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La Resurrección de Jesucristo y la venida de Espíritu Santo, visiones de sor María de Jesús de Agreda

El siguiente es el extracto del libro la “Vida de la Virgen María”, de Sor María de Jesús de Agreda, en que cuenta las visiones que tuvo de la Resurrección de Jesucristo y el Pentecostés. Es el capítulo XXXI 

 

 

CAPITULO XXXI

Restáurase la humanidad de Cristo. – Unese su cuerpo al de María. – Desciende el Espíritu Santo al Cenáculo.

Estuvo el alma de Cristo nuestro Salvador en el limbo desde las tres y media del viernes a la tarde, hasta después de las tres de la mañana del domingo siguiente. A esta hora volvió al sepulcro. En el sepulcro estaban otros muchos ángeles que le guardaban, venerando el sagrado cuerpo unido a la divinidad. Y algunos de ellos, por mandato de su Reina, habían recogido las reliquias de la sangre que derramó su Hijo Santísimo, los pedazos de carne que le derribaron de las heridas, los cabellos que arrancaron de su divino rostro y cabeza, y todo lo demás que pertenecía al ornato y perfecta integridad de su humanidad santísima. Y los ángeles guardaban estas reliquias. Por ministerio de los ángeles fueron restituidas al sagrado cuerpo difunto todas las partes y reliquias que tenían recogidas, dejándole con su natural integridad y perfección. Y al mismo instante el alma santísima del Señor se reunió al cuerpo, y juntamente le dio inmortal vida y gloria. Y en lugar de la sábana y unciones con que le enterraron, quedó vestido de los cuatro dotes de gloria: claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza.

Por la impasibilidad quedó invencible de todo el poder criado, porque ninguna potencia le podía alterar ni mudar. Por la sutilidad quedó tan purificada la materia gruesa y terrena, que sin resistencia de otros cuerpos se podía penetrar con ellos como si fuera espíritu incorpóreo; y así penetró la lápida del sepulcro, sin moverla ni dividirla, el que por semejante modo había salido del virginal vientre de su purísima Madre. La agilidad le dejó tan libre del peso y tardanza de la materia, que excedía a la que tienen los ángeles inmateriales, y por sí mismo podía moverse con más presteza que ellos de un lugar a otro, como lo hizo en las apariciones de los Apóstoles y en otras ocasiones.

Las sagradas llagas que antes afeaban su santísimo cuerpo quedaron en pies, manos y costado tan hermosas, refulgentes y brillantes, que le hacían más vistoso y agraciado, con admirable modo y variedad. Con toda esta belleza y gloria se levantó nuestro Salvador del sepulcro. Y en el mismo instante que el alma santísima de Cristo entró en su cuerpo Y le dio vida, correspondió en el de la Madre la comunicación del gozo. Sucedió que en aquella ocasión el evangelista San Juan fue a visitarla para consolarla en su amarga soledad, y encontró la repentinamente llena de resplandor y señales de gloria a la que antes apenas conocía por su tristeza. Admiróse el santo Apóstol, y habiéndola mirado con grande reverencia, juzgó que ya el Señor sería resucitado, pues la Madre estaba renovada en alegría.

Estando así prevenida María, entró Cristo resucitado y glorioso, acompañado de todos los Santos y Patriarcas. Postróse en tierra la Reina, y adoró a su Hijo, y su Majestad la levantó y llegó a sí mismo. Y con este contacto (mayor que el que pedía la Magdalena de la humanidad y llagas de Cristo) recibió la Madre Virgen un extraordinario favor, que ella sola mereció, como exenta de la ley del pecado. Y aunque no fue el mayor de los favores que tuvo en esta ocasión, con todo eso no pudiera recibirle, si no fuera confortada de los ángeles y por el mismo Señor, para que sus potencias no desfallecieran. El beneficio fue que el glorioso cuerpo del Hijo encerró en sí mismo al de su Madre, penetrándose con ella o penetrándola consigo, como si un globo de cristal tuviera dentro de sí al sol, que todo lo llenara de resplandores y hermosura con su luz. Así quedó el cuerpo de María unido al de su Hijo por medio de aquel contacto, que fue como puerta para entrar a conocer la gloria del alma y cuerpo del mismo Señor. Por estos favores, como por grados de inefables dones, fue ascendiendo el espíritu de la Señora. Y estando en ellos oyó una voz que la decía: Amiga, asciende más alto. En virtud de esta voz quedó del todo transformada y vio la Divinidad intuitiva y claramente.

En compañía de la Reina del cielo perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y fieles aguardando en el cenáculo la promesa del Salvador, confirmada por la Madre, de que les enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les enseñaría y administraría todas las cosas que en su doctrina habían oído. Estaban todos unánimes y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días ninguno tuvo pensamiento, afecto ni ademán contrario de los otros. María Santísima con la plenitud de sabiduría y gracia conoció el tiempo y la hora determinada por la divina voluntad para enviar al Espíritu Santo sobre el colegio apostólico.

El día de Pentecostés por la mañana la Reina previno a los Apóstoles, a los demás discípulos y mujeres santas (que todas eran ciento veinte personas) para que orasen y esperasen con mayor fervor, porque muy presto serían visitados de las alturas con el divino Espíritu. Y estando así orando todos juntos, ,a la hora de tercia se oyó en el aire un gran sonido de espantoso tronido, y un viento o espíritu vehemente con grande resplandor, como de relámpago y de fuego; y todo se encaminó a la casa del cenáculo, llenándola de luz y derramándose aquel divino fuego sobre toda aquella santa congregación. Aparecieron sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte unas lenguas del mismo fuego en que venía el Espíritu Santo, llenándolos a todos y a cada uno de divinas influencias y dones soberanos, causando a un mismo tiempo muy diferentes y contrarios efectos en el cenáculo y en todo Jerusalén, según la diversidad de sujetos.

Los Apóstoles fueron también llenos y repletos del Espíritu Santo, porque recibieron admirables aumentos de la gracia justificante en grado muy levantado; y solos ellos doce fueron confirmados en esta gracia para no perderla. Respectivamente se les infundieron hábitos de los siete dones, sabiduría, entendimiento, ciencia, piedad, consejo, fortaleza y temor, todos en grado convenientísimo. En este beneficio tan grandioso y admirable, como nuevo en el mundo, quedaron los doce Apóstoles elevados y renovados para ser idóneos ministros del Nuevo Testamento y fundadores de la Iglesia evangélica en todo el mundo.

En todos los demás discípulos, y otros fieles que recibieron el Espíritu Santo en el cenáculo, obró el Altísimo los mismos efectos con proporción y respectivamente, salvo que no fueron confirmados en gracia como los Apóstoles; mas según la disposición de cada uno se les comunicó la gracia y dones con más o menos abundancia para el ministerio que les tocaba en la Iglesia. La misma proporción se guardó en los Apóstoles; pero San Pedro y San Juan señaladamente fueron aventajados con estos dones por los más altos oficios que tenían; el uno de gobernar la Iglesia como cabeza, y el otro de asistir y servir a María Santísimo. El texto de San Lucas dice que el Espíritu Santo llenó toda la casa donde estaba aquella feliz congregación, no sólo porque todos en ella quedaron llenos del divino Espíritu y de sus inefables dones, sino porque la misma casa fue llena de admirable luz y resplandor. Esta plenitud de maravillas y prodigios redundó Y se comunicó a otros fuera del cenáculo; porque obró también diversos y varios efectos el Espíritu Santo en los moradores y vecinos de Jerusalén.

No son menos admirables, aunque más ocultos, otros efectos muy contrarios a los que he dicho que el mismo Espíritu divino obró este día en Jerusalén.

Sucedió, pues, que con el espantoso trueno y vehemente conmoción del aire y relámpagos en que vino el Espíritu Santo, turbó y atemorizó a todos los moradores de la ciudad enemigos del Señor, respectivamente a cada uno según su maldad y perfidia. Señalóse este castigo con todos cuantos fueron actores y concurrieron en la muerte de nuestro Salvador, particularizándose y airándose en malicia y rabia. Todos éstos cayeron en tierra por tres horas, dando en ella de cerebro.

Y los que azotaron a Su Majestad murieron luego todos ahogados de su propia sangre, que del golpe se les movió y trasvenó hasta sofocarlos, por la que con tanta impiedad derramaron. El que dio la bofetada a Su Majestad divina, no sólo murió repentinamente, sino que fue lanzado en el infierno en alma y cuerpo. Otros de los judíos, aunque no murieron, quedaron castigados con intensos dolores y algunas enfermedades abominables, que con la sangre de Cristo de que se cargaron han pasado a sus descendientes, y aun perseveran hoy entre ellos, y los hacen inmundísimos y horribles. Este castigo fue notorio en Jerusalén, aunque los pontífices y fariseos pusieron gran diligencia en desmentirlo, como lo hicieron en la resurrección del Salvador.

 

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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Visión de Jesús en el Monte de los Olivos, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: «¡Montes, cubridnos!». Les dijo también: «Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea».

Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: «Aunque todos se escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré». El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: «Aunque tenga que morir con Vos, nunca os negaré». Así hablaron también los demás. Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre ellos la tentación.

Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales. Los Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín, que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.

Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. «Mi alma está triste hasta la muerte», respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres Apóstoles: «Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en tentación». Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto.

Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Me pareció que Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos.

Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; los tomó todos sobre sí, y se ofreció en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: «¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?».

Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: «¡Padre mío, todo os es posible: alejad este cáliz!». Después se recogió y dijo: «Que vuestra voluntad se haga y no la mía». Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte.

Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue adonde estaban los tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: «Simón, ¿duermes?». Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su abandono: «¿No podíais velar una hora conmigo?». Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: «Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?». Jesús respondió: «Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil».

Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Se volvió a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban: «¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?». Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?». Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.

Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo; seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.

Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo.

Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de silencio; me pareció que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.

Habiendo resistido victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: «¿Cuál será el fruto de este sacrificio?». Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles.

Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: «Estad quietos: yo voy a Él». Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: «Maestro, ¿qué tenéis?» . Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: «Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la mía!».

En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba.

Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior.

Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse.

Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.

Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo.

En aquel momento los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: «¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo».

Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte.

Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo. Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Lo aceptó todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.

Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.

Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor.

Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. «Ved aquí a hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber nacido». Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: «Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos». Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo: «Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos». Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el jardín y Getsemaní.

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La Via Dolorosa del Pretorio al Calvario, visiones de Maria Valtorta

Jesús, tras su condena a muerte, permanece en el atrio, custodiado por los soldados, esperando la cruz. Pasa un poco de tiempo así. No más de media hora incluso menos. Luego, Longinos, encargado de presidir la ejecución da sus órdenes.

 -Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo.
Pero Jesús responde:
-Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello.
-Yo estoy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y además… aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte… Un sorbo… para que yo vea que no aborreces a los paganos.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longinos, que lo ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo-róseo claro)…

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.
-Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed… Me produces compasión … sí… compasión… No eres Tú hebreo al que habría que matar… ¡En fin!… Yo no te odio… y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable.

Pero Jesús no bebe otra vez… Verdaderamente tiene sed… Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre… Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo -por luz interna, como lo que acabo de decir-que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

-Que Dios te bendiga por este alivio -dice. Y sonríe. Todavía sonríe… una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación). Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longinos da las últimas órdenes. Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longinos sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.
Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí -cuando leía… o sea, hace años-que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos». Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longinos da la orden de marcha:
-Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados.

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndolo tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados:
-¡Empujadlo, para que se caiga! ¡Que muerda el polvo el blasfemo!
Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longinos aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longinos quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa -y llamarlos «gentuza» es incluso honroso-no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longinos trata de tomar la de las murallas.
-¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!

Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.
Intentando calmar los ánimos, Longinos tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo «decurión» porque es el suboficial, pero quizás es –diríamos nosotros-su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longinos para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longinos.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarlo, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol… Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, lo defienden. Pero incluso al querer defenderlo lo golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo -introduciéndose en los ojos y en las gargantas- que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado -contra el que Jesús casi se derrumba-impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita:
-¡Déjalo! Decía a todos: «Levántate». Pues que ahora se levante Él…

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir…

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.
Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así… Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: «¡Poca cosa!». Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha… Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco… y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal… y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz -que siendo tan larga debe pesar mucho-, sufre agudamente.
Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento… Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril…

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verlo caer tan mal…

Longinos incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.
Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra.

La gente ve esto y grita:
-¡Se le ha subido a la cabeza su doctrina! ¡Mira, mira como se tambalea!
Y otros -que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas-dicen burlonamente: -No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida… -y otras frases parecidas.

Longinos, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma lo insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve… los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe… Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír… Sus consuelos… Diez caras… un alto bajo el sol de fuego…

Y enseguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarlo. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

-¡Atentos a que muera en la cruz! -grita la muchedumbre.
-Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio -dicen los jefes de los escribas a los soldados.
Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longinos tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longinos parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.
El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres -en verdad, muy exiguos-que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.
Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra.
Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verlo caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que lo guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su oscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longinos la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras É1 se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no lo dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta oscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano un ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer -a su lado tiene una joven sirviente-abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla:
-Gracias, Juana. Gracias, Nique,… Sara,… Marcela,… Elisa,… Lidia,… Ana,… Valeria,… y a ti… Pero… no lloréis… por mí… hijas de… Jerusalén… sino por los pecados… vuestros y… de vuestra ciudad… Da gracias… Juana… por no tener… ya hijos… Mira… es compasión de Dios… el no… no tener hijos… para que… sufran por… esto. Y también… tú, Isabel… Mejor… como sucedió… que entre los deicidas… Y vosotras… madres… llorad por… vuestros hijos, porque… esta hora no pasará… sin castigo… ¡Y qué castigo, si esto es así para… el Inocente!… Lloraréis entonces… el haber concebido… amamantado y el… tener todavía… a los hijos… Las madres… en aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será dichoso… el que en aquella hora… caiga primero… bajo los escombros… Os bendigo… Marchaos… a casa… orad… por mí. Adiós, Jonatán… llévatelas…

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.
Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes… y horrorizarse… Pero no emite un solo quejido. Eso sí -a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran-, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul oscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longinos, se acercan a María para avisarle. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longinos, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longinos menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo. María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen:

-¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Lo quieren! ¡Fijaos cómo lo quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerlo! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!

Longinos se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longinos ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longinos lo mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena:
-Hombre, ven aquí.
El Cireneo finge no oír. Pero con Longinos no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.
-¿Ves a ese hombre? -pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita:
-¡Dejad pasar a la Mujer!
Luego vuelve a hablarle al Cireneo:
-No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima.
-No puedo… Tengo el burro… es rebelde… Los chicos no saben dominarlo…
Pero Longinos dice:
-Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de castigo.
El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos:
-Id a casa. Pronto. Decid que llego enseguida -luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre -sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego-, y grita:
-¡Mamá!
Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas… y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla… Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte…
María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita:
-¡Hijo!
Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos -y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices…-hay un impulso de piedad. Y es que la palabra «¡Mamá!» y la palabra «¡Hijo!» conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que -lo repito-no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad…
El Cireneo siente esta piedad… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo -y se limita a mirarlo, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre-, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).
Pero María no puede besar a su Criatura… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre -blanco de las burlas de todo un pueblo-contra la pared del monte…
Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración… Pero puede andar mejor.
María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.
Longinos se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

El Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por un lado tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. A1 lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús iba durante la vendimia del primer año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos -no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo-no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado… vacío… silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre:
-¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! ¡Muerte al blasfemo galileo! ¡Clavad en la cruz también al vientre que lo llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!…

Longinos, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre… Ordena que se haga cesar ese barullo… La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de una ladera del monte.
El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, lo para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.
El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Crucifixión, Muerte y Descendimiento, visiones de Maria Valtorta

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas.

Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán e Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm…

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto oscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longinos para su hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente -mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de oscuras costras-, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis asegurándoselo bien para que no se caiga… Y en el lienzo –hasta ese momento mojado sólo de llanto- caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminada en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo… un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre lo escarnece como en coro (con citas de: Salmo 45, 3; Cantar de los cantares 5, 10-16; y alusiones a: Números 12; Deuteronomio 24, 9):
-¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén te adoran…

Y empiezan a cantar, con tono de salmo:
-Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche que no de agua, en la leche de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que 1a del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él -y se ríen, y también gritan:
-¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios te ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! A1 menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú… eres un andrajo impotente y asqueroso.

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se rebelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero oscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarlo. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana de1 diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.
Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz… el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos…

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro… y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe
sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros -un poco más-del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estiran por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza…

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del clavo, y tienen que desclavarlo casi (desclavar invirtiendo la posición, o sea, poniendo debajo el pie derecho y encima el izquierdo), porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean… Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello…

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.
Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: « ¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero -oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre cuerpo, suspendido de tres clavos-, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.
Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto, la cruz de Jesús; a sus dos lados, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados.

En pie, erguido, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, Longinos que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longinos, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longinos, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés, compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados -especialmente a Cristo-con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un sol extraño; de un amarillo-rojo de llama Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice:
-Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala.

Y María con Juan -tomado por hijo-sube por los escalones incididos en la roca tobosa -creo-y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, enseguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarlo con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.
-¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti? -gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos:
-Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja! ¡Ja! ¡Ja!… que te iba a glorificar, ¡cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?
Y tres fariseos:
-¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo.
Y saduceos y herodianos a los soldados:
-¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!

Una muchedumbre, en coro:
-Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú que destruyes el Templo… ¡Loco!… Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo.
Otros sacerdotes:
-¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo.
Otros que pasan y menean la cabeza:
-Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!
Los soldados:
-¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!

Los sacerdotes con sus cómplices:
-Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas -aquí dicen un término infame-tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de madrina de boda. Y silban como carreteros. Otros, lanzando piedras: -¡Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes!
Otros, parodiando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan:

-¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que lo segrega de entre los vivos!

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el meñique alzados y dice:
-¿“Te entrego al Dios del Sinaí, dijiste”? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?
Otro:
-No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez lo resucitas.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Vamos a casa de Lázaro! ¡Clavémoslo por el otro lado de la cruz! -y, como papagayos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: « ¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadlo y dejadlo andar.
-¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: «Yo soy la Resurrección y la Vida». ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler 1a muerte, y la Vida muere!
-Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarlo.
Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente:
-¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice:
-Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos.
-¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?
-¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales.

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longinos ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo -se lo había levantado para hablar a los insultadores-y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.
Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar:
-¡Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, Y para mí todo es lícito. ¿Dios?… ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice:
-¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo.

Pero el mal ladrón continúa sus imprecaciones.
Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos -forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos)-tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan e1 cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda -irregular pero violenta-propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, este abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua…

La corona de espinas le impide apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz del íleon hacia arriba por la fuerza de inercia que hace pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.

Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco.

El otro, que mira con piedad cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente cuando oye que en el insulto está incluida también Ella.
-¡Cállate! Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza… porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto… Yo quisiera poder pedirle perdón… Pero ¿podré hacerlo? Era una santa… La maté con el dolor que le daba. Yo soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por mí.

La Madre levanta un momento su cara acongojada y lo mira, mira a este desventurado que, a través del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia el arrepentimiento; y parece acariciarlo con su mirada de paloma.

Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La gente grita:
-¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene dos hijos delincuentes!
Y el otro incrementa:
-Te ama porque eres una copia menor de su amado.
Jesús dice ahora sus primeras palabras:
-¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!

Esta súplica le hace superar todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice:
-Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre santísimo.

Jesús se vuelve y lo mira con profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa pobre boca torturada. Dice:
-Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
El ladrón arrepentido se calma, y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad».

El otro continúa con sus blasfemias.
El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos, blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz).

La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan ahora ¬tan térreos se ponen sus rostros-a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa.

Jesús parece lividecer de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: « ¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera contener. Y María, cada vez que lo oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerlo.

La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo:
-¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esta luz extraña, no podemos ver.

En efecto, muchos empiezan a impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie de cono, tan oscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras: de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verlo mejor, y dice:
-Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre.
El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre-Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar… Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para consolarlo a Él…

Los sufrimientos son cada vez mayores y la luz es cada vez menor.
Es en esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos, Nicodemo y José, y dicen:
-¡Apartaos!
-No se puede. ¿Qué queréis? -dicen los soldados.
-Pasar. Somos amigos del Cristo.
Se vuelven los jefes de los sacerdotes.
-¿Quién osa profesarse amigo del rebelde? -dicen indignados.
Y José, resueltamente:
-Yo, noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos.
-Quien se pone de la parte del rebelde es rebelde.
-Y quien se pone de la parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno.
-¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!
-Yo también. Pero sólo de una cosa: de que Israel esté corrompido, que no sepa ya reconocer a Dios.
-Me causas horror.
-Apártate, entonces, y déjame pasar. Pido sólo eso.
-¿Para contaminarte más todavía?
-Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y la contraseña.
Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una tablilla encerada.
El decurión observa estas cosas y dice a los soldados:
-Dejad pasar a los dos.

Y José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí lo ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan contra ellos los improperios sacerdotales.

Los sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas.

La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza oscura, y sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.
Jesús ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo, como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz.
María emite un grito:
-¡Está muerto!
Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y Jesús se ve realmente como muerto. Otro grito femenino le responde, y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica densísima.

-No es posible -gritan unos sacerdotes y algunos judíos.
-Es una simulación para que nos vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para devolverle la voz.

Y, dado que los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después en las corazas romanas.
La medicina, como irónicamente han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso y vuelve en sí.
El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor.

Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra oscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa
-¡Eloi, Eloi, lamma sebacteni! -(esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Lo insultan:
-¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!
Otros gritan:
-¡Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarlo.
Y otros:
-Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios -porque está poco claro 1o que este demente quiere-están lejos… ¡Necesita voz para que lo oigan! -y se ríen como hienas o como demonios.
Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.
Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él…

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

La oscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).
Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús:
-¡Tengo sed!

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina ¬pero rígida-que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.
Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan:
-¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!… ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?… que leche no tengo…

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies
y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del esternocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad… La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más débil, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación:
-¡Mamá!
Y la pobre susurra:
-Sí, tesoro, estoy aquí.
Y cuando, por habérsele velado la vista, dice:
-Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?
Y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo. Ella responde: -¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío… Mamá está aquí, aquí está… y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás…
Es acongojante… Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longinos -que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial-no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la oscuridad total las palabras:
-Todo está cumplido! -y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.
E1 tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre oyéndolo… Se dice:
-¡Basta ya con este sufrimiento! -y se dice:
-¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!
Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.
Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica:
-¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.
Luego… adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante -verlo es tremendo-. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el «gran grito» de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra «Mamá»… Y ya nada más…

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre… Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longinos, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La oscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Lo llama, porque mal lo ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces lo llama:
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
Es la primera vez que lo llama por el nombre desde que está en el Cal
vario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, lo ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente oscuro, y grita:
-¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver… No puede creer que su Jesús ya no esté…
Juan -también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado-abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice:
-Ya no sufre.
Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita:
-¡No tengo ya Hijo!

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías -que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido-sustituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice:
-Hija, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…
Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice:
-Sí, sí, llora… Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía -y cuando oye que María le dice: « ¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¡Sí!, sí,… pero… pero… hija… ¡oh, hija!…

No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).
Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino…

Los soldados cuchichean unos con otros.
-¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo.
-Y se daban golpes de pecho.
-Los más aterrorizados eran los sacerdotes.
-¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca Mira: la tierra está llena de fisuras.
-Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo.
-Y debajo hay cuerpos.
-¡Déjalos! Menos serpientes.
-¡Otro incendio! En la campiña…
-¿Pero está muerto del todo?
-¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?

Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longinos. -Queremos el Cadáver.
-Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes.
-¿Cómo lo has sabido?
-Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero.

Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.
Es entonces cuando Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no alcanzo a oír. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

Longinos se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe Y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda. Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.
-Ya está, amigo -dice Longinos, y termina:
-Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos… ¡Era verdaderamente un Justo! De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal…

… Mientras en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.
Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse. -¡Gamaliel! ¿Tú?
-¿Tú, José? ¿Lo dejas?
-Yo no. Pero tú, ¿cómo por aquí?, y en ese estado…
-¡Cosas terribles! ¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El Sancta Sanctorum descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!
Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por esta prueba.

Los dos lo miran mientras se aleja… se miran… dicen juntos:
-“¡Estas piedras temblarán con mis últimas palabras!” ¡Se lo había prometido! …
Aceleran la carrera hacia la ciudad.

Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, llantos, quejidos… Dicen:
-¡Su Sangre ha hecho llover fuego!
-¡Entre los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!
-¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!
José agarra a uno que está dando cabezazos contra la muralla, y lo llama por su nombre, y tira de él mientras entra en la ciudad:
-¡Simón! ¿Pero qué vas diciendo?
-¡Déjame! ¡Tú también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen.
-Se ha vuelto loco -dice Nicodemo. Lo dejan y trotan hacia el Pretorio.

El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.

En uno de los muchos espacios abovedados oscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca -porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto oscuro-, hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando:
-¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: «¡Maldito seas eternamente!» -y luego se derrumba gimiendo:
-¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
-¡Pero están todos locos! -dicen los dos.

Llegan al Pretorio. Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.

Los dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones. Vuelvo al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de
los dos rellanos, se arroja de bruces -largura blanca sobre el suelo amarillento-y gime:
-¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que me oyes y me perdonas.

Comprendo que cree que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, dice
-Levántate. Calla. ¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!
-¿Muerto? ¿Estás muerto? ¡Oh!…
Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a María, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longinos, en pie, a la derecha, solemne con su respetuosa postura.

Se arrodilla, extiende los brazos y llora:
-¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! ¡Pero Tú eras la Misericordia!… Yo te digo, yo, el anonadado rabí de Judá: «Venga tu Sangre sobre nosotros, por piedad». ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para nosotros… llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta tortura: -Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las fórmulas. Isaías lo dice (Isaías 53, 12): «…pagó por los pecadores y cargó sobre sí los pecados de muchos». ¡Oh, también el mío, Jesús Nazareno…

Se levanta. Mira a la cruz, que aparece cada vez más nítida con luz que se va haciendo más clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.
Y vuelve el silencio al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.

Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos, que no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio en los otros, por deseo de los judíos.

Longinos llama a los cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.

Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo permiten.

También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo que sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.
María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.
Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longinos, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda -casi abierta-para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre 1a cruz y su cuerpo.
María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirlo más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.
Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

Llegados abajo, su intención es colocarlo en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerlo; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.
Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre… Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarlo también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella lo llama… lo llama con voz lacerada. Luego lo separa de su hombro y lo acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos -como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre-, pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo:
-¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!

Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita:
-¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?
José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice:
-¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto… Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras lo envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega:
-¡Oh, id despacio, con cuidado!

Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, llevan el Cadáver, envuelto en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman el sendero hacia abajo.

María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana -que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña-baja hacia el sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.

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Foros de la Virgen María María de Jesús de Agreda MENSAJES Y VISIONES

La Pasión de Jesucristo, visiones de sor María de Jesús de Agreda

El siguiente es el extracto del libro la “Vida de la Virgen María”, de Sor María de Jesús de Agreda, en que cuenta las visiones que tuvo de la pasión de Jessucristo. Son los capítulos XXIV a XXX; comienza con un relato breve de la Transfiguración  

 

CAPITULO XXIV

La Transfiguración. – El ungüento de nardo. – Entrada en Jerusalén. – Cristo en el Cenáculo.

Corrían ya más de dos años y medio de la predicación y maravillas de nuestro Redentor y Maestro Jesús, Y se iba acercando el tiempo destinado por la eterna Sabiduría, para volverse al Padre. Y porque todas sus obras eran ordenadas a nuestra salud y enseñanza, determinó Su Majestad prevenir algunos de sus Apóstoles para el escándalo que con su muerte habían de padecer, y manifestárseles primero glorioso en el cuerpo pasible que habían de ver después azotado y crucificado, para que primero le viesen transfigurado con la gloria, que desfigurado con las penas. Para esto eligió un monte alto, que fue el Tabor, en medio de Galilea, y dos leguas de Nazareth hacia el Oriente; y subiendo a lo más alto de él con los tres apóstoles Pedro, Jacobo y Juan su hermano, se transfiguró en su presencia. Estando transfigurado vino una voz del cielo en nombre del Eterno Padre, que dijo: Este es mi Hijo muy amado, en quien Yo me agrado; a El habéis de oír. No dicen los evangelistas que se hallase María Santísima a la maravilla de la Transfiguración, ni tampoco lo niegan; porque esto no pertenecía a su intento, ni convenía manifestar en los Evangelios el oculto milagro con que se hizo. La inteligencia que se me ha dado para escribir esta historia es que la divina Señora, al mismo tiempo que algunos ángeles fueron a traer la alma de Moisés y a Ellas de donde estaban, fue llevada por manos de sus santos ángeles al monte Tabor, para que viese transfigurado a su Hijo santímo, como sin duda le vio.

Y no sólo vio transfigurada y gloriosa la humanidad de Cristo nuestro Señor, sino que el tiempo que duró este misterio vio con claridad María Santísima la Divinidad intuitivamente.

Continuaba nuestro Salvador sus maravillas en Judea, donde estos días, entre otras, sucedió la resurrección de Lázaro en Betania, adonde vino llamado de las dos hermanas Marta y María. Y porque estaba muy cerca de Jerusalén, se divulgó luego en ella el milagro, y los pontífices y fariseos, irritados con esta maravilla, hicieron el concilio donde decretaron la muerte del Salvador. Llegó otra vez a Betania, donde había resucitado Lázaro, y donde fue hospedado de las dos hermanas, Y le hicieron una cena muy abundante para Su Majestad y María Santísima su Madre y todos los que los acompañaban para la festividad de la Pascua; y entre los que cenaron uno fue Lázaro, a quien pocos días antes había resucitado.

Estando recostado el Salvador del mundo en este convite (conforme a la costumbre de los judíos), entró María Magdalena llena de divina luz; y con ardentísimo amor, que a Cristo su Maestro tenía, le ungió los pies, y derramó sobre ellos y su cabeza un vaso o pomo de alabastro lleno de licor fragantísimo y precioso, de confección de nardos y otras cosas aromáticas; y limpió los pies con sus cabellos, al modo que otra vez lo habla hecho en casa del fariseo en su conversión. De la fragancia de estos ungüentos se llenó toda la casa, porque fueron en cantidad y muy preciosos; y la liberal enamorada quebró el vaso para derramarlos sin escasez. El avariento apóstol Judas, que deseaba se le hubiese entregado para venderlos y coger el precio, comenzó a murmurar de esta unción misteriosa y a mover a algunos de los otros Apóstoles con pretexto de pobreza y caridad con los pobres, a quienes decía se les defraudaba la limosna, gastando sin provecho y con prodigalidad cosa de tanto valor, siendo así que todo esto era con disposición divina, y él hipócrita, avariento y desmesurado.

El Maestro disculpó a la Magdalena, a quien Judas reprendía de pródiga y poco advertida. Y el Señor le dijo a él y a los demás que no la molestasen; porque aquella acción no era ociosa y sin justa causa; y a los pobres no por esto se les perdía la limosna que quisiesen hacerles cada día; y con su persona no siempre se podía hacer aquel obsequio, que era para su sepultura, la que prevenía aquella generosa enamorada con espíritu del cielo, testificando en la misteriosa unción que ya el Señor iba a padecer por el linaje humano, y que su muerte y sepultura estaban muy vecinas. Pero nada de esto entendía el pérfido discípulo, antes se indignó furiosamente contra su Maestro, porque justificó la obra de la Magdalena. Viendo Lucifer la disposición de aquel depravado corazón, le arrojó en él nuevas flechas de codicia, indignación y mortal odio, contra el Autor de la vida. Y desde entonces propuso de maquinarle la muerte, y en llegando a Jerusalén dar cuenta a los fariseos y desacreditarle con ellos con audacia, como en efecto lo cumplió.

Porque ocultamente se fue a ellos, y les dijo que su Maestro enseñaba nuevas leyes contrarias a la de Moisés y de. los emperadores: que era amigo de convites, de gente perdida y profana; y a muchos de mala vida admitía, a hombres y mujeres, y los traía en su compañía. El sábado que sucedió la unción de la Magdalena en Betania, acabada la cena, como en el capítulo pasado dije, se retiró nuestro divino Maestro. Llegado. el día, que fue el que corresponde al domingo de Ramos, salió Su Majestad con sus discípulos para Jerusalén. Y habiendo caminado dos leguas, poco más o menos, en Regando a Betfagé, envió dos discípulos a la casa de un hombre poderoso que estaba cerca, y con su voluntad le trajeron dos jumentillos; el uno, que nadie había usado ni subido en él. Nuestro Salvador caminó para Jerusalén, y los discípulos aderezaron con sus vestidos y capas al jumentillo y también la jumentilla; porque de entrambos se sirvió el Señor en este triunfo. Sucedió en el camino que los discípulos, y con ellos todo el pueblo, pequeños y grandes, aclamaron al Redentor por verdadero Mesías, Hijo, de David, Salvador del mundo y Rey verdadero. Unos decían: «Paz sea en el cielo y gloria en las alturas, bendito sea el que viene como Rey en el nombre del Señor»; otros decían: «Hosanna Filio David: Sálvanos, Hijo de David, bendito sea el reino que ya ha venido de nuestro padre David.» Unos y otros cortaban palmas y ramos de los árboles en señal de triunfo y alegría, y con las vestiduras los arrojaban por el camino donde pasaba el nuevo triunfador de las batallas.

Prosiguió el Salvador del mundo su triunfo hasta entrar en Jerusalén, y los santos ángeles, que lo miraban y acompañaban, le cantaron nuevos himnos de loores y divinidad con admirable armonía. Entrando en la ciudad con júbilo de todos los moradores, se apeó del jumentillo y encaminó sus pasos al templo. Derribó las mesas de los que vendían y compraban en el templo, celando la, honra de la casa de su Padre; y echó fuera a los que la hacían casa de negociación y cueva de ladrones.

Estuvo Su Majestad en el templo enseñando y predicando hasta la tarde. Y en confirmación de la veneración y culto que se le había de dar a aquel, lugar santo y casa de oración, no consintió que le trajesen un vaso de agua para beber; y, sin recibir este ni otro refrigerio, volvió aquella tarde a Betania, de donde. había venido, y después los días siguientes hasta su pasión volvió a Jerusalén.

El miércoles siguiente a la entrada de Jerusalén (fue el día que Cristo nuestro Señor se quedó en Betania sin volver al templo) se juntaron de nuevo en casa del pontífice Caifás los escribas y fariseos, para maquinar dolosamente la muerte del Redentor del mundo; porque los habla irritado con mayor envidia el aplauso que en la entrada de Jerusalén habían hecho con Su Majestad todos los moradores de la ciudad. Esto cayó sobre el milagro de resucitar a Lázaro, y las otras maravillas que aquellos días había obrado Cristo nuestro Señor en el templo; y habiendo resuelto convenía quitarle la vida, paliando esta impía crueldad con pretexto del bien público, como lo dijo Caifás, profetizando lo contrario de lo que pretendía. El demonio, que los vio resueltos, puso en la imaginación de algunos no ejecutasen este acuerdo con la fiesta de la Pascua, porque no se alborotase el pueblo que veneraba a Cristo nuestro Señor como Mesías o gran profeta. Esto hizo Lucifer, para ver si con dilatar la muerte del Señor podría impedirla. Mas como Judas estaba ya entregado a su misma codicia y maldad, y destituido de la gracia que para revocarla era menester, acudió al concilio de los pontífices muy azorado e inquieto, y trató con ellos de la entrega de su Maestro, y se remató la venta con treinta dineros; y por no perder los pontífices la ocasión, atropellaron con el inconveniente de ser Pascua.

Despedido nuestro Salvador de su amante Madre, salió de Betania para la última jornada, a Jerusalén el jueves, que fue el día de la cena, poco antes de mediodía, acompañado de los Apóstoles que consigo tenía.

En seguimiento del Autor de la vida partió luego de Betania la Madre, acompañada de la Magdalena y de las otras mujeres santas. Y como el divino Maestro iba informando a sus Apóstoles y previniéndolos con la doctrina de su pasión, para que no desfalleciesen en ella por las ignominias que la viesen padecer, así también la Señora de las virtudes iba consolando y previniendo a su congregación santa de discípulas, para que no se turbasen cuando viesen morir a su Maestro y ser azotado afrentosamente. Y aunque en la condición femínea eran estas santas mujeres de naturaleza más enferma y frágil que los Apóstoles, con todo eso fueron más fuertes que algunos de ellos en conservar la doctrina y documentos de su gran Maestra y Señora. Quien más se adelantó en todo fue Santa María Magdalena, porque la llama de su amor la llevaba toda enardecida; y por su misma condición natural era magnánima, esforzada y varonil. Y entre todos los del apostolado tomó por su cuenta acompañar a la Madre de Jesús y asistirla, sin apartarse de ella en todo el tiempo de la pasión, y así lo hizo como amante fiel.

Proseguía su camino para Jerusalén nuestro Redentor, el jueves a la tarde, que precedió a su pasión y muerte. Preguntáronle dónde quería celebrar la Pascua del cordero que aquella noche cenaban los judíos. Respondióles el divino Maestro enviando a San Pedro y a San Juan que se adelantasen a Jerusalén, y preparasen la cena en casa de un hombre donde viesen entrar un criado con un cántaro de agua, pidiéndole al dueño de la casa que le previniese aposento para cenar con sus discípulos. Era este vecino de Jerusalén hombre rico, principal y devoto del Salvador, y con su piadosa devoción mereció que el Autor de la vida eligiera su casa para santificarla con los misterios que obró en ella, dejándola consagrada en templo santo. Fueron luego los dos Apóstoles, y con las señas que llevaban pidieron al dueño de la casa que admitiese en ella al Maestro de la vida y tuviese por su huésped, para celebrar la gran solemnidad de los Acimos, que así se llamaba aquella Pascua.

Fue ilustrado con especial gracia el corazón de aquel padre de familias, y liberalmente ofreció su casa con todo lo necesario para la cena legal, y luego señaló para ella una cuadra muy grande, colgada y adornada con mucha decencia. Prevenido todo esto, llegó Su Majestad a la posada con los demás discípulos; y en breve espacio fue también su Madre con su congregación de las mujeres que le seguían. Nuestro Salvador y Maestro Jesús, en retirándose su purísima Madre, entró en el aposento prevenido para la cena con todos los doce Apóstoles y otros discípulos, y con ellos celebró la cena del cordero, guardando todas las ceremonias de la ley, sin faltar a, cosa alguna de los ritos que él mismo había ordenado por medio de Moisés.

Acabada la cena legal y bien informados los Apóstoles, se levantó Cristo nuestro Señor para lavarles los pies. Levantóse nuestro divino Maestro de la oración que hizo, y con semblante hermosísimo, sereno y apacible, puesto en pie, mandó sentar con orden a sus discípulos. Luego se quitó un manto que traía sobre la túnica inconsútil, y ésta le llegaba a los pies, aunque no los cubría. Y en esta ocasión tenía sandalias, que algunas veces las dejaba para andar descalzo en la predicación, y otras las usaba, desde que su Madre Santísima se las calzó en Egipto, y fueron creciendo en hermosos pasos con la edad, como crecían los pies.

Despojado del manto, recibió una toalla o mantel largo, y con la una parte se ciño el cuerpo, dejando pendiente el otro extremo. Luego echó agua en una bacía para lavar los pies de los Apóstoles. Llegó a la Cabeza de los Apóstoles San Pedro para lavarle. y cuando el fervoroso Apóstol vio postrado a sus pies al mismo Señor, turbado y admirado dijo: ¿Tú, Señor, me lavas a mí los pies?

Respondió Cristo con incomparable mansedumbre: Tú ignoras ahora lo que yo hago, pero después lo entenderás. No entendió San Pedro esta doctrina, y embarazado con el indiscreto afecto de su humildad, replicó al Señor y le dijo: Jamás consentiré, Señor, que tú me laves los pies. Respondióle con más severidad el Autor de la vida: Si yo no te lavare, no tendrás parte conmigo. Con la amenaza de Cristo quedó San Pedro enseñado, que con rendimiento respondió luego: «Señor, no sólo doy los pies, sino las manos y la cabeza, para que todo me lavéis. Admitió el Señor este rendimiento de San Pedro, y le dijo: «Vosotros estáis limpios, aunque no todos (porque estaba entre ellos el inmundísimo Judas), y el que está limpio no tiene que lavarse más de los pies.

Pasó el divino Maestro a lavar a Judas, cuya traición y alevosía no pudieron extinguir la caridad de Cristo, para que dejase de hacer con él mayores demostraciones que con los otros Apóstoles. Y sin manifestarles Su Majestad estas señales, se las declaró a Judas en dos cosas. La una, en el semblante agradable y caricia exterior con que se le puso a sus pies, y se los lavó, besó y llegó al pecho. La otra, en las grandes inspiraciones con que tocó su interior, conforme a la dolencia y necesidad que tenía aquella depravada conciencia.

Resistió la maldad de Judas a la virtud y contacto de aquellas

manos divinas. Y aunque no hubiera recibido otros auxilios la pertinacia de Judas, sino los ordinarios que obraba en las almas la presencia y vista del autor de la vida, y los que naturalmente podía causar su persona, fuera la malicia de este infeliz discípulo sobre toda ponderación. Era la persona de Cristo nuestro bien en el cuerpo perfectísima y agraciada; el semblante grave y sereno, de una hermosura apacible y dulcísima; el cabello nazareno uniforme; el color entre dorado y castaño; los ojos rasgados y de suma gracia y majestad; la boca, la nariz y todas las partes del rostro proporcionadas en extremo, y en todo se mostraba tan agradable y amable, que a los que le miraban sin malicia de intención, los atraía a su veneración y amor. Sobre esto causaba con su vista gozo interior. Esta persona de Cristo tan amable y venerable tuvo Judas a sus pies, y con nuevas demostraciones de agrado y mayores impulsos que los ordinarios. Pero tal fue su perversidad, que nada le pudo inclinar ni ablandar su endurecido corazón.

La cena legal celebró Cristo recostado en tierra con los Apóstoles, sobre una mesa o tarima que se levantaba del suelo poco más de seis o siete dedos; porque ésta era la costumbre de los judíos. Acabado el lavatorio, mandó preparar otra mesa alta como ahora usamos para comer, dando fin con esta ceremonia a las cenas legales y cosas ínfimas y figurativas, y principio al nuevo convite en que fundaba la nueva ley de gracia. Y de aquí comenzó el consagrar en mesa o altar levantado que permanece en la Iglesia católica. Cubrieron la nueva mesa con una toalla muy rica, y sobre ella pusieron un plato o salvilla, y una copa grande de forma de cáliz, bastante para recibir el vino necesario, conforme a la voluntad de Cristo nuestro Salvador, que con su divino poder y sabiduría lo prevenía y disponía todo. El dueño de la casa le ofreció con superior moción estos vasos tan ricos y preciosos de piedra como esmeralda. Después usaron de ellos los sagrados Apóstoles para consagrar cuando pudieron. Sentóse a la mesa Cristo con los doce Apóstoles y algunos otros discípulos, y pidió le trajesen pan cenceño sin levadura, y púsolo sobre el plato, y vino puro, de que preparó el cáliz con lo que era menester.

Estando juntos todos, esperando con admiración lo que hacía el Autor de la vida, apareció en el cenáculo la persona del eterno Padre y la del Espíritu Santo, como en el Jordán y en el Tabor. De esta visión, aunque todos los apóstoles y discípulos sintieron algún efecto, sólo algunos la vieron; en especial el evangelista San Juan que siempre tuvo vista de águila penetrante y privilegiada en los divinos misterios. Trasladóse todo el cielo al cenáculo de Jerusalén; que tan magnífica fue la obra con que se fundó la Iglesia del Nuevo Testamento, se estableció la ley de gracia y se previno nuestra salud eterna.

 

CAPITULO XXV

El monte Olivete. – Sudor de sangre. – Traición de Judas. Su castigo en la tierra y en el infierno.

Nuestro Redentor salió de la casa del cenáculo en compañía de todos los hombres que le habían asistido en las cenas y celebración de sus misterios; y luego se despidieron muchos de ellos por diferentes calles, para acudir cada uno a sus ocupaciones. Su Majestad, siguiéndole solos los doce Apóstoles, encaminó sus pasos al monte Olivete, fuera y cerca de la ciudad de Jerusalén a la parte oriental. Y como la alevosía de Judas le tenía tan atento y solícito de entregar al divino Maestro, imaginó que iba a trasnochar en la oración, como lo tenía de costumbre. Parecióle aquella ocasión muy oportuna para ponerlo en manos de sus confederados los escribas y fariseos. Con esta infeliz resolución se fue deteniendo y dejando alargar el paso a su divino Maestro y a los demás Apóstoles, sin que ellos lo advirtiesen por entonces; y al punto que los perdió de vista, partió, a toda prisa a su precipicio y destrucción. Llevaba gran sobresalto, turbación y zozobra, testigos de la maldad que iba a cometer; y con este inquieto orgullo (como mal seguro de conciencia) llegó corriendo y azorado a casa de los pontífices.

Y como el Autor de la vida estaba en, Jerusalén, y también los pontífices consultaban, cuando llegó Judas, cómo les cumpliría lo prometido de entregársele en sus manos; en esta ocasión entró el traidor, y les dio cuenta cómo dejaba a su Maestro con los demás discípulos en el monte Olivete; que le parecía la mejor ocasión para prenderle aquella noche, como fuesen con cautela y prevenidos para que no se les fuese de entre las manos con las artes y mañas que sabía. Alegráronse mucho los sacrilegios pontífices, y quedaron previniendo gente armada para salir luego al prendimiento del Cordero.

Prosiguió nuestro Salvador su camino, pasando el torrente Cedrón, para el monte Olivete, y entró en el huerto de Getsemaní, y hablando con todos los Apóstoles que le seguían, les dijo: «Esperadme, y asentaos aquí, mientras yo me alejo un poco a la oración; y orad también vosotros para que no entréis en tentación». Dióles este aviso el divino Maestro para que estuviesen constantes en la fe contra las tentaciones, que en la cena los había prevenido que todos serían escandalizados aquella noche por lo que le verían padecer; y que Satanás los embestiría para ventilarlos y turbarlos con falsas sugestiones; porque el Pastor había de ser maltratado y herido, y las, ovejas serían derramadas.

Estando con los tres Apóstoles, levantó los ojos al eterno Padre.

Esta oración fue como una licencia y permiso con que se abrieron las puertas al mar de la pasión y amargura, para que con ímpetu entrasen hasta el alma de Cristo. Y así comenzó luego a congojarse y sentir grandes angustias, y con ellas dijo a los tres Apóstoles: Triste está mi alma hasta la muerte. Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad, y con la resistencia que conocía de parte de los hombres, para lograr en todos su pasión y muerte; y entonces llegó a sudar sangre con tanta abundancia de gotas muy gruesas, que corría hasta llegar al suelo.

Al mismo tiempo que nuestro Salvador Jesús estaba en el monte Olivete orando a su eterno Padre, y solicitando la salud espiritual de todo el linaje humano, el pérfido discípulo Judas apresuraba su prisión y entrega a los pontífices y fariseos.

Con esta impía temeridad se movió también la envidia de los pontífices y escribas, y con la instancia de Judas, juntaron con presteza mucha gente, para que llevándole por caudillo, él y los soldados gentiles, un tribuno y otros muchos judíos fuesen a prender al Cordero que estaba esperando el suceso, y mirando los pensamientos y estudio de los sacrílegos pontífices, como lo había profetizado Jeremías. Salieron todos estos ministros de maldad de la ciudad hacia el monte Olivete, armados y prevenidos de sogas y de cadenas, con hachas encendidas y linternas, como el autor de la traición lo había prevenido, temiendo, como alevoso y pérfido, que su Maestro, a quien juzgaba por hechicero y mago, no hiciese algún milagro con que escapársele.

Se adelantó Judas para dar a sus ministros la seña con que los dejaba prevenidos; que su Maestro era aquel a quien él se llegase a saludarle, dándole el ósculo fingido de paz que acostumbraba; que le prendiesen luego, y no a otro por yerro. Llegó, pues, el traidor, y como insigne artífice de la hipocresía, disimulándose enemigo, le dio paz en el rostro y le dijo: Dios te salve, Maestro.

Dada la señal del ósculo por Judas, llegaron a carearse el Autor de la vida y sus discípulos con la tropa de los soldados que venían a prenderle; y se presentaron cara a cara, como dos escuadrones los más opuestos y encontrados que jamás hubo en el mundo. Habló con los soldados Su Majestad, y con increíble afecto al padecer y grande esfuerzo y autoridad, les dijo: ¿A quién buscáis? Respondieron ellos: A Jesús Nazareno. Replicó el Señor y dijo: Yo soy. En esta palabra de incomparable precio y felicidad para el linaje humano se declaró Cristo por nuestro Salvador.

El primero que se adelantó descomedidamente a echar mano del Autor de la vida para prenderle fue un criado de los pontífices, llamado Maleo. Y aunque todos los Apóstoles estaban turbados y afligidos del temor, con todo eso San Pedro se encendió más que los otros en el celo de la honra y defensa de su Maestro. Y sacando un terciado que tenía le tiró un golpe a Maleo, Y le cercenó una oreja derribándosela del todo. Y el golpe fue encaminado a mayor herida, si la providencia divina del Maestro de la paciencia y mansedumbre no le divirtiera.

Pero no permitió Su Majestad que en aquella ocasión interviniese muerte de otro alguno más que la suya; sus llagas, sangre y dolores, cuando a todos (si la admitieran) venía a dar la vida eterna y rescatar el linaje humano. Ni tampoco eran según su voluntad y doctrina que su persona fuese defendida con armas ofensivas, ni quedase este ejemplar en su Iglesia, como de principal intento para defenderla. Y para confirmar esta doctrina, como la había enseñado, tomó la oreja, cortada, y se la restituyó al siervo Maleo, dejándosela en su lugar con perfecta sanidad mejor que antes. Y primero se volvió a reprender a San Pedro, y le dijo: Vuelve tu espada a su lugar, porque los que la tomaren para matar con ella, perecerán. ¿No quieres que beba yo el cáliz que me dio mi Padre? ¿Piensas tú que no le puedo yo pedir muchas legiones de Ángeles en mi defensa, y me los daría luego? Con esta amorosa corrección quedó advertido e ilustrado San Pedro, como cabeza de la Iglesia, que sus armas para establecer y defenderla hablan de ser de potestad espiritual, y que la ley del Evangelio no enseñaba a pelear ni vencer con espadas materiales, sino con la humildad, paciencia, mansedumbre y caridad perfecta, venciendo al demonio, al mundo y a la carne; que mediante estas victorias triunfa la virtud divina de sus enemigos, y de la potencia y astucia de este mundo; y que el ofender y defenderse con armas no es para los perseguidores de Cristo nuestro Señor, sino para los príncipes de la tierra, por las posesiones terrenas; y el cuchillo de la Santa Iglesia ha de ser espiritual, que toque a las almas antes que a los cuerpos.

Al punto que prendieron y ataron a nuestro Salvador, sintió la purísima Madre en sus manos los dolores de las sogas y cadenas, como si con ellas fuera atada y constreñida; y lo mismo sucedió de los golpes y tormentos que iba recibiendo el Señor, porque se le concedió a su Madre este favor.

Estaba Judas desamparado de la divina gracia después de la entrega

que hizo con el ósculo y contacto de Cristo nuestro Salvador. Despertále Lucifer íntimo dolor de sus pecados; mas no por buen fin ni motivos de haber ofendido a la Verdad divina, sino por la deshonra que padecería con los hombres. Con estos y otros pensamientos que le arrojó el demonio quedó lleno de confusión, tinieblas y despechos muy rabiosos contra sí mismo. Y retirándose de todos, estuvo para arrojarse de muy alto en casa de los pontífices, y no lo pudo hacer. Salióse fuera, y como una f ¡era, indignado contra si mismo, se mordía los brazos y manos y se daba desatinados golpes en la, cabeza, tirándose del pelo, y hablando desatinadamente se echaba muchas maldiciones y execraciones.

Viéndole tan rendido Lucifer, le propuso que fuese a los sacerdotes,

y confesando su pecado, les volviese su dinero. Hízole Judas con presteza, y a voces les dijo aquellas palabras. Pero ellos, no menos endurecidos, le respondieron que lo hubiera mirado primero. Con esta repulsa que le dieron los príncipes de los sacerdotes, tan llena de impiísima crueldad, acabó Judas de desconfiar, persuadiéndose no sería posible excusar la muerte de su Maestro. Lo mismo juzgó el demonio, aunque hizo más diligencia por medio de Pilatos. Pero como Judas no le podía servir ya para su intento, le aumentóla tristeza y despechos, y le persuadió que para no esperar más duras penas se quitase la vida. Admitió Judas este formidable engaño, y saliéndose de la ciudad se colgó de un árbol seco, haciéndose homicida de sí mismo el que se había hecho deicida de su Criador. Sucedió esta infeliz muerte de Judas el mismo día del viernes, a las doce, que es al mediodía, antes que muriera nuestro Salvador.

Recibieron luego los demonios el alma de Judas y la llevaron al infierno; pero su cuerpo quedó colgado y reventadas sus entrañas con admiración y asombro de todos, viendo el castigo tan estupendo de la traición de aquel pérfido discípulo. Perseveró el cuerpo ahorcado tres días en el público, y en este tiempo intentaron los judíos quitarle del árbol y ocultamente enterrarle, porque de aquel, espectáculo redundaba grande confusión contra los sacerdotes y fariseos, que no podían contradecir aquel testimonio de su maldad. Mas no pudieron con industria alguna derribar ni quitar el cuerpo de Judas de donde se había colgado, hasta que, pasados tres días, por dispensación de la justicia divina, los mismos demonios le quitaron de la horca y le llevaron con su alma para que en lo profundo del infierno pagase, en cuerpo y alma, eternamente su pecado. Y porque es digno de admiración temerosa lo que he conocido del castigo y penas que se le dieron a Judas, lo diré, como se me ha mostrado y mandado. Entre las obscuras cavernas de los calabozos infernales estaba desocupada una muy grande, de mayores tormentos que las otras, porque los demonios no habían podido arrojar en aquel lago alguna alma, aunque la crueldad de estos enemigos lo había procurado desde Caín hasta aquel día. Esta imposibilidad admiraba al infierno, ignorante del secreto, hasta que llegó el alma de Judas, a quien fácilmente arrojaron y sumergieron en aquel calabozo, nunca antes ocupado de otro alguno de los condenados.

 

CAPITULO XXVI

Cristo preso. – Empieza a padecer. – Le acusan de blasfemo. Noche de angustia. – Intento satánico frustrado.

Digna cosa fuera hablar de la pasión, afrentas y tormentos de nuestro Salvador Jesús con palabras tan vivas y eficaces, que pudieran penetrar más que la espada de dos filos hasta dividir con íntimo dolor lo más oculto de nuestros corazones. No fueron comunes las penas que padeció; no se hallará dolor semejante como su dolor. No era su Persona como las demás de los hijos de los hombres; no padeció Su Majestad por si mismo ni por sus culpas, sino por nosotros y por las nuestras. Pues razón es que las palabras y términos con que tratamos de sus tormentos y dolores no sean comunes y ordinarios, sino con otros vivos y eficaces se la propongamos a nuestros sentidos. Mas ¡ ay de mí, que ni puedo dar fuerza a mis palabras ni hallo las que mi alma desea para manifestar este secreto!

Atado y preso el manso cordero Jesús, fue llevado desde el Huerto a casa de los pontífices, y primero a la de Anás. Iba prevenido aquel turbulento escuadrón de soldados y Ministros con las advertencias del traidor discípulo: que no se fiasen de su Maestro si no le llevaban muy amarrado y atado, porque era hechicero y se les podría salir de entre las manos. Atáronle con una cadena de grandes eslabones de hierro con tal artificio, que rodeándosela a la, cintura y al cuello sobraban los dos extremos, y en ellos había unas argollas o esposas, con que encadenaron también las manos del Señor. Y así argolladas y presas se las pusieron no al pecho, sino a las espaldas. Esta cadena llevaron de la casa de Anás, el Pontífice, donde servía de levantar la puerta de un calabozo, que era levadiza, y para el intento de aprisionar a nuestro divino Maestro la quitaron y la acomodaron con aquellas argollas y cerraduras, como candados, con llaves de golpe. Y con este modo de prisión, nunca oída, no quedaron satisfechos ni seguros, porque luego sobre la pesada cadena le ataron dos sogas harto largas: la una echaron sobre la garganta de Cristo, y cruzándola por el pecho le rodearon el cuerpo, atándole con fuertes nudos, y dejaron dos extremos largos de la soga para que dos de los ministros o soldados fuesen tirando de ellos y arrastrando al Señor; la segunda soga sirvió para atarle los brazos, rodeándola también por la cintura, y dejaron pendientes otros dos cabos largos a las espaldas, donde llevaba las manos, para que otros dos tirasen de ellos.

Con esta forma de ataduras se dejó aprisionar y rendir el Santo, como si fuera el más facineroso de los hombres y el más flaco de los nacidos, porque había puesto sobre sí las iniquidades de todos nosotros. Atáronle en el Huerto, atormentándole, no sólo con las manos, con las sogas y cadenas, sino con las lenguas, porque como serpientes venenosas arrojaron la sacrílega ponzoña que tenían, con blasfemias, contumelias y nunca oídos oprobios. Partieron todos del monte Olivete con gran tumulto y vocerío, llevando en medio al Salvador del mundo, tirando unos de las sogas de delante y otros de las que llevaba a las espaldas, asidas de las muñecas; y con esta violencia, nunca imaginada, unas veces le hacían caminar aprísa, atropellándole otras le volvían atrás y le detenían; otras le arrastraban a un lado y a otro, adonde la fuerza diabólica los movía. Muchas veces le derribaban en tierra, y como llevaba las manos atadas daba en ella con su venerable rostro, lastimándose y recibiendo en él heridas y mucho polvo. En estas caídas arremetían a el, dándole de puntillazos y coses, atropellándole y pisándole, pasando sobre su persona, hollándole la cara y la cabeza, y celebrando estas injurias con algazara y mofa le hartaban de oprobios, como lo lloró antes Jeremías.

Llevándolo atado y maltratado, llegaron a casa del pontífice Anás, ante quien le presentaron como malhechor y digno de muerte. Era costumbre de los judíos presentar así atados a los delincuentes que merecían castigo capital, y aquellas prisiones eran como testigos del delito que merecía la muerte; y así le llevaban, como intimándole la sentencia antes que se la diese el juez. Salió el sacrílego sacerdote Anás a una gran sala, donde se sentó en el estrado o tribunal que tenía, lleno de soberbia y arrogancia. Los ministros y soldados le presentaron a Jesús atado y preso, y le dijeron: «Ya, señor, traemos aquí este mal hombre, que con sus hechizos y maldades ha inquietado a toda Jerusalén y Judea, y esta vez no le ha valido su arte mágica para escaparse de nuestras manos y poder».

Luego que nuestro Salvador Jesús recibió en casa de Anás contumelias y bofetadas, le remitió este pontífice, atado y preso como estaba, al pontífice Caifás, que era su suegro, y aquel año hacía el oficio de príncipe y sumo sacerdote; y con él estaban congregados los escribas y señores del pueblo, para substanciar la causa del Cordero. Partió de casa de Anás toda aquella canalla de ministros infernales y de hombres inhumanos, y llevaron por las calles a nuestro Salvador a casa de Caifás, tratándole con su implacable crueldad ignominiosamente. Y entrando con escandaloso tumulto en casa del sumo sacerdote, él y todo el concilio recibieron al Criador del universo con grande risa y mofa de verle sujeto y rendido a su poder y jurisdicción, de quien les parecía ya no se podría defender.

El pontífice Caifás estaba en su cátedra o silla sacerdotal encendido en mortal envidia y furor contra el Maestro de la vida. Y los escribas y fariseos estaban como sangrientos lobos con la presa del manso Corderillo; y todos juntos se alegraban, como lo hace el envidioso cuando ve deshecho y confundido a quien se le adelanta. Y de común acuerdo buscaron testigos que, sobornados, dijesen algún falso testimonio contra Jesús. Lucifer movió la imaginación de Caifás para que con grande saña e imperio hiciese a Cristo aquella pregunta: Yo te conjuro por Dios vivo, que nos digas si tú eres Cristo.

Cristo, oyéndose conjurar por Dios vivo, le adoró y reverenció, aunque pronunciado por tan sacrílega lengua. Y en virtud de esta reverencia respondió, y dijo: Tú lo dijiste, y yo lo soy. Pero yo os aseguro’ que desde ahora veréis al Hijo del Hombre, que soy yo, asentado a la diestra del mismo Dios, y que vendrá en las nubes del cielo.

El pontífice Caifás, indignado con la respuesta del Señor, que debía ser su verdadero desengaño, se levantó otra vez, y rompiendo sus vestiduras en testimonio de que celaba la honra de Dios, dijo a voces: Blasfemado ha, ¿qué necesidad hay de más testigos? ¿No habéis oído la blasfemia que ha dicho? ¿Qué os parece esto?

Todo aquel concilio de maldad se irritó contra el Salvador Jesús, y respondiendo a Caifás, dijeron en altas voces: Digno es de muerte; muera, muera. Y a un mismo tiempo irritados del demonio arremetieron contra el mansísimo Maestro, y descargaron sobre él su furor; unos le dieron de bofetadas, otros le hirieron con puntillazos, otros le mesaron los cabellos, otros le escupieron en su venerable rostro, otros le daban golpes o pescozones en el cuello, que era un linaje de afrenta vil con que los judíos trataban a los hombres que reputaban por muy viles.

Jamás entre los hombres se intentaron ignominias tan afrentosas y desmedidas como las que en esta ocasión se hicieron contra el Redentor del mundo. Dicen San Lucas y San Marcos que le cubrieron el rostro, y así cubierto le herían con bofetadas y pescozones, y le decían: «Profetiza ahora, profetízanos; pues eres profeta, di quién es el que te hirió. La causa de cubrirle el rostro fue misteriosa; porque del júbilo con que nuestro Salvador padecía aquellos oprobios y blasfemias (como luego diré) le redundó en su venerable rostro una hermosura y resplandor extraordinario, que a todos aquellos operarios de maldad los llenó de admiración y confusión muy penosa; y para disimularla, atribuyeron aquel resplandor a hechicería y arte mágica, y tomaron por arbitrio cubrir al Señor la cara con paño inmundo.

Con los oprobios que recibió Cristo nuestro bien en presencia de Caifás, quedó la envidia del ambicioso pontífice y la ira de sus coligados y ministros muy cansada, aunque no saciada. Pero como ya era pasada la media noche, determinaron los del concilio que mientras dormían quedase nuestro Salvador a buen recaudo, y seguro de que no huyese, hasta la mañana. Para esto le mandaron encerrar, atado como estaba, en un sótano que servía de calabozo para los mayores ladrones y facinerosos de la república. Era esta cárcel tan obscura que casi no tenía luz, y tan inmunda y de mal olor, que pudiera infestar la casa, si no estuviera tan tapada y cubierta, porque había muchos años que no la habían limpiado ni purificado, así por estar muy profunda, como porque las veces que servía para encerrar tan malos hombres, no reparaban en meterlos en aquel horrible calabozo, como a gente indigna de toda piedad y bestias indómitas y fieras.

Ejecutóse lo que mandó el concilio de maldad: y los ministros llevaron y encarcelaron al Criador del cielo y de la tierra en aquel inmundo calabozo. Y cOmo siempre estaba aprisionado en la forma que vino del huerto, pudieron estos obradores de la iniquidad continuar a su salvo la indignación que siempre el príncipe de las tinieblas les administraba, porque llevaron a Su Majestad tirándole de las sogas, Y casi arrastrándole con inhumano furor y cargándole de golpes y blasfemias execrables. En un ángulo de lo profundo de este sótano salía del suelo un escollo o punta de un peñasco tan duro, que por eso no le habían podido romper. En, esta peña, que era romo un pedazo de columna, ataron y amarraron a Cristo nuestro bien con los extremos de las sogas, pero con un modo despiadado; porque dejándole en pie, le Pusieron de manera que estuviese amarrado y juntamente inclinado el cuerpo, sin que pudiera estar sentado, ni tampoco levantado, derecho el cuerpo para aliviarse; de manera que la postura vino a ser nuevo tormento y en extremo penoso. Con esta forma de prisión le dejaron, y le cerraron las puertas con llave, entregándola a uno de aquellos pésimos ministros que cuidase de ella.

Pero el dragón infernal en su antigua soberbia no sosegaba, y siempre deseaba saber quién era, Cristo; e irritando su inmutable paciencia, inventó otra nueva maldad. Puso en la imaginación del que tenía la llave del divino Preso y del mayor tesoro que posee el cielo y la tierra, que convidase a otros de sus amigos de semejantes costumbres que él, para que todos juntos bajasen al calabozo donde estaba el maestro a tener con él un rato de entretenimiento, obligándole a que hablase y profetizase o hiciese alguna cosa inaudita; porque tenían a Su Majestad por mágico y adivino. Con esta diabólica sugestión convidó a otros soldados y ministros, y determinaron ejecutarlo.

Entraron, pues, en el calabozo aquellos ministros del pecado, solemnizando con blasfemia la fiesta que se prometían con las ilusiones y escarnios que determinaban ejecutar contra el Señor. Y llegándose a él, comenzaron a escupirle asquerosamente y darle de bofetadas con increíble mofa. No respondió Su Majestad ni abrió su boca; no alzó sus soberanos ojos,,guardando siempre humilde serenidad en su semblante. Deseaban aquellos ministros sacrílegos obligarle a que hablase o hiciese alguna acción ridícula o extraordinaria para tener más ocasión de celebrarle por hechicero y burlarse de él; y como vieron aquella mansedumbre inmutable, se dejaron irritar más delos demonios que asistían con ellos. Desataron al divino Maestro de la peña donde estaba amarrado, y le pusieron en medio del calabozo, vendándole los sagrados ojos con un paño; y puesto en medio de todos, le herían con puñadas, pescozones y bofetadas, uno a uno, cada cual a porfía, con mayor escarnio y blasfemia, mandándole que adivinase y dijese quién era el que le daba.

Callaba el Cordero a esta lluvia de oprobios. Y Lucifer, que estaba sediento de que hiciese algún movimiento contra la paciencia, se atormentaba de verla tan inmutable en Cristo; y con infernal consejo puso, en la imaginación de aquellos sus esclavos que le desnudasen de todas sus vestiduras y le tratasen con palabras y acciones fraguadas en el pecho de tan execrable demonio. No resistieron los soldados a esta sugestión, y quisieron ejecutarla. Este abominable sacrilegio estorbó María con oraciones, lágrimas y suspiros. Con este imperio sucedió que nada pudieron ejecutar aquellos sayones de cuanto el demonio y su malicia en esto les administraban, porque muchas cosas se les olvidaban luego; otras que deseaban no tenían fuerzas para ejecutarlas, porque quedaban como helados y pasmados los brazos hasta que retractaban su inicua determinación. Y en mudándola, volvían a su natural estado; porque aquel milagro no era entonces para castigarlos, sino para sólo impedir las acciones más indecentes.

Mandó también la Reina a los demonios que enmudeciesen y no incitasen a los ministros en aquellas maldades indecentes que Lucifer intentaba y quería proseguir. Fue orden de la divina Sabiduría cometer a la virtud de María santísima la defensa de la honestidad y decencia de su Hijo purísimo en aquellas cosas que no convenía ser ofendida del consejo de Lucifer.

 

CAPITULO XXVII

Amanece el viernes. – Murmuraciones del pueblo. – Incertidumbre de Pilatos. – Herodes – Sueño de Prócula.

El viernes por la mañana, al amanecer, se juntaron los más ancianos del gobierno con los príncipes de los sacerdotes y escribas, que por la doctrina de la ley eran más respetados del pueblo, para que de común acuerdo se substanciara la causa de Cristo y fuera condenado a muerte, como todos deseaban, dándole algún color de justicia para cumplir con el pueblo. Este concilio se hizo en casa del pontífice Caifás. Y para examinarle de nuevo mandaron que le subiesen del calabozo a la sala del concilio. Bajaron luego a traerle atado y preso aquellos ministros de justicia; y llegando a soltarle de aquel peñasco, le dijeron con gran risa y escarnio: «Ea, Jesús Nazareno, y qué poco te han valido tus milagros para defenderte. No fueran buenas ahora para escaparte aquellas artes con que decías que en tres días edificarías el templo.» Desataron al Señor y subiéronle al concilio, sin que Su Majestad desplegase su boca. Pero de los tormentos, bofetadas y salivas de que, por tener atadas las manos, no se había podido limpiar, estaba tan desfigurado y flaco, que causó espanto, pero no compasión, a los del concilio.

 Preguntáronle de nuevo que les dijese si él era Cristo, que quiere decir el ungido. Esta segunda pregunta fue con intención maliciosa, como las demás, no para oír la verdad y admitirla, sino para calumniarla y ponérsela por acusación. Respondióles, y dijo: Si yo afirmo que soy el que me preguntáis, no daréis crédito a lo que dijere; y si os preguntare algo, tampoco me responderéis ni me soltaréis. Pero digo que el Hijo del Hombre, después de esto, se asentará a la diestra de la virtud de Dios. Replicaron los pontífices: ¿Luego tú eres Hijo de Dios? Respondió el Señor: Vosotros decís que yo soy. Viendo que se ratificaba el Señor en lo que antes había confesado, respondieron todos: ¿Qué necesidad tenernos de más testigos, pues él mismo nos lo confiesa por su boca? Y luego, de común acuerdo, decretaron que, como digno de muerte, fuese llevado y presentado a Poncio Pilatos, que gobernaba la provincia de Judea en nombre del Emperador romano, como señor de Palestina en lo temporal.

Llevaron los ministros a nuestro Salvador Jesús de casa de Caifás a la de Pilatos para presentársele atado, como digno de muerte, con las cadenas y sogas que le prendieron. Estaba la ciudad de Jerusalén llena de gente de toda Palestina, que habla concurrido a celebrar la gran Pascua del cordero y de los Ázimos; y con el rumor que ya corría en el pueblo y la noticia que todos tenían del Maestro de la vida, concurrió innumerable multitud a verle llevar preso por las calles, dividiéndose todo el vulgo en varias opiniones. Unos a grandes voces decían: «Muera, muera este mal hombre y embustero, que tiene engañado al mundo.» Otros respondían: «No parecían sus doctrinas tan malas ni sus obras, porque hacía muchas buenas a todos.» Otros, de los que hablan creído, se afligían y lloraban, y toda la ciudad estaba confusa y alterada. Era ya salido el sol cuando esto sucedía, y la dolorosa Madre, que todo lo miraba, determinó salir de su retiro para seguir a su Hijo santísimo a casa de Pilatos y acompañarle hasta la cruz. Salió la Reina del cielo por las calles de Jerusalén acompañada de San Juan y otras mujeres santas, aunque no todas le asistieron siempre, fuera de las tres Marías y algunas otras muy piadosas. Por donde pasaba oía varias razones y sentires de tan lastimoso caso, que unos a otros se decían, contando la novedad que había sucedido a Jesús Nazareno. Los más piadosos se lamentaban, y éstos eran los menos: otros decían cómo le querían crucificar; otros contaban dónde iban, y que le llevaban preso como a hombre facineroso; otros que iba, maltratado; otros preguntaban qué maldades había cometido, que tan cruel castigo le daban. Y, finalmente, muchos con admiración o con poca fe decían: «¿En esto han venido a parar sus milagros? Sin duda que todos eran embustes, pues no se ha sabido defender ni librar.» Y todas las calles y plazas estaban llenas de corrillos y murmuraciones.

Algunos de los que encontraban a María por las calles la conocían por Madre de Jesús Nazareno, y movidos de natural compasión la decían: «¡Oh triste Madre! ¿Qué desdicha te ha sucedido? ¡Qué lastimado y herido de dolor estará tu corazón! Otros con impiedad la decían: «¿ Por qué le consentías que intentase tantas novedades en el pueblo? Mejor fuera haberle recogido y detenido; pero será escarmiento para otras madres, que aprendan en tu desdicha cómo han de enseñar a sus hijos.” Entre esta variedad y confusión de gentes encaminaron los santos ángeles a la Emperatriz del cielo a la vuelta de una calle, donde encontró a su Hijo, y con incomparable ternura se miraron Hijo y Madre; habláronse con los interiores traspasados de inefable dolor. Quedó en el interior de nuestra Reina del cielo tan fija y estampada la imagen de su Hijo santísimo, así lastimado, afeado, encadenado y preso, que jamás en lo que vivió se le borraron de la imaginación aquellas especies, más que si las estuviera, mirando. Llegó Cristo nuestro bien a la casa de Pilatos, siguiéndole muchos del concilio de los judíos y gente innumerable de todo el pueblo. Y presentándole al juez, se quedaron los judíos fuera del pretorio o tribunal, fingiéndose muy religiosos, por no quedar irregulares e inmundos para celebrar la Pascua de los panes ceremoniales. Y como hipócritas estultísimos, no reparaban en el inmundo sacrilegio que les contaminaba las almas homicidas del Inocente. Pilatos, aunque gentil, condescendió con la ceremonia de los judíos, y viendo que reparaban en entrar en su pretorio, salió fuera. Y conforme al estilo de los romanos, les preguntó:

¿Qué acusación es la que tenéis contra este hombre? Respondieron los judíos: :Si no fuera malhechor, no le trajéramos así atado y preso como te le entregamos. Con todo eso, les replicó Pilatos: “Pues ¿qué delitos son los que ha cometido? – Está convencido, respondieron los judíos, que inquieta a la república, y se quiere hacer nuestro rey, y prohibe que se le paguen al César los tributos; se hace Hijo de Dios, y ha predicado nueva doctrina, comenzando de Galilea y prosiguiendo por toda Judea hasta Jerusalén. – Pues tomadle allá vosotros, dijo Pilatos, y juzgadle conforme a vuestras leyes; que yo no hallo causa justa para juzgarle.» Replicaron los judíos: «A nosotros no se nos permite condenar a alguno con pena de muerte, ni tampoco dársela.” A todas estas y otras demandas y respuestas estaba presente María Santísima con San Juan y las mujeres que la seguían. Y cubierta con su manto, lloraba sangre en vez de, lágrimas con la fuerza del dolor que dividía su virginal corazón.

Deseaba la indignación de los judíos hallar a Pilatos muy propicio, para que luego pronunciara la sentencia de, muerte contra el Salvador, Jesús; y como reconocieron que reparaba tanto en ello, comenzaron a levantar las voces con ferocidad, acusándole y repitiendo que se quería alzar con el reino de Judea, y para esto engañaba y conmovía los pueblos, Y se llamaba Cristo, que quiere decir ungido rey. Esta maliciosa acusación propusieron a Pilatos, porque se moviese más con el celo del reino temporal, que debía conservar debajo del Imperio romano. Y porque entre los judíos eran-los reyes ungidos, por eso añadieron que Jesús se llamaba Cristo, que es ungido como rey; y porque Pilatos, como gentil, cuyos reyes no se ungían, entendiese que llamarse Cristo era lo mismo que llamarse rey ungido de los judíos.

Preguntóle Pilatos al Señor: «¿Qué respondes a estas acusaciones que te oponen” No respondió Su Majestad palabra en presencia de los acusadores; y se admiró Pilatos de ver tal silencio y paciencia. Pero deseando examinar más si era verdaderamente rey, se retiró el mismo juez con el Señor adentro del pretorio, desviándose de la vocería de los judíos. Y allí a solas le preguntó Pilatos: «Dime, ¿eres tú Rey de los judíos?» No pudo pensar Pilatos que Cristo era rey de hecho; pues conocía que no reinaba, y así lo preguntaba para saber si era rey del derecho y si le tenía al reino. Respondióle nuestro Salvador: Esto que me preguntas ¿ha salido de ti mismo, o te lo ha dicho alguno hablándote de mí? Replicó Pilatos: «¿Yo acaso soy judío para saberlo? Tu gente y tus pontífices te han entregado a mi tribunal: dime lo que has hecho y qué hay en esto.» Entonces respondió el Señor: Mi reino no es de este mundo; porque si lo fuera, cierto que mis vasallos me defendieran, para que, no fuera entregado a los judíos; mas ahora no tengo aquí mi reino. Creyó el juez en parte esta respuesta del Señor, y así le replicó:

«¿Luego tú rey eres, pues tienes reino?» No lo negó Cristo, y añadió, diciendo: Tú dices que yo soy rey; y para dar testimonio de la verdad nací yo en el mundo; y todos los que son nacidos de la verdad oyen mis palabras. Admiróse Pilatos de esta respuesta del Señor, y volvióle a preguntar: «¿Qué cosa es la verdad?” Y sin aguardar más respuesta salió otra vez del pretorio, y dijo a los judíos: «Yo no hallo culpa en este hombre para condenarle. Ya sabéis que tenéis costumbre de que por la fiesta de Pascua dais libertad a un preso; decidme si gustáis que sea Jesús o Barrabás que era un ladrón y homicida que a la sazón tenían en la cárcel por haber muerto a otro en una pendencia. Levantaron todos la voz, y dijeron: «A Barrabás pedimos que sueltes, y a Jesús que crucifiques.» En esta petición se ratificaron, hasta que se ejecutó como lo pedían.

Una de las acusaciones que los judíos y sus pontífices presentaron a Pilatos contra Jesús fue que había predicado, comenzando de la provincia de Galilea a conmover el pueblo. De aquí tomó ocasión Pilatos para preguntar si Cristo nuestro Señor era Galileo.

Hallábase en aquella ocasión Herodes en Jerusalén celebrando la Pascua de los judíos. Este era hijo de otro rey, Herodes, que antes había degollado a los inocentes. Pilatos estaba encontrado con Herodes, porque los dos gobernaban las dos principales provincias de Palestina, Judea y Galilea, y poco tiempo antes había sucedido que Pilatos, celando el dominio del Imperio romano, había degollado a unos galileos cuando hacían ciertos sacrificios mezclando la sangre de los reos con la de los sacrificios.

Cuando Herodes tuvo aviso que Pilatos le remitía a Jesús Nazareno, alegróse grandemente. Sabía era muy amigo de Juan, a quien él había mandado degollar, y estaba informado de la predicación que hacía; y con estulta y vana curiosidad deseaba que en su presencia obrase alguna cosa extraordinaria y nueva de qué admirarse y hablar con entretenimiento.

Indignóse Herodes con el silencio y mansedumbre de nuestro Salvador, que frustraban su vana curiosidad; y casi confuso el inicuo juez, lo disimuló, burlándose del Maestro; y despreciándolo con todo su ejército, le mandó remitir otra vez a Pilatos. Y habiéndose reído con mucho escarnio de la modestia del Señor, todos los criados de Herodes, para tratarle como a loco y menguado de juicio, le vistieron una ropa blanca con que señalaban a los que perdían el seso, para que todos huyesen de ellos. Pero en nuestro Salvador esta vestidura fue símbolo y testimonio de su inocencia y pureza.

A los oprobios y acusaciones que hicieron los sacerdotes contra el Autor de la vida en presencia de Herodes, y a las preguntas que él mismo le propuso, no estuvo presente corporalmente su afligida Madre, aunque todas las vio por otro modo de visión interior; porque estaba fuera del tribunal donde entraron al Señor. Mas cuando salió fuera de la sala donde le habían tenido, topó con ella, y se miraron con íntimo dolor y recíproca compasión, correspondiente al amor de tal Hijo y de tal Madre. Y fue nuevo instrumento para dividirle el corazón aquella vestidura blanca que le habían puesto, tratándole como a hombre insensato y sin juicio. En este camino de Herodes a Pilatos sucedió que con la multitud del pueblo, y con la priesa que aquellos ministros llevaban al Señor, atropellándole y derribándole algunas veces en el suelo y tirando con suma crueldad de las sogas, le hicieron reventar la sangre de sus, sagradas venas, y como no se podía levantar por llevar atadas las manos, ni el tropel de la gente se podía ni quería detener, daban sobre su Divina Majestad, y le hollaban y pisaban, y le herían con muchos golpes y puntillazos, causando gran risa a los soldados, en vez de la natural compasión de que por industria del demonio estaban totalmente desnudos como si no fueran hombres. A la vista de tan desmedida crueldad creció la compasión y sentimiento de la dolorosa y amorosa Madre.

Llegó nuestro Salvador Jesús segunda vez a casa de Pilatos, y de nuevo le comenzaron a pedir los judíos que le condenasen a muerte de cruz. Pilatos, que conocía la inocencia de Cristo y la mortal envidia de los judíos, sintió mucho que le restituyese Herodes la causa de que él deseaba eximirse. Estando Pilatos con estas altercaciones de los judíos, sucedió que sabiéndolo su mujer, que se llamaba Prócula, le envió un recado diciéndole: «¿Qué tienes tú que ver con ese hombre justo? Déjale; porque te hago saber que por su causa he tenido hoy algunas visiones.”

Con esta visión recibió Prócula grande espanto y temor; y cuando entendió lo que pasaba entre los judíos y su marido Pilatos, le envió el recado que dice San Mateo, para que no se metiese en condenar a muerte al que miraba y tenía por justo. Entonces insistió tercera vez con los judíos defendiendo a Cristo Nuestro Señor como inculpable, y testificando que no hallaba en él crimen alguno ni causa de muerte, que le castigarla y soltaría. Y de hecho le castigó, para ver si con esto quedarían satisfechos. Pero los judíos, dando voces, respondieron que le crucificase. Entonces Pilatos pidió que le trajesen agua, y mandó soltar a Barrabás como lo pedían. Lavóse las manos en presencia de todos, diciendo: «Yo no tengo parte en la muerte de este hombre justo al que vosotros condenáis.”

 

CAPITULO XXVIII

La flagelación. – Cristo sentenciado a muerte de cruz.

Conociendo Pilatos la porfiada indignación de los judíos contra Jesús Nazareno, y deseando no condenarle a muerte, porque le conocía inocente, le pareció que, mandándole azotar con rigor, aplacaría el furor de aquel ingratísimo pueblo y la envidia de los pontífices y escribas, para que dejasen de perseguirle y pedir su muerte.

Pilatos estaba entre la luz de la verdad que conocía y entre los motivos humanos y terrenos que le gobernaban, y siguiendo el error que ellos administran a los que gobiernan, mandó azotar con rigor al mismo que protestaba hallarle sin culpa. Para ejecutar este acto tan injusto, fueron señalados seis ministros de justicia o sayones robustos y de mayores fuerzas, que, como hombres viles, réprobos y sin piedad, admitieron muy gustosos el oficio de verdugos; porque el airado y envidioso siempre se deleita en ejecutar su furor, aunque sea con acciones inhonestas, crueles y feas. Luego estos ministros del demonio, con otros muchos, llevaron a nuestro Salvador Jesús al lugar de aquel suplicio, que era un patio o zaguán de; la casa donde solían dar tormento a otros delincuentes para que confesaran sus delitos. Este patio era de un edificio no muy alto y rodeado de columnas, que, unas estaban cubiertas con el edificio que sustentaban, y otras descubiertas y más bajas.

A una columna de éstas, que era de mármol, le ataron fuertemente; porque siempre le juzgaban por mágico, y temían no se les fuese de entre las manos.

Desnudaron a Cristo nuestro Redentor primero la vestidura blanca, no con menor ignominia que en casa del adúltero homicida Herodes se la habían vestido. Y para desatarle las sogas y cadenas que debajo tenía desde la prisión del huerto, le maltrataron impíamente, rompiéndole las llagas que las mismas prisiones por estar tan apretadas le habían abierto en los brazos y muñecas. Y dejándole sueltas las manos divinas, le mandaron con ignominioso imperio y blasfemia que el mismo Señor se despojase de la túnica inconsútil que iba vestido.

Esta era la misma en número que su Madre Santísima le había vestido en Egipto, cuando al dulcísimo Jesús niño le puso en pie. Sola esta túnica tenía entonces el Señor, porque en el huerto, cuando le prendieron, le quitaron un manto o capa que solía traer sobre la túnica. Obedeció el Hijo del Eterno Padre a los verdugos, y comenzó a desnudarse, para quedar en presencia de tanta gente con la afrenta de la desnudez de su sagrado y honestísimo cuerpo. Y los ministros de aquella crueldad, pareciéndoles que la modestia del Señor tardaba mucho a despojarse, le asieron de la túnica con violencia, para desnudarle muy aprisa, y como dicen, a rodapelo. Quedó Su Majestad totalmente desnudo, salvo unos paños de honestidad que traía debajo la túnica, que también eran los mismos que su Madre Santísima le vistió en Egipto con la tunicela; porque todo había crecido con el sagrado cuerpo, sin habérselos desnudado, ni esta ropa ni el calzado que la misma Señora le puso, salvo en la predicación, que muchas veces andaba el pie por tierra.

Algunos Doctores entiendo que han dicho o meditado que a nuestro Salvador Jesús en esta ocasión de los azotes, y para ser crucificado, le desnudaron del todo, permitiendo Su Majestad aquella confusión para mayor tormento de su persona. Pero habiendo inquirido la verdad, con nuevo orden de la obediencia, se me ha declarado que la paciencia del Divino Maestro estuvo aparejada para padecer todo lo que fuera decente y sin resistencia a ningún oprobio. Y que los verdugos intentaron este agravio de la total desnudez ,de su cuerpo santísimo, y llegaron a querer despojarle de aquellos paños de honestidad con que sólo había quedado. Pero no lo pudieron conseguir; porque en llegando a tocarlos, se les quedaban los brazos yertos y helados, como sucedió en casa de Caifás, cuando pretendieron desnudar al Señor del cielo. Y aunque todos los seis verdugos llegaron a probar sus fuerzas en esta injuria, les sucedió lo mismo; no obstante que después, para azotar al Señor con más crueldad, estos ministros del pecado le levantaron algo los paños de la honestidad; y a esto dio lugar Su Majestad, mas no a que le despojasen del todo y se los quitasen.

En esta forma quedó Su Majestad desnudo en presencia de mucha gente, y los seis verdugos le ataron cruelmente a una columna de aquel edificio para castigarle más a su salvo. Luego, por su orden, de dos en dos le azotaron con crueldad tan inaudita, que no pudo caer en condición humana, si el mismo Lucifer no se hubiera revestido en el impío corazón de aquellos sus ministros. Los dos primeros azotaron al Señor con unos ramales de cordeles muy retorcidos, endurecidos y gruesos, estrenando en este sacrilegio todo el furor de su indignación y las fuerzas de sus potencias corporales. Con estos primeros azotes levantaron en el cuerpo deificado de nuestro Salvador grandes cardenales y verdugos, de que le cuajaron todo, quedando entumecido y desfigurado, y por todas partes para reventar la preciosísima sangre por las heridas. Pero cansados estos sayones, entraron de nuevo a porfía los otros dos segundos; y con los segundos ramales de correas como riendas durísimas le azotaron sobre las primeras heridas, rompiendo todas las ronchas y cardenales que los primeros habían hecho, y derramando la sangre divina, que no sólo bañó todo el sagrado cuerpo de Jesús nuestro Salvador, sino que salpicó y cubrió las vestiduras de los ministros, sacrílegos que le atormentaban, y corrió hasta la tierra.

Con esto se retiraron los segundos verdugos, y comenzaron los terceros, sirviéndoles de nuevos instrumentos unos ramales de nervios de animales, casi duros como mimbres ya secos. Estos azotaron al Señor con mayor crueldad, no sólo porque ya no herían a su virginal cuerpo, sino a las mismas heridas que los primeros habían dejado; y también porque de nuevo fueron ocultamente irritados por los demonios, que de la paciencia de Cristo, estaban más enfurecidos. Y como en el sagrado cuerpo estaban ya rotas las venas, y todo él era una llaga continuada, no hallaron estos terceros verdugos parte sana en que abrirlas de nuevo. Y repitiendo los inhumanos golpes rompieron las inmaculadas y virgíneas carnes de Cristo, derribando al suelo muchos pedazos de ella, y descubriendo los huesos en muchas partes de las espaldas, donde se manifestaban patentes y rubricados con la sangre; y en algunas se descubrían más espacio del hueso que una palma de la mano. Y para borrar del todo aquella hermosura que excedía a todos los hijos de los hombres, le azotaron en su divino rostro, en los pies y en las manos, sin dejar lugar que no hiriesen, donde pudieron extender su furor y alcanzar la indignación que contra el inocentísimo Cordero habían concebido. Corrió su divina sangre por el suelo, resbalándose en muchas partes con abundancia. Y estos golpes que le dieron en pies, manos y en el rostro, fueron de incomparable dolor, por ser estas partes más nerviosas, sensibles y delicadas.

Quedó aquella venerable cara entumecida y llagada, hasta cegarle los ojos con la sangre y cardenales que en ella hicieron. Sobre todo esto le llenaron de salivas inmundísimas, que a un mismo tiempo le arrojaron, hartándole de oprobios. El número ajustado de los azotes que dieron al Salvador fueron cinco mil ciento quince, desde las plantas de los pies hasta la cabeza.

Ejecutada la sentencia de los azotes, los mismos verdugos con imperioso desacato desataron a nuestro Salvador de la columna, y renovando las blasfemias le mandaron se vistiese luego su túnica que le habían quitado. Vistióse nuestro Salvador, habiendo padecido sobre sus llagas el nuevo dolor que le causaba el frío, y Su Majestad había estado desnudo grande rato; con que la sangre de las heridas se le había helado, y comprimía las llagas, que estaban entumecidas y más dolorosas.

Llevaron luego a Jesús al pretorio, donde le desnudaron con la misma crueldad y desacato, y le vistieron una ropa de púrpura muy lacerada y manchada, como vestidura de rey fingido, para irrisión de todos.

Pusiéronle también en su sagrada cabeza un seto de espinas muy tejido, que le, sirviese de corona. Era este seto de juncos espinosos, con puntas muY aceradas y fuertes; y se le apretaban, de manera, que muchas le penetraron hasta el casco, algunas hasta los oídos, y otras hasta los ojos. Y por esto fue uno de los mayores tormentos el que padeció Su Majestad con la corona de espinas. En vez de cetro real le pusieron en la mano derecha una caña contenible. Y sobre todo esto le arrojaron sobre los hombros un manto de color morado, al modo de capas que se usan en la Iglesia; porque también este vestido pertenecía al adorno de la dignidad y persona de los reyes.

Con toda esta ignominia Armaron rey de burlas los pérfidos judíos al que por naturaleza y por todos títulos era verdadero Rey de los reyes y Señor de los señores. Juntáronse luego todos los de la milicia en presencia de los pontífices y fariseos, y cogiendo en medio a nuestro Salvador, con desmedida irrisión y mofa, le llenaron de blasfemia; porque unos le hincaban las rodillas, y con burla le decían: «Dios te salve, Rey de los judíos». Otros le daban de bofetadas; otros, con la misma caña que tenía en sus manos herían su divina cabeza, dejándola lastimada; otros le arrojaban inmundísimas salivas; y todos le injuriaban y despreciaban con diferentes contumelias, administradas del demonio por medio de su furor diabólico.

Decretó Pilatos la sentencia de muerte de cruz contra la misma vida, a satisfacción y gusto de los pontífices y fariseos. Y habiéndola intimado y notificado al inocentísimo reo, retiraron a Su Majestad a otro lugar en la casa del juez, donde le desnudaron la púrpura ignominiosa que le habían puesto como a rey de burlas y fingido. Todo fue con misterio de parte del Señor; aunque de parte de los judíos fue acuerdo de su malicia, para que fuese llevado al suplicio de la cruz con sus propias vestiduras, y por ellas le conociesen todos, porque de los azotes, salivas y corona estaba tan desfigurado su divino rostro, que sólo por el vestido pudo ser conocido del pueblo. Vistiéronle la túnica inconsútil, que los ángeles con orden de su Reina administraron, trayéndola ocultamente de un rincón, adonde los ministros la habían arrojado en otro aposento en que se la quitaron, cuando le pusieron las púrpura de irrisión y escándalo.

Era viernes, día de Parásceve, que en griego significa lo mismo que preparación o disposición, porque aquel día se prevenían y disponían los hebreos para el siguiente del sábado, que era su gran solemnidad, y en ella no hacían obras serviles, ni para prevenir la comida, y todo se hacía el viernes. A vista de todo este pueblo sacaron a nuestro Salvador con sus propias vestiduras, tan desfigurado y encubierto su divino rostro en las llagas, sangre y salivas, que nadie le reputara por el mismo que antes había visto y conocido.

Apareció, como dijo Isaías, como leproso y herido del Señor; porque la sangre seca y los cardenales le habían transfigurado en una llaga. De las inmundas salivas le habían limpiado algunas veces los santos ángeles, por mandárselo la afligida Madre; pero luego las volvían a repetir y renovar con tanto exceso, que en esta ocasión apareció todo cubierto de aquellas asquerosas inmundicias. A la vista de tan doloroso espectáculo se levantó en el pueblo una tan confusa gritería y alboroto, que nada se entendía ni oía más del bullicio y eco de las voces.

Mas entre todas resonaban las de los pontífices y fariseos, que con descompuesta alegría y escarnio hablaban con la gente para que se quietasen, y despejasen la calle por donde habían de sacar al divino sentenciado, y para que oyeran su capital sentencia.

TENOR DE LA SENTENCIA DE MUERTE QUE DIO PILATOS CONTRA JESUS NAZARENO

Yo Poncio Pilatos, presidente en la inferior Galilea, aquí en Jerusalén regente del Imperio romano, dentro del palacio de archipresidencía, juzgo, sentencio y pronuncio que condeno a muerte a Jesús, llamado de la plebe Nazareno, y de, patria Galileo, hombre sedicioso, contrario de la ley de nuestro, Senado y del grande emperador Tiberio César. Y por la dicha mi sentencia determino que su muerte sea en cruz, fijado con clavos a usanza de reos; porque aquí, juntando y congregando cada día muchos hombres pobres y ricos, no ha cesado de remover tumultos por toda Judea, haciéndose Hijo de Dios y Rey de Israel, con amenazarles la ruina de esta tan insigne ciudad de Jerusalén y su templo, y del sacro Imperio, negando el tributo al César, y por haber tenido atrevimiento de entrar con ramos y triunfo con gran parte de la plebe dentro de la misma ciudad de Jerusalén y en el sacro templo de Salomón.

Mando al primer centurión, llamado Quinto Cornelio, que le lleve por la dicha ciudad de, Jerusalén a la vergüenza, ligado así como esta, azotado por mi mandamiento. Y séanle puestas sus vestiduras para que sea conocido de todos, y la propia cruz en que ha de ser crucificado. Vaya en medio de los otros dos ladrones por todas las calles públicas, que asimismo están condenados a muerto por hurtos y homicidios que han cometido, para, que de esta manera sea ejemplo de todas las gentes y malhechores.

Quiero asimismo y mando por esta mi sentencia, que después de haber así traído por las calles públicas a este malhechor, le saquen de la ciudad por la puerta Pagora, la que ahora es, llamada Antoniana, y con voz de pregonero que diga todas estas culpas en esta mi sentencia expresadas, le, lleven al monte que se dice Calvario, donde se acostumbra a ejecutar y hacer la justicia de los malhechores facinerosos, y allí fijado y crucificado en la misma cruz que llevare (como arriba se dijo), quede su cuerpo colgado entre los dichos dos ladrones. Y sobre la cruz, que es en lo más alto de ella, le sea puesto el título de su nombre en las tres lenguas que ahora más se usan; conviene a saber: hebrea, griega y latina, y que en todas ellas y cada una diga: ESTE ES JESUS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS, para que todos lo entiendan y sea conocido de todos.

Asimismo mando, so pena de perdición de bienes y de la vida y de rebelión al Imperio romano, que ninguno, de cualquiera estado y condición que sea, se atreva temerariamente a impedir la dicha justicia por mí mandada hacer, pronunciada, administrada y ejecutada con todo rigor, según los decretos y leyes romanas y hebreas. Año de la creación del mundo cinco mil doscientos treinta y tres, día veinticinco de marzo.

Pontius Pilatus Judex et Gubernator Galileae inferioris pro Romano Imperio qui supra propria manu.

 

CAPITULO XXIX

El camino del Calvario. Encuentro de la Madre y el Hijo. El Cirineo. -Hiel por bebida. – Crucifixión. – La cruz enarbolada. –El buen ladrón. – Consummatum est.

Leída la sentencia de Pilatos contra nuestro Salvador, que dejo referida, con alta voz en presencia de todo el pueblo, los ministros cargaron sobre los delicados y llagados hombros de Jesús la pesada cruz en que había de ser crucificado. Y para que la llevase le desataron las manos con que la tuviese, pero no el cuerpo, para que pudiesen ellos llevarle asido tirando de las sogas con que estaba ceñido; y para mayor crueldad le dieron con ellas a la garganta dos vueltas. Era la cruz, de quince pies en largo, gruesa y de madera muy pesada. Comenzó el pregón de la sentencia, y toda aquella multitud confusa y turbulenta de pueblo, ministros y soldados, con gran estrépito y vocería se movió con una, desconcertada procesión, para encaminarse por las calles de Jerusalén desde el palacio de Pilatos para el monte Calvario. Los ministros de la justicia, como desnudos de toda humana compasión y piedad, llevaban a nuestro Salvador con increíble crueldad y desacato. Tiraban unos de las sogas adelante para que apresurase el paso; otros para atormentarle tiraban atrás para detenerle. Y con estas violencias Y el grave peso de la cruz le obligaban y compelían a dar muchos vaivenes y caídas en el suelo. Y con los golpes que recibía de las piedras se le abrieron llagas, en particular dos en las rodillas, renovándosele todas las veces que repetía las caídas. Y el peso de la cruz le abrió de nuevo otra llaga en el hombro que se la cargaron. Y con los vaivenes, unas veces topaba la cruz contra la sagrada cabeza, y otras la cabeza contra la cruz, y las espinas de la corona le penetraban de nuevo con el golpe que recibía, profundándose más en lo que no estaba herido de la carne.

Entre la multitud de la gente partió la dolorosa y lastimada Madre de casa de Pilatos en seguimiento de su Hijo, acompañada de San Juan, de la Magdalena y las otras Marías. Y como el tropel de la confusa multitud los embarazaba para llegarse más cerca, pidió la Reina al eterno Padre le concediese estar al pie de la cruz en compañía de su Hijo, de manera que pudiese verle corporalmente; y ordenó también a los santos ángeles que dispusiesen ellos cómo aquello se ejecutase. Obedeciéronlá los ángeles, y con toda presteza encaminaron a su Reina y Señora por el atajo de una calle, por donde salieron al encuentro de su Hijo, y se vieron cara a cara Hijo y Madre, reconociéndose entrambos, y renovándose recíprocamente el dolor de lo que cada uno padecía; pero no se hablaron vocalmente, ni la fiereza de los ministros diera lugar para hacerlo. Mas la Madre adoró a su Hijo, afligido con el peso de la cruz; y con la voz interior le pidió, que pues ella no podía descansarle de la carga de la cruz, ni tampoco permitía que los ángeles lo hicieranse dignase su Potencia de poner en el corazón de aquellos ministros le diesen alguno que le ayudase a llevarla. Esta petición admitió Cristo, y de ella resultó el conducir a Simón Cirineo para que llevase la cruz con el Señor. Porque los fariseos y ministros se movieron para esto, unos de alguna natural humanidad., otros de temor que no acabase Cristo nuestro Señor la vida antes de llegar a quitársela en la misma cruz, porque iba muy desfallecido. A todo humano encarecimiento y discurso excede el dolor que la Madre Virgen sintió en este viaje del monte Calvario.

Seguían asimismo al Señor (como dice el evangelista San Lucas) con la turba de la gente popular otras muchas mujeres que se lamentaban y lloraban amargamente. Llegó en esta ocasión Simón Cirineo (llamado así porque era natural de Cireneo, ciudad de Libia, y venía a Jerusalén), que era padre de dos discípulos del Señor, llamados Alejandro y Rufo. A este Simón obligaron los judíos a que llevase la cruz parte del camino, sin tocarla ellos; porque se afrentaban de llegara ella, como instrumento del castigo de un hombre a quien justiciaban por malhechor insigne. Esto pretendían que todo el pueblo entendiese con aquellas ceremonias y cautelas. Tomó la cruz el Cirineo, y fue siguiendo a Jesús, que iba entre los dos ladrones para que todos creyesen era malhechor y facineroso como ellos. Iba la Madre de Jesús muy cerca, como lo había deseado y pedido al eterno Padre.

Llegó nuestro salvador, verdadero y nuevo Isaac, Hijo del Eterno Padre, al monte del sacrificio. Era el monte Calvario lugar inmundo y despreciado, como destinado para el castigo de los facinerosos y condenados, de cuyos cuerpos recibía mal olor y mayor ignominia. Llegó tan fatigado nuestro Jesús, que paree a todo transformado en llagas y dolores, cruentado, herido y desfigurado. Llegó también la dolorosa Madre llena de amargura a lo alto del Calvario muy cerca de su Hijo corporalmente; mas en el espíritu y dolores estaba como fuera de sí, porque se transformaba toda en su amado y en lo que padecía. Estaban con ella San Juan y las tres Marías; porque para esta sola y santa compañía, había pedido y alcanzado este gran favor de hallarse tan vecinos y presentes al Salvador y su cruz. La Madre conoció que los impíos ministros de la pasión intentaban dar al Señor la bebida del vino mirrado con hiel, Para añadir este nuevo tormento a nuestro Salvador, tomaron ocasión los judíos de la costumbre que tenían de dar a los condenados a muerte una bebida de vino fuerte y aromático, con que se confortasen los espíritus vitales, para tolerar con más esfuerzo los tormentos del suplicio, derivando esta piedad de lo que Salomón dejó escrito en los Proverbios: ‘Tales sidra a los que están tristes, y el vino a los que padecen amargura del, corazón». Esta bebida, que en los demás justiciados podía ser algún socorro y alivio, pretendió la pérfida crueldad de los impíos judíos conmutar en mayor pena con nuestro Salvador, dándosela amarguísima y mezclada con hiel, y que no tuviese en él otros efectos más que el tormento de la amargura. Conoció la divina Madre esta inhumanidad, y con maternal compasión y lágrimas oró al Señor, pidiéndole no la bebiese. Y Su Majestad, condescendiendo con la petición de su Madre, gustóla poción amarga y no la bebió.

Era ya la hora de sexta, que corresponde a la de mediodía, y los ministros de justicia, para crucificar desnudo al Salvador, le despojaron de la túnica inconsútil y vestiduras. Y como la túnica era cerrada y larga, desnudáronsela, para sacarla por la cabeza, sin quitarle la corona de espinas; y con la violencia que hicieron arrancaron la corona con la misma túnica con desmedida crueldad; porque le rasgaron de nuevo las heridas de su sagrada cabeza, y en algunas se quedaron las puntas de las espinas, que con ser tan duras y aceradas se rompieron con la fuerza que los verdugos arrebataron la túnica, llevando tras de sí la corona: la cual volvieron a fijar en la cabeza con impía crueldad, abriendo llagas sobre llagas. Renovaron junto con esto las de todo su cuerpo santísimo; porque en ellas estaba ya pegada la túnica, y el despegarla fue, como dice David, añadir de nuevo sobre el dolor de sus heridas. Cuatro veces desnudaron y vistieron en su pasión a nuestro Señor. La primera, para azotarle en la columna; la segunda, para ponerle la púrpura afrentosa; la tercera, cuando se la quitaron y le volvieron a vestir de su túnica; la cuarta fue ésta del Calvario, para no volverle a vestir; y en ésta fue más atormentado, porque las heridas fueron más, y su humanidad santísima estaba debilitada, y en el monte Calvario más desabrigado y ofendido del viento; que también tuvo licencia este elemento para afligirle en su muerte la destemplanza de frío.

A todas estas penas se añadía el dolor de estar desnudo en presencia de su Madre, de las devotas mujeres que le acompañaban y de la multitud de gente que allí estaba. Sólo reservó su poder los paños interiores que su Madre Santísima le había puesto debajo la túnica en Egipto; porque ni cuando le azotaron se los pudieron quitar los verdugos, ni tampoco se los desnudaron para crucificarle, y así fue con ellos al sepulcro; y esto se me ha manifestado muchas veces. No obstante que para morir Cristo en suma pobreza, y sin llevar ni tener consigo cosa alguna de cuantas era Criador y verdadero Señor, por su voluntad muriera totalmente desnudo y sin aquellos paños, si no interviniera la voluntad y petición de su Madre, que fue la que así lo pidió, y lo concedió nuestro Señor; porque satisfacía con este género de obediencia de hijo a la suma pobreza en que deseaba morir. Estaba la santa cruz tendida en tierra, y los verdugos prevenían lo demás necesario para crucificarle, como a los otros dos que juntamente habían de morir. Para señalar los barrenos de los clavos en la cruz, mandaron los verdugos con imperiosa soberbia al Criador del universo (¡oh temeridad formidable!) que se tendiese en ella, y el Maestro de la humildad obedeció sin resistencia. Pero ellos con inhumano y cruel instinto señalaron los agujeros, no iguales al sagrado cuerpo, sino más largos, para lo que después hicieron.

Esta nueva impiedad conoció la Madre, y fue una de las mayores aflicciones que padeció su corazón en toda la pasión; porque penetró los intentos depravados de aquellos ministros del pecado, y previno el tormento que su Hijo había de padecer para clavarle en la cruz. Pero no lo pudo remediar; porque el mismo Señor quería padecer también aquel trabajo por los hombres. Y cuando se levantó Su Majestad para que barrenasen la cruz, acudió la gran Señora, y le tuvo de un brazo y le, besó la mano. Dieron lugar a esto los verdugos, porque juzgaron que a la vista de su Madre se afligiría más el Señor; y ningún dolor que le pudieran dar le perdonaron. Pero no entendieron el misterio; porque no tuvo Su Majestad en su pasión otra causa de mayor consuelo como ver a su Madre, y la hermosura, de su alma, y en ella el retrato de sí mismo ,y el entero logro del fruto de su pasión y muerte; Y este gozo en algún modo confortó a Cristo en aquella hora.

Formados en la santa cruz los tres barrenos, mandaron los verdugos a Cristo Señor nuestro segunda vez que se tendiese sobre ella para clavarle. Y como artífice de la paciencia, obedeció y se puso en la cruz, extendiendo los brazos sobre el infeliz madero a la voluntad de los ministros de su muerte. Estaba Su Majestad tan desfallecido, desfigurado Y exangüe, que si en la impiedad ferocísima de aquellos hombres tuvieran algún lugar la natural razón y humanidad, no era posible que la crueldad hallara objeto en qué obrar entre la mansedumbre, humildad, llagas y dolores del inocente. Luego cogió la mano de Jesús uno de los verdugos, y asentándola sobre el agujero de la cruz, otro verdugo la clavó en él, penetrando a martilladas la palma del Señor con un clavo esquinado y grueso, Rompiéronse con él las venas y los nervios, y se desconcertaron los huesos de aquella mano sagrada que fabricó los cielos y cuanto tiene ser. Para clavarle la otra mano no alcanzaba el brazo al agujero; porque los nervios se le habían encogido, y de malicia le habían alargado el barreno, como arriba se dijo; y para remediar esta falta tomaron la misma cadena con que el Señor había estado preso desde el huerto, y argollándole la muñeca con el un extremo donde tenía una argolla como esposas, tiraron con inaudita crueldad del otro extremo, y ajustaron la mano con el barreno, y la clavaron con otro clavo. Pasaron a los pies, y puesto el uno sobre el otro, amarrándolos con la misma cadena y tirando de ella con gran fuerza y crueldad, los clavaron juntos con el tercer clavo, algo más fuerte que los otros. Quedó aquel sagrado cuerpo, en quien estaba unida la divinidad, clavado y fijo en la cruz, y aquella fábrica de sus miembros deificados, y formados por el Espíritu Santo, tan disuelta y desencuadernada, que se le pudieron contar los huesos, porque todos quedaron dislocados y señalados, fuera de su lugar natural. Desencajáronle los del pecho, de los hombros y espaldas, y todos se movieron de su lugar, cediendo a la violenta crueldad de los verdugos. No cabe en lengua ni discurso nuestro la ponderación de los dolores de nuestro Salvador en este tormento.

Fijado el Señor en la cruz, para que los clavos no soltasen al divino cuerpo, arbitraron los, ministros de la justicia redoblarlos por la parte que traspasaban el sagrado madero, y para ejecutarlo comenzaron a levantar la cruz para volverla, cogiendo debajo contra la tierra al mismo Señor crucificado. Esta nueva crueldad alteró a todos los circunstantes, y se levantó grande gritería en aquella turba, movida de compasión. Luego arrimaron la cruz con el Crucificado divino al agujero donde se habla de enarbolar. Y llegándose unos con los hombros y otros con alabardas y lanzas, levantaron al Señor en la cruz, fijándola en el hoyo que para esto habían abierto en el suelo. Quedó nuestra verdadera salud en el aire, pendiente del sagrado madero a vista de innumerable pueblo de diversas gentes y naciones. No quiero omitir otra crueldad que he conocido usaron con Su Majestad cuando le levantaron, que con las lanzas e instrumentos de armas le hirieron, haciéndole debajo los brazos profundas heridas, porque le fijaron los hierros en la carne para ayudar a levantarle en la cruz. Renovóse al espectáculo el vocerío del pueblo con mayores gritos y confusión. Los judíos blasfemaban, los compasivos se lamentaban, los extranjeros se admiraban; unos a otros se convidaban al espectáculo, otros no le podían mirar con el dolor; unos ponderaban el escarmiento en cabeza ajena, otros le llamaban justo, y toda esta variedad de juicios y palabras eran flechas para el corazón de la Madre.

El sagrado cuerpo derramaba mucha sangre de las heridas de los clavos, que con el peso y golpe de la cruz se estremeció, y se rompieron de nuevo las llagas, quedando más patentes las fuentes, a que nos convidó por Isaías para que fuésemos a coger de ellas con alegría las aguas con que apagar la sed y lavar las manchas de nuestras culpas. Nadie tiene excusa, si no se diere prisa, llegando a beber en ellas, pues se venden sin conmutación de plata ni oro y se dan de balde sólo por la voluntad de recibirlas. Crucificaron luego a los dos ladrones y fijaron sus cruces, la una a la mano derecha y la otra a la siniestra de nuestro Redentor, dándole el lugar del medio, como a quien reputaban por principal malhechor. Y olvidándose los pontífices y fariseos de los dos facinerosos, convirtieron todo su furor contra el Santo. Y moviendo las cabezas con escarnio y mofa, arrojaron piedras y polvo contra la cruz del Señor y contra su real persona. Decían: «¡ Ah, tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas! Sálvate ahora a ti mismo; a otros hizo salvos y a sí mismo no se puede salvar». Otros decían: «Si éste es Hijo de Dios, descienda ahora de la cruz y le creeremos». Los dos ladrones también se burlaban de Su Majestad al principio, y decían: «Si eres Hijo de Dios, Sálvate a ti mismo y a nosotros». Estas blasfemias de los ladrones fueron para el Señor de tanto mayor sentimiento, cuanto a ellos estaba más próxima la muerte, y perdían aquellos dolores con que morían y podía satisfacer en parte por sus delitos, castigados por la justicia, como luego lo hizo uno de ellos, aprovechando la ocasión más oportuna que tuvo pecador alguno del inundo.

Los soldados que crucificaron a Jesús nuestro Salvador, como ministros a quien tocaban los despojos del ajusticiado, trataron de dividir los vestidos del inocente. Y la capa o manto superior, que por divina, dispensación la llevaron al Calvario, la hicieron partes (ésta era la que se desnudó en la cena para lavar los pies a los Apóstoles) y la dividieron entre sí mismos, que eran cuatro. Pero la túnica inconsútil no quisieron dividirla, y echaron suertes sobre ella y la llevó a quien le tocó, cumpliéndose a la letra la profecía de David. Los misterios de no romper esta túnica declaran los Santos y Doctores, y uno de ellos fue significar cómo este hecho de los judíos, aunque rompieron con tormentos y heridas la humanidad santísima de Cristo nuestro bien, con que estaba, cubierta la divinidad; pero a ésta no pudieron ofenderla con la pasión ni tocar en ella.

Y como el madero de la santa cruz era el trono de la majestad real de Cristo y la cátedra de donde quería enseñar la ciencia de la vida, estando ya Su Majestad levantado en ella y confirmando la doctrina con el ejemplo, dijo aquella palabra en que comprendió la suma de la caridad y perfección: Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen. Conoció algo de este Sacramento uno de los dos ladrones llamado Dimas, ,y obrando al mismo tiempo la intercesión y oración de María, fue ilustrado interiormente para conocer a su Maestro en esta primera palabra, que habló en la cruz. Y movido con verdadero olor y contrición de sus culpas, se convirtió a su compañero, y le dijo: ¿Ni tú tampoco temes a Dios, que con estos blasfemos perseveras en la misma condenación?, Nosotros pagamos nuestro merecido; pero éste, que padece, con nosotros, no ha cometido culpa alguna. Y hablando luego a nuestro Salvador, le dijo: Señor, acuérdate de mí Mando llegareis a tu reino. En este felicísimo ladrón y en el Centurión y en los demás que confesaron a Cristo en la cruz se comenzaron a estrenar los efectos de la redención. Pero el mejor afortunado fue Dimas, que mereció oír la segunda palabra que dijo el Señor: De verdad te digo que hoy serás conmigo en el Paraíso. ¡Oh bienaventurado ladrón, que tú solo alcanzaste para ti tal palabra, deseada de todos los justos y santos de la tierra! No la pudieron oír los antiguos patriarcas y profetas, juzgándose por muy dichosos en bajar al Limbo y esperar largos siglos el Paraíso, que tú ganaste en un punto en que mudaste felizmente el oficio. Acabas ahora de robar la hacienda ajena y terrena, y luego arrebatas el cielo de las manos de su dueño.

Justificado el buen ladrón, volvió Jesús la vista a su Madre, que con San Juan estaba al pie de la cruz, y hablando con entrambos, dijo primero a su Madre: Mujer, ves ahí a tu hijo; y al Apóstol dijo también: Ves ahí a tu madre. Llamóla Su Majestad mujer y no madre, porque este nombre era de regalo y dulzura y que sensiblemente le podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso admitir esta consolación exterior, conforme por haber renunciado en ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra mujer, tácitamente y en su aceptación, dijo: «Mujer bendita entre todas las mujeres, la más prudente entre los hijos de Adán, mujer fuerte y constante, nunca vencida de la culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a quien las muchas aguas de mi pasión no pudieron extinguir ni contrastar. Yo me voy a mi Padre, y no puedo desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá y servirá como a madre y será tu hijo.» Todo esto entendió la Reina.

Llegábase ya la hora de nona del día, aunque por la obscuridad y turbación más parecía confusa noche, y nuestro Salvador Jesús habló la cuarta palabra desde la cruz en voz grande y clamorosa, que los circunstantes pudieron oír, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Estas palabras, aunque las dijo el Señor en su lengua hebrea, no todos las entendieron. Y porque la primera dicción dice Eli, Eli, pensaron algunos que llamaba a Elías, y otros, burlando de su clamor, decían: «Veamos si vendrá Elías a librarlo ahora de nuestras manos.”

Añadió, luego el Señor la quinta palabra, y dijo: Sed tengo. Pero los pérfidos judíos y verdugos, en testimonio de su dureza, ofrecieron al Señor con irrisión una esponja de vinagre y hiel sobre una caña y se la llegaron a la boca para que bebiese, cumpliendo la profecía de David, que dijo: En mi sed me dieron a, beber vinagre. Gustólo Jesús, y tomó algún trago en misterio de lo que toleraba la condenación de los réprobos; pero a petición de su Madre lo rehusó juego. Después, con el mismo misterio, pronunció el Salvador la sexta palabra: Consummatum est.

Acabada y puesta la obra de la Redención humana en su última perfección, dijo Cristo nuestro Salvador la última palabra: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Exclamó y pronunció el Señor estas palabras en voz alta y sonora, que la oyeron los presentes, y para decirlas levantó los ojos al cielo, como quien hablaba con su Eterno Padre, y en el último acento entregó su espíritu, volviendo a inclinar la cabeza.

 

CAPITULO XXX

Herida del costado. – La siente la Madre por el Hijo. – José y Nicodemus. – Desenclavo. – El sepulcro.

El evangelista San Juan dice que cerca de la cruz estaba María Santísima, Madre de Jesús, acompañada de María Cleofás y María Magdalena. Y aunque esto lo refiere de antes que expirase nuestro Salvador, se ha de entender que perseveró en pie, arrimada a la cruz, adorando en ella a su difunto Jesús, y a la divinidad siempre unida al sagrado cuerpo. Estaba asimismo cuidadosa cómo daría sepultura a su Hijo Santísimo, quién se le bajaría de la cruz, adonde siempre tenía levantados sus divinos ojos.

Vió luego el tropel de gente armada que venía encaminándose al monte Calvario; y creciendo el temor de algún nuevo oprobio contra el Redentor difunto, habló con San Juan y las Marías, y dijo: ¡Ay de mí, que se divide mi corazón en el pecho! ¿Por ventura no están satisfechos del haber muerto a mi hijo? ¿Si pretenden ahora alguna nueva ofensa? Era víspera de la gran fiesta del sábado de los judíos, y para celebrarla sin cuidado habían pedido a Pilatos licencia para quebrantar las piernas a los tres ajusticiados, con que acabasen de morir, los bajasen aquella tarde de las cruces y no quedasen en ellas el día siguiente. Con este intento llegó al Calvario aquella compañía de soldados que vio María. Y en llegando, como hallaron vivos a los ladrones, les quebrantaron las piernas, con que acabaron la vida. Pero llegando a Cristo, como le hallaron difunto, no le quebrantaron las piernas, cumpliéndose la misteriosa profecía del, Éxodo, en que mandaba Dios no quebrantasen los huesos del cordero figurativo, que comían la Pascua. Pero un soldado que se llamaba Longinos, arrimándose a la cruz de Cristo, le hirió con una lanza penetrándole su costado; y luego salió de la herida sangre y agua, como lo afirma San Juan que lo vio y dio testimonio de la verdad esta herida de la lanzada, que no pudo sentir el cuerpo sagrado y ya difunto de Cristo, sintió su Madre, recibiendo en su pecho el dolor, como si recibiera la herida.

Corría ya la tarde de aquel día de Parásceve, y la Madre aún no tenía certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por los medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de José Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran entrambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como a sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo y le reconocían por Maestro.

Era José justo en los ojos del Altísimo y en la estimación del pueblo noble, y decurión con oficio de gobierno, y del Consejo, como lo da a entender el Evangelio, que dice no consintió José en el Consejo ni obras de los homicidas de Cristo, a quien reconocía por verdadero Mesías. Y aunque hasta su muerte era José discípulo encubierto, pero en ella se manifestó. Y rompiendo el temor que antes tenía a la envidia de los judíos, y no reparando en el poder de los romanos, entró con osadía a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús, difunto en la cruz, para bajarle de ella y darle honrosa sepultura, afirmando que era inocente y verdadero Hijo de Dios.

Pilatos no se atrevió a negar a José lo que pedía, antes le dio licencia para que dispusiese del cuerpo de Jesús. Con este permiso salió José de casa del juez, y llamó a Nicodemus, que también era justo y sabio en las letras divinas y humanas, y en las Sagradas Escrituras. Estos dos varones con valeroso esfuerzo se resolvieron a dar sepultura a Jesús crucificado. Y José previno la sábana y sudario en que envolverle, y Nicodemus compró hasta cien libras de los aromas con que los judíos acostumbraban a ungir los difuntos de mayor nobleza. Con esta prevención, y de otros instrumentos, caminaron al Calvario, acompañados de sus criados y de algunas personas pías.

Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, y los animó y confortó; y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron las capas o mantos que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la cruz, y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndole.

Con esto comenzaron a disponer el descendimiento. Quitaron lo primero la corona de la sagrada cabeza, descubriendo las heridas y roturas que dejaba en ella muy profundas. Bajáronla con gran veneración y lágrimas, y la pusieron en manos de la Madre. Recibióla estando arrodillada, y la adoró, llegándola a su virginal rostro, y regándola con abundantes lágrimas, recibiendo con el contacto alguna parte de las heridas de las espinas.

Luego, a imitación de la Madre, las adoraron San Juan y la Magdalena con las Marías y otras piadosas mujeres y fieles que allí estaban; y lo mismo hicieron con los clavos. Para recibir la Señora el cuerpo difunto de su Hijo Santísimo, puesta de rodillas extendió los brazos con la sábana desplegada. San Juan asistió a la cabeza y la Magdalena a los pies, para ayudar a José y Nicodemus, y todos juntos con grande veneración y lágrimas le pusieron en los brazos de la Madre.

Este paso fue para Ella de igual compasión y regalo; porque el verle llagado y desfigurada aquella hermosura, mayor que la de todos los hijos de los hombres, renovó los dolores del corazón de la Madre, Y al tenerle en sus brazos y en su pecho le era de incomparable dolor, y juntamente de gozo, por lo que descansaba su ardentísimo amor con la posesión de su tesoro. Adoróle con supremo culto y reverencia, vertiendo lágrimas de sangre. Y todos, comenzando San Juan, fueron adorando el sagrado cuerpo por su orden. La prudentísima Madre le tenía en sus brazos asentada en el suelo para que todos le diesen adoración.

Gobernábase en todas estas acciones nuestra gran Reina con tan divina sabiduría y prudencia que a los hombres y a los ángeles era de admiración, porque sus palabras eran de gran ponderación, dulcísimas por la caricia y compasión de su difunta hermosura, tiernas por la lástima, misteriosas por lo que significaban y comprehendían. Ponderaba su dolor sobre todo lo que puede causarle a los mortales. Movía los corazones a compasión y lágrimas, ilustraba a todos para conocer el sacramento tan divino que trataba. Y sobre todo esto, sin exceder ni faltar en lo que debía, guardaba en el semblante una humilde majestad entre la serenidad de su rostro y dolorosa tristeza que padecía. Con esta variedad tan uniforme hablaba con su amabilísimo Hijo, con el Eterno Padre, con los ángeles, con los circunstantes y con todo el linaje humano por cuya redención se había entregado a la, pasión y muerte.

Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especies y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro, para llevarle al sepulcro. Levantaron el sagrado cuerpo San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte, Seguía la Madre acompañada de la Magdalena, de las Marías y las otras piadosas mujeres. Juntóse a más de estas personas gran número de fieles, que, movidos de la divina luz, vinieron al Calvario después de la lanzada.

Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado. En este felicísimo sepulcro pusieron el sagrado cuerpo de Jesús. Y antes de cubrirle con la lápida le adoró de nuevo la prudente y religiosa Madre, y luego unos y otros la imitaron y todos adoraron al crucificado y sepultado Señor y cerraron el sepulcro con la lápida que, como dice el Evangelio, era muy grande.

Cerrado el sepulcro de Cristo, con el mismo silencio y orden que vinieron todos del Calvario se volvieron a él. Era ya tarde y caído el sol, y la Señora desde el Calvario se fue a recoger a la casa del cenáculo, adonde la acompañaron los que estuvieron al entierro; y dejándola en el cenáculo con San Juan, las Marías y otras compañeras, se despidieron de Ella los demás, y con grandes lágrimas y sollozos le pidieron les diese su bendición. Y la humildísima y prudentísima Señora les agradeció el obsequio que a su Hijo santísimo habían hecho y el beneficio que ella había recibido, y los despidió llenos de otros interiores y ocultos favores y de bendiciones de dulzura de su amable natural y piadosa humildad.

Los judíos, confusos y turbados de lo que iba sucediendo, fueron a Pilatos el sábado por la mañana, Y le pidieron, mandase guardar el sepulcro; porque Cristo a quien llamaron seductor había dicho y declarado que después de tres días resucitaría, y sería posible que sus discípulos robasen el cuerpo y dijesen .había resucitado. Pilatos contemporizó con esta maliciosa cautela, y les concedió las guardas que pedían, y las pusieron en el sepulcro. Pero los pérfidos pontífices sólo pretendían obscurecer el suceso que temían; como se conoció después cuando sobornaron a los guardas para que dijesen que no había resucitado Cristo Nuestro Señor, sino que le habían robado sus discípulos. Y como no hay consejo contra Dios, por este medio se divulgó más y se confirmó la resurrección.

Fuente: Vida de la Virgen María de Sor María de Jesús de Agreda

 
 


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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Visión de la preparación de la Pascua a la Institución de la Eucaristía, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

El relato de la “Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo” comienza con la Última Cena y concluye con la Resurrección. Narra la Pasión de Jesucristo a través de minuciosas descripciones concretas de personas, lugares y acontecimientos, por lo que resulta comprensible que este libro haya servido de inspiración para el director y actor Mel Gibson, a la hora de hacer su película «La Pasión de Cristo».

Cuenta el mismo Gibson que se encontraba rezando en su despacho tratando de ser iluminado sobre el guión de su película, cuando este libro de Ana Catalina se desprendió de la librería y cayó sobre su regazo, como una señal del cielo.

I. Preparación de la Pascua

Ayer tarde fue cuando tuvo lugar la última gran comida del Señor y sus amigos, en casa de Simón el Leproso, en Betania, en donde María Magdalena derramó por última vez los perfumes sobre Jesús.

Los discípulos habían preguntado ya a Jesús dónde quería celebrar la Pascua. Hoy, antes de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les dijo que cuando subieran al monte de Sión, encontrarían al hombre con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la última Pascua, en Betania, él había preparado la comida de Jesús: por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa y decirle: «El Maestro os manda decir que su tiempo se acerca, y que quiere celebrar la Pascua en vuestra casa». Después debían ser conducidos al Cenáculo, y ejecutar todas las disposiciones necesarias.

Yo vi los dos Apóstoles subir a Jerusalén; y encontraron al principio de una pequeña subida, cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les había designado: le siguieron y le dijeron lo que Jesús les había mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que la comida estaba ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemo); que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús. Este hombre era Elí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. Iba todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían hospedaje en la ciudad. Ese año había alquilado un Cenáculo que pertenecía a Nicodemo y a José de Arimatea. Enseñó a los dos Apóstoles su posición y su distribución interior.

II. El Cenáculo

Sobre el lado meridional de la montaña de Sión, se halla una antigua y sólida casa, entre dos filas de árboles copudos, en medio de un patio espacioso cercado de buenas paredes. Al lado izquierdo de la entrada se ven otras habitaciones contiguas a la pared; a la derecha, la habitación del mayordomo, y al lado, la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon con más frecuencia después de la muerte de Jesús. El Cenáculo, antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a los audaces capitanes de David: en el se ejercitaban en manejar las armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su permanencia en un lugar subterráneo. Yo he visto también al profeta Malaquías escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la Nueva Alianza.

Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas de ella; pero no tengo presente más que lo que he contado.

Este edificio estaba en muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemo y de José de Arimatea: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente y lo alquilaban para servir de Cenáculo a los extranjeros, que la Pascua atraía a Jerusalén. Así el Señor lo había usado en la última Pascua.

El Cenáculo, propiamente, está casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas poco elevadas. Al entrar, se halla primero un vestíbulo, adonde conducen tres puertas; después de entrar en la sala interior, en cuyo techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas, para la fiesta, hasta media altura, de hermosos tapices y de colgaduras.

La parte posterior de la sala está separada del resto por una cortina. Esta división en tres partes da al Cenáculo cierta similitud con el templo. En la última parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos necesarios para la celebración de la fiesta. En el medio hay una especie de altar; en esta parte de la sala están haciendo grandes preparativos para la comida pascual. En el nicho de la pared hay tres armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos para abrirlos y cerrarlos; vi toda clase de vasos para la Pascua; más tarde, el Santísimo Sacramento reposó allí.

En las salas laterales del Cenáculo hay camas en donde se puede pasar la noche. Debajo de todo el edificio hay bodegas hermosas. El Arca de la Alianza fue depositada en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Yo he visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también pasaban con frecuencia las noches en las laterales.

III. Disposiciones para el tiempo pascual

Vi a Pedro y a Juan en Jerusalén entrar en una casa que pertenecía a Serafia (tal era el nombre de la que después fue llamada Verónica). Su marido, miembro del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa atareado con sus negocios; y aun cuando estaba en casa, ella lo veía poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes: pues cuando el niño se quedó en el templo después de la fiesta, ella le dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí, entre otras cosas, el cáliz de que se sirvió el Señor para la institución de la Sagrada Eucaristía.

IV. El Cáliz de la santa Cena

El cáliz que los apóstoles llevaron de la casa de Verónica, es un vaso maravilloso y misterioso. Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado. Había sido vendido a un aficionado de antigüedades. Y comprado por Serafia había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa comunidad cristiana. El gran cáliz estaba puesto en una azafata, y alrededor había seis copas. Dentro de el había otro vaso pequeño, y encima un plato con una tapadera redonda. En su pie estaba embutida una cuchara, que se sacaba con facilidad.

El gran cáliz se ha quedado en la Iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo veo todavía conservado en esta villa: ¡aparecerá a la luz como ha aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo rodeaban; una de ellas está en Antioquía; otra en Efeso: pertenecían a los Patriarcas, que bebían en ellas una bebida misteriosa cuando recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces. El gran cáliz estaba en casa de Abraham: Melquisedec lo trajo consigo del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edificó después Jerusalén: él lo usó en el sacrificio, cuando ofreció el pan y el vino en presencia de Abraham, y se lo dejó a este Patriarca.

V. Jesús va a Jerusalén

Por la mañana, mientras los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una despedida tierna a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les dio algunas instrucciones. Yo vi al Señor hablar solo con su Madre; le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo que María Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne, y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de sí. Habló también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él.

Judas había ido otra vez de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos, y arregló la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de prender al Salvador. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos. Era activo y servicial; pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones.

Había hecho milagros y curaba enfermos en la ausencia de Jesús. Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que iba a suceder, Ella le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró mucho, pero estaba profundamente triste. El Señor le dio las gracias, como un hijo piadoso, por todo el amor que le tenía. Se despidió otra vez de todos, dando todavía diversas instrucciones.

Jesús y los nueve Apóstoles salieron a las doce de Betania para Jerusalén; anduvieron al pie del monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos. Dijo a los Apóstoles, entre otras cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su cara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía en amor, esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron; creyeron que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronunció en Betania y aquí.

Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de la ceremonia estaban ya en el vestíbulo. En seguida se fueron al valle de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los discípulos y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron después.

VI. Última Pascua

Jesús y los suyos comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos: el Salvador con los doce Apóstoles en la sala del Cenáculo; Natanael con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce tenían a su cabeza a Eliazim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí: había sido discípulo de San Juan Bautista.

Se mataron para ellos tres corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los Apóstoles. Judas ignoraba esta circunstancia; continuamente ocupado en su trama, no había vuelto cuando el sacrificio del cordero; vino pocos instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a Jesús y a los Apóstoles fue muy tierno; se hizo en el vestíbulo del Cenáculo. Los Apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el salmo CXVIII. Jesús habló de una nueva época que comenzaba. Dijo que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir verdaderamente de la casa de servidumbre.

Los vasos y los instrumentos necesarios fueron preparados. Trajeron un cordero pequeñito, adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima al sitio donde estaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado, con la espalda sobre una tabla, por el medio del cuerpo: me recordó a Jesús atado a la columna y azotado.

El hijo de Simeón tenía la cabeza del cordero. El Señor lo picó con la punta de un cuchillo en el cuello, y el hijo de Simeón acabó de matarlo. Jesús parecía tener repugnancia de herirlo: lo hizo rápidamente, pero con gravedad; la sangre fue recogida en un baño, y le trajeron un ramo de hisopo que mojó en la sangre. En seguida fue a la puerta de la sala, tiñó de sangre los dos pilares y la cerradura, y fijó sobre la puerta el ramo teñido de sangre. Después hizo una instrucción, y dijo, entre otras cosas, que el ángel exterminador pasaría más lejos; que debían adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando Él fuera sacrificado, a Él mismo, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el fin del mundo.

Después se fueron a la extremidad de la sala, cerca del hogar donde había estado en otro tiempo el Arca de la Alianza. Jesús vertió la sangre sobre el hogar, y lo consagró como un altar; seguido de sus Apóstoles, dio la vuelta al Cenáculo y lo consagró como un nuevo templo. Todas las puertas estaban cerradas mientras tanto.

El hijo de Simeón había ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de adelante estaban atadas a un palo puesto al revés; las de atrás estaban extendidas a lo largo de la tabla. Se parecía a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos traídos del templo. Los convidados se pusieron los vestidos de viaje que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco parecido a una camisa, y una capa más corta de adelante que de atrás; se arremangaron los vestidos hasta la cintura; tenían también unas mangas anchas arremangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba reservada: los discípulos en las salas laterales, el Señor con los Apóstoles en la del Cenáculo. Según puedo acordarme, a la derecha de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al extremo de la mesa, Bartolomé; y a la vuelta, Tomás y Judas Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta, Mateo y Felipe.

Después de la oración, el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para cortar el cordero, una copa de vino delante del Señor, y llenó seis copas, que estaban cada una entre dos Apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió; los Apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor partió el cordero; los Apóstoles presentaron cada uno su pan, y recibieron su parte. La comieron muy de prisa, con ajos y yerbas verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose sólo un poco sobre el respaldo de su silla. Jesús rompió uno de los panes ácimos, guardó una parte, y distribuyó la otra. Trajeron otra copa de vino; y Jesús decía: «Tomad este vino hasta que venga el reino de Dios». Después de comer, cantaron; Jesús rezó o enseñó, y habiéndose lavado otra vez las manos, se sentaron en las sillas.

Al principio estuvo muy afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico, y les dijo: «Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está conmigo en esta mesa». Había sólo un plato de lechuga; Jesús la repartía a los que estaban a su lado, y encargó a Judas, sentado en frente,
que la distribuyera por su lado. Cuando Jesús habló de un traidor, cosa que espantó a todos los Apóstoles, dijo: «Un hombre cuya mano está en la misma mesa o en el mismo plato que la mía», lo que significa: «Uno de los doce que comen y beben conmigo; uno de los que participan de mi pan». No designó claramente a Judas a los otros, pues meter la mano en el mismo plato era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería darle un aviso, pues, que metía la mano en el mismo plato que el Señor para repartir lechuga. Jesús añadió: «El hijo del hombre se va, según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido».

Los Apóstoles, agitados, le preguntaban cada uno: «Señor, ¿soy yo?», pues todos sabían que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús, tenía miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha de Jesús, y, como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se recostó sobre su seno, y le dijo: «Señor, ¿quién es?». Entonces tuvo aviso que quería designar a Judas. Yo no vi que Jesús se lo dijera con los labios: «Este a quien le doy el pan que he mojado». Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando el Señor mojó el pedazo de pan con la lechuga, y lo presentó afectuosamente a Judas, que preguntó también: «Señor, ¿soy yo?». Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta en términos generales. Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo hizo con una afección cordial, para avisar a Judas, sin denunciarlo a los otros; pero éste estaba interiormente lleno de rabia. Yo vi, durante la comida, una figura horrenda, sentada a sus pies, y que subía algunas veces hasta su corazón. Yo no vi que Juan dijera a Pedro lo que le había dicho Jesús; pero lo tranquilizó con los ojos.

VII. El lavatorio de los pies

Se levantaron de la mesa, y mientras arreglaban sus vestidos, según costumbre, para el oficio solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le pidió que trajera agua al vestíbulo, y salió de la sala con sus criados. De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad. No puedo decir con exactitud el contenido de su discurso. Me acuerdo que habló de su reino, de su vuelta hacia su Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos. Enseñó también sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación. Yo comprendí que esta instrucción se refería al lavatorio de los pies; vi también que todos reconocían sus pecados y se arrepentían, excepto Judas.

Este discurso fue largo y solemne. Al acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al vestíbulo, y dijo a los Apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo. Él se fue al vestíbulo, y se puso y ciñó una toalla alrededor del cuerpo. Mientras tanto, los Apóstoles se decían algunas palabras, y se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el Señor tenía un pensamiento secreto, y que quería hablar de un triunfo terrestre que estallaría en el último momento.

Estando Jesús en el vestíbulo, mandó a Juan que llevara un baño y a Santiago un cántaro lleno de agua; en seguida fueron detrás de él a la sala en donde el mayordomo había puesto otro baño vacío.

Entró Jesús de un modo muy humilde, reprochando a los Apóstoles con algunas palabras la disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras cosas, que Él mismo era su servidor; que debían sentarse para que les lavara los pies. Se sentaron en el mismo orden en que estaban en la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua del baño que llevaba Juan; con la extremidad de la toalla que lo ceñía, los limpiaba; estaba lleno de afección mientras hacía este acto de humildad.

Cuando llegó a Pedro, éste quiso detenerlo por humildad, y le dijo: «Señor, ¿Vos lavarme los pies?». El Señor le respondió: «Tú no sabes ahora lo que hago, pero lo sabrás mas tarde». Me pareció que le decía aparte: «Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y por eso edificaré sorbe ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi fuerza acompañará a tus sucesores hasta el fin del mundo». Jesús lo mostró a los Apóstoles, diciendo: «Cuando yo me vaya, él ocupará mi lugar». Pedro le dijo: «Vos no me lavaréis jamás los pies». El Señor le respondió: «Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo». Entonces Pedro añadió: «Señor, lavadme no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús respondió: «El que ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero no todos». Estas palabras se dirigían a Judas. Había hablado del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra, se ensucian constantemente si no se tiene una grande vigilancia. Este lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución. Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación demasiado grande de su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para salvarlo, se humillaría hasta la muerte ignominiosa de la cruz.

Cuando Jesús lavó los pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acercó la cara a sus pies; le dijo en voz baja, que debía entrar en sí mismo; que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó y le dijo: «Judas, el Maestro te habla». Entonces Judas dio a Jesús una respuesta vaga y evasiva, como: «Señor, ¡Dios me libre!». Los otros no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hablaba bastante bajo para que no le oyeran, y además, estaban ocupados en ponerse su calzado. En toda la pasión nada afligió más al Salvador que la traición de Judas. Jesús lavó también los pies a Juan y a Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que serví a los otros era el mayor de todos; y que desde entones debían lavarse con humildad los pies los unos a los otros; en seguida se puso sus vestidos. Los Apóstoles desataron los suyos, que los habían levantado para comer el cordero pascual.

VIII. Institución de la Sagrada Eucaristía

Por orden del Señor, el mayordomo puso de nuevo la mesa, que había lazado un poco: habiéndola puesto en medio de la sala, colocó sobre ella un jarro lleno de agua y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a buscar al cáliz que habían traído de la casa de Serafia. Lo trajeron entre los dos como un Tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había sobre ella una fuente ovalada con tres panes asimos blancos y delgados; los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había guardado de la Cena pascual: había también un vaso de agua y de vino, y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido y la tercera vacía.

Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse. Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo.

El Señor estaba entre Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo le vi explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa.

Sacó del azafate, en el cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Luego sacó los panes asimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso a derecha y a izquierda las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y los óleos, según yo creo: elevó con sus dos manos la patena, con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomó después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita : entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa.

Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos. No me acuerdo si este fue el orden exacto de las ceremonias: lo que sé es que todo me recordó de un modo extraordinario el santo sacrificio de la Misa.

Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; les dijo que les iba a dar todo lo que tenía, es decir, a Sí mismo; y fue como si se hubiera derretido todo en amor. Le volverse transparente; se parecía a una sombra luminosa. Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo y lo echó en el cáliz. Oró y enseñó todavía: todas sus palabras salían de su boca como el fuego de la luz, y entraban en los Apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente: yo los vi a todos penetrados de luz; Judas solo estaba tenebroso.

Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; en seguida hizo señas a Judas que se acercara: éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a Él. Yo estaba tan agitada, que no puedo expresar lo que sentía. Jesús le dijo: «Haz pronto lo que quieres hacer». Después dio el Sacramento a los otros Apóstoles. Elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los Apóstoles, que bebieron dos a dos en la misma copa. Yo creo, sin estar bien segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No volvió a su sitio, sino que salió en seguida del Cenáculo. Los otros creyeron que Jesús le había encargado algo.

El Señor echó en un vasito un resto de sangre divina que quedó en el fondo del cáliz; después puso sus dedos en el cáliz, y Pedro y Juan le echaron otra vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros Apóstoles. En seguida limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el resto de la sangre divina, puso encima la patena con el resto del pan consagrado, le puso la tapadera, envolvió el cáliz, y lo colocó en medio de las seis copas. Después de la Resurrección, vi a los Apóstoles comulgar con el resto del Santísimo Sacramento. Había en todo lo que Jesús hizo durante la institución de la Sagrada Eucaristía, cierta regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro estaban llenos de majestad. Vi a los Apóstoles anotar alguna cosa en unos pedacitos de pergamino que traían consigo.

IX. Instituciones secretas y consagraciones

Jesús hizo una instrucción particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían, por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuándo debían comer el resto de las especies consagradas, cuándo debían dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Consolador. Les habló después del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite y de bálsamo. Enseñó cómo se debía hacer esa mezcla, a qué partes del cuerpo se debía aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable: puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos sobre ese punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los Reyes, y dijo que aun los Reyes inicuos que estaban ungidos, recibían de la unción una fuerza particular.

Después vi a Jesús ungir a Pedro y a Juan: les impuso las manos sorbe la cabeza y sobre los hombros. Ellos juntaron las manos poniendo el dedo pulgar en cruz, y se inclinaron profundamente delante de Él, hasta ponerse casi de rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que aquello permanecería hasta el fin del mundo. Santiago el Menor, Andrés, Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo la consagración. Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que llevaba al cuello, y a los otros se la colocó sobre el hombro derecho.

Yo vi que Jesús les comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no sé explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían el pan y el vino y darían la unción a los Apóstoles. Me fue mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo, Pedro y Juan impusieron las anos a los otros Apóstoles, y ocho días después a muchos discípulos. Juan, después de la Resurrección, presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima. Esta circunstancia fue celebrada entre los Apóstoles. La Iglesia no celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante. Los primeros días después de Pentecostés yo vi a Pedro y a Juan consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde, los otros hicieron lo mismo.

El Señor consagró también el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales. Todo lo que hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en secreto. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades.

Cuando estas santas ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte mas retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina, y desde entonces fue el santuario. José de Arimatea y Nicodemus cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los Apóstoles. Jesús hizo todavía una larga instrucción, y rezó algunas veces. Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: estaba lleno de entusiasmo y de amor. Los Apóstoles, llenos de gozo y de celo, le hacían diversas preguntas, a las cuales respondía. La mayor parte de todo esto debe estar en la Sagrada Escritura.

El Señor dijo a Pedro y a Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros Apóstoles, y estos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para estos conocimientos. Yo he visto siempre así la Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción antes era tan grande, que mis percepciones no podían ser bien distintas: ahora lo he visto con más claridad. Se ve el interior de los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador: se sabe todo lo que va a suceder. Como sería posible observar exactamente todo lo que no es más que exterior, se inflama uno de gratitud y de amor, no se puede comprender la ceguedad de los hombres, la ingratitud del mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo conforme a las prescripciones legales. Los fariseos añadían algunas observaciones minuciosas.

Extracto realizado por corazones.org

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Demonios Infierno Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES Sor Faustina Kowalska Uncategorized

Visión del infierno de Santa Faustina Kowalska

«Hoy, fui llevada por un ángel a las profundidades del infierno. Es un lugar de gran tortura; ¡qué imponentemente grande y extenso es! Los tipos de torturas que vi: la primera que constituye el infierno es la pérdida de Dios; la segunda es el eterno remordimiento de conciencia; la tercera es que la condición de uno nunca cambiará; (160) la cuarta es el fuego que penetra el alma sin destruirla; es un sufrimiento terrible, ya que es un fuego completamente espiritual, encendido por el enojo de Dios; la quinta tortura es la continua oscuridad y un terrible olor sofocante y, a pesar de la oscuridad, los demonios y las almas de los condenados se ven unos a otros y ven todo el mal, el propio y el del resto; la sexta tortura es la compañía constante de Satanás; la séptima es la horrible desesperación, el odio de Dios, las palabras viles, maldiciones y blasfemias. Éstas son las torturas sufridas por todos los condenados juntos, pero ése no es el extremo de los sufrimientos. Hay torturas especiales destinadas para las almas particulares. Éstos son los tormentos de los sentidos. Cada alma padece sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionados con la forma en que ha pecado. Hay cavernas y hoyos de tortura donde una forma de agonía difiere de otra. Yo me habría muerto ante la visión de estas torturas si la omnipotencia de Dios no me hubiera sostenido.

Debe el pecador saber que será torturado por toda la eternidad, en esos sentidos que suele usar para pecar. (161) Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda encontrar una excusa diciendo que no hay ningún infierno, o que nadie ha estado allí, y que por lo tanto nadie puede decir cómo es. Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, he visitado los abismos del infierno para que pudiera hablar a las almas sobre él y para testificar sobre su existencia. No puedo hablar ahora sobre él; pero he recibido una orden de Dios de dejarlo por escrito. Los demonios estaban llenos de odio hacia mí, pero tuvieron que obedecerme por orden de Dios. Lo que he escrito es una sombra pálida de las cosas que vi. Pero noté una cosa: que la mayoría de las almas que están allí son de aquéllos que descreyeron que hay un infierno. Cuando regresé, apenas podía recuperarme del miedo. ¡Cuán terriblemente sufren las almas allí! Por consiguiente, oro aun más fervorosamente por la conversión de los pecadores. Suplico continuamente por la misericordia de Dios sobre ellos.

Oh mi Jesús, preferiría estar en agonía hasta el fin del mundo, entre los mayores sufrimientos, antes que ofenderte con el menor de los pecados».

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Jesús revela el Infierno a María Valtorta

15 de enero de 1944.
Dice Jesús:

“Una vez te hice ver al Monstruo de los abismos. Hoy te hablaré de su reino. No puedo tenerte siempre en el paraíso. Recuerda que tú tienes la misión de evocar en los hermanos las verdades que han olvidado demasiado. Pues en este olvido que, en realidad, es desprecio por las verdades eternas, se originan tantos males para los hombres.

Por lo tanto, escribe esta página dolorosa. Luego tendrás consuelo. Es viernes por la noche. Mientras escribes, mira a tu Jesús, que murió en la cruz, entre tormentos tales que pueden compararse a los del infierno, y que quiso esa muerte para salvar a los hombres de la Muerte.

Los hombres de nuestro tiempo ya no creen en la existencia del Infierno. Se han construido un más allá según el propio deseo, de tal modo que sea menos aterrador para su conciencia, merecedora de grandes castigos. Como son discípulos relativamente fieles del Espíritu del Mal, saben que su conciencia retrocedería ante ciertas fechorías, si de verdad creyera en el Infierno tal como lo enseña la Fe; saben que, si cometieran esa fechoría, su conciencia volvería en sí misma y, por el remordimiento, llegaría a arrepentirse, por el miedo llegaría a arrepentirse y, arrepintiéndose, encontraría el camino para volver a Mí.

Su maldad, que les enseña Satanás -del que son siervos o esclavos, según su adhesión a los deseos e instigaciones del Maligno-, no admite estos retrocesos y estos regresos. Por eso, anula la creencia en el Infierno tal como es y construye otro -si es que se decide a hacerlo- que no es más que una pausa para tomar impulso hacia nuevas elevaciones futuras.

E insiste en esta opinión hasta creer sacrílegamente que el mayor pecador de la humanidad puede redimirse y llegar a Mí a través de fases sucesivas. Hablo de Judas, el hijo predilecto de Satanás; el ladrón, tal como está escrito en el Evangelio; el que era concupiscente y ansioso de gloria humana, como Yo le defino; el Iscariote que, por la sed insaciable de la triple concupiscencia, se convirtió en mercante del Hijo de Dios y que me entregó a los verdugos por treinta monedas y la señal de un beso: un valor monetario irrisorio y un valor afectivo infinito.

No; si él fue el sacrílego por excelencia, Yo no lo soy. Si él fue el injusto por excelencia, Yo no lo soy. Si él fue quien con desprecio derramó mi Sangre, Yo no lo soy. Perdonar a Judas sería un sacrilegio hacia mi Divinidad, que traicionó; sería una injusticia hacia todos los demás hombres que, en todo caso, son menos culpables que él y que, aún así, son castigados por sus pecados; sería despreciar mi Sangre y sería, en fin, faltar a mis leyes.

Yo, Dios Uno y Trino, he dicho que lo que está destinado al Infierno, quedará en életernamente, porque de esa muerte no se surge a una nueva resurrección. He dicho que ese fuego es eterno y que acogerá a todos los que cometieron escándalos e iniquidades.

Y no creáis que esto dure hasta el momento del fin del mundo. No; al contrario, tras la tremenda reseña, esa morada de llanto y de tormento se hará más despiadada, porque el infernal solaz que aún se concede a sus huéspedes -poder dañar a los vivos y ver precipitar en el abismo a nuevos condenados- ya no será posible y la puerta del abominable reino de Satanás será remachada y clausurada por mis ángeles para siempre, para siempre; será ése un siempre cuyo número de años no tiene número; un siempre tan ilimitado que, si los granillos de arena de todos los océanos de la tierra se convirtieran en años, formarían menos de un día del mismo, de esta inconmensurable eternidad mía, hecha de luz y gloria en las alturas para los benditos; de tinieblas y horror en el abismo para los malditos.

Te he dicho que el Purgatorio es fuego de amor. Y que el Infierno es fuego de rigor.
El Purgatorio es un lugar en el cual expiáis la carencia de amor hacia el Señor Dios vuestro mientras pensáis en Dios, cuya Esencia brilló ante vosotros en el instante del juicio particular y despertó en vosotros un incolmable deseo de poseerla. A través del amor conquistáis el Amor y, por niveles de caridad cada vez más viva, laváis vuestras vestiduras hasta hacerlas cándidas y brillantes para entrar en el reino de la Luz, cuyos fulgores te hice ver días atrás.

El Infierno es un lugar en el cual el pensamiento de Dios, el recuerdo del Dios entrevisto en el juicio particular no es, como para los que están en el Purgatorio, deseo santo, nostalgia dolorida más plena de esperanza, esperanza colma de serena espera, de segura paz, que será perfecta cuando llegue a convertirse en conquista de Dios, pero que ya va dando al espíritu que purga sus faltas una jubilosa actividad purgativa porque cada pena, cada instante de pena, le acerca a Dios, su único amor. En cambio, en el Infierno, el recuerdo de Dios es remordimiento, es resquemor, es tormento, es odio; odio hacia Satanás, odio hacia los hombres, odio hacia sí mismos.

Tras haber adorado en la vida a Satanás en vez que a Mí, ahora que le poseen y ven su verdadero aspecto, que ya no se oculta bajo la hechicera sonrisa de la carne, bajo el brillante refulgir del oro, bajo el poderoso signo de la supremacía, ahora le odian porque es la causa de su tormento.

Tras haber adorado a los hombres -olvidando su dignidad de hijos de Dios- hasta llegar a ser asesinos, ladrones, estafadores, mercantes de inmundicias por ellos, ahora que se encuentran con esos patrones por los que mataron, robaron, estafaron, vendieron el propio honor y el honor de tantas criaturas infelices, débiles, indefensas -que convirtieron en instrumento de la lujuria, un vicio que las bestias no conocen, pues es atributo del hombre envenenado por Satanás-, ahora, les odian porque son la causa de su tormento.

Tras haber adorado a sí mismos otorgando todas las satisfacciones a la carne, a la sangre, a los siete apetitos de su carne y de su sangre y haber pisoteado la Ley de Dios y la ley de la moralidad, ahora se odian porque ven que son la causa de su tormento.

La palabra “Odio” tapiza ese reino inconmensurable; ruge en esas llamas; brama en las risotadas de los demonios; solloza y aúlla en los lamentos de los condenados; suena, suena y suena como una eterna campana que toca a rebato; retumba como un eterno cuerno pregonero de muerte; colma todos los recovecos de esa cárcel; es, por sí misma, tormento porque cada sonido suyo renueva el recuerdo del Amor perdido para siempre, el remordimiento de haber querido perderlo, la desazón de no poder volver a verlo jamás.

Entre esas llamas, el alma muerta, a igual que los cuerpos arrojados a la hoguera o en un horno crematorio, se retuerce y grita como si la animara de nuevo una energía vital y se despierta para comprender su error, y muere y renace a cada instante en medio de atroces sufrimientos, porque el remordimiento la mata con una maldición y la muerte la vuelve a la vida para padecer un nuevo tormento. El delito de haber traicionado a Dios en el tiempo terrenal está integralmente frente al alma en la eternidad; el error de haber rechazado a Dios en el tiempo terrenal está presente integralmente para atormentarla, en la eternidad.

En el fuego, las llamas simulan los espectros de lo que adoraron en la vida terrena, por medio de candentes pinceladas las pasiones se presentan con las más apetitosas apariencias y vociferan, vociferan su memento: “Quisiste el fuego de las pasiones. Experimenta ahora el fuego encendido por Dios, cuyo santo Fuego escarneciste”.

A fuego corresponde fuego. En el Paraíso es fuego de amor perfecto. En el Purgatorio es fuego de amor purificador. En el Infierno es fuego de amor ultrajado. Dado que los electos amaron a la perfección, el Amor se da a ellos en su Perfección. dado que los que están en el Purgatorio amaron débilmente, el Amor se hace llama para llevarles a la Perfección. Dado que los malditos ardieron en todos los fuegos menos que en el Fuego de Dios, el Fuego de la ira de Dios les abrasa por la eternidad. Y en ese fuego hay hielo.
¡Oh, no podéis imaginar lo que es el Infierno! Tomad fuego, llamas, hielo, aguas desbordantes, hambre, sueño, sed, heridas, enfermedades, plagas, muerte, es decir, todo lo que atormenta al hombre en la tierra, haced una única suma y multiplicadla millones de veces.Tendréis sólo una sombra de esa tremenda verdad.

Al calor abrasador se mezcla el hielo sideral. Los condenados ardieron en todos los fuegos humanos y tuvieron únicamente hielo espiritual para con el Señor su Dios. Y el hielo les espera para congelarles una vez que el fuego les haya sazonado como a los pescados puestos a asar en la brasa. Este pasar del ardor que derrite al hielo que condensa es un tormento en el tormento.

¡Oh, no es un lenguaje metafórico, pues Dios puede hacer que las almas, ya bajo el peso de las culpas cometidas, tengan una sensibilidad igual a la de la carne, aún antes de que vuelvan a vestir dicha carne! Vosotros no sabéis y no creéis. Mas en verdad os digo que os convendría más soportar todos los tormentos de mis mártires que una hora de esas torturas infernales.

El tercer tormento será la oscuridad, la oscuridad material y la oscuridad espiritual. ¡Será permanecer para siempre en las tinieblas tras haber visto la luz del paraíso y ser abrazado por la Tiniebla tras haber visto la Luz que es Dios! ¡Será debatirse en ese horror tenebroso en el que solamente se ilumina, por el reflejo del espíritu abrasado, el nombre del pecado que les ha clavado en dicho horror! Será encontrar apoyo, en medio de ese revuelo de espíritus que se odian y se dañan recíprocamente, sólo en la desesperación que les enloquece y cada vez más les hace malditos. Será nutrirse de esa desesperación, apoyarse en ella, matarse con ella. Está dicho: La muerte nutrirá a la muerte. La desesperación es muerte y nutrirá a estos muertos eternamente.

Y os digo que, a pesar de que Yo creé ese lugar, cuando descendí a él para sacar del Limbo a los que esperaban mi venida, sentí horror de ese horror. Lo sentí Yo mismo, Dios; y si no hubiera sido porque lo que ha hecho Dios es inmutable por ser perfecto, habría intentado hacerlo menos atroz, porque Yo soy el Amor y ese lugar horroroso produjo dolor en Mí.

¡Y vosotros queréis ir allí!
¡Oh hijos, reflexionad sobre esto que os digo! A los enfermos se les da una amarga medicina; a los cancerosos se les cauteriza y cercena el mal. Ésta es para vosotros, enfermos y cancerosos, medicina y cauterio de cirujano. No la rechacéis. Usadla para sanaros. La vida no dura estos pocos días terrenos. La vida comienza cuando os parece que termina, y ya no acaba más.

Haced que para vosotros la vida se deslice donde la luz y el júbilo de Dios embellecen la eternidad y no donde Satanás es el eterno Torturador”.


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Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES Sor Josefa Menéndez

El Infierno revelado a Sor Josefa Menéndez

Jesucristo se le apareció a menudo durante los años 1921-22 y 23 a la hermana Josefa Menéndez, una monja de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús.

Sus Memorias están publicadas en un libro de más de 500 páginas titulado: el Camino del Amor Divino.

En este Libro se explica el empeño de Jesús en salvar nuestras almas por el encuentro con Su amor antes de «la aproximación de los últimos días del mundo».

En la vida de Sor Josefa tuvo lugar un fenómeno muy raro en la vida de los santos: conocer en carne propia los sufrimientos del infierno. Dios permitió al diablo que la bajase hasta el infierno. Allá, pasa largas horas, algunas veces una noche entera, en una indescriptible agonía. A pesar de que fue llevada al infierno más de un centenar de veces, a ella le parece que cada vez es la primera, y cada una le semeja tan larga como una eternidad. Soporta todas las torturas del infierno, con una sóla excepción: el odio a Dios. No fue el menor de estos tormentos oír las estériles confesiones de los condenados, sus gritos de odio, de dolor y de desesperación.

A pesar de todo, cuando tras una larga espera vuelve a la vida, destrozada y agotada, con su cuerpo agonizante por el dolor, ella no se fija en el sufrimiento, por muy severo que sea, si con ello consigue salvar un alma de aquella espeluznante caverna de tormentos. A medida que empieza a respirar mejor, su corazón estalla de alegría al saber que aún puede amar al Señor.

Sor Josefa escribe con gran reticencia sobre el tema del infierno. Ella lo hizo solamente para conformar los benditos deseos de Nuestro Señor.

Nuestra Señora le dijo el 25 de octubre de 1922: «Todo lo que Jesús te da a ver y a sufrir de los tormentos del infierno es para que puedas hacerlos conocer al mundo. Por lo tanto, olvídate enteramente de ti misma, y piensa en la gloria de la salvación de las almas.»

Ella repetidamente testifica sobre el mayor tormento del infierno:

«Una de estas almas condenadas gritó con desesperación: «Esta es mi tortura… que deseo amar, y no puedo hacerlo; no hay nada que salga de mi excepto odio y desesperación. Si uno de nosotros pudiese hacer tanto como un simple acto de amor… esto ya no sería el infierno, pero no podemos. Vivimos en el odio y la malevolencia.» (23 de marzo 1922)

Otro de estos desgraciados dijo:

«El mayor de estos tormentos aquí es que no podemos amar a Dios. Mientras tenemos hambre de amor, estamos consumidos con el deseo de Él, pero ya es demasiado tarde.»

Ella registra también las acusaciónes hechas contra si mismos por estas infelices almas:

«Algunos gimen a causa del fuego que quema sus manos. Quizás ellos eran ladrones, porque dicen: «¿Donde está nuestro botín ahora?… Malditas manos… ¿Por qué deseé poseer lo que no era mio… y que en cualquier caso, sólo podría haber poseído por unos pocos días?»

Otros maldicen sus lenguas, sus ojos… cualquiera miembro que fuese la ocasión con la que pecaron… «¡Ahora, oh cuerpo, estás pagando el precio de los placeres con que te regalaste a ti mismo!… ¡¡¡Y todo ello lo hiciste por tu propria y libre voluntad…!!!.» (2 de abril 1922)

«Me pareció que la mayoría se acusaba a sí mismos de pecados de impureza, de robo, de comercio fraudulento; y la mayor parte de los condenados están en el infierno por estos pecados.» (6 de Abril de 1922).

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Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES Visiones y mensajes a Olivita Arias

Visión del infierno de Olivita Arias, Colombia

Matilde Olivia Arias de Garagoa, Boyaca, Colombia, es una anciana de más 80 años, muy humilde, que vive en un rancho, ella es una vidente de Jesús de la Misericordia

En una vereda de su rancho están las estaciones del viacrucis, y cerca hay una quebrada que fue bendecida en una aparición de Jesús y en la que muchos se han curado.

Ella tuvo esta visión hace 20 años sobre el infierno, y Jesús también le narró las escrituras.

LA VISIÓN DE OLIVITA

No supe que paso, pero vi que un hueco inmenso se abrió bajo los pies del Señor. No sé si viajamos a través de él, pero pronto me vi en el infierno. Escuché, gritos, lamentos, había desesperación, aquel lugar era horrible. Sentí miedo, sentí morirme de pavor, y me dije, ¡hay de mi señor donde estoy! El señor me dijo: “no temas nada, nada te pasara, yo estoy contigo, observa bien”

Entonces vi una hornilla como la boca de un volcán. De ella salían llamas inmensas. Era como un fondo donde se cocina la caña para hacer miel. Como un lago de azufre hirviendo a borbollones, había ahí mucha gente que gritaba y pedía auxilio sin ser escuchados. Unos insultaban, otros estaban vestidos lujosamente, otros estaban sin ropa. Creo que estaban con la ropa que los enterraron. Un hombre muy rico, con mantos y anillos en los dedos, y cadenas en el cuello, sacaba la mano y decía, ¡sálvame por esto! y mostraba como un gajo de cebolla. Pero las llamas empezaban a consumir el gajo de cebolla hasta quemarle los dedos. Creo que fue algo que dio, pero sin amor, o lo único que regaló en su vida.

El tormento era cruel, no había paz, le pegunte al Señor, ¿este es el rechinar de dientes? Y me contesto “No, todavía no es. Es solo parte de sufrimiento, de los condenados”

Alrededor de la hornilla había demonios con las piernas cruzadas, todos tenían un trinche largo. Su aspecto era horrible, sus ojos rojos, boca malvada, sonrisa malévola, de un color casi negro como gris. Fumaban y fumaban algo que los hacía más rebeldes. Y bebían un líquido rojizo que los llenaba de soberbia.

De pronto todos se colocaron de pie en posición firme. Los condenados deseaban desaparecer. Se consumían en el lago de fuego, era una multitud incontable. El infierno se estremeció, todo tembló. Por una puerta entraba un demonio como de casi 2 metros de alto, más horrible que los otros demonios. Este tenía cuernos, garras, cola y alas como de murciélago. Los demás no tenían nada de eso. Gritó y zapateó, y todo volvió a temblar, pregunte quien era, y me dijo: ”Es Satanás, Lucifer, rey del inferno.” Hasta los demás demonios le tenían miedo, a una orden dada por el, todos corrieron ante él con el trinche en la mano, en fila como un batallón de soldados. Les dijo algo que no alcancé a escuchar, púes tenía demasiado miedo. Y no le pregunte al Señor. Si el Señor no me hubiera sostenido en ese momento, yo hubiera muerto de terror.

El Señor me dijo:” Acá no hay paz ni un segundo, acá no hay nada de amor, es el reino del odio. Aquí vienen todos aquellos que me despreciaron cuando estaban vivos, libre y voluntariamente, prefirieron el mal en lugar de bien. Ahora observa bien, pues para algunos comienza el rechinar de dientes, sufrimiento y muerte eterna, gusano que no muere y fuego que no se apaga. Porque el que no está conmigo, está muerto, esa es la verdadera muerte. No la que llaman ustedes muerte”. Los demonios corrieron hacia la hornilla después de la orden de Satanás, y metían el trinche, sacaban a los condenados traspasados por los trinches. Se movían como culebras sin poder soltarse. Gritaban, se contorsionaban. Les salía sangre, alguno fueron traspasados por la espalda, otros por las piernas, otros por la cabeza agarraban los trinches queriendo salir. Pregunte al Señor: ¿porque esas almas tiene sangre? Y me dijo:”Al infierno vienen en cuerpo y alma, como al cielo van en cuerpo y alma. Estamos en el primer infierno, y ya fueron juzgados, aquí están todos los condenados desde la creación del mundo hasta el diluvio.»

Los demonios colocaron a los condenados como en una lamina de zinc, galvanizada y los agarraban a trinchazos entre dos o tres demonios. Luego como con un cortaúñas, un poco más largo, les prendían pedazos de carne y poco a poco le arrancaban las uñas, los dedos, el pelo, los gritos eran desesperados, eran gritos que terminaban en lamentos….

Para que no gritaran, sacaron una especie de arma no vista en la tierra por mí. Se la metieron en la boca. Aquella arma se abrió como una mano, y al cerrarse le agarró la lengua, y le arrancaban, bien torciéndola o tirándola. Luego con un cuchillo bien afilado, le comenzaban a volver cecina, a destazar, volver pedazos como de bistec. Los condenados no podían gritar, sus ojos parecían salirse de ellos. Y sus mandíbulas pegaban una con otra haciendo un rechinar de dientes horrible. Después de desprender la carne, trozaban los huesos y los volvían nada. Por último partían la cabeza, hasta quedar trizas, todo parecía nada en al lamina. Sangre, carne en trozos, huesos, aquello era horrible. Y en los huesos había gusanos.

Entonces dije al Señor, pobres personas. Pensé que no iban a morir, por fin murieron, aunque los pedazos de carnes se mueven. El me dijo: “Aquí no existe la muerte fíjate bien”. Los demonios tomaron esa lamina y echaron los trozos de la persona sobre un hueco donde había llamas y fierros filosos, una especie como de molino para volver todo polvo. En la parte de abajo de ese hueco estaba otra vez el hueco de la hornilla. Al caer ese polvo vi que las personas volvían a tener cuerpo y el que se dejaba agarrar por el trinche volvía a padecer lo mismo. Entonces pregunte al Señor: ¿Qué pasa, porque tiene que volver a vivir? El me dijo: “La muerte ya no existe, como los hombres la llaman. Aquí se padece la muerte eterna, que es la separación de DIOS.Y para llegar a este lugar de tormentos, cada uno llego aquí libre. Ésa fue la elección de ellos. Yo ya no puedo hacer nada por ellos. Cuando podía me despreciaron y llegaron a este lugar no creado para los hombres, para los hombres fue creado el cielo. Este lugar fue creado para Satanás y sus ángeles.”

Me di cuenta que a mayor pecado, mayor el sufrimiento. Cada uno paga según sus deudas. Y cada uno tiene castigos diferentes, pero todos sufren terriblemente. Me di cuenta que con el órgano que pecan es con el que más sufren. Según se hundían en el lago de fuego, aparecían en un lugar de arenas candentes, al rojo vivo. El calor era sofocante, no se podía respirar y gritaban, ¡tengo sed!

Entonces un demonio se le subía a la nuca y le abría la boca, hasta desgarrarla hasta los oídos. Otro demonio agarraba la arena caliente, para que la bebieran. Era tal el desespero que corrían sin control en la oscuridad iluminada únicamente por las arenas.

Chocaban con otros condenados y peleaban como perros callejeros. Al llegar al final había rocas con puertas, cada uno miraba solo una puerta, al abrirla había un hoyo, donde estaban los animales ponzoñosos y aquellos que más temían cuando estaban en la tierra. El Señor me dijo que eran castigos psicológicos. No pregunte qué era eso.

¡Oh pobres condenados! ¡Qué desesperación, que pesadilla sin fin! Cuando lograban salir de allí, se veían esos animales por el cuerpo y que salían por la boca y por todo lugar. Por lo único que podían correr, es por un desfiladero de piedras cortantes, se caían y se cortaban. Unos caían de frente y se cortaban todo, otros de espalda y al final había una planada, el que no lograba pararse rápidamente, una piedra redonda lo aplastaba como una cucaracha. Al lograr levantarse se botaban por un hueco que había, y caían a la hornilla del inicio, y todo volvía a repetirse.

El Señor me dijo: “¿Te diste cuenta que acá no hay descanso ni un segundo? Ahora te voy a mostrar otro lugar que está esperando a esta generación perversa y malvada. Le voy a mostrar quien sufre más y quienes van por el camino al infierno”. Vi entonces tres hornos más grandes que el primero y Satanás gritaba: Qué se haga el juicio, he trabajado bastante para darle la bienvenida a mi reino, he inventado nuevos castigos, y tormentos. Que vengan aquí los que pudieron salvarse y no quisieron, que vengan a mí los que me sirvieron en la tierra.

Entonces vi unas mujeres, arrastradas con cadenas, llevaban cargas como mulas, eran golpeadas atrozmente y atormentadas. Les abrían sus vientres, las dejaban gritar, la despedazaban, les daban con unas cuerdas como de hierro, las insultaban, les mostraban sus hijos que ellas habían asesinado y se los amarraban a sus pechos. Ellas escuchaban el llanto y los gritos de sus hijos (¡porque me mataste mama!) al grito del niño, sus pechos se desgarraban y comenzaban a sangrar, sus oídos sangraban y todo aquello era horrible. Y pregunte al Señor: ¿Señor JESUS quienes son esas mujeres y porque sufren tanto? Me contestó:”Son todas aquellas que matan a sus hijos en el aborto, sufren porque hicieron de sus vientres tumbas, y el vientre es para dar vida. Él pecado del aborto le es a mi Padre muy difícil de perdonar. No basta con confesarlo, si no hay verdadero arrepentimiento. Hay que hacer mucha oración y penitencia, pidiendo misericordia a DIOS Padre como al hijo que asesinaron. Sus gritos y llantos estarán al frente del trono de DIOS y su sangre clamará desde la tierra al cielo”.

Y me dijo:”Ore, Ore, por ellas, porque algunas están vivas y pueden arrepentirse. Pues muchas van por el camino del infierno”. Vi al lado de ellas hombres y mujeres que sufrían iguales tormentos que ellas. Y pregunté, ¿estos quienes son, y porque sufren iguales tormentos? El Señor me dijo:”Son todos los cómplices del aborto, los que las ayudaron. Aquí pueden venir médicos, amigos, enfermeros, parientes, o alguna persona que escucho que iban a abortar, y no les dijo no lo hagas.”

Seguimos andando por ese ancho camino y vi hombres que venían cari bajos, con la lengua afuera, se la machacaban con piedras, les quemaban las manos y pies y se la atravesaban con punzones. Lo demonios descargaban toda su ira contra estos hombres. Vi como sufrían y pregunté ¿estos quiénes son y por que sufren tanto? Y me dijo el Señor:”Son los llamados a la más alta gloria de los cielos pero la han perdido. Se han vendido y me han vendido. Ellos son mis sacerdotes. Los pecados del sacerdote son doble pena para mí, por eso su castigo es doble. Son martirizados en la lengua porque han callado mi palabra y han sido perros silenciosos, tartamudean al hablar. Se han consumido en las pasiones y llenado de mosto, vino. Para ellos la maldición y el fuego.”Vi mujeres y hombres al lado de ellos que sufrían grandes penas y pregunte ¿Quiénes son estos? Y me dijo:” Son los que han pecado con ellos. La mujer que hace caer a un sacerdote, más le valiera no haber nacido, porque es más maldita que Judas. Lo mismo el hombre que haga pecar a un sacerdote.”

Detrás de estas había una multitud que seguían ese camino y sufrían iguales tormentos. ¿Y estos quiénes son? Y me dijo:”Son todos aquellos que se alejaron de mi y de mi iglesia por el pecado del sacerdote y no oraron por él. El sacerdote se hizo para salvar a los hombres. Si no lo hace, lo ayudan a condenar. Pues mi palabra dice, los guardianes de mi templo están ciegos, ninguno hace nada, son todos perros mudos incapaces de ladrar, vigilantes perezosos que les gusta dormir. Perros hambrientos que jamás se hartan. Y son ellos los pastores, pero no saben comprender, cada uno va por su camino. Cada uno busca su interés, vengan dicen, busquen vinos y emborrachémonos con los licores, no ayudan al inocente y hacen desaparecer a los hombres fieles (Isaias-56-9)”.

Vi detrás de estos, hombres y mujeres que sufrían iguales tormentos, y le dije ¿quiénes son? Y me dijo “Son todos los religiosos y religiosas. Ore, ore por ellos, para que me amen y logren salvarse. No hablen nunca mal de los míos. Es como si untara el dedo con chile y me lo metiera en el ojo. Solo ore, ore por ellos, y no me cause tormentos.”Vi hombres y mujeres que llevaban vendados los ojos, detrás de ellos iban muchos encadenados. Los demonios los insultaban, los golpeaban, y los violaban. Su tormento era cruel, y pregunte ¿quiénes son esos? Y me dijo: “Son todos los brujos, hechiceros que se han dejado enceguecer por Satanás. A ellos les esperan los tormentos inmensos, porque vivieron más cerca de Satanás acá en la tierra, más que a mí. Y sufrirán más que nunca, por haber servido en el mal, libre y voluntariamente. Los encadenados son todos aquellos que los consultan, y todos aquellos que mandan a hacer un mal de brujería. Es preferible que mataran cara a cara, y no así. Pues escrito esta, que mi Padre no salvara a esa raza, fuera de mi perros malditos, para ustedes no habrá fuego ni brazas para calentar el pan (Isaías 47- 12)”.

“Ore, ore, porque hay muchos que pueden arrepentirse. También la multitud que les sigue y sufren tormentos son los creyentes en horóscopos, invocadores de espíritus, toda persona que quiera saber el futuro, o consulte a uno de ellos, es merecedor del fuego eterno del infierno. Vi luego hombres y mujeres atados por cadenas en las manos, cada uno tiraba por su lado, se tiraban y se caían entre sí. Los demonios les decían, por su culpa sufre, dele más duro. Y pregunte ¿Quiénes son? Y me dijo:”Son todos mis matrimonios que no viven en paz. Son dos bestias atadas por la misma cuerda.” y pregunté ¿Por qué van al infierno? Y me dijo:”Besa mi mano” lo hice y me la coloco en los ojos. Y vi que en esos hogares había insultos, celos, peleas, y Satanás le gritaba a JESUS. ¡Mire, mire como tengo a sus matrimonios! ¿Qué sacó con santificarlos en el sacramento? como la primera pareja me pertenecen, pero ahora hare que pierdan la gloria, no permitiré que oren ni que vayan a misa. Y se reía a carcajadas…Mientras JESUS lloraba. “Oren, porque hay muchos que pueden arrepentirse y cambiar”.

Vi hombres y mujeres atados por los pies, y sufrían peor que los anteriores. Y pregunté ¿estos quiénes son? Y me dijo: ”Son todos los que viven sin casarse, o han cometido adulterio o fornicación”. Y pregunte: ¿porque van al infierno? Y me toco los ojos y vi que JESUS bendecía todas las uniones entre el hombre y la mujer cuando estaban íntimamente, como la primer pareja. Pero cuando no estaban casados, era Satanás el que dormía al lado de ellos. Golpeando al Señor JESUS, le escupía la cara diciendo: mira tú criatura el hombre, convertido por mí en un animal. Aun peor que ella, ¿de qué le sirvió morir por ellos? yo destruiré tu sacramento que les permite unirse santamente. Pero yo hare de cada lecho un fuego infernal envuelto en pasiones aun no permitidas. Pues a mí sí me escuchan, aunque yo no les ofrezco un reino de paz, sino de dolor…Y JESUS me dijo:” Mi sufrimiento para ellos ha sido inútil, por eso van al infierno.”Y vi que unos de los castigos para ellos, es ver al hombre o mujer por el cual se condenaron en el pecho, y Satanás le daba un cuchillo filoso y ellos mismos se cortaban, y sacaban pedazos de carne hasta llegar al corazón. Diciendo, maldito, maldito, por tu culpa estoy aquí en este infierno. Te quiero sacar del pecho para siempre pero no puedo. El Señor me dijo:”Ore, ore, porque algunos están vivos, y se pueden arrepentir.”

Vi hombres atados con hombres, y mujeres atadas con mujeres, atados por la cintura, que se balanceaban, como animales salvajes, arrastrando una presa. ¿Y estos quiénes son y porque sufren? El Señor me dijo:”Son toda clase de homosexuales y lesbianas, que libre me rechazaron, y no fueron capaces de ser castos ofreciendo su vida”. Y vi como Satanás, se revolcaba en el lecho de estos pobres seres, dándoles más deseos sin llegar a ser saciados nunca. Y vi como los espíritus los atormentaban en sus partes con los que pecaron. Y vi que le atravesaban palos desde el ano hasta la boca, y les giraban. Y pregunté ¿La presa? Y me contestó:”Son todos aquellos que se acostaron con ellos. Ore, porque aun hay vivos que pueden salvarse, al arrepentirse. La persona homosexual que ofrezca su castidad a mí, y viva sin hacer pecar a nadie, yo derramo mi infinita misericordia, porque los amo inmensamente.” Toda relación, anal es condenada por el Señor, es contra la naturaleza. No podemos condenar a quienes practican la homosexualidad, si hacemos lo mismo.

Vi hombres y mujeres con caras de animales, y sufrían inmensamente. Y al lado de ellos, unos que llevaban como unas cintas y unas hojas o revistas donde habían mujeres y hombres desnudos. También sufrían y van al infierno. Y le pregunte al Señor: ¿quiénes son, y también van al infierno? Sí van al infierno sino se arrepienten. Los primeros son todos los que han tenido, intimidad con los animales. Rebajándose al nivel de la bestia, y aun mas que ella, porque si ella pensara, no lo haría. Y todo aquel que haga del sexo una obsesión a traves de películas, revistas, chistes grotescos, prostitución, palabra de mal sentido. Son dignos del fuego eterno, con todos sus tormentos, pues han aprendido a hablar la bajeza de Satanás y no a hablar y vivir la santidad y pureza de DIOS uno y trino.

Vi hombres y mujeres de diferentes edades, y caminaban como ciegos golpeándose con todo. Y un demonio estaba al pie de ellos, haciéndoles caer más y más. ¿Y estos quienes son Señor? Y me dijo: “Son todos los borrachos, los alcohólicos van porque han destrozado el templo de Espíritu Santo, donde mora la trinidad santa. Su propio cuerpo. Y han hecho daño a sus semejantes, a sus familias, olvidándose del primer mandamiento. Amar a DIOS y al prójimo como a sí mismo. Estos no han aprendido ni siquiera a amarse.”

Y al lado de ellos, iban de diferentes edades reventados los labios, con humo en la nariz, ¿Y estos quiénes son?, pregunte, y me dijo:” Son todos los fumadores de toda clase de hierbas, droga, cigarros o vicio. Y van porque no han amado su propio cuerpo, y los que van con ellos, son todos los que ofrecen, o llevan a pecar. Yo les he dicho, que el que regala un vaso de agua, es digno de cielo eterno. Pero también quien ofrece, o hace pecar a alguien, es digno del fuego eterno. Ore, porque algunos pueden cambiar su vida, y librarse de este castigo”

Vi hombres y mujeres en minifalda, o con vestidos indecentes, y detrás de ellos, un gran número de hombres y mujeres. Y pregunté: ¿Por qué van al infierno, y por qué los atormentan? Me contesto: “La mujer que use minifalda va al infierno, por corromper al hombre seduciéndolo con su vestuario. Y lo mismo el hombre, va por dejarse seducir. Cuidado con el vestuario. La mujer no debe llevar pantalón y si lo lleva que no sea ajustado. Muchas parecen mulas con frenos. Los hombres no deben llevar el pantalón apretado, pero tampoco, aquellos que parecen faldas.”

Vi que iban hombres y mujeres de toda edad, hasta niños con las manos cortadas, algunos sin dedos. Y le pegunte ¿Quiénes son y van al infierno? Y me dijo: “Son todos los tramposos, los ladrones, los estafadores, los que no pagan sus deudas, los que solo se dedicaron al trabajo, los avarientos, los que en su corazón solo estaba el Dios dinero, los que nunca dieron una limosna al pobre, ni ayudaron al más pequeño de sus hermanos. Son todos aquellos que al final les tendré que decir, apártate de mi maldito, vaya al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Pues tuve hambre y no me dieron de comer, sed y no me dieron de beber. Fui forastero y no me alojaron, desnudo y no me vistieron, enfermo y en la cárcel y no me visitaron. Ore, ore por ellos, porque algunos están vivos y pueden cambiar su corazón de piedra (Mateo 25.)”.

Vi hombres y mujeres de todas las edades, que llevaban la lengua afuera, y un demonio, iba montado sobre sus hombros, metiéndole su lengua en la boca de ellos. Era una gran cantidad y le pregunte al Señor ¿Quiénes son Señor, y por qué traen ese demonio? Me dijo:” Son todos los chismosos, calumniadores, mentirosos, son todos aquellos incapaces de domar la lengua. Que hicieron mal, pues está cargada de veneno mortal, como escrito está en mi apóstol Santiago “Sepan domar su lengua” El demonio que llevan es el demonio del chisme, ore para que se conviertan, porque algunos están vivos, y no vengan a este lugar de castigo.”

Vi hombres y mujeres que de sus bocas salían sapos, y víboras. ¿Y estos quiénes son? Pregunte. “Son todos los que pudieron enseñar mi fe y mi doctrina y no lo hicieron. Pero sí enseñaron cosas falsas basadas en teorías sin poderse comprobar. Son los maestros, escritores, catequistas, sacerdotes y padres de familia y todo el que pueda enseñar mi fe. Y toda persona que destruya la fe de mis pequeños niños. Yo les he escrito, hay del que enseñe otra palabra, hay del que escandalice a uno de estos pequeños, mas le valiera amarrarse una piedra de moler al cuello y tirarse al mar. Ore, ore porque para ellos, el castigo es tremendo. Y no lleguen al lugar del castigo.”

Vi familias y padres e hijos golpeándose. De sus bocas salieron llamas de fuego. Y pregunte: ¿por qué vienen aquí y por qué los atormenta el demonio, y por qué sale fuego? Y me dijo: “Son los padres que no se hicieron amar y respetar con sus hijos, los insultaron. Son los hijos altaneros y groseros con sus padres.” Y pregunté: ¿Por qué van ellos ahí? Y me dijo:”Al final cuando cada uno se presente ante el justo juez, sino fueron buenos van a decir, maldito de mi por no haber respetado y amado a mis padres. Y por esa maldición va al infierno. O van a decir, maldito por no obedecer y seguir la fe católica. O al contrario, van decir, malditos mis padres porque no me enseñaron a respetarlos y amarlos. Por esa maldición los padres van al infierno. Al contrario los padres deben respetar y dar amor a sus hijos. Jamás con insultos. “Ore, ore, porque algunos pueden salvarse”

Vi que en esas casas, donde el padre y la madre, insultan a sus hijos, los demonios salen de sus bocas como gusanos o serpientes que se arrastran. Y poco a poco van y se meten al otro hijo, o al esposo que está lejos. Vi que la única manera para acabar esos demonios en esas casas, es rezar y especialmente el santo rosario.

Vi gente de toda clase y edades que botaban dinero al aire y alrededor de ellos, gente muriéndose de hambre. ¿Y estos quiénes son y porque van al infierno? Y me dijo: ”Son todos los que desperdician el dinero en lo que no sirve, son los que compran cosas innecesarias, son los que hacen fiestas para sus gustos, invitan únicamente a los que puede llevarles algo o los invitan a otras fiestas. Son todos los que desperdiciaron comprando demasiadas cosas y las dejan dañar en sus refrigeradores en vez de regalarlas. Y nunca hacen obras de misericordia, solo piensan en ellos mismos mientras alrededor del mundo se mueren de hambre. Ore, ore por ellos para que se conviertan, y no vayan al lugar del castigo”.

Vi jóvenes que llevaban aparatos en sus oídos, no pregunte que aparatos porque no los conozco, conectados a una radio, caminaban como sonámbulos. Por esos aparatos les entraban escorpiones, sapos y muerte. Y pregunté ¿Quiénes son? Y me dijo: “Son todos aquellos que escuchan música satánica, rock, la música metálica y se han convertido en adoradores del diablo que los llevan a su propia muerte y les hacen perder el sentido de la vida, son todos los que entran al culto satánico, discotecas o en sus casas se encierran escuchando a alto volumen esa maldita música, para ellos la vida no tiene sentido, ni estudiar ni nada. Se vuelven perezosos y rebeldes. Pobre juventud va a la perdición, ya no hay inocencia en los mayores de 4 años. La maldita televisión y la música los han pervertido, y su corazón enceguecido se va alejando de mí. Ore, ore, para que yo pueda rescatarlos, pues viajan como moscas al mortecino. Ore, ore para que abandonen todo, y no lleguen al lugar de castigo elegido por ellos”.

Vi hombres y mujeres de toda clase, que caminaban de espalda, y un demonio los arrastraba y al caminar, tropezaban con otros, y los hacían caer. Pregunté quienes son, y me dijo: “Son todos aquellos que me iban siguiendo por el camino del cielo, pero las dificultades, los tropiezos, el desaliento, los problemas con los mismos grupos, los hicieron que me abandonaran, y hoy van camino al infierno, y se llevan a otros. A estos les es difícil volver a mí. Porque tiene un demonio que los detiene, este demonio al final los entregara a Satanás, y recibirá más orgullo por haber vencido a uno de los míos. Ore, ore por ellos, pues mi corazón se hiere continuamente, por estos nuevos Judas que no quieren sufrir por mí”.

Vi hombres y mujeres de diferentes edades y clases, golpeándose el pecho con un cuchillo, luchaban por quitar un espectro humano, desde los pechos hasta sus ingles .Al golpearse sus heridas sangraban mientras que un demonio les gritaba, tú has sufrido mucho por culpa de él , dele más duro, dele más duro, no le perdone no le perdone. Entonces pregunte: ¿Quiénes son Señor, y quienes son los que están en el pecho? El Señor me dijo: “Son todos aquellos que nunca han perdonado la falta de sus hermanos, guardan rencores, odio, resentimiento, rencillas, pensando que fueron los únicos que sufrieron. Las personas que llevan en el pecho, son sus supuestos enemigos. Y por eternidad de eternidades, lo tendrán en el pecho como castigo. Oren, oren, para que perdonen, como yo perdono, porque si no perdonan las faltas de sus hermanos, mi Padre tampoco les perdonará.”

Vi hombres y mujeres de todas las edades, sus manos sangraban, y ellos al mirarlas gritaban de terror. Y un demonio les cortaba con una espada, los pasaba por parte y parte, volviéndolos nada. Pregunte ¿Quiénes son Señor? Dijo: “Son todos los asesinos, los secuestradores, los atracadores, son todos aquellos que le han quitado la vida a alguien, física psíquica, y espiritualmente. Son aquellos que pudiendo salvar una vida, no lo hicieron, su sangre clama, desde la tierra a cielo. La vida yo la doy y la quito cuando quiero, nadie fuera de DIOS puede quitar la vida, ni a un niño, ni aun anciano, ni aun un enfermo, solo DIOS dispone de ellos. A quien lo hace le esperan los más grandes castigos y tormentos, en el lago de azufre donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Ore, ore, porque hay muchos que están vivos y pueden arrepentirse, hija mía ora, especialmente por los médicos”.

Seguimos caminando y vi hombres y mujeres, jóvenes y niños de todas las clases, iban dando vueltas entre sí como perdidos y confusos, los demonios los cubrían con sus sombras, y les decían, no crean, no crean. Y pregunte ¿Quiénes son? Y me dijo: “Son todos aquellos, que pertenecen a mi iglesia o pertenecieron, pero que abandonaron los sacramentos, o si acuden no creen en ellos, ni en la gracia ni en el poder santificador atreves de ellos. Han despreciado al DIOS de la verdad por la mentira. Quienes más sufrirán, son los que no creyeron en mi real presencia en la sagrada eucaristía, y se hicieron sacrílegos, pues mi carne es verdadera comida, mi sangre es verdadera bebida y quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo le resucitare el ultimo día. Ore, ore porque algunos pueden regresar”.

Vi hombres, jóvenes, mujeres y niños con edad de razón, en gran cantidad, caminaban a tientas, pisaban cualquier luz que los podía iluminar, los demonios gritaban, ¡no crean en la luz no crean! Y pregunte ¿Quiénes son? Y me dijo: “Son todos aquellos, que han cometido cualquier pecado y no lo han confesado, por pena, o porque no creen. O si lo confesaron, no lo hicieron con verdadero arrepentimiento. DIOS conoce el corazón de cada hombre. Ore, ore para que se conviertan. Nadie que no confiese su pecado puede entrar en el reino de los cielos”.

Entonces exclame, Señor JESUS, DIOS mío ¿quién puede salvarse? Me contesto: “Tu ven y sígueme. Para DIOS nada es imposible.” Callé, y seguimos caminando. Encontramos miles, y miles que iban al camino del infierno. No pegunte quienes eran ellos, solo iba pensando, misericordia DIOS mío, misericordia Señor….

El no me dijo quienes eran, ni cuál fue su pecado, eran de toda edad, y de toda clase, y por algo que yo no entiendo, se me dio a saber, que eran de toda religión, fe y creencia. Porque DIOS hace juicio sobre toda persona que venga a esta tierra, nazca donde nazca y crea en lo que crea. Después de caminar y caminar JESUS me dijo: “Aquí termina el camino al infierno” y se sentó sobre una piedra. Sus llagas sangraban, sus ropas eran rojas y estaba llorando. Le dije ¿Qué tienes Señor y DIOS mío? ¿Porque sus vestidos están rojos, si llegaste de blanco y porque sangran y porque está llorando?

Y me dijo: “Lloro al saber, que para ellos mi sacrificio fue inútil, y mi sangre se derramó en vano. Pues ellos no quisieron salvarse, me despreciaron. Mis ropas están rojas empapadas por mi sangre que he vertido en el dolor de sus pecados, y que ellos no quisieron recibir. Ya que mi perdón esta dado por parte de mi Padre pero ellos no me recibieron. Y yo les he escrito, al que me reciba lo hare hijo de DIOS. ¡Oh hija mía!, ore, ore, ayúdame a la salvación de los hombres y de las almas. Nos abrazamos y lloramos juntos, de pronto yo estaba en mi cuarto, abrazada fuertemente en él, el miedo era espantoso, todo mi cuerpo temblaba. Le dije Señor tengo miedo. Me coloco la mano sobre la cabeza y me dijo: “esto que has visto no lo contaras hasta dentro de 6 meses que te hayas repuesto completamente. Luego te llevare al cielo, y te mostrare el camino de quienes van por él”. Oramos juntos, se despidió dejándome en paz, lo vi partir, me volvió a mirar. Aun iba llorando, sus ropas iban rojas, sus llagas sangraban, me dijo adiós con la mano, y desapareció de mi vista.

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Visiones de la Anunciación por María Valtorta

María Valtorta es una mística italiana que nos dejó relatos de la vida de Jesús y María en la tierra. Escribió sin interrupción desde 1943 hasta 1947. Aun en las fases agudas de su enfermedad y, a veces, entre dolores atroces, no dictó nunca. Ella misma reconoció que no dispuso de medio humano alguno para elaborar sus escritos: absolutamente todo le fue dictado o revelado en visiones, que ella transcribió en sus escritos.

Su obra mayor es «El Evangelio como me ha sido revelado». En sus diez volúmenes narra el nacimiento y la infancia de María y de su hijo Jesús, los tres años de la vida pública de Jesús, su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión al Cielo, Pentecostés, los albores de la Iglesia y la Asunción de María.
De ese libro es que extractamos el relato de la Anunciación.

 

LA ANUNCIACIÓN

Lo que veo. María, muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su aspecto), está en una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una habitación de jovencita. Contra una de las dos paredes más largas, está el lecho: una cama baja, sin armadura, cubierta por gruesas esteras o tapetes — diríase que éstos están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de cañas porque están muy rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas —. Contra la otra pared, un estante con una lámpara de aceite, unos rollos de pergamino y una labor de costura — parece un bordado — cuidadosamente doblada.

A uno de los lados del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora, aunque tapada por una cortina que se mueve movida por un ligero vientecillo, en un taburete bajo está sentada la Virgen. Está hilando un lino candidísimo y suave como la seda. Sus manitas, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen girar rápidamente el huso. Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada y ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce pensamiento.

Hay un gran silencio en la casita y en el huerto. Y mucha paz, tanto en la cara de María como en el espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado. La habitación, de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una celda, tiene un aire austero y regio, debido a su gran limpieza y a la cuidadosa colocación de la cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y del jarroncito de cobre que está cerca de ésta con un haz de ramitas floridas dentro, ramitas de melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es que son de árboles frutales, de un blanco ligeramente rosado.

María comienza a cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz. No llega al pleno canto, pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una vibración del alma. No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado que, de vez en cuando repite «Yeohveh», intuyo que se trata de algún canto sagrado, acaso un salmo. Quizás María recuerda los cantos del Templo. Debe tratarse de un dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus manos, y con ellas el hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la pared, hacia atrás. Su rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos, perdidos tras algún dulce pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que no los rebosa pero sí los agranda. Y, a pesar de todo, loa ojos ríen, sonríen ante ese pensamiento que ven y que los abstrae de lo sensible. Resaltando de su vestido blanco sencillísimo, circundado por las trenzas, que lleva recogidas como corona en torno a la cabeza, el rostro rosado de María parece una linda flor.

El canto pasa a ser oración:
-Señor Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la tierra. Suscita el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de tu Cristo. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto. Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los Profetas! Envía el Redentor a tu sierva. Que cuando cese mi día se me abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!…

María se queda así ensimismada…

La cortina late más fuerte, como si alguien la estuviera aventando con algo o quisiera descorrerla. Y una luz blanca de perla fundida con plata pura hace más claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los colores de las telas, más espiritual el rostro alzado de María. En la luz se prosterna el Arcángel. La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se está verificando; es más, ya no late: pende, rígida, pegada a las jambas, separando, como una pared, el interior del exterior.

El Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante? ¿Con qué sustancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas substancias y usarlas de esa manera perfecta. Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y manos como las nuestras; pero no se trata de nuestra opaca materia: es una luz que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se mueve y sonríe y mira y habla.

-¡Salve, María, llena de Gracia, salve! -La voz es un dulce arpegio como de perlas chocadas contra un metal precioso.
María se estremece y baja la mirada. Su estremecimiento aumenta cuando ve a la fúlgida criatura arrodillada aproximadamente a un metro de distancia de Ella, con las manos cruzadas sobre el pecho, mirándola con una veneración infinita.

María, repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y se ruboriza alternativamente. Su rostro expresa estupor y turbación. Inconscientemente aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las anchas mangas. Se recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible su cuerpo: un acto de delicado pudor.

-No. No temas. ¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!.
A pesar de estas palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser extraordinario? ¿Es un enviado de Dios, o del Engañador?

-¡No temas, María! -insiste el Arcángel -Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios. Tú concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre «Jesús». Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin nunca. Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya, llamada a ser Madre de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar.

-¿Cómo puede suceder esto si yo no conozco hombre? ¿Acaso el Señor ya no acoge el ofrecimiento de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?.

-No vas a ser madre por obra de varón, María. Tú eres la eterna Virgen, la Santa de Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de Dios. Todo lo puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos. El Señor la ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo, y hasta el final de los siglos las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que habéis recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia por medio de ti. Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo. Para Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. ¿Qué debo responderle a mi Señor? No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!.

María, cruzando a su vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente dice:
-He aquí la esclava de Dios. Hágase de mí según su palabra.

El Ángel resplandece de alegría y se pone en actitud adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu de Dios descender sobre la Virgen, inclinada en gesto de adhesión; luego desaparece sin mover la cortina, dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo.

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Visiones de la Anunciación por Ana Catalina Emmerick

La Beata Ana Catalina Emmerick fue una monja católica agustina, mística, estigmatizada y visionaria alemana que vivió en el siglo XVIII Y XIX, y que tuvo las visiones que luego dieron origen al libro la “Vida de María”. Estos Párrafos corresponden a parte de ese libro. Las visiones de Emmerick fueron compiladas por Clemens María Brentano.

Las Visiones de Emmerich se usaron durante el descubrimiento de la casa de la Virgen María en una colina cerca de la ciudad de Éfeso, y fueron también usadas por Mel Gibson para su film “La Pasión de Cristo”.

Una vez que hubo entrado, la Santísima Virgen se ubicó tras la mampara de su lecho; allí se puso un largo vestido de lana blanca con un ceñidor ancho y cubrió su cabeza con un velo blanco amarillento. La servidora, mientras tanto, trajo un candil y encendió un lámpara de varios brazos que colgaba del techo. Entonces la Santísima Virgen tomó una mesita baja ubicada junto a una pared y la colocó en el centro de la habitación. Un tapete rojo y azul con una figura bordada en su parte media (ya no recuerdo si se trataba de una letra o de un ornamento) cubría la mesita. Sobre ésta había un rollo de pergamino escrito.

La mesa se encontraba entre el lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo estaba cubierto por una alfombra. La Virgen Santísima colocó delante de sí un pequeño cojín redondo sobre el cual se arrodilló, ambas manos apoyadas sobre la mesita. La puerta de la habitación estaba delante de ella y a su derecha; ella daba su espalda al lecho.

María cubrió su rostro con el velo y juntó las manos frente al pecho, mas sin entrecruzar los dedos. Así la vi mucho tiempo, orando con ardor: invocaba la Redención, la venida del Rey prometido a Israel, imploraba también tener parte en tal misión. Permaneció largo rato de rodillas, arrebatada en éxtasis. Luego inclinó su cabeza sobre el pecho.

Entonces del techo de la habitación y en línea algo sesgada, bajó una masa tan grande de luz que me obligó a volver el rostro hacia el patio donde estaba la puerta. En medio de esa luz vi un joven resplandeciente, flotante la rubia cabellera, descender a través del aire hasta llegar junto a ella: era el ángel Gabriel. Le habló y vi salir las palabras de su boca como letras de fuego. Pude leerlas y comprender su significado. María torció un tanto hacia la derecha su rostro velado. En su modestia no llegó a mirar al ángel, quien continuó hablándole. Entonces, y como quien obedece una orden, María dirigió sus ojos hacia él, levantó un poco el velo y le respondió. El ángel volvió a hablar. María alzó totalmente el velo, miró al ángel y pronunció las palabras sagradas: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.

La Virgen Santísima se hallaba en éxtasis profundo. La cámara estaba inundada de luz. Ya no podía ver el resplandor de la lámpara ni el techo de la cámara. El cielo parecía abierto y mis ojos siguieron por sobre el ángel una ruta luminosa, en cuyo término contemplé la Santísima Trinidad como un triángulo de luz cuyos rayos se penetran recíprocamente. En ello reconocí el misterio que excede toda definición y sólo permite ser adorado: Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y sin embargo un sólo Dios Todopoderoso.

Al decir la Santísima Virgen “Hágase en mí según tu palabra” observé la aparición alada del Espíritu Santo que, sin embargo, no se asemejaba a la representación ordinaria bajo la forma de paloma. Su cabeza tenía algo de humano. La luz irradiaba hacia ambos lados. Semejantes a alas, tres torrentes luminosos partían de allí para juntarse en el costado derecho de la Virgen Santísima.

Cuando esta irradiación la penetró, ella misma quedó resplandeciente, diáfana. Como la noche se retira ante la llegada del día, así la opacidad desapareció de su cuerpo. La plenitud de luz hizo que ya nada en ella fuese obscuro u opaco. Resplandecía, completamente bañada por la claridad.

Luego el ángel desapareció: la vía luminosa de la que había salido dejó de ser visible. Era como si el cielo hubiese aspirado y aquel fulgor se hubiese recogido en su seno… Tras la desaparición vi a la Santísima Virgen en intenso arrobamiento, ensimismada por completo. Conocía y adoraba en ella la Encarnación del Salvador: era como un pequeño cuerpo humano luminoso, totalmente formado y provisto de todos su miembros.

Aquí en Nazareth sucede al contrario que en Jerusalén. En Jerusalén las mujeres deben permanecer en el atrio sin poder penetrar en el Templo, pues sólo los sacerdotes tiene acceso al Santuario. Pero en Nazareth, una Virgen es ella misma el Templo, ya que el Santo de los Santos está en él. El Sumo Sacerdote está en ella, la única que tiene acceso a El. ¿Qué conmovedor y maravilloso es todo esto, y al mismo tiempo, tan simple y natural! Las palabras de David en el Salmo 45 han encontrado cumplimiento: “El Altísimo ha santificado su Tabernáculo. Dios está en su interior y no vacilará”.

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