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Carta Encíclica Ad Coeli Reginam de Pío XII – sobre la realeza de la Santísima Virgen María y la institución de su fiesta

A la Reina del Cielo, ya desde los primeros siglos de la Iglesia católica, elevó el pueblo cristiano suplicantes oraciones e himnos de loa y piedad, así en sus tiempos de felicidad y alegría como en los de angustia y peligros; y nunca falló la esperanza en la Madre del Rey divino, Jesucristo, ni languideció aquella fe que nos enseña cómo la Virgen María, Madre de Dios, reina en todo el mundo con maternal corazón, al igual que está coronada con la gloria de la realeza en la bienaventuranza celestial.

Y ahora, después de las grandes ruinas que aun ante Nuestra vista han destruido florecientes ciudades, villas y aldeas; ante el doloroso espectáculo de tales y tantos males morales que amenazadores avanzan en cenagosas oleadas, a la par que vemos resquebrajarse las bases mismas de la justicia y triunfar la corrupción, en este incierto y pavoroso estado de cosas Nos vemos profundamente angustiados, pero recurrimos confiados a nuestra Reina María, poniendo a sus pies, junto con el Nuestro, los sentimientos de devoción de todos los fieles que se glorían del nombre de cristianos.

INTRODUCCIÓN

2. Place y es útil recordar que Nos mismo, en el primer día de noviembre del Año Santo, 1950, ante una gran multitud de Eminentísimos Cardenales, de venerables Obispos, de Sacerdotes y de cristianos, llegados de las partes todas del mundo -decretamos el dogma de la Asunción de la Beatísima Virgen María al Cielo[1], donde, presente en alma y en cuerpo, reina entre los coros de los Ángeles y de los Santos, a una con su unigénito Hijo. Además, al cumplirse el centenario de la definición dogmática —hecha por Nuestro Predecesor, Pío IX, de ilustre memoria— de la Concepción de la Madre de Dios sin mancha alguna de pecado original, promulgamos[2] el Año Mariano, durante el cual vemos con suma alegría que no sólo en esta alma Ciudad —singularmente en la Basílica Liberiana, donde innumerables muchedumbres acuden a manifestar públicamente su fe y su ardiente amor a la Madre celestial— sino también en toda las partes del mundo vuelve a florecer cada vez más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios, mientras los principales Santuarios de María han acogido y acogen todavía imponentes peregrinaciones de fieles devotos.

Y todos saben cómo Nos, siempre que se Nos ha ofrecido la posibilidad, esto es, cuando hemos podido dirigir la palabra a Nuestros hijos, que han llegado a visitarnos, y cuando por medio de las ondas radiofónicas hemos dirigido mensajes aun a pueblos alejados, jamás hemos cesado de exhortar a todos aquellos, a quienes hemos podido dirigirnos, a amar a nuestra benignísima y poderosísima Madre con un amor tierno y vivo, cual cumple a los hijos.

Recordamos a este propósito particularmente el Radiomensaje que hemos dirigido al pueblo de Portugal, al ser coronada la milagrosa Virgen de Fátima[3], Radiomensaje que Nos mismo hemos llamado de la «Realeza» de María[4].

3. Por todo ello, y como para coronar estos testimonios todos de Nuestra piedad mariana, a los que con tanto entusiasmo ha respondido el pueblo cristiano, para concluir útil y felizmente el Año Mariano que ya está terminando, así como para acceder a las insistentes peticiones que de todas partes Nos han llegado, hemos determinado instituir la fiesta litúrgica de la «Bienaventurada María Virgen Reina».

Cierto que no se trata de una nueva verdad propuesta al pueblo cristiano, porque el fundamento y las razones de la dignidad real de María, abundantemente expresadas en todo tiempo, se encuentran en los antiguos documentos de la Iglesia y en los libros de la sagrada liturgia.

Mas queremos recordarlos ahora en la presente Encíclica para renovar las alabanzas de nuestra celestial Madre y para hacer más viva la devoción en las almas, con ventajas espirituales.

I. TRADICIÓN

4. Con razón ha creído siempre el pueblo cristiano, aun en los siglos pasados, que Aquélla, de la que nació el Hijo del Altísimo, que «reinará eternamente en la casa de Jacob»[5] y [será] «Príncipe de la Paz»[6], «Rey de los reyes y Señor de los señores»[7], por encima de todas las demás criaturas recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia. Y considerando luego las íntimas relaciones que unen a la madre con el hijo, reconoció fácilmente en la Madre de Dios una regia preeminencia sobre todos los seres.

Por ello se comprende fácilmente cómo ya los antiguos escritores de la Iglesia, fundados en las palabras del arcángel San Gabriel que predijo el reinado eterno del Hijo de María[8], y en las de Isabel que se inclinó reverente ante ella, llamándola «Madre de mi Señor»[9], al denominar a María «Madre del Rey» y «Madre del Señor», querían claramente significar que de la realeza del Hijo se había de derivar a su Madre una singular elevación y preeminencia.

5. Por esta razón San Efrén, con férvida inspiración poética, hace hablar así a María: «Manténgame el cielo con su abrazo, porque se me debe más honor que a él; pues el cielo fue tan sólo tu trono, pero no tu madre. ¡Cuánto más no habrá de honrarse y venerarse a la Madre del Rey que a su trono!»[10]. Y en otro lugar ora él así a María: «… virgen augusta y dueña, Reina, Señora, protégeme bajo tus alas, guárdame, para que no se gloríe contra mí Satanás, que siembra ruinas, ni triunfe contra mí el malvado enemigo»[11].

San Gregorio Nacianceno llama a María «Madre del Rey de todo el universo», «Madre Virgen, que dio a luz al Rey de todo el mundo»[12]. Prudencio, a su vez, afirma que la Madre se maravilló «de haber engendrado a Dios como hombre sí, pero también como Sumo Rey»[13].

Esta dignidad real de María se halla, además, claramente afirmada por quienes la llaman «Señora», «Dominadora» y «Reina».

Ya en una homilía atribuida a Orígenes, Isabel saluda a María «Madre de mi Señor», y aun la dice también: «Tú eres mi señora»[14].

Lo mismo se deduce de San Jerónimo, cuando expone su pensamiento sobre las varias «interpretaciones» del nombre de «María»: «Sépase que María en la lengua siriaca significa Señora»[15]. E igualmente se expresa, después de él, San Pedro Crisólogo: «El nombre hebreo María se traduce Domina en latín; por lo tanto, el ángel la saluda Señora para que se vea libre del temor servil la Madre del Dominador, pues éste, como hijo, quiso que ella naciera y fuera llamada Señora» [16].

San Epifanio, obispo de Constantinopla, escribe al Sumo Pontífice Hormidas, que se ha de implorar la unidad de la Iglesia «por la gracia de la santa y consubstancial Trinidad y por la intercesión de nuestra santa Señora, gloriosa Virgen y Madre de Dios, María»[17].

Un autor del mismo tiempo saluda solemnemente con estas palabras a la Bienaventurada Virgen sentada a la diestra de Dios, para que pida por nosotros: «Señora de los mortales, santísima Madre de Dios»[18].

San Andrés de Creta atribuye frecuentemente la dignidad de reina a la Virgen, y así escribe: «(Jesucristo) lleva en este día como Reina del género humano, desde la morada terrenal (a los cielos) a su Madre siempre Virgen, en cuyo seno, aun permaneciendo Dios, tomó la carne humana«[19]. Y en otra parte: «Reina de todos los hombres, porque, fiel de hecho al significado de su nombre, se encuentra por encima de todos, si sólo a Dios se exceptúa»[20].

También San Germán se dirige así a la humilde Virgen: «Siéntate, Señora: eres Reina y más eminente que los reyes todos, y así te corresponde sentarte en el puesto más alto»[21]; y la llama «Señora de todos los que en la tierra habitan»[22].

San Juan Damasceno la proclama «Reina, Dueña, Señora»[23] y también «Señora de todas las criaturas»[24]; y un antiguo escritor de la Iglesia occidental la llama «Reina feliz», «Reina eterna, junto al Hijo Rey, cuya nívea cabeza está adornada con áurea corona»[25].

Finalmente, San Ildefonso de Toledo resume casi todos los títulos de honor en este saludo: «¡Oh Señora mía!, ¡oh Dominadora mía!: tú mandas en mí, Madre de mi Señor…, Señora entre las esclavas, Reina entre las hermanas»[26].

6. Los Teólogos de la Iglesia, extrayendo su doctrina de estos y otros muchos testimonios de la antigua tradición, han llamado a la Beatísima Madre Virgen Reina de todas las cosas creadas, Reina del mundo, Señora del universo.

7. Los Sumos Pastores de la Iglesia creyeron deber suyo el aprobar y excitar con exhortaciones y alabanzas la devoción del pueblo cristiano hacia la celestial Madre y Reina.

Dejando aparte documentos de los Papas recientes, recordaremos que ya en el siglo séptimo Nuestro Predecesor San Martín llamó a María «nuestra Señora gloriosa, siempre Virgen»[27]; San Agatón, en la carta sinodal, enviada a los Padres del Sexto Concilio Ecuménico, la llamó «Señora nuestra, verdadera y propiamente Madre de Dios»[28]; y en el siglo octavo, Gregorio II en una carta enviada al patriarca San Germán, leída entre aclamaciones de los Padres del Séptimo Concilio Ecuménico, proclamaba a María «Señora de todos y verdadera Madre de Dios y Señora de todos los cristianos»[29].

Recordaremos igualmente que Nuestro Predecesor, de ilustre memoria, Sixto IV, en la bula Cum praexcelsa[30], al referirse favorablemente a la doctrina de la inmaculada concepción de la Bienaventurada Virgen, comienza con estas palabras: «Reina, que siempre vigilante intercede junto al Rey que ha engendrado». E igualmente Benedicto XIV, en la bula Gloriosae Dominae[31] llama a María «Reina del Cielo y de la tierra», afirmando que «el Sumo Rey le ha confiado a ella, en cierto modo, su propio imperio».

Por ello San Alfonso de Ligorio, resumiendo toda la tradición de los siglos anteriores, escribió con suma devoción: «Porque la Virgen María fue exaltada a ser la Madre del Rey de los reyes, con justa razón la Iglesia la honra con el título de Reina»[32].

II. LITURGIA

8. La sagrada Liturgia, fiel espejo de la enseñanza comunicada por los Padres y creída por el pueblo cristiano, ha cantado en el correr de los siglos y canta de continuo, así en Oriente como en Occidente, las glorias de la celestial Reina.

9. Férvidos resuenan los acentos en el Oriente: «Oh Madre de Dios, hoy eres trasladada al cielo sobre los carros de los querubines, y los serafines se honran con estar a tus órdenes, mientras los ejércitos de la celestial milicia se postran ante Ti»[33].

Y también: «Oh justo, beatísimo [José], por tu real origen has sido escogido entre todos como Esposo de la Reina Inmaculada, que de modo inefable dará a luz al Rey Jesús»[34]. Y además: «Himno cantaré a la Madre Reina, a la cual me vuelvo gozoso, para celebrar con alegría sus glorias… Oh Señora, nuestra lengua no te puede celebrar dignamente, porque Tú, que has dado a la luz a Cristo Rey, has sido exaltada por encima de los serafines. … Salve, Reina del mundo, salve, María, Señora de todos nosotros»[35].

En el Misal Etiópico se lee: «Oh María, centro del mundo entero…, Tú eres más grande que los querubines plurividentes y que los serafines multialados. … El cielo y la tierra están llenos de la santidad de tu gloria»[36].

10. Canta la Iglesia Latina la antigua y dulcisima plegaria «Salve Regina», las alegres antífonas «Ave Regina caelorum», «Regina caeli laetare alleluia» y otras recitadas en las varias fiestas de la Bienaventurada Virgen María: «Estuvo a tu diestra como Reina, vestida de brocado de oro»[37]; «La tierra y el cielo te cantan cual Reina poderosa»[38]; «Hoy la Virgen María asciende al cielo; alegraos, porque con Cristo reina para siempre»[39].

A tales cantos han de añadirse las Letanías Lauretanas que invitan al pueblo católico diariamente a invocar como Reina a María; y hace ya varios siglos que, en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario, los fieles con piadosa meditación contemplan el reino de María que abarca cielo y tierra.

11. Finalmente, el arte, al inspirarse en los principios de la fe cristiana, y como fiel intérprete de la espontánea y auténtica devoción del pueblo, ya desde el Concilio de Éfeso, ha acostumbrado a representar a María como Reina y Emperatriz que, sentada en regio trono y adornada con enseñas reales, ceñida la cabeza con corona, y rodeada por los ejércitos de ángeles y de santos, manda no sólo en las fuerzas de la naturaleza, sino también sobre los malvados asaltos de Satanás. La iconografía, también en lo que se refiere a la regia dignidad de María, se ha enriquecido en todo tiempo con obras de valor artístico, llegando hasta representar al Divino Redentor en el acto de ceñir la cabeza de su Madre con fúlgida corona.

12. Los Romanos Pontífices, favoreciendo a esta devoción del pueblo cristiano, coronaron frecuentemente con la diadema, ya por sus propias manos, ya por medio de Legados pontificios, las imágenes de la Virgen Madre de Dios, insignes tradicionalmente en la pública devoción.

III. RAZONES TEOLÓGICAS

13. Como ya hemos señalado más arriba, Venerables Hermanos, el argumento principal, en que se funda la dignidad real de María, evidente ya en los textos de la tradición antigua y en la sagrada Liturgia, es indudablemente su divina maternidad. De hecho, en las Sagradas Escrituras se afirma del Hijo que la Virgen dará a luz: «Será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin»[40]; y, además, María es proclamada «Madre del Señor»[41]. Síguese de ello lógicamente que Ella misma es Reina, pues ha dado vida a un Hijo que, ya en el instante mismo de su concepción, aun como hombre, era Rey y Señor de todas las cosas, por la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo.

San Juan Damasceno escribe, por lo tanto, con todo derecho: «Verdaderamente se convirtió en Señora de toda la creación, desde que llegó a ser Madre del Creador»[42]; e igualmente puede afirmarse que fue el mismo arcángel Gabriel el primero que anunció con palabras celestiales la dignidad regia de María.

14. Mas la Beatísima Virgen ha de ser proclamada Reina no tan sólo por su divina maternidad, sino también en razón de la parte singular que por voluntad de Dios tuvo en la obra de nuestra eterna salvación.

«¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave —como escribía Nuestro Predecesor, de feliz memoria, Pío XI— que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa de la Redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador; «Fuisteis rescatados, no con oro o plata, … sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un Cordero inmaculado»[43]. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo «por precio grande»[44] nos ha comprado»[45].

Ahora bien, en el cumplimiento de la obra de la Redención, María Santísima estuvo, en verdad, estrechamente asociada a Cristo; y por ello justamente canta la Sagrada Liturgia: «Dolorida junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo estaba Santa María, Reina del cielo y de la tierra»[46].

Y la razón es que, como ya en la Edad Media escribió un piadosísimo discípulo de San Anselmo: «Así como… Dios, al crear todas las cosas con su poder, es Padre y Señor de todo, así María, al reparar con sus méritos las cosas todas, es Madre y Señor de todo: Dios es el Señor de todas las cosas, porque las ha constituido en su propia naturaleza con su mandato, y María es la Señora de todas las cosas, al devolverlas a su original dignidad mediante la gracia que Ella mereció»[47]. La razón es que, «así como Cristo por el título particular de la Redención es nuestro Señor y nuestro Rey, así también la Bienaventurada Virgen [es nuestra Señora y Reina] por su singular concurso prestado a nuestra redención, ya suministrando su sustancia, ya ofreciéndolo voluntariamente por nosotros, ya deseando, pidiendo y procurando para cada uno nuestra salvación»[48].

15. Dadas estas premisas, puede argumentarse así: Si María, en la obra de la salvación espiritual, por voluntad de Dios fue asociada a Cristo Jesús, principio de la misma salvación, y ello en manera semejante a la en que Eva fue asociada a Adán, principio de la misma muerte, por lo cual puede afirmarse que nuestra redención se cumplió según una cierta «recapitulación»[49], por la que el género humano, sometido a la muerte por causa de una virgen, se salva también por medio de una virgen; si, además, puede decirse que esta gloriosísima Señora fue escogida para Madre de Cristo precisamente «para estar asociada a El en la redención del género humano»[50] «y si realmente fue Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su maternal amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado»[51]; se podrá de todo ello legítimamente concluir que, así como Cristo, el nuevo Adán, es nuestro Rey no sólo por ser Hijo de Dios, sino también por ser nuestro Redentor, así, según una cierta analogía, puede igualmente afirmarse que la Beatísima Virgen es Reina, no sólo por ser Madre de Dios, sino también por haber sido asociada cual nueva Eva al nuevo Adán.

Y, aunque es cierto que en sentido estricto, propio y absoluto, tan sólo Jesucristo —Dios y hombre— es Rey, también María, ya como Madre de Cristo Dios, ya como asociada a la obra del Divino Redentor, así en la lucha con los enemigos como en el triunfo logrado sobre todos ellos, participa de la dignidad real de Aquél, siquiera en manera limitada y analógica. De hecho, de esta unión con Cristo Rey se deriva para Ella sublimidad tan espléndida que supera a la excelencia de todas las cosas creadas: de esta misma unión con Cristo nace aquel regio poder con que ella puede dispensar los tesoros del Reino del Divino Redentor; finalmente, en la misma unión con Cristo tiene su origen la inagotable eficacia de su maternal intercesión junto al Hijo y junto al Padre.

No hay, por lo tanto, duda alguna de que María Santísima supera en dignidad a todas las criaturas, y que, después de su Hijo, tiene la primacía sobre todas ellas. «Tú finalmente —canta San Sofronio— has superado en mucho a toda criatura… ¿Qué puede existir más sublime que tal alegría, oh Virgen Madre? ¿Qué puede existir más elevado que tal gracia, que Tú sola has recibido por voluntad divina?»[52]. Alabanza, en la que aun va más allá San Germán: «Tu honrosa dignidad te coloca por encima de toda la creación: Tu excelencia te hace superior aun a los mismos ángeles»[53]. Y San Juan Damasceno llega a escribir esta expresión: «Infinita es la diferencia entre los siervos de Dios y su Madre»[54].

16. Para ayudarnos a comprender la sublime dignidad que la Madre de Dios ha alcanzado por encima de las criaturas todas, hemos de pensar bien que la Santísima Virgen, ya desde el primer instante de su concepción, fue colmada por abundancia tal de gracias que superó a la gracia de todos los Santos.

Por ello —como escribió Nuestro Predecesor Pío IX, de f. m., en su Bula— «Dios inefable ha enriquecido a María con tan gran munificencia con la abundancia de sus dones celestiales, sacados del tesoro de la divinidad, muy por encima de los Ángeles y de todos los Santos, que Ella, completamente inmune de toda mancha de pecado, en toda su belleza y perfección, tuvo tal plenitud de inocencia y de santidad que no se puede pensar otra más grande fuera de Dios y que nadie, sino sólo Dios, jamás llegará a comprender»[55].

17. Además, la Bienaventurada Virgen no tan sólo ha tenido, después de Cristo, el supremo grado de la excelencia y de la perfección, sino también una participación de aquel influjo por el que su Hijo y Redentor nuestro se dice justamente que reina en la mente y en la voluntad de los hombres. Si, de hecho, el Verbo opera milagros e infunde la gracia por medio de la humanidad que ha asumido, si se sirve de los sacramentos, y de sus Santos, como de instrumentos para salvar las almas, ¿cómo no servirse del oficio y de la obra de su santísima Madre para distribuirnos los frutos de la Redención?

«Con ánimo verdaderamente maternal —así dice el mismo Predecesor Nuestro, Pío IX, de ilustre memoria— al tener en sus manos el negocio de nuestra salvación, Ella se preocupa de todo el género humano, pues está constituida por el Señor Reina del cielo y de la tierra y está exaltada sobre los coros todos de los Ángeles y sobre los grados todos de los Santos en el cielo, estando a la diestra de su unigénito Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, con sus maternales súplicas impetra eficacísimamente, obtiene cuanto pide, y no puede no ser escuchada»[56].

A este propósito, otro Predecesor Nuestro, de feliz memoria, León XIII, declaró que a la Bienaventurada Virgen María le ha sido concedido un poder «casi inmenso en la distribución de las gracias»[57]; y San Pío X añade que María cumple este oficio suyo «como por derecho materno»[58].

18. Gloríense, por lo tanto, todos los cristianos de estar sometidos al imperio de la Virgen Madre de Dios, la cual, a la par que goza de regio poder, arde en amor maternal.

Mas, en estas y en otras cuestiones tocantes a la Bienaventurada Virgen, tanto los Teólogos como los predicadores de la divina palabra tengan buen cuidado de evitar ciertas desviaciones, para no caer en un doble error; esto es, guárdense de las opiniones faltas de fundamento y que con expresiones exageradas sobrepasan los límites de la verdad; mas, de otra parte, eviten también cierta excesiva estrechez de mente al considerar esta singular, sublime y —más aún— casi divina dignidad de la Madre de Dios, que el Doctor Angélico nos enseña que se ha de ponderar «en razón del bien infinito, que es Dios»[59].

Por lo demás, en este como en otros puntos de la doctrina católica, la «norma próxima y universal de la verdad» es para todos el Magisterio, vivo, que Cristo ha constituido «también para declarar lo que en el depósito de la fe no se contiene sino oscura y como implícitamente»[60].

19. De los monumentos de la antigüedad cristiana, de las plegarias de la liturgia, de la innata devoción del pueblo cristiano, de las obras de arte, de todas partes hemos recogido expresiones y acentos, según los cuales la Virgen Madre de Dios sobresale por su dignidad real; y también hemos mostrado cómo las razones, que la Sagrada Teología ha deducido del tesoro de la fe divina, confirman plenamente esta verdad. De tantos testimonios reunidos se forma un concierto, cuyos ecos resuenan en la máxima amplitud, para celebrar la alta excelencia de la dignidad real de la Madre de Dios y de los hombres, que «ha sido exaltada a los reinos celestiales, por encima de los coros angélicos»[61].

IV. INSTITUCIÓN DE LA FIESTA

20. Y ante Nuestra convicción, luego de maduras y ponderadas reflexiones, de que seguirán grandes ventajas para la Iglesia si esta verdad sólidamente demostrada resplandece más evidente ante todos, como lucerna más brillante en lo alto de su candelabro, con Nuestra Autoridad Apostólica decretamos e instituimos la fiesta de María Reina, que deberá celebrarse cada año en todo el mundo el día 31 de mayo. Y mandamos que en dicho día se renueve la consagración del género humano al Inmaculado Corazón de la bienaventurada Virgen María. En ello, de hecho, está colocada la gran esperanza de que pueda surgir una nueva era tranquilizada por la paz cristiana y por el triunfo de la religión.

Procuren, pues, todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos cuantos recurren al trono de la gracia y de la misericordia de nuestra Reina y Madre, para pedir socorro en la adversidad, luz en las tinieblas, consuelo en el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa, procuren liberarse de la esclavitud del pecado, a fin de poder presentar un homenaje insustituible, saturado de encendida devoción filial, al cetro real de tan grande Madre. Sean frecuentados sus templos por las multitudes de los fieles, para en ellos celebrar sus fiestas; en las manos de todos esté la corona del Rosario para reunir juntos, en iglesias, en casas, en hospitales, en cárceles, tanto los grupos pequeños como las grandes asociaciones de fieles, a fin de celebrar sus glorias. En sumo honor sea el nombre de María más dulce que el néctar, más precioso que toda joya; nadie ose pronunciar impías blasfemias, señal de corrompido ánimo, contra este nombre, adornado con tanta majestad y venerable por la gracia maternal; ni siquiera se ose faltar en modo alguno de respeto al mismo. Se empeñen todos en imitar, con vigilante y diligente cuidado, en sus propias costumbres y en su propia alma, las grandes virtudes de la Reina del Cielo y nuestra Madre amantísima. Consecuencia de ello será que los cristianos, al venerar e imitar a tan gran Reina y Madre, se sientan finalmente hermanos, y, huyendo de los odios y de los desenfrenados deseos de riquezas, promuevan el amor social, respeten los derechos de los pobres y amen la paz. Que nadie, por lo tanto, se juzgue hijo de María, digno de ser acogido bajo su poderosísima tutela si no se mostrare, siguiendo el ejemplo de ella, dulce, casto y justo, contribuyendo con amor a la verdadera fraternidad, no dañando ni perjudicando, sino ayudando y consolando.

21. En muchos países de la tierra hay personas injustamente perseguidas a causa de su profesión cristiana y privadas de los derechos humanos y divinos de la libertad: para alejar estos males de nada sirven hasta ahora las justificadas peticiones ni las repetidas protestas. A estos hijos inocentes y afligidos vuelva sus ojos de misericordia, que con su luz llevan la serenidad, alejando tormentas y tempestades, la poderosa Señora de las cosas y de los tiempos, que sabe aplacar las violencias con su planta virginal; y que también les conceda el que pronto puedan gozar la debida libertad para la práctica de sus deberes religiosos, de tal suerte que, sirviendo a la causa del Evangelio con trabajo concorde, con egregias virtudes, que brillan ejemplares en medio de las asperezas, contribuyan también a la solidez y a la prosperidad de la patria terrenal.

22. Pensamos también que la fiesta instituida por esta Carta encíclica, para que todos más claramente reconozcan y con mayor cuidado honren el clemente y maternal imperio de la Madre de Dios, pueda muy bien contribuir a que se conserve, se consolide y se haga perenne la paz de los pueblos, amenazada casi cada día por acontecimientos llenos de ansiedad. ¿Acaso no es Ella el arco iris puesto por Dios sobre las nubes, cual signo de pacífica alianza?[62]. «Mira al arco, y bendice a quien lo ha hecho; es muy bello en su resplandor; abraza el cielo con su cerco radiante y las Manos del Excelso lo han extendido»[63]. Por lo tanto, todo el que honra a la Señora de los celestiales y de los mortales —y que nadie se crea libre de este tributo de reconocimiento y de amor— la invoque como Reina muy presente, mediadora de la paz; respete y defienda la paz, que no es la injusticia inmune ni la licencia desenfrenada, sino que, por lo contrario, es la concordia bien ordenada bajo el signo y el mandato de la voluntad de Dios: a fomentar y aumentar concordia tal impulsan las maternales exhortaciones y los mandatos de María Virgen.

Deseando muy de veras que la Reina y Madre del pueblo cristiano acoja estos Nuestros deseos y que con su paz alegre a los pueblos sacudidos por el odio, y que a todos nosotros nos muestre, después de este destierro, a Jesús que será para siempre nuestra paz y nuestra alegría, a Vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestros fieles, impartimos de corazón la Bendición Apostólica, como auspicio de la ayuda de Dios omnipotente y en testimonio de Nuestro amor.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Maternidad de la Virgen María, el día 11 de octubre de 1954, decimosexto de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA XII

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[1] Cf. const. apost. Munificentissimus Deus: A.A.S. 32 (1950), 753 ss.
[2] Cf. enc. Fulgens corona: A.A.S. 35 (1953) 577 ss.
[3] Cf. A.A.S. 38 (1946) 264 ss.
[4] Cf. Osservat. Rom., 19 de mayo de 1946.
[5] Luc. 1, 32.
[6] Is. 9, 6.
[7] Apoc. 19, 16.
[8] Cf. Luc. 1, 32. 33.
[9] Luc. 1, 43.
[10] S. Ephraem Hymni de B. María (ed. Th. J. Lamy t. II, Mechliniae, 1886) hymn. XIX, p. 624.
[11] Idem Orat. ad Ssmam. Dei Matrem: Opera omnia (ed. Assemani t. III [graece] Romae, 1747, p. 546).
[12] S. Greg. Naz. Poemata dogmatica XVIII v. 58 PG 37, 485.
[13] Prudent. Dittochaeum XXVII PL 60, 102 A.
[14] Hom. in S. Luc. hom. VII (ed. Rauer Origines’ Werke t. IX, 48 [ex «catena» Macarii Chrysocephali]). Cf. PG 13, 1902 D.
[15] S. Hier. Liber de nominibus hebraeis: PL 23, 886.
[16] S. Petrus Chrysol., Sermo 142 De Annuntiatione B.M.V.: PL 52, 579 C; cf. etiam 582 B; 584 A: «Regina totius exstitit castitatis».
[17] Relatio Epiphani ep. Constantin. PL 63, 498 D.
[18] Encomium in Dormitionem Ssmae. Deiparae [inter opera S. Modesti] PG 86, 3306 B.
[19] S. Andreas Cret., Hom. II in Dormitionem Ssmae. Deiparae: PG 97, 1079 B.
[20] Id., Hom. III in Dormit. Ssmae. Deip.: PG 97, 1099 A.
[21] S. Germanus, In Praesentationem Sanctissimae Deiparae 1 PG 98, 303 A.
[22] Id., ibid. 2 PG 98, 315 C.
[23] S. Ioannes Damasc., Hom. I In Dormitionem B.M.V.: PG 96, 719 A.
[24] Id. De fide orthodoxa 4, 14 PG 44, 1158 B.
[25] De laudibus Mariae (inter opera Venantii Fortunati) PL 88, 282 B. 283 A.
[26] Ildefonsus Tolet. De virginitate perpetua B.M.V.: 96, 58 A.D.
[27] S. Martinus I, Epist. 14 PL 87, 199-200 A.
[28] S. Agatho PL 87, 1221 A.
[29] Hardouin, Acta Conc. 4, 234.238 PL 89, 508 B.
[30] Syxtus IV, bulla Cum praeexcelsa d. d. 28 febr. 1476.
[31] Benedictus XIV, bulla Gloriosae Dominae d. d. 27 sept. 1748.
[32] S. Alfonso Le glorie di Maria, p.I, c.I, §1.
[33] Ex liturgia Armenorum: in festo Assumpt., hym. ad Mat.
[34] Ex Menaeo (byzant.): Dominica post Natalem, in Canone, ad Mat.
[35] Officium hymni, Akathistós (in ritu byzant.).
[36] Missale Aethiopicum: Anaphora Dominae nostrae Mariae, Matris Dei.
[37] Brev. Rom.: Versic. sexti Resp.
[38] Festum Assumpt., hymn. Laud.
[39] Ibid., ad Magnificat II Vesp.
[40] Luc. 1, 32. 33.
[41] Ibid. 1, 43.
[42] S. Ioannes Damasc. De fide orthodoxa 4, 14 PG 94, 1158 B.
[43] 1 Pet. 1, 18. 19.
[44] 1 Cor. 6, 20.
[45] Pius XI, enc. Quas primas: A.A.S. 17 (1925), 599.
[46] Festum septem dolorum B. M. V., tractus.
[47] Eadmerus, De excellentia V. M., 11 PL 159, 508 A.B.
[48] F. Suárez, De mysteriis vitae Christi disp. 22, sect. 2 (ed. Vives 19, 327).
[49] S. Iren., Adv. haer. 4, 9, 1 PG 7, 1175 B.
[50] Pius XI, epist. Auspica
tus profecto: A.A.S. 25 (1933), 80.
[51] Pius XII, enc. Mystici Corporis: A.A.S. 35 (1943), 247.
[52] S. Sophronius, In Annuntiationem B. M. V.: PG 87, 3238 D. 3242 A.
[53] S. Germanus, Hom. II in Dormitionem B. M. V.: PG 98, 354 B.
[54] S. Ioannes Damasc., Hom. I in Dormitionem B. M. V.: PG 96, 715 A.
[55] Pius IX, bulla Ineffabilis Deus: Acta Pii IX 1, 597. 598.
[56] Ibid., 618.
[57] Leo XIII, enc. Adiutricem populi: A.A.S. 28 (1895-1896), 130.
[58] Pius X, enc. Ad diem illum: A.A.S. 36 (1903-1904), 455.
[59] S. Thomas, Sum. Theol. 1, 25, 6, ad 4.
[60] Pius XII, enc. Humani generis: A.A.S. 42 (1950), 569.
[61] Brev. Rom.: Festum Assumpt. B. M. V.
[62] Cf. Gen. 9, 13.
[63] Eccli. 43, 12-13.

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REFLEXIONES Y DOCTRINA Usos, Costumbres, Historia

Resumen de las principales ideas que movieron a Pío XII a instituir la Fiesta de María Reina 1-11-1954

No es una novedad, sino antigua doctrina, remedio de males. No es concepto político sino ultraterreno pero real. Fundamento de su poder es la Maternidad Divina. Revestida de poder real nos ayuda. Otros beneficios, especialmente la decisión cristiana. Con audacia sacudan el abatimiento los dirigentes y gobernantes. Derrama sus bendiciones sobre todo el pueblo. Plegaria de Pío XII a María Reina.

1. No es una novedad, sino antigua doctrina, remedio de males.

Los testimonios de homenaje y devoción hacia la Madre de Dios, que el universo católico ha multiplicado en los pasados meses, han probado espléndidamente tanto en las manifestaciones públicas, como en las más modestas acciones de la piedad privada, su amor a la Virgen María y la fe en sus incomparables privilegios. Pero con el fin de coronar todas estas manifestaciones con una solemnidad particularmente significativa del Año Mariano, hemos querido instituir y celebrar la Fiesta de la Realeza de María.

Ninguno de vosotros, queridos hijos e hijas, se maravillará ni pensará que se haya tratado de decretar a la Virgen un nuevo título. ¿No repiten acaso los fieles cristianos desde hace siglos, en las Letanías Lauretanas, las invocaciones que saludan a María con el nombre de Reina? Y el rezo del Santo Rosario proponiendo para la piadosa meditación la memoria de los gozos, los dolores y las glorias de la Madre de Dios, ¿no termina acaso con el recuerdo radiante de María recibida en el cielo por su Hijo y adornada por Él con regia corona?

2. No es concepto político sino ultraterreno pero real.

Menos aún que la de su hijo, la realeza de María no debe concebirse como analógica con las realidades de la vida política moderna. Las maravillas del cielo no se pueden representar sin duda sino mediante las palabras y expresiones, aunque imperfectas, del lenguaje humano; pero esto no significa en manera alguna que, para honrar a María, se deba dar adhesión a una determinada forma de gobierno o a una particular estructura política. La realeza de María es una realeza ultraterrena, la cual sin embargo, al mismo tiempo, penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tiene de espiritual y de inmortal.

 

3. Fundamento de su poder es la Maternidad Divina.

Los orígenes de las glorias de María, el momento cumbre que ilumina toda su persona y su misión, es aquel en que, llena de gracia, dirigió al Arcángel Gabriel el Fiat, que manifestaba su consentimiento a la divina disposición; de tal forma Ella se convertía en Madre de Dios y Reina, y recibía el oficio real de velar por la unidad y la paz del género humano. Por Ella tenemos la firme confianza en que la humanidad se encaminará poco a poco en esta vía de salvación; Ella guiará los jefes de las naciones y los corazones de los pueblos hacia la concordia y la caridad.

4. Revestida de poder real nos ayuda.

¿Qué podrían hacer por consiguiente los cristianos en la hora presente, en la que la unidad y la paz del mundo, y aún las fuentes mismas de la vida están en peligro, sino volver la mirada hacia Aquella que aparece entre ellos revestida del poder real?. De la misma forma que Ella envolvió en su manto al Divino Niño, primogénito de todas las criaturas y de toda la creación, dígnese ahora proteger a todos los hombres y a todos los pueblos con su vigilante ternura; dígnese, como Sede de la Sabiduría, hacer que refulja la verdad de las palabras inspiradas, que la Iglesia aplica a Ella:
«Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia; por mí mandan los príncipes y gobiernan los soberanos de la tierra».

Si el mundo en la actualidad lucha sin tregua por conquistar su unidad, por asegurar la paz, la invocación del reino de María es, por encima de todos los medios terrenos y de todos los designios humanos deficientes siempre de algún modo, la voz de la fe y de la esperanza cristiana, sólida y segura de las promesas divinas y de las ayudas inagotables que este imperio de María ha difundido para la salvación de la humanidad.

5. Otros beneficios, especialmente la decisión cristiana.

Sin embargo, Nos esperamos también la inagotable bondad de la beatísima Virgen, que hoy invocamos como la real Madre del Señor, otros beneficios no menos preciosos.

Ella debe no solamente aniquilar los tétricos planes y las inicuas obras de los enemigos de una humanidad unida y cristiana, sino que ha de comunicar igualmente a los hombres de hoy algo de su espíritu.

Con esto nos referimos a la voluntad valiente e incluso audaz, que, en las circunstancias difíciles, de frente a los peligros y obstáculos, sabe tomar sin vacilar las resoluciones que se imponen, y procurar su ejecución con una energía indefectible de forma que arrastre detrás de sus huellas a los débiles, a los cansados, a los que dudan, a los que ya no creen en la justicia y en la nobleza de la causa que deben defender.

¿Quién no ve en que grado ha actuado María en sí misma este espíritu y ha merecido las alabanzas debidas a la «Mujer fuerte»? Su Magnificat, este canto de alegría y de confianza invencible en la potencia divina, con la cual Ella comienza a realizar las obras, la llena de santa audacia, de una fuerza desconocida a la naturaleza.

6. Con audacia sacudan el abatimiento los dirigentes y gobernantes.

¡Cómo querríamos que todos aquellos que hoy tienen la responsabilidad de los asuntos públicos imitasen este luminoso ejemplo de sentimiento real! Por el contrario ¿ no se nota acaso también alguna vez en sus filas una especie de cansancio, de resignación, de pasividad, que les impide afrontar con firmeza y perseverancia los arduos problemas del momento presente? Algunos de ellos ¿no dejan acaso que a veces los acontecimientos corran a merced de la corriente, en vez de dominarlos con una acción sana y constructiva?

¿No urge por consiguiente movilizar todas las fuerzas vivas ahora en reserva, estimular a aquellos que no tienen aun plena conciencia de la peligrosa depresión psicológica en que han caído? Si la realeza de María tiene un símbolo muy apropiado en la acies ordinata, en el ejército ordenado para la batalla, nadie querrá por ello pensar ciertamente en ninguna intención belicosa, sino únicamente en la fuerza de ánimo que admiramos en grado heroico en la Virgen, y que procede de la conciencia de obrar poderosamente por el orden de Dios en el mundo.

¡Ojalá que nuestra invocación a la realeza de la Madre de Dios pueda obtener para los hombres conscientes de sus responsabilidades la gracia de vencer el abatimiento y la indolencia en un momento en que nadie puede permitirse un instante de descanso cuando en tantas regiones la justa libertad está oprimida, la verdad ofuscada por los ardides de una propaganda engañadora y las fuerzas del mal desencadenadas sobre la tierra!

7. Derrama sus bendiciones sobre todo el pueblo.
Si la realeza de María pude sugerir a los conductores de las naciones actitudes y consejos que corresponden a las exigencias de la hora presente, Ella no cesa de derramar sobre todos los pueblos de la tierra y sobre todas las clases sociales la abundancia de sus gracias.

Después del atroz espectáculo de la Pasión al pie de la Cruz, en que había ofrecido el más duro de los sacrificios que se pueden pedir a una madre, Ella continuó difundiendo sobre los primeros cristianos, sus hijos adoptivos, sus cuidados maternales. Reina más que ninguna otra por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones divinos, Ella no cesa de conceder todos los tesoros de su afecto y de sus dulces premuras a la mísera humanidad. Lejos de estar fundado sobre las exigencias de sus derechos y de un altivo dominio, el reino de María no tiene más que una aspiración: la plena entrega de sí en su mas alta y total generosidad.

8. Plegaria de Pío XII a María Reina.

Así pues ejerce María su realeza: acogiendo nuestros homenajes y no desdeñando escuchar incluso las más humildes e imperfectas plegarias. Por esto, deseosos como estamos de interpretar los sentimientos de todo el pueblo cristiano, Nos dirigimos a la bienaventurada Virgen esta ferviente súplica:

«Desde lo hondo de esta tierra de lágrimas, en que la humanidad dolorida se arrastra trabajosamente; en medio de las olas de este nuestro mar perennemente agitado por los vientos de las pasiones; elevamos los ojos a vos, oh María amadísima, para reanimarnos contemplando vuestra gloria y para saludaros como Reina y Señora de los cielos y de la tierra, como reina y Señora nuestra.

Con legítimo orgullo de hijos queremos exaltar esta vuestra realeza y reconocerla como debida por la excelencia suma de todo vuestro ser, dulcísima y verdadera Madre de Aquel, que es Rey por derecho propio, por herencia y por conquista.

Reinad, Madre y Señora, señalándonos el camino de la santidad, dirigiéndonos, a fin de que nunca nos apartemos de él.

Lo mismo que ejercéis en lo alto del Cielo vuestra primacía sobre las milicias angélicas, que os aclaman como soberana suya, sobre las legiones de los Santos, que se deleitan con la contemplación de vuestra fúlgida belleza; así también reinad sobre todo el género humano, particularmente abriendo las sendas de la fe a cuantos todavía no conocen a vuestro hijo divino.

Reinad sobre la Iglesia, que profesa y celebra vuestro suave dominio y acude a vos como a remedio seguro en medio de las adversidades de nuestros tiempos. Mas reinad especialmente sobre aquella parte de la Iglesia que está perseguida y oprimida, dándole fortaleza para soportar las contrariedades, constancia para no ceder a injustas presiones; luz para no caer en las asechanzas del enemigo; firmeza para resistir a los ataques manifiestos y en todo momento fidelidad inquebrantable a vuestro Reino.

Reinad sobre las inteligencias, a fin de que busquen solamente la verdad; sobre las voluntades, a fin de que persigan solamente el bien; sobre los corazones a fin de que amen únicamente lo que vos misma amáis.

Reinad sobre los individuos y sobre las familias, al igual que sobre las sociedades y naciones; sobre las asambleas de los poderosos, sobre los consejos de los sabios, lo mismo que sobre las sencillas aspiraciones de los humildes.

Reinad en las calles y en las plazas, en las ciudades y en las aldeas, en los valles y en las montañas, en el aire, en la tierra y en el mar; y acoged la piados plegaria de cuantos saben que vuestro reino es reino de misericordia, donde toda súplica encuentra acogida, todo dolor consuelo, toda desgracia alivio, toda enfermedad salud, y donde, como a una simple señal de vuestras suavísimas manos, de la muerte misma brota alegre vida.

Obtenednos que quienes ahora os aclaman en todas partes del mundo y os reconocen como Reina y Señora, puedan un día en el cielo gozar de la plenitud de vuestro Hijo divino, el cual con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Así sea».

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Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA Sobre la Virgen maría

La Santidad de María, catequesis de Juan Pablo II

LA SANTIDAD PERFECTA DE MARÍA

Catequesis de Juan Pablo II (15-V-96)

1. En María, llena de gracia, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (…) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).

Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción.

El término «hecha llena de gracia» que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo «llena de gracia» tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.

2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.

El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen gentium, 56).

La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.

3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.

A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha», alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).

Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.

La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (san Gregorio Nacianceno, Oratio 38,16) como en el momento mismo de la Encarnación (san Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.

4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (…) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón I, sobre el nacimiento de María).

Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón I, sobre la dormición de María).

La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.

Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por san Germán de Constantinopla y por san Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.

De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la carta a los Efesios (Ef 1,6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.

 

MARÍA INMACULADA REDIMIDA POR PRESERVACIÓN

Catequesis de Juan Pablo II (5-VI-96)

1. La doctrina de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente, y eso se debió a la consideración de las afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín.

El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad extraordinaria. Por esto, en la controversia con Pelagio, declaraba que la santidad de María constituye un don excepcional de gracia, y afirmaba a este respecto: «Exceptuando a la santa Virgen María acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero mover absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno» (De natura et gratia, 42).

San Agustín reafirmó la santidad perfecta de María y la ausencia en ella de todo pecado personal a causa de la excelsa dignidad de Madre del Señor. Con todo, no logró entender cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la doctrina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la redención para todos los descendientes de Adán. A esa consecuencia llegó, luego, la inteligencia cada vez más penetrante de la fe de la Iglesia, aclarando cómo se benefició María de la gracia redentora de Cristo ya desde su concepción.

2. En el siglo IX se introdujo también en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en el sur de Italia, en Nápoles, y luego en Inglaterra.
Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribiendo el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, lamentaba que la relativa celebración litúrgica, grata sobre todo a aquellos «en los que se encontraba una pura sencillez y una devoción más humilde a Dios» (Tract. de conc. B.M.V., 1­2) había sido olvidada o suprimida. Deseando promover la restauración de la fiesta, el piadoso monje rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la generación humana. Recurre oportunamente a la imagen de la castaña «que es concebida, alimentada y formada bajo las espinas, pero que a pesar de eso queda al resguardo de sus pinchazos» (ib., 10). Incluso bajo las espinas de una generación que de por sí debería transmitir el pecado original -argumenta Eadmero-, María permaneció libre de toda mancha, por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así, pues, si lo quiso, lo hizo» (ib.).

A pesar de Eadmero, los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando así: la redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. Y si María no hubiera contraído la culpa original, no hubiera podido ser rescatada. En efecto, la redención consiste en librar a quien se encuentra en estado de pecado.

3. Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María. Sostuvo que Cristo, el mediador perfecto, realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original.
De ese modo, introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún mas admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado.

La intuición del beato Duns Escoto llamado a continuación el «doctor de la Inmaculada», obtuvo, ya desde el inicio del siglo XIV, una buena acogida por parte de los teólogos, sobre todo franciscanos. Después de que el Papa Sixto IV aprobara, en 1477, la misa de la Concepción, esa doctrina fue cada vez más aceptada en las escuelas teológicas.

Ese providencial desarrollo de la liturgia y de la doctrina preparó la definición del privilegio mariano por parte del Magisterio supremo. Esta tuvo lugar sólo después de muchos siglos, bajo el impulso de una intuición de fe fundamental: la Madre de Cristo debía ser perfectamente santa desde el origen de su vida.

4. La afirmación del excepcional privilegio concedido a María pone claramente de manifiesto que la acción redentora de Cristo no sólo libera, sino también preserva del pecado. Esa dimensión de preservación, que es total en María, se halla presente en la intervención redentora a través de la cual Cristo, liberando del pecado, da al hombre también la gracia y la fuerza para vencer su influjo en su existencia.

De ese modo, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no ofusca, sino que más bien contribuye admirablemente a poner mejor de relieve los efectos de la gracia redentora de Cristo en la naturaleza humana.
A María, primera redimida por Cristo, que tuvo el privilegio de no quedar sometida ni siquiera por un instante al poder del mal y del pecado, miran los cristianos como al modelo perfecto y a la imagen de la santidad (cf. Lumen gentium, 65) que están llamados a alcanzar, con la ayuda de la gracia del Señor, en su vida.

 

LA VIRGEN MARÍA, MODELO DE LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

Catequesis de Juan Pablo II (3-IX-97)

1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada » (Ef 5, 25-27).

El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).

Así se subraya la diferencia que existe entre los creyentes y María, a pesar de que tanto ella como ellos pertenecen a la Iglesia santa, que Cristo hizo «sin mancha ni arruga». En efecto, mientras los creyentes reciben la santidad por medio del bautismo, María fue preservada de toda mancha de pecado original y redimida anticipadamente por Cristo. Además, los creyentes, a pesar de estar libres «de la ley del pecado» (Rm 8, 2), pueden aún caer en la tentación, y la fragilidad humana se sigue manifestando en su vida. «Todos caemos muchas veces», afirma la carta de Santiago (St 3, 2). Por esto, el concilio de Trento enseña: «Nadie puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales » (DS 1.573). Con todo, la Virgen inmaculada, por privilegio divino, como recuerda el mismo Concilio, constituye una excepción a esa regla (cf. ib.).

2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla.

En este arduo camino hacia la perfección, se sienten estimulados por la Virgen, que es «modelo de todas las virtudes ». El Concilio afirma que «la Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo» (Lumen gentium, 65).

Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de la santidad auténtica, que se realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por una entrega total a la obra redentora que él realizó.

La Iglesia, reflexionando en la intimidad materna que se estableció en el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo, se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el misterio de la pasión de su Señor, busca constantemente la plena configuración con él.

3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, aceptando la Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende también a la misión de la Iglesia.

Su ejemplo anima al pueblo de Dios a practicar su fe, y a profundizar y desarrollar su contenido, conservando y meditando en su corazón los acontecimientos de la salvación.

María se convierte, asimismo, en modelo de esperanza para la Iglesia. Al escuchar el mensaje del ángel, la Virgen orienta primeramente su esperanza hacia el Reino sin fin, que Jesús fue enviado a establecer.

La Virgen permanece firme al pie de la cruz de su Hijo, a la espera de la realización de la promesa divina. Después de Pentecostés, la Madre de Jesús sostiene la esperanza de la Iglesia, amenazada por las persecuciones. Ella es, por consiguiente, para la comunidad de los creyentes y para cada uno de los cristianos la Madre de la esperanza, que estimula y guía a sus hijos a la espera del Reino, sosteniéndolos en las pruebas diarias y en medio de las vicisitudes, algunas trágicas, de la historia.

En María, por último, la Iglesia reconoce el modelo de su caridad. Contemplando la situación de la primera comunidad cristiana, descubrimos que la unanimidad de los corazones, que se manifestó en la espera de Pentecostés, está asociada a la presencia de la Virgen santísima (cf. Hch 1, 14). Precisamente gracias a la caridad irradiante de María es posible conservar en todo tiempo dentro de la Iglesia la concordia y el amor fraterno.

4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65).

Después de cooperar en la obra de la salvación con su maternidad, con su asociación al sacrificio de Cristo y con su ayuda materna a la Iglesia que nacía, María sigue sosteniendo a la comunidad cristiana y a todos los creyentes en su generoso compromiso de anunciar el Evangelio.

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La Transfiguración del Señor, por Benedicto XVI

Ángelus del 6-VIII-06 y del 28-II-10

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, «como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (cf. Mc 9,2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual.

La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux», «Haya luz» (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3,4). La luz -se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido que se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9,35).

Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (Lc 9,36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él, que subiendo hacia Jerusalén, dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21).

«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9,33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.

Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.

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Requisitos para la Beatificación y Canonización de los Santos

Para que alguien sea declarado por la Iglesia beato o santo, se requiere la verificación de algún milagro después de muerto, como prueba y señal divina de su santidad. El milagro debe referirse a un acontecimiento inexplicable que supera las fuerzas de la naturaleza y que ha ocurrido en conexión con la invocación del siervo de Dios, que será beatificado o del beato que será canonizado. Solamente para los mártires, la Iglesia no exige milagros, sino solamente probar la autenticidad de su martirio. Para los demás, desde el Papa Inocencio IV (1243-1254), se requiere, al menos, la realización de un milagro.

Según los requisitos aprobados por Benedicto XIV, que expuso en su obra Opus de servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione del año 1839, es preciso que los milagros de curaciones de enfermedades sean evaluados por una comisión de médicos cualificados. Que la curación sea extremadamente difícil o imposible humanamente. Si la enfermedad podía ser curada normalmente con medicinas, es preciso que no se hayan tomado esas medicinas o que las medicinas tomadas hayan sido totalmente ineficaces. La curación debe ser siempre instantánea y perfecta, aunque permanezcan algunas consecuencias inofensivas como cicatrices. Y, además, la curación debe ser estable y duradera en el tiempo.

Hasta 1975 se requerían dos milagros para la beatificación y, en ciertos casos, tres o cuatro, con la posibilidad de dispensarlos en caso de martirio comprobado. Para la canonización se requerían dos milagros después de la beatificación. A partir de ese año, se comenzó a dispensar del segundo milagro para la beatificación y, después, también del segundo para la canonización, llegando así a la actual legislación de 1983.

El Papa Juan Pablo II, con la Constitución apostólica Divinus perfectionis Magister del 23 de enero de 1983, quiso dar mayor agilidad a las causas de los santos sin descuidar la seriedad y exigencia debidas, queriendo descentralizar la investigación del proceso y haciendo partícipes a los obispos en esta tarea con el proceso diocesano.

El proceso diocesano ve todo lo referente a la vida del posible beato o santo, sus virtudes, martirio, fama de santidad, escritos… También debe investigar sobre los posibles milagros y el culto que le hayan podido dar desde antiguo. Las investigaciones diocesanas deben recoger información sobre todo lo escrito sobre el nuevo santo y sus propios escritos, y el juicio de los teólogos sobre ellos. Terminadas todas las investigaciones, se envía el ejemplar auténtico de todos los datos recopilados, incluidos sus escritos.

Si se trata de curación de enfermedades, el obispo debe pedir la ayuda de médicos para poner preguntas aclaratorias a los testigos del caso. Si el curado está vivo, deben visitarlo algunos expertos para constatar su curación y su estabilidad.

Todo el material recopilado sobre el hecho milagroso es llevado a la Congregación para la Causa de los Santos en Roma, donde es estudiado bajo la dirección y control de un relator. Para el estudio de los casos milagrosos, debe haber un estudio previo de dos peritos de oficio. Si al menos uno de los dos da el visto bueno favorable, se pasa a la fase de la Consulta Médica en la que cinco peritos, normalmente médicos, en caso de curación de enfermedades, se deben pronunciar sobre la inexplicabilidad de la curación. En casos especiales, se puede pedir la opinión de otros especialistas, pero sólo se requiere actualmente un milagro para la beatificación y otro para la canonización.

Cuando la comisión médica da el visto bueno favorable, pasa a la sesión de cardenales que se pronuncian sobre si es milagro y, en caso positivo, el Papa normalmente lo acepta y coordina la fecha para la beatificación o canonización. En esa fecha, que es de fiesta para todos los católicos del mundo, normalmente, se eleva a los altares a varios a la vez, sobre todo, en el caso de las beatificaciones. Con la certificación de la canonización, la Iglesia declara solemnemente, con toda su autoridad, como si fuera un dogma de fe, que tal persona está en el cielo y podemos invocarla para recibir muchas bendiciones de Dios por su intercesión.

Sólo el Papa Juan Pablo II ha canonizado a 482 y beatificado a 1338; de ellos unos 520 son laicos.

 

TÍTULOS

Venerable: Con el título de Venerable se reconoce que un fallecido vivió virtudes heroicas.

Beato: Se reconoce por el proceso llamado de «beatificación». Además de los atributos personales de caridad y virtudes heroicas, se requiere un milagro obtenido a través de la intercesión del Siervo/a de Dios y verificado después de su muerte. El milagro requerido debe ser probado a través de una instrucción canónica especial, que incluye tanto el parecer de un comité de médicos (algunos de ellos no son creyentes) y de teólogos. El milagro no es requerido si la persona ha sido reconocida mártir. Los beatos son venerados públicamente por la iglesia local. Santo.

Canonización: Con la canonización, al beato le corresponde el título de santo. Para la canonización hace falta otro milagro atribuido a la intercesión del beato y ocurrido después de su beatificación. Las modalidades de verificación del milagro son iguales a las seguidas en la beatificación. El Papa puede obviar estos requisitos. El martirio no requiere habitualmente un milagro. La canonización compromete la infalibilidad pontificia. Mediante la canonización se concede el culto público en la Iglesia universal. Se le asigna un día de fiesta y se le pueden dedicar iglesias y santuarios.

 

HISTORIA DE LA BEATIFICACIÓN Y LA CANONIZACIÓN

De acuerdo con algunos escritores, el origen de la beatificación y canonización en la Iglesia Católica se remonta a la antigua apoteosis pagana. En su clásica obra al respecto (De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione), Benedicto XIV examina y desde el principio refuta esta teoría. Demuestra tan claramente las diferencias sustanciales entre ellas que nadie en su sano juicio podrá, en adelante, confundir las dos instituciones o derivar una de la otra. Es un asunto la historia quienes fueron elevados al honor de la apoteosis, en qué campos y por la autoridad de quién; no menos claro queda el significado que conllevaba. A menudo el decreto se debía a la declaración de una sola persona (posiblemente sobornada o atraída por promesas y con vista de asegurar el fraude en las mentes de gente de por sí supersticiosa) que mientras el cuerpo del nuevo dios estaba siendo quemado, un águila, en el caso de los emperadores, o un pavo real (el ave sagrada de Juno), en el caso de sus consortes, era vista llevando al cielo el espíritu del difunto (Livio, Hist. Roma, I, xvi; Herodiano, Hist. Roma, IV, ii, iii). La apoteosis era conferida a la mayoría de los miembros de la familia imperial, de cuya familia era privilegio exclusivo. No tenían importancia las virtudes o los logros notables. Se usaba frecuentemente esta forma de deificación para distraer la atención de la crueldad de los monarcas imperiales. Se dice que Rómulo fue deificado por los senadores, los cuales lo habían asesinado; Popea debió su apoteosis a su imperial pareja, Nerón, después de que la hubo llevado a la muerte; Geta obtuvo el honor por su hermano Caracalla, quien se había deshecho de él por celos.

La canonización en la Iglesia Católica es una cosa completamente distinta. La Iglesia Católica canoniza o beatifica solo a aquellos cuyas vidas estuvieron marcadas por el ejercicio de las virtudes heroicas y solo después de que esto ha sido probado por reputación conocida de santidad y por argumentos conclusivos. La diferencia principal, sin embargo, está en el significado del término canonización; la Iglesia no ve en los santos mas que amigos y siervos de Dios cuyas vidas santas les hicieron merecedores en especial forma de Su amor. La Iglesia no pretende hacer dioses (cfr. Eusebius Emisenus, Serm. de S. Rom. M.; Augustine, De Civitate Dei, XXII, x; Cyrill. Alexandr., Contra Jul., lib. VI; Cyprian, De Exhortat. martyr.; Conc. Nic., II, act. 3).

El verdadero origen de la canonización y beatificación se encuentra en la doctrina católica del culto, invocación e intercesión de los santos. Como fue enseñado por San Agustín (Quaest. in Heptateuch., lib. II, n. 94; Contra Faustum, lib. XX, xxi), los católicos, mientras que únicamente a Dios le dan adoración estrictamente, honran a los santos debido a los dones Divinos sobrenaturales que les han ganado la vida eterna, y a través de los cuales ellos reinan con Dios en el Cielo como Sus amigos escogidos y fieles servidores. En otras palabras, los católicos honran a Dios en Sus santos como el amoroso dispensador de bienes sobrenaturales. La veneración de latría, o adoración estrictamente hablando, se le da únicamente a Dios; la veneración de dulía, u honor y humilde reverencia, es pagada a los santos; la veneración de hiperdulía, una forma más elevada de dulía, corresponde, debido a su mayor excelencia, a la Santísima Virgen María. La Iglesia (Aug., Contra Faustum, XX, xxi, 21; cf. De Civit. Dei, XXII, x), erige y dedica sus altares únicamente a Dios, aunque honrando y recordando a los santos y mártires. Existe una garantía de la Escritura para tal alabanza en los pasajes donde se nos propone venerar a los ángeles (Ex. 23, 20ss; Jos. 5, 13; Dan. 8, 15ss; 10, 4ss; Lc. 2, 9ss; Hch. 12, 7ss; Ap.; 5, 11ss; 7, 1ss; Mt. 18, 10), de quienes no son muy diferentes los hombres y las mujeres santos, como copartícipes de la amistad con Dios. Y si San Pablo implora a los hermanos (Rom. 15, 30; 2Cor. 1, 11; Col. 4, 3; Ef. 6, 18s) que lo ayuden con sus oraciones a Dios por él, con mayor razón debemos mantener que podemos ser ayudados por las oraciones de los santos, y pedirles su intercession con humildad. Si se lo pedimos a aquéllos que aún están en la tierra, ¿por qué no a aquéllos que ya viven en el cielo?

Se objeta en ocasiones que la invocación a los santos se opone al hecho de que el único mediador es Cristo Jesús. Hay, sin ninguna duda “un mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús.” Pero Él es nuestro mediador en su cualidad de nuestro Redentor común; pero Él no es ni nuestro único intercesor o abogado, ni nuestro único mediador por la vía de la súplica. En la décimo primera sesión del Concilio de Calcedonia (451) encontramos a los Padres exclamando “¡Flaviano vive después de la muerte! ¡Que el mártir ruegue por nosotros!” Si aceptamos esta doctrina de la veneración de los santos, de la cual hay innumerables evidencias en los escritos de los Padres y en las liturgias de las Iglesias Orientales y Latina, no debe maravillarnos el amoroso cuidado con el que la Iglesia se propuso escribir los sufrimientos de los primeros mártires, enviar estas crónicas de una asamblea de los fieles a otra y promover la veneración de los mártires.

En la carta circular de la Iglesia de Esmirna (Eus., Hist. Eccl., IV, xxiii) descubrimos la mención de la celebración religiosa del día en el cual San Policarpio sufrió el martirio (23 de febrero de 155); y las palabras del pasaje expresan exactamente el propósito principal que tiene la Iglesia en la celebración de tales aniversarios:

“Finalmente hemos reunido sus huesos, los cuales son más queridos para nosotros que las piedras preciosas y más puros que el oro, y los hemos colocado en donde era importante que reposaran. Y si es posible para nosotros reunirnos de nuevo en asamblea, quiera Dios concedernos celebrar el aniversario de este martirio con alegría, de manera que recordemos la memoria de aquéllos que lucharon en glorioso combate y enseñar y fortalecer con su ejemplo, a aquellos que vengan después de nosotros.”

Esta celebración de aniversario y veneración de los mártires era un momento de acción de gracias y congratulación, una ofrenda y una evidencia de la alegría de aquéllos que estaban comprometidos (Muratori, de Paradiso, x) y su difusión general explica por qué Tertuliano, a pesar que aseguraba, junto con los chiliastas, que los idos obtendrían la gloria eterna solo después de la resurrección general de los muertos, admitía una excepción para los mártires (De Resurrectione Carnis, xiii).

Debe ser obvio, sin embargo, que mientras la certeza moral privada de su santidad y posesión de la gloria puede ser suficiente para la veneración privada de los santos, no es suficiente para actos públicos y comunes del mismo tipo. Ningún miembro de un cuerpo social puede, independientemente de su autoridad, ejercer un acto propio a dicho cuerpo. Surgió naturalmente que para la veneración pública de los santos, la autorización eclesiástica de los pastores y guías de la Iglesia era requerida constantemente. La Iglesia se tomaba, sin duda muy en serio, el honor de los mártires, pero no se dedicó a garantizar honores litúrgicos indiscriminadamente a todos aquellos que aparentemente habían muerto por la Fe. San Optato de Mileve, escribiendo a finales del siglo IV, nos dice (De Schism, Donat., I, xvi, in P.L., XI, 916-917) de cierta dama noble, Lucila, quien fue reprendida por Ceciliano, Archidiácono de Cártago, por haber besado antes de la Sagrada Comunión los huesos de uno que o no era un mártir o cuyo derecho al título no estaba probado.

La decisión concerniente a si el mártir había muerto por su fe en Cristo y el consecuente permiso para venerarlo, recaía originalmente en el obispo del lugar en el que había dado su testimonio. El Obispo inquiría el motivo de su muerte y, encontrando que había muerto mártir, enviaba su nombre con una relación de su martirio a otras iglesias, especialmente las vecinas, para que, en el caso de aprobación por sus respectivos obispos, el culto del mártir se pudiera extender también a sus iglesias y que los fieles, tal como leemos en las Actas del martirio de San Ignacio (Ruinart, Acta Sincera Martyrum, 19) “puede estar en comunión con el generoso mártir de Cristo”. Los mártires cuya causa, por así decirlo, había sido discutida y la fama de cuyo martirio había sido confirmado, eran conocidos como mártires probados (vindicati). Por lo que a la palabra concierne probablemente no anteceda al siglo IV, cuando fue introducida en la Iglesia en Cartago; pero el hecho es ciertamente anterior. En los primeros tiempos, por lo tanto, este culto a los santos era enteramente local y pasaba de una iglesia a la otra con el permiso de sus obispos. Está claro en el hecho de que en ninguno de los antiguos cementerios cristianos se encuentran pinturas de mártires salvo aquellos que habían muerto en esos vecindarios. También explica eso, la casi universal veneración rápidamente otorgada a algunos mártires, como San Lorenzo, San Cipriano de Cartago, el Papa Sn. Sixto de Roma [(Duchesne, Origines du culte chrétien (Paris, 1903), 284)].

La veneración a los confesores -aquellos, que murieron pacíficamente después de una vida de virtud heroica- no es tan antigua como la de los mártires. La misma palabra toma un diferente significado después de los primeros períodos cristianos. En el principio se le daba a aquéllos que confesaban a Cristo cuando eran examinados en presencia de los enemigos de la Fe (Baronius, en sus notas a Ro. Mart., 1 Enero, D), o, como explica Benedicto XIV (op. cit., II, c. ii, n. 6) , a aquéllos que morían pacíficamente luego de haber confesado la Fe ante los tiranos u otros enemigos de la religión Cristiana y bajo torturas o sufrido otros castigos de cualquier naturaleza. Posteriormente, los confesores fueron aquéllos que habían vivido una vida santa y la terminaron con una santa muerte en paz cristiana. Es en este sentido que nosotros en la actualidad veneramos a los confesores.

Fue en el siglo IV, como es comúnmente sostenido, que a los confesores se les dio por vez primera honor eclesiástico público, a pesar de que ocasionalmente eran alabados ardientemente por los Padres más antiguos y, a pesar de que Sn. Cipriano declara que fueron merecedores de abundantes recompensas (De Zelo et Livore, col. 509; cf. Innoc. III, De Myst. Miss., III, x; Benedict XIV, op. cit., I, v, no 3 sqq; Bellarmine, De Missâ, II, xx, no 5). Incluso Belarmino no está seguro de cuando comenzaron los confesores a ser objeto de culto, y asegura que no fue antes del 800, cuando las fiestas de los santos Martín y Remigio son encontradas en el catálogo de fiestas hecho por el Concilio de Mainz. Es opinión de Inocencio III y Benedicto XIV y confirmada por la aprobación implícita de Sn. Gregorio Magno (Dial. I, xiv; III, xv) y por hechos bien conocidos; en Oriente, por ejemplo, Hilarión (Sozomen, III, xiv; VIII, xix), Efrén (Greg. Nyss. Orat. In laud. S Efrén) y otros confesores fueron públicamente honrados en el siglo IV; y en Occidente, Sn. Martín de Tours, como se ve en los antiguos breviarios y en el Misal Mozárabe (Bona Rer. Lit., II, xii, no. 3) y Sn. Hilario de Poitiers, como puede ser demostrado en el antiquísimo libro conocido como “Missale Francorum,” fueron objeto de culto similar en el mismo siglo.

La razón de esta veneración recae, sin duda alguna, en el parecido de las vidas de auto-negación y heroicamente virtuosas de los confesores con los sufrimientos de los mártires; tales vidas podrían ciertamente ser llamadas martirios prolongados. Naturalmente y en consecuencia, tal honor fue otorgado en primer lugar a los ascetas (Duchesne, op. cit. 284) y solo después a aquéllos que recordaban con sus vidas la existencia extraordinaria y penitencial de los ascetas. Tan cierto es esto, que los confesores eran frecuentemente llamados mártires. Sn. Gregorio Nacianceno llama mártir a Sn. Basilio; Sn. Juan Crisóstomo aplica el mismo título a Eustaquio de Antioquia; Sn. Paulino de Nola escribe de Sn. Félix de Nola que ganó honores celestiales, sine sanguine martyr (Un mártir sin sangre); Sn. Gregorio Magno llama mártir a Zeno de Verona y Metronio le da a Sn. Roterio el mismo título. Posteriormente, los nombres de los confesores fueron inscritos en los dípticos y se les reverenció. Sus tumbas fueron honradas (Martigny, loc. Cit.) con el mismo título de las de los mártires (martyria). Es verdad, sin embargo, en todo momento que era ilícito venerar a los confesores sin el permiso de la autoridad eclesiástica como había sido el venerar a los mártires (Bened. XIV, loc. cit. vi).

Hemos visto que por varios siglos los obispos, en algunos lugares solo los primados y patriarcas, podían otorgar a los mártires y confesores honor eclesiástico público; tal honor, sin embargo, era siempre decretado solo para el territorio sobre el cual tenían jurisdicción los otorgantes. Así, era solo la aceptación de dicho honor por el Obispo de Roma lo que lo hacía universal, dado que solo él podía autorizar o mandar en la Iglesia Universal [Gonzalez Tellez, Comm. Perpet. in singulos textus libr. Decr. (III, xlv), in cap. i, De reliquiis et vener. Sanct.]. Sin embargo, se dieron abuso en esta forma de disciplina, debido tanto a las indiscreciones del fervor popular como a la falta de cuidado de algunos obispos en averiguar a fondo las vidas de aquellos que permitían fuesen honrados como santos. Hacia el final del siglo XI los Papas vieron que era necesario restringir la autoridad episcopal en este punto y decretaron que las virtudes y milagros de las personas propuestas para veneración pública debían ser examinados en concilios, particularmente en concilios generales. Urbano II, Calixto II y Eugenio III siguieron esta línea de acción. Pasó, aún después de estos decretos, que “algunos, siguiendo las formas de los paganos y engañados por el fraude del maligno, veneraron como santo a un hombre que había sido muerto mientras estaba intoxicado.” Alejandro III (1159-81) prohibió su veneración en estas palabras: “En el futuro ustedes no presumirán de darle reverencia, tal que, aún si se hubiesen realizado milagros por él, no se les permitirá reverenciarle sin la autoridad de la Iglesia Romana” (c. i, tit. cit., X. III, xlv). Los teólogos no se ponen de acuerdo con la cabal importancia de este decreto. Ya sea que fuera hecha una nueva ley (Belarmino. De Eccles. Triumph. I, viii), en cuyo caso el Papa por primera vez, se reservó el derecho de la beatificación o fue confirmada una ley preexistente. Como el decreto no puso fin a todas las controversias, y algunos obispos no obedecieron a lo que correspondía a la beatificación (cuyo derecho ciertamente poseían hasta entonces), Urbano VII publicó, en 1634, una Bula que puso fin a toda discusión reservando a la Santa Sede no solo su inmemorial derecho de la canonización, sino también la beatificación.

 

NATURALEZA DE LA BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN

Antes de tratar con el procedimiento en las causas de beatificación y canonización, es conveniente definir estos términos de manera precisa y concisa a la vista de las precedentes consideraciones.

La canonización, generalmente hablando, es un decreto concerniendo la veneración eclesiástica pública de un individuo. Tal veneración, sin embargo, puede ser permisiva o preceptiva, puede ser universal o local. Si el decreto contiene un precepto, y es universal en el sentido de que corresponde a toda la Iglesia, es un decreto de canonización; si solo permite tal veneración, o si obliga bajo precepto pero no concierne a toda la Iglesia, es un decreto de beatificación.

En la antigua disciplina de la Iglesia, probablemente aún tan posterior como Alejandro III, los obispos podían, como ya se explicó, en sus diócesis, permitir veneración pública a los santos y tales decretos episcopales no eran meramente permisivos, sino preceptivos. El efecto de un acto episcopal de este modo, era equivalente a nuestra moderna beatificación. En tales casos no había, propiamente hablando, canonización, a menos que se tuviera el consentimiento del Papa extendiendo el culto en cuestión, implícita o explícitamente e imponiéndolo por precepto a toda la Iglesia en su conjunto. En la norma más reciente, la beatificación es un permiso para venerar, otorgado por los Romanos Pontífices con restricción a ciertos lugares y a ciertos ejercicios litúrgicos. Es, por lo tanto, ilícito reverenciar a la persona conocida como Beato públicamente, fuera del lugar para el cual fue otorgado el permiso, o recitar un oficio en su honor, o celebrar Misa con oraciones referentes a él o ella, a menos que exista indulto especial. La canonización es un precepto del Romano Pontífice ordenando la veneración pública a un individuo por la Iglesia Católica. Resumiendo, pues, la beatificación difiere de la canonización en que: la primera implica (1) un permiso para venerar localmente restringido, no universal, lo cual es (2) un mero permiso y no un precepto; mientras que la canonización implica un precepto universal.

En casos excepcionales, uno u otro elemento de esta distinción puede no existir; así, Alejandro III no solo permitió, sino que ordenó el culto público del Beato William de Malavalle en la diócesis de Grosseto, y esta acción fue confirmada por Inocencio III; León X actuó similarmente con respecto a B. Hosanna para la ciudad y distrito de Mantúa; Clemente IX con respecto a Santa Rosa de Lima, cuando era beata, haciéndola patrona principal de Lima y Perú y Clemente X, haciéndola patrona de América. Clemente X también escogió al beato Estanislao Kotska como patrón de Polonia, Lituania y las provincias unidas. De nuevo, pero con respecto a la universalidad, Sixto IV permitió el culto del beato John Boni en toda la Iglesia Universal. En todas estas instancias había habido únicamente beatificación.

La canonización por lo tanto, crea un culto el cual es, universal y obligatorio. Pero al imponer esta obligación, el Papa puede y de hecho usa, uno de dos métodos, cada uno constituyendo una nueva especie de canonización, i.e. canonización formal y canonización equivalente. La canonización formal ocurre cuando el culto es prescrito como una decisión explícita y definitiva, después del proceso judicial debido y las ceremonias usuales en tales casos. La canonización equivalente ocurre cuando el Papa, omitiendo el proceso judicial y las ceremonias, ordena que cierto Siervo de Dios sea venerado en la Iglesia Universal; esto ocurre cuando tal santo ha sido venerado desde mucho tiempo atrás, cuando sus virtudes heroicas (o martirio) y milagros han sido relatados por historiadores confiables y la fama de su intercesión milagrosa está ininterrumpida. Muchos ejemplos de tal canonización se encuentran con Benedicto XIV; por ejemplo, los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan de Matham, Félix de Valois, la Reina Margarita de Escocia, el Rey Esteban de Hungría, el Duque Wenceslao de Bohemia y Gregorio VII. Tales casos son una buena prueba de la precaución con la que procede la Iglesia en estas canonizaciones equivalentes. Podemos añadir que esta canonización equivalente consiste en un Oficio y Misa por el Papa en honor del santo. También cabe señalar que esta canonización ha caido en desuso y que en la actualidad, todos los santos canonizados, tienen que pasar por los largos y rigurosos procesos de beatificación y canonización.

 

INFABILIDAD PAPAL Y CANONIZACIÓN

¿Es infalible el Papa al expedir un decreto de canonización? La mayor parte de los teólogos concuerdan con una respuesta afirmativa. Es la opinión de San Antonino, Melchor Cano, Suárez, Belarmino, Bañez, Vázquez y, entre los canonistas, de González Téllez, Fagnanus, Schmalzgrüber, Barbosa, Reissenstül, Covarrubias, Albitius, Petra, Joannes a S. Toma, Silvestre, Del Bene y muchos otros. En Quodlib. IX, a 16, Sto. Tomás dice: “Dado que el honor que profesamos a los santos es en cierto sentido, una profesión de fe, i.e., una creencia en la gloria de los santos, debemos píamente creer que, en este asunto, también el juicio de la Iglesia está libre de error.” Estas palabras de Sto. Tomás, como es evidente si recordamos todas las autoridades que hemos citado, favoreciendo positivamente la infalibilidad, son interpretadas como infalibilidad Papal en el asunto de la canonización. Esta infalibilidad, de acuerdo con el doctor santo, es un asunto de creencia pía.

¿Cuál es el objetivo de este juicio infalible del Papa? ¿Define que la persona canonizada está en el cielo o solo que ha practicado las virtudes cristianas en grado heroico? La opinión generalizada de los teólogos es que lo único que queda definido y lo único que se necesita indicar es que la persona canonizada está en el cielo.

 

PROCEDIMIENTO ACTUAL DE LAS CAUSAS DE BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN

En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el «abogado del diablo») y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del Papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

1) Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la «opinión pública».

Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo al candidato potencial. En la práctica, esos «impulsores» de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en «el solicitante» del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.

2) Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado «el siervo de Dios». En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.

El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del Papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el Papa.

3) Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.

Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya algún malentendido.

Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat, la declaración de que no hay «nada reprochable» acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil obstat.

4) La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.

A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.

A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o «abogado del diablo», propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).

Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al Papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del Papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por ejemplo, Papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos («Carlos acepta«).

Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un «proceso apostólico». El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.

De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.

Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del Papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de «venerable».

5) La sección histórica. En 1930, el Papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del Papa, un decreto de beatificación o de canonización «equivalentes». El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el Papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.

6) Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.

A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad. Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado «olor de santidad» – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino. Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación.

7) Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cal se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.

El proceso de milagros debe establecer:

a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de una enfermedad – y
b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.

De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el Papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.

El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos Papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.

8) Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el Papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos Papas o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el Papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, «inoportuna». Si el dictamen es positivo, el Papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.

Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el Papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El Papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.

9) Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el Papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el Papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el Papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.

Actualmente se mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema – esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los testigos -, pero se aspira a comprender y valorar la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A grandes rasgos, funciona como sigue:

La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato. En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aún así, el candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el nihil obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma.

El objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio. En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió el candidato.

Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la causa pasa al papa para que tome su decisión.

Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el número de milagros requeridos reside en que, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para obtener la canonización.

Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase de la evolución del proceso de canonización. En rigor, la congregación se ocupa ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales. Incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la cristiandad.

 

CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS

Con la Constitución «Immensa Aeterni Dei» del 22 de enero de 1588, Sixto V creó la Sagrada Congregación de los Ritos y le confió la tarea de regular el ejercicio del culto divino y de estudiar las causas de los Santos. Pablo VI, con la Constitución Apostólica «Sacra Rituum Congregatio» del 8 de mayo de 1969, dividió la Congregación de los Ritos, creando así dos Congregaciones, una para el Culto Divino y otra para las Causas de los Santos.

Con la misma Constitución de 1969, la nueva Congregación para las Causas de los Santos tuvo su propia estructura, organizada en tres oficinas: la judicial, la del Promotor General de la Fe y la histórico-jurídica, que era la continuación de la Sección Histórica creada por Pío XI el 6 de febrero de 1930.

La Constitución Apostólica «Divinus perfectionis magister» del 25 de enero de 1983 y las respectivas «Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum» del 7 de febrero de 1983, dieron lugar a una profunda reforma en el procedimiento de las causas de canonización y a la reestructuración de la Congregación, a la que se le dotó de un Colegio de Relatores, con el encargo de cuidar la preparación de las ‘Positiones super vita et virtutibus (o super martyrio) de los Siervos de Dios.

Juan Pablo II, con la Constitución Apostólica «Pastor Bonus» del 28 de junio de 1988, cambió la denominación a Congregación para las Causas de los Santos.

El Prefecto de la Congregación (2003) es el Cardenal José Saraiva Martins. El Secretario es el Arzobispo Edward Nowak y el Subsecretario, Monseñor Michele Di Ruberto. Además existe un equipo de 23 personas. La Congregación tiene 34 Miembros -Cardenales, Arzobispos y Obispos-, 1 Promotor de la fe (Prelado Teólogo), 5 Relatores y 83 Consultores.

Unido al Dicasterio se encuentra el «Estudio», instituido el 2 junio de 1984, cuyo objetivo es la formación de los Postuladores y de los que colaboran con la Congregación, como también la de aquellos que ejercitan los diferentes cometidos ante las Curias diocesanas para el estudio de las Causas de los Santos. El «Estudio» tiene además la tarea de cuidar la actualización del «Index ac Status Causarum«.

La Congregación prepara cada año todo lo necesario para que el Papa pueda proponer nuevos ejemplos de santidad. Después de aprobar los resultados sobre los milagros, martirio y virtudes heroicas de varios Siervos de Dios, el Santo Padre procede a una serie de canonizaciones y beatificaciones.

Fuentes : Camillus Beccari de la Enciclopedia Católica y Padre Ángel Peña O.A.R.

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La Cristiandad y la Iglesia medieval

Publicamos una secuencia de artículos del Padre José María Iraburu sj, sobre la cristiandad, porque fue el gran milenio cristiano, que generalmente se menosprecia y lo tachan de oscurantismo. Iraburu incluye estos capítulos dedicados a la Cristiandad en su serie “De Cristo o del mundo”.

Del Edicto constantiniano de Milán hasta la muerte de San Benito (313-557), se produce una primera cristianización del mundo greco-romano, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo paganismo –mentalidad, costumbres, instituciones–, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V.

A principios del siglo VI comienza un milenio cristiano, cuyo final podría verse hacia el 1500, en torno a la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América, el comienzo de los Es­tados nacionales modernos, el Renacimiento y la crisis protestante. Es más o menos lo que suele llamarse Edad Media, en un sentido que para algunos es peyorativo: los siglos oscuros y semi bárbaros, que dejando atrás las luces de la antigüedad, no han llegado todavía a la luminosidad del Renacimiento y del Siglo de las luces. La cultura católica ve, por el contrario, ese período de la historia humana como un milenio de Cristiandad. En estos siglos, la Iglesia pierde el norte de Africa, pero extiende y profundiza la evangelización de Europa y del Asia próxima. Y muchos miles de monasterios vienen a ser el alma de la Cristiandad medieval.

Jesu­cristo es el Señor de todo (Panto-crator), pues le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Y esa verdad luminosa y potente es reconocida por la sociedad, es decir, por el mundo, como se expresa en el pór­tico de tantas catedrales. Es entonces con­vicción común que Cristo Salvador debe reinar sobre todas las cosas de la Iglesia y del mundo. Lo que no significa, por supuesto que reine plenamente de hecho sobre el mundo. El mundo, hasta la Parusía, siempre seguirá siendo mundo. Hay sin duda en estos siglos multitud de pecados personales y colectivos; pero 1.-no son tantos como los existentes en un mundo que niega a Dios y reniega de Cristo; y 2.-los pecados son tenidos como pecados, de tal modo que la sociedad no los justifica, ni menos aún los considera un derecho. Y es que está generalmente vigente el discernimiento del bien y del mal. Es un tiempo en el que ninguna doctrina, ley o costumbre puede afirmarse socialmente si va en contra de Jesucristo, el Hijo divino-humano, el Maestro, el Señor de todo.

La condición unitaria de la Cristiandad procede evidentemente del señorío de Jesucristo sobre las naciones. Y es una de las características más notables de este pe­ríodo de la historia de Occidente: unidad de religión y de lengua, unidad entre alma y cuerpo, naturaleza y gracia, orden natural y sobrenatural, profano y sagrado, Estado e Iglesia, filosofía y teología, vida temporal y vida eterna, laicos y monjes, «ora et labora», contemplación y acción.

Y la relativa paz entre los príncipes cristianos se debe igualmente a esa primacía de nuestro Señor Jesucristo. La Edad Media cristiana no tiene reyes invasores bélicos, como Alejandro Magno, Julio César, Mahoma o Gengis Kan. Ignora guerras terribles como las posteriores al nacimiento del protestan­tismo, que parte en trozos la antigua Cristiandad. Y aún está más lejos de sufrir las aterradoras mortandades, cientos de millones de muertos, de las guerras innumerables del siglo XX.

La belleza medieval es el esplendor de la Cristiandad. La Edad Media es un tiempo en que las Sumas teológicas elevan el pensamiento humano a las mayores alturas filosóficas, teológicas y espirituales. Y también alza a unas alturas increíbles, llenas de fuerza y armonía, las milagrosas Catedrales, que hoy, curiosamente, son los edificios más admirados y visitados en las ciudades modernas, a pesar de que fueron construidas hace mil años por pueblos «oscuros, pobres y semibárbaros», según estiman hoy algunos.

La belleza indecible de Cristo, aunque en forma mínima, se expresa en el mundo y causa la armonía del arte, a un tiempo grandioso en la arquitectura, extremadamente refinado en las demás artes, orfebrería, escultura, pintura, literatura, y muy especialmente en la música grego­riana.

Es un milenio en el que se reducen mucho los grandes ma­les del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concubinato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos sangrientos y degradantes. Por primera vez en la historia de los pueblos, desaparece progresivamente la esclavitud, que sólo reaparecerá tímida­mente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza alguna en los tiempos de la Ilustración, cuando los Reinos cristianos tienen ministros masónicos. Cuatro quintos, por ejemplo, del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y medio, entre 1700 y mediados del siglo XIX (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2003, 3ª ed., 416-429). Evidentemente, en el milenio de la Cristiandad sigue habiendo males, y muchos, pero generalmente en la sociedad el bien tiene más prestigio que el mal. Y el bien se ve favorecido, mientras que el mal encuentra resistencias generales o, al menos, no es positivamente fomentado.

Europa llegó a ser una Cristiandad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Este principio tomista, que es netamente bíblico, viene a ser en la Cristiandad medieval una convicción generalizada en todos los campos: arte o ciencia, filosofía, leyes o política. No siempre, claro está, obran los hombres según la gracia divina, pero sí se da una convicción común de que cuanto mayor sea el influjo del Evangelio, es decir, de la fe, todas las realidades del mundo visible se verán acrecentadas en verdad y belleza, en paz, justicia y prosperidad. Por eso, a pesar de todas sus miserias, en esta época Europa puede llamarse Cristiandad: por la universal primacía del principio cristiano. Pueden ustedes comprobarlo en la magnífica obra del P. Alfredo Sáenz, S. J., La Cristiandad. Una realidad histórica (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 219 pgs.)

La Cristiandad medieval es un mundo joven y creativo. A medida que es conocido en su genuina realidad, causa una particular fascinación y sorpresa. Se halla entonces normalmente en los pueblos cristianos, por una parte, un ímpetu juvenil, no siempre moderado, lleno de audaz creatividad; y por otra parte, un sentido tradicional, que asegura a los distintos desarrollos una construcción ordenada y armoniosa. Confluyen, pues, en ella, de un modo poco frecuente en la historia, tendencias de un utopismo entusiasta, que rebrota una y otra vez en formas populares, a veces desaforadas, y otras fuerzas ordenadas, llenas de sereno equilibrio, las propias de las Sumas y de las catedrales (N. Cohn, En pos del milenio; re­volucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Barral, Barcelona 1973).

El idealismo de la caballería cristiana es, por ejemplo, una muestra del ímpetu entusiasta medieval, y sus ideales no afectan solamente a los caballeros nobles, sino también al pue­blo, como se comprueba por el éxito popular de los libros de caballería. El pueblo no se inspira, como lo hace hoy, en modelos muchas veces degradantes –ciertas estrellas del cine, de la música popular, de la televisión–, sino en el heroísmo de famosos caballeros cristianos.

Por otra parte, todavía no se han formado las nacionalidades, cerradas en sí mismas, ni se han alzado aún los monarcas absolutos, ni los ministros poderosísimos, uniformizadores de la vida social. De hecho, en la Edad Media, los príncipes cristianos no pueden nada sin los nobles, ni éstos sin el consentimiento de sus vasallos. Y es que todavía tiene gran vigencia el principio de subsidiariedad, el tejido social orgánico, los grupos naturales intermedios, la familia y el gremio, el municipio y la región. Y todavía cuentan mucho las relaciones personales, la costumbre, el compromiso verbal, los impuestos pactados, lo mismo que el vínculo que une al vasallo con el señor local.

La Edad Media da forma sensible a todas las realidades espirituales. Éste es otro rasgo muy característico. Por eso el mundo medieval resulta colorido, variado y elocuente, porque produce siempre formas expresivas, comunitariamente entendidas, de todo un conjunto de valores espirituales de inspiración cristiana. Y aunque hay un fondo común entre todos los pueblos de la Cristiandad, hay en cada región, configuradas en formas tradicionales, distintas costumbres e instituciones, gremios, precedencias y ceremonias, órdenes y estados, fiestas, juegos y danzas, liturgias, torres del homenaje y juramentos, torneos y concursos, variedad de vestidos y de formas, colores significativos, estandartes, escudos y emblemas, saludos y formas de cortesía, bodas y funerales, torres desmochadas o puertas tapiadas, adornos, mu­chos adornos en objetos y armas, herramientas y edificios, etc. El milenio cristiano forma, pues, un mundo elocuente, en el que las cosas y actividades, el bien y el mal, el premio y el castigo, hablan al pueblo de un modo inteligible y con muchas voces coincidentes. Dentro de unas coordenadas culturales tan claras, son muy raras las enfermedades psíquicas: depresiones, neurosis, adicciones, suicidios.

La Edad Media es una época acentuadamente estética, y es la inspiración del arte medieval, creativa y diversa, heterogénea y sorprendente, la que conduce hacia las maravillas del Renacimiento. Sólo más tarde, en los tiempos modernos del neo clasicismo, es cuando se en durecen los cánones estéticos, según las normas del arte clásico grecorromano. Y será entonces cuando venga a considerarse bárbaro el arte de las catedrales medievales románicas o góticas, que a veces son derruídas o sustituídas por «correctos» diseños neoclásicos, es decir, por imitaciones serviles –no geniales, como en el Renacimiento– del arte antiguo. Y es que la uniformidad de los modernos no entiende ni valora las variaciones del arte medieval.

La Edad Media es una época muy especialmente falsificada en la consi­deración general moderna, comenzando por su nombre. El milenio de Cristiandad en su totalidad, por su teocentrismo y, más aún, por su abierta confesionalidad cristiana, es despreciado por el Occidente apóstata. El signo más decisivo de la modernidad, precisamente, es la construcción de un mundo no fundamentado en Dios, y menos aún en Cristo, sino en el hombre; todo lo cual impugna directamente el régimen de Cristiandad. La opción moderna, por tanto, exige que el milenio cristiano sea ignorado, o mejor aún, caricaturizado y falseado. Y esto se comprende perfectamente. Lo que no se comprende tan bien es que los mismos cristianos se hagan cómplices de ese intento, como hoy sucede tantas veces en creyentes verdaderamente fieles. Pero, en fin, obras como la de Régine Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?, o la clásica de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, con tantas otras, ayudan a recuperar la verdad del milenio cristiano. Y en la exploración histórica que estamos haciendo de los caminos de perfección evangélica en el mundo no será ésta, ciertamente, una tarea superflua.

Fuentes: P. José María Iraburu, (178) De Cristo o del mundo -XX. La Cristiandad. 1. La Iglesia medieval


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La Cristiandad, renuncia al mundo y pobreza

El vínculo entre la renuncia al mundo y la perfección evangélica –tan ignorado hoy entre los cristianos, y tantas veces negado–, está expresado en el mismo rito del bautismo, ya en sus formulaciones más antiguas. Y es una convicción de fe generalizada durante el milenio de Cristiandad. Aquellas palabras de Cristo, «si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,21), están entonces muy vivas en la conciencia del pueblo cristiano. Y aunque el mundo medieval, al menos en comparación con los siglos precedentes, es ya un mundo en buena medida cristianizado, sin embargo, siguen los cristianos estimando que el abandono del mundo facilita en gran medida la perfección cristiana. Eso explica que son muchos los cristianos que dejan el mundo para seguir más libre­mente a Cristo. Van formándose miles y miles de monasterios por toda Europa. Y muchos otros cristianos laicos, a su modo, también dejan el mundo, procurando «no conformarse a este siglo» (Rm 12,2), y ayudándose para ello en hermandades y órdenes terceras. Y también dejan el mundo, aunque sea temporalmente, por me­dio de peregrinaciones o cumpliendo un voto de Cruzada.

Los maestros medievales de la espiritualidad, al enseñar los caminos de la perfección cristiana, hablan con frecuencia del contemptus mundi (menosprecio del mundo), de la fuga mundi, en el sentido que veremos, hoy tan ignorado, incomprendido y rechazado.

San Pedro Damián (1007-1072) escribe el Apolo­geticum de contemptu mundi y la carta De fuga mundi gloria et sæculi despectione. San Anselmo (1033-1109) es autor de la Ex­hortatio ad contemptum temporalium et desiderium æternorum, así como del Carmen de contemptu mundi. Muy importante es la obra de Hugo de San Victor (+1141) De vanitate mundi et rerum transeuntium usu. San Bernardo de Claraval (1091-1153) exhorta a liberarse de la cautividad del mundo en numerosas predicaciones y cartas, y concretamente en el sermón De conversione ad clericos, para bus­car más fácilmente la perfec­ción, libres de impedimentos. Inocencio III (+1216), en los años en que na­cen las Ordenes mendicantes, trata del mismo tema en De miseria humanæ conditionis.

La bondad de la creación y la pobreza evangélica, en la espiritualidad medieval, son dos hermanas que caminan de la mano. Recordemos, por ejemplo, a San Francisco de Asís. Sujeto ya el mundo en buena parte a Cristo, la Edad Media capta en la fe la bondad del mundo creado con una lucidez renovada. Cuando Santo Tomás de Aquino afirma, por ejemplo, que «lo más natural al hom­bre es amar el bien» (STh II-II, 34,5) o de­fiende la capacidad que la razón tiene para conocer la verdad, lo hace con un tono se­reno, medieval, que no hallamos igualmente en el Crisóstomo o en Agustín.

Pues bien, la renuncia medieval al mundo es la pobreza evangélica aconsejada por Cristo. La fuga mundi, sobre todo en los siglos XI, XII y XIII, sigue siendo un aparta­miento del mundo-pecador; pero es también, una renuncia al mundo-criatura para más libremente amar al Creador. Esto significa que se considera la pobreza evangélica como la puerta que abre al camino de toda perfección. Y en esa dirección avanzan tanto los muy numerosos movimientos laicales de la época, como las nuevas Ordenes religiosas: Camáldula (1012), Cartuja (1084), Císter (1098), Fran­ciscanos (1209), Domini­cos (1216). .

La teología de la pobreza llega a su plena madurez en el siglo XIII, con las controversias ocasionadas por el nacimiento de las Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. En efecto,la vida religiosa mendicante e itinerante, como forma de vida de perfec­ción, tan diferente de la vida monástica, es­table y quieta, separada del mundo y apo­yada en propiedades de tierras, suscita im­pugnaciones muy duras, semejantes a las surgidas cuando nace el monacato pri­mitivo. Algunos clé­rigos protestan al ver que las ciudades se van llenando de nuevos religiosos, muy bien aco­gidos por el pueblo, que tienen cura animarum y más aún licentia docendi.

La posición adversa de los clérigos seculares vendrá defen­dida por hombres como Guillermo del Santo Amor (+1272) y Gerardo de Abbeville (+1272). Mientras que la legi­timidad de la vida pobre, incluso mendicante, estará sostenida por San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Bue­naventura y otros autores presti­giosos, como Tomás de York y Juan Pecham. Son muy valiosos sobre el tema los escritos de San Buenaventura De perfectione evangelica y la Apologia pauperum, escrito éste contra Gerardo de Abbeville (BAC, Madrid 1949).

Un texto admirable de Santo Tomás sintetiza la doctrina cristiana sobre la pobreza. En él se recoge de modo perfecto la enseñanza de la tradición patrística:

«El estado religioso es un ejercicio y aprendizaje para alcanzar la perfección de la caridad. Para llegar a ella es necesario destruir totalmente el apego a las cosas del mundo», según enseñan, entre otros, el Crisóstomo y Agus­tín. En efecto, «de la posesión de las cosas mundanas nace el apego [desordenado] del alma a ellas; pues los bienes de la tierra se aman más cuando se poseen que cuando se desean… Por eso la pobreza voluntaria es el primer fun­damento para adquirir la perfección de la caridad, de modo que se viva sin poseer nada, según dice el Señor: “Si quieres ser per­fecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme”… En cambio, la posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la cari­dad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen. Es lo que se lee en San Mateo: “los cuida­dos del siglo y la seducción de las riquezas ahogan la pala­bra de Dios”. Así pues, es difícil conser­var la caridad en medio de las riquezas; por eso dijo el Señor “qué di­fícilmente entrará el rico en el reino de los cielos”. Y estas palabras, ciertamente, han de entenderse de aquel que simplemente posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es impo­sible, cuando añade: “más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos”» (STh II-II, 186,3 in c y ad 4m).

El aprecio cristiano medieval por la vida monástica y religiosa es máximo. Los predicadores popula­res, sobre todo en los siglos XI-XIII, lla­man con energía a dejar el mundo o a tenerlo como si no se tuviera (1Cor 7,31). Así, renunciando al mundo en efecto o al menos en afecto, todos los cristianos, religiosos o laicos, podrán seguir a Cristo plenamente y llegar a la santidad. Este espíritu evangélico hace que durante el milenio de Cristiandad prácticamente todas las familias cristianas tienen una parte de sus miembros en monasterios o en conventos.

Recordemos aquí que en la Cristiandad medieval tanto la sociedad civil como la eclesial se entienden como un conjunto orgánico y unitario. La sociedad se compone de órde­nes, y la Iglesia, de estados de vida más o menos perfectos (Santo Tomás, STh II-II, 183-189). Según esto, no sólo es lícito, sino altamente meri­torio, animar a un laico a que ingrese en la vida religiosa, o en ciertos casos a un religioso para que pase a otra Orden cuya vida es más perfecta (189,8-9). Esta visión es general en el pueblo cristiano, como podemos apreciar con algunos ejemplos.

La familia de Teodoro Studita, en Constantinopla. Su padre, Fotinos, es funcionario del Tesoro imperial, y su madre, Teoctista, hermana del abad Platón. Por influjo de éste, en 781 toda la familia ingresa en el mona­cato: Teoctista y su hija en un monasterio de la capital; Fotino y sus hijos, Teodoro, José y Eutimio, en el monasterio de Sakudion. Teodoro será más tarde abad de Studios y famoso escritor. Casos como el de esta fa­milia, por supuesto, aunque son excepcionales, se producen con relativa frecuencia. Es también el caso de los santos hermanos Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina. Y cuando en el siglo X los monasterios benedictinos cluniacenses crean un estado de vida más perfecto que el de otros de la época, el papa Juan XI, en una Bula de 931 –cuando todavía en la Iglesia era costumbre designar las cosas por sus nombres–, escribe a Odón, abad de Cluny:

«Puesto que, como es sabido [¡!], casi to­dos los monaste­rios han abandonado su Propósito [es decir, su Re­gla], concedemos que si algún monje proce­dente de cualquier monasterio quiere pasar a vuestra comuni­dad con el único deseo de mejorar su vida… que po­dáis vos acogerlo, mientras no se enmiende la vida de su monasterio». El Papa, por tanto, hablando y actuando con una gran claridad, autoriza el paso de lo menos perfecto a lo más perfecto. Con el favor de Dios, he de tratar en su momento de la reforma cluniacense.

Las vocaciones monásticas y religiosas son innumerables en la Edad Media. Y ellas, con la Jerarquía apostólica, vienen a ser el fundamento y modelo de la vida cristiana. La gran valoración de la renuncia al mundo y de la pobreza evangélica, suscitada habitualmente por la predicación, hacen que en esta época sean innumerables los que, dejando el mundo, siguen a Cristo, bien sea en la vida monástica o en las nuevas ór­denes religiosas. Para los católicos de hoy ésa situación de Iglesia, que es sana y normal, resulta prácticamente inimaginable, y para algunos incluso inadmisible. Por eso me permito insistir en la magnitud de su realidad histórica con algunos ejemplos.

La Orden Benedictina es un árbol de una frondosidad impresionante, plantado por San Benito en el monasterio de Montecassino (529). Thomas E. Woods Jr., en su libro Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental (Ciudadela, Madrid 2007, 276 pgs.), muestra la fecundidad espiritual, social y cultural de la Orden de San Benito en toda Europa.

«En los inicios del siglo XIV la congregación había proporcionado a la Iglesia 24 papas, 200 cardenales, 7.000 arzobispos, 15.000 obispos y 1.500 santos canonizados. La orden benedictina llegó a tener en su mayor momento de gloria 37.000 monasterios. Sin embargo, las estadísticas no se limitan a señalar su influencia en el seno de la Iglesia; tal era la exaltación que el ideal monástico producía en la sociedad que en torno al siglo XIV más de veinte emperadores, diez emperatrices, cuarenta y siete reyes y cincuenta reinas ya se habían adherido a ella. Muchos de entre los más poderosos de Europa llegaron así a cultivar la vida humilde y la disciplina espiritual que la Orden propugnaba. Aun los diversos grupos bárbaros se sintieron atraídos por la vida monástica. Y personajes tan destacados como Carlomagno de los francos y Rochis de los lombardos adoptaron finalmente este estilo de vida» (pg. 50).

La Orden Cisterciense tuvo también un desarrollo fulgurante. A la muerte de San Bernardo (1090-1153), el recién nacido Císter (1098) contaba con 343 monasterios, 168 de los cuales pertenecían a la línea de Claraval, y de ellos 68 fundados por el mismo Bernardo.

San Bernardo hace propaganda arrolladora de la vo­cación mo­nástica, y concretamente cisterciense. Ya a los veintiún años forma en su casa paterna de Chatillon una comunidad de más de treinta jó­venes, entre familiares y amigos, varios de ellos ca­sados, y no pocos pertenecientes a las primeras fami­lias de Borgoña. En 1115, des­pués de una predicación en Chalons, una multitud de nobles y eruditos, clérigos y laicos, le acompañan en su regreso a Clairvaux. En 1119, bajo su estímulo, el príncipe Amadeus, sobrino del empera­dor alemán Enrique V, con dieciséis amigos, ingresa en el monasterio cisterciense de Bonnevaux (Ailbe J. Luddy, San Bernardo, RIALP, Madrid 1963, pgs. 48, 59 y 108).

La Orden Franciscana experimentó de modo semejante una expansión enorme. San Francisco de Asís (1182-1226) la inició con siete compañeros, y a los diez o doce años, en el Capítulo general de las esteras (1219?), reúne ¡más de cinco mil frailes! (Florecillas 18;Leyenda mayor 4,10; Espejo de perfección 68).

No es demasiado sorprendente, si recordamos los temas de predicación que predominan en Francisco de Asís. La Leyenda mayor dice que cuando inició su apostolado, comenzó a predi­car «acerca del reino de Dios, del despre­cio del mundo, de la abnegación de la pro­pia voluntad y de la mortificación del cuerpo» (3,7; cf1 Celano 29). Muestra Francisco a los hombres de su tiempo el esplendor del Reino de Cristo en todo su atractivo, denuncia abiertamente la vanidad y el pecado del mundo en todo su horror, y señala el camino de la santidad, encareciendo la necesidad de la abnegación propia y de la mortificación. Y ciertamente es el Espíritu Santo quien, causando en Francisco por la gracia su predicación y su ejemplo, suscita por su medio innumerables vocaciones. Perfectamente normal y previsible.

La Iglesia medieval venera la vocación monástica y religiosa, y así crece en todo el pueblo cristiano como un árbol frondoso, porque mantiene siempre viva la palabra de Cristo: «si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme». Y también la de San Pablo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3,1-2). Nunca el pueblo cristiano ha desfallecido tanto como cuando ha casi ignorado esas palabras: es la situación actual. Y nunca ha manifestado la Iglesia tanta fuerza para configurar efectivamente el mundo secular como cuando ha predicado y vivido esas palabras de vida. Lo comprobaremos en seguida.

Fuentes: P. José María Iraburu, (179) De Cristo o del mundo -XXI. La Cristiandad. 2. Renuncia al mundo y pobreza


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La Cristiandad y los Benedictinos

San Benito de Nursia es el padre de Europa. Muchas personas e instituciones colaboraron en la formación de la Europa cristiana, pero nadie tanto como San Benito y los miles de monasterios que de él se derivaron. Con toda razón, pues, Pablo VI lo proclamó patrono de Europa (cta. apost.Pacis nuntius 24-X-1964), y también Benedicto XVI reconoció la razón profunda de ese título en una audiencia general (9-IV-2008).

Conocemos bien la vida de San Benito (480-547) por la obra Los Diálogos, escrita por el benedictino San Gregorio Magno (540-604), el primer monje que llegó a ser Papa. Nace Benito en Nursia después de la invasión de los bárbaros y de la ruina del Imperio romano. En este tiempo, en los siglos V y VI, el mundo occidental se ve profundamente alterado, y son frecuentes las guerras, saqueos y devastaciones. La Providencia divina, en este marco oscuro y doloroso, suscita a San Benito y a la Orden benedictina, que, como dice Benedicto XVI,

«cambió con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano, una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que nosotros llamamos “Europa”» (aud. cit.).

A los veinticinco años, abandona Benito sus estudios en Roma y se retira a la soledad, para distanciarse de la vida degradante de sus compañeros, queriendo solamente agradar a Dios (soli Deo placere desiderans, II Diálogo, prólogo 1). Permanece tres años en soledad, como ermitaño en una gruta de Subiaco. Más tarde, cuando se acercan a él discípulos, funda con ellos en esa región doce monasterios. Y en 529 parte a Montecasino, donde establece el monasterio que será centro de toda la Orden benedictina, difundida a lo largo de los siglos por toda Europa.

La Regla de San Benito organiza el monasterio como «una escuela del servicio del Señor» (Pról.45), en la que «nada debe anteponerse a la Obra de Dios [Opus Dei]», es decir, la Liturgia de las Horas (43,3). La oración, con la lectio divina, es el corazón de la vida monástica, y ha de unirse armoniosamente a los trabajos manuales (47-48): ora et labora. Si la humanidad se perdió por la desobediencia, será el camino de la obediencia el que lleve a la perfecta humildad, en la que se encuentra la puerta abierta a todas las gracias de Dios (5-7). La Regula sancta de San Benito, elaborada a partir de su personal experiencia eremítica y cenobítica, y ordenando antiguas tradiciones de la vida monástica, difiere no poco de las heroicas prácticas de la Tebaida, y se caracteriza por su moderación humilde y realista. Termina con estas palabras:

«Tú, quien quiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a las más altas cumbres de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén» (73,8).

Son los hijos de San Benitos los principales constructores de Europa. El Papa León III corona como Imperator romanorum en el año 800 a Carlomagno, muy vinculado a Roma y a Montecasino. Por estos años la Regla benedictina rige ya casi todos los innumerables monasterios de Europa. Es en este tiempo, en el renacimiento carolingio, cuando llega Europa a una relativa madurez en su unidad religiosa y política, cultural y social. La Providencia divina dispone que la Iglesia reconstruya Europa, logrando, sobre el fundamento de la fe católica, una síntesis duradera de elementos romanos, griegos y germánicos. Y los monasterios benedictinos tienen en todo este proceso histórico el influjo más importante. Carlomagno entiende que su imperio ha de alcanzar y mantener su unidad en una cultura cristiana común a muchos pueblos diversos, y encomienda especialmente esta empresa a los benedictinos. Monjes como Alcuino, fundando la Escuela Palatina (781), ponen las bases de las futuras escuelas y universidades europeas. Consciente de ello, Alcuuino lo expresa así en una carta a Carlomagno:

«Si son muchos los que se contagian de vuestros propósitos, crearemos en Francia [y en todo el Sacro Imperio romano germánico] una nueva Atenas, una Atenas más grande que la antigua, pues ennoblecida por las enseñanzas de Cristo, la nuestra excederá en sabiduría a la Academia. No teniendo ellos más disciplinas que las de su maestro Platón, bien que inspirados por las siete artes liberales, su esplendor fue radiante. Pero el nuestro recibirá además la séptupla plenitud del Espíritu Santo e irradiará toda la dignidad de la sabiduría secular» (Th. E. Woods, jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid 2007, 39-40).

Toda la ciencia –filosófica y teológica, literaria y musical, agrícola y artística, técnica y arquitectónica– se concentra prácticamente en los monjes o al menos se desarrolla bajo su guía y ejemplo. La cultura religiosa y civil se irradia principalmente de los monasterios al mundo de los laicos. Las personalidades más notables de la época cristalizan casi siempre en el marco de la vida monástica. Pondré dos ejemplos que serían prácticamente imposibles en el mundo civil de la época.

El monje Gerberto de Aurillac (945-1003), uno de los hombres más sabios de su tiempo en todos los campos, también en las matemáticas, fue rector en la década de 970 de la Escuela episcopal de Reims y en los últimos años de su vida fue Papa, con el nombre de Silvestre II. El rey-emperador germano Otón III le escribe humildemente en el 997: «Soy ignorante y mi educación es muy escasa. Venid a ayudarme. Corregid lo que he hecho mal y aconsejadme sobre el buen gobierno del Imperio. Libradme de mi zafiedad sajona» (Id., ib. 43).

La monja Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), abadesa benedictina, mística, escritora, médica y compositora de música, puede también ser considerada como un ejemplo que nos muestra cómo entre las mujeres de su tiempo las más cultivadas en todos los campos del saber eran precisamente las monjas. Y cómo de ellas irradiaba hacia las demás mujeres del pueblo cristiano la religiosidad, la cultura, la música, los oficios y las artes. Es un tiempo en el que frecuentemente los nobles dejaban sus hijos y sus hijas por unos años en los monasterios para que en ellos fueran educados integralmente.

La clave de la construcción de la Europa medieval está en el ora et labora de San Benito.

Ora. Miles de monasterios masculinos y femeninos son el alma orante de los pueblos de Europa. En torno a ellos se congregan normalmente muchas familias de colonos, «populus abbatiæ», que asociándose como laicos a la vida de los monjes, la difunden también por las aldeas y poblaciones. De este modo, la vida orante y laboriosa de los monjes es la Escuela medieval más importante en la formación de los fieles cristianos, que aprenden a vivir y a trabajar en este mundo (medio) con el corazón siempre levantado a Dios y a los bienes celestiales eternos (fin). La noble y sagrada arquitectura de las iglesias monásticas, la grandeza de su liturgia y del canto gregoriano, el ejemplo de oración y de trabajo que los mismos monjes dan con sus vidas, son para el pueblo cristiano una catequesis permanente.

El mundo de los monjes eleva al mundo medieval de los laicos, diciéndole continuamente de palabra y de obra: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1Cor 10,31). «Ut in omnibus glorificetur Deus» (Regla 57,9). «Puesto que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él» (Col 3,1-4).

Et labora. Muchas regiones de Europa recibieron de los monasterios su alma laboriosa, porque fueron los monjes quienes, con ímprobos trabajos y nuevas técnicas, llevaron la iniciativa en la transformación de inmensas extensiones de tierras selváticas o pantanosas en terrenos idóneos para la agricultura y la ganadería. Durante muchos siglos los monjes fueron la vanguardia de la agricultura europea. Y lo que todavía es más importante: con su ejemplo devolvieron al trabajo manual su inmensa dignidad originaria, la que procede del mismo Dios creador –«dominad la tierra» (Gén 1)­–, una dignidad antes en buena parte olvidada por la cultura caballeresca medieval.

El trabajo de los monjes marca la historia de casi todos los oficios y trabajos seculares de la Europa medieval. Los monasterios son verdaderas Escuelas agrícolas en el cultivo de los campos, la cría del ganado, la apicultura, los regadíos, el cuidado de las viñas. Los monjes estuvieron siempre en primera línea en la crianza de vinos y licores, en la elaboración de la cerveza, del whisky, en el descubrimiento del champán. Progresos industriales, que la Antigüedad había desconocido, se dieron especialmente en el mundo monástico. Los monjes estuvieron en la vanguardia de la extracción y la elaboración de la sal, del plomo y de otros minerales, del yeso, del mármol, del vidrio, de herramientas y cuchillería, de los trabajos de forja y de orfebrería. Fueron también los monjes buenos relojeros. El primer reloj que se conoce fue construido por el ya citado Gerberto de Aurillac, futuro Papa Silvestre II, en el año 996, para la ciudad de Magdeburgo.

Los monasterios perfeccionan notablemente el aprovechamiento técnico de la fuerza hidráulica. Gracias precisamente a la energía hidráulica, en el siglo XII era normal que el monasterio, realizando el ideal de San Benito, lograra una casi total autonomía de subsistencia. Además de los trabajos agropecuarios realizados en los campos, dentro del monasterio la fuerza de un arroyo mueve un molino, que tritura el grano, sube y baja palas y morteros, con los que se preparan tejidos, fieltros y cueros, ayuda en la forja de minerales, lava la ropa, limpia los utensilios de cocina y de labranza, llena las cubas en las que se producen las bebidas, y arrastra lejos los excrementos y residuos, dejando finalmente impoluto el monasterio. Todos estos progresos técnicos se difundían en miles de monasterios y eran utilizados cada vez más por los agricultores y artesanos populares.

El influjo de los monasterios en la configuración religiosa y cultural de Europa desborda completamente las posibilidades expositivas de un artículo. Fue la Iglesia, y especialmente su vanguardia monástica, la que organizó y creó en Europa escuelas y universidades, la que formó grandes bibliotecas y constituyó en losescritorios monásticos las grandes editoriales medievales. En ellos se cuidó la edición de la Biblia, de los Padres, de los libros litúrgicos, teológicos y espirituales. Pero también en ellos se recuperó el gran corpus literario del mundo antiguo griego y romano, que de otro modo se hubiera perdido completamente. La Iglesia, en monasterios, en escuelas y universidades, grabó en el corazón de la civilización occidental el amor a la palabra escrita, es decir, a las elaboraciones del espíritu.

La pedagogía, le medicina, la química, el estudio de las lenguas antiguas y nuevas, los estilos diversos de la escritura manual, la fijación de las notaciones musicales, la pintura, la arquitectura, la orfebrería, el canto gregoriano, todas las artes y oficios, toda la historia de la filosofía, la teología y la literatura, fue elaborada en la Edad Media por la Iglesia y por su vanguardia monástica. Las mismas Reglas de los monjes, a un tiempo monárquicas y democráticas, fueron modelo para la organización de Reinos, municipios y ciudades.

La Iglesia medieval unió siempre la evangelización y la civilización. Lo que habían hecho, por ejemplo, Hilario de Poitiers (+367) y Martín de Tours (+397) en las Galias, Patricio (+461) en Irlanda, Casiodoro (+580) en Italia, lo llevaron adelante Agustín (+604) en Inglaterra, Isidoro de Sevilla (+636) en Hispania, Bonifacio (+754) en Germania, Alcuino (+804) en el imperio de Carlomagno, y algo semejante sucedió en el oriente de la Iglesia con los santos hermanos Cirilo (827-869) y Metodio (815-885), evangelizadores y civilizadores de los pueblos eslavos. Todas las naciones iluminadas por la luz del Evangelio, no solamente recibieron nuevos y sobrenaturales impulsos hacia los bienes transcendentes de la otra vida, sino que experimentaron también formidables desarrollos sociales y económicos, estéticos y culturales, que dieron forma a sus identidades históricas hasta el día de hoy.

Los males que hoy sufre el Occidente apóstata son mayores que los que siguieron a la caída del Imperio romano. Y solamente la Iglesia, Cristo, puede salvar el mundo de nuestro tiempo. Ésta es la enseñanza firme de la historia de Europa, siendo por cierto este continente el que más influjo ha tenido en la configuración de todo el resto de la humanidad. Y es también la enseñanza de Benedicto XVI en la alocución citada:

«Hoy Europa, que acaba de salir de un siglo profundamente herido por dos guerras mundiales y por el derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado como trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de la propia identidad. Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual, que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa».

Fuentes: P. José María Iraburu, (180) De Cristo o del mundo -XXII. La Cristiandad. 3. Benedictinos


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La Cristiandad y los Laicos medievales

Religiosos y laicos medievales. Hemos explorado la espiritualidad de los religiosos en la Edad Media –benedictinos, franciscanos y dominicos–, poniendo como siempre especial atención a su relación con el mundo secular. En esta misma perspectiva estudio ahora la espiritualidad de los laicos medievales, en los que hay igualmente una clara conciencia de que la gracia de Cristo ha de hacer hombres realmente nuevos, vencedores del mundo, del demonio y de la carne, y por tanto distintos de los hombres viejos, no sólo en su vida personal, sino también en su vida comunitaria y social. Los movimientos laicales siguen, pues, las enseñanzas de la Biblia y de la Tradición católica. Y por eso mismo guardan en su espiritualidad una sana homogeneidad substancial con la de los religiosos, de tal modo que sus diferencias son accidentales y afectan sólo a los modos.

Los santos fundadores establecieron sus Órdenes religiosas no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano. Esta segunda finalidad es muy clara, por ejemplo, en San Francisco de Asís, que solía decir: «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los herma­nos la provisión necesaria». Si los hermanos cum­plen con su deber, el mundo cumplirá con el suyo (2 Celano 70; cfConsid. sobre las lla­gas II). Francisco y sus frailes son ejemplo para todos los cristianos, pues su Regla es simplemente el Evangelio. «Ésta es la vida del Evangelio», dice en el prólogo de su Regla, «ésta es la regla y vida de los hermanos… seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». El ejemplo que los frailes dan de pobreza y caridad, de oración y penitencia, de libertad del mundo y de alegría, es válido para todo el pueblo cris­tiano, que encuentra en Francisco «enseñanzas claras de doctrina salvífica, y espléndidos ejemplos de obras de santidad» (1 Celano 90).

Por eso «mucha gente del pueblo, no­bles y plebeyos, clérigos y laicos, tocados de divina inspiración, se llegan a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio… Asícontribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo… A todos da él una norma de vida y señala con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1 Celano 37).

Santa Clara de Asís, igualmente, entiende que la luz de su vida y la de sus hermanas ha sido encen­dida por Dios para iluminar a todos los cristianos que viven en el mundo. Sabe, pues, que los laicos deben imitarles, de modo que, «teniendo las cosas de este mundo como si no las tuvieran», ellos también lle­guen a la perfección evangélica, igual que los que ya no tie­nen, porque lo han «dejado todo».

Y así escribe: «¡Con cuánto esmero y empeño de cuerpo y alma debemos guardar los mandamientos del Dios y Padre nuestro, a fin de que, ayudando el Señor, le devolvamos multiplicado el talento reci­bido! Pues el mismo Señor nos ha puesto como mo­delo para los demás, como un ejemplo y espejo; y no sólo ante los del mundo, sino también ante nuestras hermanas, llamadas por el Señor a nuestra misma vo­cación, para que tam­bién ellas sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor a gran­des cosas,… si vivimos según esta norma de nuestra vocación, les dejaremos a ellos un noble ejemplo, y no­sotras ganaremos con un tra­bajo cortísimo el precio de la vida eterna» (Testamento 3).

En torno al 1200 hay en los laicos una gran efervescencia evangélica. Durante la baja Edad Media va pasando el centro de la vida social del campo a la ciudad. En los siglos XII y XIII se consolidan los municipios burgueses, y comienzan a alzarse ca­tedrales y universidades.Pues bien, partiendo del pontificado reformista de San Gregorio VII (1073-1085), concretamente entre los concilios III y IV de Letrán (1179-1215), se pro­duce una gran crecimiento idealista de muchos movimientos laicales. Todos pretenden la perfección en el mundo por el camino de la pobreza y de la penitencia: órdenes terceras, órdenes militares, beguinas, devotio moderna, Hermanos de la vida común, oblatos, penitentes…

La idea prima­ria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre la misma: todo el pueblo cristiano está lla­mado a la perfección evangélica, y ésta exige «dejarlo todo y seguir a Cristo»según las normas del santo Evangelio e imitando así la vita apostolica de las prime­ras comunidades cristia­nas. Las palabras claves son por entonces «vivir según el Evangelio», «vivir en po­breza», seguir «vida de penitencia», etc..

Los Canónigos regulares de los siglos XI-XII dan lugar a asociaciones de laicos, que F. Petit describe así:

«El movimiento de los ca­nónigos coincide con el movimiento apostólico que lleva a los laicos, hombres y mujeres de toda condi­ción, a agruparse en torno a los sacerdotes como la multitud de los creyentes lo hizo en torno de los Apóstoles en Jerusalén. Bernold de Constance des­cribe este fenómeno que marca curiosamente el siglo XII: “En esta época [hacia 1091] en el Imperio de Alemania, la vida común se desarrollaba en muchos lugares, no sólo entre los clérigos y los monjes vi­viendo fervorosamente, sino entre los laicos que se ofrecían con sus bienes, con gran entrega, para llevar esta vida común. Aunque no llevaban el hábito de clérigos ni de monjes, no les quedaban atrás en nada de lo que se refiere a la santidad… Renunciaban al siglo y se donaban con todas sus posesiones a los monasterios de monjes y de canónigos más religio­sos, con gran devoción, para vivir en común bajo su obediencia y servirles. Pero la envidia del demonio sus­citó malquerencia contra la ma­nera de vivir de estos hermanos, manera tan digna de elogio, pues sólo buscaban vivir en común a la manera de la primitiva Iglesia”. El papa Urbano II (1088-1099) escribió sobre el tema: “Hemos sabido que personas se unen a la costumbre de vuestros monasterios, y que aceptáis laicos que renuncian al siglo y se entregan a vo­sotros para llevar la vida común y vivir bajo vuestra obe­diencia. Pues bien, hallamos esta forma de vida y esta costumbre absolutamente digna de alabanza. Y tanto más merece ser continuada puesto que lleva la marca de la Iglesia primitiva. Nos la aprobamos, pues, la llamamos santa y católica y Nos la confir­mamos por nuestras presentes letras apostólicas” (ML 148,1402-1403)».

«Y no eran sólamente hombres, sino una multitud de mujeres que, en esta época, abrazaron este género de vida para permanecer bajo la obediencia de cléri­gos y monjes, y servirles en sus necesidades cotidia­nas. En los pueblos, innumerables muchachas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al siglo para vivir bajo la obediencia de un sacerdote. Incluso per­sonas casadas querían vivir en religión y obedecer a los religiosos» (La réforme des prêtres au moyen-âge; pauvreté et vie commune, Cerf, París 1968, 93-94).

Hay luces y sombras en los comienzos de ese idealismo evangélico de los laicos. No siempre es con­ducido por la prudencia, y ocasiona a veces en las familias y en los pueblos problemas bastante graves. El mismo Gregorio VII parece haber desaconsejado a lai­cos principales asociarse a la vida monástica, señalando ciertos inconve­nientes obvios. En cambio Urbano II, en una Bula de 1091, toma la de­fensa de los laicos que adoptan la vita communis, siguiendo la «dignissimam… primitivæ Ecclesiæ formam» (ML 151,336). El ideal de la primera comunidad de Jerusalén, la vita apostolica, que implica la koinonía, la comunidad de bienes, según ya vimos (86), tiene un gran atractivo en todos los movimientos laicales de la Edad Media.

Gerhoch de Reichers­berg, en 1131, afirma sencillamente que los laicos, ya por su bautismo, han profe­sado vivir según «la regla apostólica», con todas las exigencias de fidelidad y renun­ciamiento. Por tanto, todo cristiano «encuentra en la fe católica y la doctrina de los apóstoles una regla adaptada a su condi­ción, bajo la cual, combatiendo como con­viene, podrá llegar a la corona» (Liber de ædificio Dei 43).

A comienzos del siglo XIII, con el auge de los municipios y de los bur­gueses laicos, y la escasa calidad del clero parroquial, esta efervescencia evangélica laical, en la que tanto de bueno y de malo se mezclan, exige una poda enérgica, que en buena parte es re­alizada durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Y la misma autoridad civil se ve obligada a intervenir, por ejemplo, con un decreto (1238) del emperador Federico II contra los grupos laicos más radicales: «patarenos, speronistas, lenistas [pobres de Lyon], arnaldistas, circumcisos, passaginos, joseppinos, garraten­ses, alba­nenses, franciscos, bagnarolos, comistos, waldenses, runcarolos, communellos, wari­nos y ortolenos “cum illis de Aqua Nigra”»…

Franciscanos y dominicos nacen providencialmente a comienzos del siglo XIII, y ellos encauzan por el camino ortodoxo de la Iglesia muchos entusiasmos evangelistas, a veces salvajes, negativos y antisacerdotales en su origen. Pierre Mandonet hace observar que en esa época «sólo los Predicadores [los dominicos] se constituyeron con elementos clericales, es decir, letrados, aptos para los di­versos mi­nisterios… Todas las otras órdenes del siglo XIII, sin excepción, proceden de simples fraternidades laicales, que han debido evo­lucionar, parcial y lentamente, hacia formas de vida eclesiástica, antes de poder tomar un parte significativa al servicio de la so­ciedad cristiana» (Saint Dominique, Gaud, Veritas 1921, 15). De estos interesantes impulsos de los laicos hacia la perfección en el mundo describiré solamente uno, los umiliati.

Los umiliati nacen hacia 1175, al parecer relacionados con patari­nos milaneses, arnaldistas, penitentes y cáta­ros, aunque estas relaciones son aún discuti­das. Condenados por Lucio III en 1184, son recuperados para la comunión católica por Inocencio III, que en 1201 aprueba elPro­positum o regla por el que han de vivir. Son grupos laicales de gran entusiasmo evangé­lico, extendidos sobre todo en la Lombar­día, y especialmente en Milán, que muestran un gran celo ortodoxo frente a otros grupos he­réticos. ElChronicon Laudunense (1178) nos describe la fisonomía de estas comunida­des, y comienza diciendo cómo «había en las ciudades de Lombardía ciudadanos que, conti­nuando en sus hogares y con su fami­lia, habían elegido una cierta manera reli­giosa de vida» (MGH 26,449; cf. J. Ti­raboschi, Vetera humiliatorum monumenta, Milán 1766-1768, I-III; L. Zanoni, Gli umiliati nei loro rapporti con l’eresia, l’industria della lana ed i comuni nei secolo XII e XIII, Milán 1911).

También Jacques de Vitry, a principios del XIII, nos da una información completa acerca de los humillados. «Viven en común, generalmente del trabajo de sus manos», y aunque algunos tienen rentas o pose­siones, no las tienen como propias. «De día y de noche, rezan todas las Horas canónicas, tanto los laicos como los clérigos», y los que no pueden hacerlo, lo suplen con un cierto número de Padrenuestros [En 1483 se im­prime en Milán un Humilliatorum Breviarium: Tiraboschi I,92].. Procuran dedicarse con asiduidad a la lec­tura, la oración y los trabajos manuales, para no caer en las tentaciones del ocio. «Los hermanos, tanto los clé­rigos como los laicos con letras, tienen licencia recibida del sumo Pontífice, que confirmó su Regla de vida, para predicar no sólo en su congregación, sino en plazas y ciudades, y también en las iglesias seculares, siem­pre que tengan permiso de quienes las presiden. Y de ello se ha seguido que muchos nobles e importantes ciu­dadanos, señoras y vírgenes, se han convertido al Señor por su predicación». Algunos de ellos, renunciando completamente al siglo, han ingresado en su modo religioso de vida; y otros, siguen en el mundo, pero dedi­cados a las buenas obras, y «usando de las cosas seculares como si no usaran de ellas». Muchos herejes, como los patarinos, de tal modo temen su predicación, siempre basada en la Escritura, que «nunca osan comparecer ante ellos», y no pocos se han convertido (Historia occidentalis, Duai 1597, 335).

El Propositum de los humillados, es decir, su regla de vida co­munitaria, viene a ser tam­bién, como otras Reglas religiosas de la época, una simple colec­ción de normas del Nuevo Testamento (Tiraboschi II, 128-134). Por ella vemos que la crónica de Jacques de Vitry es bastante exacta. ElPropositum manda también que los hermanos obedezcan siempre a los pastores de la Iglesia; no quieran acumular tesoros en la tierra; no codicien el mundo y lo que hay en el mundo; acudan en auxilio de los hermanos que se vieran en enfermedad o en necesidades materiales, y no les nieguen su ayuda; etc.

La Primera orden de los humillados con­grega en conventos dobles a canónigos y herma­nas. LaSegunda orden tiene también casas dobles, en las que viven continentes laicos (Regla de las dos primeras órdenes: Zanoni 352-370). La Tercera orden –que cronológi­camente es la primera–, es la que hemos visto descrita: reúne familias piado­sas, muchas de ellas del gremio textil, de vida austera y laboriosa, que tratan de reproducir la comunidad pri­mera de Jerusalén. A diferencia de otros movimientos pareci­dos, como beguardos o beguinas, los umiliati apenas dejaron una literatura espiritual considerable. Pero el árbol de los humillados produjo una hermosa flora­ción de santos y beatos, unos quince o veinte, de cuyos nombres y biografías da Tiraboschi breve reseña (I,193-257).

Después de varios siglos, a mediados del XVI, se habían desviado no poco, al parecer hacia posiciones calvinistas, y San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, intentó reformarlos. Un día, mientras el santo oraba de rodillas en su capilla privada, un miembro de los humillados atentó contra su vida, disparándole un balazo. La bala atravesó los ornamentos de su espalda, pero milagrosamente cayó en tierra, dejando ileso al Arzobispo. Poco después el papa San Pío V suprimióla Ordenen una bula de 1571.

SAN LUIS DE FRANCIA

San Luis de Francia nació en 1214, en el tiempo en que surgieron los franciscanos y dominicos. Luis IX fue rey de Francia desde 1226, año en que muere su pa­dre. Blanca de Castilla, su madre, llevó la regen­cia un tiempo. El rey Luis casó con Mar­garita de Provenza, a la que amó siem­pre mucho, y con la que tuvo once hijos. Mu­rió junto a las murallas de Túnez en 1270, a los cincuenta y seis años de edad.

Tenemos sobre la vida de San Luis información abundante y exacta, pues procede de varios íntimos su­yos. En efecto, los Bolandistas recogen en lasActa Sanctorum (Venecia 1754, Augusti V, 275-758) las Vidas escritas por Gofredo de Beaulieu, domi­nico, confesor del rey durante veinte años; por Guillermo de Chartres, también dominico y familiar del rey; por el franciscano Guillermo de Saint-Pathus, confesor de la reina Margarita, viuda del santo rey; así como la preciosa historia escrita por Juan de Joinville, un noble de Cham­pagne, íntimo amigo y compañero del soberano. A estas obras se añaden una relación de Mila­gros y algunos restos del Proceso de ca­nonización.

San Juan Crisóstomo o San Francisco de Asís habrían aprobado en todo su género de vida, pero no precisamente por ser tan semejante a la de los monjes o frailes, que lo era, sino por ser tan fiel al Evangelio, a Jesús, a San Pablo, a los primeros cristianos. De San Luis nos dicen sus biógrafos que fue un verdadero prud’homme: cortés y afa­ble, elegante y «gratiosissimus in loquendo». Cuando venían a él personas agitadas o turba­das por una gran conmoción, tenía la gracia especial de volverlos en seguida a la quietud y sere­nidad.

Un gran Rey. Siempre tuvo San Luis gran cuidado para no dañar a nadie con su go­bierno, y así dis­puso una gran encuesta en su Reino, en­viando personas de su confianza que descu­brieran abusos, impuestos excesivos, inde­bidas confiscaciones, etc. Impuso la justicia real sobre las jurisdicciones seño­riales, y de su tiempo viene la organización del Parla­mento, cuyas actas (llamadas Olim), en doce mil volúmenes, llegaron hasta la Revolución francesa.

Bajo su gobierno, la autoridad real se hizo efectiva en toda Fran­cia, y todos los reyes posteriores fue­ron descendientes suyos en línea masculina directa. San Luis consiguió guardar largos años su reino en la paz. Y Gofredo de Beaulieu da de ello esta genuina razón: «como eran gratos a Dios sus cami­nos, convertía a la paz a sus mismos enemigos, si es que pudiera tenerlos» (549). Por eso mismo fue llamado en su tiempo como ár­bitro para mediar entre reyes o señores en conflicto.

Un Rey sacerdotal. Siempre procuró el rey San Luis la gloria de Dios en su reino, y cuidó en su pueblo no sólo la salud de los cuer­pos, sino también la de las almas. Su vida y sus obras demuestran que conocía muy bien la condición sacerdotal de todos los cristianos –quizá sin conocerla de modo verbal consciente–, la que es propia también de los laicos y especialmente del rey, y que supo seguir así el ideal de sus ante­cesores carolingios.

Fundó varios mo­nasterios y conventos, como el cister de Ro­yaumont, y otros para franciscanos y domi­nicos –el de la rue Saint-Jacques era fre­cuentado por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino–. Hizo cons­truir la Sainte-Chapelle, una casa en París para cua­renta beguinas, etc. Y también sus familia­res participaron de su generosidad y piedad. Su hermana, la beata Isabel, fundó en Longchamp la primera casa de las clarisas. Blanca de Castilla, su madre, fundó las aba­días femeninas cistercienses de Maubuisson y de Lysd.

Un cristiano orante y penitente. La oración ocupaba una buena parte de los ocupadí­simos días de San Luis. Rezaba con los clérigos y frailes de su Capilla real las Horas litúr­gicas, el oficio de la Virgen y, en pri­vado, el de Difuntos. A estas plegarias li­túrgicas aña­día largas oraciones privadas, sobre todo por la noche. En la igle­sia, arrodillado directa­mente sobre las losas del suelo, y con la cabeza profundamente inclinada, después de Maiti­nes, «el santo Rey (beatus Rex) rezaba a solas ante el al­tar». También solía rezar dia­riamente un rosario incipiente, costumbre sobre todo de irlandeses, en el que hacía cin­cuenta genuflexiones, diciendo cada vez un Ave María –entonces, la primera parte del actual Ave María– (586).

Se confesaba cada viernes, y recibía con esa ocasión una buena disciplina de mano de su confesor. Normal­mente participaba cada día en dos Misas, y comul­gaba seis veces al año. Entonces, cuando iba a acercarse a la comunión del Cuerpo de Cristo, guardaba continencia varios días con su esposa, se lavaba ma­nos y boca, y vestido humildemente, se acercaba al altar avanzando de ro­dillas, las manos juntas, y en los días siguientes guardaba continencia conyugal por respeto al Sacramento (581). Esta misma continencia la guardaba los viernes de todo el año, en Adviento y en Cuaresma.

Le gustaba leer cosas santas, y reunió una buena biblioteca personal, pero no sobre sutilezas de teólo­gos, «sino de santos libros auténticos y probados» (551). Era muy devoto de oír predicaciones, y a veces en los viajes visitaba una abadía y solicitaba que se reuniera el capítulo y se expusiera un tema re­ligioso (581). Tam­bién era muy dado a los ayunos: ayunaba todos los viernes del año, Adviento, Cua­resma, los díez días entre Ascensión y Pentecostés, vigilias de fiestas y Cuatro Témporas, y en sus comi­das normales era de gran sobriedadEra austero también en el vestir, y nunca quiso usar adornos de oro (544), lo que venía a ser muy raro entre los nobles de la época.

Un hogar cristiano según el Evangelio. Con su esposa y sus once hijos supo crear una Casa real que siempre tuvo la espiritual elegancia de un monasterio benedictino o de un con­vento franciscano o dominico. Había, pues, en esa iglesia-doméstica espacio y tiempo para todo lo bueno, pero no para lo malo o para las vanidades perjudiciales. No permitía en su casa ni histriones, ni cuentos o cantos groseros, ni la turba acostumbrada de músicos, «en lo que suelen deleitarse muchos nobles» (559). Esta firmeza para vivir el Evangelio no podía menos de resultar chocante a los cortesanos y amigos, pero ello no le preocupaba en absoluto, como se aprecia en una anécdota muy significativa.

Cuenta su confesor, el dominico Gofredo de Beau­lieu, que habiendo oído el Rey que «algunos nobles mur­muraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si él empleara el doble de tiempo en jugar o en correr por los bosques, cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (550). También se nos refiere que a ve­ces, en las comidas demasiado gustosas, echaba agua, y que cuando al­gún servidor se lo reprochaba, él de­cía: «Esto a ti no te importa, y a mí me conviene» (605).

Un perfecto caballero medieval. No era San Luis un místico alejado físicamente del mundo, sino un laico evangélico secular –seglar–, cuya vida reali­zaba los ideales caballerescos en forma puri­ficada y perfecta. Este ideal incluía la acción valerosa para frenar el escándalo, al ejemplo de Cristo, que expulsa violentamente a los mercaderes del Tem­plo.

Una anécdota contada por su compañero el caba­llero de Joinville muestra este aspecto. En cierta oca­sión hay en una abadía cluniacense una gran discu­sión con un judío que niega la virginidad de María, y al que casi des­calabran por ello. Al saberlo San Luis comentó: «Verdaderamente, un hombre laico (homo laicus), cuando ve insultar la fe cristiana, debe impedirlo no sólo con las palabras, sino con una es­pada bien afilada» (678). Re­cuerda esto a San Ignacio de Loyola, en aquella ocasión, camino de Montserrat, cuando «le venían deseos de ir a buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho» poco antes contra la Virgen (Autobiografía 15).

La profundidad religiosa de su vida de laico se expresa conmove­doramente en las ense­ñanzasque deja es­critas a sus hijos como testamento espiritual (546, 756-757). Son las mismas enseñanzas y exhortaciones que solía darles por la noche, cuando les iba a ver des­pués del rezo de Completas (545).

Un cristiano caritativo con pobres y enfermos. Siempre manifestó San Luis una gran ca­ridad hacia los enfer­mos y pobres, fundando para ellos muchas obras de asistencia. Cada día su Casa ali­mentaba 120 pobres, y cada sábado lavaba los pies de tres de ellos, arrodi­llado, besándoles la mano al final. Tres pobres –trece en Cuaresma– se sentaban cada día a su mesa. Juan de Jeanville da también testimonio de su caridad con los difuntos, concre­tamente en tiempos de guerra o peste, cuando él ayudaba a enterrarlos con sus propias ma­nos (742-744). Hizo muchas fundaciones de asistencia para ciegos, para pobres, y tam­bién para aquellas mujeres que corrían espe­ciales peligros morales.

Una vida sagrada. La vida de San Luis, como la de otros santos hogares de la época de Cristiandad, está enmarcada en un continuo cuadro de sacralidades. El bautismo, el agua bendita, el rezo de las Ho­ras, la Misa diaria, el sacramento del matrimonio, la penitencia y la comunión sacramental, las lecturas de la Biblia y de los autores santos, y en su día las impresionantes cere­monias «ad benedicendum regem vel regi­nam, imperatorem vel impera­tricem coro­nandos» (M. Andrieu, Le Pontifical Romain au Moyen-Age, 427-435), todos estos elementos guardan siempre la vida de San Luis en la belleza santificante de un ambiente sagrado.

Tanto apreciaba, por ejemplo, el hecho de haber sido bautizado que le gustaba firmar Ludovicum de Pois­siaco, Luis de Poyssy, pues aquél era el lugar donde había nacido por el bau­tismo a la vida en Cristo (554). Y si, como enseña el Vaticano II, los sa­cramentales «disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60), puede decirse que toda la vida de San Luis fue sa­grada, es decir, todo lo contrario de profana.

Una santa muerte. Al final de su vida, piensa San Luis, como otros no­bles piadosos de la época, en ingresar en una de las dos Ordenes mendicantes (ipse ad culmen omnimodæ perfectionis adspirans). Su buena esposa Mar­garita hubiera consentido en ello. Pero la Pro­videncia dispuso las cosas de otro modo, «y con acrecentada humildad y cautela permaneció en el mundo» (545).

Llegada la hora de su muerte, frente a Tú­nez, repite en francés una vez más el lema de los cruzados, «Nous irons en Jerusalem!»; pero en esta ocasión pensando ya en la Jeru­salén celestial. Al final, ya casi sin habla, «mira a los familiares que le acompañaban, con una sonrisa muy dulce, y suspirando» (565). Y aún añadió: «introibo in domum tuam, adorabo ad tem­plum sanctum tuum, et confitebor Nomini tuo» (566).

San Luis de Francia es patrono de los terciarios franciscanos, ya que él también perteneció a la Orden Tercera de San Francisco. Por lo que hemos visto, él tenía une certaine idée de lo que debía ser la secularidad, o si se quiere la laicidad de un fiel discípulo de Cristo en el mundo. Él sabía bien que para vivir fielmente su cristiana vocación laical debía atenerse siempre a la suprema originalidad del Evangelio, a las enseñanzas de los Apóstoles y de los Padres, al ejemplo de los religiosos y de los santos, y no a los pensamientos y modas del mundo secular. Por eso, en perfecta docilidad al Espíritu Santo, él iba haciendo en su vida lo que Dios hacía en él, y no le importaba pare­cer raro a sus familiares o a sus compañeros de corte o de armas. Y así en sus palabras y costumbres, «nada había que supiera a mundana vanidad» (559). Su vida toda se configuraba, en perfecta libertad del mundo, según el Evangelio (Rm 12,2).

Hoy conviene elogiar las Órdenes Terciarias medievales. En mi artículo anterior (182) un comentarista alegaba en contra de ellas –aun reconociendo su ortodoxia y buena intención– que «lo que les inspiraba no era una espiritualidad laical, sino un intento de copiar a los religiosos sin entrar en el convento […] incluso en el celibato» [aunque casi todos, por cierto, eran laicos casados]. Eran, por tanto, «disfuncionales en su mismo origen», pues formar «“órdenes religiosas en el mundo”… crea una tensión interna que acaba por descarriar. Lo que se descubre [sic] en los tiempos del Vaticano II es que los laicos no se santifiquen “imitando a los monjes” sino a Jesucristo y a los primeros cristianos: no vivir el mundo con nostalgia de las celdas, sino sabiendo que Dios los quiere en el mundo».

Una respuesta más amplia a estas objeciones, hoy generalmente profesadas, la daré, con el favor de Dios, cuando llegue en este blog, por el orden cronológico que llevo, al análisis de la espiritualidad laical en nuestro tiempo. De momento me remito solamente al modelo de santidad que hemos contemplado en el rey San Luis de Francia. Todos los rasgos que he destacado de su vida, todos y cada uno, son perfectamente fieles al Evangelio y a su vocación laical secular. Realizan en forma plena y coherente la vocación de un cristiano laico, puesto por Dios en el mundo para que en él viva y se santifique, santificándolo al mismo tiempo.

La espiritualidad laical floreció en la Edad Media en innumerables santos, pertenecientes a todas las clases sociales, y no siempre, por supuesto, afiliados a Cofradías, Órdenes Terceras, Hermandades, etc. Unos treinta santos o beatos pertenecieron a Casas reales o a la nobleza, como ya lo documenté en otro artículo de este blog (105). Y esto tuvo la mayor importancia, si pensa­mos en el influjo que en aquel tiempo tenían los príncipes sobre su pueblo. Puede decirse que en cada siglo de la Edad Media hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para los demás príncipes.

En la Edad Media, entre todos los fieles canonizados por la Iglesia, la proporción de los laicos fue muy grande. Y eso que «no se conocía todavía» la vocación laical, «descubierta» (¡-!) en el Vaticano II. En efecto, fueron laicos un 25 % de los santos canonizados por la Iglesia en los años 1198-1304, y un 27% en 1303-1431 (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, Paris 1981). El dato es convincente: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20). Estos hombres y mujeres realizaron la espiritualidad laical en el mundo secular con tal perfección evangélica, que muchos de ellos llegaron a la santidad. Y tengamos muy en cuenta, dejándonos de ideologías teológicas, que la espiritualidad laical más auténticamente cristiana es aquella que más florece en santos.

Fuentes: P. José María Iraburu, (182) De Cristo o del mundo -XXIV. La Cristiandad. 5. Laicos medievales-I, (183) De Cristo o del mundo -XXV. La Cristiandad. 6. Laicos medievales-II


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La Cristiandad y la caballería medieval

La semejanza entre la vida religiosa y la vida laical se mantiene a lo largo de todo el milenio de la Cristiandad, más o menos del 500 al 1500. En estos siglos el hogar verdaderamente cristiano guarda una relativa homogeneidad con el monasterio, y a veces parece un convento por la piedad y la austeridad de las costum­bres. Nada tiene esto de extraño si sabemos que con frecuencia los hijos, especialmente los de los nobles, son encomendados a monjes, frailes o religiosas para que reciban una edu­cación in­tegral. La vida de los religiosos y la vida de los laicos es la misma, la vida en Cristo, vivida en modalidades diferentes. Y no es raro que algunos laicos, al tener ya cria­dos los hijos o al quedar viudos, se hagan religiosos o terciarios, o se retiren a un mo­nasterio al final de sus vidas –como todavía lo hace Carlos I de España a mediados del XVI–.

Pero no sólo es religioso el cuadro de vida del hogar. La Cristiandad medieval produce muchas formas vitales de intensa significación religiosa, evangeliza progresivamente todas las realidades temporales –fiestas y funerales, celebraciones gremiales y populares, iniciación de caballeros, unción de reyes y reinas, esponsales y bo­das, diezmos y bendiciones, campanas y procesiones–, y configura así un mundo suma­mente variado y colorido, envuelto en una atmós­fera sagrada.

La caballería cristiana se forma así en la baja Edad Media (XI-XV), impulsada en sus ideales por ese espíritu propio de la época, que tiende a dar formas visibles a las reali­dades espirituales. El per­fecto caballero es devoto de la Virgen y de la mujer, defensor de pobres y oprimidos, leal a su rey o señor, tan valiente como pia­doso, austero y frugal en su vida per­sonal, despreciador de las riquezas y cultivador de la virtud, cortés y celoso de las formas, es­trictamente sujeto a un código de honor con­suetudinario, defensor de la justicia e impugnador de toda injusticia, amigo del libro y de la espada, deseoso de realizar hazañas me­morables, para su propia gloria y la de Dios. Éste era el ideal de la caballería cristiana, que no afectaba sólo a nobles y caballeros, sino que extendía su influjo también sobre los bur­gueses y el pueblo llano.

El ritual para ser armado caballero da una buena idea de la profunda religiosidad del ideal caballeresco. Se compone de una serie de oraciones y bendiciones, que evocan la consagración personal y la entrega de una profesión reli­giosa o de una toma de hábito (De benedic­tione novi militis, en M. Andrieu, Le Ponti­fical Ro­main au moyen-âge, Città del Vaticano 1938-43, pgs. 447-450). La bendición de las armas, de la bandera, la entrega de ellas al nuevo caballero, con antí­fonas, lecturas y oraciones, expresan bellamente lo que el sacerdote exhorta, cuando da al caballero el beso de la paz: «Sé un soldado pacífico y valiente, fiel y devoto a Dios»... Todavía en 1522, cuando Ignacio de Loyola pasa del mundo al Reino, decide «velar sus armas toda una noche, sin sentarse ni acos­tarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodi­llas, delante el altar de Nuestra Señora de Montserrat, adonde tenía determinado dejar sus vestidos y vestirse las armas de Cristo» (Autobiografía 17).

En opinión de Huizinga, «esta primitiva animación ascética es la base sobre la cual se construyó con el ideal caballeresco una noble fantasía de perfección viril, una esfor­zada as­piración a una vida bella, enérgico motor de una serie de siglos… y también máscara tras de la cual podía ocultarse un mundo de codicia y de violencia» (La crisis de la conciencia europea, Alianza 220, Madrid 1990, p.106). Sin duda en la caba­llería medieval hubo violen­cias y groseras rapiñas, mucha soberbia y no poca vanidad. Pero no sería lícito ignorar la fuerza de los ideales que la caballería medieval tuvo en la configuración concreta de la vida de los pueblos. Desde luego hay mucha más violencia, codicia y soberbia cuando «los ideales» que se propo­nen son el dinero y el sexo, el po­der y el placer desenfrenado, ajeno a toda norma. Esto es evidente.
Los arquetipos por los que una sociedad se guía tienen en su vida una importancia decisiva. El P. Alfredo Sáenz, S. J., argentino, expone esta idea de forma excelente en el capítulo Los arquetipos y la admiración de su libro Arquetipos cristianos (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 5-16). Cuando los arquetipos vigentes, ampliamente expuestos por los medios de difusión, son hombres y mujeres muy atractivos, pero corruptos, sin Dios y sin esperanza de vida eterna, idólatras del dinero, del sexo y de la popularidad, el pueblo se va hundiendo en estos males. Cuando, por el contrario, los modelos socialmente predominantes son Cristo, la Virgen y los Santos, los más sabios y los mejores artistas, los caballeros celosos del honor de Dios y de su propia honra, el pueblo no queda, por supuesto, exento de pecados, pero sí reconoce a éstos como males, y su vida tiende hacia lo verdadero, bueno y bello. Es la situación propia del tiempo de Cristiandad.

Vidas de santos y libros de caballeríaLas vidas de santos fueron muy apreciadas en la Edad Media, y en todas las épocas han sido siempre muy poderosas para iluminar la mentes y estimular los ánimos hacia la vida plenamente cristiana. Junto a ellas, en la baja Edad Media, los libros de caballería cumplieron un servicio al pueblo predominantemente positivo. Es cierto que había también en ellos crueldades y vanidades, y que en ocasiones, podían ser perjudiciales. Más tarde, en 1562, todavía Santa Teresa de Jesús, lamentaba que su madre le hubiera contagiado la «afición a los libros de caballería», que, llenándole el corazón de fantasías y ensoñaciones, le hicieron durante un tiempo «mucho daño» (Vida 2,1). Pero en general su influjo era benéfico, pues con frecuencia sus héroes eran cristianos de altos ideales.

Muchos caballeros medievales, y también hombres del pueblo, forjaron sus ideales y fantasías heroicas le­yendo, por ejemplo, las formidables hazañas del Maréchal Boici­caut, es decir, de Jean le Meingre (+1421), espejo de caballeros, cu­yas gestas se escribieron en 1409, viviendo él todavía. Pues bien, se describe a Boicicaut como a un hombre sumamente piadoso: «se levanta muy temprano y pasa tres horas en oración. Por prisa y ocupaciones que tenga, oye de rodillas dos misas todos los días. Los viernes va de negro; los domingos y los días de fiesta hace a pie una peregri­nación, o se hace leer vidas de santos o historias de héroes antiguos, romanos o no, y sos­tiene piadosos coloquios con otras personas. Es mo­derado y sencillo; habla poco y las más de las veces sobre Dios, los santos, la virtud o la caballería. También ha inculcado a todos sus servidores la devo­ción y la decencia y les ha quitado la costumbre de maldecir. Es un celoso defensor del noble y casto culto a la mujer… Con tales colores de piedad y con­tinencia, sencillez y fidelidad se pintaba entonces la bella imagen del caballero ideal» (Huizinga 103).

Las Órdenes de caballería realizaron en forma comunitaria y bajo reglas los ideales de la caballería medieval, con una especial profundización de sus motivaciones religiosas. Así nace, por ejemplo, la Orden de Santiago, en la que los caballe­ros-monjes, con sus mujeres e hijos, unen la vida laical y religiosa, profesan una Regla de vida, y se vin­culan por votos a guardar obediencia, pobreza y castidad conyugal –rasgo éste peculiar de la Orden de San­tiago, pues las otras Órdenes no admitían casados– (Derek W. Lomax, La Orden de Santiago [1170-1275], CSIC, Madrid 1965, 90-100).

La Orden militar de los Templarios nace en Francia, y poco después es aprobada por la Santa Sede en el concilio de Troyes (1128), en buena parte por la recomendación de San Bernardo. A ruegos del primer gran maestre de la Orden, escribe San Bernardo un tratadito De la excelencia de la Nueva Milicia (1132-1136 ?). «Éste es el nuevo género de milicia no conocido en los siglos pasados, en el que se dan a un mismo tiempo dos combates con un valor invencible: contra la carne y la sangre [por la vía ascética y sacramental] y contra los espíritus malignos que están esparcidos por el aire» [mediante las armas que impugnan a quienes oprimen en Tierra Santa a los cristianos]. Estos caballeros son dichosos en la vida y en la muerte. Son felices entregando su vida por el honor de Cristo y el bien de los cristianos. Y aún son más dichosos si en este empeño heroico mueren por Cristo.

Los grandes teólogos medievales aprueban con entu­siasmo este género de vida. Santo Tomás, por ejemplo, enseña que «muy bien puede fundarse una Orden religiosa para la vida militar, no con un fin temporal, sino para la de­fensa del culto divino, de la salud pública o de los pobres y oprimidos» (STh II-II, 188,3.

La crisis, sin embargo, que afecta el final de la Edad Media oscurece un tanto el ideal caballeresco, que va perdiendo la nobleza del ascetismo cristiano, y adquiere a veces ciertos rasgos un tanto paga­nos, que anticipan en cierto modo el estilo del caba­llero renacentista. De esta época del ideal caballeresco en decadencia eran aquellos libros de caballería que hicieron «mucho daño» a Santa Teresa.

Existió la Cristiandad. He dedicado varios artículos (178-184) a considerar en la Edad Media la vida cristiana en su relación con el mundo secular, una relación semejante y al mismo tiempo diversa en los religiosos y los laicos, pero que logra establecer una cultura cristiana, un mundo evangelizado, unas coordenadas mentales, sociales y espirituales inspiradas en el Evangelio de Cristo, el Panto-crator de las grandiosas catedrales medievales. También aquí podrá ayudarnos mucho el P. Sáenz, con su libro La Cristiandad. Una realidad histórica (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 219 pgs.)

Aunque recientemente, al elaborarse la nueva Constitución Europea, fuerzas laicistas y masónicas hayan puesto todo su empeño en negar las raíces cristianas de Europa, es un dato histórico evidente que el Evangelio impregnó profundamente el mundo secular de Europa durante un milenio de Cristiandad. Como también es evidente que de las huellas formidables de aquel mundo procede la mayor parte de la verdad, bondad y belleza que aún existen en Occidente, sin que los muchos horrores culturales, sociales y estéticos traídos por la apostasía moderna hayan logrado su destrucción total. Éste ha sido el juicio histórico de los Papas.

León XIII: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde, y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios, y quedará vigente en innumerables monumentos históricos, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer» (enc. Inmortale Dei, 1-XI-1885, 9).

San Pío X: «No, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad» (Cta. apt. Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910, 11).

Pablo VI, concretamente, sobre la Italia medieval: «No olvidamos los siglos durante los cuales el Papado vivió su historia, defendió sus fronteras, guardó su patrimonio cultural y espiritual, educó a sus generaciones en la civilización, en las buenas costumbres, en la virtud moral y social, y asoció su conciencia romana y sus mejores hijos a la propia misión universal [del Pontificado]» (Disc. al Presid. Rep. Italia, 11-I-1964).

Benedicto XVI, lo mismo que Juan Pablo II, ya desde antes de ser elegido Papa, ha hecho grandes esfuerzos para preservar en la conciencia de los europeos, y también en los textos de la nueva Constitución Europea, el reconocimiento del Cristianismo en la verdadera identidad histórica de Europa. Siendo todavía Cardenal Ratzinger, en el libro Una mirada a Europa (1991), en el estudioLibertad y verdad (1995), en la conferencia Europa, política y religión (Berlín 2000 y Roma 2004), como también en una conferencia en Subiaco (2005) y en varias ocasiones más recientes, mostró claramente que la pretensión de fundamentar Europa únicamente sobre la Ilustración, negando sus raíces cristianas, era una falsificación profunda de la identidad histórica europea. La filosofía racionalista, positivista y relativista de la Ilustración es una mutilación de la razón humana. Y la afirmación de una libertad desvinculada de la verdad acaba anulando la libertad personal y colectiva. Pero, en fin, ya trataremos del tema en su momento. Ahora estamos examinando la Cristiandad, y concretamente la Edad Media.

Fuentes: P. José María Iraburu, (184) La Cristiandad. La caballería medieval


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La Cristiandad, Santo Tomás y la perfección cristiana

Santo Tomás de Aquino, al formular la teología de la perfección, consideró aspectos importantes de la relación entre el cristianismo y el mundo secular. El nacimiento de las Órdenes mendicantes trajo consigo graves disputas teológicas en torno a la pobreza y a los estados de perfección. Y esto dió ocasión a que Santo Tomás (1225-1274) tratara de estos te­mas con particular interés. Es en el siglo XIII, especialmente, cuando se alzan grandiosas las Catedrales y las Sumas teológicas, las mayores maravillas de la Edad Media.

Para lo que a nosotros nos importa aquí, conviene destacar entre sus obras: Contra impugnantes Dei cultum et religionem(contra Gui­llermo de Saint-Amour) (1256);Summa Theologiæ II-II, 179-189 (1261-1264); De perfectione vitæ spiritualis (contra Gerardo de Abbeville) (1269), y Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu(1270).

Tratado sobre la perfección. Las cuestiones finales de la Summa Theologiæ nos ayudan a or­denar muchas ideas importantes sobre la vida espiritual de religiosos y laicos (II-II, 179-189). Las re­sumo.

–La vida humana se divide en activa y contemplativa, según que la dedicación principal en la persona (179-181). –La vida contemplativa es supe­rior a la activa por razón de su principio, las facultades intelectuales, elevadas por las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo; por suobjeto principal, Dios; y por su fin, que es el bien honesto, más que el bien útil. Es «la mejor parte» de María, siendo buena también la parte de Marta.

La vida contemplativa es de suyo más meritoria que la vida activa, pues se dedica inmediatamente al amor de Dios, aunque a veces la ac­tiva, por distintas causas, puede ser de hecho más meritoria. En un sentido, la acción es obstáculo para la contemplación; pero en otro, la vida activa, dando ocasión al ejercicio de las virtudes, ordena las pasiones del hombre, y de este modo favorece la contemplación. La vida activa es anterior a la contemplativa, en cuanto que dispone a ésta; aunque en otro sentido, la vida contemplativa es anterior a la activa, como la razón es anterior a la voluntad (182).

–Dios providente ha dado a los hombres distintas vocaciones específicas, diversos oficios y estados, y todos son necesarios para el bien común (183).

–La perfección cristiana en sí misma consiste espe­cialmente en la caridad, e integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Puede cre­cer indefinida­mente, pues es un amor que crece hacia la totalidad, y consiste esencialmente en los pre­ceptos, aunque instrumentalmente en los consejos, como enseguida veremos. Por tanto, estado de perfección y per­fección personalcristiana no se identifican. El estado de perfección favo­rece la perfección personal. Pero ésta es posible sin aquél. Y también es posible que un cristiano, que vive en estado de perfección –un religioso, por ejemplo–, sea personalmente imperfecto (184-185).

–La profesión religiosa introduce en un verdadero estado de per­fección, que facilita tender a la perfección por los consejos evangélicos: pobreza, celibato y obediencia, obligándose a ellos con voto. En principio, es pecado más grave el de un religioso que el de un seglar (186-187).

–Conviene, para esplendor y utilidad de la Igle­sia, que haya Ordenes diversas, unas más dedicadas a la acción, otras a la contemplación. Puede incluso haber algunas dedicadas a una milicia defensiva, y debe haberlas para la predicación y los sacramentos o para el estudio de la verdad. La mayor o menor excelencia de las Ordenes religiosas, compa­radas entre sí, procede ante todo del fin al que prima­riamente se dedican, y secundariamente de las prácti­cas y observan­cias a que se obligan. Según esto, el grado 1º de perfección corresponde a la vida mixta, pues «contemplar y comunicar a los otros lo contemplado es más que sólo con­templar»; el 2º a la vida contemplativa, y –el 3º a la vida activa (188).

De este armonioso cuadro doctrinal am­pliaré ahora solamente lo que se refiere a preceptos y consejos, pues es aquí donde está en juego el tema central de nuestro estudio: en qué medida y en qué sentido dejar el mundo por los consejos evangélicos es medio necesario para la perfeccióncristiana.

Comienzo por recordar los errores que Santo Tomás hubo de combatir, y que hoy siguen vigentes. Los profesores seculares de París, condu­cidos por Gerardo de Abbeville (+1272), arremetieron contra las Ordenes mendicantes recién naci­das, incurriendo en dos errores fundamentales.

–1º. El menosprecio de los consejos evangéli­cos lleva a pensar que la perfección no está en modo alguno vinculada al estado de perfección. Grande fue, por ejemplo, la santidad de Abraham, y el patriarca tuvo esposa y grandes riquezas (Gerardo de Abbeville, Quodli­beto 14, a.1). Por el contrario, Santo Tomás niega tajantemente que los consejos evan­gélicos sean indiferentes en orden a conse­guir la perfección (STh II-II, 186, 4 ad2m). «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme».

–2º. El menosprecio del estado de los religio­sos es otro error intrínsecamente vinculado al primero.Dicen algunos que la vida religiosa no tiene un origen divino, no existió al comienzo de la Iglesia, sino que procede solamente de sus fundadores concretos. Por el contrario, Santo Tomás enseña con la Iglesia que quienes profesan celibato, pobreza y obediencia «siguen lo instituído por Je­sucristo. Los que siguen a los santos fundadores de órdenes no ponen la atención en ellos, sino en Jesu­cristo, cuyas enseñanzas proclaman» (Contra retrahentium 16).

La doctrina espiritual sobre los preceptos y consejos se desarrolla escasamente en los siglos martiriales, cuando prácticamente todo cristiano, a causa de las persecuciones, se veía obligado a «dejar el mundo» en el que malvivía. Ya lo vimos en su momento (177). Es en el siglo XIII cuando esa doctrina, ya apuntada por los Padres, alcanza en Santo Tomás su enseñanza más perfecta, la misma que hoy da la Iglesia (cfCatecismo, n.1973):

–«De suyo y esencialmente la perfección cristiana consiste en la caridad, considerada en primer término como amor a Dios y en segundo lugar como amor al prójimo; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto se­gún alguna limitación, como si lo que es más que eso ca­yera bajo consejo. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice “amarás a tu Dios con todo tu corazón”, y todo y perfecto se iden­tifican; y «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas. Y esto es así porque “el fin del precepto es la caridad” (1Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios : así el médico, por ejemplo, no mide la salud [el fin], sino la medi­cina o la dieta [los medios] que han de usarse para sanar. Por tanto, es evidente que la perfec­ción consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos».

–«Secundaria e instrumentalmente la perfección consiste en el cumplimiento de los con­sejos, todos los cuales, como los pre­ceptos, se ordenan a la caridad, pero de ma­nera dis­tinta. En efecto, los preceptos se or­denan a quitar lo que es contrario a la cari­dad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo, “no mata­rás”]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificul­tan los actos de la ca­ridad (ad removendum impedimenta actus caritatis), pero que, sin em­bargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupa­ción en negocios seculares, etc.» (STh II-II, 184,3).

Según esto, lo que determina la perfección cristiana no es el dejarlo todo (renuncia-con­sejos), sino el seguir a Cristo (amor-preceptos). Pero los consejos, instrumentalmente, facilitan mucho ese seguimiento en caridad. En este sentido, los apóstoles no son perfectos porque lo dejaron todo, sino porque siguieron totalmente a Cristo. Esto ha de aplicarse, por ejemplo, a la pobreza, que por ser un medio, no será tanto más perfecta cuanto más ex­trema. O a la virginidad, cuyo mérito procede no tanto de su abstención del matrimonio, sino de su especial consagración a Dios.

A la luz de esta doctrina, no conviene pues, consi­derar que los preceptos pueden cumplirse con llegar solamente a un límite, y que en cambio el seguimiento de los con­sejos implica ir más allá de lo exigido por los preceptos –«una cosa te falta» (Mc 10,21)–. Esta con­cepción, sugerida por las expresiones imprecisas de algunos Padres, y que todavía hoy mantiene sus ecos en los ambientes católico-semipelagianos, es falsa. Los preceptos, especialmente el de la caridad, impulsan a una en­trega total, y por tanto llevan hasta el final, es decir, conducen a la perfección. No es posible ir más allá de lo que elprecepto de la caridad promueve.

Sobre la primacía de la caridad, en orden a la plena santidad y perfección cristiana, da Santo Tomás tres aclaraciones muy iluminadoras.

–1. Primacía del afecto. Al hablar aquí del afecto no nos referimos al plano sentimental y sensible, sino a la ac­titud personal y volitiva más verdadera. Santo Tomás ve en ese afecto personal la verdad más profunda de la persona: su amor, «el hábito perfecto de la caridad» (De perfec. 23). Pues bien, «cuando el espíritu de alguien, quienquiera que sea, está afectado interior­mente de tal manera que por Dios se des­precia a sí mismo y todas sus cosas… ese hombre es per­fecto, ya sea religioso o secu­lar, clérigo o laico, y también el que está unido en matrimonio» (Quodlib. 3,17).

Es, pues, siempre la caridad la que da valor y mérito a todas y cada una de las vocaciones específicas, superándolas a todas y cada una, cualquiera que éstas sean. Y así dice Santo Tomás, comentando lo del joven rico, «es evidente que la perfección de la vida cristiana consiste, sobre todo, en el afecto de la caridad para con Dios» (Contra re­trah. 6). Y en este sentido, por ejemplo, Abraham, aún teniendo esposa, hijos y riquezas, tiene todo su afecto puesto en Dios, y por él está dispuesto a sacrificarlo todo, también a Isaac, su único hijo. Y por tanto es espiritualmente perfecto (De perfec. 8).

–2. Primacía de la disposición del ánimo. Santo Tomás afirma que «la perfección de la caridad consiste so­bre todo en la disposición de ánimo» (De perfec. 27). Ya vimos cómo San Agustín enseñaba esta verdad con toda claridad (177). En esa disposición del co­razón está lo fundamental. Y a la inversa: la perfección del amor al Señor es lo que da a la persona una disposición de ánimo totalmente libre: dispuesta a todo, a tener o a no-tener. Y en este sentido, «la perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que sea necesa­rio» (ib. 21).

¿Pero esto, en concreto, en cuanto a vivir realmente los consejos, compromete de verdad a algo?… Compromete a todo. Veámoslo si no, aplicando este principio a tres sectores fundamentales de la vida cristiana:

Las riquezas. «La renuncia a los propios bienes puede ser entendida de dos modos. Primero, en cuanto practicada de hecho, y así no constituye esen­cialmente la perfección, sino que es un cierto instru­mento de per­fección… En segundo lugar, puede ser considerada en cuanto a la disposición del ánimo, o sea, en cuanto a que el hombre esté dispuesto a aban­donar o a distribuir todos sus bienes, si fuere necesa­rio. Y esto pertenece directamente a la perfección» (STh II-II 184, 7 ad1m).

El matrimonio. Los casados tienen que estar dispuestos para la continencia, absoluta o temporal, si ésta viene requerida en determinadas circunstancias (ausencia del cónyuge, enfermedad, conveniencia de demorar las posibles concepciones, etc.). Esto, que ya aparece cla­ramente expuesto en San Agustín (De coniugiis adul­terinis 2,19), verifica si es una realidad que «tienen mujer como si no la tuvieran» (1Cor 7,29). Cuando es así, el matrimo­nio se hace camino de perfección. Cuando no es así, es camino de mediocridad o de perdición.

El martirio. Todo cristiano, en afecto, en espíritu, en disposición de ánimo, ha de estar preparado incon­dicionalmente para el martirio, si la Providencia divina permite que llegue el caso (STh II-II, 124,3), pues el Evangelio deja bien claro que todo cristiano –sacerdote, religioso o laico– debe estar dispuesto a perder la vida antes que sepa­rarse de Cristo (Lc 9,23-24; 14,26-27.33; Jn 12,24-25). Y al hablar del posible martirio de los laicos, por ejemplo, no es preciso que pensemos en fusilamientos o de­portaciones. Cuidar durante años un pariente pa­rapléjico; permanecer fiel al cónyuge que abandonó el hogar; vivir en un nivel económico precario, renunciando por fidelidad a la pro­pia conciencia a otro mucho más confortable, etc., son situaciones que, en una u otra forma, se dan con relativa frecuencia a lo largo de toda vida laical que tienda a la perfección. Y en este sentido martirial, en esta real y verdadera disposición del ánimo, todos los cris­tianos viven en estado de per­fección.

–3. Primacía de lo interior y personal. «Hay dos tipos de perfección. Una exte­rior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria; y a esta perfección no to­dos está obligados. Otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo. La posesión efectiva de esta per­fección no es obligatoria para todos, pero todos están obligados atender a ella» con el afecto (In ep. ad Hebr. 6, lect.1). Esta doctrina equivale a aquella que distingue la per­fección en sí misma, es decir, la caridad, y el estado de perfección, que consiste en el seguimiento de los consejos evangéli­cos.

Así se entiende, pues, que «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sola­mente imper­fecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pe­cado mortal… Mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dis­puestos [dispositio animi] a dar su vida por la sal­vación de los prójimos» (De perfec. 27). Nótese que Santo Tomás afirma que esto se da en muchos. Ya se en­tiende, pues, que la perfección cristiana está siempre vinculada a la per­fecta caridad, pero no lo está necesariamente a un cierto estado de vida.

Vemos esto, por ejemplo, en la pobreza: «el abandono de las propias riquezas no es la perfección, sino un instru­mento [medio] de perfección, porque es posible que alguien alcance la perfección [fin] sin abandonar de hecho las riquezas propias» (De perfec. 21). Y lo vemos igualmente en la virginidad: aunque en principio la virginidad es superior al matrimonio, en or­den a facilitar la perfección, «nada impide que para alguno en concreto este último sea mejor» (C. Gentiles III, 136, n.3113: cf. STh II-II 152, 4 ad2m).

La Iglesia tiene sumo aprecio por la vida religiosa, en la que los consejos evangélicos se siguen efectiva y afectivamente. Santo Tomás, que con tanta firmeza reco­noce en la perfección cristiana una primacía del afecto, de la disposición del ánimo y de la in­terioridad, deja, sin embargo, bien clara su con­vicción de que, si se quiere ser perfecto, es mejor dejarlo todo, esposa y casa, pro­piedades y ocupaciones seculares, para de este modo seguir a Cristo más fácilmente, «quitando así los obstáculos que dificultan [de hecho, no en principio] los ac­tos de la caridad».

Es ésta la doctrina de Cristo y de los Santos –Pablo, Agustín, Benito, Tomás, Juan de la Cruz–; es la fe tradicional de la Iglesia. Por eso Santo Tomás enseña que «de la posesión [efectiva] de las cosas mundanas nace el apego [afectivo] del alma a ellas». Y que como las posesiones suelen «arrastrar el afecto y distraerlo», por eso «es difícil conservar la caridad en medio de las posesiones» (STh II-II, 186,3), y por tanto, en principio, no tener es preferible a tener como si no se tuviera (1Cor 7).

Todos los cristianos, sacerdotes, religiosos y laicos, están llamados a la santidad, todos han de tender con esperanza a la perfección evangélica. Ordeno la doctrina hasta aquí recordada: –La perfección está en la caridad, que es de precepto. –Los consejos facilitan la perfección de la caridad, pues, por el camino de la renun­cia y la pobreza, quitan ciertos bienes de este mundo (familia, trabajos seculares), que siendo de suyo medios de perfección, de hecho son frecuentemente, dada la fragilidad del corazón humano, dificultades para el perfecto desarrollo de la caridad. –En todo caso, una es la perfección de estado y otra la perfección personal. Y no pocas veces son imperfectas personas que viven estado de perfección, y son perfectas personas que viven en camino imperfecto. –Todos los cristianos están llamados a la perfección: no todos están llamados a la perfección exterior, pero sí están todos llamados a la interior, que consiste en la per­fecta caridad. –No hay, pues, contradicción alguna en­tre la valoración de la vida religiosa y la estima de la vida laical. De hecho, la verdadera doctrina católica en estas cuestiones hace florecer los seminarios, los noviciados y los hogares cristianos. Y las doctrinas falsas acaban por cerrar seminarios y noviciados, y por mundanizar completamente los hogares cristianos.

Todas las vocaciones cristianas son heroicas. Tender hacia la perfecta santidad –la plena configuración a Cristo, la incondicional docilidad al Espíritu Santo, la perfección evangélica–, exige una actitud heroica tanto en los religiosos como en los laicos, aunque en modos diversos.

–La vida religiosa, según los consejos de Cristo, no puede seguirse sin el heroismo de una renuncia total (familia, posesiones, mundo) fielmente mantenida al paso de los años; pero facilita, sin duda, y asegura diariamente el ejercicio de las virtudes y el crecimiento en la santidad.

–La vida laical, en cambio, no puede tender hacia la santidad plena, dadas las condiciones tan desfavorables del mundo, sin ejercitarse frecuentemente en actos intensos de la virtud. Concretamente, cualquier acto religioso –Misa diaria, confesión frecuente, vida de austeridad y pobreza, modestia en el vestir y en las costumbres, lectura asidua de libros santos, dedicación a la oración y el apostolado–, que en la vida religiosa se cumple con relativa facilidad, exige en los laicos actos muy intensos de fe, abnegación y caridad. Ahora bien, ya sabemos que precisamente son los actos intensos de las virtudes las que les hacen crecer (STh I-II, 52,3; II-II, 24,6). Y Dios, que llama a los laicos a la vida laical, les asiste diariamente con su gracia para que el mundo de la familia y del trabajo sea de hecho para ellos como un gimnasio espiritual continuo donde cada día se ejercitan intensamente y se desarrollan los músculos espirituales (virtus, fuerza) de las virtudes cristianas. En otro lugar lo explico más ampliamente (Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2008, 3ª ed.).

Y en este sentido, caracterizar la vocación religiosa por «el radicalismo evangé­lico», según hacen hoy algunos autores, como lo hizo el padre Jean-Marie Roger Tillard, O.P., no parece conveniente y puede fácilmente ser mal entendido. Es verdad que el radicalismo evangélico ha de ser vivido por los religiosos si verdaderamente tienden a la perfección; pero también ese radicalismo evangélico ha de ser afirmado, ¡y con qué intensidad y heroísmo!, por aquellos laicos que entienden su vida cristiana en el mundo como una progresiva transfiguración en Cristo y como la continua construcción de un templo doméstico en honor de la Santísima Trinidad.

Fuentes: P. José María Iraburu(185) La Cristiandad. Santo Tomás y la perfección cristiana

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El Final de la Cristiandad: El Renacimiento

El final de la Cristiandad no es brusco, por supuesto, sino que se produce gradualmente a lo largo de siglos. Aunque las divisiones cronológicas sean inevitablemente no poco arbitrarias, puede decirse que después del milenio de Cristiandad (500-1500), y ya en los últimos siglos de la Edad Media (XIV-XV), se inicia en Europa una crisis del cristianismo, que se agudiza en el Renacimiento y más aún por causa del Protestantismo. Son éstos los pasos primeros hacia la Ilustración, la Revolución francesa y la Descristianización de las naciones de occidente, la que actualmente estamos sufriendo en fase muy avanzada.

Entre 1500 y 1700, más o menos, halla­mos una época que a sí misma se llamóEdad Moderna. En ella la fe cristiana está aún pro­fundamente viva en los pueblos, al menos en algunos, como puede verse, por ejemplo, en la evangelización de América e incluso, aunque en formas más ambiguas, en el mismo Renacimiento. Pero ya en ese tiempo no pocos de los miembros más distinguidos de la socie­dad –y de la Iglesia– inician un distan­ciamiento de la tradición precedente, la an­tigua y la medieval, orientándose con entu­siasmo hacia novedades a veces incompatibles con el Evangelio y la Tradición católica.

El Renacimiento rechaza la austeridad penitencial de la Edad Media, inicia una ruptura con la Tradición católica anterior, y favorecido por la prosperidad económica y los descu­brimientos científicos y geográficos, va a dar en una cierta mundanización y en un optimismo antropológico y vitalista.

Así lo entiende, por ejemplo, Juan Pablo II, cuando afirma que «el hombre moderno, en un gigantesco desafío, desde el Renacimiento, se ha levantado con­tra el mensaje de salvación, y ha rechazado a Dios en nombre mismo de su dignidad de hombre. El ateísmo, reservado primero a un pequeño número de personas, esa inteligentsia que se consideraba una élite, se ha convertido hoy en un fenómeno de masas que pone a las Iglesias en estado de sitio» (Evangelización y ateísmo 10-X-1980).

Una apertura al mundo cada vez más in­condicional y gozosa, sin las reservas que la humildad tradicional cristiana im­ponía a las costumbres, caracteriza al Renacimiento. Y como consecuencia de esa mundanización y antropocentrismo, se va dando

un entendimiento de la gracia al modo semipelagiano, como el que se expone en la doctrina teológica del P. Luis de Molina, S. J. (1535-1600). Según ella el hombre, por sí mismo, es quien se autodetermina al bien; a un bien que luego reali­zará, eso sí, con el auxilio de la gracia. Ir más o menos adelante por el camino de la perfección cristiana depende, pues, fundamentalmente de la voluntad humana. Querer es poder, pues la gracia de Dios, que nunca se deja ganar en generosidad, asiste las buenas intenciones del hombre.

Las grandes síntesis filosóficas y teológicas medievales, con la mundaniza­ción y el semipelagianismo, se van erosionando en el Renacimiento, y ciertos rebrotes de averroísmo y nominalismo van amalgamando los grandes errores que conducirán al ateísmo de masas de nuestros días.

Una admiración nueva hacia la antigüedad pagana greco-romana caracteriza también al Renacimiento. Sin duda alguna, la Edad Media conocía y apreciaba la antigua cultura greco-romana, y es ella la que salva sus documentos y obras principales, transmitiéndolos a la Edad Moderna. Pero, aunque la cultura medieval asume en buena parte el clasicismo de la antigüedad, lo con­sidera superado por las grandes síntesis de la Cristiandad poste­rior. El Renacimiento, en cambio, es­tima la antigüedad como una edad de oro, al mismo tiempo que devalúa la Edad Media. Y así comienza entonces a creerse y a decirse que «habría habido dos épocas luminosas, Antigüedad y Rena­cimiento –los tiempos clásicos– y, entre ellas, una edad media, un pe­ríodo interme­dio, un bloque uniforme, una serie de “siglos groseros”, de “tiempos oscuros”» (Régine Pernaud, ¿Qué es la Edad Media?, Magisterio, Madrid 1986, 2ª ed., pgs. 55-56).

La crisis del cristianismo europeo en el Renacimiento es una crisis previsible, que lejos de producirse en forma inesperada y brusca, se inicia ya al final de la Edad Media, cuando el poder ci­vil se va emancipando de la autoridad reli­giosa, la ra­zón comienza a independizarse de la fe, y la filosofía de la teología. Es toda la unidad caracte­rística del mundo medieval la que se disgrega más y más en el Renacimiento.

Efectivamente, es a partir del Renacimiento cuando se agudizan mucho las disociaciones que van a terminar rom­piendo la unidad profunda que caracteriza la Cristiandad: disocia­ciones entre razón-fe, tierra-cielo, vida presente-vida eterna, gracia-li­bertad, laicos-religiosos, rey-Papa, oración-trabajo, natural-sobrenatural, política-mo­ral, vida personal-social… La Europa renacentista, en efecto, se va divi­diendo más y más: en naciones cada vez más cerradas en sí mismas; en las lenguas vernacúlas que se desarrollan, mientras retrocede el latín, la lengua común del Occi­dente cristiano; los pen­samientos, cada vez más críti­cos y subjeti­vos, van derivando hacia escuelas filosóficas y teológicas irrecon­ciliables. Y lo que es más grave y decisivo: en el Renacimiento todo va pasando del teocen­trismomedieval al antropocentrismo de los tiempos nuevos. Éstos son, como ya he dicho, los pasos iniciales hacia el ateísmo actual de masas, que analizaremos en su día.

La falsificación de la Edad Media se inicia en el Renacimiento, con gran virulencia en la Reforma protestante, pero también en ciertos ambientes socialmente altos de la Iglesia Católica. Se va haciendo predominante un distanciamiento crítico ha­cia la Edad Media –es decir, hacia la tradición cristiana, la vida mo­nástica y religiosa, la austeridad de costumbres en los laicos, el pensamiento filosófico y teológico de la escolás­tica, la primacía del Papa y de los Obispos, la conciencia de «el pecado del mundo», la ne­cesidad de la gracia y su absoluta primacía, etc.–. Ese distanciamiento, todavía tímido, llegará a ha­cerse una abierta repulsa en la apostasía del siglo XX, cuando se afirma culturalmente un rechazo consciente y sistemático de la tradición católica. Pero ya en este período, en la Edad Mo­derna, podemos observar ese menosprecio de la tradición católica precedente, que lleva consigo ne­cesariamente una falsificación peyora­tiva del milenio medieval, que, como digo, sólo alcan­zará formas extremas en la apostasía de nuestro siglo. Trataré de indicar en unos pocos trazos los principales rasgos antimedievales del Renacimiento, señalando al mismo tiempo su condición errónea.

Descubrimiento de la Antigüedad. No es cierto que en el XV-XVI, con ocasión de los viajes comerciales, se descubrieran las obras de la Antigüedad clá­sica, pues casi todas eran ya conocidas en la Edad Media. Lo que cambia en el Renacimiento es la ac­titud ha­cia ellas, pasándose ahora a una canonización admirativa de las mismas.

«En las letras como en las artes, la Edad Media no había cesado de inspirarse en la antigüedad, pero no consi­deraba por eso sus obras como arquetipos o modelos. Fue en el siglo XVI cuando se im­puso en este te­rreno, como en todos, la ley de la imitación» (Pernaud 83). A partir del Renacimiento las obras de arte son bellas en la medida en que se aproximan a los cáno­nes clásicos greco-romanos. El arte románico y el gótico, por tanto, es un arte bárbaro que, en lo posible, debe ser sustituído por la corrección impecable del arte nuevo, es decir, del antiguo. Así se llega al neoclásico en la segunda mitad del XVIII. El arquitecto Ventura Rodríguez, por ejemplo, destruye en la catedral de Pamplona su fachada románica y la sustituye por una plenamente clásica y academicista (1783). Dios le haya perdonado.

Uniformización de todo. También a partir del Renacimiento, la variedad medie­val de los derechos regionales, que recono­cen a costumbres, fueros y usatges una im­portancia principal, cede el paso progresi­vamente a un Derecho Romano uniformiza­dor. La mujer, con eso, pierde derechos cí­vicos ante el poder monárquico del paterfa­miliæ. Las pequeñas comunidades señoria­les, formadas por lazos atados con pactos personales, van quedando devaluadas ante la política de los nuevos Estados centralizados, orientados ya hacia el ab­solutismo y la uniformidad de súbditos y regiones. La diversidad estética de los estilos ar­tísticos medievales se va unificando también bajo los rigurosos cánones clásicos del arte an­tiguo. Y la variedad de las tradiciones litúrgicas cede también ante la universalidad de la liturgia romana, que en Trento se establece como casi la única de toda la Iglesia.

Sujeción de la Iglesia al poder civil. El nombramiento de Obispos y abades por los re­yes y señores, que durante toda la Edad Media, con excepción del período carolin­gio, constituyó unabuso cuando se produjo, se convirtió en el siglo XVI en práctica ha­bitual y norma de derecho.

Si bien en for­mas pactadas con la autoridad de la Iglesia, es entonces cuando nace el Patronato de los reyes de España y Portugal, o el Concordato por el cual en Francia, durante cuatro siglos, todos los Obispos y aba­des eran nombrados por el rey, primero, o por el presidente de la república, después (1516-1904).

–Rebrotan ahora los males que la Cris­tiandad medieval disminuyó o hizo desapa­recerEl aborto y el suicidio, vistos con ho­rror por el pueblo cristiano medieval, se irán multipli­cando en uncrescendo siempre continuo, que llega hasta nuestros días. La brujería, que al final de la Edad Media comienza a ser un grave problema social perseguido, se multiplica más y más en los siglos XV hasta el XVII, cuando se inicia ya la reacción contraria. La esclavi­tud, prácticamente extinguida en la Cris­tiandad medieval, asoma de nuevo en la Eu­ropa del XV, aumenta a partir del XVI, sobre todo en América, y se multiplica espanto­samente en el XVIII y primera mitad del XIX, cuando termina.

En punto a guerras, ha de afirmarse que la belicosidad de las edades moderna y contemporánea es incomparablemente mayor que la del milenio medie­val. Aparte de la guerra llamada de los «Cien años» (1340-1453), que tuvo alcan­ces regionales, la paz en la Edad Media predomina entre los reyes cristianos. Y es que Renacimiento y Reforma rompen la unidad espiritual y social de Europa, y abren las puertas a una época en la que guerras y disputas serán casi continuas entre las naciones de la Cristiandad, antes her­manas.

Y en fin, durante los siglos modernos la intolerancia religiosa se agu­diza en términos an­tes no conocidos. Dejando muy lejos los tiempos de San Fernando III de Castilla y León, que en el siglo XIII pudo llamarse el «rey de las tres religiones» (judía, cristiana y musul­mana), es en los siglos XV y XVI, cuando se mul­tiplican por toda Europa las expulsiones de judíos y moros. Pero en los tiempos modernos y contemporáneos han de producirse aún extremos de intolerancia social y religiosa indeciblemente mayores, como los procedentes de las ideas de Locke (Ensayo sobre la tolerancia, 1667; Carta sobre la tolerancia, 1689), Rousseau, Voltaire, Marx, Lenin, Hitler, etc.

Una profesora ayudante de la doctora Régine Pernaud incurrió una vez en un lapsus tan grave como signifi­cativo, aludiendo al caso Galileo como a algo característico del oscurantismo de la Edad Media. Fue preciso recordarle que «el affaire Galileo, atribuído por ella a los siglos oscuros del medioevo, había tenido lugar en la Edad Moderna, en 1633, exactamente. Galileo [1564-1642] fue contemporáneo de Descartes [1596-1650]. El affaire Galileo sucedió cien años después del nacimiento de Montaigne (1533) y más de un siglo después de la Reforma (1520)» (Pernaud 157-158).

–Resurge el culto pagano del mundo visible. En fin, por los siglos XVI y XVII se inicia una época, ya apuntada en el otoño de la Edad Media, en que no pocos cristianos van orientándose más y más a la posesión go­zosa de este mundo visible. Todavía en ese tiempo perdura con fuerza, lo veremos en seguida, el espíritu de la tradición cristiana. Todavía ésta es la sa­via que vivifica gran parte del árbol eclesial, como puede comprobarse sobre todo en el XVI español, tanto en España como en la evangelización de His­panoamérica. Pero la paganiza­ción del cris­tianismo se inicia en el Renacimiento, sobre todo en el mundo de los altos personajes civiles y ecle­siásticos, y va logrando que la bautismal renuncia al mundo, la que abre la puerta a la vida nueva cristiana, se quede en nada. La norma que va ganando vigencia es ésta: «busquemos primero de todo los bienes de este mundo, que ya la bon­dad de Dios nos dará por añadidura la vida eterna».

La Virgen Sixtina, de Rafael Sanzio (1483-1520), cuya imagen va al comienzo de este artículo, es una de sus obras más hermosas y puede ayudarnos a conocer el Renacimiento. El cuadro, realizado al final de la vida del maestro por encargo de los monjes de la iglesia de San Sixto, en Placencia (1513-1518 ?), une la tierra (las cortinas) y el cielo (las nubes) en una composición de excepcional belleza. La Virgen María con el Niño aparece al centro en una especie de elipse vertical; a su izquierda, San Sixto; a su derecha, Santa Cecilia (o Santa Bárbara, según el Vasari). Posteriormente, el mismo Rafael acrecentó todavía la gracia del cuadro añadiendo en la base dos angelitos, entre aburridos y contemplativos.

El rostro de la Virgen es sagrado, misterioso, bellísimo. Su expresión es a un tiempo humana y sobrehumana, serena y asombrada (¿al saberse madre de un Niño divino?), majestuosa y como asustada (¿qué harán con mi Niño?). Una vez visto este rostro, ya no se olvida.

Pero quizá la inquietud de ese rostro puede significar otra cosa: «¿Cómo yo, siendo pecadora, la amante de Rafael, podré prestar mi imagen al rostro de la Santísima Virgen María?». Porque en efecto, Margarita Luti, notable por su gran belleza, llamada la Fornarina, hija de un panadero (fornaio) del Trastévere romano, fue durante años la amante de Rafael y su modelo más frecuente, sobre todo en las imágenes de la Virgen María, que son numerosas, como ésta. El maestro, un hombre sinceramente religioso, poco antes de morir, alejó a la Fornarina de su alcoba, y a los treinta y siete años, «confeso y contrito», falleció el 6 de abril de 1520, un Viernes Santo.

Belleza, pecado, cristianismo sincero, pero enfermo de mundo. La Virgen Sixtina de Rafael. La Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Puro Renacimiento.

Fuentes: P. José María Iraburu, (186) Final de la Cristiandad. El Renacimiento


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