistia, nos la presentó como «mujer eucarística» en toda su vida (cf. n. 53). «Mujer eucarística» en profundidad, desde su actitud interior: desde la Anunciación, cuando se ofreció a sí misma para la encarnación del Verbo de Dios, hasta la cruz y la resurrección; «mujer eucarística» en el tiempo después de Pentecostés, cuando recibió en el Sacramento el Cuerpo que había concebido y llevado en su seno.

En particular hoy, con la liturgia, nos detenemos a meditar en el misterio de la Visitación de la Virgen a santa Isabel. María, llevando en su seno a Jesús recién concebido, va a casa de su anciana prima Isabel, a la que todos consideraban estéril y que, en cambio, había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios (cf. Lc 1,36). Es una muchacha joven, pero no tiene miedo, porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto modo, podemos decir que su viaje fue -queremos recalcarlo en este Año de la Eucaristía- la primera «procesión eucarística» de la historia. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia: Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquel a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat.

¿No es esta también la alegría de la Iglesia, que acoge sin cesar a Cristo en la santa Eucaristía y lo lleva al mundo con el testimonio de la caridad activa, llena de fe y de esperanza? Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del cristiano. Queridos hermanos y hermanas, sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida podrá transformarse en un Magníficat (cf. Ecclesia de Eucharistia, 58), en una alabanza de Dios. En esta noche, al final del mes de mayo, pidamos juntos esta gracia a la Virgen santísima. Imparto a todos mi bendición.

 

LA VISITACIÓN. GRATITUD A MARÍA

(En los jardines vaticanos, 31-V-06)

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra unirme a vosotros al final de este sugestivo encuentro de oración mariana. Así, ante la gruta de Lourdes que se encuentra en los jardines vaticanos, concluimos el mes de mayo, caracterizado este año por la acogida de la imagen de la Virgen de Fátima en la plaza de San Pedro, con motivo del 25° aniversario del atentado contra el amado Juan Pablo II, y marcado también por el viaje apostólico que el Señor me permitió realizar a Polonia, donde pude visitar los lugares queridos por mi gran predecesor.

De esta peregrinación, de la que hablé esta mañana durante la audiencia general, me vuelve ahora a la mente, en particular, la visita al santuario de Jasna Góra, en Czestochowa, donde comprendí más profundamente cómo nuestra Abogada celestial acompaña el camino de sus hijos y no deja de escuchar las súplicas que se le dirigen con humildad y confianza. Deseo darle una vez más las gracias, juntamente con vosotros, por haberme acompañado durante la visita a la querida tierra de Polonia.

También quiero expresar a María mi gratitud porque me sostiene en mi servicio diario a la Iglesia. Sé que puedo contar con su ayuda en toda situación; más aún, sé que ella previene con su intuición materna todas las necesidades de sus hijos e interviene eficazmente para sostenerlos: esta es la experiencia del pueblo cristiano desde sus primeros pasos en Jerusalén.

Hoy, en la fiesta de la Visitación, como en todas las páginas del Evangelio, vemos a María dócil a los planes divinos y en actitud de amor previsor a los hermanos. La humilde joven de Nazaret, aún sorprendida por lo que el ángel Gabriel le había anunciado -que será la madre del Mesías prometido-, se entera de que también su anciana prima Isabel espera un hijo en su vejez. Sin demora, se pone en camino, como dice el evangelista (cf. Lc 1,39), para llegar «con prontitud» a la casa de su prima y ponerse a su disposición en un momento de particular necesidad.

¡Cómo no notar que, en el encuentro entre la joven María y la ya anciana Isabel, el protagonista oculto es Jesús! María lo lleva en su seno como en un sagrario y lo ofrece como el mayor don a Zacarías, a su esposa Isabel y también al niño que está creciendo en el seno de ella. «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo -le dice la madre de Juan Bautista-, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44). Donde llega María, está presente Jesús. Quien abre su corazón a la Madre, encuentra y acoge al Hijo y se llena de su alegría. La verdadera devoción mariana nunca ofusca o menoscaba la fe y el amor a Jesucristo, nuestro Salvador, único mediador entre Dios y los hombres. Al contrario, consagrarse a la Virgen es un camino privilegiado, que han recorrido numerosos santos, para seguir más fielmente al Señor. Así pues, consagrémonos a ella con filial abandono.

 

VISITACIÓN DE MARÍA A SU PRIMA ISABEL

(En los jardines vaticanos, 31-V-07)

Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría me uno a vosotros al término de esta vigilia mariana, siempre sugestiva, con la que se concluye en el Vaticano el mes de mayo en la fiesta litúrgica de la Visitación de la santísima Virgen María. (…)

Meditando los misterios luminosos del santo rosario, habéis subido a esta colina donde habéis revivido espiritualmente, en el relato del evangelista san Lucas, la experiencia de María, que desde Nazaret de Galilea «se puso en camino hacia la montaña» (Lc 1,39) para llegar a la aldea de Judea donde vivía Isabel con su marido Zacarías.

¿Qué impulsó a María, una joven, a afrontar aquel viaje? Sobre todo, ¿qué la llevó a olvidarse de sí misma, para pasar los primeros tres meses de su embarazo al servicio de su prima, necesitada de ayuda? La respuesta está escrita en un Salmo: «Corro por el camino de tus mandamientos (Señor), pues tú mi corazón dilatas» (Sal 118,32). El Espíritu Santo, que hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón hasta la dimensión del de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.

La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que, en el relato del evangelio de san Lucas, precede inmediatamente: el anuncio del ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo descendió sobre la Virgen, el poder del Altísimo la cubrió con su sombra (cf. Lc 1,35). Ese mismo Espíritu la impulsó a «levantarse» y partir sin tardanza (cf. Lc 1,39), para ayudar a su anciana pariente.

Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea es el mismo Jesús quien «impulsa» a María, infundiéndole el ímpetu generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6).

Meditando este misterio, comprendemos bien por qué la caridad cristiana es una virtud «teologal». Vemos que el corazón de María es visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e impulsado interiormente por el Hijo; o sea, vemos un corazón humano perfectamente insertado en el dinamismo de la santísima Trinidad. Este movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario (cf. Deus caritas est, 19).

Todo gesto de amor genuino, incluso el más pequeño, contiene en sí un destello del misterio infinito de Dios: la mirada de atención al hermano, estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas, responsabilizarse de su futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se hace «teologal» cuando está animado por el Espíritu de Cristo.

Que María nos obtenga el don de saber amar como ella supo amar. A María encomendamos esta singular porción de la Iglesia que vive y trabaja en el Vaticano; le encomendamos la Curia romana y las instituciones vinculadas a ella, para que el Espíritu de Cristo anime todo deber y todo servicio. Pero desde esta colina ampliamos la mirada a Roma y al mundo entero, y oramos por todos los cristianos, para que puedan decir con san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14), y con la ayuda de María sepan difundir en el mundo el dinamismo de la caridad.

Os agradezco nuevamente vuestra devota y fervorosa participación. Transmitid mi saludo a los enfermos, a los ancianos y a cada uno de vuestros seres queridos. A todos imparto de corazón mi bendición.

 
 

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La Visitación de María en Juan Pablo II

EL ESPÍRITU SANTO EN LA VISITACIÓN

Audiencia General de Juan Pablo II (13-VI-90)

Queridos hermanos y hermanas:

1. La verdad acerca del Espíritu Santo aparece claramente en los textos evangélicos que describen algunos momentos de la vida y de la misión de Cristo. Ya nos hemos detenido a reflexionar sobre la concepción virginal por obra del Espíritu Santo. Hay otras páginas en el “evangelio de la infancia” en las que conviene fijar nuestra atención, porque en ellas se pone de relieve de modo especial la acción del Espíritu Santo.

Una de estas es seguramente la página en que el evangelista Lucas narra la visita de María a Isabel. Leemos que “en aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc 1, 39). Por lo general se cree que se trata de la localidad de Ain-Karim, a 6 kilómetros al oeste de Jerusalén. María acude allí para estar al lado de su pariente Isabel, mayor que ella. Acude después de la Anunciación, de la que la visitación resulta casi un complemento. En efecto, el ángel había dicho a María: “Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril porque ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 36-37).

María se puso en camino “con prontitud” para dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente por una necesidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana, en aquellos meses de avanzado embarazo. En su espíritu sensible y gentil florece el sentimiento de la solidaridad femenina, característico de esa circunstancia. Pero sobre ese fondo psicológico se inserta probablemente la experiencia de una especial comunión establecida entre ella e Isabel con el anuncio del ángel: el hijo que esperaba Isabel será precursor de Jesús y el que lo bautizará en el Jordán.

2. Gracias a esa comunión de espíritu se explica por qué el evangelista Lucas se apresura a poner de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 40-41). Esta acción del Espíritu Santo, experimentada por Isabel de modo particularmente profundo en el momento del encuentro con María, está en relación con el misterioso destino del hijo que lleva en su seno. Ya el padre del niño, Zacarías, al recibir el anuncio del nacimiento de su hijo durante su servicio sacerdotal en el templo, escuchó que el ángel le decía: “Estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15). En el momento de la visitación, cuando María cruza el umbral de la casa de Isabel (y juntamente con ella lo cruza también Aquel que ya es el “fruto de su seno”), Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla.

3. En efecto, según el evangelio de Lucas, Isabel “exclamando con gran voz, dijo: ‘Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!’” (Lc 1, 42-45).

En pocas líneas el evangelista nos da a conocer el estremecimiento de Isabel, el salto de gozo del niño en su seno, la intuición, al menos confusa, de la identidad mesiánica del niño que María lleva en su seno, y el reconocimiento de la fe de María en la revelación que le hizo el Señor. Lucas usa desde esta página el título divino de “Señor” no sólo para hablar de Dios que revela y promete (“Las palabras del Señor”), sino también del hijo de María, Jesús, a quien el Nuevo Testamento atribuye ese título sobre todo una vez resucitado (cf. Hch 2, 36; Flp 2, 11). Aquí él debe aún nacer. Pero Isabel, igual que María, percibe su grandeza mesiánica.

4. Eso significa que Isabel, “llena de Espíritu Santo”, es introducida en las profundidades del misterio de la venida del Mesías. El Espíritu Santo obra en ella esta particular iluminación, que encuentra expresión en el saludo dirigido a María. Isabel habla como si hubiese sido partícipe y testigo de la Anunciación en Nazaret. Define con sus palabras la esencia misma del misterio que en aquel momento se realizó en María. Al decir “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”, llama “mi Señor” al niño que María (desde hacía poco) lleva en su seno. Y además proclama a María misma “bendita entre las mujeres”, y añade: “Feliz la que ha creído”, como queriendo aludir a la actitud y al comportamiento de la esclava del Señor, que responde al ángel con su “fiat”: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

5. El texto de Lucas manifiesta su convicción de que tanto en María como en Isabel actúa el Espíritu Santo, que las ilumina e inspira. Así como el Espíritu hizo percibir a María el misterio de la maternidad mesiánica realizada en la virginidad, de la misma manera da a Isabel la capacidad de descubrir a Aquel que María lleva en su seno y lo que María está llamada a ser en la economía de la salvación: la “Madre del Señor”. Y le da el transporte interior que la impulsa a proclamar ese descubrimiento “con gran voz” (Lc 1, 42), con aquel entusiasmo y aquella alegría que son también fruto del Espíritu Santo. La madre del futuro predicador y bautizador del Jordán atribuye ese gozo al niño que desde hace seis meses lleva en su seno: “saltó de gozo el niño en mi seno”. Pero tanto el hijo como la madre se encuentran unidos en una especie de simbiosis espiritual, por la que el júbilo del niño casi contagia a la que lo concibió, e Isabel lanza aquel grito con el que expresa el gozo que la une a su hijo en lo más íntimo, como atestigua Lucas.

6. Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magnificat, en el que también ella expresa su alegría: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Educada como estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (cf. 1 S 2, 1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los sentimientos de la “hija de Sión”, que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre estas confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Ga 5, 22).

 

 

EN EL MAGNÍFICAT MARÍA CELEBRA LA OBRA ADMIRABLE DE DIOS

Catequesis de Juan Pablo II (6-XI-96)

1. María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el jubilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia.

Con la expresión Magníficat, versión latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los más nobles deseos del alma humana.

Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,46-48). Probablemente, el término griego tapeinosis está tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1 S 1,11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.

2. Las palabras «desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48), toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1,45). El cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.

3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,49-50).

¿Qué son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.

En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1,37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.

4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53).

Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater, 37).

Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.

5. Por último, el cántico exalta el cumplimiento de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1,54-55).

María, colmada de dones divinos, no se detiene a contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.

El Magníficat, inspirado en el Antiguo Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.

 

 

LA VISITACIÓN Y EL MAGNÍFICAT

Catequesis de Juan Pablo II (2-X-96)

Evangelio según San Lucas (Lc 1,39-56)

En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» Y dijo María:

«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»

María permaneció con ella unos tres meses y se volvió a su casa.

1. En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.

El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, usa el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento. Considerando que este verbo se usa en los evangelios para indicar la resurrección de Jesús (cf. Mc 8,31; 9,9.31; Lc 24,7.46) o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5,27-28; 15,18.20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador.

2. El texto evangélico refiere, además, que María realiza el viaje «con prontitud» (Lc 1,39). También la expresión «a la región montañosa» (Lc 1,39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios»!» (Is 52,7).

Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10,15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.

La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf. Lc 9,51).

En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.
3. El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,40).

San Lucas refiere que «cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1,41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.

Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y «quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»» (Lc 1,41-42).

En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.

4. La exclamación de Isabel «con gran voz» manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.

Isabel, proclamándola «bendita entre las mujeres», indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.

Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye para ella su visita: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1,43). Con la expresión «mi Señor», Isabel reconoce la dignidad real, más aún, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión se usaba para dirigirse al rey (cf. 1 R 1, 13, 20, 21, etc.) y hablar del rey-mesías (Sal 110,1). El ángel había dicho de Jesús: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1,32). Isabel, «llena de Espíritu Santo», tiene la misma intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20,28; Hch 2,34-36).

Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.

En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: «Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44). La intervención de María, junto con el don del Espíritu Santo, produce como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, está destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.

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Historia de la Devoción a la Santísima Virgen María

Este es un texto de la Enciclopedia Católica que desarrolla en forma erudita como se fueron forjando las devociones a la Santísima Virgen en la Historia.
Analiza las devociones antes del Concilio de Nicea, en la edad de los Padres de la Iglesia, en la temprana y alta Edad Media y hace una breve mención de las devociones en los Tiempos Modernos.

HASTA EL CONCILIO DE NICEA

La devoción a Nuestra Santísima Señora debe ser considerada en su último análisis como una aplicación práctica de la Comunión de los Santos. Notando que esta doctrina no está contenida, al menos explícitamente en las formas tempranas del Credo de los Apóstoles, tal vez sea por esto que no sea una sorpresa el no encontrar claros trazos del cultus de la Santísima Virgen en los primeros siglos del cristianismo.

Los más tempranos e inequívocos ejemplos de la «adoración»—usamos el término en sentido relativo por supuesto—de los santos está conectada con la veneración mostrada a los mártires que entregaron sus vidas por la Fe. A partir del siglo primero , el martirio fue considerado como signo seguro de la elección. Los mártires, se consideraba, pasaban inmediatamente ante la presencia de Dios.

Sobre sus tumbas el Santo Sacrificio era ofrecido (una práctica que muy posiblemente es aludida en Apocalipsis 6:9) mientras que en la narrativa contemporánea del martirio de San Policarpio (c.151) hacemos mención del «cumpleaños», v.g. la conmemoración anual, que los cristianos se supone deben de mantener en su honor.

Esta actitud mental se vuelve más explícita en Tertuliano y San Cipriano, y el énfasis sobre el sentido «satisfactorio» del carácter de sufrimiento de los mártires, enfatizando la opinión que por su muerte ellos podían obtener gracias y bendiciones para otros, naturalmente e inmediatamente al invocarles en forma directa.

Un refuerzo adicional, de la misma idea, se derivó del culto a los ángeles, que, siendo pre-cristiano en su origen, fue entusiasmadamente aceptado por los fieles de la era sub-Apostólica. Al parecer como una secuela de tal desarrollo, los hombres voltearon para implorar la intercesión de la Santísima Virgen. Esta es cuando menos la opinión común entre los estudiosos, aunque tal vez fuese peligroso hablar de más a favor de ella.

Evidencia relacionada la práctica popular de los primeros siglos es casi totalmente ausente, y mientras por una parte la fé de los cristianos sin duda se modeló desde arriba hacia abajo (v.g. los Apóstoles y maestros de la Iglesia entregaban un mensaje que la feligresía aceptaba de ellos dócilmente) existen indicaciones que en asuntos de sentimiento y devoción el proceso inverso algunas veces ocurría.

Por tanto, no es imposible que la práctica de invocar la asistencia de la Madre de Cristo resultara mas familiar a los más simples devotos algunas veces con anterioridad al descubrimiento de claras expresiones de ello en las escrituras de los Padres.

Algunas de estas hipótesis podrían explicar el hecho de la evidencia obtenida de las catacumbas y de la literatura apócrifa el los primeros siglos aparenta adelantarse cronológicamente a la que se preserva por escritos contemporáneos de aquellos que fueron los autorizados portavoces de la tradición Cristiana.

Sea como halla sido, el firme cimiento teológico, sobre el cual posteriormente se levantó el edificio de la devoción Mariana, empezó a ser montado en el primer siglo de nuestra era. No deja de tener importancia el que se nos diga por los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, que » todos los cuales, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres piadosas, y con María madre de Jesús, y con los hermanos, o parientes de éste Señor» (Hechos 1:14).

También se ha llamado justamente la atención al hecho de que San Marcos, que aunque no nos menciona nada de la infancia de Cristo, no deja de describirlo como «el hijo de María» (Marcos 6:3), una circunstancia que, en vista de ciertas peculiaridades conocidas del Segundo Evangelista, grandemente enfatizan su creencia en su nacimiento Virginal.

El mismo misterio es referido por San Ignacio de Antioquia, quien, después de describir a Jesús como «Hijo de María e Hijo de Dios», continúa para decir en Efesios (7, 18, y 19) que » Nuestro Dios, Jesucristo, fue concebido en el vientre de María de acuerdo a la dispensa de la semilla de David pero también del Espíritu Santo,» y agrega: «Ocultas del príncipe de este mundo estaba la virginidad de María y su gestación y asimismo la muerte del Señor—tres misterios que se deben de proclamar».

Arístides y San Justino también utilizaron lenguaje explícito al referirse al Nacimiento Virginal, pero es San Irineo mas especialmente quien ha sido merecidamente llamado el primer teólogo de la Virgen Madre. Es así que el ha marcado el paralelo entre Eva y María, enfatizando que, » la primera fue desviada por el discurso de un ángel para separarse de Dios después de violentar Su Palabra, de tal modo que la última por medio de un discurso de un ángel recibió el Evangelio en su persona para que pudiera concebir a Dios, obedeciendo Su Palabra. Y aunque la primera desobedeció a Dios, la otra fue persuadida para obedecerlo: que la Virgen María pudiera convertirse en abogada de la virgen Eva. Y como la humanidad fue atada a la muerte por intermedio de una virgen, es salvada por medio de otra; por la obediencia de una virgen, la desobediencia de una virgen es compensada» (Irineo,V,19).

Nadie nuevamente disputa que la cláusula «nacido de la Virgen María» formara parte de la primitiva redacción del Credo, y el lenguaje de Tertuliano, Hipólito, Origen, etc., está en directa conformidad con la de Irineo; más aún, aunque escritores como Tertuliano, Hevidio, y posiblemente Hegésipo disputaron la virginidad perpetua de María, sus más ortodoxos contemporáneos la afirmaron.

Resulta entonces natural que en esta atmósfera podemos encontrar un continuo desarrollo de la veneración de la santidad y exaltados privilegios de María. En las pinturas de las catacumbas en particular, podemos apreciar la excepcional posición que ella empezó a ocupar, desde un temprano período, en las mentes de los devotos. Algunos de estos frescos, representando la profecía de Isaías, se cree que datan de la primera mitad del siglo segundo.

Otras tres que representan la adoración de los Magos son de un siglo posterior. Existe también un notable aunque muy mutilado bajorrelieve, encontrado en Cartago, que probablemente se asigna a tiempo de Constantino.

Mas impactante es la evidencia de ciertos escritos apócrifos, notablemente aquel llamado Evangelio de Santiago, o «Protoevangelio.» Cuya primera parte, evidencía profunda veneración por la pureza y santidad de la Santísima Virgen, y que afirma su virginidad in partu et post partum, es considerado en forma general ser una obra del siglo segundo. Similarmente, ciertos pasajes interpolados encontrados en los Oráculos Sibilinos, pasajes que probablemente datan del tercer siglo, muestran un preocupación similar con el papel dominante desempeñado por la Santísima Virgen en la obra de redención (ver especialmente II,311-12, y VIII, 357-479).

El primero de estos pasajes aparentemente atribuye a la intercesión » de la Santa Virgen» obtener el bono de siete días de eternidad para que los hombres puedan tener tiempo para arrepentimiento ( ver el Cuarto Libro de Esdras, vii, 28-33). Mas aún, es muy posible que la mención de la Santísima Virgen en las intercesiones de los dípticos de la liturgia proviene desde los días anteriores al Concilio de Nicea, pero de esto no tenemos evidencia definitiva puntualmente, y lo mismo debe de ser dicho de cualquier forma de invocación directa, incluso para los propósitos de devoción privada.

LA EDAD DE LOS PADRES

La existencia de la oscura secta de los Coliridianos, a los cuales San Epifanio (dc.403) denuncia por sus ofrendas de pasteles a María, puede ser mostrada como prueba de que aun antes del Concilio de Éfeso existía una veneración popular de la Virgen Madre que amenazaba con expanderse en forma escandalosa. Por lo cual Epifanio estableció la regla: «Sea María honrada. Sean Padre, Hijo, y Espíritu Santo adorados, pero que ninguno adore a María» (ten Marian medeis prosknueito). Sin embargo el mismo Epifanio abunda en alabanzas a la Virgen Madre, y el creía que había una misteriosa dispensa con respecto a su muerte implicada en las palabras de Apocalipsis 12:14: » A la mujer, empero, se le dieron dos alas de águila muy grande, para volar al desierto a su sitio destinado.»

Ciertamente, en cualquier caso, es que Padres como San Ambrosio y San Jerónimo, en parte inspirados por la admiración de los ideales ascéticos de una vida de virginidad y en parte aferrados a un camino de más clara comprensión en todo lo involucrado en le misterio de la Encarnación, empezaron a hablar de la Santísima Virgen como el modelo de todas las virtudes y el ideal de la ausencia del pecado. Algunos notables pasajes de este tipo se han recopilado.

«En el cielo, nos dice San Ambrosio, «ella dirige los coros de almas vírgenes; con ella las vírgenes consagradas alguún día serán contadas.»

San Jerónimo (Ep. xxxix, Migne, P. L., XXII, 472) deja entrever la concepción de María como madre de la raza humana, concepto que animaría poderosamente la devoción de épocas posteriores.

San Agustín en un famoso pasaje (De nat. et gratis, 36) proclama el privilegio único de María de ausencia del pecado.

En el sermón de San Gregorio Nazianzeno acerca del mártir San Cipriano (P.G., XXXV, 1181) tenemos un relato de la doncella Justina, que invocó a la Santísima Virgen para preservar su virginidad.

Pero en esto, como en otros aspectos devocionales de las primeras creencias Cristianas, el lenguaje más florido parece provenir de Oriente, y en particular en los escritos Siríacos de San Efrén. Es verdad que no podemos confiar completamente en la autenticidad de muchos de los poemas atribuidos a él, sin embargo, en algunos de los incuestionablemente suyos es todavía muy notable.

Así en los himnos de la Natividad leemos: «Bendita sea María, la que sin votos y sin oraciones por su virginidad concibió y tuvo al Señor de todos los hijos de sus iguales, quién haya sido o sea, casto o justo, sacerdotes y reyes. Quien más arrullo a un hijo en su pecho como María ? Que se haya atrevido llamara a su hijo, Hijo del Creador, Hijo del Hacedor, Hijo del Altísimo?»

Similarmente en los Himnos 11 y 12 de la misma serie, Efrén representa a María en este soliloquio: «El bebé que llevo me lleva, y Él ha bajado Sus alas tomándome y colocándome entre Sus garras y levantado el vuelo, y una promesa se me ha dado que mi altura y profundidad serán las de mi Hijo». Etc.

Este último pasaje parece sugerir una creencia, como la de San Epifanio ya mencionado, que las santos restos de la Madre Virgen fueron en alguna forma milagrosa trasladados desde la tierra. La muy desarrollada narrativa apócrifa de «El sueño de María» probablemente pertenezca a un período ligeramente posterior, pero al parecer en esta forma anticipa los escritos de Padres Orientales de reconocida autoridad. Qué tan lejos la creencia en la «Asunción» que se volvió prevalente en el curso de unos cuantos siglos, era independiente de o influenciada por el apócrifo «Transitus Mariae» , que es incluido por el Papa Gelasio en su lista de apócrifos condenados, es una difícil pregunta. Es factible que algún germen de tradición popular precediera la invención de detalles extravagantes de la propia narrativa.

En cualesquier caso, la evidencia de la los manuscritos Siríacos prueba más allá de ninguna duda que en Oriente antes del final del siglo sexto, y probablemente más temprano aún, la devoción a la Santísima Virgen había asumido aquellos desarrollos con los que se le asocia con la posterior Edad Media. En algunos manuscritos del «Transitus Mariae» – -fechados en la parte alta del siglo quinto—encontramos mención de tres celebraciones anuales de la Santísima Virgen:

Una dos días después de la fiesta de Natividad, otra en el día 15to. de Iyar, correspondiente más o menos a Mayo, y una tercera en el 13er. (o 15to.) día de Ab (aprox. Agosto), que probablemente da origen a nuestra actual celebración de la Asunción.

Mas aún, la misma relación apócrifa contiene una colección de los milagros de la Santísima Virgen, supuestamente enviada por los Cristianos de Roma, y que cercanamente recuerda el «Marienlegenden» de la Edad Media. Por ejemplo podemos leer:
Frecuentemente aquí en Roma se aparece a la gente que la confiesa en sus oraciones, porque ella se ha aparecido aquí o en la mar cuando había peligro de que el barco fuese destruido en el que iban navegando. Y los marinos invocaron el nombre de nuestra Señora diciendo: » O Doña María, Madre de Dios, apiádate de nosotros,» y tal cual ella apareció frente a ellos como un sol salvando al barco, con noventa y dos de ellos, rescatándolos de la destrucción, sin perecer ninguno de ellos.

Y nuevamente escuchamos :
Ella apareció de día en la montaña donde bandidos habían caído sobre algunas gentes buscando matarles. Y estas gentes clamaron : » Oh Santa María Madre de Dios, ten misericordia de nosotros». Y se apareció ante ellos como en un relámpago de luz, cegando los ojos de los bandidos que no les pudieron ver (ib., 49).

Por supuesto que la extravagancia de esta literatur apócrifa no puede ser cuestionada. Es totalmente inventada y una comparación entre los diversos textos del «Transitus» muestra que este tratado en particular fue constantemente modificado y agregado en sus varias traducciones, de tal suerte que no podemos estar del todo seguros que el «Liber qui appellatur transitus, id est Assumptio, Sanctae Mariae apochryphus,» condenado por el Papa Gelasio en 494, fuera idéntico con la versión Siríaca justamente referida. Pero es altamente probable que esta misma versión Siríaca estuviese entonces en existencia, y apócrifo como fuese el texto, indudablemente testifica el estado mental de los entonces poco instruídos Cristianos de ese período.

Tampoco es factible que las celebraciones fuesen mencionadas y ascritas a las instituciones de los mismos Apóstoles si tales celebraciones no hubiesen existido en las localidades en que esta ficticia narrativa era ampliamente popular. De hecho, los estudiosos dan buenas razones para creer que la celebración mencionada como mneme tes hagias Oeotokou kai aeikarthenou Marias fue celebrada en Antioquia tan temprano como el año de 370, mientras que de las circunstancias de estar conectada con la Epifanía podemos indentificarla con la primera de las celebraciones referidas en el Siríaco Transitus.

Existe también evidencia confirmatoria de que tal celebración es encontrada en los himnos de Balai, un escritor Siríaco del comienzo del siglo quinto, ya que no solo emplea el más florido lenguaje acerca de Nuestra Señora, pero también se refiere a ella en términos como estos: » Alabado sea El Señor en la fiesta memorial de Su Madre» (Poema 4, p. 14, y Poema 6, p. 15).

Otro claro testimonio es el de San Proclo, que murió como Patriarca de Constantinopla, y que en 429 predicó un sermón en esa ciudad, en el que estuvo presente Nestorio, comenzando con las palabras «El festival de la Virgen (parthenike panegyris) incita nuestra lengua hoy para anunciar su alabanza.» En esto, podemos notar, como describe a María como Doncella y Madre, Virgen y cielo, el único Puente de Dios a los hombres, hilo misterioso de la Encarnación, por el que en forma desconocida el ropaje de esa unión fue tejido, del cual el tejedor es el Espíritu Santo; y la rueca el poder del altísimo; la lana el antiguo vellón de Adán; el vellón la carne pura de la virgen, el tejedor borda la inmensa gracia de El que lo realizó; el artífice el Verbo desplazándose por la palabra» (P.G., LXV, 681).

Este discurso ilustra en grado notable como las controversias que fructificaron en los cánones de Éfeso y el título theotokos condujeron a una profunda comprensión del papel de la Santísima Virgen en la obra de la Redención.

Volviendo a otra tierra Oriental, encontramos un notable monumento a la devoción Mariana entre el Cóptico Ostraca (p. 3) fechado alrededor de D.C. 600. Este fragmento lleva en griego las palabras: «Salve María llena eres de gracia, el Señor es contigo; bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, porque tu concebiste a Cristo, el Hijo de Dios, el Redentor de nuestras almas». Esta variante Oriental del Ave María aparentemente se intentó su uso en la liturgia, tanto como la forma mas temprana del Ave María en Occidente tomó forma de una antífona empleada en Misa y el Oficio de la Santísima Virgen.

Relativamente tarde como este fragmento pudiera parecer, es de lo más valioso por la mención directa de la Santísima Virgen en nuestra temprana forma de liturgia lo que constituye una rara ocurrencia. Nada de esto, por ejemplo, se encuentra en el libro de oraciones de Serapión, o en la liturgia de las Constituciones Apostólicas, o en los fragementos del Cánon de la Misa preservados en el tratado Ambrosiano «De Sacramentis». Ciertos himnos Siríacos por Cirilón en (c. 400) y especialmente por Rabnlas de Edessa (d.435) hablan de María en términos de cálida devoción; pero como en el caso de San Efrén existe cierto grado de incertidumbre acerca de la autoría de estas composiciones.

Por otra parte la dedicación de muchas iglesias tempranas permiten sin duda un indicio del autorizado reconocimiento que en este período se brindaba al cultus de la Santísima Virgen. De hecho al principio del siglo quinto San Cirilo escribió: » Salve María, Madre de Dios, a la que en pueblos y villas y en islas se han fundado iglesias de verdaderos creyentes» (P.G., LXXVII, 1034). La Iglesia de Éfeso, la que en 431 reunió el Concilio Ecuménico, fue el mismo dedicado a la Santísima Virgen. Tres iglesias fueron fundadas en su honor en o cerca de Constantinopla por la Emperatriz Pulqueria en el curso del siglo quinto, mientras que en Roma la Iglesia de Santa María Antiqua y la de Santa María en Trastevere son ciertamente más antiguas que el año 500. No menos notable es la creciente preeminencia dada a la Santísima Virgen durante los siglos cuarto y quinto en el arte cristiano.

En las pinturas de las catacumbas, en las esculturas de los sarcófagos, en los mosaicos, y en tales objetos menores como el viales de aceite de Monsa, la figura de María aparece con mayor frecuencia, mientras que la veneración que se le dedica es indicada por varias formas indirectas, por ejemplo por la gran nubosidad, que se puede observar en las imágenes de la Crucifixión en el manuscrito de Rabulas de 586 D.C.(reproducido en La Enciclopedia Católica VIII). Tempranamente como 540 encontramos un mosaico en el que ella aparece entronizada como Reina del Cielo en el centro del ápice de la catedral de Parenzo en Austria, construida en esa fecha por el Obispo Eufrasio.

LA TEMPRANA EDAD MEDIA

Con los desarrollos Merovingio y Carolingio de la Cristiandad en Occidente arribó una aceptación autorizada de la devoción Mariana como aprte integral de la vida de la Iglesia. Es difícil dar fechas precisas para la introducción de diversos festivales, pero ya ha sido mencionado en el artículo CALENDARIO que las celebraciones de la Asunción, Anunciación, Natividad y Purificación de Nuestra Señora pueden con certeza ser trazadas a este período. Tres de estas celebraciones aparecen en el Calendario de San Wilibrodo del final del siglo séptimo, la Asunción siendo asignada tanto al 18 de Enero, siguiendo la práctica de la Iglesia Gálica, y a Agosto ( que se aproxima a la actual fecha Romana), mientras que la ausencia de la Anunciación se deba probablemente a una situación accidental.

Nuevamente podemos afirmar confiadamente que la posición de la Santísima Virgen en la fórmula litúrgica de la Iglesia estaba para esta época firmemente establecida. Aunque ignoraramos el Cánon de la Misa Romana que para entonces ya tenía la forma que actualmente retiene antes del cierre del siglo sexto, el «parefatio» para el festival en Enero de la Asunción en el rito Gálico, así como otras oraciones que pueden ser asignadas con seguridad a un momento no posterior al siglo séptimo, dan prueba de un ferviente cultus a la Santísima Virgen.

En lenguaje poético María es declarada no solamente maravillosa por la ofrenda de concebir a través de la fé pero gloriosa en la translación de su partida ( (P. L., LXII, 244-46), la creencia en su Asunción que ha sido clara y repetidamente tomada en cuenta, como lo fue un siglo más temprano por Gregorio de Tours.

Ella es también descrita en la liturgia como «la hermosa cámara de donde proviene la valiosa esposa, la luz de los gentiles, la esperanza de los fieles, la deshacedora de demonios, la confusión de los Judíos, vaso de vida, tabernáculo de gloria, templo celestial, cuyos méritos, tierna doncella como era, son mas claramente demostrados cuando se ponen en contraste con el ejemplo de la antigua Eva» (ib., 245).

En el mismo período un sinnúmero de iglesias eran construidas bajo la dedicación a María, muchas de estas están entre las más importantes de la Cristiandad. Las catedrales de Reims, Chartres, Rouen, Amiens, Nîmes, Evreux, Paris, Bayeux, Séez, Toulon etc., aunque construidas en épocas diferentes, todas fueron consagradas en su honor. Es verdad que el origen de muchos de estos santuarios franceses de Nuestra Señora esta impenetrablemente cubierto en la niebla de las leyendas. Por ejemplo, nadie en la actualidad cree con seriedad que San Trófimo en Arles dedicó una capilla a la Santísima Virgen mientras ella todavía vivía, pero existe evidencia concluyente que muchos de estos sitios de peregrinación eran venerados desde fechas muy tempranas.

Sabemos por Gregorio de Tours (Hist. Fr.,IX,42) que San Radegundo había construido una capilla en su honor en Poitiers, y habla de otras en Lyon, Tolouse, y Tours. También contamos con la tableta dedicatoria de una iglesia levantada por el Obispo Frodomundo en 677 «in honore almae Mariae, Genetricis Domini», y que el día nombrado es el medio del mes de Agosto (mense Augusto medio), debe de haber poca duda en que la consagración ocurrió durante el festival de la Asunción, que para entonces empezaba a suplantar el festival de Enero.

En Alemania los santuarios de Altötting y Lorch profesan ser capaces de trazar su origen como sitios de peregrinaje a la remota antiguedad y, aunque sería brusco pronunciarse con tanta seguridad, probablemente nos sentamos seguros en asignarlos al menos al período Carolingio. En Inglaterra e Irlanda, la evidencia que sugiere que desde el más temprano período la Cristianda
d estaba fuertemente fermentada de devoción Mariana es muy fuerte.

Beda nos cuenta de la iglesia consagrada en honor de Nuestra Señora en Canterbury por San Melitón, el sucesor inmediato de Agustín; también sabemos por la misma fuente de muchas otras iglesias Marianas, v.g. Weremouth y Hexam ( esta última dedicación debida a la milagrosa curación de San Wilfrido después de invocar a la Madre de Dios), y Lastingham cerca de Whitby, mientras que San Aldelmo, antes de finalizar el siglo séptimo, nos informa como la Princesa Bugga, hija del Rey Edwin, dedicó una iglesia a la Santísima Virgen durante la celebración de su Natividad.
Istam nempe diem, qua templi festa coruscant, Nativitate sua sacravit Virgo Maria.
Y el altar de Nuestra Señora estaba en el ápside :
Absidem consecrat Virginis ara.

Probablemente la poesía vernácula más temprana en Occidente en celebrar la alabanza de María fue la Anglo-Sajona; ya que Cynewulf, poco antes del tiempo de Alcuin y de Carlomagno, compuso los más brillantes en este tema; por ejemplo nos referimos a la traducción de Gollancz de » el Cristo» (ii,214-80):
Salve, tu Gloria de este medio mundo!
La mas pura mujer a traves de toda la tierra.
De todos aquellos que fueron desde tiempo immemorial
Cuan justamente eres llamada por todos los dotados
Con dones de habla ! Todos los mortales de la tierra
Declaran de todo corazón que tu eres la novia
De Aquel que gobierna la esfera celestial.

Para detallar todo lo que encontramos en los escritos de Aldelmo, Beda, y Alcui sería imposible; empero es de hacer notar el testimonio de un escritor Anglicano en relación a la totalidad del período anterior a la conquista Normanda. «El Santo,» nos dice, «más persistentemente y frecuentemente invocado, y a quien los más apasionados nombres fueron aplicados, invadiendo terreno de prerrogativas divinas, era la Santísima Virgen.

La Mariolatría no es un desarrollo moderno del Romanismo»; indicándonos como ejemplos de un manuscrito inglés del siglo décimo ubicado en Salisbury, invocaciones tales como » Sancta Redemptrix Mundi, Sancta Salvatrix Mundi, ora pro nobis»; El mismo escritor después de referirse a oraciones y prácticas de devoción conocidas en tiempos Anglo-Sajones, por ejemplo la Misa especial ya asignada a la Santísima Virgen los sábados en el misal Leofrico, comenta acerca de la extraña delusión, como él la llama, de muchos Anglicanos, que pueden ver a una Iglesia que tolero tales abusos tan primitivos y ortodoxos.

No resultan menos notables los desarrollos de devoción a la Madre de Dios en Irlanda. El calendario de Aengus al principio del siglo noveno es particularmente notorio por el ardor del lenguaje utilizado cada vez que el nombre de la Santísima Virgen era introducido, mientras que Cristo era continuamente referido como » Jesús Mac Mary » ( v.g Hijo de María ).

También existen aparte de ciertos himnos Latinos, una letanía Irlandesa muy llamativa en honor de la Santísima Virgen, que en lo que se refiere a lo folclórico de los nombres aplicados a ella, estos no desmeritan en nada con la presente Letanía de Loreto. María es llamada «Señora de los Cielos, Madre de la Celestial y terrestre Iglesia, Recreación de la Vida, Señora de las Tribus, Madre de los Huérfanos, Seno de los Infantes, Reina de la Vida, Escalera del Cielo.» Esta composición puede ser tan antigua como la mitad del siglo octavo.

LA PARTE ALTA DE LA EDAD MEDIA

Fue característico de este período, que para nuestros propósitos actuales podemos considerar que inicia con el año 1000, que el profundo amor y confianza en la Santísima Virgen, que desde antes se había expresado en forma vaga y de acuerdo con las iniciativas piadosas de individuos, empezó a tomar forma organizada en vasta multitud de prácticas devocionales. Mucho antes de esta fecha era probable encontrar altares de Nuestra Señora en la totalidad de las más importantes iglesias.

El poema de San Aldelmo en el altar nos lleva poco atrás del año 700 y muchos registros atestiguan que tales altares, pinturas, mosaicos, y finalmente esculturas representando la figura de Nuestra Señora para deleite de la mirada de sus devotos. La famosa figura sentada de la Señora con el Divino Infante en Ely data de antes de 1016. La estatua de la Santísima Virgen en Coventry, de cuyo cuello se colgó el rosario de Lady Godiva, pertenece al mismo período. Incluso en tiempos de Aldelmo Nuestra Señora era solicitada para escuchar las oraciones de aquellos hincados ante su santuario.
Audi clementer populorum vota precantum
Qui . . . genibus tundunt curvato poplite terram.

Fue especialmente para tales salutaciones que el Salve María, que probablemente en un comienzo se familiarizó como antífona utilizada en el Pequeño Oficio de la Santísima Virgen, ganó favor popular entre todas las clases. Acompañándose cada vez con una genuflexión, tal como la tradición relata que el mismo Arcángel Gabriel realizó, los devotos de María repetían esta fórmula una y otra vez. Como en un principio carecía de la petición final, el Salve se sentía como una verdadera forma de salutación, y en el siglo duodécimo se volvió de uso universal. De la misma época pertenece el ampliamente popularizado Salve Regina, que también al parecer procede del siglo undécimo. A pesar de que originalmente iniciaba con las palabras «Salve Regina Misericordia» desprovisto del «Mater», no podemos dudar que algo de la moda del himno se debía a la inmensa difusión de la colección de relatos Marianos (Marien-legenden) que se multiplicaron excesivamente en este tiempo ( del siglo doce al catorce), y en el que el motivo Mater Misericordia era continuamente recurrente.

Esta colección de relatos debió haber producido un efecto notable en popularizar variedad de otras prácticas devocionales además de repeticiones del Salve y el uso del Salve Regina, por ejemplo la repetición de las cinco salutaciones comenzando con el «Gaude María Virgo», la recitación de los cinco salmos, cuyas iniciales componen el nombre de María, la dedicación del Sábado de ciertas prácticas especiales a la Santísima Virgen, el uso de oraciones asignadas, tal como la secuencia «Missus Gabriel», el «O Intemerata», el himno «Ave Maris Stella», etc., y la celebración de fiestas particulares, como la Concepción de la Santísima Virgen y su Natividad.

Los cinco Gaudes recién mencionados originalmente conmemoraban las cinco alegrías de Nuestra Señora y para cotejar esos gozos espirituales se conmemoraban los cinco dolores correspondientes. No es sino hasta finales del siglo decimocuarto que siete dolores empiezan a ser mencionados, e incluso por excepción.

En todo esto el primer impulso parece provenir en gran parte de los monasterios, en los que los relatos Marianos fueron mayormente compuestos y copiados. Fue en los monasterios que el Pequeño Oficio de la Santísima Virgen empezó a ser recitado como un agregado devocional al Divino Oficio, y que el Salve Regina y otros himnos de Nuestra Señora fueron agregados a Compline y otras horas.

Entre otras ordenes los Cistisercianos, particularmente en le siglo doce, ejercieron una influencia inmensa en el desarrollo de la devoción Mariana. Ellos reclamaban una especial conexión con la Santísima Señora, a la que consideraban estar presidiendo invisible la recitación del Oficio. A ella dedicaron sus iglesias, y eran especiales en decir sus horas, dando preeminencia especial en el Confitero y frecuentemente repitiendo el Salve Regina. Este ejemplo de especial consagración a María fue seguido por ordenes posteriores, notablemente la de los Dominicos, los Carmelitas, y los Servites. De hecho, casi la totalidad de tales instituciones desde este tiempo en adelante adoptaron alguna forma especial de devoción para destacar su lealtad particular a la Madre de Dios.

Santuarios se multiplicaron naturalmente, aunque algunos, ya mencionados, se originan en fechas posteriores al siglo undécimo, es en este período que famosos sitios de peregrinación surgen como Roc Amadour, Laon, Mariabrunn cerca de Klosterneuburg, Einsiedeln etc. y en Inglaterra, Walsingham, Nuestra Señora de Undercroft en Canterbury, Evesham, y muchos más.

Estos santuarios, que ha medida del paso del tiempo se multiplicaron más allá de lo esperado en cada parte de Europa, casi siempre debían su fama a los favores temporales y espirituales que se creía la Santísima Virgen otorgaba a aquellos que la invocaban en estos sitios favorecidos. La gratitud de los peregrinos incluso los enriquecían con los más costosos regalos; coronas de oro y gemas preciosas, vestimentas de lujo, y ricos ornamentos nos encuentran a cada paso en el registro de tales santuarios.

Debemos mencionar, como muestra, aquel de Halle, en Bélgica, que era excepcionalmente rico en tales tesoros. Tal vez la forma más común de ofrendas votivas era la repesentación en plata un oro de la persona o miembro que había sido curado. Por ejemplo el Duque Felipe de Borgoña envió a Halle dos estatuas de plata, una representando un caballero montado, el otro a un soldado de infantería en gratitud por la cura de dos de sus guardaespaldas. Con frecuencia la moda especial de un santuario se debía a una manifestación milagrosa que se cría había ocurrido en ese sitio. Sangre se decía haber fluido de ciertas estatuas y pinturas de Nuestra Señora que habían sido desacralizadas. Otras habían llorado o exhudado humedad. En otros casos, la cabeza se había inclinado o la mano levantado para impartir bendición.

Sin negar la posibilidad de tales eventos, no puede dejar de dudarse que en muchas ocasiones la evidencia histórica de estas maravillas era insatisfactoria. Que la devoción popular a la Santísima Virgen era frecuentemente mostrada con extravagancia y abuso, es imposible de negar. Sin embargo, podemos pensar que la fé simple y devoción de la gente fue con frecuencia recompensada en proporción a la honesta intención de su muestra de respeto a la Madre de Dios.

Y no hay razón para pensar que estas formas de devoción tuvieran un efecto de engaño, y que hallan ahijado nada mas que formas de superstición. La pureza, devoción, e imagen maternal de María siempre fueron el motivo dominante, incluso el «Milagro» de Max Reinhardt, la obra muda que en 1912 arrasó la taquilla de Londres, persuadió a muchos acerca de lo verdadero que el sentimiento religioso debió de resaltar incluso las mas extravagantes concepciones de la Edad Media.

El más reconocido de los santuarios Ingleses de Nuestra Señora, el de Walsingham en Norfolk, fue en cierta forma una anticipación del todavía más famoso Loreto. Walsingham profesaba el conservar, no el Santo Hogar por si mismo, pero si un modelo de su construcción sobre las medidas traídas de Nazareth en el siglo undécimo. Las dimensiones de la Santa Casa de Walsingham fueron tomadas por William de Worcester, y estas no coinciden con las de Loreto. La de Walsingham mide 7.15 por 3.9 metros ; la de Loreto es más grande con 9.5 por 4.0 metros.

En cualesquier caso el homenaje rendido a Nuestra Señora durante la parte alta de la Edad Media era universal. Incluso un escritor nada ortodoxo como John Wyclif, en uno de sus primeros sermones, dice: «Pareciera imposible el poder obtener la recompensa del Cielo sin la ayuda de María. No hay sexo o edad, ni rango o posición, de nadie de la raza humana, que no tenga la necesidad de clamar por ayuda a la Santísima Virgen». Así que nuevamente el intenso sentimiento evocado del siglo doce al dieciséis sobre la doctrina de la Inmaculada Concepción es solo un tributo adicional a la importancia que todo el tema de la Mariología poseía a los ojos de los mas estudiosos cuerpos de la Cristiandad.

El dar incluso una pequeña muestra de las diferentes prácticas de devoción Mariana en la Edad Media sería imposible de realizar en este espacio. La mayoría de ellos—por ejemplo el Rosario, el Ángelus, el Salve Regina, etc. y los más importantes se discuten en encabezados separados. Es suficiente el hacer notar la prevalencia de portar rosarios de todas las modas y largos, algunos de quince décadas, algunos de diez, algunos de seis, cinco, tres, o uno, como artículos de adorno en cada ropaje; la mera repetición de Salve Marías a ser contados con la ayuda de tales Pater Nosters, o cuentas, era común en el siglo doce, antes del tiempo de Santo Domingo; el tema de meditación en «misterios» asignados no llegó a estar en uso sino hasta 300 años después. Además, hemos de notar la casi universal costumbre de dar donaciones para tenera una Misa Mariana, o Misa de Nuestra Señora, celebrada diariamente en un altar particular, así como el mantener encendidas luminarias frente a una estatua o santuario específicos.

Aún más interesantes fueron las fundaciones dejadas por testamento para que el Salve Regina u otros himnos de Nuestra Señora fueran cantados después del Compline en el altar de la Señora, mientras que luminarias ardían frente a su estatua . El «salut» común en Francia en los siglos diecisiete y dieciocho se formaron solo como desarrollo posterior de esta práctica, y de estos últimos hemos derivado casi con toda certeza nuestra comparativamente moderna devoción de Benedicción del Sagrado Sacramento.

TIEMPOS MODERNOS

Tan solo unos cuantos puntos aislados pueden ser tocados en el desarrollo de la devoción Mariana desde la Reforma.

Destaca entre estos la introducción general a la Letanía de Loreto, la que, como hemos visto, tuvo precursores en otras tierras tan remotas como Irlanda en el siglo noveno, sin dejar de mencionar de formas aisladas en la alta Edad Media, la que por sí sola solo llegó a ser de uso común hasta el cierre del siglo decimosexto.

Lo mismo puede mencionarse de la adopción generalizada de la segunda parte del Salve María.Otra manifestación de gran importancia, que al igual que la anterior siguió poco después del Concilio de Trento, fue la institución de ordenes de la Virgen Santísima, particularmente en casas de educación, un movimiento principalmente promovido por la influencia y ejemplo de la Sociedad de Jesús, cuyos miembros hicieron mucho, por la consagración de estudios y otros instrumentos similares, para colocar la labor de la educación bajo el patronazgo de María, la Reina de la Pureza.A este período también se debe, con algunas excepciones, la multiplicación en el calendario de fiestas menores de la Santísima Virgen, tales como el del Santo Nombre de María, el festum B.V.M. ad Nives, de Mercedes, del Rosario, de Bono Consilio, Auxilium Christianorum, y otras mas. También en la parte alta (siglo diecisiete como más temprano) es la adopción de la costumbre de consagrar el mes de Mayo a Nuestra Señora por mandatos especiales, aunque la práctica de recitar el Rosario cada día durante el mes de Octubre apenas se pueda mencionar sea mayor que las Encíclicas del Rosario de Leo XIII.

No se mantuvo mucha controversia acerca de la Inmaculada Concepción después del pronunciamiento indirecto del Concilio de Trento, pero el dogma fue solo definido por Pío IX en 1854. Indudablemente, sin embargo, el gran ímpetu a la devoción Mariana en tiempos recientes lo ha proporcionado las apariciones de la Santísima Virgen en 1858 en Lourdes, y por medio de numerosos favores sobrenaturales otorgados a los peregrinos, tanto ahí como en otros santuarios, que derivan de este.

La «medalla milagrosa» conectada con la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias-Notre Dame des Victoires en Paris merece también mención, gen
erando gran impulso a esta forma de devoción en la primera mitad del siglo decimonoveno. Siendo relevante mencionar las apariciones marianas ocurridas en el cerro del Tepeyac en México, a los diez años de finalizar la conquista española, en 1531 testimoniadas por el beato Juan Diego-Cuautlatoatzin. Mismas que dieron origen al establecimiento de su actual santuario y basílica de Santa María de Guadalupe, en la villa de Guadalupe Hidalgo, actualmente parte de la metrópolis de la Ciudad de México. Y en plena edad moderna , a principios del siglo XX en plana Primera Guerra Mundial, no se pueden dejar de mencionar las apariciones de Fátima en Portugal ocurridas en 1917 a los tres niños pastores, que dan origen al muy visitado e importante Santuario de Nuestra Señora de Fátima.

Fuente: HERBERT THURSTON para ENCICLOPEDIA CATOLICA

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Una visión del mundo con base en Fátima

La siguiente es la trascripción  de un discurso hecho en Fátima, en la Conferencia de Paz Mundial 2000, en octubre de 1999, nos ayuda a comprender mejor las circunstancias reales del Secreto de Fátima completo. por John Vennari

Las posiciones que se expresan en este discurso muestran las implicancias tradicionalistas de los mensajes de Fátima en contra del modernismo y toma como enmblema a Fátima de la corriente de defensa de las tradiciones de la Iglesia Católica.

TODO SOBRE FÁTIMA

Virgen de Fátima, Portugal ( 13 de mayo)
Los Videntes de Fátima
Aparición y mensajes del Ángel, en Fátima
Las seis apariciones de Nuestra Señora de Fátima en 1917
Ultima aparición de la Virgen de Fátima, la danza del sol, Portugal ( 13 de octubre)
El secreto de Fátima
Cronología de Fátima: 3º secreto y consagración de Rusia
El cuarto secreto de Fátima, o segunda parte del tercer secreto
El pedido de la Virgen respecto a Rusia
Aparición de Rianjo a la hermana Lucía de Fátima ( agosto 1931)
Consecuencias de la Consagración de Rusia: los pedidos de Jesús y María
Una visión del mundo con base en Fátima
Devociones a Fátima


Hoy es 13 de octubre de 1999, 82º aniversario del Milagro del Sol en Fátima, el 13 de octubre de 1917. Este milagro había sido predicho 3 meses antes, el 13 de julio de 1917.

En aquella ocasión, Lucía de Fátima pidió a Nuestra Señora: “Quería que nos dijese quién es y que hiciera un milagro para que todos crean que Vd. se nos aparece.”

Nuestra Señora respondió:
Continuad viniendo todos los meses. En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro para que todos vean y crean.”

Y el 13 de octubre de 1917, hoy hace 82 años, 70.000 personas fueron testigos del gran Milagro del Sol. 70.000 personas vieron el sol danzando en el cielo y enseguida desplomándose en dirección a la tierra. Estos testigos, incluso el padre de Jacinta, Tío Marto, nos informan que estaban aterrados. Dijo él: “El sol… comenzó a moverse y a danzar hasta que pareció que se desprendía del cielo y caía sobre nosotros. Fue un momento espantoso.”

Según los testigos, el milagro duró unos 8 minutos. Y después que el sol “retornó a su posición en el cielo”, el suelo, que antes del milagro estuviera encharcado por haber llovido toda la noche, estaba seco. Del mismo modo, las ropas de aquellos que habían permanecido bajo la lluvia, el día entero, estaban completamente secas.

Dicen los testigos que, durante el Milagro del Sol, podían mirar directamente al sol sin quedarse ciegos ni perjudicar de ninguna forma sus ojos.

En este siglo, Nuestra Señora realizó para nosotros uno de los más asombrosos milagros de todos los tiempos — un milagro público predicho 3 meses antes y atestiguado por 70.000 personas. Este milagro llegó a ser publicado hasta en el periódico liberal, anticlerical y masónico O Século .

La noticia del periódico del 15 de octubre de 1917 decía:
«Vimos a una inmensa multitud volverse hacia el sol, que estaba en su cenit, sin nubes. Parecía una bandeja de plata y era posible mirarlo fijamente sin ningún inconveniente. No quemaba los ojos. No cegaba. Podríamos decir que se produjo un eclipse. En ese momento surgió un tremendo clamor y se oyó gritar a la multitud que estaba cerca de nosotros: ‘¡Milagro!… ¡Milagro!… ¡Prodigio!… ¡Prodigio!…’ Delante de los ojos aturdidos de las personas cuya actitud nos transportó a los tiempos bíblicos, y que, enmudecidas, con la cabeza descubierta, contemplaban el azul del cielo, el sol tembló, hizo unos movimientos extraños y abruptos, contra todas las leyes cósmicas, ‘el sol danzó’, según la típica expresión de los campesinos.”

Éste ha sido, sin sombra de duda, el milagro público más grande que el Cielo realizó desde que Nuestro Señor fundó Su única y verdadera Iglesia Católica.

Por consiguiente, yo pienso que podemos decir que la magnitud de este milagro corresponde a la magnitud y a la importancia del Mensaje que Nuestra Señora dio en Fátima. Y fue tan espectacular la forma de este milagro, en especial con la danza del sol en el cielo y desplomándose enseguida hacia la tierra, que se hacía imposible desviar de él la mirada; de tal modo, el propio Mensaje de Fátima es de tal magnitud, de tal importancia, tan central, que yo creo que a través de este milagro Nuestra Señora nos estaba diciendo que nunca, jamás debemos desviar la mirada de Fátima, jamás desviar la mirada de Su Mensaje, no consentir jamás que ninguna cosa nos desvíe la atención de Su Mensaje.

Es éste el motivo por el que esta presentación se titula “Una visión del Mundo con base en Fátima.” Nuestra Señora vino a Fátima al principio de este siglo, uno de los siglos más ateos de todos los siglos. El mundo se encuentra actualmente impregnado no sólo de paganismo, sino de un paganismo poscristiano, que es mucho peor que el paganismo precristiano. El paganismo precristiano no había oído hablar de Cristo. Pero el paganismo poscristiano ha oído el mensaje de Cristo y lo ha rechazado y a Su única y verdadera Iglesia. Por eso es ésta una situación mucho peor que la del antiguo paganismo, que era ignorante de Cristo.

El Mensaje de Fátima tiene que ser central en nuestra vida católica; central en nuestra visión del mundo. Yo creo que todo lo que Nuestra Señora hizo en Fátima nos muestra que debemos basar nuestra visión completa del mundo en el Mensaje de Fátima y no en ninguna otra cosa que pudiera entrar en conflicto con él.

Hago hincapié en esto porque para muchos la devoción a Nuestra Señora de Fátima no es central. Es con frecuencia un asunto marginal, periférico. Como una devoción a Santa Rita, o a San Judas o a San Antonio . Se le considera un buen y provechoso suplemento para nuestra vida espiritual, pero es sólo una devoción marginal, sólo de importancia secundaria y que no tomamos suficientemente en serio.

Las visitas de Nuestra Señora en Fátima nos han proporcionado la base para una completa visión del mundo — una visión del mundo que no está fuera de moda, que no está fuera de época. Y esta visión del mundo con base en Fátima nunca se puede “actualizar” para que signifique algo distinto de su significado original; ni tampoco puede tener un papel secundario ni ser alterada ni eclipsada por la superstición del aggiornamento . Nada de lo que ha sucedido en este siglo puede exceder en importancia al Mensaje que Nuestra Señora dio en Fátima.

Y el Mensaje de Fátima no es otra cosa sino una urgente reafirmación de la doctrina tradicional de la Iglesia, y una reafirmación de la urgente necesidad de reparación, con consecuencias especiales para nuestros tiempos.


NOS LIBERA DE SLOGANS POPULARES

La verdad tiene una cualidad liberadora. Nuestro Señor dijo “La verdad os hará libres”. Y el Mensaje de Fátima nos libra de caer en los numerosos y vacíos slogans populares de la actualidad. Nos impide caer en el slogan de que las Naciones Unidas ateas son “la última grande esperanza de paz para la Humanidad”. Nos impide caer en el slogan de que estamos entrando en una “nueva primavera” con el advenimiento del nuevo milenio. Nos impide caer en el slogan de que estamos actualmente en el umbral de alguna nueva “civilización del amor” en la cual los católicos y los miembros de religiones falsas pueden dejar de lado sus diferencias para trabajar juntos con el objetivo de convertir el mundo en un lugar mejor. (Es interesante que la noción de que católicos y no católicos pueden colaborar juntos para construir una especie de nueva “civilización del amor” en la realidad ya fue condenada por el Papa San Pío X al condenar el Movimiento Sillon en Francia en 1910.)

Debemos observar que las dos expresiones tan populares hoy en día, “Una Nueva Primavera” y “Una Civilización del Amor” — ninguna de ellas contiene cualquier mención del Inmaculado Corazón de Nuestra Señora. Sin embargo, Nuestra Señora hizo realmente en Fátima la promesa de una gran victoria. Pero no la llamó una “nueva primavera”, ni la llamó una “civilización del amor”. La llamó “El Triunfo de Mi Inmaculado Corazón”.

Nuestra Señora vino a Fátima con el Mensaje de que “Dios quiere establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón.” No habrá victoria, no habrá “nueva primavera” a no ser que un número suficiente de católicos cumpla fielmente los pedidos de Nuestra Señora de Fátima. Éste tiene que ser nuestro centro de gravedad.

Pasemos ahora en revista Sus pedidos. En Fátima, Nuestra Señora nos pidió que:
• recitemos diariamente por lo menos Cinco Decenas del Rosario;
• usemos el Escapulario Marrón;
• ofrezcamos a Dios nuestros deberes diarios como un acto de sacrificio;
• hagamos los Cinco Primeros Sábados de Reparación a Su Inmaculado Corazón;
• Nuestra Señora pidió también que el Papa, en unión con todos los obispos del mundo, consagrase Rusia a Su Inmaculado Corazón, prometiendo la conversión de Rusia a través de esos medios, y un período de paz que le será concedido al mundo. Esta consagración aún tiene que ser realizada
.

Mi pequeña contribución a la demostración de que Rusia no ha sido consagrada, y no ha sido convertida, proviene de un pequeño artículo en el Toronto Sun, de 9 de agosto de 1999, el cual informa que Larry Flint, el así llamado “Rey de la Pornografía”, acaba de publicar en Moscú una versión rusa de la revista Hustler.

Para quien no sabe lo que es, la revista Hustler es una de las revistas pornográficas más gráficas en los Estados Unidos. Es una industria multimillonaria con enorme circulación. Larry Flint se jactó de haber enviado suscripciones gratuitas de esta revista a todos los miembros del parlamento ruso. Estos 15 años después de la consagración en 1984; una consagración que no mencionó a Rusia por su nombre, cosa que Nuestra Señora había pedido.

Con el Triunfo del Inmaculado Corazón de Nuestra Señora, ¡Larry Flint sería incapaz de llevar esto adelante!


REVERENCIA A LA TRADICIÓN

Así, pues, quiero explicar por qué el Mensaje de Nuestra Señora de Fátima tiene que ser central en nuestra visión del Mundo.

Primero que todo, lo que hace que el Mensaje de Fátima sea eminentemente confiable es que Nuestra Señora de Fátima mostró un respeto profundo a la doctrina inalterada y consistente de la Iglesia a través de los siglos. Cuando Nuestra Señora vino a Fátima, no nos dio cualquier doctrina nueva, ni nos dio cualquier nueva interpretación de la doctrina católica que se desviase de la enseñanza constante de los siglos. Dijo San Pablo “Pero aún cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema.” (Gál. 1:8)

Y Nuestra Señora siguió estas sacrosantas directivas. No sólo mostró un profundo respeto hacia lo que la Iglesia siempre ha enseñado, con el mismo significado y con el mismo sentido (eadem sententia eodem sensu) , sino que reafirmó las doctrinas y orientaciones cruciales. Y las doctrinas y orientaciones que Ella reafirmó pueden darnos una guía para aquellas doctrinas que sufren los más grandes ataques en nuestro siglo.


NUESTRA SEÑORA EN EL PLAN DE SALVACIÓN

En primer lugar, el Mensaje de Nuestra Señora de Fátima consolida la profunda importancia de Nuestra Señora en el plan de la salvación.

Sabemos por el Mensaje que la salvación del mundo, la conversión de Rusia y la paz mundial, dependen, en definitiva, de que la humanidad cumpla el deseo de Dios, de establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. La centralidad y la importancia de Nuestra Señora son acentuadas de nuevo en Fátima.

Ahora bien; un buen mariólogo podría hablar todos los días de como Nuestra Señora es central en el plan de la salvación. Pero deseo detenerme en un aspecto de esta verdad. Esto es: Nuestra Señora fue absolutamente necesaria para que Cristo se hiciese hombre — quizás debiera decir Hijo del Hombre.

Dios, que es Todopoderoso, no se habría hecho miembro de la raza humana sin María, no se habría hecho “Hijo del Hombre” sin Nuestra Señora.

Esto no es una enseñanza mía, sino del gran Abad benedictino Marmion (1858-1923). Él ha sido probablemente el más grande escritor espiritual del siglo XX. Respecto a la obra del Abad Marmion dijo el Papa Benedicto XV “léanla, es la pura doctrina de la Iglesia.”

El Abad Marmion comenta en sus libros que, para que Nuestro Señor se hiciese verdaderamente miembro de nuestra raza humana, un Hijo de Adán, un “Hijo del Hombre”, Él dependía absolutamente de que Nuestra Bendita Madre le dijese “sí” al ángel que Le preguntó si consentía en ser Madre del Dios-Hombre, Jesucristo.

Por supuesto, Nuestro Señor podría haberse hecho hombre por sí mismo, sin la intervención de Nuestra Señora. Podría en un instante haber asumido una naturaleza humana de la materia que creó de la nada, y aparecer ante nosotros como un hombre.

Pero no hizo esto; Él sería, por decirlo así, como un habitante de otro planeta resplandeciendo sobre la tierra. No habría forma de considerarlo como siendo parte de nuestra raza humana. Podría ser visto como un hombre, caminar como un hombre, hablar como un hombre. Pero jamás podríamos verlo como siendo realmente parte de nuestra familia humana, parte de nuestra sangre, parte de nuestra raza humana. Jamás podríamos verlo como un auténtico descendiente físico de nuestros primeros padres, Adán y Eva. No tendríamos ninguna sensación de parentesco con Su humanidad.

Para que Nuestro Señor llegase a tener verdaderamente parentesco con nosotros, verdaderamente parte de la familia humana que necesitaba la redención, fue absolutamente necesario que naciera de una hija de Adán y Eva, y esta “hija” fue la Pura e Inmaculada Siempre Virgen María. Ella fue absolutamente esencial.

Dios dependió de Nuestra Señora para que Nuestro Señor Jesucristo verdaderamente pudiese llamarse a Sí Mismo el “Hijo del Hombre”. Y, como comenta el Abad Marmion, parece que el título de “Hijo del Hombre” es la descripción de Sí Mismo que Nuestro Señor consideraba más apreciada para Su Corazón mientras estuvo en la tierra. El Abad Marmion explica que, al referirse a Sí Mismo, Nuestro Señor usó más la expresión “Hijo del Hombre” que cualquier otro título.

Y de igual modo, el Mensaje de Fátima nos ayuda a recordar nuestra dependencia en relación a Nuestra Señora. Nos recuerda que la devoción a Ella, y en particular a Su Inmaculado Corazón, no es una cosa periférica, no es algo extra u opcional. ¡No! Nuestro Señor hizo de la devoción a Su Inmaculado Corazón una condición ineludible para la conversión de Rusia, para poder asegurar al mundo un período de paz.


DOCTRINAS FUNDAMENTALES AFIRMADAS

Además, en el Mensaje de Fátima vemos afirmados los dogmas fundamentales de nuestra Fe. Cuando Nuestra Señora vino a Fátima:
• Ella habló de la doctrina del Cielo,
• Ella habló de la doctrina del Infierno,
• Ella habló de la doctrina del Purgatorio,
• Ella habló de la doctrina de la Sagrada Eucaristía,
• Ella habló de la doctrina del Sacramento de la Penitencia.

E indirectamente Ella habló de la doctrina del Reino Social de Jesucristo — y afirmó la doctrina papal tradicional de que sólo hay una Iglesia verdadera, fuera de la cual no hay salvación, y que los Estados y los Gobiernos deben reconocer esta Iglesia como tal y deben reconocer el poder indirecto de la Iglesia sobre el Estado y sobre la sociedad civil. Todo esto está implícito en el pedido de Nuestra Señora, de que el Papa consagre Rusia a Su Inmaculado Corazón.

Primero, el Cielo.

El 13 de mayo de 1917, cuando Lucía le preguntó a Nuestra Señora “¿De dónde es Vd.? ”,
Ella contestó: “ Yo soy del Cielo”.

Nuestra Señora está en el Cielo, en cuerpo y alma. El Cielo es un lugar, un lugar real, y no solamente un estado de espíritu. Y según el Mensaje, es un lugar que alcanzaremos sólo si vivimos la vida sacramental de la gracia santificadora a través de ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia Católica.

Nuestra Señora nos recordó también la doctrina del Infierno . Que el Infierno existe. Que es un lugar; y que las almas humanas van allí, han ido allí y están allí actualmente. Nuestra Señora ciertamente no era seguidora del teólogo progresista Hans Urs von Balthasar, el cual especuló que “el infierno existe, pero está vacío”.

No. Nuestro Señor dijo: “la verdad os hará libres”. Y la afirmación de Nuestra Señora de la doctrina del Infierno nos libra de todos los errores de von Balthasar y de susseguidores, no importa quiénes sean.

Aún más impresionante: Nuestra Señora no solamente habló con aquellos niñitos acerca de la realidad del Infierno. El 13 de julio de 1917, Nuestra Señora de Fátima les dio a los tres niños una visión terrorífica del Infierno.

Este es un relato de las propias memorias de Sor Lucía:
“Nuestra Señora abrió las manos como en los meses anteriores. El reflejo pareció penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas con forma humana. Llevados por las llamas que de ellos mismos salían, juntamente con horribles nubes de humo, flotaban en aquel fuego y caían para todos los lados igual que las pavesas en los grandes incendios sin peso y sin equilibrio, entre gritos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de espanto. (Debió ser ante esta visión cuando dije aquel ‘Ay!’, que dicen me oyeron.) Los demonios se distinguían por formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos pero transparentes igual que carbones encendidos. Esta visión duró sólo un momento. Y gracias a que la Santísima Virgen en la primera aparición nos había prevenido con la promesa de llevarnos al cielo, porque si no yo creo que habríamos muerto de susto y pavor.”

Nuestra Señora les dijo entonces:
“Visteis el infierno donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlos Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón.”

Fue ésta una visión pavorosa dada a los niños. Sor Lucía afirmó muy claramente que “ los demonios se distinguían [de las almas de los condenados ]”. Por lo tanto, esto demuestra que es completamente falsa la teoría de von Balthasar [de que el Infierno existe, pero está vacío — u otra opinión, de que “sabemos que existen demonios en el Infierno, pero no sabemos realmente si hay seres humanos en el Infierno]. En el Infierno hay demonios y en el Infierno hay almas humanas . Esta visión les dio a los niños la gracia y el ánimo de realizar sacrificios heroicos por la salvación de las almas .

Nuestra Señora afirmó también la doctrina sobre el Purgatorio.
El 13 de mayo de 1917, Lucía le preguntó a Nuestra Señora acerca de dos amigas suyas recientemente fallecidas.
Lucía preguntó: “¿María das Neves ya está en el Cielo?” (esta joven había fallecido aproximadamente a los 16 años).
Nuestra Señora respondió: “Sí, ya está.”
Entonces Lucía Le preguntó sobre otra amiga suya que había fallecido de 18 ó 20 años: “¿Y Amelia?”
Nuestra Señora contestó: “ Estará en el purgatorio hasta el fin del mundo.”

Esta afirmación de Nuestra Señora también contradice los falsos credos protestantes que rechazan el Purgatorio. Precisamente por aquella única declaración “Estará en el purgatorio hasta el fin del mundo”, Nuestra Señora les está diciendo a los protestantes que “vuestra doctrina protestante que rechaza el Purgatorio es falsa”.

Nuestra Señora afirmó la enseñanza sobre el Sacramento de la Confesión . Ella estableció la confesión sacramental como una condición necesaria para que las almas cumpliesen los pedidos para los Cinco Primeros Sábados.

Y una vez más, por medio de esto, Nuestra Señora les está diciendo a nuestros amigos protestantes: “vuestra doctrina protestante que rechaza el sacramento de la Confesión es falsa”.

A seguir, la Sagrada Eucaristía.

Las apariciones de Fátima no solamente afirman la doctrina de la Eucaristía, sino que afirman también el deber del hombre de reverenciar la Sagrada Eucaristía como el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.

En 1916, un año antes que Nuestra Señora viniese a Fátima, Jacinta, Francisco y Lucía fueron favorecidos con tres apariciones separadas de un ángel — precursor de las visitas de Nuestra Señora. La tercera y última de las apariciones del ángel ocurrió en el otoño de 1916, con el “Angel de la Eucaristía”.

En esta ocasión, cuando el ángel vino para administrar a los niños la Sagrada Eucaristía, no apareció con una sonrisa de oreja a oreja diciéndoles:
“¡Oh, niños!, estoy aquí para deciros que el propósito de la Eucaristía es inculcar en vosotros un sentido de comunidad y solidaridad, promoviendo el diálogo y las relaciones personales, y celebrando la dignidad inherente del ser humano a través de la unidad en la diversidad.”

No fue ésta la escena, de ninguna manera.

Lucía nos cuenta que era mediodía y los niños estaban postrados, recitando las oraciones de reparación que en la primavera anterior les había enseñado el “Ángel de la Paz”.

Escribe Lucía:
“No sé cuantas veces habíamos repetido esta oración cuando advertimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos incorporamos para ver lo que pasaba y vimos al ángel teniendo el la mano izquierda un cáliz sobre el cual está suspensa una hostia de la que caen algunas gotas de sangre dentro del cáliz.”

“El ángel deja suspenso el cáliz en el aire, se arrodilla con nosotros y nos hace repetir tres veces:
‘Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Te adoro profundamente, y Te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente
en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de Su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María Te pido la conversión de los pobre pecadores.’”

Escribe Lucía que el ángel se levantó, tomó otra vez el Cáliz y la Hostia en sus manos, y les dio la Comunión a los tres niños, colocando la Santa Hostia en la lengua de Lucía y repartió la Sangre del Cáliz entre Francisco y Jacinta, diciendo al mismo tiempo:
“Comed y bebed el Cuerpo y Sangre de Jesucristo horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.”

Después de esto, relata Lucía que el ángel “[se postró] de nuevo en tierra repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: ‘ Santísima Trinidad… etc. ‘ , y desapareció.”

¿Es posible que el Cielo envíe a la humanidad una instrucción más convincente sobre cómo se debe reverenciar y venerar la Sagrada Eucaristía? Por sus actos el ángel no sólo instruyó a los tres niños de Fátima, sino también a todo el siglo XX y a todas las naciones hasta el fin de los tiempos.

Una vez más, la actitud peculiar del ángel con relación a la Eucaristía estaba en plena conformidad con la doctrina y con la práctica tradicionales de la Iglesia:
• El ángel estaba arrodillado, postrado con su faz hacia el suelo. Al hacer esto, estaba reconociendo la Soberana Majestad y Divinidad de Jesucristo verdaderamente presente en la Eucaristía. Esto nos recuerda la gran reverencia que le debemos al Santísimo Sacramento.
• El ángel recitó oraciones de reparación por las blasfemias y sacrilegios cometidos contra el Santísimo Sacramento, como si estuviese previendo los innumerables ultrajes que ocurrirían contra el Santísimo Sacramento, especialmente después de 1960.
• El ángel rezó, a través del Inmaculado Corazón de María, por la conversión de los pobres pecadores, especialmente — podemos deducir por el contexto — de aquellos que pecan contra la Sagrada Eucaristía.
• El ángel no le dio a Lucía la Comunión en la mano.

Los tres niños de Fátima supieron que el ángel fue enviado para instruirlos, y para que siguiesen su ejemplo.

Escribe Lucía:
“… Llevado[s] por una fuerza sobrenatural que a eso nos movía… nos postrábamos para rezar esa oración…permanecimos en la misma actitud repitiendo siempre las mismas palabras…”

Además, parecía que el ángel era un mensajero celestial de Dios dándonos el ejemplo de la profunda reverencia que le debemos al Santísimo Sacramento. Y, una vez más, la doctrina de la Sagrada Eucaristía es rechazada por protestantes, judíos, musulmanes, hindúes, budistas. El Cielo está diciendo a todas estas religiones fabricadas por el hombre que su doctrina es errónea, que sus credos son falsos.


LOS CINCO PRIMEROS SÁBADOS

Antes de entrar en la próxima sección, que trata de los Cinco Primeros Sábados, quiero hacer una observación. A la luz de lo que podríamos llamar “sensibilidades ecuménicas”, existe actualmente una tendencia para reducir la importancia de las sólidas verdades católicas, en consideración a una orientación ecuménica. Esta nueva idea dice que, al tratar con no católicos, no deberíamos concentrarnos demasiado en aquellas cosas que nos dividen , sino dejarlas de lado, y concentrarnos en aquéllas que nos unen .

En contraste, vemos que no es ésta la manera que Nuestra Santa Madre adoptó en Fátima. Nuestra Señora reconoció que Su primer deber es enseñar la Verdad. Y al dar énfasis
• al Rosario,
• a la devoción de Su Inmaculado Corazón,
• al Escapulario del Monte Carmelo,
• al Purgatorio,
• a la autoridad del Papado,
• al Sacramento de la Confesión,
• a la Sagrada Eucaristía como el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.

Nuestra Señora está dando énfasis a todos los puntos verdaderos que DIVIDEN a los Católicos de los Protestantes, y que DIVIDEN a los Católicos de todas las demás religiones sobre la faz de la tierra.

¿Podrá alguno de nosotros reclamar que en nuestro enfoque queremos saber más que la Madre de Dios?

Y el Mensaje de Fátima no sólo hace hincapié en estos puntos que nos dividen, sino que explica claramente que, en el orden objetivo, aquellos que no creen estas verdades, y especialmente aquellos que rehúsan a darle a Ella el honor que Le es debido, son culpables del crimen de blasfemia.

Nuestro Señor enseñó esto de una forma delicada pero firme cuando explicó los Cinco Primeros Sábados de Reparación.

La devoción de los Cinco Sábados a Nuestra Señora no es algo nuevo. No fue una innovación. Una vez más, al pedir los Cinco Primeros Sábados, Nuestra Señora estaba mostrando un profundo respeto a la Tradición.

En 1892, el Papa León XIII concedió una indulgencia plenaria a todos los fieles que dedicasen 15 Sábados consecutivos en honor de Nuestra Señora del Rosario.

Posteriormente, el Papa San Pío X concedió una indulgencia plenaria a todos los que hiciesen los Doce Primeros Sábados en honor de Nuestra Señora.

Además de eso, el 13 de junio de 1912 el Papa San Pío X concedió nuevas indulgencias a los Fieles que practicasen la devoción de Reparación a Nuestra Señora en los Primeros Sábados de cada mes.

Y cinco años después de ese día , el 13 de junio de 1917, Nuestra Señora mostró a los 3 niños de Fátima Su Inmaculado Corazón, “rodeado de espinas que parecían clavarlo”, pidiendo reparación.

Al pedir por los Cinco Primeros Sábados, Nuestra Señora tomó una devoción tradicional, la simplificó y le dio una mayor eficacia.

El 10 de Diciembre de 1925, cuando Sor Lucía a los 18 años era una postulante en Pontevedra, se le aparecieron Nuestra Señora y el Niño Jesús. Dijo Nuestro Señor:
“Ten pena del Corazón de Su Santísima Madre que está rodeado con las espinas que los hombres ingratos constantemente le clavan sin haber quien haga un acto de reparación para quitárselas.”

El Niño Jesús está preocupado con estos pecados contra Su Madre.

A seguir, Nuestra Bendita Madre le dijo a Lucía:
“Mira, hija Mía, Mi Corazón rodeado de espinas que los hombres ingratos en cada momento me clavan con blasfemias e ingratitudes. Tú al menos, haz por consolarme y di que a todos aquellos que durante cinco meses, en el primer sábado, se confiesen, reciban la sagrada comunión, recen el Rosario y Me acompañen 15 minutos meditando sus misterios con el fin de desagraviarme, Yo prometo asistirles en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para su salvación.”

Posteriormente, el confesor de Sor Lucía, el Padre Gonçalves, le pidió a que hiciese algunas preguntas a Nuestra Señora acerca de los Cinco Primeros Sábados.

Una de las preguntas que él hizo fue: “¿Por qué cinco sábados, y no nueve o siete en honor de los Dolores de Nuestra Señora?”

Durante la revelación de Nuestro Señor en Tuy el 29 de mayo de 1930, Sor Lucía formuló esa pregunta. Fue ésta la respuesta que le dio el Cielo:
“Hija Mía, el motivo es sencillo. Cinco son las clases de ofensas y blasfemias proferidas cont
ra el Inmaculado Corazón de María:
1. Las blasfemias contra la Inmaculada Concepción.
2. Las blasfemias contra Su Virginidad Perpetua.
3. Las blasfemias contra la Maternidad Divina, rehusando al mismo tiempo recibirla como la Madre de los hombres.
4. El tratar de infundir públicamente en el corazón de los niños la indiferencia, el desprecio y hasta el odio para con esta Inmaculada Madre.
5. Los ultrajes dirigidos a Ella en Sus sagradas imágenes.”

Por consiguiente, es esto lo que quiero decir cuando digo que, indirectamente y en el orden objetivo, Nuestro Señor ha acusado a todos los miembros de religiones no católicas de ser culpables de blasfemia contra el Inmaculado Corazón de Nuestra Señora.

Veamos una vez más estas cinco ofensas:
1. Blasfemias contra la Inmaculada Concepción
La mayoría de los protestantes, así como la mayoría de los ortodoxos orientales, no creen en la Inmaculada Concepción. Tampoco lo creen, por supuesto, los judíos, musulmanes, hindúes, budistas, francmasones, comunistas, socialistas, humanistas seculares, etc.

2. Blasfemias contra Su Perpetua Virginidad
Una vez más, esto acusa a la mayor parte de los protestantes, judíos, musulmanes, hindúes, budistas, la gran mayoría de los cuales no cree en Su Perpetua Virginidad. De hecho, muchos católicos hoy en día no creen en Su Perpetua Virginidad.

3. Blasfemias contra Su Divina Maternidad, rehusándose además a reconocerla como Madre de los Hombres
Por supuesto, sabemos que los musulmanes, judíos, hindúes, budistas rechazan esta doctrina, especialmente porque no creen que Jesucristo es Dios. Y Nuestro Señor advirtió: “Nadie viene al Padre sino por Mí.”

4. Las blasfemias de todos los que públicamente siembran en el corazón de los niños la indiferencia o el menosprecio o hasta el odio a esta Madre Inmaculada
Nuevamente, es ésta la situación de los protestantes, judíos, musulmanes, hindúes, budistas y la mayoría de otras falsas religiones. Los miembros de esas religiones enseñarán a sus niños a no atribuir ninguna importancia a Nuestra Señora ni a Su Inmaculado Corazón. Obsérvese también que a los ojos del Señor esto no es cosa de poca importancia. Él llama a esto blasfemia y convoca a los católicos a caer de rodillas y hacer reparación por estos grandes pecados. Son espinas en el Inmaculado Corazón de Nuestra Señora.

5. Las ofensas de aquellos que La insultan directamente en sus Sagradas Imágenes.
Esto incluye aquellos que realmente destruyen Sus Imágenes, o las ridicularizan, o aquellos protestantes que acusan de idolatría a los católicos porque tienen estatuas de Nuestra Señora en los lugares de honor en sus residencias.
Además de ser una llamada a la penitencia, ésta es una acusación contra todas las religiones no católicas.

Por lo tanto, Nuestro Señor NO está utilizando el enfoque moderno ecuménico. NO está dando énfasis a aquellos puntos que nos unen a las falsas religiones. Está dando énfasis a aquellos puntos que nos separan de los no católicos. Al hacer eso, creo que Nuestro Señor nos está diciendo que esos puntos son mucho más importantes que cualquier unidad ecuménica superficial.

Está haciendo hincapié en que estas blasfemias contra el Inmaculado Corazón de Nuestra Señora no pueden ser consideradas frívolamente. Son, de hecho, pecados contra la Fe.


TRADICIÓN DE REPARACIÓN

En este momento, quiero volver a un punto que hice antes. En todo lo que ha hecho Nuestra Señora de Fátima mostró un profundo respeto por la tradición, y que los Cinco Primeros Sábados eran, y aún son, una devoción tradicional . Por supuesto, doctrinariamente Nuestra Señora no estaba enseñando nada nuevo.

En efecto, Ella fue muy obediente al Primer Concilio Vaticano, que enseñó como artículo de fe — de fide — que no se puede alterar el significado de la Sagrada Doctrina. El 1er. Vaticano enseñó:
“El significado de los Dogmas Sagrados, que deben ser preservados para siempre, es el que nuestra Santa Madre Iglesia ha determinado. No es posible alejarse nunca de esto, en nombre de una comprensión más profunda.” 1

Así, pues, ya sea la doctrina del Purgatorio, o la doctrina de la Sagrada Eucaristía, o la doctrina de la Confesión, o la doctrina establecida de que sólo hay una Iglesia verdadera, fuera de la cual no hay salvación, el 1er. Concilio Vaticano enseñó que el significado de estas doctrinas jamás se puede cambiar. Y vemos que Nuestra Señora fue absolutamente fiel a esto.

Además, en Fátima, Nuestra Señora demuestra Su continuidad con las revelaciones especiales hechas por el Cielo a la Iglesia en el siglo XIX ; ya sea su aparición en Lourdes, en La Salette, ya sean las manifestaciones de Nuestro Señor a Sor María de Saint-Pierre en Francia en la década de 1840. Todos constituyen el mismo mensaje urgente.

Cuando Nuestra Señora apareció en Lourdes en 1858, pidió para “hacer penitencia, hacer reparación”.

Cuando Nuestra Señora apareció en La Salette en 1846, suplicó que se “hiciese penitencia”, que se “hiciese reparación”. Y avisó en La Salette que Francia podría ser castigada principalmente por dos pecados: por los pecados contra la profanación de los domingos (pecados contra el Tercer Mandamiento) y por usar el nombre de Dios en vano (pecados contra el Segundo Mandamiento).

Esto también está en consonancia de una manera muy especial con las revelaciones, aprobadas por la Iglesia, transmitidas por Nuestro Señor a Sor María de Saint-Pierre en la década de 1840. Sor María de Saint-Pierre era una monja carmelita en Francia, que murió con poco más de 20 años (una historia fascinante que no tenemos tiempo de relatar en detalle).

En estos mensajes ( como en Fátima), Nuestro Señor confirmó la gran necesidad de hacer reparación . Y Nuestro Señor pidió en particular la reparación a Su Santa Faz . Nuestro Señor le dio a Sor María de Saint-Pierre una oración especial llamada FLECHA DORADA (en reparación por las blasfemias), que indicaré enseguida.

Y el 24 de noviembre de 1843, Nuestro Señor le dijo a Sor María de Saint-Pierre:
“La Tierra está cubierta de crímenes. La violación de los Tres Primeros Mandamientos de Dios ha irritado a Mi Padre; el Santo Nombre de Dios es blasfemado (2º Mandamiento) y los Días Santificados del Señor son profanados (3er. Mandamiento) llenando completamente la medida de las iniquidades. Estos pecados ascienden hasta el trono de Dios provocando Su ira que pronto irrumpirá si no se aplaca Su justicia. En ninguna otra época esos crímenes alcanzaron tal intensidad.” 2

Esto se refiere a la década de 1840, que consideramos “los buenos viejos tiempos”. Actualmente está todo mucho peor.

Durante estas revelaciones, Nuestro Señor pidió que se formase una asociación de Reparación de la Santa Faz y dictó también la oración, LA FLECHA DORADA, para la reparación contra las blasfemias:
“Que el Santísimo, Sacratísimo, adorabilísimo, misteriosísimo e inefable Nombre de Dios sea alabado, bendito, amado, adorado y glorificado, en el Cielo, en la tierra, y en el infierno, por todas las criaturas de Dios, y por el Sagrado Corazón de Nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, en el Santísimo Sacramento del Altar. Amén.” 3

En aquella ocasión, uno de los más grandes promotores de esta Devoción a la Santa Faz fue el “Santo Hombre de Tours”, Leo DuPont, que colgó un cuadro de la Santa Faz en su locutorio ante el cual ardía el santo oleo. Tantos fueron los milagros realizados en el locutorio de Leo DuPont que el Bienaventurado Papa Pío IX le llamó “el taumaturgo del siglo XIX”.

Ahora, Nuestra Señora de Fátima continua esta sólida “tradición”; esta inalterada y urgente llamada a la reparación.

Y las revelaciones de Nuestro Señor a Sor María de Saint-Pierre piden no sólo reparación [por los pecados] contra el 2º y 3er. Mandamientos, como lo hizo Nuestra Señora de La Salette, sino también reparación por los pecados contra el Primer Mandamiento. Sabemos que el Primer Mandamiento es: “Yo soy el Señor vuestro Dios, no tendréis dioses extraños ante Mí..” Y nuestra teología tradicional católica nos dice que los pecados contra la Fe, especialmente el pecado de herejía , son pecados contra el Primer Mandamiento.

De esto se sigue que somos llamados no a reírnos ni a tornarnos íntimos de los falsos credos de los no católicos; sino que somos llamados a caer de rodillas y hacer reparación por estos pecados contra la Fe, estos pecados contra el Primer Mandamiento. Estos pecados de herejía que producen las cinco blasfemias contra el Inmaculado Corazón de María fueron enunciados por Nuestro Señor en Tuy el 29 de mayo de 1930.


FÁTIMA VS. “EL ESPÍRITU DE ASÍS”

Finalizando, yo creo que el Cielo quiere que el Mensaje de Nuestra Señora de Fátima sea una cuestión central en nuestra visión del mundo. Todo lo que suceda en la Iglesia o en el mundo será juzgado como bueno o malo, adecuado o inadecuado, teniendo por base si está, o no, en conformidad con las palabras de Nuestra Señora en Fátima.

En Fátima, Ella confirmó las doctrinas fundamentales de la Fe y focalizó aquellos puntos de la doctrina que nos separan de los no católicos, para demostrar que la Verdad es lo más importante. También nos instruyó, especialmente a través de los Cinco Primeros Sábados y en consonancia con las revelaciones hechas en Lourdes, La Salette y a Sor María de Saint-Pierre, acerca de la necesidad de hincarnos de rodillas y hacer reparación por los pecados de los hombres, en particular por los pecados contra la Fe que hacen parte de los credos no católicos, especialmente en relación a Su Inmaculado Corazón.

Ella no enseñó ninguna doctrina nueva, ni tampoco una comprensión modernizada de la doctrina que pudiese significar una reinterpretación de la doctrina católica de una forma distinta de la que ha sido enseñada durante 2.000 años.

Ella nos dijo que la paz mundial sólo vendrá por medio de la obediencia a Su pedido acerca de la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, y no por medio de católicos que se reúnen con falsas religiones en oraciones interreligiosas por la paz — religiones que Ella afirma, blasfeman contra Ella por su incredulidad. De hecho, y es triste decirlo, en la gran reunión-plegaria en Asís en 1986, cuando los católicos rezaron en público con falsas religiones por la causa de la paz, no se rezó el Santo Rosario. Y esto a pesar de que el Rosario es la oración específica transmitida por Nuestra Señora como condición para la paz . De la misma manera, en aquel día, no fue ni honrado ni invocado el Inmaculado Corazón de María.

Ésta es una desviación radical del plan ofrecido por Nuestra Señora. De hecho, yo creo que estas asambleas interreligiosas no sólo fallarán en producir cualquier fruto saludable, sino que en realidad podrán acarrear un gran castigo. Y digo esto no con mi propia autoridad sino con la de uno de los más eminentes cardenales del siglo XX, el gran Cardenal Mercier de Bélgica.

En 1918, justamente un año después de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, el gran Cardenal Mercier afirmó que la Primera Guerra Mundial fue un castigo por el crimen de los hombres al colocar la única religión verdadera en el mismo nivel de los falsos credos (que es precisamente lo que hacen estas nuevas reuniones pan-religiosas, en total contradicción con los 2.000 años de la doctrina católica). En una carta pastoral titulada “La Lección de los Acontecimientos”, el Cardenal Mercier dijo:
“En nombre del Evangelio y a la luz de las Encíclicas de los cuatro últimos Papas, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y Pío X, yo no vacilo en afirmar que esta indiferencia hacia las religiones, que coloca en el mismo nivel la religión de origen divino y las religiones inventadas por los hombres, a fin de incluirlas en el mismo escepticismo , es la blasfemia que atrae el castigo sobre la sociedad mucho más que los pecados de los individuos y de las familias .” 4

Por consiguiente, vemos que las afirmaciones del Cardenal Mercier están en perfecta continuidad con las enseñanzas consistentes de los Papas a través de los siglos, y en perfecta armonía con una visión del mundo con base en Fátima.

Así, terminaré con lo que he dicho antes. De la misma forma que el gran Milagro de 13 de octubre de 1917 — especialmente con el Sol danzando en el cielo y enseguida lanzándose hacia la tierra — fue tan espectacular que se hizo imposible desviar la mirada; así también el propio Mensaje de Fátima es de tal magnitud, de tal importancia, de tal centralidad que no debemos desviar nunca nuestra mirada de Fátima, ni desviar nunca nuestros ojos de los de Nuestra Señora, ni permitir nunca que, de ninguna forma, nos separemos de Ella.

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NOTAS:
1. Vaticano I, Sesión III, Capítulo. IV, Fe y Razón.
2. Scalan, The Holy Man of Tours [El Santo Hombre de Tours] , (Tan Books), pág. 122.
3. P. Janvier, Life of Sister Saint-Pierre [Vida de la Hermana Saint-Pierre ], con la aprobación del Revdmº Charles Colet, Arzobispo de Tours , (John Murphy & Co, Baltimore, 1884), pág.114.
4. Citación extraida de The Kingship of Christ and Organized Naturalism [La majestad de Cristo y el Naturalismo Organizado], por el Padre Denis Fahey (Regina Publications, Junio de 1943), pág. 36. Nota según citación extraida de la Carta Pastoral de 1918, del Cardenal Mercier, The Lesson of Events [La Lección de los Acontecimientos].

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El Dolor de la Virgen en la Infancia y en la Pasión de su Hijo: la Virgen Dolorosa

El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía crucis, Vía Matris…)

Y, en proporción con los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente unidas en la liturgia de rito romano en el Stábat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, secuencia nacida en un contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras en los ejercicios piadosos y, aunque de forma facultativa, presente en la liturgia de las horas y en la liturgia de la palabra de la misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores.

Esta singularidad revela que las tres áreas de piedad que hemos señalado, dejando aparte ciertas intemperancias ocasionales, reflejan agudamente lo esencial del misterio evangélico.

Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz su primera y última significación, fue captado por la piedad mariana también en otros acontecimientos de la vida de su Hijo en los que la madre participó personalmente. En general, se suele considerar el dolor de la Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La meditación cristiana captó y en cierto modo fue codificando progresivamente a lo largo de los siglos siente sucesos dolorosos, siete episodios bíblicos en los que está atestiguada expresamente o intuida por la tradición la participación de María. Se recuerda la subida al templo de José y de María para presentar allí a Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa profecía del anciano Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc. 2, 34-35). Espada que es, “según parece, la progresiva revelación que Dios le hace de la suerte de su Hijo”; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo del camino doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será asumida como signo plástico de los dolores sufridos por la madre del redentor y representada luego en número de siete puñales clavados en el corazón de la Virgen.

El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más, durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y dolorida de María y de José (Lc 2, 43ss), que se concluirá con el hallazgo del Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios en el corazón de la madre. La contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de Jesús con la cruz al Calvario la experiencia síntesis del camino de fe de la madre, y aunque los evangelios no mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro de Cristo con las mujeres (Lc 23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado primero y último de la Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la devoción de los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruza (Mc 15, 42), acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hijo (Jn 19, 40-42a).

 

SITUACIÓN ACTUAL EN LA DOCTRINA Y EN LA LITURGIA

1. La doctrina

La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar en otros siglos que los veneraron por separado, en la sensibilidad teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los fieles, no se percibe como una división puntual de compartimientos estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el camino de un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat II: “También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la cual resistió en pie (Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella había engendrado” (LG 58).

En realidad es la comunión profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo, comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta el Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61)

Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte “para nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con datos bíblicos y existenciales. Por esta línea ha seguido la investigación, sirviéndose especialmente de la profundización exegética que subraya como María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia madre a cuyo seno están convocados en la unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según Juan -de tan altos vuelos teológicos- Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; Zac 12,1). Y paralelamente su madre es la mujer de dolores… Ella expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar con los que lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de profundización en las reflexiones de un episcopado como el de Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa, leído en relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al conocimiento de la historia salvífica, sino también como fuente singular de consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.

2. La liturgia

a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria

En la exhortación apostólica Marianis cultus, Pablo VI, después de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios del Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este modo la memoria del 15 de septiembre: “Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como… la memoria de la Virgen Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte su dolor”.

El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la ecclesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la cruz. Esta memoria tiene un formulario propio (trozos bíblicos y textos eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias para la liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede ayudar a captar el significado de esta celebración: el carácter cristológico de la primer parte (la actio gratiarum) y el eclesilógico de la segunda (la petitio) colocan inmediatamente la memoria del 15 de septiembre en un horizonte de solidez teológica y de amplia visión conciliar. “Señor, tú has querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz”.

El comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias, porque en la hora de la redención quiso que estuviera presente la madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves frases iniciales aquella luz de resurrección que el evangelista quiso derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo: la cruz, además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria. La madre participa de esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de septiembre imprime un carácter de glorificación al misterio del dolor de María (aclamación al evangelio; antífona de la comunión; antífona al Ben.; antífona de vísperas y lectura breve).

De esta forma se sintetizan líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación (3,14-15; 8,28; 12,32) y la hora de Jesús (7,30; 8,20; 12,20-28; 13,1; 16,13-14). La presencia de María encuentra para los dos temas su lugar debido, el lugar querido por Dios. En la colecta esta presencia se subraya por el sustantivo mater en relación con el Filius: la hora de la exaltación en la cruz de Cristo es el punto focal del tríptico “Caná-Calvario-Apocalipsis 12″, en donde aparece con toda claridad el “ser madre” de la Virgen . En Caná (Jn 2,1-11) anticipó como madre la inauguración del misterio del Hijo, invitándole a realizar el primero de los “signos” : origen de la fe en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y con los hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo anticipar también con este signo, proféticamente, aquella hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre reinó desde el madero y derramó la salvación sobre toda la humanidad. Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la Virgen se reveló como madre de todos, como madre de la iglesia (en este sentido hay que leer la oración sobre las ofrendas).

Y una vez más la madre está junto a Cristo en la fe, representados simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos. En esta fe contra toda esperanza experimenta profundamente la Virgen la coparticipación en los sufrimientos del Hijo (“compatientem”, de “pati-cum”, es el término latino de la “editio typica “ del Misal romano, traducido a veces impropiamente con “dolorosa”; lo mismo puede decirse para la oración después de la comunión, en donde “compassionem B. M.V. recolentes” se ha traducido: “al recordar los dolores de la virgen María”. No sólo como madre está íntimamente unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos observado, lo está como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su fe con la pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha sufriendo, esperando sólo en aquel que muere.

Surge espontáneamente el recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2,35, del que encontramos un eco en la antífona inicial de la misa en el segundo pasaje evangélico ad líbitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda liturgia de las horas sacada del Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los futuros fieles auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y resucitó. En Apocalipsis 12 parece estar clara la referencia a Jn 19,25-27. Por lo que se refiere a la “mujer”, se sabe que los exegetas andan divididos. Sin embargo, creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta “mujer” tanto a la iglesia como a María : en efecto, “la iglesia y María son entre sí realidades complementarias, lo mismo que son las dos complementos insustituibles del mismo Cristo”. La madre del Hijo de Dios participa con él, en la hora de la historia, en la generación dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del hombre y participando en su glorificación por esta victoria. En este sentido el bíblico “viventium mater” (Gén 3,20) es el título perfecto de la nueva Eva.

Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre espiritual de todos los miembros, de todos los hombres. Esta madre es la primera que ofrece su colaboración personal para completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal como se expresaba la Mystici Córporis refiriéndose a Col 1,24. Deseo que la liturgia, en la oración después de la comunión, sugiere que se actúe también parta la asamblea que ha celebrado la memoria de la Dolorosa como fruto final. De esta forma la madre se convierte para la ecclesia, que sigue luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, en signo de una esperanza cierta y en motivo de estímulo.

La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo con aquella que es su madre y su imagen, anhelando ardientemente llegar como llegó ella a la glorificación final: “Haz que la iglesia, asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección”. Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de septiembre, la auténtica dimensión cristiana y el sentido último y denso de la celebración, los mismos motivos que aparecen en el Stábat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta encuentra su petición consecuente en su segunda parte: pasión del Hijo y de la madre (petición de conglorificación). Estas dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia. Respetan su ya y su todavía no. San Pablo nos ayuda a profundizar en el sentido de estas súplicas. La comunión total con Cristo Señor nos da la garantía de participar en su vida divina (también la antífonas de laúdes y vísperas).

El espíritu que él nos ha obtenido “da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo” (Rom 8, 1-17). Cristo quiso libremente señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la vida humana, viviendo un período concreto de acontecimientos, alegrías y sufrimientos, viviendo hasta el fondo la muerte por la vida. La comunión con él, ser coherederos con su persona, como la vivió también la virgen María, supone asumir, iluminados conscientemente por la fe, la vida de cada día, en donde el límite propio del hombre, el sufrimiento, es un elemento no accesorio: “Coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él (Rom 8,17).

La participación en la pasión tiene dos perspectivas: personal y comunitaria. Es anhelo por la continua liberación de toda forma de pecado, de mal, individual y social. El volver a tomar día tras día la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar compasivamente la cruz de cualquier hombre que esté en nuestro Camino y la de la humanidad de que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn 13,34). Pero esta pasión no es fin de sí misma, sino que es para la vida: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24); y es para la vida sin fin: “Padecemos juntamente con él, para ser también juntamente con él, para ser también juntamente glorificados” (Rom 8,17); “si sufrimos con él, también con él reinaremos” (2 Tim 2, 11). Se trata de la tensión escatológica hacia la vida de toda la existencia cristiana. Se trata de la esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el todavía no. Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección de Cristo, el primero de los vivientes (Rom 8, 18-30)

b) Triduo pascual

Una serena meditación y lectura de la presencia de la Virgen a lo largo del año litúrgico ha llevado a la constatación de que en el triduo pascual de la liturgia romana la participación de la madre en la pasión del Hijo, a pesar de ser un elemento intrínseco del misterio que se celebra, no ha sido explicitada de ninguna forma. Sin embargo, la tradición litúrgica de rito bizantino y de otros ritos orientales se muestra sensible a esta dimensión celebrativa. En la liturgia propia de la Orden de los Siervos de María, oficialmente aprobada, se ha encontrado una formo específica que se sitúa ritualmente después de la adoración de la Cruz el viernes santo. La sobria secuencia ritual que señala cómo la virgen María está indisolublemente unida a la obra de salvación realizado por su Hijo, fiel y fuerte hasta la cruz, madre de todos los hombres, modelo de la iglesia, está compuesta de una admonición a la que siguen unos momentos de oración en silencio y el canto de algunas estrofas del Stábat Mater u otro canto debidamente escogido. En el corazón de la celebración del misterio pascual se pone de relieve discretamente la primera participación de la humanidad en la pasión redentora: como para la encarnación, también para la redención, en el sentido de Col 11,24.

c) Ejercicios piadosos

1) Inspirándose probablemente en el uso de rezar el rosario

Se difundió en el s. XVII la Corona de la Dolorosa, mejor llamada inicialmente de los Siete Dolores. En una de las primeras ediciones impresas, dicha Corona se compone de elementos rituales que se mantendrán esencialmente en vigor incluso en nuestros días: introducción; enunciación de un dolor, un Padrenuestro-siete Avemarías “en veneración de las lágrimas que derramó la Virgen de los dolores”, finalmente una parte del Stábat Mater (más tarde se recitó completo) con una oración para terminar.

2) La Via Matris dolorosae

Para facilitar el modo de meditar los dolores de María, de forma análoga al Vía Crucis, este piados ejercicio recuerda a la mater dolorosa pasando de una estación a otra, en la que se representa cada uno de los siete dolores principales. Su origen parece remontarse al s. XVIII y se practicó inicialmente y en particular en las iglesias de los Siervos de María de España. Uno de los primeros testimonios escritos, conservados hasta hoy, donde se refiere el método para celebrar la Via Matris, se remonta a 1842. Normalmente este piadoso ejercicio se practica los viernes de cuaresma. Desde 1937 hasta los años sesenta, bajo la forma de novena perpetua, adquirió una importancia muy amplia en Chicago y en las dos Américas.

3) La Desolada

También este piadoso ejercicio se desarrolló en el s. XVIII. Nació de la consideración, en cierto modo pietista, de que María vivió el colmo de su dolor durante la sepultura de su Hijo; en este período ella se vio realmente “desolada”; por eso, para “com-padecer-la” algunos estaban en oración desde el atardecer del viernes santo hasta las dieciséis del sábado santo, así como todos los viernes del año.

d) Religiosidad popular

La imagen de la madre vestida de negro manto es una presencia casi constante en las tradiciones populares que veneran a la Dolora, desde el comienzo de la devoción hasta nuestros días. Sin embargo, no es fácil encontrar una documentación exhaustiva que permita recoger las diversas formas con que la religiosidad popular, entendida en el sentido más amplio del término, ha expresado y sigue expresando su devoción a la mater dolorosa. No cabe duda de que en occidente la devoción a la Dolorosa, antes de encontrar su codificación litúrgica o en los oficios “de compassione” (desde el s. XV) o en las misas (desde comienzos del s. XV), encuentra un favor especial en las expresiones populares. La figura de madre enlutada sigue estando esencialmente ligada a otra imagen pedagógicamente hegemónica, a su stare recogido, inmóvil y mudo del evangelio de Juan o al contemplar velado en lágrimas de Stábat. Lo mismo podemos decir de las formas religiosas que se desarrollaron después del concilio de Trento, especialmente de las procesiones dramáticas y escenificaciones presentes sobre todo, aunque no sólo, en el sur de la península italiana y en España. Probablemente hoy estas formas, no siempre administradas directamente por la comunidad cristiana, son las únicas expresiones periódicas que nos quedan de la religiosidad popular en que directa o indirectamente se expresa la devoción a la Dolorosa.

 

NOTA HISTÓRICA

Muy recientemente todavía el editor de la Bibliografía mariana, G. Besutti, señalaba: “La historia de la piedad cristiana con la virgen María, que padece con su Hijo al pie de la cruz, no ha sido escrita aún por completo de forma que comprenda no sólo al oriente, sino a todas las regiones de occidente. Hay muchos aspectos, incluso importantes, que están más o menos diseminados por todas partes y que, si no se han ignorado, al menos no han sido valorados debidamente”. Y en este contexto refiere cómo en Herford (Paderborn) se fundó en 1011 un oratorio dedicado a “S. Mariae ad Crucem”. Esta cita revela cierto interés, en cuanto que de alguna manera confirma las observaciones de Wilmart: hay que poner antes del s. XII el nacimiento de esa corriente piadosa que se inspira en la meditación compasión de María al pie de la cruz. Sin embargo, todavía queda por precisar los tiempos y los lugares en que maduraron las reflexiones de los primeros padres de oriente y de occidente, las intuiciones poéticas y homiléticas, en concreto bizantina (por ej., Romanos Melodas, , que fueron poniendo progresivamente en relación la espada profetizada de Simeón con la compasión de la Virgen y su participación en la pasión redentora del Hijo.

A lo largo del s. XIII se elabora la devoción a la Dolorosa, precisándose a comienzos del s. XIV como devoción a los Siete dolores. Pero “el primer documento cierto sobre la aparición de la fiesta litúrgica del dolor de María proviene de una iglesia local”; en efecto, el 22 de abril de 1423 un decreto del concilio provincial de Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa en reparación por los sacrílegos ultrajes que los husitas habían cometido contra las imágenes del crucificado y de la Virgen al pie de la cruz. La fiesta llevaba por título “Commemmoratio angustiae et doloribus Betae Mariae Virginis”, según el tenor del decreto conciliar, que decía: “… Ordenamos y establecemos que la conmemoración de la angustia y del dolor de la bienaventurada Virgen María se celebre todos los años el viernes después de la domínica Jubilate (tercer domingo después de pascua), a no ser que ese día se celebre otra fiesta, en cuyo caso se transferirá al viernes próximo siguiente”.

En 1482 Sixto IV compuso e hizo insertar en el Misal romano, con el título de Nuestra Señora de la Piedad, un misa centrada en el acontecimiento salvífico de María al pie de la cruz. Posteriormente esa fiesta se difundió por occidente con diversas denominaciones y fechas distintas. Además de la denominación establecida por el concilio de Colonia y la que se fijaba en la misa de Sixto IV, era llamada también: “De transfixione seu martyrio cordis Beatae Mariae”, “De compassione Beatae Mariae Virginis”, “De lamentatione Mariae”, “De planctu Beatae Mariae”, “De spasmo atque dolorigus Mariae”, “De septem doloribus Beatae Mariae Virginis”, etc.

Mientras tanto, el 9 de junio de 1668 se les concedián a los Siervos de María la facultad de celebrar el tercer domingo de septiembre la “Missa de septem doloribus B.M.V.” con un formulario que se deduce que es muy parecido al de 1482. Esta misma es la que, con algunas ligeras modificaciones, se recoge en el Misal de Pío V el viernes de pasión. En realidad, la fiesta del viernes de pasión, concedida el 18 de agosto de 1714 a la Orden de los Siervos, se extendió, por petición de la misma orden, a toda la iglesia latina bajo el pontificado de Benedicto XIII (22 de abril de 1727). Además, Pío VII, el 18 de septiembre de 1814 extendió al tercer domingo de septiembre la fiesta de los Siete dolores con los formularios para el oficio divino y para la misa que ya estaban en uso entre los Siervos de María. Finalmente, con la reforma de Pío X, ante el deseo de realzar el valor de los domingos, esta fiesta quedó fijada el 15 de septiembre, fecha que estaba ya en uso en el rito ambrosiano, que por no tener la octava de la Natividad de la Virgen, celebró siempre ese día los dolores de María.

La fiesta del viernes de pasión quedó reducida por la reforma de las rúbricas de 1960 a una simple conmemoración. El nuevo calendario promulgado en 1969 suprimió la conmemoración del tiempo de pasión y redujo a la categoría de “memoria” la fiesta de los siete Dolores de septiembre bajo el nuevo título de “Nuestra Señora la Virgen de los Dolores”.

 

CONCLUSIÓN

La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como se deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva que alcanza su apogeo en los períodos de codificación litúrgica. La ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa del sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa.

Precisamente cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad aparece más profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo replanteamiento litúrgico a lo largo del s. XX, ayudado en este punto por la reflexión bíblico-patrística, coincide con la “cualidad” de la meditación sobre el misterio del dolor de santa María, insertándolo en un contexto más amplio de historia de la salvación; no se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para participar conscientemente, en cuanto personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su resurrección, sino que además se hace esto para que María, como imagen de la iglesia, inspire a los creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los hombres para poner allí aliento, presencia liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa puede recordad a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que la confrontación con la palabra de la verdad y su manifestación pasa ciertamente por la experiencia de la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el alma, pero que abre también a una nueva conciencia y a una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios (Jn 1, 13).

Fuente: Nuevo Diccionario de Mariología. Ediciones Paulinas.

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La Virgen María en la Pascua

La Virgen vivió en el misterio pascual de Cristo porque los preanunció como el acontecimiento salvífico de Jesús.

María vivió de modo perenne el misterio pascual que Simeón le había profetizado. El mismo evangelio recuerda algunas estaciones del vía crucis de María: duda de José sobre su maternidad parto, en Belén, huida a Egipto, pérdida de Jesús en el templo, no aceptación por parte de Jesús en el desarrollo de su apostolado, estando en el calvario a los pies de la cruz.

 

1. ESPIRITUALIDAD PASCUAL

Si deseamos descubrir la nota primaria de la santidad de María, es necesario que la busquemos en la palabra (sobre todo en Juan y Lucas). Lucas nos presenta a María en el momento en que el Verbo comienza en la tierra su misión salvífica. La condición mesiánica de Jesucristo asoma entre aspectos no claramente comprensibles. Es natural que su misma madre no consiga siempre entender (Lc 2,50) y que, en virtud de la actitud pública adoptada por Jesús, se vea ella contestada entre sus parientes (Mc 6,4). Lucas habla de María que crece por el amor que profesaba a su Hijo y por la gracia del Espíritu; la describe en su progresiva conformación con Jesús redentor (Lc 1,38 2,35; 11,28). Juan, en cambio, se preocupa de indicarnos el camino que la comunidad apostólica sigue para comprender, amar y participar en el misterio pascual de Cristo. Presenta a la Virgen unida más que nadie a Jesús, totalmente empeñado en hacer de su hora la hora de la comunidad creyente. Y, con Jesús y en Jesús, también María pasa de Cristo como persona física a Cristo como persona eclesial (Jn 19,25ss), de una maternidad física a una maternidad espiritual y pascual respecto a la iglesia (Jn 16,21).

Lucas y Juan, aunque en perspectivas diversas, proponen la espiritualidad de María dentro del misterio pascual de Cristo. El haber sido concebida inmune del pecado original no impide que esté siempre necesitada de ser redimida, bien porque tenía una naturaleza humana marcada por las consecuencias del pecado (como en Cristo, 2Cor 5,21), bien sobre todo para renacer como Espíritu comunicable con la vida divina. La Virgen inmaculada pudo vivir como dolorosa en plena solidaridad con Cristo redentor y con nosotros, pecadores penitentes.

La Virgen vivió la participación virtuosa en el misterio pascual de Cristo con múltiples modalidades. Ante todo preanunció, a modo de signo y de símbolo, el acontecimiento salvífico de Jesús (Jn 2,1-11; LG 58). Por otra parte, es propio de toda alma unida a Cristo ser profeta del reino. Y esto más todavía para la persona virgen. En segundo lugar, María convivió la experiencia pascual singular que Cristo iba realizando para la salvación de la humanidad. La espiritualidad de María no es autónoma; es puro reflejo de la espiritualidad pascual de Jesús. Cuando en la anunciación le dice María al ángel: «¿Cómo es posible? No conozco varón» (Lc 1,34), no objeta propiamente el hecho de su virginidad, sino que pregunta cómo puede participar en la historia de la salvación. El ángel le recuerda que el acontecimiento salvífico es la manifestación de la omnipotencia divina: «Nada es imposible para Dios» (Lc 1,37).

A veces nos sentimos propensos a imaginar a María como ejemplar de una vida íntima, concentrada toda en la esfera privada, deseosa de ocultarse. Sin embargo, los relatos del nacimiento y de la infancia de Jesús —referidos por Lucas tal como María misma los refirió (Lc 1-2)— muestran que María vivía su existencia en una dimensión profético-salvifica, visión salvífica que explota en el Magnificat. Al hacerse enteramente disponible a la gracia pascual de Cristo, mostró que aspiraba de modo profundo a vivir para la santificación de todas las almas. Como Jesús y en Jesús, vivió en servicio de holocausto por todos nosotros (cf LC 60).

M/DOLOROSA: El misterio pascual de Cristo lo vivió María no solamente por los otros, sino fundamentalmente también para hacer resurgir su ser virginal a la vida nueva según el espíritu. Éste es el sentido de la profecía de Simeón: «Y una espada traspasará tu alma» (Lc/02/35). La existencia humana de la Virgen debe ser desgarrada y destruida para resucitar con Jesús.

El evangelio nos recuerda un aspecto de la experiencia personal de María: en su maternidad. La Virgen concibió y experimentó la progresiva separación de Jesús de su existencia como un morir progresivo según la carne para renacer según el espíritu. Separación inicial en el nacimiento (Lc 2,7), acentuada cuando Jesús niño muestra la independencia natural de su edad, pero para ejercer tareas que su Padre le había asignado (Lc 2,41ss): con el bautismo recibido de Juan abandona definitivamente la casa familiar (Lc 3,21ss); separación que se consuma con la muerte de Jesús en la cruz, en la cual él confía su madre al discípulo predilecto (Jn 19,26s). En correspondencia con este progresivo morir al vínculo físico con Jesús (kénosis mariana), María lleva a cabo una unión y uniformidad correspondiente con Jesús como Espíritu resucitado. La Virgen tuvo en perenne gestación al Señor, desde una procreación física a una procreación pneumática. Jesús mismo invitó explícitamente a su madre a introducirse en esta maternidad salvifico-pascual. Cuando le dicen a Jesús que «su madre, sus hermanos y hermanas» le llaman (Mc 3,31-32), él precisa: mi madre es aquella que «hace la voluntad de Dios» (Mc 3,33-35; Lc 11,27-28). En las bodas de Caná Jesús rechaza la pretensión de María de querer basarse en su maternidad humana («Mujer, ¿qué hay entre tú y yo?», Jn 2,4). Al morir en la cruz, le reconoce que con su participación en su misterio pascual ha adquirido una maternidad eclesial (Jn 19,26-27).

María vivió de modo perenne el misterio pascual que Simeón le había profetizado con claridad (Lc 2,22s). El mismo evangelio se apresura a recordarnos algunas estaciones del vía crucis de María: duda de José sobre su maternidad parto, en Belén, huida a Egipto, pérdida de Jesús en el templo, no aceptación por parte de Jesús en el desarrollo de su apostolado, a los pies de la cruz. Verdaderamente María vivió el «misterio de la redención con él y bajo él, por la gracia de Dios omnipotente» (LC 56). Esta vida suya tejida de vía crucis es la que la piedad popular ha venerado e imitado sobre todo en María madre dolorosa, aunque resulta para nosotros inefable su resurgir según el Espíritu de Cristo, resurgir realizado progresivamente ya en su vida terrena.

EI hecho de que María fuera introducida a vivir con Cristo y en Cristo el misterio pascual nos ayuda a comprender lo que para ella significó ser proclamada kejaritoméne (Lc 1j28.35-46), es decir, objeto por excelencia de la benevolencia de Dios. Ella fue privilegiada por puro don de Dios en participar de modo singular en el misterio pascual del Señor. Esta es su grandeza primaria (LG 65). Verdaderamente fue la madre que se asoció a Cristo en su nacer como Espíritu resucitado. En ese sentido, los padres (san Agustín, Sermo 215,4: PL 38,1074; san León, Sermo I in nativitate 1: PL 54,191) y el Vat II (LG 64) han afirmado que María concibió a Jesús antes «en su espíritu que en su seno».

V-ESPIRITUAL/QUE-ES: Precisamente porque la espiritualidad de María se centró de modo singular en la participación de la existencia pascual de Cristo, es «evidentemente maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos» (MC 21). Vida espiritual significa dejar que el misterio pascual nos impregne hasta hacernos seres pneumatizados.
Si nos transformamos así, somos como aferrados por el Espíritu de Cristo; nos hacemos dóciles a sus carismas. La Virgen, por el hecho de estar inmersa en el misterio pascual del Señor, fue enteramente pneumatizada, o sea, hecha totalmente disponible para ser del todo poseída en su ser humano por el Espíritu Santo. Luis M. de Montfort observa M/ES: «He dicho que el Espíritu de María es el Espíritu de Dios. Ella, en efecto, no se dejó nunca conducir por su propio espíritu, sino siempre por el Espíritu de Dios, el cual se hizo su dueño hasta el punto de convertirse en el espíritu mismo de María». María nos enseña y nos educa para adherirnos a Dios en Cristo, hasta convertirnos en un solo Espíritu con el Señor. Ella fue dirigida por el Espíritu, porque ya en la tierra se dejó animar íntimamente por el misterio pascual del Señor.

 

2. VIRTUDES EVANGÉLICAS

El evangelio nos ha indicado la opción fundamental de la vida espiritual de María: sumergirse cada vez más en la economía pascual salvífica hasta ser del todo dócil al Espíritu de Cristo que obraba en ella. La cristiandad primitiva, para evidenciar que María había vivido una experiencia espiritual caracterizada por el continuo pasar del vivir según la carne al vivir según el espíritu, solía afirmar que la misma madre de Jesús había tenido imperfecciones (así Mt 12,45ss; Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Basilio, Crisóstomo, Efrén y Cirilo de Alejandría). Sucesivamente, la reflexión teológica eclesial consigue conciliar la concepción inmaculada de María con su inevitable experiencia pascual. Reconoce que María es toda santa; desde su concepción está inmune de cualquier culpa. Con todo, siendo de carne, no podía considerarse salvada (o sea, hecha partícipe de la vida divina bienaventurada) a menos de resucitar como espíritu. Recibe la gracia de ser espíritu participando en el misterio pascual de Cristo.

La Virgen, para favorecer la obra del misterio pascual en su ser personal, se abandonó totalmente al Espíritu. Ello le fue posible porque creó el vacío en sí misma, se constituyó en «la pobre de Yavé» (Lc 1,38), enteramente dispuesta a dejarse instruir por el Espíritu (Jn 16,13). Por eso el ángel Gabriel se presenta de modo diferente a Zacarías y a ella (Lc 1,1ss). Zacarías tiene una visión solemne exterior del ángel, «como acaece a tantos otros santos de la antigua alianza. En el relato de la anunciación a María no se habla de una visión exteriorizada; no es que el ángel no fuera visible…, sino que María no creyó deber precisar esta aparición… Es en lo interior de su ser donde María encuentra verdaderamente a su Dios; sólo su palabra es importante, y no la aparición visible de su mensajero».

Ser evangélicamente pobre significó para María ser humilde ante Dios y afable en relación con los hombres. Permaneció humilde ante Dios Padre, reconociendo que cuanto tenía era todo don divino gratuito. Pudo recibir tanto porque fue consciente de no valer nada por sí misma: Dios «ha mirado la bajeza de su esclava» (Lc 1,48). María lee toda su experiencia espiritual a la luz de la pobreza, de acuerdo con la ley de Dios que «confunde a los engreídos en el pensamiento de sus corazones y levanta a los humildes» (Lc 1,51s). Porque es la pobre de Yavé, supo ser también amable con los demás. No maldijo ante el hijo crucificado, sino que se asoció a él como corredentora corresponsable.

M/FE: María se hizo disponible al Espíritu no sólo a través del estado de sierva humilde, sino también mediante el ejercicio cada vez más perfecto de las virtudes teologales. Para ella, vivir las virtudes teologales significó abandonarse al Espíritu pascual del Señor. Ante todo, la Virgen tuvo una alta experiencia de la virtud de la fe, concentrada fundamentalmente en la capacidad salvífica del misterio pascual de Cristo. Esta fe, además de estar basada en el misterio pascual, se fue desarrollando según la evolución pascual de kénosis-glorificación. El Vat II habla de «peregrinación de la fe» en María (LC 58) ya que la profundizó entre oscuridades, y quizá entre alguna inquietud de duda. No se trata de dudas pecaminosas acerca de la fe, sino al modo de la «noche oscura» propia de las almas místicas. Estamos ante una constante y profunda purificación pascual de la fe en María. En el encuentro de Jesús en el templo Lucas dice de José y María: «Y ellos no comprendieron» (Lc/02/50; cf 1,34). También en relación con el apostolado discutido de Jesús observa Marcos: «Oyendo esto los suyos, salieron para llevárselo con ellos, pues decían: Está fuera de si (…). Llegaron la madre y los parientes de Jesús y, quedándose fuera, lo mandaron llamar» (Mc 3,21.31). Madurando en la fe, María supo romper las limitaciones de su racionalidad abriéndose a la luz del Espíritu; dejándose «reformar mediante la renovación del entendimiento», supo «distinguir cuál era la voluntad de Dios» (Rm 12,2). Cuando alcance una cierta maduración pascual de la fe, igual que los apóstoles lo «comprenderá retrospectivamente todo» acerca de su vida y de Jesús. Por esta fe fue llamada María dichosa por el ángel (Lc 1,35), por su prima Isabel (Lc 1,45) y por el mismo Jesús (Lc 11, 28). Fe que crecerá en ella hasta saber expresarse «con los ojos de la Paloma».

María se afirmó como la mujer rica en esperanza. Una esperanza no centrada en su futuro personal propio ni en su ámbito familiar, sino abierta a la liberación de los pobres y de los explotados dentro de la amplia perspectiva salvífica mesiánica. Es la alegría de descubrir a Dios presente en la historia humana y dedicado a completar su creación; es el júbilo que María proclama en el himno sublime del Magnifica’ (Lc 1,46-55) Representar a María como el ejemplar de la mujer dócil, que se somete pasivamente a las injusticias, que se muestra insensible en medio de las situaciones deshumanizadoras, «es una forma de seducción, una manipulación calculada del espíritu». En un canto popular resuena la afirmación: «María, nuestra esperanza». La virgen María es el símbolo en el que se retraduce el deseo revolucionario de los pobres en sentido humano y espiritual. Pecadores, pobres, marginados, afligidos ven en María el ejemplar de una vida nueva de bien, activa y heroica, que va más allá de toda utilidad personal. «No me sorprende, pues, que las insignias bajo las cuales frecuentemente se han reunido los indios y los campesinos a lo largo del curso de la historia revolucionaria de Méjico hayan sido las de una mujer, nuestra Señora de Guadalupe».

M/VIRGEN: María es «modelo y ejemplar acabadísimo» no sólo de la fe y de la esperanza, sino sobre todo de la caridad (LG 53.63). Por vivir unida al misterio pascual de Cristo, pasó a un amor cada vez más genuinamente caritativo. El amor del Espíritu se hizo en ella hasta tal punto presente, que al final su ser carnal ya no supo sobrevivir. Murió de amor. Su misma virginidad no fue otra cosa que amar a Dios en Cristo con un corazón indiviso. Virginidad como experiencia perenne de perfecta caridad. Fue la mujer de un único amor; amor de alcance pneumático. Su misma concepción materna fue virginal en cuanto que confirmó y profundizó su perfecta caridad en Dios (cf san Agustín: PL 38,1074; san León M.: PL 54,191B). En este sentido escribía san Agustín: «Si un Dios debe nacer, no puede nacer más que de una virgen; y si una virgen debe engendrar, no puede engendrar más que a un Dios» (De Trinitate 13: PL 18,23). Su virginidad (como expresión de amor caritativo total) fue profundizándose a medida que su ser se volvió resucitado en Cristo, hasta convertirse en «virgen inefable» cuando resucitó a la vida bienaventurada. La virginidad es el estado de amor caritativo, propio de todos los resucitados a la vida bienaventurada (Lc 20,34ss; Mc 12,25; Mt 22,30); es ser antorcha viviente que arde con la luz y el calor del Espíritu.

La caridad divina, tal como se manifestó en el Verbo encarnado, es donación total al servicio de los otros (cf IJn 4,8.16). «El mayor sea como el que sirve» (Lc 22,26; Jn 13,13). Es el modo como María vivió y sigue viviendo su caridad, de suerte que se puede autodenominar «esclava del Señor» (Lc 1,38.48; cf LG 55), que se da toda al servicio de Dios Padre y de los hombres. Los estados virtuosos evangélicos (pobreza, fe, esperanza y caridad), por haber sido vividos por la Virgen en perspectiva esencialmente pascual, se manifestaron en una clara dimensión eclesial. Fueron proféticos y, a la vez, altamente expresivos de la experiencia virtuosa que caracterizó a la iglesia apostólica. Y si estos estados virtuosos tuvieron en María también momentos de angustiosa fragilidad, fue siempre para testimoniar el futuro peregrinar doloroso y pascual del pueblo de Dios.

  

María en el itinerario Espiritual de la iglesia y del cristiano

1. MARÍA, MODELO ESPIRITUAL ECLESIAL DEL CRISTIANO

Para comprender cualquier espiritualidad cristiana, y también la de María, debemos meditarla en el contexto del misterio pascual. Meditando la existencia de María a la luz del misterio pascual, se ve que la Virgen es engendrada como criatura nueva por el único mediador, Jesús (LG 60). Conforme Jesús avanzaba en experiencia pascual, engendraba de modo paralelo según el Espíritu a su madre. Ya Dante pudo invocarla como «hija de tu Hijo» (Paraíso 33,1). Y puesto que aquel al que el Espíritu del Señor redime es elevado a instrumento generador del Cristo total, María misma «cooperó con su caridad al nacimiento de los fieles en la iglesia» (san Agustín, De virginitate 6: PL 40,399; LG 53). Ella es la «madre de los vivientes» (Epifanio, Haeret. 78,18: PG 42,728-729 LG 56). Como María, también la iglesia —por el hecho de haber sido engendrada por el Espíritu de Cristo— igualmente «engendra a una vida nueva e inmortal a sus hijos’ (LC 64): «no cesa nunca de engendrar en su corazón al Logos» integral (Hipólito De Antichristo 61 GCS 1,2,41). He ahí por qué «María significa iglesia» (Isidoro de Sevilla. Alegorías 139: PL 83, 117C).

Nosotros, como miembros de la iglesia viva, somos asimilados a María, modelo de la iglesia. Debemos estar disponibles para dejarnos regenerar de un modo total por el Espíritu (cf san lldefonso, De virginitate perpetua sanctae Maríae 12; PL 96,106; León Magno, Sermo 26,2: PL 54,2138) y, juntamente, sentirnos corresponsables con el Espíritu de Cristo en hacer resurgir a nosotros mismos y a los demás a la vida nueva del amor. «Toda alma lleva en sí como en un seno materno a Cristo» (Gregorio Nac., De caeco et Zachaeo 4: PG 59,605. Cf san Ambrosio, De virginitate 4,20: PL 16,271B). «Son mi madre, dice el Señor (Mt 12,50; Mc 3,34), los que cada día me engendran en el corazón de los fieles» (Rábano Mauro, Comm. in Mt. 4.12: PL 107,937D). En el aspecto espiritual, verdaderamente «María se ha convertido en iglesia y en toda alma creyente» (Ruperto de Deutz: PL 169,1061D). En virtud de su participación en el misterio pascual, toda la iglesia y cada uno de sus miembros están llamados a desarrollar una espiritualidad mariana, y esa espiritualidad se concreta primeramente en practicar y experimentar una maternidad pascual hacia el Cristo total. Isaac de Stella dice de María y de la iglesia: «Una y otra son madres de Cristo, pero ninguna de ellas lo engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (Sermo Ll In assumptione B. Maríae: PL 194,1863). «Aquélla (María) llevó la vida en el seno, ésta (la iglesia) la lleva en la onda bautismal. En los miembros de aquélla fue plasmado Cristo, en las aguas de ésta fue revestido Cristo» (Liber mozarabicus sacramentorum).

También nosotros, lo mismo que ocurre en María y en la iglesia, vivimos contemporáneamente una filiación y maternidad pascuales en relación con el Cristo total. Nuestra maternidad pascual no consiste en una generación físico-espiritual como en María, ni sacramental como en la iglesia, sino que es experiencial-eclesial. «Los bautizados llevan en sí las características, el tipo y el carácter viril de Cristo porque la imagen exacta del Logos se imprime en ellos y en ellos se genera. Y esto mediante la perfección en la fe y en el conocimiento, de suerte que en cada uno es engendrado Cristo espiritualmente. Por eso se dice que la iglesia está grávida y grita con dolores de parto (Ap 12,2), a fin de que de este modo cada uno de los santos sea engendrado como Cristo mediante su participación en su Espíritu» (Metodio de Filipos, Symposion V111, 8: GCS 90). En el mismo sentido de generación pascual y eclesial interpretaba también san Pablo su acción pastoral: «Sufro dolores de parto hasta que se forme Cristo en vosotros» (Gál 4,19).

Llamados a insertarnos en el contexto de la espiritualidad pascual vivida por María y la iglesia, debemos deducir de esta misma espiritualidad las características fundamentales de nuestra vida cristiana. Ante todo, la espiritualidad pascual mariano-eelesial nos invita a tender hacia el Cristo total resucitado. «En la virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de él» (MC 25). En la tendencia a uniformarnos con Cristo aparece no sólo nuestra conformidad espiritual con María, sino también nuestra diferenciación de ella. María «se asemejó plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan» (LG 59). Por eso la veneramos como asunta. «En la asunción se nos manifiesta el sentido y el destino del cuerpo santificado por la gracia. En el cuerpo glorioso de María la creación material comienza a tener parte en el cuerpo resucitado de Cristo. María asunta es la integridad humana, en cuerpo y alma, que reina ahora intercediendo por los hombres peregrinos en la historia». En María encontramos la máxima densidad cristológico-histórico-salvifica; ella es el signo escatológico de la iglesia peregrina en la tierra; es el anticipo de la iglesia celeste (cf LG 62). María es el signo de nuestro futuro definitivo salvífico en Cristo. «Se puede decir que en la asunción de nuestra Señora el mundo ha sido como perfeccionado, alcanzando su meta: la sabiduría (de Dios) ha sido justificada en sus obras» (Mt 1 1, 19).

María, además de testimoniar nuestro futuro último en el Cristo total, coopera a actualizarlo en nosotros. Respecto a nosotros, enredados en las debilidades mundanas (LG 8), ella se constituye en intercesora. María se ofrece no tanto a escuchar las súplicas por determinados favores nuestros terrenos cuanto a favorecer nuestro ser de resucitados en el Espíritu de Cristo. Su escucha de las invocaciones no es más que el ejercicio de su maternidad pascual en favor de nuestra formación como cuerpo eclesial de Cristo. En segundo lugar, la espiritualidad mariana y eclesial se caracteriza por estar toda ella impregnada de amor caritativo. La caridad distingue la nueva vida resucitada en Cristo es el modo concreto de ser ya desde el presente partícipes de la vida divina. La misma virginidad de María no es otra cosa que una irradiación en todo su ser de una existencia altamente caritativa: es la disposición de su ser total a dejarse amar y amar sin límites a todo y a todos en el Señor. La virginidad en María es el signo que testimonia cómo Dios lleva a cabo el acontecimiento salvífico no mediante el eros sino mediante el ágape. La iglesia (y nosotros en ella), viviendo la maternidad sacramental al modo de María, está llamada a ser el amor virginal a Dios y a los fieles, a ser el testigo terreno de la caridad divina vivida en y por Jesucristo.

María y la iglesia, por estar llamadas a recibir como don y a experimentar la misma caridad del Señor ejercitan su vida espiritual no en virtud propia, sino de Cristo. Están enteramente abandonadas a la acción saIvífica del Señor. La espiritualidad de maternidad mariano-eclesial está estructurada toda ella sobre la humildad del siervo inútil (Lc 17,10) Dios eligió lo necio del mundo» para llevar a cabo la salvación entre los hombres (cf ICor 1,28).

En el aspecto espiritual es posible invertir lo que acabamos de decir. En vez de partir de la espiritualidad de la virgen María para comprender nuestra espiritualidad en dimensión eclesial, se puede descubrir en la espiritualidad de la Virgen proclamada y venerada en un periodo dado el reflejo de la vivencia Espiritual y eclesial existente. Nos inclinamos a ver en María cuanto anhelamos ser según el Espíritu. Así María revela aquellos valores evangélicos que el Espíritu va sugiriendo y orientando dentro del pueblo de Dios. La Virgen se nos presenta como la manifestación genuina viviente de lo que el pueblo fiel se siente llamado a ser por vocación cristiana en un determinado tiempo. En concreto, se podría afirmar que si las iglesias -católica, oriental ortodoxa y evangélica luterana- conciben de modo parcialmente diverso la espiritualidad de María, ello depende de cómo esas mismas iglesias conciben y viven su misión salvífica en Cristo. Una iglesia, en su misma manera de presentar la espiritualidad corredentora de María, de modo consciente o inconsciente, se describe y presenta con ello a sí misma.

 

2. EXPERIENCIA DE ESPIRITUALIDAD MARIANA EN EL CULTO

La acción litúrgica es anuncio de perspectiva espiritual que debemos adquirir, y contemporáneamente fuente de gracia para realizar cuanto se ha contemplado en la fe (cf SC 10). Captar en su significado la oración litúrgica es precisar la espiritualidad a que tiende la comunidad eclesial entera; y, al mismo tiempo, es testimoniar fe en que tal espiritualidad es predispuesta dentro de nosotros por la acción sacramental de la iglesia. Cuando celebramos la liturgia mariana, no nos limitamos a complacernos en las perfecciones espirituales presentes en la Virgen, sino que al mismo tiempo proclamamos la forma ideal según la cual la comunidad eclesial se va comprometiendo en realizarse. El culto a la Virgen proclama de hecho a María como icono escatológico de la iglesia, y al mismo tiempo es oración al Señor para que actúe esa espiritualidad en la comunidad eclesial (LG 62).

La oración mariana en sí misma está centrada toda ella en un contenido esencial propio. Pide insistentemente al Señor que uniforme enteramente a la comunidad eclesial con su madre; invoca al Espíritu a fin de que derrame el poder pascual generador de María en toda la asamblea orante; suplica al Padre que la caridad pascual de la Virgen pueda ser comunicada al cuerpo eclesial. El culto mariano es «hacer memoria» a Dios Padre de las grandezas que ha obrado en María; es suplicarle para que extienda a nosotros la misma caridad pascual que concedió a la Virgen: es un deseo de poder orar al Señor dentro de la oración practicada por María para atraer al Espíritu Santo a nuestra existencia.

M/DEVOCION: Dentro del fondo cultual mariano, se pueden dar diversas formas de oración. Así, p. ej., en los padres la oración mariana era preferentemente un modo de detenerse a contemplar a María considerada como el designio concreto de la salvación operada por Cristo en la humanidad. En los tiempos medievales se prefería orar a la Virgen estimando que la presentación de su ser nuevo resucitado al Señor era suficiente para obtener una gracia semejante también para nosotros. Al presente, el culto mariano desearía estar todo él inmerso en la historia salvífica, al modo como se estructura el mismo Magnificat. La iglesia actual desea continuar la oración de la Virgen, la cual elevó un himno de gloria al Padre por la presencia en ella del Verbo encarnado. La iglesia tributa alabanza a Dios, que le ha concedido el don de comunicarle el Espíritu de Cristo En este sentido, el Vat II ha afirmado: «La verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la madre de Dios y excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (LG 67).

El florecimiento de la piedad mariana en formas variopintas en la historia eclesial significa que la comunidad cristiana ha ido tomando conciencia en María y con María de algunas perfecciones evangélicas, deseando su adquisición incluso a través de la acción litúrgica. Si esa piedad mariana ha cometido excesos entre el pueblo fiel, es señal del gran enamoramiento que ha nutrido hacia la madre celeste a la luz del evangelio. Los creyentes, al admirar la grandeza de lo humano resucitado en la Virgen, ha sentido confianza ilimitada en su bondad intercesora (cf Dante, Paraíso 33,14ss).

La acción pastoral debería no sólo encaminar a los fieles a una oración teológicamente apropiada hacia la Virgen de modo que aparezca centrada en Cristo (LG 60; MC 2), sino hacer además que se convierta en una eficaz iniciación de vida espiritual del modo como fue experimentada por María. A este fin se sugieren algunas modalidades apropiadas que se han de observar durante la oración mariana: permanecer a la escucha de la palabra y en disponibilidad a la gracia del Señor; introducirse en la oración como en una ofrenda personal al Espíritu de Cristo; dejar transformar nuestra existencia estando y viviendo en comunión eucarística con Jesucristo. De otra forma no seremos auténticos generadores de Cristo en nosotros, como María, sino que provocaremos «un aborto» (como se expresaba san Ambrosio).

 

Espiritualidad mariana para nuestro tiempo

De forma profética ha sentenciado la MC (n. 37): «La lectura de las sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo». Verdaderamente, la comunidad cristiana piensa y contempla a la virgen María según las actuales exigencias espirituales; la siente vivir de manera eminente dentro de sus propias expectativas evangélicas (LG 53). A titulo de ejemplo. podemos recordar algún aspecto de la espiritualidad mariana como hoy es eclesialmente meditada y proclamada. Se siente la necesidad de vivir una espiritualidad que esté centrada en el Espíritu de Cristo (cf PO 18). La Virgen ayuda a comprender en concreto cómo una vivencia cristiana debe considerarse un don del Espíritu. «En ella la iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención» de Cristo (SC 103); a aquella que se ha transformado en espíritu en unión íntima con el Señor resucitado. La misma profundización de la devoción a la Virgen resulta únicamente posible a través de una acentuada unión de amor con el Señor.

La Virgen ayuda a imprimir una orientación espiritual a los actuales movimientos sociales de liberación. Su Magnificat es «el himno de una gran revolución de la esperanza»; es la incitación a derribar a los poderosos de sus tronos y a encumbrar a los oprimidos. La devoción mariana no se agota ya en la petición de gracias suscitando en los devotos una indolente pasividad frente a las situaciones desagradables; orienta para llevar a cabo una efectiva promoción humana en toda sociedad y para cada persona.

M/BELLEZA: María ofrece y comunica un valor salvífico al culto de la belleza. Por ella se puede verdaderamente creer que «la belleza salvará al mundo». Ella misma ha sido la obra maestra que Dios ha ejecutado como artista supremo de la belleza. Ella es el modelo de la hermosura en el que se inspira el Espíritu para completar la armonía del universo. La devoción a la Virgen ha otorgado el gusto por la belleza; ha dado la percepción concreta de una hermosura difundida en toda vivencia cristiana; ha despertado el gozo de una vida alegremente armoniosa; ha permitido a los creyentes poder asomarse a la vida virtuosa como a una luminosa experiencia de hermosura. El arte, que se ha desahogado pintando «hermosas vírgenes», no ha hecho más que presentar, concretada en un rostro celestial, la ascesis evangélica. La ascética, aunque no ha tratado en un capitulo aparte la belleza, sin embargo la ha hecho gustar y vivir implícitamente al inculcar la devoción a la Virgen. La misma iglesia, en la medida en que es imagen interior de María, es un ejemplar de belleza espiritual.

La devoción a la Virgen se ha vivido siempre como una integración afectiva que ha facilitado y sublimado el ejercicio de una continencia virtuosa, sobre todo en los célibes. Su dulce figura educa todavía hoy en la convivencia promiscua, serena y respetuosa; permite que en la sociedad se verifique un enriquecimiento recíproco intersexual; hace creíble que son «dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,8). Particularmente en nuestra época, en la que se comprende y aprecia mejor el valor del cuerpo difundido en nuestra convivencia, la Virgen es símbolo viviente de la comunicación corpórea del Espíritu.

Sobre todo la Virgen sabe presentarse como ejemplar para la misión espiritual que hoy la mujer está llamada a ejercer. Ayer, en armonía con el contexto sociocultural existente sobre la mujer, se encerró a la Virgen completamente en su pudor virginal, de suerte que san Ambrosio afirmaba de ella que, permaneciendo entre las paredes domésticas, «no salía de casa más que para ir al templo, e incluso entonces se hacia acompañar por los padres u otros parientes»; y ante el «aspecto de hombre (del ángel Gabriel) se sintió agitada por el temor» (De virginibus 11, 910: PL 16,221).

Hoy, el mismo magisterio eclesiástico nos invita a reconocer que María, «aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf Lc 1,5153)», debiendo reconocer «en María, que sobresale entre los humildes y los pobres de espíritu, una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio» (MC 37). Parafraseando una expresión de san Ambrosio, hemos de decir que toda mujer moderna debería considerar un honor ser identificada con María, puesto que está llamada a engendrar a la humanidad nueva según el Espíritu de Cristo.

Dado que la espiritualidad de María se ha concebido siempre como sumamente actual, es comprensible que las modernas corrientes espirituales se inspiren en la Virgen al proponer y vivir su propio ideal evangélico. Recordemos algún ejemplo. Los focolares, con su lema «vivir a María», invitan a perennizar hoy la misión de María: hacer nacer a Jesús en medio de los hombres. La renovación carismática ofrece la alabanza a María en la experiencia del Espíritu para renovar en sí mismos el pentecostés que los apóstoles recibieron como don cuando permanecieron unidos en el cenáculo orando con María. Las comunidades neocatecumenales se encaminan hacia la fe adulta madurada a la luz de la palabra según el paradigma mariano: vivir el bautismo hasta hacer nacer a Jesús en sí mismos, como ocurrió en María.

En conclusión, para la comunidad cristiana es signo de autenticidad evangélica vivir las expectativas de hoy según una entonación espiritual mariana; es un ofrecerse como María y en María a ser sacramento viviente del acontecimiento salvífico pascual del Señor.

T. GOFFI DICCIONARIO DE MARIOLOGIA

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María al pie de la Cruz

Este es el capítulo XXV del libro de Joaquín Casañ y Alegre: Vida de la Virgen María.

Sola, acompañada tan sólo de Juan, el discípulo amado, convertido en hijo de María por las palabras del Maestro a su Madre y al discípulo, de Magdalena y María, quedaron al pie de la cruz en medio del abandono de todos, de los verdugos, que despavoridos huyeron en el momento de la convulsión de la materia, aterrada ante la muerte de su Creador, temblor, espanto y convulsión que hizo cambiarla de aspecto en lejanas regiones; a tal punto llegó el pasmo de la naturaleza, aun más apartada del lugar del espantoso crimen.

María quedó al pie de la cruz siendo modelo del amor entrañable a su Hijo, que señaló con su valor maravilloso, como sostenido por la fe y la voluntad de Dios que allí la puso como modelo del afecto, del sufrimiento y de resignación en el cumplimiento de la voluntad de quien la hizo Madre de tan inestimable tesoro.

«La presencia de María al pie de la cruz, dice Augusto Nicolás, brilla especialmente en fidelidad y heroísmo, considerándola en oposición con su ausencia en todas las escenas de gloria y de amor en que su divino Hijo se había revelado y dado a sus discípulos. Estos habían adquirido en ellas un entusiasmo de adhesión que se desvaneció muy pronto ante el peligro y la desgracia».

«El Evangelio nos dice que estaban con Ella su hermana María de Cleofás, María Magdalena y San Juan. Pero del contexto mismo de esta narración resulta que sólo estaban allí como el séquito de María que las sostenía con su propia firmeza. Y aún puede con verdad decirse que no estaban allí con el espíritu con que estaba María, con espíritu de fe; como lo mostró claramente su duda y su pasmo en las escenas de la Resurrección. La ausencia de María en estas últimas escenas ilumina también con una luz sobrenatural su presencia al pie de la cruz y la hacen aparecer única».

El ilustre autor de Athalia nos pinta este hecho con una hermosa descripción: «La Santísima Virgen estaba en pie, y no desmayada como la pintan los pintores. Acordábase de las palabras del Ángel y sabía la divinidad de su Hijo. Y ni en el capitulo siguiente, ni en ningún Evangelista, se la nombra entre las santas mujeres que fueron al sepulcro; porque tenía seguridad de que no estaba allí Jesucristo».

En verdad en verdad que en la resignación y el dolor tranquilo de María sin demostraciones vanas de dolor, de angustia, ni sentimiento, se ven claramente patentizadas en aquella triste conformidad con la voluntad de Dios, voluntad que al cumplirse acata María, pero dejando arrancar silenciosa y dolorosamente las fibras de la sensibilidad maternal de su tierno y amante corazón.

Nicole, en sus Ensayos de Moral, dice: «El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del cielo y asombrará a todos los Santos en toda la eternidad; este misterio inefable por el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres con Dios; en fin, este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, sólo tuvo por testigo entonces a la Santísima Virgen, Los judíos y los paganos sólo vieron allí un hombre a quien odiaban, o a quien despreciaban, clavado en la cruz; las mujeres de Galilea sólo vieron a un justo a quien se hacía morir cruelmente. Sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí un Dios padeciendo por los hombres».

¡Ah! María sola al pie de la cruz, sin más testigos de aquel inmenso dolor que aquellos seres bien amados de Jesús, compadecía estos divinos padecimientos y participó de su infinidad. Así el profeta, después de buscar en toda la naturaleza algo grande, inmenso, con que comparar el dolor, la pena, el sufrimiento de María, no encuentra más que el mar, grande, inmenso, cuya extensión y amargura es el único término de comparación que se asemeja a la extensión del dolor del corazón de María en estos duros y crueles trances.

Y este término no es porque el mar pueda servir de medida, sino que como dice Hugo de San Víctor, «porque así como la mar excede incomparablemente a las demás aguas en profundidad y extensión, así los dolores de María sobrepujan a todos los dolores». Así lo publica Ella misma al pie de la cruz por medio de estas patéticas y penetrantes palabras que el mismo profeta pone en sus labios: ¡Oh todos vosotros los que pasáis por el camino: considerad y ved si hay dolor semejante al mío!, y así lo ha ratificado la humanidad entera llamando a María con los grandes nombres de Madre de los Dolores, Madre de la Piedad, Consuelo de los Afligidos y yendo a llevar al pie de los altares para sobrellevarlos y templarlos con su ejemplo, los dolores más agudos del pobre corazón humano, que sin Ella no tendrían modelo los que sufrimos en los seres más queridos de nuestra alma, los dolores del luto, de la simpatía y de la compasión.

María era Madre, y es tal la fuerza de este sentimiento, que las lleva al mayor de los sacrificios. ¡Era Madre! pero ¡qué Madre y qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, más fiel, tierna y cariñosa, del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo. ¿Quién puede comprender la riqueza de tal corazón en el que se multiplican las cosas más contrarias para formar el supremo amor?

Era Madre del Redentor, de la Victoria, de nuestra salvación, y por tanto, Madre corredentora y compasiva, en vista del sacrificio de su Hijo. No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, había debido adaptarse un cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de víctima. Y esta aptitud la tomó en María, y de María: de María, a la que pudo decir como a su Padre, Corpus aptasti mihi. Pero María, también predestinada para este divino ministerio de la misericordia, había recibido previamente de Él, como Dios, esta naturaleza compasiva que debía Él sacar después de sus entrañas como hombre; de tal suerte, que bajo este respecto, existía entre María y Jesús una prodigiosa simpatía de complexión, de temperamento, de costumbres, que hacía del corazón las entrañas y la carne de María; de María, predestinada por Dios al mismo fin que inclinó a Dios a ser su Hijo, a un fin de inmolación y de sacrificio, la que la hizo Madre de Dios, la hizo al mismo tiempo Madre de compasión y de dolor; de tal suerte, que todo cuanto había en Ella de amor, de gloria y de grandeza con relación a Jesús solo, se le concedió con tal largueza para hacerla más apta para sufrir con Jesús con los mismos padecimientos; para ponerla al pie de la Cruz, como el centro de todas las miserias y de todas las calamidades que le es dado soportar a una criatura.

María sufre allí todos los dolores de la naturaleza como la Madre más tierna, viendo espirar entre los más crueles dolores e ignominiosos padecimientos al Hijo más digno de ser amado. Siendo su dolor proporcionado a su amor, no hay ningún dolor comparable al suyo, por la razón de que no hay ningún amor que pueda compararse con el de aquella angustiada Madre.

Pero además de los dolores de la naturaleza, María experimentó dolores aún más profundos, los dolores de la gracia; con los cuales, elevando y enriqueciendo su pura naturaleza, le da más delicadeza y energía para el sufrimiento. Este es el dolor del corazón cristiano.

Bossuet lo dice elocuentemente:

«Acontece con este Hijo y esta Madre como con dos espejos opuestos, que enviándose mutuamente por una especie de emulación todo cuanto reciben, multiplican los objetos hasta lo infinito. Así se acrecienta sin medida su dolor, mientras que las olas que levanta se sobreponen unas a otras por una especie de flujo y reflujo».

Pero, no obstante, en lo más terrible de esta tempestad, en la sangre y las lágrimas del suplicio, las blasfemias e imprecaciones de los verdugos, los insultos del populacho, la pavura de los discípulos, las quejas y lamentos de las sensibles mujeres, las últimas palabras y la gran voz de la víctima, la conmoción y espanto de la naturaleza aterrada, María, superior a su sexo, superior al hombre superior a la humanidad entera, sola con la Divinidad, inmóvil permanece en pie: Stabat. «No representéis a María desmayada, dice San Ambrosio, ni aun sollozando; yo leo en el Evangelio que estaba en pie, no leo que llorase. Esta Madre afligida miraba con compasión las llagas de este Hijo que sabía que debía ser la Redención del mundo. Permanecía en pie, con un valor que no degeneraba del que tenía a la vista, sin temor de perder la vida». Tal era el dolor, el peso de aquel inmenso sufrimiento, que puede decirse con San Bernardino de Sena, que si hubiera estado repartido entre todas las criaturas, no hubiera habido ninguna que no hubiese sucumbido a él, siendo un dolor divino e infinito, el dolor mismo del Hijo de Dios. Y si María resistía, es porque el mismo Espíritu, la misma Virtud, que había hecho a María Madre de Dios, le daba fuerzas para soportarlo. Esta divina Maternidad, fuente de dolor, era al mismo tiempo de su valor.

Por eso el dolor de la mujer tiene su representación más alta más noble y espiritual en María, en la Virgen al pie de la Cruz, en la Virgen sosteniendo entre sus brazos a su Hijo adorado, el cuerpo de la víctima sagrada de la redención del hombre y a la que llamamos e invocamos con los nombres de María de la Soledad, la Madre de los Dolores. Por Ella y con Ella sienten todas las madres horror a la para ellas más terrible de las desgracias, la muerte de sus hijos. No hay familia católica que no encierre en el santuario del hogar, en el templo de su familia, la Imagen de María en alguna de aquellas invocaciones, presidiendo y amparando a aquellos seres, que se ponen bajo su protección en los dolores y trances de la vida. El ardiente en caridad y amor, el corazón de María, atravesado de las siete litúrgicas y simbólicas espadas, presenta a los corazones sensibles un simbolismo de los crueles dolores de la Madre de Jesús.

Y ese corazón de María le hemos visto reproducido desde el mármol al lienzo, de éste al papel y a la tela, desde el más rico estofado de preciosas telas al humilde azulejo que enclavado en poste de ladrillos, se presenta en medio de la soledad de los caminos al viajante, a quien sorprende en la revuelta de la senda al atravesar el umbroso bosque y cobijada bajo el espeso ramaje de la encina o la desmayada cabellera del fúnebre sauce, para recordarle una oración a la que fue Madre de los Dolores por nuestra salvación. ¡Y cuál impresiona en medio de la soledad del campo, del rumor del bosque aquel dolorido rostro trazado por inexperta mano, y aquel pecho atravesado por las agudas espadas que le destrozan! ¡Ah! la pasión de Cristo, en medio de su grandeza, en medio de lo sublime de su tortura, se agranda y se hace incomensurable en sí por el océano de lágrimas y de dolor que vertió María en semejantes momentos. No, no podemos apartar de nuestra mente la pasión y el martirio del Hijo, sin caer en el insondable y amargo mar del sufrimiento de la Madre.

Por eso, por esa causa el dolor de María pesa tanto en nuestro corazón, que no nos podemos apartar de él, no podemos separarlo de nuestro corazón y sobre él le llevamos como recuerdo material, bordado o estampado en el escapulario que desde niños nos pusieron nuestras madres como broquel de fuerza inrompible contra las tentaciones del demonio, como egida impenetrable a los dardos de la indiferencia, como ardiente hornillo que encendiera en nuestro pecho el fuego del amor a María, del amor a sus dolores, que habían de ser nuestro amparo en los que la humanidad nos tenía reservados en el camino espinoso y duro de la existencia.

Dolores acerbos para María, dolores que en las desgracias son bálsamo para los nuestros, y doloroso poema que el arte católico ha querido reproducir en multitud de hermosos lienzos, pues no encontraréis escuela inspirada en la fe católica que no haya reproducido aquel poema de tristura, de llanto y penas de la Madre del Salvador. La dolorosa Virgen vive y ha vivido siempre unida al nombre de la pasión de su Hijo, y su imagen reproducida y pintada, sentida y trasmitida por los artistas, nace en las Catacumbas y llega a nuestros días, imperando y reinando con amor y afecto desde el solitario cipo de los caminos a las espléndidas catedrales. Pero para pintar a María en su amargo dolor, necesítase una inspiración sentidamente católica, necesítase la espiritualización del dolor, y esto sólo ha sido dable a genios como Murillo, que es sólo quien ha traducido en la verdad e idealismo de sus colores la triste y dolorosa realidad del hecho, Tiziano con la mágica de sus colores y dibujo, ni la escuela véneta, ni la alemana con Rembrant han sabido dar la verdad de aquel inmenso y divino dolor, no, unas y otras escuelas han pintado más a la mujer dolorida, que a María, la Madre Inmaculada; en unas y otras hase visto más el dolor humano, pero no aquel dolor más inmenso y amargo que el mar, únicamente Murillo es quien ha acertado a traducir por la magia del pincel y del color el ambiente y tristeza de María en el acto de su soledad y de su pena. Solamente Murillo y Fra-Angélico, han sido quienes se han aproximado a la representación del dolor de María, los dos en quienes la inspiración artística ha sonado al unísono del concepto, del sentimiento cristiano, sin los resabios ni influencias del Renacimiento, traduciendo el hecho por la inspiración clásica.

Para el sentimiento artístico católico, se necesita una inspiración verdaderamente religiosa del acto traducible, y de aquí que ni en la pintura de la Mater Dolorosa, ni en la apoteosis sangrienta del Calvario, hayan marchado al unísono, como decimos, el sentimiento, con la inspiración, y que la ejecución primorosa haya querido borrar en muchas ocasiones la falta de aquéllas por la magia del color o lo dramático del cuadro, por sus importantes detalles de majestad y de tener como elementos integrantes del concepto del sublime.

Y dejando estos juicios del carácter e inspiración pictórica, vengamos a encontrar a María, a quien dejamos al pie de la Cruz cuando muerto su Hijo, los elementos calman su furor, mejor dicho, su espanto, y caen en ese dolor, en ese terror mudo, silencioso, más temible aún que el choque tremendo de aquéllos en titánica lucha.

Sola al pie de la Cruz y acompañada tan únicamente de Juan y las mujeres queda María. Del Calvario han huido los verdugos asustados de su obra, y en la obscuridad y silencio que los rodea, ven ascender a la meseta a unos caballeros acompañados de esclavos, cargados con frascos y pebeteros y blancos lienzos. ¿Quiénes son aquellos que acuden cuando todos han huido?

Son Nicodemus, caballero, discípulo de Jesús, y José de Arimatea, que conseguido permiso de Pilatos para descolgar el cuerpo de Jesús v darle sepultura, subían al Calvario llevando aromas y sudario con que ungirle y dar sepultura.

Triste acto, en el que los golpes del martillo quitando el remache de los clavos, resonarían en el pecho de María con dolorosos sonidos; golpes que caerían sobre su corazón dolorido en medio del silencio que rodeaba el Calvario, en medio de la soledad que circuía a aquellos piadosos varones y santas mujeres.

Descolgado el cuerpo de Jesús, María recibió en sus brazos aquel llagado y herido cuerpo de su amado y adorado Hijo.

«Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh ángeles de paz! llorad con esta sagrada Virgen, llorad cielos, llorad estrellas del cielo y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María! Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente contra su pecho, mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tiñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre! ¿Es ese por ventura vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ese el que concebisteis con tanta gloria y paristeis con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos pasados?

»Hijo, antes de ahora descanso mío y ahora cuchillo de mi dolor, ¿qué hicistes para que los judíos te crucificaran? ¿Qué causa hubo para darte muerte? ¿Estas son las gracias de tus buenas obras? ¿Es este el premio que se da a la virtud? ¿Esta es la paga de tanta doctrina?
»Oh dulcísimo Hijo, ¿qué haré sin Ti?
»¡Tú eras mi Hijo, mi Padre, mi Esposo, mi Maestro y toda mi compañía! María quedó como huérfana sin Padre, viuda sin Esposo, y sola sin tal Maestro y tan dulce compañía. Ya no te veré más entrar por mis puertas cansado de los discursos y predicaciones del Evangelio. Ya no limpiaré más el sudor de tu rostro asoleado y fatigado de los caminos y trabajos. Ya no te veré más asentado a esa y dando de comer a mi ánima con tu divina presencia.
»Fenecida es ya mi gloria, mas se acaba mi alegría y comienza mi soledad».

Así expresa con sentido tan hermoso la soledad y tristeza de María en el doloroso trance, el clásico de nuestros clásicos, el elocuente Fray Luis de Granada, en el libro de la oración y meditación en el capítulo para el sábado por la mañana. De esta tierna manera, de este sentido concepto del dolor de María, expresado con tal belleza, encanto y pureza del estilo, descríbese el inmenso dolor de aquella pobre Madre dolorida, al recibir el ultrajado cuerpo de su Hijo tan amado, de aquel Jesús padre del amor, padre de la caridad y bondadoso para el que en fe ardía su corazón, tanto como justiciero con los hipócritas y fariseos.

María recibe en sus brazos el desfigurado cuerpo de quien la belleza humana, de Aquel llagado, herido y destrozado por la perfidia de los hombres imbuídos y cegados por Satán en su inconcebible furia y encono contra Jesús, al que no había podido vencer a pesar de sus armas, ni con la maldad de los hombres, sus instrumentos.

Véase cómo relata el triste hecho del descenso de la Cruz la venerable escritora a quien tantas veces hemos citado, Sor María de Ágreda.

«Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve, y la Madre no tenía aún certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran ambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo, y le reconocían por Maestro…

«Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la Cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo, se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio de tiempo estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la Cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, los animó y confortó, y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron los mantos o capas que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Cruz y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndola…

»Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especias y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro (La venerable Ágreda da como existente entre los hebreos la costumbre de ataúd o féretro) para llevarle al sepulcro. Levantaron el Cuerpo Sagrado, San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte. Seguían la Madre acompañada de Magdalena, de las Marías y otras piadosas mujeres… Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado».

Solitario quedó el Calvario: solo la Cruz de Jesucristo erguida y como abrazando a la tierra, quedó alumbrada por las últimas luces de un triste y melancólico crepúsculo. En occidente, luchaban los últimos rayos del sol hundido tras los montes, y luz amarillenta, pálida envolvía a las amoratadas nubes que empañaban el cielo. La Cruz destacándose clara sobre el anaranjado del horizonte, semejaba flotar en un nimbo de apagado fuego, y negra, centelleante, parecía una amenazadora y ardiente espada que amenazaba a la Jerusalem deicida, a la ciudad, sumida en un aterrador silencio, como atemorizada del acto que en su seno y a su vista se había realizado, parecía temerosa del castigo que la esperaba, y que aquella profecía de la víctima de su furor fuese ya a realizarse, como si viera ya sobre sí la espada de fuego que había de aniquilarla, y el incendio estallando en las ricas maderas del Templo, abrasara ya a sus homicidas habitantes.

¡Ah Jerusalem! No, no temas aún, tus horas están contadas; no ha llegado todavía el momento en que tus hijos, seres malditos, huyan despavoridos por la tierra, sin lograr reunirse, formar nacionalidad, ni abrigarse en su pecho una acción noble, ni un pensamiento, una idea de regeneración. No temas todavía, aún han de pasar algunos años para que los hijos paguen las culpas de los padres y se cumpla lo que en el paroxismo de odio y de furor contra Jesús, pedisteis en aquella mañana, la sangre y la condenación caerá sobre vosotros y vuestros hijos y vuestro deseo será cumplido, seréis seres malditos perseguidos por la tierra, en la que viviréis errantes, sin hogar propio, sin sol ni sombra que sea vuestra, sin patria, sin hogar, sin bandera ni porvenir.

Viviréis perseguidos como alimañas feroces, las naciones os perseguirán y expulsarán de sus tierras, el pueblo os asesinará y escupirá como raza vil y maldita, no podréis ni os permitirán ejercer ningún oficio noble, honrado, ni aun el de verdugos, y no tendréis más ocupación que la que os proporcionará el monarca de las tinieblas, Satanás; sólo podréis manejar el instrumento de la perdición de los seres humanos, el dinero, y así sólo podréis vivir menos preciados, siendo usureros prestamistas, siendo judíos, como el lenguaje universal se ha hecho sinónimas las palabras de prestamista y usurero, con las de judío. Ese es el porvenir que espera, Jerusalem, a tus hijos, fruto recogido por tu maldad, por tu perfidia, y como última afrenta, como último escarnio al nombre del pueblo deicida, vendréis a sufrir la esclavitud bárbara del mahometano que te despreciará como todos los pueblos y todas las razas, sirviéndole humillado y siervo del imperio de la media luna que te escupirá también y temerá tu contacto, haciéndote huir y encerrar en tus míseras covachas con tus dineros, para que no manches sus fiestas con tu presencia.

Sí; aquella Cruz solitaria envuelta en la dudosa luz del crepúsculo ha de ser tu condenación, y su sombra inmensa cayendo sobre la ciudad maldita, hará que venga a imperar en ella el paganismo que tanto te horrorizaba y del que serás esclavo mañana, como lo serás más tarde de pueblos civilizados. El cielo ni aun te reservará el consuelo de ser esclavo de pueblos ilustrados, dignos y cultos; ante la enormidad del crimen, corresponde la magnitud de la pena, el castigo a la ingratitud.

Enterrado Jesús, volvió al Calvario la fúnebre comitiva, y María, sola, sola en el mundo, sin más compañía que su hijo Juan, así designado por Jesús, besaron y recogieron los improperios de la pasión, y en medio de la obscuridad de la noche regresaron al seno de la ciudad deicida, a la casa del Cenáculo, aquella casa convertida en el más grande de los templos, pues que en ella se verificó la institución de la Eucaristía, y allí albergados con las santas mujeres, que no la abandonaban, pasó en medio de la mayor tristeza la primera noche de la soledad de la Madre de Dios, de la tierna invocación que tanto ha llenado de niños nuestra alma de sentida compasión, y de hombres de pena y aflicción nuestro pecho, cuando como padres hemos sufrido pérdidas como la de arrancarse de la vida pedazos de nuestra alma, hijos a quienes amábamos y eran nuestra esperanza en el amor y la de nuestras aspiraciones.

«Retirada ya la Virgen, dice Casabó, en el aposento donde se celebraron las dos cenas, acompañada de San Juan, de las Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, háblales a todos, dándoles las gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta entonces la habían acompañado en la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con que la habían seguido, y así mismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Reconocieron este gran favor y le besaron la mano, pidiéndola su bendición. Suplicáronla descansase un poco, y recibiese alguna corporal refacción, a lo que respondió:

»-Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a mi Hijo y Señor resucitado. Vosotros, carísimos, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a solas con mi Hijo.

»En quedando a solas en su retiro, se entregó a sus afectos dolorosos, y toda se dejó poseer interior y exteriormente de la amargura de su alma, renovando todas las especies de todos los misterios y afrentosa muerte de su Hijo, en cuya ponderación pasó toda aquella noche llorando, suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos misterios».

Miles de páginas podrían llenarse tan sólo copiando las inspiradas palabras de los escritores católicos al considerar y estudiar la hermosa figura de María en tan doloroso como sublime acto de su penosa soledad, de sus sufrimientos y lágrimas en tan crueles horas, como las sufridas por la Reina y Señora en la terrible pasión de su Hijo, pero aun cuando todas ellas inspiradas en el más grande y santo amor a María, en la contemplación de su dolor ante los misterios de su Hijo, la pluma y el sentimiento humano son impotentes para pintarlos y describirlos: sólo allá en el fondo de nuestro pecho, cuando las desgracias y el dolor nos rodean, entonces es cuando el alma, el corazón, el pensamiento pueden comprender algo de aquel dolor divino, inmenso, que atenaceó el tierno corazón de la más pura, inocente y amante de las mujeres.

Sólo así, sólo en estos momentos es cuando podremos comprender el dolor y el sufrir de María en los momentos de la pasión y muerte de su Hijo Jesús, nuestro Salvador y Redentor con su sangre y misterio de nuestra esclavitud del pecado, dolor que es imposible sentirlo en la pequeñez de nuestro corazón, creyendo en lo humano no haberlo semejante al que en momentos de pena y aflicción hieren dolorosamente las fibras del sentimiento, y dolor que siempre, aun en las almas más justas, lleva en sí el carácter de expiación. Pero el dolor de María llenando un alma y corazón tan puro, tiene en sí la grandiosidad de lo inmenso, de lo grande, como obra de Dios.

Si la expresión sensible de este dolor, de esta pena y sufrimiento, de cuantos escritores la han pretendido expresar y traducir en hermosos conceptos, fuera dable reunirlas, vacías de expresión quedarían, frías y sin vida aquellas manifestaciones, ante la magnitud inmensa del dolor de María en aquellos terribles momentos.

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María en el Calvario: Catequesis de Juan Pablo II

Estas son 4 catequesis de SS Juan Pablo II del año 1997, donde trata la participación de María en la Redención en 2 de ellas.

Y en otras 2 trata las dos palabras de Jesús en que entrega mutuamente a María a Juan: «MUJER, HE AHÍ A TU HIJO» y «HE AHÍ A TU MADRE».

  

MARÍA, AL PIE DE LA CRUZ, PARTÍCIPE DEL DRAMA DE LA REDENCIÓN
Catequesis de Juan Pablo II (2-IV-97)

1. Regina caeli laetare, alleluia! ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya!
Así canta la Iglesia durante este tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús.

María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública.

Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía.

2. El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57).

Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).

Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo.

Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda la humanidad.

Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su sacrificio», permanece subordinada a su Hijo divino.

3. En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena»  (Jn 19,25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor.

En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).

A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»  (Lc 23,46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58).

4. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección.

La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 4-IV-97]

 

LA VIRGEN MARÍA, COOPERADORA EN LA OBRA DE LA REDENCIÓN
Catequesis de Juan Pablo II (9-IV-97)

1. A lo largo de los siglos la Iglesia ha reflexionado en la cooperación de María en la obra de la salvación, profundizando el análisis de su asociación al sacrificio redentor de Cristo. Ya san Agustín atribuye a la Virgen la calificación de «colaboradora» en la Redención (cf. De Sancta Virginitate, 6; PL 40, 399), título que subraya la acción conjunta y subordinada de María a Cristo redentor.

La reflexión se ha desarrollado en este sentido, sobre todo desde el siglo XV. Algunos temían que se quisiera poner a María al mismo nivel de Cristo. En realidad, la enseñanza de la Iglesia destaca con claridad la diferencia entre la Madre y el Hijo en la obra de la salvación, ilustrando la subordinación de la Virgen, en cuanto cooperadora, al único Redentor.

Por lo demás, el apóstol Pablo, cuando afirma: «Somos colaboradores de Dios» (1 Co 3,9), sostiene la efectiva posibilidad que tiene el hombre de colaborar con Dios. La cooperación de los creyentes, que excluye obviamente toda igualdad con él, se expresa en el anuncio del Evangelio y en su aportación personal para que se arraigue en el corazón de los seres humanos.

2. El término «cooperadora» aplicado a María cobra, sin embargo, un significado específico. La cooperación de los cristianos en la salvación se realiza después del acontecimiento del Calvario, cuyos frutos se comprometen a difundir mediante la oración y el sacrificio. Por el contrario, la participación de María se realizó durante el acontecimiento mismo y en calidad de madre; por tanto, se extiende a la totalidad de la obra salvífica de Cristo. Solamente ella fue asociada de ese modo al sacrificio redentor, que mereció la salvación de todos los hombres. En unión con Cristo y subordinada a él, cooperó para obtener la gracia de la salvación a toda la humanidad.

El particular papel de cooperadora que desempeñó la Virgen tiene como fundamento su maternidad divina. Engendrando a Aquel que estaba destinado a realizar la redención del hombre, alimentándolo, presentándolo en el templo y sufriendo con él, mientras moría en la cruz, «cooperó de manera totalmente singular en la obra del Salvador» (Lumen gentium, 61). Aunque la llamada de Dios a cooperar en la obra de la salvación se dirige a todo ser humano, la participación de la Madre del Salvador en la redención de la humanidad representa un hecho único e irrepetible.

A pesar de la singularidad de esa condición, María es también destinataria de la salvación. Es la primera redimida, rescatada por Cristo «del modo más sublime» en su concepción inmaculada (cf. bula Ineffabilis Deus, de Pío IX: Acta 1,605), y llena de la gracia del Espíritu Santo.

3. Esta afirmación nos lleva ahora a preguntamos: ¿cuál es el significado de esa singular cooperación de María en el plan de la salvación? Hay que buscarlo en una intención particular de Dios con respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús llama con el título de «mujer» en dos ocasiones solemnes, a saber, en Caná y al pie de la cruz (cf. Jn 2,4; 19,26). María está asociada a la obra salvífica en cuanto mujer. El Señor, que creó al hombre «varón y mujer» (cf. Gn 1,27), también en la Redención quiso poner al lado del nuevo Adán a la nueva Eva. La pareja de los primeros padres emprendió el camino del pecado; una nueva pareja, el Hijo de Dios con la colaboración de su Madre, devolvería al género humano su dignidad originaria.

María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de la Iglesia. En el designio divino, representa al pie de la cruz a la humanidad redimida que, necesitada de salvación, puede dar una contribución al desarrollo de la obra salvífica.

4. El Concilio tiene muy presente esta doctrina y la hace suya, subrayando la contribución de la Virgen santísima no sólo al nacimiento del Redentor, sino también a la vida de su Cuerpo místico a lo largo de los siglos y hasta el ésxaton: en la Iglesia, María «colaboró» y «colabora» (cf. Lumen gentium, 53 y 63) en la obra de la salvación. Refiriéndose misterio, de la Anunciación, el Concilio declara que la Virgen de Nazaret, «abrazando la voluntad salvadora de Dios (…), se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de  su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la Redención» (ib., 56).

Además, el Vaticano II no sólo presenta a María como la «madre del Redentor», sino también como «compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas», que colabora «de manera totalmente singular a la obra del Salvador con su obediencia, fe, esperanza y ardiente amor». Recuerda, asimismo, que el fruto sublime de esa colaboración es la maternidad universal: «Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).

Por tanto, podemos dirigirnos con confianza a la Virgen santísima, implorando su ayuda, conscientes de la misión singular que Dios le confió: colaboradora de la redención, misión que cumplió durante toda su vida y, de modo particular, al pie de la cruz.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 11-IV-97]

  

«MUJER, HE AHÍ A TU HIJO»
Catequesis de Juan Pablo II (23-IV-97)

1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Luego dice al discípulo: «He ahí a tu madre»» (Jn 19,26-27).

Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una «escena de revelación»: revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos.

Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto, confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación.

Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención no es confiar su madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el apelativo «mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado.

2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús ya había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su pariente María de Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes, entre los cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo.

Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre, añade un inciso significativo: «Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28), como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la obra de la salvación.

3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se convierte también en madre nuestra.

Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen reconoció a Juan como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una generación espiritual referida a la humanidad entera.

La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. Así, en la Virgen, la figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.

Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente acoge, adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal.

Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan, constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos destinados a recibir el don de la gracia divina.

4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal de María, pero instauró una relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con cada uno de los cristianos.

Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta de María, reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza a su amor materno.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 25-IV-97]

 

«HE AHÍ A TU MADRE»
Catequesis de Juan Pablo II (7-V-97)

1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.

La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación.

Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre.

Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial.

Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno.

2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.

El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo.

Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente.

En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección.

Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra.

Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida.

Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo.

3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen.

La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor.

Juan acogió a María «entre sus bienes». Esta expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella.

En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119,3)- «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,16), la Palabra (Jn 12,48; 17,8), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17), la Eucaristía (Jn 6,32-58)… Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130).

Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española]

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