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Encíclica Superiore Anno, León XIII

30 de agosto de 1884. Extracto de la Encíclica Exhortando otra vez al rezo del Santo Rosario.

I. Acatamiento de instrucciones anteriores

El año antecedente, como todos sabéis, decretamos por Nuestra Carta Encíclica que en todos los lugares del Orbe Católico, y para impetrar el celestial auxilio en las tribulaciones de la Iglesia, se celebrase el rezo solemne del Santísimo Rosario a la gran Madre de Dios en todo el mes de Octubre.

En lo cual siguió Nuestro juicio el ejemplo de Nuestros predecesores, que en los tiempos difíciles para la Iglesia, recurrieron a la Virgen Augusta, con singulares actos piadosos y acostumbraron a implorar su auxilio con reiteradas preces.

Aquella Nuestra voluntad fue en todos los puntos obedecida con tanto ardimiento y concordia de las almas, que brilló claramente cuanto entusiasmo de piedad y Religión existe en el pueblo cristiano, y cuanta y universal esperanza pone en el patrocinio de la Virgen María.

II. Perseverancia en el rezo del Santo Rosario.

Por lo que subsistiendo las causas que Nos impulsaron, según dejamos dicho, a excitar la piedad pública el año anterior, encaminamos Nuestra solicitud también en este año a exhortar a los pueblos cristianos, a que en la misma forma de oración que se llama Rosario Mariano, permanezcan perseverantes invocando el patrocinio de la Gran Madre de Dios.

Como sea tanta la obstinación en los propósitos de los enemigos del nombre cristiano, conviene que no sea menor en sus defensores la constancia de voluntad, para que supuesto el celestial auxilio y por la bondad de Dios, sea fructuosa Nuestra perseverancia.

Conviene recordar el ejemplo de Judit, tipo de la Virgen pura, por cuyo medio, reprimida la impaciencia de los hebreos, quiso Dios que en el tiempo designado a su arbitrio, fue liberada la oprimida ciudad. Y también el ejemplo de los Apóstoles, que esperaron, perseverando unánimes en oración con la Madre de Jesucristo, los grandes dones del Espíritu Paráclito, que les había sido prometido.

Nuevas intenciones

Pues se trata ahora, en los momentos presentes de una cosa ardua y grande, de humillar en sus tiendas a un enemigo antiguo y formidable en la fuerza exaltada de su poder; de vindicar la libertad de la Iglesia y de su Cabeza; de conservar y defender los principios descansa la seguridad y salvación de la sociedad humana.

Debe procurarse, que en estos luctuosos tiempos para la Iglesia, se conserve la piadosa y devota costumbre de rezar el Rosario de la Virgen María principalmente porque esta oración está compuesta de modo que Nuestra mente recorra todos los misterios de Nuestra salvación, y es muy provechos para fomentar el espíritu de piedad.

Y por lo que atañe a Italia, necesario es ahora con mayor motivo implorar con las preces del Rosario el poderoso patrocinio de la Virgen, por lo mismo que pega sobre Nosotros una nueva calamidad. El cólera asiático, franqueados los términos ordinarios de su naturaleza por permisión divina, se extendió por importantes puertos de Francia, invadiendo luego regiones de Italia.

Preciso es acudir a María, a aquella que justamente la Iglesia llama salud, auxilio y protección, a fin de que propicia a las plegarias que le son agradables, se digne otorgarnos el implorado socorro, y nos libre del impuro contagio.

III. Rezo en el mes de Nuestra Señora del Rosario

Por lo que aproximándose el mes de Octubre, en el cual se celebra en el Orbe Católico la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, establecemos y preceptuamos lo mismo que el año precedente.

Decretamos y mandamos que desde el 1º de Octubre hasta el 2 de Noviembre, en todos los templos y capillas dedicados a la Madre de Dios, o en las que elija el Ordinario, se recen al menos cinco decenas del Rosario y las letanías; si es por la mañana, se rezarán durante la misa; si es después del mediodía, se expondrá el Santísimo a la adoración de los fieles y se verificará la aspersión según las rúbricas.

Deseamos que las Cofradías del Santísimo Rosario, en todas partes donde las leyes lo consientan, salgan en procesión solemne por las calles, haciendo pública profesión de fe.

Las indulgencias concedidas

Para que la piedad cristiana obtenga las celestiales gracias del Tesoro de la Iglesia, renovamos las mismas indulgencias concedidas el año pasado.

Por lo cual a todos los que asistieren en los días referidos al rezo público del Rosario y rogaren por Nuestra intención, y aquellos que impedidos por causa legítima hicieran esto en particular, concedemos, por cada vez una indulgencia de siete años y siete cuarentenas.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de agosto del año 1884, año séptimo de Nuestro Pontificado.
León XIII

BIOGRAFÍA DEL PAPA LEÓN XIII

León XIII (Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – Roma, 20 de julio de 1903). Papa de la Iglesia Católica entre 1878 y 1903.

Estudió en el colegio de los jesuitas de Viterbo. Se graduó en la academia de la diplomacia vaticana (1832) y se doctoró en teología (1836) en el Collegio Romano. En 1837 se doctoró en ambos derechos en la Universidad La Sapienza de Roma. Este mismo año fue ordenado sacerdote y fue nombrado prelado doméstico de Su Santidad, referendario de la Signatura Apostólica y relator de la Congregación del Buen Gobierno.

En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono.

En los años siguientes se produjo la unificación italiana (1859-70), que supuso la liquidación de los Estados Pontificios y el enfrentamiento radical entre la Iglesia católica y el Estado liberal (especialmente, el nuevo Reino de Italia). La postura moderada que mantuvo en estos temas el cardenal Pecci le convirtió en un candidato idóneo para suavizar las tensiones, razón que probablemente influyó en la decisión del Colegio Cardenalicio de elegirle papa al morir Pío IX en 1878.

En un cónclave de sólo dos días y a la tercera votación, Gioacchino Pecci fue elegido papa el 20 de febrero de 1878. El 3 de marzo siguiente fue coronado en la Basílica Apostólica Vaticana por el cardenal Teodolfo Mertel, diácono de San Eustachio, por delegación del cardenal Prospero Caterini, protodiácono de S. Maria in Via Lata y ad commendam de S. Maria della Scala, que se encontraba enfermo.

Los primeros años de su pontificado quedaron marcados por una serie de iniciativas académicas: la fundación de un nuevo instituto en Roma para el estudio de la filosofía y la teología, centros de estudio de las Escrituras y un centro astronómico. Se abrieron los archivos del Vaticano, tanto a los estudiosos católicos como a los no católicos.

Su largo pontificado significó un acercamiento de la Iglesia a las realidades del mundo moderno. Frente al creciente problema obrero, en 1891 dio a conocer la Encíclica Rerum novarum (Acerca de las nuevas cosas). La misma deploraba la opresión y virtual esclavitud de los numerosísimos pobres por parte de «un puñado de gente muy rica» y preconizaba salarios justos y el derecho a organizar sindicatos (preferiblemente católicos), aunque rechazaba vigorosamente el socialismo y mostraba poco entusiasmo por la democracia. Las clases y la desigualdad, afirmaba León XIII, constituyen rasgos inalterables de la condición humana, como son los derechos de propiedad. Condenaba el socialismo como ilusorio y sinónimo del odio y el ateísmo.

El realismo político y la habilidad diplomática de León XIII permitieron poner fin a la hostilidad del régimen imperial alemán hacia los católicos (abandono por Otto von Bismarck de la Kulturkampf en 1879 y visita a Roma del emperador Guillermo II en 1888). Sin embargo cometió el error de bendecir a las tropas chilenas antes de la Batalla de Chorrillos durante la Guerra del Pacífico, desmoralizando a los defensores de la ciudad que había sido la capital católica de América y cuna de Santa Rosa de Lima. Las bendecidas tropas chilenas saquearon la ciudad de Chorrillos incluidas las iglesias y sus capellanes dirigieron el saqueo de la Biblioteca Nacional del Perú, de donde extrajeron raras y antiguas versiones de la Biblia que ahí se encontraban. Luego en 1882, el presidente chileno Domingo Santa María promulgó las leyes laicas, separando la Iglesia del Estado, lo cual fue considerado un duro golpe por el Papa.

Igualmente, propugnó el fin de la confrontación entre la Iglesia francesa y la Tercera República, avalando la participación de los católicos franceses en el régimen republicano. Por el contrario, mantuvo el enfrentamiento numantino con el Estado italiano, insistiendo en el boicot de los católicos italianos a la vida política nacional.

León XIII pensaba que el servicio diplomático papal debía desempeñar un papel de primer orden tanto en la consolidación de la disciplina interna de la Iglesia como en la conducción de las relaciones Iglesia-Estados. En 1885, España y Alemania recurrieron a él como mediador en la disputa sobre la posesión de las Islas Carolinas, en el Pacífico. Y en 1899 el zar Nicolás II de Rusia y la reina Guillermina de los Países Bajos se beneficiaron de sus buenos oficios en el intento de convocar una conferencia de paz de todos los países de Europa.

Reflexionando sobre la diplomacia vaticana con ayuda de las obras de santo Tomás de Aquino, replanteó en su encíclica Immortale Dei (1886) la relación entre la Santa Sede y los Estados-nación. El nuncio papal, en opinión de León XIII, era el representante de la soberanía espiritual del Papa del mismo modo que un embajador representa la soberanía política de su país.

Reforzó los lazos con la Iglesia norteamericana, fomentando la expansión del catolicismo en Estados Unidos. Con todo ello, León XIII contribuyó a dotar a la Iglesia de un nuevo protagonismo a escala mundial, reforzado por dos tipos de iniciativas suyas: por un lado, el acercamiento a la Comunión Anglicana y a los ortodoxos griegos, que inició la tendencia ecuménica de los papas del siglo XX; y por otro, el impulso de la acción misionera, especialmente en África.

Tuvo especial interés en promover el rezo del Santo Rosario, al cual dedicó diversas encíclicas.

En sus veinticinco años de papado llegó a nombrar un total de 147 cardenales en 27 consistorios.

Falleció en Roma el 20 de julio de 1903. En 1924 sus restos fueron trasladados al mausoleo de la basílica de San Juan de Letrán.

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Proclamación del Dogma de la Asunción de María por Pío XII ( 1 de noviembre)

Después de dirigir, con frecuencia, nuestros ruegos, invocando la luz del Espíritu de Verdad por la gloria de Dios que ha derramado sobre la Virgen María la generosidad de una benevolencia particular, para honra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y Vencedor del pecado y de la muerte para mayor gloria de su augusta Madre y la alegría y el júbilo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, los bienaventurados apóstoles Pedro y Paulo y por nuestra autoridad afirmamos, declaramos y definimos como un dogma divinamente revelado que:

“la Inmaculada Madre de Dios, María siempre virgen, terminada su vida terrestre fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste.” Por lo que si alguien, lo cual a Dios no le agradaría, pusiera voluntariamente en duda lo que ha sido definido por nosotros, que sepa que ha abandonado totalmente la fe divina y católica»…
…CONTIENE VIDEOS…

Justo después de esas palabras del Papa proclamando el Dogma, un rayo de sol bañó la Basílica de San Pedro.

La solemne definición del dogma de la asunción de María, proclamada en 1950 por Pío XII con la constitución apostólica Munificentissimus Deus (MD) no fue un acto improvisado o arbitrario del magisterio pontificio extraordinario.

Además de concluir un intenso período de estudios históricos y teológicos, llevados a cabo críticamente y que florecieron en la iglesia católica entre 1940 y 1950, coronaba y proclamaba una fe profesada desde hacía tiempo y un¡versalmente en la iglesia por todo el pueblo de Dios. He aquí, en unas breves líneas sintéticas, las principales etapas históricas de este caminar.

 

LOS ORIGENES

Como falta un testimonio explícito y directo de la Escritura sobre la asunción de María a los cielos y no hay tampoco en la tradición de los tres primeros siglos ningún tipo de referencia al destino final de la Virgen, ni se había precisado aún una doctrina escatológica segura.

Las primeras indicaciones -que han de considerarse como simples huellas- se recogen entre finales del S. IV y finales del S. V: desde la idea de san Efrén, según el cual el cuerpo virginal de María no sufrió la corrupción después de la muerte, hasta la afirmación de Timoteo de Jerusalén de que la Virgen seguiría siendo inmortal, ya que Cristo la habría trasladado a los lugares de su ascensión (PG 86,245c); desde la afirmación de san Epifanio de que el final terreno de María estuvo «lleno de prodigios» y de que casi ciertamente María posee ya con su carne el reino de los cielos (PG 41,777b), hasta la convicción expresada por el opúsculo siriaco Obsequia B. Virginis de que el alma de María, inmediatamente después de su muerte, se habría reunido de nuevo a su cuerpo.

A finales del S. V es cuando los críticos sitúan igualmente los relatos /apócrifos más antiguos sobre el Tránsito de María, que subrayando la idea de una muerte singular de la madre del Señor, representa el elemento primordial a partir del cual se desarrollará sucesivamente la reflexión en torno a la asunción.

 

EN EL SIGLO VI

Este siglo tiene una especial importancia para el desarrollo histórico en oriente de la creencia en la asunción. Efectivamente, en oriente comienza a difundirse la celebración litúrgica del Tránsito o Dormición de María, fijada el día 15 de agosto por decreto particular del emperador Mauricio (PG 147,292).

En la iglesia copta se celebraba la fiesta de la muerte y, sucesivamente, la de la resurrección de María, más exactamente en las fechas del 6 de enero y del 9 de agosto; esta costumbre se ha conservado hasta nuestros días. Igualmente la iglesia abisinia, estrechamente relacionada con la copta, celebra estos dos momentos del destino final de la Virgen.

También la iglesia armenia celebra la gloriosa resurrección de María, sin conmemorar su resurrección, dado que admite la traslación del cuerpo incorrupto a un lugar desconocido.

Hay que reconocer que este desarrollo de la fiesta litúrgica del Tránsito o Dormición, en oriente, representa una clave de bóveda y un punto histórico fundamental para el posterior ahondamiento de la reflexión teológica y de la fe del pueblo en la asunción de María.

 

DEL SIGLO VII AL X

En este período, en la iglesia greco-bizantina, son numerosos los testimonios de los padres, doctores y teólogos que afirman la asunción corporal de María después de su muerte y resurrección; baste recordar aquí a san Modesto de Jerusalén (+ 634), a san Germán de Constantinopla (+ 733), a san Andrés de Creta (+ 740), a san Juan Damasceno (+ 749), a san Cosme el Melode (+ 743), a san Teodoro Estudita (+ 826), a Jorge de Nicomedia (+ 880).

Pero su testimonio no quiere decir universalidad de parecer entre los teólogos bizantinos de este largo período. En efecto, para otros teólogos es muy grande la incertidumbre sobre la realización corpórea de la Virgen y sobre su destino final.

En la iglesia latina la situación es idéntica. Junto a los autores que afirman la asunción corporal hay un calificado testimonio de otros que profesan que no se sabe cuál fue el destino final de María; véanse, p. ej., san Isidoro de Sevilla (+ 636), s. Beda el venerable (+ 735). Más aún, también en el S. VIII, en Asturias, se pensaba que María había muerto como todos los seres humanos y que, como los demás, aguarda la resurrección y la glorificación final.

No obstante, en Roma, ya desde el S. VII con el papa Sergio I, se celebraba la fiesta de la Dormición junto con la de la Natividad, Purificación y Anunciación. Desde Roma pasó el siglo siguiente a Francia y a Inglaterra, llevando ya el título de Assumptio S. Mariae (v. Sacramentario enviado por el papa Adriano 1 al emperador Carlomagno).

El nuevo título que se le dio a la fiesta planteó espontáneamente el problema de la resurrección inmediata del cuerpo de María. Se determinan por tanto, en estos siglos, dos claras posiciones doctrinales: la que, no pudiendo contar con ningún testimonio escriturístico ni patrístico, admitía solamente como piadosa sentencia la doctrina de la asunción del cuerpo de la Virgen, aun aceptando como cierta la preservación de su cuerpo de la corrupción, y la que, elaborando un profundo tratado teológico sobre la glorificación anticipada incluso corporal de la madre de Dios, la sostenía como cierta.

Es significativa en este sentido la obra del Pseudo-Agustín Liber de Assumptione Mariae Virginis (PL 40,1141-1148), que combate con decisión el agnosticismo de algunos de sus contemporáneos.

 

DEL SIGLO X A NUESTROS DÍAS

En la iglesia bizantina, tanto griega como rusa, se determina durante estos últimos siglos una profunda convicción sobre la glorificación corporal de la Virgen después de la muerte, ampliamente difundida entre el clero, los teólogos y en la fe popular.

Convicción que encuentra su solemne expresión en la liturgia del mes de agosto, que, en virtud de un decreto del emperador Andrónico 11 (1282-1328), quedó consagrado al misterio de la asunción, fiesta mayor entre las dedicadas a María; en la iconografía, en la reflexión teológica y en la piedad popular.

Todavía hoy la iglesia bizantina, aunque no acepta la definición solemne proclamada por Pío XII, considera con una unanimidad moral cada vez más acentuada la asunción corporal de María como una piadosa y antigua creencia.

En la iglesia latina la influencia de la obra del Pseudo-Agustín que hemos citado fue decisiva en los cinco primeros siglos de este período y, por haber sido doctrina suya la asunción corporal de María, fue compartida y profundizada por los grandes doctores escolásticos (Alberto Magno, Tomás, Buenaventura, etc.), determinando un movimiento teológico y popular cada vez más difuso en favor de la asunción.

En el S. XVI muchos protestantes, incluyendo a Lutero, por sus obvios motivos metodológicos, volvieron a negar esta piadosa creencia de la iglesia católica; pero encontraron en los apologetas católicos una pronta reacción que hizo convertirse esta piadosa creencia casi en una doctrina cierta, tanto entre los teólogos como entre el pueblo.

En el S. XVIII encontramos la primera petición a la Santa Sede para la definición de la asunción como dogma de fe. La presentó el siervo de Dios p. Cesáreo Shguanin (1692-1769), teólogo de los Siervos de María. A esta petición siguieron otras muchas, procedentes de las diversas partes del mundo católico y con diversa autoridad moral y doctrinal. Bastará recordar aquí la del cardenal Sterckx y la de mons. Sánchez en 1849 a Pío IX, y la de la reina Isabel II de España al mismo pontífice en 1863.

Centenares de otras peticiones, presentadas hasta 1941, llegaron a los diversos pontífices que se fueron sucediendo en la cátedra de Pedro, hasta Pío XII. Los padres jesuitas Hentrich y -De Moos recogieron y publicaron en 1942, en dos volúmenes, todas las peticiones que se conservaban en el archivo secreto del Santo Oficio, con el título Petitiones de Assumptione corporea B. M. Virginis in coelum definienda ad S.Sedem delatae.

El consenso del mundo católico era moralmente unánime, aun cuando alguna voz aislada discutiera no tanto el hecho de la asunción como su definibilidad en cuanto verdad revelada por Dios. Estas dudas se debían a varios orígenes.

Algunas se derivaban de la ausencia de testimonios bíblicos sobre la asunción de María; otras, de la deficiente distinción crítica entre el aspecto dogmático del problema y el histórico o racional; otras, finalmente, de la falta de una visión de conjunto de los diversos argumentos aducidos en favor de la definibilidad de la asunción: argumentos que, insuficientes cuando se les toma en particular, podían ser reconocidos como válidos si se tomaban en bloque.

Es sabido que Pío XII, después de las innumerables peticiones, el 1 de mayo de 1946 envió a todo el episcopado católico la encíclica Deiparae Virginis, en la que preguntaba a los obispos si la asunción de María podía ser definida y si deseaban juntamente con sus fieles esta definición. La inmensa mayoría de los obispos respondió afirmativamente a ambas preguntas, y Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, procedió a la solemne definición dogmática con su constitución apostólica MD.

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Los dogmas de la Virgen Maria


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El Dogma de la Asuncion en Munificentissimus Deus y Lumen Gentium

Dogma y Teología de la Asunción en la Munificentissimus Deus.

Este documento extraordinario del magisterio de Pío XII, emanado el 1 de noviembre de 1950 como coronación y consagración es el camino secular de fe de toda la iglesia sobre el destino final de María…

Contiene no solamente una precisa y solemne definición de fe, sino también una afortunada síntesis crítica de toda la reflexión teológica que se había desarrollado a lo largo de los siglos y que habían transmitido la tradición patrística y doctoral, la liturgia y el sentimiento común de todos los fieles.

Por lo que se refiere al dogma, las palabras que introducen la definición propia y verdadera de la asunción expresan una formulación solemne que podemos considerar clásica del magisterio moderno: «Pronuntiamus, declaramos ac definimus divinitus revelatum dogma esse… Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad coelestem gloriam assumptam».

Pero la falta de pasajes explícitos de la Escritura y de los padres sobre la asunción de María había hecho surgir dudas legítimas a algunos teólogos sobre su definibilidad como verdad revelada por Dios. Dificultad felizmente superada, ya que el documento define la asunción como divinamente revelada basándose, más que en textos concretos y específicos bíblicos o patrísticos, litúrgicos o iconográficos, en el conjunto de las diversas indicaciones contenidas en la tradición y, no por último, en la de la fe universal de los fieles, que, tomadas en bloque, atestiguan una segura revelación del Espíritu Santo.

El texto propio y verdadero de la definición declara que María, madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, al terminar el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por tanto, el sujeto de la asunción no es tanto el cuerpo o el alma, sino la persona de María en toda su integridad y entendida como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen: verdades éstas ya adquiridas por la fe de la iglesia.

En la fórmula de la definición, como por lo demás en toda la doctrina de la constitución apostólica, no se habla ni de muerte ni de resurrección, ni de inmortalidad de la virgen, en su asunción a la gloria. El documento quiso expresamente evitar dirimir la cuestión de si María murió o no, que a partir de la definición de la inmaculada concepción dividía a los teólogos católicos en dos opiniones claramente opuestas.

Dejando esta cuestión para ser ulteriormente estudiada en investigaciones histórico-teológicas y no considerándola esencial para la verdad de la fe, se limitó a afirmar solamente el hecho de la asunción, sin indicar el modo con que concluyó la vida terrena de María.

Además, la fórmula de la definición califica a María como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, misión y privilegios ya adquiridos por la fe de la iglesia, evitando recoger el título de «generosa socia divini Redemptoris» que se utiliza, sin embargo, en la exposición teológica del documento (AAS 42 [1950] 768-769).

Este hecho se debe ciertamente al criterio de que la asociación de María a la obra redentora de Cristo no había alcanzado todavía la solemnidad de la fe universal, sino que pertenecía a adquisiciones moralmente ciertas en el nivel teológico.

Una última indicación que hemos de hacer sobre la fórmula dogmática es que en ella no se encuentra el término privilegio, mientras que sí se encuentra, acompañado del adjetivo singular, en la definición de la inmaculada concepción de Pío XII (DS 2803). Sin embargo, aunque no esté presente en la fórmula, se enuncia explícitamente poco antes como «insigne privilegio» (AAS 42, l.c.) y en otro lugar se habla de la asunción «como suprema corona de sus privilegios» (ib), lo cual sirve para indicar que en el pensamiento de Pío XII la asunción es un propio y auténtico privilegio mariano.

Por lo que se refiere al aspecto teológico, el documento se presenta como una síntesis admirable de método crítico y de profundización doctrinal. En efecto, aunque apela implícitamente a la Escritura y recoge testimonios seculares de la tradición patrística tardía, doctoral, litúrgica e iconográfica sobre la asunción de María, no apoya la evidencia de la revelación de esta verdad en ningún texto específico de esas fuentes, sino en su valor en cuanto globalmente consideradas y, más aún, en el testimonio de fe común y universal de los fieles como expresión probatoria de la revelación divina.

Bajo el aspecto doctrinal, los fundamentos teológicos del misterio de la asunción de María, indicados aquí por la tradición patrística y por la reflexión contemporánea, son valorados y escogidos con preocupación crítica y propuestos de nuevo en todo su valor.

El principio fundamental está constituido por aquel único e idéntico decreto de predestinación en el que, desde la eternidad, María está unida misteriosamente, por su misión y sus privilegios, a Jesucristo en su misión de salvador y redentor, en su gloria, en su victoria sobre el pecado y en su muerte.

Su misión de madre de Dios y de aliada generosa del divino Redentor, sus privilegios de inmaculada concepción y de virginidad perpetua, entendidos en su globalidad como principios de unión con Cristo, hacen que María, como coronamiento de todos sus privilegios, no solamente se viera inmune de la corrupción del sepulcro, sino que alcanzase la victoria plena sobre la muerte, es decir, fuera elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo y resplandeciese allí como reina a la diestra de su Hijo, rey inmortal de los siglos (ib).

En su exposición teológica, por consiguiente, el documento no basa la raíz de la asunción solamente en su maternidad divina, en su concepción inmaculada o en su virginidad perpetua, sino en toda su vida y en toda su misión al lado de Cristo.

Sin embargo, la exposición doctrinal de la MD da la impresión de que la asunción es un privilegio consiguiente y obtenido de reflejo, dado que no se subraya el camino responsable y comprometido de la Virgen, que, aliada de Cristo redentor, cooperó también con él por la propia realización escatológica.

Todavía falta por subrayar la doble dimensión teológica en la que la constitución de Pío XII considera el privilegio de la asunción de María: la personal, es decir, en relación con su persona, y la cristológica, por la relación que guarda con Cristo redentor y glorioso.

Bajo el aspecto personal, la asunción representa para María la coronación de toda su misión y de sus privilegios y la exalta por encima de todos los seres creados. Bajo el aspecto cristológico, este privilegio se deriva de aquella unión tan estrecha que liga, por un eterno decreto de predestinación, la vida, misión y privilegios de María a Cristo y a su obra, gloria, realeza.

En este documento falta, podemos decir, la dimensión eclesiológica de la asunción, aunque aparezcan algunas alusiones a la misma; p. ej., se muestra la esperanza de que el misterio de la asunción mueva a los cristianos al deseo de participar en la unidad del cuerpo místico de Cristo (ib); se declara que uno de los efectos del dogma sea el de resaltar la meta a la que están destinados nuestro cuerpo y nuestra alma, así como el de hacer más firme y activa la fe en nuestra resurrección (ib, 770). Este límite refleja sin duda la etapa de los estudios mariológicos de entonces.

 

DESARROLLO TEOLÓGICO DE LA ASUNCIÓN EN LA LUMEN GENTIUM DEL VATICANO II

A diferencia de la MD (Munificentissimus Deus), que trata dogmática y teológicamente de forma exclusiva y ex professo la asunción de María, el c. VIII de la LG (Lumen Gentium) presenta en una admirable síntesis teológica y pastoral todo el misterio de la vida, de la misión, de los privilegios y del culto a María, encuadrándolo todo en el misterio más amplio de la historia de la salvación, o sea, tanto en relación con Cristo, único Salvador, como en relación con la iglesia, sacramento de salvación.

La reflexión conciliar sobre el misterio de la asunción está contenida en los nn. 59 y 68 de la LG. En el n. 59, como coronación de la relación entre María y Cristo, el concilio recoge la fórmula de la definición y repropone la doble dimensión, personal y cristológica, que había dado la constitución de Pío XII a la asunción y a la realeza de María.

Pero la asunción no es presentada por el concilio como una coronación pasiva de la misión y de los privilegios marianos, sino como la etapa final de un largo camino, responsable y comprometido, de la maternidad y del servicio de cooperación de María al lado del Salvador.

Con la asunción se concluye escatológicamente aquella unión progresiva de fe, de esperanza, de amor, de servicio doloroso, que se estableció entre la madre y aliada, y el Salvador desde el momento de la anunciación y que se prolongó durante toda su vida en la tierra, y se realiza en toda su plenitud, ontológica y moral, la conformidad gloriosa de María con el Hijo resucitado.

Por tanto, la asunción no es un privilegio pasivo o aislado que se refiera sólo teológicamente a la divina maternidad virginal, como postulado de conveniencia, sino una conclusión existencial de la misión de María, que está llamada en primer lugar a alcanzar la unión y la conformidad en la gloria con el Señor resucitado y glorificado. Con este enriquecimiento doctrinal es como LG 59 vuelve a proponer la dimensión personal y cristológica del misterio de la asunción.

Pero la perspectiva teológica realmente nueva del Vat II es la eclesial. Se nos señala en el n. 68 de la LG, que es la digna conclusión no sólo de todos los números del c. VIII que tratan de María en el misterio de la iglesia, sino también de todo el c. VIII que expone la naturaleza y la finalidad escatológica de la iglesia (nn. 48-50).

He aquí su doctrina: María, glorificada en el cielo en alma y cuerpo, es imagen y comienzo de la iglesia del siglo venidero; como tal, es signo escatológico de segura esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que camina hacia el día del Señor. Los conceptos que allí se expresan son dos, interdependientes e implicados el uno en el otro: María asunta es ya imagen y comienzo de la iglesia escatológica del futuro; como tal, representa para el pueblo de Dios, que camina en la historia hasta el día del Señor, el signo de esperanza cierta y, por tanto, de consolación.

 

IMAGEN Y COMIENZO

Indicando a María asunta al cielo como gloria e imagen de la futura iglesia escatológica, el concilio quiso afirmar que, incluso durante este caminar histórico de la iglesia, con María ha comenzado ya la futura realidad escatológica de la iglesia. Un comienzo que es ya perfecto, dado que María recoge en sí misma la dignidad de la imagen perfecta de lo que habrá de ser la iglesia de la edad futura.

Para comprender este aspecto eclesial de la asunción de María es necesario trazar una rápida síntesis de toda la doctrina conciliar sobre las relaciones entre María y la iglesia. María es el miembro inicial y perfecto de la iglesia histórica. No está fuera o por encima de la iglesia; la iglesia con ella comienza y alcanza ya su perfección.

Toda su misión maternal y su cooperación con Cristo está en función de la iglesia. Igualmente representa su figura y su modelo y, en su realización histórica, la iglesia tiene que inspirarse en ella en un continuo proceso imitativo y de identificación; en ella ha conseguido ya la cima de la perfección moral y apostólica; su múltiple intercesión tiene que dirigirse a superar el pecado y las dificultades de la vida (LG 61-65).

En esta perspectiva eclesial, que completa a la cristológica, la misión y los privilegios marianos, incluido el de la asunción a los cielos, asumen su relieve exacto y su verdadera finalidad.

Consiguientemente, la glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando contra el pecado y la muerte.

Por tanto, la asunción de María no es una realidad alienante para el pueblo de Dios en camino, sino un estímulo y un punto de referencia que lo compromete en la realización de su propio camino histórico hacia la perfección escatológica final. Realmente la perspectiva eclesial que el c. VIII de la LG da al misterio de la asunción completa su alcance teológico y lo enriquece admirablemente en el aspecto pastoral.

Entre la doctrina de la MD y la de la LG no hay ningún contraste de fondo. Mientras que el primer documento subraya los aspectos personal y cristológico de la asunción, respondiendo así a los criterios teológicos y a la sensibilidad religiosa de la iglesia de aquel tiempo, el segundo lo enriquece, subrayando además el aspecto eclesial a la luz de aquel postulado central del concilio que constituye la eclesiología.

La esencia del dogma permanece inalterada; pero la finalidad y los significados teológicos y pastorales del misterio se completan y se hacen eficazmente operantes para los creyentes.

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Catequesis de Juan Pablo II sobre el culto a María en 1997

En 1997 SS Juan Pablo II realizó una serie de catequesis sobre el culto a la Virgen María dentro de la Iglesa. Trató temas como el origen del culto, su naturaleza, las devociones y el culto a las imágenes, la oración a María y el siginificado de la Virgen María para la Iglesia.
Y desarrolla especialmente la doctrina mariana surgida del Concilio Vaticano II, y trata de encajar su devoción en el escenario actual y en relación a las personas de la Divina Trinidad…

 

 

 

EL CULTO A LA VIRGEN MARÍA
Catequesis de Juan Pablo II (15-X-97)

1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret.

El misterio de la maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto hacia el Salvador como hacia la mujer que lo engendró en el tiempo, cooperando así a la redención.

Otro motivo de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión -por decir así- materna de su divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas.

En el Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27), daba ya anticipadamente a María a todos los que recibirían la buena nueva de la salvación, y ponía así las premisas de su afecto filial hacia ella. Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el culto el amor de Cristo a su madre, acogiéndola en su propia vida.

2. Los textos evangélicos atestiguan la presencia del culto mariano ya desde los inicios de la Iglesia.
Los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas parecen recoger la atención particular que tenían hacia la Madre de Jesús los judeocristianos, que manifestaban su aprecio por ella y conservaban celosamente sus recuerdos.

En los relatos de la infancia, además, podemos captar las expresiones iniciales y las motivaciones del culto mariano, sintetizadas en las exclamaciones de santa Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (…). ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,42.45).

Huellas de una veneración ya difundida en la primera comunidad cristiana se hallan presentes en el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Al poner en labios de María esa expresión, los cristianos le reconocían una grandeza única, que sería proclamada hasta el fin del mundo.

Además, los testimonios evangélicos (cf. Lc 1,34-35; Mt 1,23 y Jn 1,13), las primeras fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10, 155) atestiguan la particular admiración de las primeras comunidades por la virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación.

El evangelio de san Juan, señalando la presencia de María al inicio y al final de la vida pública de su Hijo, da a entender que los primeros cristianos tenían clara conciencia del papel que desempeña María en la obra de la Redención con plena dependencia de amor de Cristo.

3. El concilio Vaticano II, al subrayar el carácter particular del culto mariano, afirma: «María, exaltada por la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participó en los misterios de Cristo, es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial» (Lumen gentium, 66).

Luego, aludiendo a la oración mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» -«Bajo tu amparo»-, añade que esa peculiaridad aparece desde el inicio: «En efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la santísima Virgen con el título de Madre de Dios, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades» (ib.).

4. Esta afirmación es confirmada por la iconografía y la doctrina de los Padres de la Iglesia, ya desde el siglo II.

En Roma, en las catacumbas de santa Priscila, se puede admirar la primera representación de la Virgen con el Niño, mientras, al mismo tiempo, san Justino y san Ireneo hablan de María como la nueva Eva que con su fe y obediencia repara la incredulidad y la desobediencia de la primera mujer. Según el Obispo de Lyon, no bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este modo subraya la importancia de la mujer en la obra de salvación y pone un fundamento a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo largo de los siglos cristianos.

5. El culto mariano se manifestó al principio con la invocación de María como «Theotókos» [Madre de Dios], título que fue confirmado de forma autorizada, después de la crisis nestoriana, por el concilio de Éfeso, que se celebró en el año 431.

La misma reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio, que llegó a negar la maternidad divina de María, y la posterior acogida gozosa de las decisiones del concilio de Efeso testimonian el arraigo del culto a la Virgen entre los cristianos. Sin embargo, «sobre todo desde el concilio de Efeso, el culto del pueblo de Dios hacia María ha crecido admirablemente en veneración y amor, en oración e imitación» (Lumen gentium, 66). Se expresó especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que, desde principios del siglo V, asumió particular relieve «el día de María Theotókos», celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente se convirtió en la fiesta de la Dormición o la Asunción.

Además, bajo el influjo del «Protoevangelio de Santiago», se instituyeron las fiestas de la Natividad, la Concepción y la Presentación, que contribuyeron notablemente a destacar algunos aspectos importantes del misterio de María.

6. Podemos decir que el culto mariano se ha desarrollado hasta nuestros días con admirable continuidad, alternando períodos florecientes con períodos críticos, los cuales, sin embargo, han tenido con frecuencia el mérito de promover aún más su renovación.

Después del concilio Vaticano II, el culto mariano parece destinado a desarrollarse en armonía con la profundización del misterio de la Iglesia y en diálogo con las culturas contemporáneas, para arraigarse cada vez más en la fe y en la vida del pueblo de Dios peregrino en la tierra.

 

NATURALEZA DEL CULTO MARIANO
Catequesis de Juan Pablo II (22-X-97)

1. El concilio Vaticano II afirma que el culto a la santísima Virgen «tal como ha existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración, que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (Lumen gentium, 66).

Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste.

Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios, reconociéndolo Creador y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado, exclamando con el apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Por último, en el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el símbolo niceno-constantinopolitano.

Ahora bien, los fieles, cuando invocan a María como «Madre de Dios» y contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura, no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y al Verbo encarnado.

Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22,37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su madre.

2. Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a adorar a la santísima Trinidad.

El Concilio recuerda que la veneración de los cristianos a la Virgen «favorece muy poderosamente» el culto que se rinde al Verbo encarnado, al Padre y al Espíritu Santo. Asimismo, añade, en una perspectiva cristológica, que «las diversas formas de piedad mariana que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las circunstancias de tiempo y lugar, y según el carácter y temperamento de los fieles, no sólo honran a la Madre. Hacen también que el Hijo, Creador de todo (cf. Col 1,15-16), en quien «quiso el Padre eterno que residiera toda la plenitud» (Col 1,19), sea debidamente conocido, amado, glorificado, y que se cumplan sus mandamientos» (Lumen gentium, 66).

Ya desde los inicios de la Iglesia, el culto mariano está destinado a favorecer la adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa afirmar la divinidad de Cristo, pues los padres del concilio de Éfeso, al proclamar a María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe en Cristo, verdadero Dios.

La misma conclusión del relato del primer milagro de Jesús, obtenido en Caná por intercesión de María, pone de manifiesto que su acción tiene como finalidad la glorificación de su Hijo. En efecto, dice el evangelista: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).

3. El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo. Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura de Dios Padre.

El misterio de la Virgen Madre pone de relieve la acción del Espíritu Santo, que realizó en su seno la concepción del niño y guió continuamente su vida.

Los títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la piedad del pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción del Espíritu Consolador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.

4. Por último, el Concilio recuerda que el culto mariano es «del todo singular» y subraya su diferencia con respecto a la adoración tributada a Dios y con respecto a la veneración a los santos.

Posee una peculiaridad irrepetible, porque se refiere a una persona única por su perfección personal y por su misión.
En efecto, son excepcionales los dones que el amor divino otorgó a María, como la santidad inmaculada, la maternidad divina, la asociación a la obra redentora y, sobre todo, al sacrificio de la cruz.

El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia por esos dones extraordinarios. A ella, convertida en Madre de la Iglesia y Madre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, animado por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la bienaventuranza eterna.

 

DEVOCIÓN MARIANA Y CULTO A LAS IMÁGENES
Catequesis de Juan Pablo II (29-X-97)

1. Después de justificar doctrinalmente el culto a la santísima Virgen, el concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a fomentarlo: «El santo Concilio enseña expresamente esta doctrina católica. Al mismo tiempo, anima a todos los hijos de la Iglesia a que fomenten con generosidad el culto a la santísima Virgen, sobre todo el litúrgico. Han de sentir gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» (Lumen gentium, 67).

Con esta última afirmación, los padres conciliares, sin entrar en detalles, querían reafirmar la validez de algunas oraciones como el Rosario y el Ángelus, practicadas tradicionalmente por el pueblo cristiano y recomendadas a menudo por los Sumos Pontífices como medios eficaces para alimentar la vida de fe y la devoción a la Virgen.

2. El texto conciliar prosigue invitando a los creyentes a «observar religiosamente los decretos del pasado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la santísima Virgen y de los santos» (ib.)

Así vuelve a proponer las decisiones del segundo concilio de Nicea, celebrado en el año 787, que confirmó la legitimidad del culto a las imágenes sagradas, contra los iconoclastas, que las consideraban inadecuadas para representar a la divinidad (cf. Redemptoris Mater, 33).

«Definimos con toda exactitud y cuidado -declaran los padres de ese concilio- que de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables» (DS 600).

Recordando esa definición, la Lumen gentium quiso reafirmar la legitimidad y la validez de las imágenes sagradas frente a algunas tendencias orientadas a eliminarlas de las iglesias y santuarios, con el fin de concentrar toda su atención en Cristo.

3. El segundo concilio de Nicea no se limita a afirmar la legitimidad de las imágenes; también trata de explicar su utilidad para la piedad cristiana: «Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que éstas miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración de honor» (DS 601).

Se trata de indicaciones que valen de modo especial para el culto a la Virgen. Las imágenes, los iconos y las estatuas de la Virgen, que se hallan en casas, en lugares públicos y en innumerables iglesias y capillas, ayudan a los fieles a invocar su constante presencia y su misericordioso patrocinio en las diversas circunstancias de la vida. Haciendo concreta y casi visible la ternura maternal de la Virgen, invitan a dirigirse a ella, a invocarla con confianza y a imitarla en su ejemplo de aceptación generosa de la voluntad divina.

Ninguna de las imágenes conocidas reproduce el rostro auténtico de María, como ya lo reconocía san Agustín (De Trinitate 8, 7); con todo, nos ayudan a entablar relaciones más vivas con ella. Por consiguiente, es preciso impulsar la costumbre de exponer las imágenes de María en los lugares de culto y en los demás edificios, para sentir su ayuda en las dificultades y la invitación a una vida cada vez más santa y fiel a Dios.

4. Para promover el recto uso de las imágenes sagradas, el concilio de Nicea recuerda que «el honor de la imagen se dirige al original, y el que venera una imagen, venera a la persona en ella representada» (DS 601).

Así, adorando en la imagen de Cristo a la Persona del Verbo encarnado, los fieles realizan un genuino acto de culto, que no tiene nada que ver con la idolatría.

De forma análoga, al venerar las representaciones de María, el creyente realiza un acto destinado en definitiva a honrar a la persona de la Madre de Jesús.

5. El Vaticano II, sin embargo, exhorta a los teólogos y predicadores a evitar tanto las exageraciones cuanto las actitudes minimalistas al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Y añade: «Dedicándose al estudio de la sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores de la Iglesia, así como de las liturgias bajo la guía del Magisterio, han de iluminar adecuadamente las funciones y los privilegios de la santísima Virgen, que hacen siempre referencia a Cristo, origen de toda la verdad, santidad y piedad» (Lumen gentium, 67).

La fidelidad a la Escritura y a la Tradición, así como a los textos litúrgicos y al Magisterio garantiza la auténtica doctrina mariana. Su característica imprescindible es la referencia a Cristo, pues todo en María deriva de Cristo y está orientado a él.

6. El Concilio ofrece, también, a los creyentes algunos criterios para vivir de manera auténtica su relación filial con María: «Los fieles, además, deben recordar que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento pasajero y sin frutos ni en una credulidad vacía. Al contrario, procede de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la grandeza de la Madre de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra Madre y a imitar sus virtudes» (ib.).

Con estas palabras los padres conciliares ponen en guardia contra la «credulidad vacía» y el predomino del sentimiento. Y sobre todo quieren reafirmar que la devoción mariana auténtica, al proceder de la fe y del amoroso reconocimiento de la dignidad de María, impulsa al afecto filial hacia ella y suscita el firme propósito de imitar sus virtudes.

 

LA ORACIÓN A MARÍA
Catequesis de Juan Pablo II (5-XI-97)

1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas tradicionales dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de piedad, a menudo aprobadas y fomentadas por el Magisterio de la Iglesia.

Muchas devociones y plegarias marianas constituyen una prolongación de la misma liturgia y a veces han contribuido a enriquecerla, como en el caso del Oficio en honor de la Bienaventurada Virgen María y de otras composiciones que han entrado a formar parte del Breviario.

La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo III y comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium) nos acogemos, santa Madre de Dios…». Pero la oración a la Virgen más común entre los cristianos desde el siglo XIV es el «Ave María».

Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió a María, introduce a los fieles en la contemplación del misterio de la Encarnación. La palabra latina «Ave», que corresponde al vocablo griego xaire, constituye una invitación a la alegría y se podría traducir como «Alégrate». El himno oriental «Akáthistos» repite con insistencia este «alégrate». En el Ave María llamamos a la Virgen «llena de gracia» y de este modo reconocemos la perfección y belleza de su alma.

La expresión «El Señor está contigo» revela la especial relación personal entre Dios y María, que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la humanidad. Además, la expresión «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús», afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal de la Hija de Sión.

Al invocar a «Santa María, Madre de Dios», los cristianos suplican a aquella que por singular privilegio es inmaculada Madre del Señor: «Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.

2. También la oración tradicional del Ángelus invita a meditar el misterio de la Encarnación, exhortando al cristiano a tomar a María como punto de referencia en los diversos momentos de su jornada para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan divino de la salvación. Esta oración nos hace revivir el gran evento de la historia de la humanidad, la Encarnación, al que hace ya referencia cada «Ave María». He aquí el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces han puesto de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también poetas y pintores.

En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el Rosario, que a través de la repetición del «Ave María» lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más claramente la plegaria mariana a su fin: la glorificación de Cristo.

El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII, Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del rosario y recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación apostólica Marialis cultus, ilustró su doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y reafirmando su «orientación claramente cristológica» (n. 46).

A menudo, la piedad popular une al rosario las letanías, entre las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman «lauretanas».

Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha derramado en ella.

3. Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción inspiradora del Paráclito.

La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salvación eterna.

Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesidades diarias.

Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos.

Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente
de las bienaventuranzas.

4. Finalmente, queremos recordar que la devoción a María, dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros», que ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.

 

MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD Y DE LA ESPERANZA
Catequesis de Juan Pablo II (12-XI-97)

1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el concilio Vaticano II se alegra de constatar que la Virgen también es honrada por los cristianos que no pertenecen a la comunidad católica: «Este Concilio experimenta gran alegría y consuelo porque también entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador…» (Lumen gentium, 69; cf. Redemptoris Mater, 29-34).

Podemos decir, con razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos, constituye un gran signo de esperanza para el camino ecuménico.

Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción particular de la gracia y de la eclesiología, se han opuesto a la doctrina y al culto mariano, considerando que la cooperación de María en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación de Cristo. En esta perspectiva, el culto de la Madre competiría prácticamente con el honor debido a su Hijo.

2. Sin embargo, en tiempos recientes, la profundización del pensamiento de los primeros reformadores ha puesto de relieve posiciones más abiertas con respecto a la doctrina católica. Por ejemplo, los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe en la virginidad perpetua de María.

El estudio del pensamiento de Lutero y de Calvino, como también el análisis de algunos textos de cristianos evangélicos, han contribuido a despertar un nuevo interés en algunos protestantes y anglicanos por diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos incluso han llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos por lo que atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre María, como su maternidad divina, su virginidad, su santidad y su maternidad espiritual.

La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer en la Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María en la historia de la salvación.

Todos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos sería poder compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría que brota de la presencia de María en la vida según el Espíritu.

3. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente a los orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios llenos de fervor y de devoción» (Lumen gentium, 69).

Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la veneración por María representa un elemento significativo de comunión entre católicos y ortodoxos.

Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, aunque estas verdades fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos orientales: basta pensar en grandes escritores como Gregorio Palamas ( 1359), Nicolás Cabasilas ( después del 1396) y Jorge Scholarios ( después del 1472).

Pero esas divergencias, quizá más de formulación que de contenido, no deben hacernos olvidar nuestra fe común en la maternidad divina de María, en su perenne virginidad, en su perfecta santidad y en su intercesión materna ante su Hijo. Como ha recordado el concilio Vaticano II, el «fervor» y la «devoción» unen a ortodoxos y católicos en el culto a la Madre de Dios.

4. Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo» (ib.).

Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (cf. Hch 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermo 192, 2; PL 38, 1.013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.

A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.

Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).

La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.

5. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.

La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.


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La figura de María en el Magisterio de Juan Pablo II

El trabajo mariano y mariológico empezado por Pablo VI siguió fuertemente con Juan Pablo II. Se puede hablar tranquilamente de un papa mariano que reorientó la investigación mariológica, integró al magisterio el aporte mariológico de autores como Balthasar, Laurentín, De la Potterie, Ratzinger entre otros, y agregó ese espíritu mariano de la verdadera devotio monfortiana del cual era un fiel seguidor.

En general el trabajo teológico magisterial de Juan Pablo II se fundamenta en la reorientación mariológica del Concilio Vaticano II que recupera entre otros el sentido de uso analógico de la Sagrada Escritura dentro de la costumbre de Israel en especial con el título de Hija de Sión y renuncia al uso de una cierta terminología escolástica (redención objetiva, redención sujetiva, mediata e inmediata, merito de congruo y de condigno, terminos extraños a la tradición teológica de Oriente). Se puede decir que su mariología fue centrada en Cristo desde de la visión trinitaria, relacionada al misterio de la Iglesia, y en especial valorando el sentido pneumatológico y escatológico del misterio de la Virgen María mujer, esposa y madre.

A esto agregó esa sensibilidad propia del pueblo polaco al cual pertenecía que lo abría a las devociones marianas de todo el mundo como lo demostró en sus diferentes visitas a los santuarios mundiales nacionales, regionales e internacionales a lo largo de la geografía mundial. Fomentó el aspecto ecuménico relacionado con María haciendo una relectura exegética bíblica con fundamentación patrística para acercar el diálogo con los protestantes y con los ortodoxos. En definitiva se preocupó de fortalecer la importancia doctrinal, devocional litúrgica, pastoral de la presencia mediadora maternal de María.

Promovió el sentido mariano en las diferentes áreas teológico-pastorales, sobre todo en la defensa de la vida desde el misterio de la encarnación, de la maternidad de María, el valor de la muerte y del más allá con la asunción de María, de la verdadera corporalidad y de la verdadera personeidad de María como mujer, esposa y madre valorando la realidad de San José el esposo custodio asociado con María al mismo misterio de la redención. En este documento Juan Pablo describe los elementos más sobresalientes de José relacionado con María y José: 1) el matrimonio con María, 2) su ser depositario del misterio de Dios y junto a María recorre el itinerario de fe, 3) el servicio de la paternidad, 4) su condición de varón justo y esposo, 5) su trabajo como expresión del amor 6) y el primado de la vida interior.

Presentamos esquemáticamente la parte mariológica de algunos documentos del abundante magisterio de Juan Pablo II:

Encíclica Dives in Misericordia, Vaticano 1980.11.30, n. 9

“Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el « beso » dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su « fiat » definitivo.”.

Encíclica Redemptoris hominis, Vaticano 1979.03.0, n. 22:

“La Madre de nuestra confianza:

Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto como hijo. El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo —al igual que el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su casa a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia.”.

Encíclica Dominum et Vivificantem, 18-5-1986, n. 51:

El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella auto-comunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba « llena de Espíritu Santo ». En las palabras de saludo a la que « ha creído », parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que « no creyeron », María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la auto-comunicación de Dios por el Espíritu Santo.”.

EL AÑO MARIANO

El decreto del año mariano entre la solemnidad de Pentecostés 7 de junio del 1987 y la solemnidad de la Asunción del 1988 fue para Juan Pablo la preparación al Gran Jubileo de la Venida de Jesús en el Año 2000. Para esta ocasión publicó la Encíclica Redemptoris Mater el 25 de marzo del 1987 y la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem del 15 de agosto del 1988. El mismo Pontífice define el sentido de este Año Mariano:

“Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya que el final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.” RM n. 49.

La Encíclica Redemptoris Mater presenta María relacionada con el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia. El primer enlace es desarrollado por tres frases bíblicas: Llena de gracia, Feliz la que ha creído y Ahí tiene a tu madre. La segunda parte se ocupa de María relacionada con la iglesia peregrina en especial la situación ecuménica y la faceta de María como signo profético de la liberación dentro de la tradición y del magisterio sobre e significando profundo y fecundo del Magnificat; y la tercera parte se adentra con la mediación materna y el sentido mismo del año mariano, es decir la importancia de su presencia operante maternal, y el valor de la consagración a María como forma de renovación de la fe por la verdadera filiación espiritual adoptiva con María a nivel personal y colectivo. También hace una amplia descripción del valor de la pastoral de santuarios marianos con sus relativas peregrinaciones, su geografía mundial que abarca Oriente y Occidente y todos los continentes y la importancia para vivir, renovar ese encuentro con Jesús propiciado por el encuentro personal con María, que maternalmente en esos lugares sagrados se hace presente en la acogida fraternal para recibir la gracia de Dios con el sacramento de la reconciliación y de la eucaristía.

La Carta Apostólica Mulieris Dignitatem centra su atención sobre el aporte antropológico de la mujer que por Juan Pablo encuentra en María un modelo activo, valido y presencial en el desenvolvimiento de la realidad de la mujer de manera armónica sin exageraciones feministas radicales, sino de forma auténtica envuelta en los valores cristianos de su esencial realidad física y espiritual propios de cara al futuro religioso, cultural y social de la humanidad.

Al mismo tiempo Juan Pablo decretó en el mismo Año Mariano la publicación de las Misas de la Virgen María, exactamente 44 celebraciones propias de Institutos Religiosos y de fiestas o memorias de Iglesias Particulares. Esta promulgación dirigida fundamentalmente a los Santuario Marianos, también ha sido un gran aporte para la celebración de la memoria y de las fiestas a lo largo del año litúrgico en las parroquias para favorecer el culto a la Virgen María entre el misterio de Cristo y de la Iglesia en sus tres características principales: ejemplar por su camino de fe y santidad, como figura para la Iglesia de virgen, esposa y madre y como imagen en la cual se contempla la misma Iglesia desea y espera llegar a ser.

El papa Juan Pablo entre sus innovaciones hizo un importante aporte magisterial abriendo y sistematizando el contenido de las audiencias generales de los miércoles en Roma y centrándolas en las catequesis sobre el Credo: el Creo en Dios Padre de las catequesis entre el 5 de diciembre 1984 y el 17 diciembre 1986, el Creo en Jesús Cristo entre el 7 de enero 1987 y el 19 de abril del 1989, el Creo en el Espíritu Santo entre el 26 de abril 1989 y 3 de julio del 1991, Creo en la Iglesia entre el 10 de julio 1991 hasta el 30 de agosto del 1995, y finalmente el María en el misterio de Cristo y de la Iglesia entre el 6 de septiembre del 1995 y el 12 de noviembre del 1997.

Esta catequesis mariana se divide en tres partes: I) La presencia de María en la historia de la Iglesia, II) la fe de la Iglesia sobre María, III) el rol de María en la Iglesia. El papa en la primera parte contempla la presencia de la Virgen María en el comienzo de la vida de la Iglesia y explica el desarrollo de la doctrina mariana en los primeros siglos hasta su especial presencia en el Concilio Vaticano II. En la segunda parte sigue el itinerario mariano del documento conciliar que pone en evidencia la contribución de la figura de la Virgen en la comprensión del misterio de la Iglesia.

De esta manera busca poner en evidencia el rol de la Santísima Virgen María en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico y toma en cuenta el desarrollo doctrinal eclesial hasta ahora. En la tercera parte Juan Pablo II pone en relieve el rol especial de María en la historia de la salvación y en la relación especial de María con la Iglesia, su mediación, intercesión, maternidad espiritual y cooperación.

Además, en esta etapa de su magisterio previo al gran Jubileo, Juan Pablo II autoriza en el año 1992 la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, documento fruto de un largo trabajo preparatorio con el aporte de muchos investigadores y especialistas de todas las disciplinas:

Este catecismo es la exposición orgánica y sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la tradición de la Iglesia. Sus fuentes principales son la Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Liturgia y el magisterio de la Iglesia. Está destinado a servir como punto de referencia para los catecismos o compendios que sean compuestos en los diversos países.” (C.E.C.n.11). Está dirigido a los responsables de la catequesis: los obispos, los sacerdotes y a los catequistas (C.E.C.n.12).

La estructura del catecismo se divide en cuatro partes: Primera parte: la profesión de la fe, la segunda parte: Los sacramentos de la fe, tercera parte: la vida de la fe, la cuarta parte: la oración en la vida de la fe. María esta presente en la primera parte en:

  1. la obediencia de la fe (nn.144, 148-149), ejemplo de fe (nn.165, 273), ejemplo de esperanza (n.64), en el credo sobre la encarnación y el nacimiento de Cristo (nn.484-511), en el credo sobre el Espíritu Santo es decir sobre María como madre de Cristo y de la Iglesia nn.(963-975) obra del Espíritu Santo (nn.717, 721-723),
  2. en la segunda parte el culto a María (n.1172) en el memorial (n.1370),
  3. en la tercera parte en la eucaristía dominical (n.2177) y en el primer mandamiento de la Iglesia de oír misa en las fiestas litúrgicas (n.2042),
  4. en la cuarta parte la oración de María (nn.2617-2619, 2622) el camino de oración en comunión con la Santa Madre de Dios (nn. 2673-2679, 2682).

La figura de María emerge así en este catecismo entre el misterio de Cristo y de la Iglesia, ubicada en la historia de la salvación, presente en el culto de la Iglesia y en la oración personal y comunitaria. Es importante la relevancia en lo que se refiere a la acción del Espíritu Santo en María como en la Iglesia y el discurso sobre la gracia y María.

DESPUÉS DEL AÑO MARIANO

Dentro de la gran estructura magisterial de Juan Pablo, entre los años 1990-1999, de cara a la entrada al Nuevo Milenio, por lo cual el Santo Padre vivía un profundo y especial llamado histórico y pastoral, precede al acontecimiento jubilar del 2000 la realización de los diferentes Sínodos, que el mismo convocó para cada Iglesia particular. Los diferentes documentos: Ecclesia in America, Ecclesia in Asia, Ecclesia in Europa, Ecclesia in Africa, Ecclesia in Oceania, reflejan, además de una profunda visión cristológica global, también un unitario enfoque mariológico eclesial dentro del proceso de evangelización renovada y actualizada.

Además de lo hecho a nivel eclesial con los diferentes sínodos convocados, la preparación magisterial catequética para el gran Jubileo del año 2000 no dejó de tener su carácter mariano en los tres años que precedieron el evento: el año del Padre del Hijo y del Espíritu Santo, en cada uno Juan Pablo presenta a María según la líneas del Concilio como Hija Predilecta de Padre, Madre del Hijo de Dios y sagrario del Espíritu Santo donde se de el misterio del la encarnación redentiva y se da el misterio de Pentecostés al comienzo de la vida de la Iglesia. En la persona de María primera redimida se conjuga la presencia del misterio trinitario y partir de ella en la Iglesia se desarrolla la misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso Para Juan Pablo María vive en el misterio de Dios y del hombre abriendo para la Iglesia que fundó su Hijo el carácter permanente de discípula y misionera que encarna y se hace obediente en la fe, evento permanente que marca el comienzo del nuevo milenio. En seguida unos trozos de los dos documentos acerca del gran Jubileo, uno anterior y uno posterior.

Tertio millennio adveniente, Vaticano, 10 de noviembre del año 1994: n.43:

“María Santísima, que estará presente de un modo por así decir « transversal » a lo largo de toda la fase preparatoria, será contemplada durante este primer año en el misterio de su Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre. Su culto, aunque valioso, de ninguna manera debe menoscabar « la dignidad y la eficacia de Cristo, único Mediador ». María, dedicada constantemente a su Divino Hijo, se propone a todos los cristianos como modelo de fe vivida. « La Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo ».

Novo Millennio Ineunte, 6 de enero del 2001, nn. 58-59:

“Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como « Estrella de la nueva evangelización ». La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. « Mujer, he aquí tus hijos », le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia.”.

DESPUÉS DEL GRAN JUBILEO: SU ÚLTIMA PRODUCCIÓN

Del último magisterio mariano de Juan Pablo II se pueden seleccionar tres documentos importantes, uno sobre la importancia renovada del Santo Rosario y el otro el documento Ecclesia de Eucaristia de dedica una parte importante a María mujer eucarística, y por último la aprobación de la publicación por parte del Juan Pablo II del Directorio sobre la piedad popular y la liturgia del 21 de diciembre del 2001 documento de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Este no es directamente parte de la producción de Juan Pablo: él solo fue quien lo aprobó. Con respecto a María considera la importancia del cristocentrismo de toda devoción a María y que debe expresar su dimensión trinitaria, su correspondencia con la Sagrada Escritura y la apertura ecuménica. La parte mariana presenta la siguiente estructura:

Capítulo V, La veneración a la Santa Madre del Señor (183-207): Algunos principios (183-186); Los tiempos de los ejercicios de piedad marianos (187-191); La celebración de la fiesta (187); El sábado (188); Triduos, septenarios, novenas marianas (189); Los «meses de María» (190-191); Algunos ejercicios de piedad, recomendados por el Magisterio (192-207); Escucha orante de la Palabra de Dios (193-194); El «Ángelus Domini» (195); El «Regina caeli» (196); El Rosario (197-202); Las Letanías de la Virgen (203); La consagración – entrega a María (204); El escapulario del Carmen y otros escapularios (205); Las medallas marianas (206); El himno «Akathistos» (207).

El Santo Padre en la Carta Apostólica, Rosarium Virginis Mariae, del 16 de octubre del 2002, reconoce el valor del Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, por ser una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. Para Juan Pablo II la importancia de esta oración se fundamenta en importancia litúrgica que adquiere como la celebración de los misterios de la salvación dentro de la vivencia de la fe en Cristo y en la Iglesia: un misterio sencillo de profesión de fe y de acto de fe que permite una adhesión inmediata de cada fiel en comunión con la contemplación de los datos de la revelación con el misterio de la encarnación anunciación redención.

El Rosario es una continua invitación a la apropiación de la Palabra como María y con María, al asentimiento de la razón y la fe con el corazón, un verdadero camino de contemplación y compromiso. Para Juan Pablo II el Santo Rosario es una oración de gran significación para el comienzo de este milenio donde hay que remar mar adentro para proclamar a Cristo y hacer nuestro el Magnificat de María y anunciar así a Cristo como el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización RVM n.1:

”El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor”.

El otro documento es la Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, publicada el 17 de abril del 2003 presenta unas bellísimas reflexiones sobre María que más allá de su participación en el banquete eucarístico, se puede valorar desde su actitud interior: según Juan Pablo II se puede decir que María es mujer « eucarística » con toda su vida. En el capitulo VI él muestra este punto: En la Escuela de María, mujer eucarística, nn. 53-58. Presentamos un párrafo significativo del texto citado:

N. 56.” María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período post-pascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.”.

APORTES DE CONTENIDO MARIOLÓGICO EN EL ECUMENISMO

Ha sido muy importante en el magisterio de Juan Pablo II su esfuerzo ecuménico. El quiso profundizar el aspecto mariano en la búsqueda de la unidad. El tema de María en su visión eclesial no podía quedar marginado y ser causa de disensión y divisiones entre los cristianos. En muchas actividades, alocuciones, mensajes, intervenciones, documentos el papa siempre miró a María como punto de encuentro para los hijos dispersos. En la catequesis: La Madre de la unidad y de la esperanza, en la audiencia General del 12 de noviembre del 1997, recuerda que María es verdaderamente la madre de la unidad de los cristianos y motivo de esperanza en el camino ecuménico.

Con respecto a los hermanos reformados él reconoce el acercamiento sobre la doctrina mariológica gracias a las contribuciones de teólogos protestantes y anglicanos actuales, es decir sobre la doctrina correspondiente a la maternidad divina, la virginidad, la santidad y la maternidad espiritual de María. Valorar la presencia de la mujer en la Iglesia implica y conlleva a un reacercamiento a la figura de María en la obra de la salvación. Y con respecto a los hermanos orientales los ortodoxos el papa reconoce el honor que le rinden como Madre del Señor y Salvador en venerarla como Madre de Dios y siempre Virgen, en su santidad e intercesión. Por eso personalmente la recuerda con las palabras de San Agustín Mater unitatis. A Ella confía devotamente la esperanza de alcanzar la verdadera unidad en, con y por Cristo. Ponemos algunas referencias ecuménicas y marianas importantes de Juan Pablo II:

Redemptoris Mater 25-3-1987. El camino de la Iglesia y la unidad de todos los cristianos: nn. 29-34.

N.6” La enseñanza de los Padres capadocios sobre la divinización ha pasado a la tradición de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio común. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios ha pasado al hombre para que el hombre pase a Dios. Esta teología de la divinización sigue siendo uno de los logros más apreciados por el pensamiento cristiano oriental.

En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo «muy semejantes» a Cristo: los mártires y los santos. Y entre éstos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cfr. Is 11, 1). Su figura no es sólo la Madre que nos espera sino también la Purísima que -como realización de tantas prefiguraciones vetero-testamentarias- es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo.”.

Fuente: Padre Antonio Larocca smc para campus.udayton.edu


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