Categories
Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Relato de la Virgen sobre su Asunción a Amparo Cuevas vidente de El Escorial

El 15 de agosto de 1986 la Virgen María relata a Amparo Cuevas, la vidente de El Escorial (España) como fue su asunción al los cielos. Comienza relatando algo de su vida para luego contar su tránsito a los cielos: la llamada a los apóstoles, los preparativos de éstos, su pedido para que su cuerpo no sea tocado por nadie, y la visión de la venida de el Señor a buscarla, el recibimiento de Dios Padre en los cielos y del Espíritu Santo…

Hija mía, quiero que participes hoy de alguna parte del tránsito de mi vida terrestre a la del Cielo, hija mía. Primero mi alma y todo mi cuerpo.Cuando acariciaba sus cabellos rubios como el oro, hija mía, entre mis dedos tocaba las espinas que un día iban a punzar su cabeza. Esa cabecita tan pequeña sería bañada en sangre por los pecados de los hombres.Mi Corazón sufrió mucho tiempo, hija mía, porque vio, desde Niño, la amargura que iba a pasar mi Hijo.Veía sus grandes ojos y ese rostro tan divino, lleno de hermosura, cómo iba a quedar desfigurado por la maldad de los hombres, hija mía. Todo esto lo sufrió mi Corazón.

Cuando Dios mi Creador mandó a un cortesano para comunicarme que iba a ser Madre del Verbo Humanado, mis entrañas se estremecieron de gozo en ese mismo instante.

Luego, hija mía, cuando nació el Verbo y lo tuve en mis brazos, también sentí un gran gozo; esta criatura no era digna de ser Madre de Dios mi Creador, pero mi cuerpo se estremeció de una gran alegría. Pero luego, el dolor atravesó mi Corazón de parte a parte por una espada.

Cuando el Niño iba creciendo y acariciaba sus manitas, veía sus clavos en ellas y sus manos manchadas de sangre; esa Víctima inocente…

Cuando le veía que venía con sus bracitos abiertos a abrazar a su Madre, veía sobre ellos la Cruz que atravesaría sus manos de parte a parte. Cuando acariciaba sus pies, veía los clavos atravesados de un lado a otro.

Luego, cuando iba creciendo, veía su rostro tan bello -esa belleza no era de este mundo-…

Luego, cuando mi Hijo iba creciendo, le acompañaba en sus predicaciones y mi Corazón rebosaba de gozo, hija mía. Pero esa espada seguía clavada dentro de mi Corazón.

Y el dolor más grande fue cuando me quedé en este destierro tanto tiempo sola, en silencio, para reparar los pecados que los hombres cometerían a la Iglesia de mi Hijo; y quedé aquí para dar testimonio de esa Iglesia; porque mi Hijo la hizo santa, pero los hombres la han “desartificiado” . ¡Con la santidad que tenía!…

Luego, cuando llegó mi hora, después de mucho tiempo de dolor y de silencio, recogimiento y de reparación de los pecados de las almas, sentí este gran gozo de ser mi alma transportada al Cielo. Dios, mi Creador, me hizo ver este momento feliz que vas a ver, hija mía.

LUZ AMPARO: Veo a la Virgen orando en una cosa cuadrada de madera, de rodillas; está orando por los pecados de la Humanidad. Dice que su hora se acerca, que sólo faltan tres días.

Llama a los ángeles que la acompañan y les dice: “Id a Roma y avisad a Pedro. Que también venga Pablo y vengan todos los Apóstoles. Comunícales que su Madre y Reina va a dejar este mundo. Ha llegado la hora”…

Dice: “Gracias, Dios, mi Creador, que me vas a hacer participar de tu gloria”.

¡Ay, cuántos llegan! ¡Ay!, Pedro, Pablo, Juan también, Santiago -¿Es él?-, Andrés, él es. Ése, ¿Cuál es? Manuel, otro… ¡Ay, cuántos llegan! ¿Quién son todos ésos? ¡Ah!, son discípulos.

Los llama Pedro. ¿Qué va a hacer? Y les dice a todos… -¡Huy, cuántos!-:

“Sentaos, hermanos míos; tengo que daros una dura noticia; muchos no lo sabéis. Me ha comunicado un cortesano que María, nuestra Madre, nos va a dejar. Siento un gran dolor dentro de mi corazón. Siempre nos ha protegido y nos ha guiado. Ha sido nuestra Madre y nuestra Reina y nuestro refugio aquí, en la Tierra”.

Está llorando; todos lloran… “No sé si podré seguir dándoos la noticia, hermanos míos; la garganta se me hace…”.

¡Ay, pobrecito, cómo llora! “¡Ah! Se me despedaza el corazón. Se nos va, ¡Ay! Pero tenemos que ser fuertes. ¡Ay!, tú, Juan, vete y dedica todo tu tiempo a estar con Ella y prepara todo para su tránsito”.

¡Cómo lloran, pobrecitos! ¡Ay! Miran al Cielo y dicen: “Dios celestial…”.

¡Ay, los deja solos! ¡Ayyy! Pedro dice:

“Siempre estaremos con Ella. Esta amargura que siente nuestro corazón -¡Ay!-, un día se convertirá en felicidad estando cerca de Ella. Tenéis que ser fuertes. Ya no tenemos una Madre que nos proteja y nos guíe y nos aconseje; pero hay que seguir; y todos daremos la vida por Jesús. ¡Seremos fuertes!”.

Se van; bendice a todos; se van llorando todos. Llegan ahí, a donde están esas mujeres de ahí…

¡Ay! ¿Dónde estás, pobrecita? (Se refiere a la Virgen). ¿Ya estás preparada?… ¡Ay! Está ahí acostada en esa…, eso es un tarimón de ésos, igual que lo que había allí, en mi pueblo. El tarimón ese… ¡Ay! Está acostada ahí. Pero, ¡Qué guapa estás!

¡Ay! Llegan todos y se ponen ahí, a su alrededor. Inclinan la cabeza (Luz Amparo, de rodillas, imita ese gesto e inclina la cabeza hasta el suelo).

¡Ay!, la saludan. Ella se levanta. Pedro no quiere. “No os mováis, Señora”, le dice.

¡Huy! ¿Qué va a hacer? ¡Pobrecita, si ya no puede!… No tiene fuerza. ¡Ay!, se pone de rodillas.

Le dice a Pedro: “Pedro, quiero seguir dando testimonio de la Iglesia hasta mi último momento aquí, en la Tierra. Os repito, como os decía mi Hijo: seguid predicando y amaos unos a otros”.

¡Ay, pobrecitos todos!

(Prosigue la Virgen). “Quiero que uno por uno me deis vuestra bendición. He hecho en todo la voluntad de Dios para dar testimonio de la Iglesia. He orado, he reparado los pecados de los hombres.

Pero, si algo hice mal, o algo malo hice con vosotros, os pido perdón; dadme vuestra bendición. Tú, Pedro, tienes que ser fuerte. Sufrirás mucho. Tú Pablo, también. Juan también; Andrés y Santiago y todos vosotros. Yo he sido una buena Madre para todos; pero perdonad si alguna falta he cometido contra vosotros”.

(Continúa Luz Amparo emocionada pintando la escena). Le da Pedro la bendición. ¡Ay, pobrecito! ¡Ay, los otros también! Uno por uno, todos, todos… ¡Ay, ay, pobrecita! Pero si Ella no necesita tantas cosas…

“Os pido que se cumpla, Pedro, mi última voluntad, la que pedí a mi Hijo: que mi cuerpo no sea tocado por nadie.

Sé que has mandado a Juan para que las doncellas entren y perfumen todo mi cuerpo; pero mi última voluntad es que mi cuerpo no sea tocado por nadie.

Toda mi vida, nadie ha visto mi cuerpo. Sólo mi rostro, para ser conocida, he dejado al descubierto.

También te pido, Pedro: tengo dos túnicas de gran valor regaladas por mi prima Isabel. Ruego las repartas a estas doncellas que tan bien y tan humildemente han vivido conmigo durante toda su vida. También os digo: perseverad en la caridad y perseverad en la humildad”.

Todos lloran. Agachan las cabezas y la saludan. ¡Ay, pobrecita! Se pone Ella sobre la tarima. Todos agachan el rostro al suelo.

Pedro dice: “Adiós, Reina y Señora de todo lo creado. Madre nuestra, ruega ante Dios celestial que nos dé fuerzas para poder amar hasta el fin de nuestra vida al Divino Redentor, a Dios nuestro Creador y a Vos, Madre bendita. Que seamos fieles vasallos en la Tierra hasta los siglos de los siglos”.

¡Oy!, ¿Qué tiene en el pecho? La Virgen tiene en el pecho una gran luz, como un sagrario, ahí… ¡Oy, eso es!… ¡Ay!, ¿Qué es eso?

“En la hora de mi muerte doy testimonio de la Eucaristía. En este sagrario he conservado a mi Hijo durante toda mi vida. He reparado las ofensas que han hecho los seres humanos y los sacrilegios que han cometido con este divino Cuerpo”.

¡Oy, está ahí en el centro! ¡Ay, viene a por Ti! ¡Sale de ahí el Señor! ¡Ay, ay, ay, qué cosas!… ¡Ay, y sale de ahí! ¡Ay!

“He llevado conmigo, durante toda mi vida, este tabernáculo sagrado”.

¡Ay, ay! ¡Huy, qué luz tiene! ¡Huy, qué guapa estás! ¡Ay, ahí estás Tú también! ¡Oy!, viene a transportar a su Madre, ¿También? ¿Quién viene también ahí? ¿Todos? ¡Ay, ésa es la madre de la Virgen!, ¿También? Y su padre. ¡Huy!, todos los que nac… ¡Huy!, los que se murieron antes. Están todos ahí juntos. ¡Huyyy! Todos van a acompañarla, ¡Todos!

Ya se ha dormido. ¡Oy, pobrecita! ¡Ay, ay, no la toquéis, porque no quiere! (Luz Amparo -según comentario posterior- intenta desdoblar un pliegue del manto de la Virgen y nota que la ropa está rígida. En las imágenes se ve claro el ademán de Amparo, la cual expresa su extrañeza). ¡Ay! Pero, ¿Cómo tiene esto así? ¡Está pegado! ¡Uh!…; ¡ay!, el traje está pegado a la tabla, ¡Ay!, porque nadie podrá tocar su cuerpo. ¡Huy!… ¡Ay, el Señor, pobrecito, va con Ella también! Pues, si te has muerto antes, ¿Cómo estás… todos ahí? ¡Puf, huyyy, cuántos ángeles, cuántos, cuántos!

¡Buuuy! ¿A dónde la vais a llevar ahora? ¡Ay, qué luz! Y ¡cómo cantan todos! Todos cantan. Le hacen una reverencia con la cabeza hasta el suelo. Ya se la van a llevar. ¡Huy, pobrecitos! ¡Pobrecita! ¿Dónde la lleváis? ¡Mira, qué día también, el Viernes Santo!…

¿También se muere Ella? O ¿Se duerme?… Y ¡qué calor! Hace el mismo calor que cuando te -¡uh!-…, te estabas en la Cruz Tú. ¡Ay, Señor, qué grande eres! ¿Dónde la vais a llevar?

“La llevaré con todos mis cortesanos, todos los profetas, todos los mártires, todos los santos, Adán y Eva…, al Valle de Josafat”.

¡Huy…, ay! ¡Ay!, don…, ¿Otra vez la…? Pues, si es igual que lo Tuyo la piedra esa. ¿Van a meter ahí? ¡Uuuh!

“Por ser Madre de Dios, resucitará igual que yo, al tercer día. Su alma será llevada al Paraíso y su cuerpo permanecerá tres días en este mismo lugar”.

¡Huy…, bueno! Huy, una se queda y otra se va. ¡Es el alma! ¡Huy, cómo es!…

¡Ay, qué luz!… ¡Ay, sale una luz de ahí! ¡Ay!, ¿Dónde la lleváis ya?

Pues está ahí, está ahí. ¡Ay!, ése es el espíritu, y ése es el cuerpo.

¡Bueno, qué lío! ¡Ay!, ¿Dónde va a entrar? ¡Qué voz se oye! Una voz -¡Qué fuerte!- la llama:

“Sube, hija mía, amada mía, entra en el trono que hay preparado para Ti. Nadie ha pisado en este lugar. Sólo tu planta virginal es la que pisará”.

¡Uf! ¡Hala, todos!… ¡Qué luces! Ahora la misma que ha subido baja, ¡huy…, se mete ahí dentro del sepulcro! ¡Huy, cómo se mueve ese otro cuerpo! ¡Huyyy, qué cosas…, qué luz…, huy, qué luz! ¡Ay, se la llevan ya!… ¡Ay, cómo sube con todos los ángeles!

Se vuelve a oír la voz:

“Sube, María, hija mía. Ya has dejado ese destierro de dolor y te sentarás en el trono como Emperatriz de Cielo y Tierra”.

Ahora se oye otra voz, que es la del Verbo:

“Madre mía, ¡Sube, sube!, que estamos esperando en el trono que tenemos preparado para Ti. Gracias, Madre, por haberme alimentado y criado con tu leche virginal.
Serás casi igual a mí. Todos los títulos serán concedidos por las tres Divinas Personas; por el Padre, por el Hijo, que soy el Verbo”.

Y el Espíritu Santo le dice:

“Ven, Esposa mía, amada mía, paloma mía, ven, que serás coronada y tendrás gran poder sobre el mundo y para salvar a la Humanidad. Tu planta virginal aplastará al enemigo, y serás Reina de Cielo y Tierra”.

¡Ay, ay, le ponen esa corona!… ¡Ay, qué guapa estás!

“Pero nadie pisará este lugar; ni aun los serafines ni los querubines. Está preparado sólo para Ti”.

¡Ay, ay, qué grande es eso! ¡Ay, ay! ¡Ayyy!… Vuelven a reverenciar los ángeles todos. ¡Ay, ay!…

(Tras larga pausa interviene un ángel):

“Reina y Señora, aquí estamos postrados a tus plantas virginales. Somos vasallos tuyos; ordénanos, que haremos cuanto nos ordenes” (Luz Amparo expresa admiración).

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:

 

Categories
Foros de la Virgen María María de Jesús de Agreda MENSAJES Y VISIONES

Visión de la Asunción de Nuestra Señora por Sor María de Jesús de Agreda

De la «Mística Ciudad de Dios». 3ra. parte, lib. VIII, cap. 21.
¿Quién es ésta, que va subiendo cual aurora naciente bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla? (Cant. 6, 9.)

El día tercero que el alma santísima de María gozaba de esta gloria para nunca dejarla, manifestó el Señor a los santos su voluntad divina de que volviese al mundo y resucitase su sagrado cuerpo uniéndose con él, para que en cuerpo y alma fuese otra, vez levantada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar a la general resurrección de los muertos.

La conveniencia de este favor y la consecuencia que tenía con los demás que recibió la Reina del cielo y con su sobreexcelente dignidad, no la podían ignorar los santos, pues a los mortales es tan creíble que, aún cuando la santa Iglesia no la aprobara, juzgáramos por impío y estulto al que pretendiera negarla.

Pero conociéronla los bienaventurados con mayor claridad, y la determinación del tiempo y hora, cuado en sí mismo les manifestó su eterno decreto y cuando fue tiempo de hacer esta maravilla, descendió del cielo el mismo Cristo nuestro Salvador, llevando a su diestra el alma de su beatísima Madre, con muchas legiones de ángeles y los padres y profetas antiguos.

Y llegaron al sepulcro en el valle de Josafat y estando todos a la vista del virginal templo habló el Señor con los santos y dijo estas palabras: «Mi Madre fue concebida sin mácula de pecado, para que de su virginal sustancia purísima y sin mácula me vistiese de la humanidad en que vine al mundo y le redimí del pecado. Mi carne es carne suya, y ella cooperó conmigo en las obras de la redención, y así debo resucitarla como yo resucité de los muertos, y que esto sea al mismo tiempo y a la misma hora, porque en todo quiero hacer a mi semejante».

Todos los antiguos santos de la naturaleza humana agradecieron este beneficio con nuevos cánticos de alabanza y gloria del Señor. y los que especialmente se señalaron fueron nuestros primeros padres Adán y Eva, y después de ellos Santa Ana, San Joaquín y San José, como quien tenía particulares títulos y razones para engrandecer al Señor en aquella maravilla de su omnipotencia.

Luego la purísima alma de la Reina con el imperio de Cristo su Hijo santísimo entró en el virginal cuerpo y le informó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa y comunicándole los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza, como correspondientes a la gloria del alma, de donde se derivan a los cuerpos.

Con estos dotes salió María santísima en alma y cuerpo del sepulcro, sin remover ni levantar la piedra con que estaba cerrado y porque es imposible manifestar su hermosura, belleza y refulgencia de tanta gloria no me detengo en esto. Bástame decir que, como la divina Madre dio a su Hijo santísimo la forma de hombre en su tálamo virginal y se la dio pura, limpia, sin mácula e impecable para redimir al mundo, así también en retorno de esta dádiva la dio el mismo Señor en esta resurrección y nueva generación otra gloria y hermosura semejante a Sí mismo.

Luego desde el sepulcro se ordenó una solemnísima procesión con celestial música por la región del aire, por donde se fue alejando para el cielo empíreo. Y sucedió esto a la misma hora que resucitó Cristo nuestro Salvador, domingo inmediato después de media noche; y así no pudieron percibir esta señal por entonces todos los apóstoles fuera de algunos que asistían y velaban al sagrado sepulcro.

Entraron en el cielo los santos y ángeles con el orden que llevaban, y en el último lugar iban Cristo nuestro Salvador y «a su diestra la Reina vestida de oro de variedad, como dice David, y tan hermosa que pudo ser admiración de los cortesanos del cielo. Convirtiéronse todos a mirarla y bendecirla con nuevos júbilos y cánticos de alabanza.

Allí se oyeron aquellos elogios misteriosos que dejó escritos Salomón: «Salid, hijas de Sión, a ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del Altísimo. ¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de todos los perfumes aromáticos? ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más hermosa que la luna, electa como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados? ¿Quién es ésta que asciende del desierto asegurada en su dilecto y derramando delicias con abundancia? ¿Quién es ésta en quien la misma divinidad halló tanto agrado y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al trono de su inaccesible luz y majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en los cielos!, ¡oh novedad digna de la sabiduría infinita!, ¡oh prodigio de esa omnipotencia que así la magnificas y engrandeces!».

Con estas glorias llegó Maria santísima en cuerpo y alma al trono real de la beatísima Trinidad, y las tres divinas Personas la recibieron en él con un abrazo indisoluble.

El eterno Padre le dijo: Asciende más alta que todas las criaturas, electa mía, hija mía y paloma mía.

Allí quedó absorta María santísima entre las divinas Personas y como anegada en aquel piélago interminable y en el abismo de la divinidad; los santos llenos de admiración, de nuevo gozo accidental.

El Verbo humanado dijo: Madre mía, de quien recibí el ser humano y el retorno de mis obras con tu perfecta imitación, recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido.

El Espíritu Santo dijo: Esposa amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu fidelísímo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Foros de la Virgen María Mensajes a Santa Brígida: Suecia MENSAJES Y VISIONES

Mensaje de la Virgen María sobre su Asunción a Santa Brígida

Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos, y alabanza que la Señora hace de san Jerónimo.

 

 

CAPÍTULO 45

Dícele a la Santa la Madre de Dios: ¿Qué te ha dicho ese que presume de sabio, acerca de que la carta de mi amigo san Jerónimo que habla de mi Asunción, no debe leerse en la Iglesia de Dios, porque le parece que en ella dudó el Santo acerca de mi Asunción, porque dijo que no sabía si yo había subido al cielo en cuerpo o no, ni quiénes me llevaron?

Yo, la Madre de Dios, le respondo a ese maestro, que san Jerónimo no dudó de mi Asunción; más, puesto que Dios no reveló claramente esta verdad, no quiso san Jerónimo definir de un modo explícito lo que Dios no había revelado.

Pero acuérdate, hija mía, de lo que antes te dije, que san Jerónimo era compasivo con las viudas, espejo de los verdaderos monjes, y vindicador y defensor de la verdad, y que alcanzó para ti aquella oración con que me saludaste. Mas ahora añado que san Jerónimo fué como medio manejable, por el cual hablaba el Espíritu Santo, y una llama inflamada con aquel fuego que vino sobre mí y sobre los apóstoles en el día de Pentecostés. Felices, pues, los que oyen y siguen estas sus doctrinas.
Admirable vida de la Virgen María después de la Ascensión de su divino Hijo. Háblase también de la Asunción de esta Señora en cuerpo y alma.

 

CAPÍTULO 46

Acuérdate, hija mía, dice la Virgen a la Santa, que hace varios años elogié a san Jerónimo acerca de mi Asunción; pero ahora voy a referirte esta misma Asunción.

Después de la Ascensión de mi Hijo viví yo bastantes años en el mundo, y quísolo Dios así, para que viendo mi paciencia y mis costumbres, se convirtieran al Señor muchas almas, y cobrasen fuerza los apóstoles de Dios y otros escogidos. También la natural disposición de mi cuerpo exigía que viviera yo más tiempo, para que se aumentase mi corona; pues todo el tiempo que viví después de la Ascensión de mi Hijo, visité los lugares en que él padeció y mostró sus maravillas.

Su Pasión estaba tan fija en mi corazón, que ya comiese, ya trabajase, la tenía siempre fresca en mi memoria, y hallábanse mis sentidos tan apartados de las cosas del mundo, que de continuo estaba inflamada con nuevos deseos, y alternativamente me afligía la espada de mis dolores. Mas no obstante, moderaba mis alegrías y mis penas sin omitir nada perteneciente a Dios, y vivía entre los hombres sin atender ni tomar nada de lo que generalmente gusta, sino una escasa comida.

Respecto a que mi Asunción no fué sabida de muchos ni predicada por varios, lo quiso Dios, que es mi Hijo, para que antes se fijase en los corazones de los hombres la creencia de su Ascensión, porque éstos eran difíciles y duros para creer su Ascensión, y mucho más lo hubieran sido, si desde los primeros tiempos de la fe se les hubiese predicado mi Asunción.

Asunción de la Virgen María, con notable revelación sobre el fin del mundo.

 

CAPÍTULO 47

Dice la Virgen a la Santa: Como cierto día, transcurridos algunos años después de la Ascensión de mi Hijo, estuviese yo muy ansiosa con el deseo de ir a estar con Él, vi un ángel resplandeciente como antes había visto otros, el cual me dijo: Tu Hijo, que es nuestro Dios y Señor, me envía a anunciarte que ya es tiempo de que vayas a él corporalmente, para recibir la corona que te está preparada. Y yo le respondí: ¿Sabes tú acaso el día y hora en que he de salir de este mundo? Y me contestó el ángel: Vendrán los amigos de tu Hijo, quienes darán sepultura a tu cuerpo. Enseguida desapareció el ángel, y yo me preparé para mi tránsito, visitando según mi costumbre todos los lugares donde mi Hijo había padecido.

Hallábase un día suspenso mi ánimo en la admiración del amor de Dios, y en aquella contemplación llenóse mi alma de tanto júbilo, que apenas podía caber en sí, y con semejante consideración salió de mi cuerpo. Pero qué cosas y cuán magníficas vió entonces mi alma, y con cuánta gloria la honraron el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y por cuánta muchedumbre de ángeles fué elevada al cielo, ni tú podrías comprenderlo, ni yo te lo quiero decir, antes que se separen tu alma y tu cuerpo, aun cuando algo de todo esto te manifesté en aquella oración cotidiana que te inspiró mi Hijo.

Los que conmigo estaban en la casa en el momento de yo expirar, conocieron bien por el desacostumbrado esplendor, que notaron, que alguna cosa de Dios pasaba entonces conmigo. Vinieron los amigos de mi Hijo enviados por disposición divina, y enterraron mi cuerpo en el valle de Josafat, y los acompañaron infinitos ángeles como los átomos del sol; pero los espíritus malignos no se atrevieron a acercarse. A los pocos días de estar mi cuerpo sepultado en la tierra, subió al cielo con muchedumbre de ángeles. Y este intervalo de tiempo no es sin grandísimo misterio, porque en la hora séptima será la resurrección de los cuerpos, y en la hora octava se completará la bienaventuranza de las almas y de los cuerpos.

La primera hora fué desde el principio del mundo hasta el tiempo en que se dió la ley a Moisés; la segunda desde Moisés hasta la Encarnación de mi Hijo; la tercera, cuando mi Hijo instituyó el bautismo y mitigó la austeridad de la ley; la cuarta, cuando predicaba de palabra y lo confirmaba con su ejemplo; la quinta, cuando mi Hijo quiso padecer y morir, y cuando resucitó de la muerte, y probaba su resurrección con positivos argumentos; la sexta, cuando subió al cielo y envió su Espíritu Santo; la séptima, cuando vendrá a juzgar y todos resucitarán con sus cuerpos para el juicio; la octava cuando se cumplirán todas las cosas que fueron prometidas y profetizadas, y entonces será la bienaventuranza perfecta; entonces se verá Dios en su gloria, y los santos resplandecerán como el sol, y ya no habrá más dolor alguno.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

La casa en Éfeso y la Asunción de María, visiones de Ana Catalina Emmerich

LA CASA DONDE MARÍA VIVÓ SUS ÚLTIMOS AÑOS EN EFESO

En base a esta visión es que se descubrió la Casa de María en Éfeso, Ver…

María no moraba en Éfeso, sino en las cercanías, donde se habían establecido ya varias mujeres. Su casa estaba situada a tres leguas y media de ahí, en la montaña que se veía a la izquierda viniendo de Jerusalén, y que descendía en pendiente hacia la ciudad. Cuando se viene del Sur-Este, Éfeso parece reunida al pié de la montaña; pero a medida que se avanza, se la ve desplegarse todo alrededor. Ante Éfeso se ven hileras de arboles bajo los cuales frutos amarillos se encuentran por el suelo. Un poco hacia el mediodía estrechos senderos conducen sobre la montaña, cubierta de un verdor agreste. La cumbre presenta una planicie ondulada y fértil de una media legua de contorno: es ahí donde se estableció la Santa Virgen. Es un lugar muy solitario, con muchas colinas agradables y fértiles, y algunas grutas excavadas en la roca, en medio de pequeños lugares arenosos. El país es agreste, sin ser estéril; hay por aquí y por allí muchos árboles en forma piramidal, cuyo tronco es liso y cuyas ramas dan una amplia sombra.

Antes de conducir a la santa Virgen a Éfeso, Juan había hecho construir para ella una casa en ese lugar, donde ya muchas santas mujeres y varias familias cristianas se habían establecido, antes incluso de que la gran persecución estallara. Permanecían en tiendas o en grutas, hechas habitables con la ayuda de algunos entablados. Como se habían utilizado las grutas y otros emplazamientos tal y como la naturaleza los ofrecía, sus habitáculos estaban aislados, y a menudo alejadas un cuarto de legua unas de otras; esta especie de colonia presentaba el aspecto de una villa cuyas casas estuvieran dispersas a grandes intervalos. Tras la casa de María, la única que era de piedra, la montaña no ofrecía hasta la cumbre, más que una masa de rocas desde donde se veía, más allá de las copas de los arboles, la villa de Éfeso y el mar con sus numerosas islas (…). El lugar estaba más cercano al mar que Éfeso mismo, que estaba a una cierta distancia. El entorno era solitario y poco frecuentado. Había en las cercanías un castillo donde residía un personaje que era, si no me equivoco, un rey desposeído. San Juan lo visitaba a menudo, y él le convirtió. Este lugar fue más tarde un obispado. Entre esta residencia de la Virgen y Éfeso, serpenteaba un río que hacía innumerables meandros.

La casa de María era cuadrada; la parte posterior se terminaba en redondo o en ángulo; las ventanas estaban hechas a una gran altura; el tejado era plano. Estaba separada en dos partes por el hogar que se situaba en medio. Se encendía el fuego frente a la puerta, en la excavación de un muro, terminado por los dos lados por una especie de escalones que se elevaban hasta el tejado de la casa. En el centro de este muro, corría, a partir del hogar hasta arriba, una excavación semejante a un medio cañón de chimenea, donde el humo subía y se escapaba después por una apertura practicada en el tejado. Encima de esta apertura, vi y tubo de cobre oblicuo que sobrepasaba el tejado.

Esta parte anterior de la casa estaba separada de la parte que estaba tras el hogar por cortinas ligeras en encañado. En esta parte, cuyos muros estaban bastante groseramente construidos y un poco ennegrecidos por el humo, vi a los dos lados pequeñas celdas formadas por tabiques hechos de ramas entrelazadas (cuando se quería hacer una gran habitación, se deshacían estos tabiques que eran poco elevados y se los ponía a un lado. Era en esas celdas en cuestión donde dormían la sierva de María y otras mujeres que le visitaban.

A derecha y a izquierda del hogar, pequeñas puertas conducían a la parte posterior de la casa, que estaba poco iluminada, terminada circularmente o en ángulo, estaba muy limpia y agradablemente dispuesta. Todos los muros estaban revestidos de madera, y el techo formaba una bóveda. Las vigas que la sostenían, unidas entre ellas por otros solivos y recubiertas de follaje, tenían una apariencia simple y decente.

La extremidad de esta pieza, separada del resto por una cortina, formaba la habitación de dormir de María. En el centro de la pared se encontraba, en un nicho, una especie de tabernáculo que se hacía girar sobre si mismo por medio de un cordón, según se quisiera abrir o cerrar. Había una cruz de la largura aproximada de un brazo, con la forma de una Y, así he visto yo siempre la cruz de Nuestro señor Jesucristo. No tenía ornamentos particulares, y a penas estaba entallada, como las cruces que vienen hoy en día de Tierra Santa. Creo que san Juan y María la habían dispuesto ellos mismos. Ella estaba hecha de diferentes especies de madera. Se me dijo que el tronco, de color blanquecino era ciprés; uno de los brazos, de color oscuro, en cedro; el otro brazo tirando a amarillo, en palmera; finalmente, la extremidad, con la tablilla, en madera de olivo amarilla y pulida. La cruz estaba plantada en un soporte de tierra o en piedra, como la cruz de Jesús en la roca del Calvario. A sus pies se encontraba un escrito en pergamino donde estaba escrito algo: eran, creo yo, palabras de Nuestro Señor. Sobre la cruz misma, estaba la imagen del Salvador, trazada simplemente con líneas de color oscuro, con el fin de que se la pudiera distinguir bien. Tuve también conocimiento de las meditaciones de María sobre las diferentes especies de madera de la cual estaba hecha esta cruz. Desgraciadamente, he olvidado estas bellas explicaciones. No se tampoco si la cruz de Cristo estaba realmente hecha de estas diversas especies de madera; o si esta cruz de María había sido hecha así para proveer un alimento a la meditación. Estaba situada entre dos vasos llenos de flores naturales.

Vi también un paño posado cerca de la cruz, y tuve la sensación de que era aquel con el que la Virgen, tras el descendimiento de la cruz, había limpiado la sangre que cubría el sagrado cuerpo del Salvador. Tuve esta impresión, porque a la vista de ese paño, este acto de santo amor maternal me fue presentado ante mis ojos. Sentí, al mismo tiempo, que era como el paño con el que los sacerdotes purifican el cáliz cuando han bebido la sangre del Redentor en el santo sacrificio; María, limpiando las heridas de su Hijo, me pareció que hacía algo semejante; y, por lo demás, en esta circunstancia ella había tomado y plegado de la misma manera el paño con el que se servía. Tuve la misma impresión viendo este paño cerca de la cruz.

A la derecha de este oratorio, estaba la celda donde reposaba la santa Virgen y, frente a esta, a la izquierda del oratorio, otro pequeño reducto donde estaban dispuestos sus vestidos y sus enseres. De una a otra de las celdas, se había extendido una cortina que ocultaba el oratorio situado entre ellas. Era ante esta cortina donde María tenía la costumbre de sentarse cuando leía o trabajaba.

La celda de la santa Virgen se apoyaba por detrás en un muro recubierto de un tapiz; los tabiques laterales eran de encañado ligero, que semejaba a una obra de marquetería. En medio del tabique anterior, que estaba cubierto de una tapicería, se encontraba una puerta liviana, con dos batientes, que se abrían hacia el interior. El techo de esta celda era también un encañado que formaba como una bóveda en el centro de la cual se hallaba suspendida un lámpara con varios brazos. La cama de María era una especie de cofre vacío, de un pie y medio de altura, de la largura y anchura de una cama ordinaria de pequeñas dimensiones. Los lados estaban cubiertos de telas que descendían hasta el suelo y que estaban bordadas con franjas y borlas. Un cojín redondo servía de almohada, y un paño marrón con cuadros de cubierta. La casita estaba al lado de un bosque y rodeada de árboles con forma piramidal. Era un lugar solitario y tranquilo. Los habitáculos de otras familias se encontraban a alguna distancia. Estaban dispersados y formaban como un pueblo.

 

LA ASUNCIÓN DE MARÍA

Después de la Muerte, Resurrección y Ascensión de Nuestro Señor, María vivió algunos años en Jerusalén, tres en Betania y nueve en Éfeso. En esta última ciudad, la Virgen habitaba sola y con una mujer más joven que la servía y que iba a buscar los escasos alimentos que necesitaban.

Vivían en el silencio y en una paz profunda. No había hombres en la casa y a veces algún discípulo que andaba de viaje, venía a visitarla. Vi entrar y salir frecuentemente a un hombre, que siempre he creído que era San Juan; mas ni en Jerusalén ni en Éfeso demoraba mucho en la vecindad; iba y venía.

La Sma. Virgen se hallaba más silenciosa y ensimismada en los últimos años de su vida; ya casi no tomaba alimento, parecía que solo su cuerpo estaba en la Tierra y que su Espíritu se hallaba en otra parte. Desde la Ascensión de Jesús todo su ser expresaba un anhelo siempre creciente y que la consumía más y más.

En cierta ocasión Juan y la Virgen se retiraron al Oratorio, ésta tiró un cordón y el Tabernáculo giró y se mostró la Cruz; después de haber orado los dos cierto tiempo de rodillas, Juan se levantó, extrajo de su pecho una caja de metal, la abrió por un lado, tomó un envoltorio de lana finísima sin teñir y de éste un lienzo blanco doblado y sacó el Santísimo Sacramento en forma de una partícula blanca cuadrada. Enseguida pronunció ciertas palabras en tono grave y solemne, entonces dio la Eucaristía a la Santa Virgen.

A alguna distancia detrás de la casa, en el camino que lleva a la cumbre de la montaña, la Santa Virgen había dispuesto una especie de Camino de la Cruz o Vía Crucis. Cuando habitaba en Jerusalén, jamás había cesado de andar la Vía Dolorosa y de regar con sus lágrimas los sitios donde El había sufrido. Tenía medido paso por paso todos los intervalos y su amor se alimentaba con la contemplación incesante de aquella marcha tan penosa.

Poco tiempo después de llegar a Éfeso la vi a entregarse diariamente a meditar la Pasión, siguiendo el camino que iba a la cúspide de la montaña. Al principio hacía sola esta marcha y según el número de pasos tantas veces contados por Ella, medía las distancias entre los diversos lugares en que se había verificado algún especial incidente de la Pasión del Salvador. En cada uno de los sitios, erigía una piedra o si se encontraba allí un árbol, hacía en él una señal. El camino conducía a un bosque donde un montecillo representaba el Calvario, lugar del sacrificio y una pequeña gruta el Santo Sepulcro. Cuando María hubo dividido en doce Estaciones el Camino de la Cruz, lo recorrió con su sirvienta sumida en contemplación. Separaba en cada lugar que recordaba un episodio de la Pasión, meditaba sobre él, daba gracias al Señor por su amor y la Virgen derramaba lágrimas de compasión.

Después de tres años de residencia en Éfeso, María tuvo gran deseo de volver a Jerusalén; la acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se hallaban allí reunidos. A la llegada de María y de los apóstoles en Jerusalén, los vi que antes de entrar en la ciudad, visitaron el Huerto de los Olivos, el Monte Calvario, el Santo Sepulcro y todos los Santos Lugares en torno a Jerusalén. La madre de Dios se hallaba tan enternecida y llena de compasión, que apenas podía ponerse de pié, Juan y Pedro la conducían sosteniéndola de los brazos. Pasado algún tiempo, María regresó a su morada de Éfeso en compañía de San Juan.

A pesar de su avanzada edad, la Santa Virgen no manifestaba otras señales de vejez que la expresión del ardiente deseo que la consumía y la impulsaba en cierto modo a su transfiguración. Tenía una gravedad inefable, jamás la vi reírse, únicamente sonreírse con cierto aire arrebatador. Mientras más avanzada en años, su rostro se ponía más blanco y diáfano. Estaba flaca pero sin arrugas, ni otro signo de decrepitud, había llegado a ser un puro Espíritu.

Por último llegó para la Madre de Jesús, la hora de abandonar este mundo y unirse a su Divino Hijo. En su alcoba encortinada de blanco, la vi tendida sobre una cama baja y estrecha; su cabeza reposaba sobre un cojín redondo. Se hallaba pálida y devorada por un deseo vehemente. Un largo lienzo cubría su cabeza y todo su cuerpo, y encima había un cobertor de lana obscura.

Pasado algún tiempo, vi también mucha tristeza e inquietud en casa de la Santa Virgen. La sirvienta estaba en extremo afligida, se arrodillaba con frecuencia en diversos lugares de la casa y oraba con los brazos extendidos y sus ojos inundados de lágrimas. La Santa Virgen reposaba tranquila en su camastro, parecía ya llegado el momento de su muerte. Estaba envuelta en un vestido de noche y su velo se hallaba recogido en cuadro sobre su frente, solo lo bajaba sobre su rostro cuando hablaba con los hombres. Nada le vi tomar en los últimos días, sino de tiempo en tiempo una cucharada de un jugo que la sirvienta exprimía de ciertas frutas amarillas dispuestas en racimos.

Cuando la Virgen conoció que se acercaba la hora, quiso conforme a la Voluntad de Dios, bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse de ellos. Su dormitorio estaba descubierto y Ella se sentó en la cama, su rostro se mostraba blanco, resplandeciente y como enteramente iluminado. Todos los amigos asistentes se hallaban en la parte anterior de la sala. Primero entraron los Apóstoles, se aproximaron uno en pos del otro al dormitorio de María y se arrodillaron junto a su cama. Ella bendijo a cada uno de ellos, cruzando las manos sobre sus cabezas y tocándoles ligeramente las frentes. A todos habló e hizo cuanto Jesús le hubo ordenado. Ella habló a Juan de las disposiciones que debería de tomar para su sepultura, y le encargó que diese sus vestidos a su sirvienta y a otra mujer pobre que solía venir a servirla. Tras de los Apóstoles, se acercaron los discípulos al lecho de María y recibieron de ésta su bendición, lo mismo hicieron las mujeres. Vi que una de ellas se inclinó sobre María y que la Virgen la abrazó.

Los Apóstoles habían formado un altar en el Oratorio que estaba cerca del lecho de Santa Virgen. La sirvienta había traído una mesa cubierta de blanco y de rojo, sobre la cual brillaban lámparas y cirios encendidos. María, pálida y silenciosa, miraba fijamente el cielo, a nadie hablaba y parecía arrobada en éxtasis. Estaba iluminada por el deseo, yo también me sentí impelida de aquel anhelo que la sacaba de sí. ¡Ah! Mi corazón quería volar a Dios juntamente con el de Ella. Pedro se acercó a Ella y le administró la Extremaunción, poco más o menos como se hace en el presente, enseguida le presentó el Santísimo Sacramento. La Madre de Dios se enderezó para recibirlo y después cayó sobre su almohada. Los Apóstoles oraron por algún tiempo, María se volvió a enderezar y recibió la sangre del Cáliz que le presentó Juan. En el momento en que la Virgen recibió la Sagrada Eucaristía, vi que una luz resplandeciente entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis profundo. El rostro de María estaba fresco y risueño como en su edad florida. Sus ojos llenos de alegría miraban al Cielo.

Entonces vi un cuadro conmovedor; el techo de la alcoba de María había desaparecido y a través del cielo abierto, vi la Jerusalén Celestial. De allí bajaban dos nubes brillantes en la que se veían innumerables ángeles, entre los cuales llegaban hasta la Sma. Virgen una vía luminosa. La Santa Virgen extendió los brazos hacia ella con un deseo inmenso, y su cuerpo elevado en el aire, se mecía sobre la cama de manera que se divisaba espacio entre el cuerpo y el lecho. Desde María vi algo como una montaña esplendorosa elevarse hasta la Jerusalén Celestial; creo que era su Alma porque vi más claro entonces una figura brillante infinitamente pura que salía de su cuerpo y se elevaba por la Vía Luminosa que iba hasta el Cielo. Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes, se reunieron más abajo de su Alma y la separaron de su cuerpo, el cual en el momento de la separación, cayó sobre la cama con los brazos cruzados sobre el pecho.

Mis abiertos ojos que seguían el Alma purísima e inmaculada de María, la vieron entrar en la Jerusalén Celestial y llegar al Trono de la Santísima Trinidad. Vi un gran número de almas entre las cuales reconocí a los Santos Joaquín y Ana, José, Isabel, Zacarías y Juan Bautista venir al encuentro de María con un júbilo respetuoso. Ella tomó su vuelo a través de ellos hasta el Trono de Dios y de su Hijo, quien haciendo brillar sobre todo lo demás la Luz que salía de sus llagas, la recibió con un Amor todo Divino, la presentó como un cetro y le mostró la Tierra bajo sus pies como si confiriese sobre Ella algún Poder Celestial. Así la vi entrar en la Gloria y olvidé todo lo que pasaba en torno de María sobre la Tierra.

Después de ésta visión, cuando miré otra vez a la Tierra, vi resplandeciente el cuerpo de la Sma. Virgen. Reposaba sobre el lecho, con el rostro luminoso, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su pecho. Los Apóstoles, discípulos y santas mujeres, estaban arrodillados y oraban en derredor del cuerpo. Después vi que las santas mujeres extendieron un lienzo sobre el Santo Cuerpo y los Apóstoles con los discípulos se retiraron en la parte anterior de la casa. Las mujeres se cubrieron con sus vestidos y sus velos, se sentaron en el suelo y ya arrodilladas o sentadas, cantaban fúnebres lamentaciones. Los Apóstoles y los discípulos se taparon la cabeza con la banda de tela que llevaban alrededor del cuello y celebraron un oficio funerario; dos de ellos oraban siempre alternativamente a la cabeza y a los pies del Santo Cuerpo.

Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con todos sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la canasta. Entonces dos de ellas pusieron un gran paño extendido sobre el cuerpo y otras dos la desnudaron bajo el lienzo, dejándole solo su larga túnica de lana. Cortaron también los bellos bucles de los cabellos de la Santa Virgen y los conservaron como recuerdo. Enseguida el santo Cuerpo fue revestido de un nuevo ropaje abierto y después por medio de lienzos puestos debajo, fue depositado respetuosamente sobre una mesa y sobre la cual se habían colocado ya los paños mortuorios y las bandas que se debían de usar. Envolvieron entonces el Santo Cuerpo con los lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo apretaron fuertemente con las fajas. La cabeza, las manos y los pies, no fueron envueltos de esa manera; enseguida depositaron el Cuerpo Santo en el ataúd y lo colocaron sobre el pecho una Corona de flores blancas, encarnadas y celestes como emblema de su Virginidad.

Entonces los Apóstoles, los discípulos y todos los asistentes, entraron para ver otra vez antes de ser cubierto el Santo Rostro que les era tan amado. Se arrodillaron y lloraron alrededor del Santo Cuerpo, todos tocaron las manos atadas de Nuestra Madre María como para despedirse y se retiraron. Las mujeres le dieron también los últimos adioses, le cubrieron el rostro, pusieron la tapa en el ataúd y le clavaron fajas de tela gris en el centro y en las extremidades. Enseguida colocaron el ataúd en unas andas, Pedro y Juan lo condujeron en hombros fuera de la casa. Creo que se relevaban sucesivamente, porque más tarde vi que el féretro era llevado por seis Apóstoles. Llegados a la sepultura, pusieron el Santo Cuerpo en tierra y cuatro de ellos, lo llevaron a la caverna y lo depositaron en la excavación que debía de servirle de lecho sepulcral. Todos los asistentes entraron allí uno por uno, esparcieron aromas y flores en contorno, se arrodillaron orando y vertiendo lágrimas y luego se retiraron.

Por la noche muchos Apóstoles y santas mujeres, oraban y cantaban cánticos en el jardincito delante de la tumba. Entonces me fue mostrado un cuadro maravillosamente conmovedor: Vi que una muy ancha vía luminosa bajaba del cielo hacia el sepulcro y que allí se movía un resplandor formado de tres esferas llenas de ángeles y de almas bienaventuradas que rodeaban a Nuestro Señor y el Alma resplandeciente de María. La figura de Jesucristo con sus rayos que salían de sus cicatrices, ondeaban delante de la Virgen. En torno del Alma de María, vi en la esfera interior, pequeñas figuras de niños, en la segunda, había niños como de seis años y en la tercera exterior, adolescentes o jóvenes; no vi distintamente más que sus rostros; todo lo demás se me presentó como figuras luminosas resplandecientes.

Cuando ésta visión que se me hacía cada vez más y más distinta hubo llegado a la tumba, vi una vía luminosa que se extendía desde allí hasta la Jerusalén Celestial. Entonces el Alma de la Santísima Virgen que seguía a Jesús, descendió a la tumba a través de la roca y luego uniéndose a su Cuerpo que se había transfigurado, clara y brillante se elevó María acompañado de su Divino Hijo y el coro de los Espíritus Bienaventurados hacia la Celestial Jerusalén. Toda esa Luz se perdió allí, ya no vi sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa del estrellado Cielo.

Como Santo Tomás no llegó a tiempo a despedirse de la Madre y tampoco pudo asistir al Santo Entierro; él tenía en su mente y corazón, llegar a tiempo. Pero al enterarse del desenlace por medio de los demás Apóstoles, él se puso triste y lloroso y se lamentaba no haber llegado a tiempo. El, interiormente tenía el deseo vehemente de verla por última vez y así se los hizo saber a los demás. Ya habían pasado varios días de lo del entierro; todos querían volver al Sepulcro y acceder a la petición de Tomás. Tomaron una resolución y al día siguiente muy de mañana, emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra Santa Madre. Estando enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y ¡Oh! Maravilla de Maravillas, de la bóveda salía un suave aroma de perfume de Rosas frescas; todos al sentir ese perfume, se sintieron conmovidos y perplejos; se miraron unos a otros preguntándose en silencio, con la mirada y con señas en las manos: “¿Entramos?” y aún mirándose entre ellos, todos asintieron con la cabeza y traspasando la bóveda, entraron al Santo Sepulcro hacia el sitio donde depositaron el ataúd que contenía el Cuerpo Santísimo de la Virgen María y más enorme fue la emoción y sorpresa entre ellos al ver que en el sitio solo habían Rosas frescas, fragantes y olorosas y significaban que el Señor había venido a buscar a su Santísima Madre para llevarla a su Gloria Celestial y Su Cuerpo no sufra la corrupción.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Catequesis sobre María Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA

La Asunción de María en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia

Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura.

Veamos lo que nos dice el Padre Joaquín Cardoso, s.j. en su estudio sobre la Asunción: “Son muchos los Teólogos -y de gran renombre, por cierto- que han afirmado y creen haberlo probado que, implícitamente, sí se encuentra, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la revelación de este hecho … Pues, si no hay una revelación explícita en la Sagrada Escritura acerca del hecho de la Asunción de María, tampoco hay ni la más mínima afirmación o advertencia en contrario, y por consiguiente, si la razón humana, discurriendo sobre alguna otra verdad cierta y claramente revelada, deduce legítimamente este privilegio de Nuestra Señora, tendremos necesariamente que admitirlo como revelado en la misma Sagrada Escritura de modo implícito”.

Existe, por cierto, un precedente autorizado por la Iglesia, de una verdad considerada como revelada implícitamente. Se trata del misterio de la Inmaculada Concepción, el cual el Papa Pío XI declaró como dogma, a finales del siglo XIX y reconoció esta verdad como revelada implícitamente al comienzo de la Escritura, en Génesis 3, 15, cuando Dios anunció que la Mujer y su Descendencia aplastarían la cabeza de la serpiente infernal. Y esto no hubiera podido suceder si María no hubiera estado libre de pecado original, pues de no haber sido así, hubiera estado sujeta al yugo del demonio.

Esto mismo hizo el Papa Pío XII en la definición del Dogma de la Asunción. La Asunción de la Virgen María al Cielo, que ha sido aceptada como verdad desde los tiempos más remotos de la Iglesia, es un hecho también contenido, al menos implícitamente en la Sagrada Escritura.

Los Teólogos y Santos Padres y Doctores de la Iglesia han visto como citas en que queda implícita la Asunción de la VirgenMaría, las mismas en que vieron a la Inmaculada Concepción, porque en ellas se revelan los incomparables privilegios de esa hija predilecta del Padre, escogida para ser Madre de Dios. Así quedaron estrechamente unidas ambas verdades: la Inmaculada Concepción y la Asunción.
 

He aquí algunas de las citas y de los respectivos razonamientos teológicos como nos los presenta el Padre Cardoso:
“Llena de gracia” (Lc. 1, 26-29) : Dios le había concedido todas las gracias, no sólo la gracia santificante, sino todas las gracias de que era capaz una criatura predestinada para ser Madre de Dios. Gracia muy grande es el de haber sido preservada del pecado original, pero también gracia el pasar por la muerte, no como castigo del pecado que no tuvo, sino por lo ya expuesto en capítulos anteriores y, como hemos dicho también, sin sufrir la corrupción del sepulcro. Si María no hubiera tenido esta gracia, no podría haber sido llamada llena (plena) de gracia. Esta deducción queda además confirmada por Santa Isabel, quien “llena del Espíritu Santo, exclamó: “Bendita entre todas las mujeres” (Lc. 1, 41-42).

“Pondré enemistad entre tí y la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza” (Gen. 1, 15), es, por supuesto, el texto clave.
Además, Cristo vino para “aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo” (Hb. 2, 14). “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15, 55)

Todos hemos de resucitar. Pero ¿cuál será la parte de María en la victoria sobre la muerte? La mayor, la más cercana a Cristo, porque el texto del Génesis une indisolublemente al Hijo con su Madre en el triunfo contra el Demonio. Así pues, ni el pecado, por ser Inmaculada desde su Concepción, ni la conscupiscencia, por ser ésta consecuencia del pecado original que no tuvo, ni la muerte tendrán ningún poder sobre María.

La Santísima Virgen murió, sin duda, como su Divino Hijo, pero su muerte, como la de El, no fue una muerte que la llevó a la descomposición del cuerpo, sino que resucitó como su Hijo, inmediatamente, porque la muerte que corrompe es consecuencia del pecado.
“No permitirás a tu siervo conocer la corrupción” (Salmo 15). San Pablo relaciona esta incorrupción con la carne de Cristo. Y San Agustín nos dice que la carne de Cristo es la misma que la de María. Implícitamente, entonces, la carne de María, que es la misma que la del Salvador, no experimentó la corrupción.

Así el privilegio de la resurrección y consiguiente Asunción de María al Cielo se debe al haber sido predestinada para se la Madre de Dios-hecho-Hombre.

El Concilio Vaticano II, tratando ese tema en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, también relaciona el privilegio de la Inmaculada Concepción con el de la Asunción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.

Pero oigamos también a nuestro Papa Juan Pablo II tratar el punto de la Asunción de María en la Sagrada Escritura.

En su Catequesis del 2 de julio de 1997 nos decía: “El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo”.

 

LA ASUNCIÓN DE MARÍA EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

Así tituló el Osservatore Romano la Catequesis del Papa Juan Pablo II del día Miércoles 9 de julio de 1997. Y en esa fuente tan importante y tan reciente, como son las palabras del Papa en ésta y en la Catequesis de la semana inmediatamente anterior (2-julio-97) nos apoyaremos casi exclusivamente para este Capítulo.

La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido, nos recordaba el Papa Juan Pablo II.

Además, la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual al afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también reconocer y proclamar la glorificación de su cuerpo.

Nos decía el Papa Juan Pablo II que el primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados “Transitus Mariae” , cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II y III. Nos informaba el Papa que se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de la fe del pueblo de Dios.

Algunos testimonios se encuentran en San Ambrosio, San Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al Cielo, estas palabras: “Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre inseparable de tu Hijo”.

Nos decía el Papa JPII que la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Un indicio interesante de esta convicción se encuentra en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: “Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada … Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu Madre y la lleves contigo, dichosa, al Cielo”.

¿Por qué citaba el Papa un libro apócrifo? Los apócrifos no tienen autoridad divina. Pero pueden tener autoridad humana, agregando, así, un testimonio que apoya la unanimidad a favor de la Asunción.

San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo Divino en el Cielo: “Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a El. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?”

En otro texto el mismo San Germán sostiene que “era necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida”. Así integra la dimensión salvífica de la maternidad divina con la relación entre Madre e Hijo.

San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: “Era necesario que aquélla que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor … contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre”.

Nos dice el Padre Cardoso que ya en los escritos del Siglo IV los historiadores eclesiásticos se refieren a la Asunción de María como de tradición antiquísima, que a causa de su unanimidad, no puede venir sino de los mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina, pues la revelación en que se funda la religión cristiana terminó, según enseña la Iglesia, con la muerte de San Juan.

Continúa diciéndonos que del Siglo V en adelante, no encontró un solo escritor eclesiástico, ni una sola comunidad cristiana que no creyera en la Asunción de María.

En el Siglo VII el Papa Sergio I promovió procesiones a la Basílica Santa María la Mayor el día de la Asunción, como expresión de la creencia popular en esta verdad tan gozosa.

Posteriormente se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.

La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y, a partir del Siglo XIV, se generalizó.

El Papa Juan XXII en 1324 afirmaba que “la Santa Madre Iglesia pidadosamente cree y evidentemente supone que la bienaventurada Virgen fue asunta en alma y cuerpo”.

En la primera mitad de nuestro siglo, en víspera de la declaración del Dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.

Así, en Mayo de 1946, con la Encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los Obispos y, a través de ellos, a los Sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la Asunción corporal de María como Dogma de Fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas de entre 1.181 manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.

Citando ese dato, la Bula Munificentissimus Deus afirma: “El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la Asunción corporal de la Santísima Virgen María al Cielo … es una verdad revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia”.

El Concilio Vaticano II, recordando en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59). María no podía permanecer como los demás hombre en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.

Y continuando con la Tradición Eclesiástica hasta nuestros días, tenemos toda la enseñanza del Papa Juan Pablo II que recogemos en este estudio.

Como dato curioso el Padre Cardoso anota uno adicional que es sumamente revelador y que él agrega a la unanimidad en la Tradición: el hecho de que no hayan reliquias del cuerpo virginal de María. Nos dice que ni siquiera los fabricantes de falsas reliquias -que los ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia- se atrevieron jamás a fabricar una del cuerpo de María, pues sabían que, dada la creencia universal de la Asunción, no hubieran sido recibidas como auténticas en ninguna parte del mundo cristiano.

Fuentes: Bienaventurada.Com

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Testimonios sobre la Virgen María TESTIMONIOS Y MILAGROS

Últimos años de la Vida de María

-SU VIDA EN ÉFESO. -SU REGRESO A JERUSALEM. -OPINIONES Y RELATOS DE SU VIAJE A ÉFESO SEGÚN LOS HISTORIADORES. -SU MUERTE RELATADA POR LOS VARONES APOSTÓLICOS Y ESCRITORES DE NUESTROS TIEMPOS.

No resulta de una manera evidente y clara la residencia de la Virgen Santísima durante los veintitrés años que sobrevivió a la Ascensión gloriosa de su amantísimo Hijo, nuestro muy amado Señor Jesucristo. La tradición es la que nos señala esta residencia de María en Éfeso, y a ello nada hay que objetar que pueda contradecir esta opinión histórico-tradicional. Que regresó a Jerusalem, en donde murió, es un hecho comprobado, claro y evidente, reconocido, acatado y venerado, testimoniado además de los relatos sagrados por los hechos materiales del sepulcro de la Virgen, la casa en que habitó y demás accidentales que determinan el hecho en su concepto histórico y en el de la creencia religiosa fundada en las virtudes y excelencias de la Purísima Señora.

Por tanto, aceptamos la traslación de María Santísima con San Juan a Éfeso, su estancia en aquella ciudad y su vida tranquila y retirada, sin que acontecimiento alguno de aquélla trascendiera al mundo de la historia o de la tradición, y su regreso a Jerusalem cuando la edad ya avanzada de María la aproximaba, humanamente hablando, al sepulcro, avecinándose con la muerte. Como ni el Evangelio nos habla ya de María, y sólo por relación de eminentes Padres de la Iglesia y escritores católicos se relacionan los hechos y la muerte de la Pura Virgen María, a ellos, como égida segura, como faro de sagrada y mística luz, nos acogemos y a sus opiniones nos inclinamos como hijas de una fe acendrada y de un conocimiento e interpretación de los hechos superior a nuestras fuerzas y muy en armonía en nuestro sentir con aquéllos, por su fundamento y su piedad.

El P. Rivadeneyra se expresa en este punto de una manera clara, como convincente lo es su sabio razonamiento:

«También estuvo un poco de tiempo la Santísima Virgen en la ciudad de Éfeso, en la provincia de Asia, juntamente con San Juan Evangelista, como se saca del Concilio Efesino en una epístola escrita al clero de Constantinopla, derramando en todas partes su resplandores, y dando salud espiritual y vida a todos aquellos con quienes trataba.

»Habiendo pues pasado con este temor de vida muchos años, y guardándola Dios para consuelo y bien de toda la Iglesia; siendo ya de anciana edad, viendo extendida por el mundo la fe y el nombre de su Hijo, encendida de amor y derretida de deseos de verle, le suplicó afectuosamente que la librase de las miserias de esta vida y la llevase a gozar de su bienaventurada presencia. Oyó los piadosos ruegos el Hijo de la Madre, a quien siempre oye, y envióle un ángel con la alegre nueva de su muerte, la cual Ella recibió con gran júbilo de su espíritu y descubrió a su querido hijo Juan Evangelista».

Tal es la manera como el docto Padre Rivadeneyra expresa y señala su parecer respecto de los últimos años de la existencia terrenal de nuestra Santa Madre la Virgen María. Como de paso, cual hemos visto, había de el poco de tiempo que María vivió en Éfeso con San Juan Evangelista.

Sor María de Ágreda se expresa acerca de este punto con la elocuencia y hermoso estilo que le son propios, y con la claridad de inteligencia y alto sentido filosófico que se manifiesta en su hermosa obra acerca de María Santísima:

«Llegó María a la edad de sesenta y siete años sin haber interrumpido la carrera ni detenido el vuelo, ni mitigado el incendio de su amor y merecimientos, desde el primer instante de su Inmaculada Concepción; pero habiendo crecido todo esto en todos los momentos de su vida, los inefables dones, beneficios y favores del Señor, la tenían toda deificada y espiritualizada; los afectos, los ardores y deseos de su corazón no la dejaban descansar fuera del centro de su amor; las prisiones de la carne le eran violentas, y la misma tierra, indignada por los pecados de los mortales de tener en sí al tesoro de los cielos, no podía ya conservarle más sin restituirle a su verdadero dueño».

Como se ve, la virtuosa escritora nada nos dice ni apunta acerca del traslado de María desde Jerusalem a Éfeso, y ni aun nos dice que por ningún motivo saliera de la ciudad deicida, y sí que en ella residía y en ella murió como más adelante lo expresa y narra con un colorido y encanto del glorioso tránsito de María, que resulta un tan hermoso como sentido idilio en vez de una elegía. En cambio, Casabó, admite el viaje a Éfeso, que relata con riqueza de detalles, y aun algún tanto de carácter dramático.

«Interin San Juan prevenía la jornada y la embarcación para Éfeso, continuaba la Virgen como siempre en pedir con gran fervor por la defensa y aumento de la Santa Iglesia. Pasados cuatro días, que era el quinto de enero del año cuarenta, avisóla San Juan que era hora de partir, porque había embarcación y estaba dispuesto todo para el viaje. Sin réplica ni dilación se puso de rodillas la gran Maestra de la obediencia, y pidió licencia al Señor para salir del Cenáculo y de Jerusalem. En seguida se fue a despedir del dueño de la casa y de sus moradores, que estaban inconsolables por la pérdida que iban a experimentar, y así, todos querían seguirla y acompañarla. Agradecida la gran Señora, templó su dolor con la promesa de su vuelta. Previa licencia que pidió a San Juan, visitó los Lugares Santos, y en compañía del Apóstol hizo aquellas sagradas estaciones con mucha devoción, lágrimas y reverencia. Pidió después la bendición a San Juan, puesta de rodillas, para caminar como lo hacía antes con su Hijo. Muchos de los fieles de Jerusalem le ofrecieron dinero, joyas y carruajes hasta el mar y lo necesario para el viaje, pero con su prudencia, satisfizo a todos sin admitir cosa alguna. Para las jornadas hasta el mar sirvióla un jumentillo en que hizo el camino como reina de los pobres.

»Llegados al puerto, embarcáronse en un buque con otros pasajeros. Vivían en Éfeso algunos fieles, aunque pocos, procedentes de Jerusalem y Palestina, y al saber la llegada de la Virgen, acudieron a visitarla y a ofrecerla sus posadas y haciendas; pero Ella eligió para su morada la casa de unas mujeres recogidas, retiradas y no ricas, que vivían solas sin compañía de varones. En esta posada vivió mientras estuvo en Éfeso.

»En Éfeso recibió la Virgen la visita de Santiago, quien embarcado en las costas de Cataluña se dirigió a Italia, y de allí pasa cuenta a María de su predicación en España, y postrado en tierra demostróle su agradecimiento por haberle visitado personalmente en Zaragoza.

»Quedó en Éfeso la Virgen, después de despedido Santiago, atenta a todo lo que sucedía a éste y a los demás Apóstoles, sin perderlos de su vista interior, y sin cesar en las peticiones y oraciones por ellos y por todos los fieles de la Iglesia.

»Así que San Juan estuvo en Éfeso con la Virgen Santísima, comenzó a predicar en la ciudad, bautizando a los que convertía…»

Relata después, que en virtud de una carta de San Pedro pidiendo su vuelta a Jerusalem, determinó a María Santísima a tornar a la ciudad natal, y añade:

«Salió San Juan a buscar embarcación para Palestina y prevenir lo necesario para disponer con brevedad la partida. Ínterin llamó la Virgen a las mujeres que tenía en Éfeso por conocidas discípulas, para despedirse de ellas y dejarlas informadas de lo que debían hacer para conservar la fe. Eran éstas en número de setenta y tres, vírgenes muchas de ellas, especialmente nueve, que por disposición divina se libraron de la muerte cuando la ruina del templo de Diana…

»Dos años y medio permaneció la Virgen en Éfeso. Llegado el día de partir, pidió la bendición a San Juan antes de embarcarse. El viaje fue muy tempestuoso, pero la que es Estrella del Mar cuidó de llevar la nave a puerto, desembarcando a los quince días de navegación…»

Tal es la manera, como hemos dicho, sumamente poética y llena de detalles minuciosos, nos cuenta el citado historiador de Vida de María, este episodio de la vida de la Señora en su viaje y estancia en Éfeso. Narración hermosa, llena de encantos y poesía, pero que no vemos relatada con tal riqueza de color y accidentes como la cuenta y reseña el ilustre y notable historiador Sr. Casabó.

Con poético estilo que le es propio, con frase verdaderamente meridional, llena de fuego y encanto, dominando el estro artístico en toda su obra, muchas veces no del todo ajustado a la índole de tan serio asunto y siguiendo más en algunos puntos el tono de poeta que de historiador, el tantas veces citado Orsini en su conocida obra de la Vida de María, dice:

«La Santa Virgen permaneció en Jerusalem hasta tanto que la terrible persecución que estalló contra los cristianos en el año cuarenta y cuatro de Jesucristo, la obligó a salir de allí con los Apóstoles. Su hijo adoptivo la condujo entonces a Éfeso, a donde Magdalena quiso seguirla. Esos nobles corazones se habían enlazado al pie de la Cruz con cadenas de diamante que sólo la muerte pudo romper y que se han vuelto a anudar en el cielo».

Ninguna noticia nos ha quedado de la permanencia de María en Éfeso, y esta falta se explica fácilmente por las circunstancias de aquella época. Después de la resurrección del Salvador, los Apóstoles, únicamente ocupados en la propagación de la fe, pusieron en la clase de cosas secundarias todo lo que no entraba de un modo directo y notorio en un interés que absorbía lo demás…

«Que la Madre de Jesús haya seguido la suerte de los Apóstoles, es fácil concebirlo. Habiendo pasado los últimos años de su vida lejos de Jerusalem en un país extranjero, en que su permanencia no se señaló con ningún hecho notable, no ofrece otra cosa que una superficie plana que no ha dejado vestigio durable en la memoria fugitiva de los hombres; sin embargo, el estado floreciente de la Iglesia en Éfeso, y los elogios que San Pablo tributa a su piedad, indican bastantemente los cuidados saludables de la Virgen…

»Durante su permanencia en Éfeso fue cuando María perdió la fiel compañera, que a imitación de Ruth había abandonado su país y su pueblo para seguirla más allá de los mares; Magdalena murió, y María la lloró como Jesús había llorado a Lázaro.

»Llegando a Jerusalem, retiróse la Virgen a la montaña de Sión, a una corta distancia del palacio arruinado de los príncipes de su linaje, y en la casa que había sido santificada por el descenso del Espíritu Santo. San Juan la dejó para ir a participar a Santiago, primer obispo de Jerusalem, y a los fieles que componían su iglesia, ya numerosa, que la Madre de Jesús volvía entre ellos para morir».

Como se ve y vamos relacionando estos autores entre sí, Orsini es más parco en detalles que Casabó, aun cuando ambos se dejan dominar demasiado, en nuestra opinión, por elemento poético; pero éstos, con María de Ágreda, aceptan y relatan el viaje y estancia de María en Éfeso.

No obstante lo antes escrito, repetimos que la opinión en este punto de otros no menos respetables y críticos historiadores, es la de no aceptar tan sólo como tradición la estancia de la Virgen María en Éfeso, y nosotros, sin negar la autenticidad de la tradición, ni afirmarla, pues que sólo en la fe, en la creencia se funda y en nada, empero, contradice ni dificulta el concepto general evangélico acerca de María, las hemos consignado para conocimiento y para ilustración de los últimos años de la vida de la Señora, transcurridos en medio de una tan hermosa como plácida obscuridad, hija de su modestia y del modelo de virtudes, como lo era la pura Madre de Dios.

Réstanos ahora ocuparnos llenos de fe y amor en Nuestra Santa Madre, de su muerte, de su glorioso tránsito de este mundo, del que tanto deseaba salir María para gozar de la presencia de su muy amado Hijo, y relatar este último y grandioso hecho de la vida terrenal del Espejo de las Virtudes, de la Reina de los cielos, nuestra amante abogada, como Consuelo de los Afligidos y Madre de los Desamparados.

Para ello consignaremos de la misma manera el relato que de su gloriosa muerte hacen los citados historiadores, para referirla luego con nuestra pobre pluma este relato, esta narración, que en el fuego del amor a su santo Nombre, pretendemos hacer, como oración entusiasta y llena de esperanza en sus misericordias, y que elevamos a su trono para que sea acepta como acto de amor y veneración a nuestra Madre amparadora en las desgracias, y Consuelo inmenso en nuestras desgracias.

El acto grandioso del tránsito de María, es un hecho en el que la pluma, impulsada por el amor y la veneración de los que lo han descrito, ha hecho por la misma grandiosidad, tierna y amorosa del acto, que sea pintada, narrada, con un colorido de luz, un ambiente de plácida coloración que suena con la misma dulzura que la música de un arpa, como el canto de los Ángeles bendiciendo a su Reina y Señora: hecho es que no hay escritor, que al relatarlo, no se vea en su descripción movido su pecho, elevado su espíritu por ese lazo de amor y de cariño que nos une con María, la santa Madre del Cordero, la protectora y amparadora de los desterrados hijos del pecado en este mundo, que Ella llena con su mirada y su amor.

La noticia de su muerte comunicada a San Juan, dice el P. Rivadeneyra relatándola:

«Él lo dijo a los fieles que estaban en Jerusalem, y luego se derramó por los otros cristianos que estaban en toda aquella comarca, y vinieron muchos a Jerusalem y se juntaron en el monte de Sión, en la casa donde Cristo cenó con sus discípulos e instituyó aquella mesa real de su Sagrado Cuerpo para sustento de toda su Iglesia, y el Espíritu Santo había venido en lenguas de fuego. Trajeron los fieles muchas velas, ungüentos y especies aromáticas, como tenían de costumbre, y muchos himnos compuestos para cantar en su glorioso tránsito; y para mayor gozo de la Virgen y consuelo de los Apóstoles, de varias partes y provincias del mundo, en que andaban predicando, todos los que vivían entonces fueron traídos milagrosamente a su presencia; halláronse también otros varones apostólicos, Hieroteo, Timoteo y Dionisio Areopagita y otros muchos, que con grande instancia habían pedido al Señor que les hiciese dignos de ver aquel dichoso espectáculo. Cuando la Virgen purísima vio aquella santa y bienaventurada compañía, se gozó con un gozo inefable e hizo gracia a su bendito Hijo por aquel incomparable beneficio que le había hecho, y con rostro grave y sereno les dijo: que los espíritus celestiales habían mucho deseado su partida de esta tierra y que Ella también lo había suplicado a Dios, y Él se lo había otorgado, y que así presto se cumpliría. Recostóse en una humilde cama, y mirando a todos, que ya tenían candelas encendidas en las manos, con un aspecto más divino que humano, les mandó que se acercasen para darles su bendición…

»En diciendo esto se reclinó en la cama y se compuso decentemente y levantando las manos en alto, llena de increíble gozo por ver a su Hijo que la llamaba y convidaba a la eterna felicidad, le dijo: ‘Cúmplase en Mí tu palabra’, y con esto y como quien se echa a dormir, sin dolor alguno ni pesadumbre, dio su alma a aquel Señor, a quien Ella había dado su carne, la noche del día antes del quince de agosto, cincuenta y siete años después que parió a Cristo y a los veintitrés de su pasión, siendo de edad de setenta y dos años menos veinticuatro días, según la más probable y verdadera opinión, porque algunos no le dan sino cincuenta y nueve, otros sesenta y dos a sesenta y tres y otros menos. Pero supuesta la verdad tan testificada de tantos y tan graves autores, que los sagrados Apóstoles se hallaron a la muerte de la Virgen Santísima, y que San Dionisio Areopagita, como él dice, estuvo presente a ella, necesariamente habemos de dar más larga edad; pues él no se convirtió a Cristo hasta que San Pablo vino a Atenas, que fue el año del Señor de cincuenta y dos, y a los sesenta y siete de la Virgen».

De esta manera tan reverente, solemne y tierna al mismo tiempo nos relata el sabio padre Rivadeneyra el glorioso tránsito de la santa y purísima Señora. La venerable Sor María de Ágreda, puede decirse que concuerda con la relación del sabio jesuita.

«Acercábase ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva Arca del Testamento, había de ser colocada en el Templo de la celestial Jerusalem con mayor gloria y júbilo que su figura fue colocada por Salomón en el santuario debajo de las alas de los querubines. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la Gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalem y casa del Cenáculo.

»Fueron todos con San Pedro al oratorio de la Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco.

»Al entonar los Ángeles música, se reclinó María en su tarima o lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado Cuerpo, puestas las manos juntas y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo segundo de los Cantares: Surge, propera, amica mea, etc., que quiere decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, que ya pasó el invierno, etc.; en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Cerró los virginales ojos y espiró.

»Sucedió este glorioso tránsito el viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo, el día 13 de agosto, en que murió, hasta el 8 de septiembre, que nació y cumpliera los setenta años. Después de la muerte de Cristo, sobrevivió la Madre en el mundo veintiún años, cuatro meses y diez y nueve días y de su virgíneo parto era el año cincuenta y cinco».

Casabó sigue literalmente a Sor Ágreda, no añadiendo a nuevo y copiando lo que acerca del glorioso tránsito de María dice aquella sagrada escritora y Orsini, nos relata esta conmovedora escena con la viveza de la descripción y la mágica de su estilo en los siguientes párrafos:

«Era el día y había llegado la hora. Los santos de Jerusalem vieron otra vez a la hija de David siempre pobre, siempre humilde, siempre hermosa, porque se hubiera dicho que esta santa y admirable criatura se libraba de la acción destructora del tiempo, y que predestinada desde su nacimiento a una completa y gloriosa inmortalidad, nada en Ella debía perecer. Grave, pues, pero no enferma, María recibió a los Apóstoles y discípulos recostada en un pequeño lecho de pobre apariencia, acomodado a su traje de mujer de pueblo que nunca había dejado. Brillaba en su aspecto, lleno de nobleza y de modestia, alguna cosa tan majestuosa y patética, que toda la asamblea se deshizo en lágrimas. Sólo María permaneció en calma en este vasto y elevado salón, en que se habían agolpado una multitud de antiguos discípulos y de nuevos cristianos igualmente deseosos de contemplarla.

»Era ya de noche y unas lámparas con varios mecheros suspendidas del techo con cadenillas de bronce arrojaban aquí y allí manojos de rayos de color rojizo sobre la reunión silenciosa, que parecía recibir con ellos un nuevo grado de solemnidad. Los Apóstoles, vivamente conmovidos, estaban de pie en torno del lecho fúnebre. San Pedro, que tanto había amado al Hijo de Dios durante su vida, contemplaba a la Virgen con un sentimiento de dolor, y su mirada eficaz parecía decir al obispo de Jerusalem: ¡Cuánto se asemeja a Jesucristo! En efecto, la semejanza era admirable; y la actitud inclinada de María, que recordaba la del Salvador durante la cena, acababa de completarla. Santiago, que había recibido de los mismos judíos el renombre de justo, y que sabía dominar sus emociones, devoraba las lágrimas que se amasaban lentamente al borde de sus párpados. El Príncipe de los Apóstoles, hombre de franqueza y de primer movimiento, hallábase profundamente conmovido y no lo cubría: San Juan tenía envuelto el rostro con un lienzo de su manto griego, pero sus sollozos lo descubrían. No había en toda la asamblea un corazón que no estuviese partido de dolor, ni ojo del que no manasen lágrimas. Después de haberse recogido un momento, María fijó sus miradas sobre esos fieles servidores que estaban todos unidos en el amor de Jesucristo, y que debían probarlo de allí a algún tiempo en medio de los tormentos; empezó a hablarles, y su voz llena de melodía, tomó una expresión tan tierna, tan hondamente afectuosa, y a la vez tan consoladora, que todos los dolores se calmaron por algún tiempo. Ella les dijo que la afección filial que le demostraban le hacía solamente echar de menos la vida, que había deseado con ardor ese día, que iba a reunirse a su Hijo por toda la eternidad, y que bendecía a Dios de haber abreviado el tiempo de su triste peregrinación. Después de haberles prometido que les sería siempre favorable, que no olvidaría jamás en medio de los goces celestiales, que Ella había sido Hija de los hombres, les mostró la tierra vista desde las alturas del cielo; y se elevó gradualmente a consideraciones tan elevadas y a reflexiones tan sublimes, que cada uno olvidaba en medio de su asombro que el cisne cantaba para morir. Pero aproximábase la hora fatal: María extendió sus manos protectoras sobre los hijos que iban a quedar huérfanos, y alzando sus bellos ojos hacia los astros que brillaban en el firmamento, con una majestad serena, vio el cielo abierto y al Hijo del Hombre que bajaba sobre una nube luminosa para recibirla en los confines de la eternidad. A esa vista un color sonrosado se apareció por su semblante, sus ojos pintaron todo lo que el amor maternal, el júbilo, llevado hasta el arrobamiento y la adoración infinita pueden exprimir, y su alma, dejando sin esfuerzo su cubierta mortal, cayó dulcemente en el seno de Dios».

Tal es la manera dulce, poética y sentida con que pintan y narran la muerte de María los ya citados escritores, y a estos relatos hemos de consignar, como fuente de sagrada tradición que admite la Iglesia en sus rezos, la narración que del glorioso tránsito de María Santísima nos ha hecho San Juan Damasceno en su sermón de Dormitione Deiparae:

«Por una antigua tradición, dice, ha llegado hasta nosotros la noticia de que al tiempo de su glorioso tránsito todos los santos Apóstoles que andaban por el mundo trabajando para la salvación de las almas, se reunieron al punto, llevados milagrosamente a Jerusalem. Estando pues, allí, gozaron de una visión angélica, oyeron un celestial concierto, y de este modo entregada en manos de Dios su ánima santa, henchida de soberana gloria. Su cuerpo, que había recibido a Dios de una manera inefable, fue enterrado en un nicho allí en Gethsemaní, mezclándose en el entierro los himnos de los Apóstoles con las armonías de celestes coros. Durante tres días se oyeron allí cantos angélicos que cesaron al cabo del tercero día. Llegando entonces el Apóstol Santo Tomás, único que faltaba, y deseando adorar aquel Cuerpo que había tenido a Dios encarnado, abrieron el túmulo, mas ya no encontraron allí el sagrado Cuerpo, sino solamente aquellos objetos con que había sido sepultada, los cuales despedían suavísima, fragancia: en vista de esto volvieron a cerrar el modesto túmulo. Asombrados en presencia de este misterioso milagro, no pudieron menos de pensar en Aquel a quien plugo encarnarse en las entrañas de la Virgen María para hacerse hombre y nacer como tal, siendo Dios, el Verbo y Señor de la gloria, y que preservó incólume su virginidad a pesar del parto: quiso también honrar su Cuerpo inmaculado en seguida de su muerte, conservándolo sin corrupción alguna y concediéndole el que fuese trasladado al cielo antes de la general resurrección del género humano.

»Cuando esto aconteció estaban con los Apóstoles el muy santo varón Timoteo, primer obispo de Éfeso y San Dionisio Areopagita, según atestigua él mismo, en lo que escribió acerca del bienaventurado Hierateo, que también se hallaba allí, diciendo: -Entre los mismos santos prelados, inspirados por Dios, se convino en celebrar con himnos como cada cual pudiese, la infinita bondad del poder divino, acerca del sagrado Cuerpo de la Virgen, cuando nos reunimos con muchos de nuestros santos hermanos, como ya te acordarás, para ver aquel Cuerpo de donde la vida tuvo principio, y que engendró al mismo Dios; estando también allí Santiago, pariente del Señor, y Pedro, autoridad suprema y la más antigua entre los teólogos».

Esta es la tradición de la Iglesia sobre el tránsito y Asunción de la Virgen Santísima a los cielos desde los primeros tiempos del Cristianismo, según refiere un padre tan discreto y tan eminente como el Damasceno, y la ha aceptado la Iglesia consignándola en su rezo, diga lo que quiera la crítica contra ello.

San Juan Damasceno vivía en el siglo VIII, y aun cuando hay mucha distancia desde este siglo al primero en que murió la Santísima Virgen, y de aquí al 754 o 757 en que murió aquel santo padre, su autoridad es muy grande para afianzar una tradición que duraba y sosteníase en su tiempo; no obstante es un poco débil: para afianzar la exactitud histórica, dice Lafuente.

No faltan críticos que apoyándose, no sabemos en qué fundamentos, no se avienen a que la Santísima Virgen muriese en Jerusalem sino en Éfeso, y el hecho o razón en que se apoyan es de que habiendo de ser aquélla arrasada y abrasada por los romanos, diez años después, no quería María morir en la ciudad en que fue muerto su Hijo.

Y como en estos asuntos de crítica y de crítica histórico-religiosa lo mejor es no negar ni aceptar de ligero juicios y opiniones, copiaremos lo que acerca de este punto dice un piadoso y eruditísimo Padre de la Compañía de Jesús, el P. Centucci en la «Vida de Santa Pulquería».

«Para mejor inteligencia de este punto, dice, conviene aquí lo que Nicéforo refiere en otro lugar, y es, que deseando la Santa (Pulquería), obtener el cuerpo de la Madre de Dios(2) para enriquecer con él su iglesia, y pidiendo con instancia esta gracia a Juvenal, Patriarca de Jerusalem, el cual después del Concilio se había quedado en la corte, con motivo de una sedición, le respondió el patriarca que el sepulcro de la Virgen estaba efectivamente en Jerusalem, pero que según una tradición, no menos antigua que verdadera, habiendo abierto los Apóstoles el sepulcro de la Virgen, tres días después de su muerte, para mostrar el Cuerpo a Santo Tomás que no había asistido como ellos a la muerte y sepultura de la misma, no hallaron en él otra cosa más que las fajas y los lienzos sepulcrales, quedando todos persuadidos de que el sagrado Cuerpo de la Virgen había sido llevado al cielo juntamente con el ánima por el especial favor de su divino Hijo. Oyendo esto, añade Nicéforo, ya que no podía obtener otra cosa, pidió que le diesen a lo menos el sepulcro con los lienzos que en él habían quedado, en lo cual le complació Juvenal, enviándole después de su regreso a Jerusalem todo cuanto deseaba,

»Esta relación (dice el sabio padre jesuita Centucci), tiene tantas dificultades en todos sus pormenores que, exceptuando la Asunción de la Santísima Virgen, muchos escritores modernos no ven en ella más que una voz popular, transformada en punto histórico sin pruebas suficientes, o una invención, sea de Juvenal, sea de cualquier otro de devoción poco discreta e infundada. No es este lugar de examinarla críticamente; pero limitándonos únicamente a lo que pertenece a nuestra Santa, si la Asunción de la Santísima Virgen era, según dice Juvenal, una tradición antiquísima y por consiguiente notoria, ¿cómo podía ignorarla Pulquería, mujer no menos docta que piadosa, hasta el punto de pedir con instancia el Sagrado Cuerpo? ¿Y cómo podía obtener el sepulcro, cuando de los escritores vecinos a aquellos tiempos se colige la incertidumbre que entonces había y aún dura al presente, del lugar donde vivía la Virgen y de la ciudad donde murió, si fue en Jerusalem o en Éfeso? Pero cualquiera que fuese este sepulcro, que entre los judíos solía abrirse en la pena viva, ya fuese caja fúnebre, si es que tal cosa existía en el pueblo hebreo, o féretro para transportar los cadáveres, que por lo mismo no suele encerrarse en la tumba, como aquí debiera suponerse, cualquiera, repito, que fuese este pretendido sepulcro, es lo cierto que la santa no pudo colocarle en su templo, porque Juvenal volvió a Jerusalem en julio, o poco antes de que Pulquería pasara a mejor vida, o más probablemente en agosto, cuando ya había muerto, como lo confiesa el mismo Nicéforo, poco concorde consigo mismo, cuando sin hacer mención de la Santa dice que fueron llevadas a Constantinopla aquellas reliquias en tiempo de Marciano, que sobrevivió a su esposa.

»Si en tal incertidumbre pudiesen dar alguna luz las conjeturas, yo creería (dice el P. Centucci) que hay en ello alguna equivocación originada de lo que sucedió, según dicen, en tiempo de León. Pretenden algunos que, habiéndose hallado en poder de una piadosa mujer de Palestina ciertos vestidos que había usado la Virgen, fueron colocados por aquel Emperador en la iglesia de Blancherna, con la misma caja en que antes se conservaban. No hay cosa más fácil que, por haber venido de Jerusalem, creyese el vulgo que fuese aquélla la caja sepulcral y los vestidos los mismos que quedaron en el sepulcro después de la Asunción de la Santísima Virgen, y tomando los historiadores sucesivos como un hecho positivo lo que no era más que una voz popular, se llegase a formar una relación, no menos extravagante por el anacronismo, que por las circunstancias con las cuales quisieron adornarla y hacerla más admirable».

De este modo es como se expresa el P. Centucci respecto de estas tradiciones.

Por su parte los escritores, agustinianos principalmente, que se ocupan de la fiesta de la Correa que ceñía la Virgen María, suponen que entre los lienzos y demás objetos de su mortaja que en el sepulcro quedaron, estaba la correa con que la Virgen María ceñía su túnica a la cintura, y otros añaden que esto fue lo que regaló Juvenal a Santa Pulquería. Pero hay que tener presente que el mismo Nicéforo no había de correa, ni aun siquiera de ceñidor, ni cíngulo, sino de fajas para amortajar (sepulcrales fascius) o sean las largas tiras de lienzo con que los judíos, como los egipcios, envolvían y ceñían los cadáveres, y así nos lo describe el Evangelio cuando nos habla de la resurrección de Lázaro.

Nosotros nada decimos acerca de este punto, pero tenemos, y en ella nos apoyamos, una autoridad muy respetable, cual es la del español Fray Antonio del Castillo, o sea el autor del libro «El Devoto Peregrino», tan conocido por los amantes de la historia y las personas piadosas, cuando nos habla del sepulcro de la Virgen como existente en Jerusalem La hermosura y sencillez del estilo de este viajero y buen fraile español, que allá estuvo y celebró más de doscientas misas en la iglesia del sepulcro de María, son la prueba más fehaciente, en nuestro entender, acerca de aquella, respetada y admitida por la Iglesia, piadosa tradición.

Dice el P. Antonio del Castillo: «Entramos en el huerto de Gethsemaní, y luego fuimos al sepulcro de la Virgen Santísima. Es una iglesia grande y hermosa, de maravillosa fábrica y arquitectura; la mayor parte de esta iglesia está debajo de tierra, de modo que tanta máquina como tiene, no se viene a descubrir por arriba mas que fábrica cuadrada por de fuera, y toda ella no parece sino una casa muy pequeña.

»Bájase a esta iglesia por cincuenta escalones muy anchos espaciosos; son todos de jaspe blanco. A poco más de la escalera, como se va bajando a la mano izquierda, está el sepulcro de San José, esposo de la Virgen, en una capilla muy pequeña, y en la misma capilla está también el sepulcro de Simeón el justo, el que tuvo al Niño Jesús en sus brazos, cuando le presentó la Virgen en el templo. A la mano derecha en frente de esta capilla hay otra en la cual están los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen.

»En bajando a la iglesia, en medio de ella está el sepulcro de la Virgen Santísima. Está todo hecho de una piedra y cubierto de mármol fino muy blanco. Aquí decimos misa los sacerdotes latinos solamente. (Esto fue en su tiempo, pues hoy se han apoderado los cismáticos, consiguiendo con sus rapiñas despojar a los latinos.)

»En saliendo de este santísimo sepulcro, como treinta pasos, se entra en la cueva en donde Cristo oró y sudó sangre la noche de su Pasión».

Como se ve por lo expresado por Castillo, es muy difícil aceptar las tradiciones griegas acerca de la muerte de la Santísima Virgen en Éfeso, y al efecto examinaremos lo que los principales viajeros católicos dicen y opinan acerca de la veracidad y fundamento de la muerte de María en Jerusalem como la acepta, y reza la Iglesia católica, cuya decisión y autoridad es concluyente y sin disputa.

Pues que la Iglesia de Jerusalem conserva la tradición citada y la memoria del sitio y sepulcro de María, que la Iglesia acepta, admite y reza en su oficio el relato de San Juan Damasceno; lo más seguro es aceptar lo que la Iglesia acepta, cree y estima, confirmándose con ello y con lo que la piedad ha ido trasmitiendo desde Jerusalem hace diez y nueve siglos, tradición, creencia y fe, que como hemos dicho consignan y creen, estiman y aprecian, cuantos escritores católicos han tratado de este punto, y cuyos escritos y palabras copiaremos para afirmación mayor de esta sagrada tradición.

Casabó se expresa en estos términos al tratar del entierro de Santa Virgen, aceptando su muerte en Jerusalem.

«Los Apóstoles, a quienes principalmente tocaba este cuidado, trataron luego de que se le diese sepultura, señalándole en el valle de Josafat un sepulcro nuevo que allí estaba prevenido misteriosamente por la providencia de su Hijo.

»Levantaron los Apóstoles el Sagrado Cuerpo, llevándole ellos sobre sus hombros, y con ordenada procesión partieron del Cenáculo para salir de la ciudad al valle de Josafat…»

Orsini dice:

«Terminados los preparativos del duelo, colocóse a la Madre de Dios en un lecho portátil lleno de substancias aromáticas; cubriósela con un velo suntuoso, y los Apóstoles reclamaron el honor de llevarla sobre sus hombros hasta el huerto de Gethsemaní…

»Llegado al lugar de la sepultura paróse el lúgubre acompañamiento.

»Un Apóstol que volvía de un país lejano, y que no se había hallado presente a la muerte de la Virgen, llegó en este intermedio a Gethsemaní; era Tomás, aquel que había puesto su mano en las llagas de su Maestro resucitado. Corría para echar una última mirada sobre los fríos despojos de la mujer privilegiada que había llevado en sus castas entrañas al Dueño Soberano de la naturaleza. Vencidos por sus instancias y sus lágrimas, quitaron los Apóstoles el trozo de piedra que cerraba la entrada del sepulcro, pero no encontraron más que las flores apenas marchitas, sobre las cuales había descansado el cuerpo de María, y su blanco sudario de precioso lino de Egipto, que exhalaba un olor celestial…»

Barcia, en su libro Palestina, dice en su visita a la iglesia del sepulcro de María lo siguiente, sin determinar una opinión concreta:

«La autenticidad del sepulcro de la Virgen es discutible. La opinión que afirma haber muerto María en Jerusalem y haber sido enterrada allí, data de los primeros siglos, pues que en el IV se aisló el sepulcro de la roca, dejándolo en la forma que hoy tiene; pero en la misma época se afirmaba por otros haber muerto en Éfeso y existir allí su verdadero sepulcro. Así lo declaró el tercer Concilio general que se celebró en esta ciudad, el año 341».

Ibo Alfaro, en su obra Jerusalem, dice respecto del sepulcro de la Virgen Santísima:

«Esta Basílica, cuya fachada la adornan multitud de columnas y archivoltas ojivales, encierra en su seno los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, el de San José y sobre todo en el lugar preferente el en que descansó tres días el Cuerpo de María. Una ancha escalera de cuarenta y ocho peldaños (el P. Livinio en su guía tantas veces citada, dice cuarenta y cuatro), conduce al fondo de la capilla, que forma una cruz latina y que es espaciosa, pues mide próximamente unos treinta metros de largo por ocho de ancho. En el séptimo escalón se encuentra a la derecha una abertura en el muro y se sospecha sea esto el sepulcro de Melisenda, esposa de Fulco, rey de Jerusalem en tiempo de las Cruzadas. Quince peldaños más abajo, o sea veintidós, a contar desde la puerta de entrada, se abren dos grutas a derecha e izquierda de la escalera, frente la una de la otra; estas dos grutas, que los frailes nombran capillas, contienen la de la izquierda los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana y el de la derecha el de San José. Cuando ya se ha llegado al fondo de aquel templo, donde arden multitud de lámparas, y donde se respira una plácida calma que templa el corazón cansado de las agitaciones del mundo, se encuentra a la derecha una pequeña capilla cuadrangular, cuyas paredes de roca viva ocultan flotantes tapices de seda; en aquella misteriosa capilla se alza adherida al muro una banqueta de piedra revestida de planchas de mármol, un altar hueco del que penden veintiséis lámparas se levanta sobre aquel banco de piedra y junto a aquel banco de piedra se arrodilla el viajero, que impelido por el fervor religioso llega de lejanos países, porque aquel banco de piedra es el sepulcro de María. Allí reposó tres días la Madre de Cristo, la mujer más santa y más pura de la tierra, la flor de Jericó, la estrella de los mares, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos. Yo he visto la casa en que nació, allí junto al templo de Jehová, yo he visto el lugar en que su alma fue ahogada por la más honda pena, allá… en la cima del Calvario, yo he visto el lugar en que después de muerta permaneció su cadáver algún tiempo, allá pasado el torrente Cedrón, en el valle de Josefat, al comenzar el monte Olivete…; y hoy en que aún enfermo, consigno en estas páginas mis recuerdos e impresiones de aquellos Santos Lugares, experimenta mi alma una tierna y suavísima afección.

»En el fondo de la basílica, no lejos del sepulcro de María, se ve un altar perteneciente a los armenios no unidos; cerca de éste otro perteneciente a los griegos no católicos, y cerca de los dos un pequeño ábside donde oran los musulmanes, que también los musulmanes de Oriente veneran a Cristo, a quien llaman el espíritu de Dios; y a la Virgen, a quien proclaman la más grande y mejor de las mujeres…»

Don José María Fernández y D. José Freire y Banero, hacen acerca del sepulcro de la Virgen, parecida descripción a la anterior, y respecto al lugar del tránsito de María y a la consiguiente autenticidad de estos santuarios, dicen lo siguiente:

«Respecto a la muerte de la Santísima Virgen, no está enteramente evidenciado que haya sucedido en Jerusalem, aunque es la opinión más probable, casi segura. No faltan, sin embargo, quienes creen que el tránsito dichosísimo acaeció en la ciudad de Éfeso. Fúndanse en el pasaje de la carta dirigida por los PP. del Concilio Efesino al clero y pueblo de Constantinopla (431): ‘Nestorio fue condenado en Éfeso, donde Juan el Teólogo y la Santa Virgen María, Madre de Dios…’ No acaba la oración, que algunos completan diciendo: ‘descansan o murieron’; pero la generalidad de los críticos opinan que el pasaje completo debía decir así: ‘Nestorio fue condenado en Éfeso, donde el teólogo Juan y la Santa Virgen María, Madre de Dios, vivían, o tienen iglesia, o son honrados con culto particular’.

»Otra razón alegan los que sostienen que la Virgen Santísima murió en Éfeso, es a saber: que aquella iglesia le estaba dedicada, según consta en las actas de dicho Concilio. La fuerza de este argumento estriba en que, a decir de los que le emplean, no se erigía iglesia alguna a un santo, sino cuando se poseían reliquias, o en el sitio en que había sufrido el martirio. Pero además de que no era esta práctica invariable, pues consta que las reliquias de los santos solían distribuirse entre diferentes pueblos que las solicitaban por su especial devoción, y que se erigían altares e iglesias a un mismo santo en varias ciudades a la vez, sábese positivamente que apenas Constantino dio la paz a la Iglesia, fueron consagrados muchos templos con la advocación de la Madre de Dios.

»Por otra parte, nadie ha pretendido jamás que la iglesia de Éfeso, ni ninguna otra, poseyese las reliquias de la Santísima Virgen María, lo cual valdría tanto como negar su asunción gloriosa a los cielos.

»Hay un argumento negativo de mucho peso, en nuestra opinión, contra los que afirman que Nuestra Señora murió en Éfeso. Al enumerar Polícrates en su carta al Papa Víctor los privilegios de la iglesia Efesina, no hace mención de este suceso, que de haber acaecido allí, habría contado como el primero y más glorioso.

»Muchas más razones militan en favor de Jerusalem Prescindiendo de la tradición inmemorial, sabemos que desde los primeros días del Cristianismo se levantaron templos en honor de la Virgen Santísima, en este lugar y el de su sepulcro. Juvenal, obispo de Jerusalem, que asistió al citado Concilio de Éfeso, en carta dirigida a la emperatriz Santa Pulquería y al emperador Marciano, les dice, contestando a los piadosos esposos, que le pedían reliquias de la Virgen, que en el Gethsemaní se enseñaba el sepulcro vacío bienaventurada Señora. San Arcadio, San Wilibaldo y otros peregrinos del siglo VII y VIII, visitaron en el monte Sión el lugar en que murió la Virgen, y en el valle de Josafat su sepulcro benditísimo.

»La tradición griega está en un todo conforme con la latina; son muy notables y explícitas las palabras de Andrés, arzobispo de Creta, que vivía en los citados siglos VII y VIII.

»Dice aquel prelado en su sermón sobre el tránsito de la Virgen Santísima, ‘que la bienaventurada Señora había vivido en el monten Sión, en el mismo sitio en que se enseñaba su casa, convertida en iglesia, en la cual se veían los vestigios de sus rodillas en el lugar donde hacía oración; que allí también murió, rodeada de los Apóstoles, de los setenta discípulos y de gran número de santos, quienes transportaron al valle de Gethsemaní su cuerpo, que no conoció corrupción; que resucitó y subió al cielo, y finalmente, que el sepulcro de María es honrado por el concurso de fieles, que con este objeto van a Jerusalem de todos los pueblos de la tierra’; y San Juan Damasceno, que nació en el siglo VII y murió a mediados del siglo VIII, en el convento de San Sabas, cerca de Jerusalem, dice en otro sermón sobre el mismo asunto, ‘que la Madre de Cristo murió en el monte Sión, y fue sepultada en el valle de Gethsemaní por los Apóstoles; que también se hallaban presentes a su muerte gloriosa los Ángeles, los patriarcas y profetas; que su cuerpo resucitó glorioso y fue transportado al cielo; que los mismos Ángeles reverencian el sepulcro vacío; que los fieles acuden allí de todas partes en gran número, le visitan con devoción y riegan con sus lágrimas, y finalmente, que Dios obra en él muchos milagros’. San Germán, arzobispo de Constantinopla, contemporáneo de San Juan Damasceno dice que la Virgen Santísima sufrió la ley común de la muerte, que su cuerpo no experimentó corrupción, sino que fue llevado al cielo por ministerio de Ángeles…

»Las iglesias de Oriente están conformes con la latina y la griega, en colocar en Jerusalem la muerte y sepultura de la Santísima Virgen María. Y al decir iglesias, no intentamos excluir a las herejes. Los nestorianos, que aunque niegan la divina maternidad de la Virgen Santísima, profesan a la Señora gran veneración; tanto, que algunos autores aseguran que ofrecen en su honor un pan, que dan en forma de comunión, pretendiendo que es el cuerpo de la Santa Virgen; creen que la Madre de Cristo fue transportada desde Jerusalem al Paraíso en cuerpo y alma. Abeyesu, escritor sirio, consigna la común creencia de los nestorianos a este propósito: ‘Después de la muerte del Salvador, dice, San Juan Evangelista se hizo cargo de la Santísima Virgen, sirviéndola como a Madre suya. Muerta a la edad de sesenta y un años, su cuerpo fue transportado por ministerio de Ángeles al Paraíso terrenal. Todos los Apóstoles se habían reunido en Jerusalem, antes del tránsito glorioso de la Señora’.

»Consignemos, por último, el testimonio de un escritor árabe, Abu-Batrik, según el cual, Teodosio el Grande edificó en Gethsemaní, en el sepulcro de la Virgen, una iglesia que Cosroes destruyó en la toma de Jerusalem».

Y por último, como confirmación de cuanto llevamos dicho de los anteriores católicos viajeros y peregrinos, veamos lo que acerca del lugar de la muerte de María Santísima y de su sepulcro dice don Narciso Pérez Royo, en su interesante Viaje a Egipto y Palestina, en el tomo 32, página 39. Después de describir la iglesia de la Asunción, dice:

«He dicho que la autenticidad del sepulcro de la Virgen descansa sólo en la tradición. Es ésta tan antigua y constante; reviste tan marcado carácter de verosimilitud; hállase sancionada por el sentimiento unánime de tan opuestas razas y creencias, que avasalla la mente, disipa la duda y conmueve el corazón. En el retiro silencioso y plácido de este Santuario venerable, cuya indecisa luz parece agigantar las sombras de sus ámbitos, respira el alma indefinible paz, y henchida de místico entusiasmo, cree, medita, ora, elévase enajenada al estrellado trono de la Madre purísima del Verbo, mientras besan los labios y las lágrimas riegan la consagrada tumba, probable último punto de la tierra que santificó su presencia maternal».

Como vemos, tales son las opiniones de los citados escritores, admitiendo todos la antiquísima tradición consagrada, aceptada y exaltada por la Iglesia, no faltando para ser dogma de fe más que la declaración de quien puede hacerlo por su indiscutible autoridad en la materia.

María terminó su existencia terrenal cuando la voluntad de Dios su Hijo plugo a sus inescrutables juicios. Dejó la existencia terrenal y al Empíreo fue ascendida por la Trinidad Santísima, dejándonos a los hijos de Eva en este destierro, bajo su dulce amparo, siendo nuestra esperanza, nuestro consuelo y puerto en nuestras desgracias, que nos acoge siempre benévola cuando la fe y las lágrimas de nuestro corazón herido brotan de nuestros ojos, siendo el consuelo de los afligidos, la eterna salud de los enfermos que a Ella imploran, Reina y Señora de nuestros corazones y auxilio del alma cristiana en los naufragios de la vida y esperanza nuestra a la que encaminamos nuestras oraciones y ponemos por intercesora de su divino Hijo.

Pero si ascendió a los cielos, dejó para nuestro consuelo el perfume de su pura existencia, que seguirá reinando y embriagando de dulce amor y ardiente caridad a nuestras almas, en las que reina y reinará como eterna verdad, confesada por el amor de su Hijo, que la puso por Madre e intercesora entre los hijos de Adán, lavados de la culpa por su santísima sangre. Y María seguirá reinando en nuestras almas, y con el dulce nombre de Madre la invocaremos como Madre de nuestras almas, y como Madre la han invocado e invocan nuestras madres en sus momentos de dolor, de pena, de angustia y llanto, así como en lo terreno en nuestra niñez la invocamos y también en la juventud, cuando hieren nuestros corazones los primeros dolores y desengaños de la vida.

Ascendió a los cielos después de su glorioso tránsito, y allí, gozando de la presencia de su Santísimo Hijo, goza del premio de su pureza inmaculada, la que fue arca santa que encerró el cuerpo de Dios al descender a la tierra, siendo hermoso tabernáculo que gozó del privilegio incomparable de dar la existencia humana al Hijo de Dios.

¡María, nuestro amparo y Madre! acoge nuestro trabajo, llevado a cabo lleno de fe y esperanza en tu santa misericordia y que en tu honor y gloria te ofrecemos como ofrenda pobre, mezquina y. pequeña de nuestro amor, y que a tus pies deponemos. Acoge nuestra ofrenda, hija del corazón, y ruega por nosotros a tu Santísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor y Salvador del pecado.

Fuente: Vida de la Virgen María – Joaquin Casañ – Capítulo XXIX

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:

 

Categories
Catequesis sobre María Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA

¿Murió la Santísima Virgen María?

Y si murió, ¿de que murió?.
Es sabido que la muerte no es condición esencial para la Asunción. Y es sabido, también, que el Dogma de la Asunción no dejó definido si murió realmente la Santísima Virgen.

Había para entonces discusión sobre esto entre los Mariólogos y Pío XII prefirió dejar definido lo que realmente era importante: que María subió a los Cielos gloriosa en cuerpo y alma, soslayando el problema de si fue asunta al Cielo después de morir y resucitar, o si fue trasladada en cuerpo y alma al Cielo sin pasar por el trance de la muerte, como todos los demás mortales (inclusive como su propio Hijo).

Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre el tema, nos recuerda que Pío XII y el Concilio Vaticano II no se pronuncian sobre la cuestión de la muerte de María. Pero aclara que “Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios”. (JP II, 25-junio-97)

Sin embargo, algunos teólogos han sostenido la teoría de la inmortalidad de María, pero Juan Pablo II nos dice al respecto, “existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria celeste”. (JP II, 25-junio-97)

Se refiere posiblemente a que, como afirma Antonio Royo Marín o.p., la Asunción gloriosa de María, después de su muerte y resurrección, reúne un apoyo inmensamente mayoritario entre los Mariólogos. (cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).

Los argumentos en favor de la muerte de María los dividiremos: según la Tradición Cristiana (incluyendo el Arte Cristiano), según la Liturgia, según la razón teológica y por la utilidad de la muerte.

1. Según la Tradición Cristiana

Royo Marín afirma que el testimonio de la Tradición -dice que sobretodo a partir del Siglo II- es abrumador a favor de la muerte de María. Es su afirmación, aunque no da citas al respecto. (cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).

Inclusive la misma Bula Munificentissimus Deus de Pío XII (sobre el Dogma de la Asunción), aunque no propone como dogma la muerte de María, nos presenta este dato interesantísimo sobre la muerte de María en la Tradición de la Iglesia: “Los fieles, siguiendo las enseñanzas y guía de sus pastores … no encontraron dificultad en admitir que María hubiese muerto como murió su Unigénito. Pero eso no les impidió creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro y que no fue reducido a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino” (Pío XII, Bula Munificentissimus Deus #7, cf. Doc. mar. #801).

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. edita en México en el Año de la declaración del Dogma un librito “La Asunción de María Santísima”. Y nos refiere lo siguiente sobre la muerte de María en la Tradición:

“Hasta el Siglo IV no hay documento alguno escrito que hable de la creencia de la Iglesia, explícitamente, acerca de la Asunción de María. Sin embargo, cuando se comienza a escribir sobre ella, todos los autores siempre se refieren a una antigua tradición de los fieles sobre el asunto. Se hablaba ya en el Siglo II de la muerte de María, pero no se designaba con ese nombre de muerte, sino con el de tránsito, sueño o dormición, lo cual indica que la muerte de María no había sido como la de todos los demás hombres, sino que había tenido algo de particular. Porque aunque de todos los difuntos se decía que habían pasado a una vida mejor, no obstante para indicar ese paso se empleaba siempre la palabra murió, o por lo menos `se durmió en el Señor’, pero nunca se le llamaba como a la de la Virgen así, especialmente, y como por antonomasia, el Tránsito, el Sueño”.

Son muchísimos los Sumos Pontífices que han enseñado expresamente sobre la muerte de María. Entre éstos, el Papa Juan Pablo II, quien en su Catequesis del 25 de junio de 1997, titulada por el Osservatore Romano “La Dormición de la Madre de Dios”, nos da más datos sobre la muerte de María en la Tradición:

Santiago de Sarug (+521): “El coro de los doce Apóstoles” cuando a María le llegó “el tiempo de caminar por la senda de todas las generaciones”, es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar “el cuerpo virginal de la Bienaventurada”.

San Modesto de Jerusalén (+634), después de hablar largamente de la “santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios”, concluye su “encomio”, exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que “la resucitó de la tumba” para tomarla consigo en la gloria.

San Juan Damasceno (+704), por su parte, se pregunta: “¿Cómo es posible que aquélla que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?”. Y responde: “Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, El muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección”.

No es posible, además, ignorar el Arte Cristiano, en el que encontramos gran número de mosaicos y pinturas que han representado la Asunción de María, tratando de hacernos ver gráficamente el paso inmediato de la “dormición” al gozo pleno de la gloria celestial, e inclusive algunos, del paso del sepulcro a la gloria, siendo asunta al Cielo.

2. Según la Liturgia

De acuerdo a Royo Marín, el argumento litúrgico tiene gran valor en teología, según el conocido aforismo orandi statuat legem credendi, puesto que en la aprobación oficial de los libros litúrgicos está empeñada la autoridad de la Iglesia, la cual iluminada por el Espíritu Santo, no puede proponer a la oración de los fieles fórmulas falsas o erróneas.

Y desde la más remota antigüedad, la liturgia oficial de la Iglesia recogió la doctrina de la muerte de María. Royo Marín refiere dos oraciones “Veneranda nobis…” y “Subveniat, Domine…” , las cuales estuvieron en vigor hasta la declaración del Dogma (1950) y recogen expresamente la muerte de María al celebrar al fiesta de su gloriosa Asunción a los Cielos. Las oraciones posteriores a la declaración del Dogma, por razones obvias, no aluden a la muerte.

Así decía la oración “Veneranda nobis”: “Ayúdenos con su intercesión saludable, ¡oh, Señor!, la venerable festividad de este día, en el cual, aunque la santa Madre de Dios pagó su tributo a la muerte, no pudo, sin embargo, ser humillada por su corrupción aquélla que en su seno encarnó a tu Hijo, Señor nuestro”.

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. tiene esto que decirnos sobre la muerte de María en la Liturgia:

“La Iglesia, pues, tanto la Griega, como la Latina, creyeron siempre, no solamente como posible, sino como regla, en la muerte de María, y en las más antiguas Liturgias de ambas Iglesias se encuentra siempre la celebración y el recuerdo de la muerte de María, con el nombre de la Dormición, Sueño o Tránsito de Nuestra Señora. Porque eso sí: si creían que realmente la Virgen había muerto, indicaban con esa denominación, no usada comúnmente para todas las muertes, que la de la Virgen había tenido algún carácter especial y extraordinario, que es precisamente el de su resurrección inmediata y Asunción a los Cielos”.

“Y como dicen los críticos, aun protestantes … ya en el Siglo VI era absolutamente general la creencia en la Asunción de María, tal cual lo demuestran las antiquísimas liturgias de todas las Iglesias que tienen, al menos desde el siglo IV, establecida la Fiesta de la Dormición de María”.

3. Según la razón teológica

Iniciamos este aparte con Juan Pablo II: “¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de Maria y en su relación con su Hijo Divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre” (JP II, 25-junio-97).

Cristo, el Hijo de Dios e Hijo de María, murió. Y ¿puede ser la Madre superior al Hijo de Dios en cuanto a la muerte física?. Es cierto que la Santísima Virgen María, habiendo sido concebida sin pecado original (Inmaculada Concepción) tenía derecho a no morir. Pero, nos dice Juan Pablo II: “El hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino, no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación. ” (JP II, 25-junio-97)

Y Royo Marín remata este argumento de la siguiente manera: “Sin duda alguna, María hubiera renunciado de hecho a ese privilegio para parecerse en todo -hasta en la muerte y resurrección- a su Divino Hijo Jesús.”

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. dice al respecto: “María Santísima nunca tuvo pecado, por el privilegio de Dios de su Inmaculada Concepción; por consiguiente, no estaba sujeta a la muerte, como no lo estaba Jesucristo; pero también Ella tomó sobre sí nuestro castigo, nuestra muerte”.

Y Juan Pablo II: “María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad”. (JP II, 25-junio-97)

4. Por la utilidad de la muerte

Dice Royo Marín que la muerte de María nos sirve de ejemplo y consuelo. María debió morir para enseñarnos a bien morir y dulcificar con su ejemplo los supuestos terrores de la muerte. Los recibió con calma, con serenidad, aún más, con gozo, mostrándonos que no tiene nada de terrible la muerte para aquéllos que en la vida han cumplido la Voluntad de Dios.

Y Juan Pablo II también habla al respecto: “La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida”. (JP II, 25-junio-97)

 

¿DE QUÉ MURIÓ LA VIRGEN?

Royo Marín responde así a la pregunta ¿de qué murió María?: «»No parece que muriera de enfermedad, ni de vejez muy avanzada, ni por accidente violento (martirio), ni por ninguna otra causa que por el amor ardentísimo que consumía su corazón”

No creamos que esta afirmación de que el amor a Dios haya sido la causa del fallecimiento (¿o desfallecimiento?) de María, sea una ilusión poética, producto de una piedad ingenua y entusiasta para con la Santísima Virgen. No. Esta enseñanza se funda en testimonios de los Santos Padres, quienes dejaron traslucir con frecuencia su pensamiento sobre este particular.

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. cita a San Alberto Magno: “Creemos que murió sin dolor y de amor”. Nos asegura, además, que a San Alberto siguen otros como el Abad Guerrico, Ricardo de San Lorenzo, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio y otros muchísimos.”

Y veamos qué nos decía Juan Pablo II sobre las causas de la muerte de la Madre de Dios: “Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo”. Entonces se apoya en San Francisco de Sales, quien considera que la muerte de María se produjo como un ímpetu de amor. En el Tratado del Amor de Dios habla de una muerte “en el Amor, a causa del Amor y por Amor” (JP II, 25-junio-99).

Royo Marín cita a Alastruey, quien en su Tratado de la Virgen Santísima afirma: “La Santísima Virgen acabó su vida con muerte extática, en fuerza del divino amor y del vehemente deseo y contemplación intensísima de las cosas celestiales”.

Es nuevamente Juan Pablo II quien aclara aún más este punto: “Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsilo de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en este caso la muerte pudo concebierse como una `dormición’”

Luego basándose en la Tradición para tratar este tema, el Papa nos aclara aún más este maravilloso suceso:
“Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo Divino, para compartir con El la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como San Pablo -y más que él- el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre”. (JP II, 25-junio-97)

Otro ilustre Mariólogo, Garriguet, también citado por Royo Marín, nos describe más detalles sobre la vida y la dormición de la Madre de Dios: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño o dormición de la Virgen”.

Pero es el elocuentísmo predicador francés del Siglo XVI-XVII, Bossuet, Obispo de Meaux, quien en su Sermón Segundo sobre la Asunción de María nos describe con los más bellos detalles qué significa morir de amor y cómo fue este maravilloso pasaje de la vida de la Madre de Dios:
“El amor profano es quejumbroso y está diciendo siempre: languidezco y muero de amor. Pero no es sobre este fundamento en el que me baso para haceros ver que el amor puede dar la muerte. Quiero establecer esta verdad sobre una propiedad del Amor Divino. Digo, pues, que el Amor Divino, trae consigo un despojamiento y una soledad inmensa, que la naturaleza no es capaz de sobrellevar; una tal destrucción del hombre entero y un aniquilamiento tan profundo en nosotros mismos, que todos los sentidos son suspendidos. Porque es necesario desnudarse de todo para ir a Dios, y que no haya nada que nos retenga. Y la raíz profunda de tal separación es esos tremendos celos de Dios, que quiere estar solo en un alma, y no puede sufrir a nadie más que a Sí mismo, en un corazón que quiere amor. (Amarás a Dios sobre todas las cosas. Si alguno ama a su padre o a su madre o a sus hermanos más que a Mí, no es digno de Mí).”

“Ya podemos comprender esta soledad inmensa que pide un Dios celoso. Quiere que se destruya, que se aniquile todo lo que no es El. Y, sin embargo, se oculta y no da a ninguno un punto de donde asirlo materialmente, de tal modo que el alma, desprendida por una parte de todo, y por otra, no encontrado aquí el medio de poseer a Dios efectivamente, cae en debilidades y desfallecimientos inconcebibles. Y cuando el amor llega a su perfección, el desfallecimiento llega hasta la muerte, y el rigor hasta perder la vida.”

“Y he aquí lo que da el golpe mortal: es que el corazón despojado de todo amor superfluo, es atraído con fuerza al solo Bien necesario, con una fuerza increíble y, no encontrándolo, muere de congoja. `El hombre insensato’ -dice San Pablo- `no entiende estas cosas y el sensual no las concibe; pero nosotros hablamos de la sabiduría entre los perfectos y explicamos a los espirituales los misterios del espíritu’. Digo, pues, que el alma, desprendida de todo anhelo de lo superfluo, es impulsada y atraída hacia Dios con una fuerza infinita, y es esto lo que le da la muerte; porque , de un lado, se arranca de todos los objetos sensibles, y por otro, el objeto que busca es tan inaccesible aquí, que no puede alcanzarlo. No lo ve sino por la fe, es decir: no lo ve; no lo abraza, sino en medio de sombras y como a través de las nubes, es decir, que no tiene de dónde asirlo. Y el amor frustrado se vuelve contra sí mismo y se hace a sí mismo insoportable.”

“Yo he querido daros alguna idea del amor de la Santísima Virgen durante los días de su destierro y la cautividad de su vida mortal. No, no; los Serafines mismos no pueden entender, ni dignamente explicar, con qué fuerza era atraída María a su Bien Amado, ni con qué violencia sufría su corazón en esta separación. Si jamás hubo algún alma tan penetrada de la Cruz y de este espíritu de destrucción santa, fue la Virgen María. Ella estaba, pues, siempre muriendo, siempre llamando a su Bien Amado con un anhelo mortal”.

“No busquéis, pues, almas santas, otra causa de la muerte de la Santa Virgen. Su amor era tan ardiente, tan fuerte, tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no debiera romper todas las ligaduras de esta vida mortal; no enviaba un deseo al Cielo que no hubiera debido arrastrar consigo su alma entera. Os he dicho antes, cristianos, que su muerte fue milagrosa, pero me veo obligado a cambiar de opinión: su muerte no fue el milagro, el milagro estuvo en la suspensión de esa muerte, en que pudiera vivir separada de su Bien Amado. Vivía, sin embargo, porque esa era la determinación de Dios, para que fuese conforme con Jesucristo su Hijo crucificado por el martirio insoportable de una larga vida, tan penosa para Ella, como necesaria para la Iglesia. Pero como el Divino Amor reinaba en su corazón sin ningún obstáculo, iba de día en día aumentándose sin cesar por el ejercicio, creciendo y desarrollándose por sí mismo, de modo que al fin llegó a tal perfección, que la tierra ya no era capaz de contenerla. Así, no fue otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su amor”.

“Y esta alma santa y bienaventurada atrae consigo a su cuerpo a una resurrección anticipada. Porque, aunque Dios ha señalado un término común a la resurrección de todos los muertos, hay razones particulares que le obligan a avanzar ese término en favor de la Virgen María”. (Bossuet, citado por el Padre Joaquín Cardozo s.j. enLa Asunción de María Santísima).

FUENTE: homilia.org

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Catequesis sobre María Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA Usos, Costumbres, Historia

¿Dónde y cómo fue la Asunción de la Virgen María?

Como por Tradición Apostólica sabemos que la Asunción tuvo lugar en el sepulcro de María, podemos concluir que la Asunción tuvo lugar en el mismo sitio donde Jesús fue apresado antes de su Pasión y Muerte; es decir, en el Huerto de Getsemaní, donde oró así al Padre la noche antes de morir: “Padre, si es posible que pase de Mí esta prueba, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”

Tomemos la opinión del Teólogo Antonio Royo Marín, o.p., la cual aparece en su libro La Virgen María, Teología y Espiritualidad Marianas, editado por B.A.C. en 1968.

En el momento mismo en que el alma santísima de María se separó del cuerpo -que en esto consiste la muerte- entró inmediatamente en el Cielo y quedó, por decirlo así, el alma incandescente de gloria, en grado incomparable, como correspondía a la Madre de Dios y a la elevación de su gracia. Su cuerpo santísimo, mientras tanto, fue llevado al sepulcro por los discípulos del Señor.

Una antigua tradición, fundada en el argumento de la Madre también debe parecerse en esto a su Hijo, nos señala que el cuerpo de María estuvo en el sepulcro el mismo tiempo que el de Cristo. Es decir, que poco tiempo después de haber sido sepultado, el cuerpo santísimo de la Santísima Vírgen resucitó también como el de Jesús.

La resurrección se realizó sencillamente volviendo el alma al cuerpo, del que se había separado por la muerte. Pero como el alma de María, al entrar de nuevo a su cuerpo virginal, no venía en el mismo estado en que salió de él, sino incandescente de gloria, comunicó al cuerpo su propia glorificación, poniéndolo también al nivel de una gloria incomparable.

Teológicamente hablando, la Asunción de María consiste en la resurrección gloriosa de su cuerpo. Y, en virtud de esa resurrección, comenzó a estar en cuerpo y alma en el Cielo. Por cierto Royo Marín contradice una diferenciación que se ha hecho con frecuencia entre la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo y la Asunción de su Madre al Cielo, como si la Ascensión fue hecha por el Señor por su propio poder y la Asunción de María requiriera de la ayuda de los Angeles, para Ella poder ascender.

Nos dice que el traslado material a un determinado lugar -si es que el Cielo es un lugar, además de un estado- lo hizo María por sí misma, sin necesidad de ser llevada por los Angeles. Esto sucedió en virtud de una de las cualidades de los cuerpos gloriosos, que es la agilidad.

Para entender lo que es esta cualidad nos apoyaremos en el mismo autor, quien nos describe en su libroTeología de la Salvación, al referirse a las cualidades de los cuerpos gloriosos de los resucitados, en qué consiste la agilidad:
“En virtud de esta maravillosa cualidad, los cuerpos de los bienaventurados podrán trasladarse, cuando quieran, a sitios remotísimos, atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo, este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo … pero será tan vertiginoso que será del todo imperceptible”.

La diferencia, entonces, entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María radica en que Cristo hubiera podido ascender al Cielo por su propio poder, aun antes de su muerte y gloriosa resurrección, mientras que su Madre no hubiera podido hacerlo antes de que hubiera tenido lugar su propia resurrección.

Sin duda alguna, nos dice Royo Marín, irían con Ella todos los Angeles del Cielo, aclamándola como su Reina y Señora, como bien lo han descrito poetas y pintado pintores, pero sin necesidad de ser llevada o ascendida por Angeles, pues ella sola se bastaba con la agilidad de su cuerpo santísimo, ya glorificado por su gloriosa resurrección.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Peregrinaciones y Santuarios Santuarios Turquía

. Visita a la casa de María en Éfeso, Turquía

Meryemana Evi, la Casa de la Virgen en Efeso, Turquía, cerca de Kusadasi, hoy es una peregrinación islamico-cristiana. Se encuentra la casa a 8 km. de Selcuk, en el monte Aladaj, 

El contenido de este artículo se ha subsumido en este otro.

 

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:

 

Categories
Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Peregrinaciones y Santuarios Santuarios Tierra Santa

Admiremos la Abadía de la Dormición en Sión, o Hagia María en Sión

En el Monte Sión, fuera de las murallas de la ciudad, a la izquierda de la Puerta de Sión, notará una gran iglesia octagonal ascendiendo por entre las murallas, muy cerca del lugar donde se encuentra el Cenáculo. Era antiguamente conocida como Abadía de la Dormición de la Virgen María, pero en 1998 cambió en referencia a la iglesia de Hagia Sion que hubo antiguamente en ese lugar.

Vista de la Abadía con el cementerio al lado
Vista de la Abadía con el cementerio al lado

La iglesia es preciosa. Al llegar se entrevé imponente entre altas paredes. Pero lo que más llama la atención –a mí al menos- es bajar a la cripta y encontrarse con la imagen de la Virgen durmiente, antes de ser llevada al cielo. Se encuentra en el centro de una estancia amplia. El lugar y la imagen invitan a rezar. Frecuentemente acudo con amigos a rezar el rosario ante esa imagen de nuestra Madre.

Vista de la Abadía y la ciudad desde el Monte de los Olivos
Vista de la Abadía y la ciudad desde el Monte de los Olivos

“En este lugar originalmente había una Iglesia Bizantina conocida como la Santa Sión, la Madre de todas las Iglesias, pero fue destruida por los persas en el año 614. La actual iglesia fue construida entre los años 1901 y 1910 por los Padres Benedictinos. La Iglesia de la Dormición, también conocida como la Abadía de la Dormición, es uno de los hitos más destacados de Jerusalén.

Vista nocturna
Vista nocturna

Construida en estilo románico, el sitio marca el lugar donde la Virgen María cayó en su “sueño eterno”. El nombre latino de la iglesia es Dormitio Sanctae Mariae significando el adormecimiento de Santa María. Tiene un precioso mosaico del pavimento, en el centro del cual se insertan tres círculos, que simbolizan la Trinidad

Abside
Abside

Construida en estilo románico, el sitio marca el lugar donde la Virgen María cayó en su «sueño eterno». El nombre latino de la iglesia es Dormitio Sanctae Mariae significando el adormecimiento de Santa María.

Altar principal
Altar principal

El edificio original era una capilla franciscana erigida en el lugar durante el siglo XIV. El emperador alemán Wilhelm II viajó por el Medio Oriente en 1898 y el sultán turco Abdul Hamid le dio un lote de tierra que fue entregado a la “Asociación Alemana para la Tierra Santa” “para el beneficio de los católicos alemanes”.

Altar lateral
Altar lateral

Esta fue la base para la edificación del monasterio benedictino, llamado inicialmente “Dormitio Mariae”. Los primeros monjes llegaron al Monte Sión en 1906. La iglesia fue dedicada el 10 de abril de 1910. Fue dañada visiblemente durante las batallas por la ciudad en 1948 y 1967.

Interior
Interior

Esta iglesia es muy sobresaliente en el paisaje de Jerusalén. Divisará la gran parte superior de forma redonda y una torre a su lado. A la distancia se parece al emperador Wilhelm II con su tradicional casco prusiano.

Mosaico en el cieloraso
Mosaico en el cieloraso

Dentro de la iglesia encontrará hermosos mosaicos cubriendo la sala de oración. Estos mosaicos describen eventos en la vida de Jesús, María y los santos.

Mosaico de la bóveda
Mosaico de la bóveda

Tiene un precioso mosaico del pavimento, en el centro del cual se insertan tres círculos, que simbolizan la Trinidad. Desde este punto central rayos irradian hacia el exterior en dos círculos concéntricos. El primero contiene los nombres de algunos profetas: Daniel, Isaías, Jeremías y Ezequiel; el segundo los nombres de los doce apóstoles. La bóveda del ábside es un mosaico de la Virgen y el Niño.

Maria con los doce apostoles
Maria con los doce apostoles

De la sala de oración una escalera desciende a la cripta, una habitación circular bajo la iglesia en cuyo centro yace una estatua de tamaño natural de María durmiendo, hecha de madera de cerezo y marfil. La cúpula se hace notar por su glorioso zodíaco de mosaico. Decoran el cielorraso de mosaico una figura de Jesús y alrededor de él retratos de algunas de las mujeres más famosas en la historia bíblica – Ruth, Estér, Yaél, Eva, Miriam (la hermana de Moisés). Rodeando a María hay varias capillas pequeñas, tres de ellas dedicadas a Austria, Hungría y la Costa de Marfil, que donaron fondos para la iglesia.

Sala de la dormición
Sala de la dormición

Normalmente los peregrinos la visitan cuando van al monte Sión camino del Cenáculo. Vale la pena ir al rezar a la Virgen al lugar en el que la tradición dice que nuestra Señora fue llevada a los Cielos en cuerpo y alma por la Trinidad Beatísima.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
ARTÍCULOS DESTACADOS Catolicismo Disensos Doctrina NOTICIAS Noticias 2013 - enero - agosto Noticias bis Sacerdotes Signos de estos Tiempos SIGNOS DE ESTOS TIEMPOS Signos Globales de estos Tiempos

La Virgen María no fue asunta al cielo en cuerpo y alma

Expresiones apóstatas de un sacerdote jesuita.

 

Hace menos de una semana publicamos el caso de la monja española Teresa Forcades que tiene y difunde posiciones divergentes con la doctrina eclesial sobre el aborto, la ideología de género y homosexualidad, sobre el sacerdocio femenino y además se mete en política partidaria en Cataluña, ver aquí, y también informamos sobre un evento que había organizado una universidad jesuita en Colombia de promoción abiertamente gay, ver aquí y aquí. Ahora le toca el turno a otro religioso, el sacerdote español y jesuita Juan Masiá que escribió dando una visión heterodoxa de la Asunción de María, que acabamos de celebrar. Para él asunta no significa que ascendió a los cielos en cuerpo y alma, como dice el dogma oficial de la Iglesia, sino que fue “absorbida por la vida”, transformada. Y para peor se lo explica a sus alumnas de teología “para para evitar un suspenso en el examen de hermenéutica y evolución de los dogmas”.   

 

juan-masia-clavel

 

Nuestra intención al dar repercusión a esto es proporcionar material para que nuestros lectores disciernan hasta donde una institución puede soportar “funcionarios” que tienen jerarquía en ella y todavía hacen docencia, manifestando opiniones contrarias a los documentos oficiales de la institución (la Iglesia Católica). Siempre es bueno que no haya una uniformidad monolítica en las instituciones a fin de que pueda enriquecerse la discusión, pero el punto es hasta donde debe llegar la disidencia y en que ámbito se debe manifestar (si en el interno o en el externo).

Para su discernimiento.

ASUNCIÓN NO ES TRANSPORTAR MÍTICAMENTE UN CADÁVER POR LOS AIRES PARA REANIMARLO EN LO ALTO DE LOS CIELOS

El sacerdote jesuita español Juan Masiá negó el dogma de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al cielo, asegurando que «María murió y la enterraron» y afirmó que

el 15 de agosto «conmemoramos la muerte como absorción por la Vida, la muerte de María como Asunción».

El Padre Masiá, en un texto publicado el 14 de agosto por el medio digital español Religión Digital, aseguró que tanto la Inmaculada Concepción y la Asunción de la Virgen María, ambos dogmas de fe de la Iglesia Católica, son solamente «metáforas de esperanza, expresiones simbólicas».

«Me preguntaron las alumnas en clase de teología si hay que creer que a la madre de Jesús no la enterraron y tuve que volver a aclararles lo que significa Asunción, para evitar un suspenso en el examen de hermenéutica y evolución de los dogmas», escribió.

El sacerdote jesuita aseguró que

«Asunción no es transportar míticamente un cadáver por los aires para reanimarlo en lo alto de los cielos».

LA CONTESTACIÓN DEL PADRE FORTEA

Pero en un texto publicado en su blog, titulado «La Asunción de la Virgen María, carta a Masiá», el sacerdote y teólogo español José Antonio Fortea, corrigió al jesuita, recordándole que

«la fe que nos ha sido transmitida es que el cuerpo de la Virgen María fue tomado (assumpta en latín) al Cielo».

Mientras que Masía indicó que

«Asunción significa Absorción y Asunta significa Absorbida por la Vida»,

el Padre Fortea señaló que

«Tomar es la traducción exacta del verbo assumere». «Ésa es la diferencia con el resto de los mortales, la assumptio corporis, el que el cuerpo fuera tomado«, dijo.

El Padre Fortea indicó además que

«los fieles están en libertad de creer que el cuerpo de la Virgen ascendió a los cielos como lo hizo Jesús o el profeta Elías, es decir, ascendiendo a la vista del que estuviera allí. O bien que simplemente desapareció. María podía estar en el lecho de su casa y desaparecer ante la vista de los que allí estuvieran presentes».

«Las dos posibilidades entran dentro de la fe. La cual sólo nos ha transmitido que el cuerpo fue tomado (assumptus) al cielo. No hablo de agonía de la Virgen, porque son muchísimos los autores (santos, místicos y teólogos) que siglo tras siglo nos describen ese tránsito como una dormición», señaló.

El Padre Fortea ha recomendado en el pasado a los fieles católicos no leer los libros «envenenados» del jesuita Juan Masiá Claver, por ser abiertamente contrarios a la doctrina de la Iglesia Católica.

CONTRARIO AL MAGISTERIO PAPAL

Lo escrito por el jesuita Masiá contradice abiertamente la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus de Pío XII, dada en 1950, en la que se define como dogma de fe la Asunción,

«que la Virgen María fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste«.

El documento pontificio señala que la Virgen María

«no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo».

La Constitución Apostólica advierte en efecto que

«si alguno, Dios no lo permita, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que hemos definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica».

UNA HISTORIA QUE SE REPITE CON MASIÁ

Las discrepancias del sacerdote jesuita español con la enseñanza de la Iglesia llevaron a que en 2009, tal como lo informara el propio Masiá, su Provincial en Japón, donde radica actualmente, le ordenara restringir sus publicaciones solo a ese país.

En esa ocasión, Masiá denunció una «inquisición» en su contra, acusando con ironía no a la S.J. (iniciales de Societas Jesu, Compañía de Jesús), sino a S.A., «es decir, Sociedad Anónima; el anonimato suele caracterizar las autorías terroristas».

En enero de 2006, el Padre Masiá fue cesado como director de la Cátedra de Bioética de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid (España), por sus controvertidas opiniones aceptando el uso del preservativo y la manipulación de embriones contenidas en su libro «Tertulias de Bioética», reiteradas tras su publicación.

En 2007, el Padre Masiá pidió que se le conceda la eutanasia a Inmaculada Echevarría, una mujer con distrofia muscular progresiva, asegurando que «la paciente tiene derecho a elegir cómo vivir su proceso de morir». En 2009 expresó similar opinión sobre Eluana Englaro, indicando que «hay que decir claramente: la moral no prohibe desconectar a Eluana».

El sacerdote jesuita también ha apoyado el aborto, indicando que hay casos, como el embarazo por violación, en los que

«la pregunta correcta del moralista no es si se puede interrumpir el proceso, sino si es irresponsable el permitir que siga adelante y, por tanto, hay más bien obligación moral de interrumpirlo».

En un texto publicado en el diario español El País en agosto de 2012, con el título «Aborto y vida naciente con malformaciones», el Padre Masiá aseguró que el aborto de un bebé con anencefalia «no es el aborto de un ser humano».

En diciembre de ese año, fingiendo una conversación entre el hoy Obispo Emérito de Roma Benedicto XVI y el Arcángel Gabriel, Masiá negó la concepción virginal de Jesús, asegurando que

«María y José hicieron al niño que el Espíritu les dió. El Espíritu les dió el niño que hicieron ellos».

Sobre el ayuno en el desierto de Jesús, el jesuita escribió el 12 de febrero de 2013 que a Jesús

«se le apareció en sueños una figura extraña, medio humano, medio cabrito. Pero el rostro del monstruo parecía su propio retrato, solo que en la frente llevaba una leyenda: ‘yo soy yo, 666’».

En su texto «Mujeres en la Última Cena», el jesuita ha señalado que la Virgen María tuvo cuatro partos, a pesar de que el Catecismo de la Iglesia Católica señala que «Jesús es el Hijo único de María» y que la Iglesia confiesa «la virginidad real y perpetua de María».

Fuentes: ACI Prensa, Signos de estos Tiempos

 

Haga click para ver las otras noticias

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:
Categories
Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Lugares Reliquias TESTIMONIOS Y MILAGROS

. El descubrimiento de la casa de Éfeso

La versión de una Virgen María que habría vivido en Éfeso una vez que su hijo desaparece de este mundo, es sólo una de las dos que sobre el tema existen en la tradición cristiana. La otra sitúa a la Virgen en Jerusalén, donde habría vivido  hasta el momento de la dormición. 

 

El contenido de este artículo se ha subsumido en este otro.