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Últimos años de la Vida de María

-SU VIDA EN ÉFESO. -SU REGRESO A JERUSALEM. -OPINIONES Y RELATOS DE SU VIAJE A ÉFESO SEGÚN LOS HISTORIADORES. -SU MUERTE RELATADA POR LOS VARONES APOSTÓLICOS Y ESCRITORES DE NUESTROS TIEMPOS.

No resulta de una manera evidente y clara la residencia de la Virgen Santísima durante los veintitrés años que sobrevivió a la Ascensión gloriosa de su amantísimo Hijo, nuestro muy amado Señor Jesucristo. La tradición es la que nos señala esta residencia de María en Éfeso, y a ello nada hay que objetar que pueda contradecir esta opinión histórico-tradicional. Que regresó a Jerusalem, en donde murió, es un hecho comprobado, claro y evidente, reconocido, acatado y venerado, testimoniado además de los relatos sagrados por los hechos materiales del sepulcro de la Virgen, la casa en que habitó y demás accidentales que determinan el hecho en su concepto histórico y en el de la creencia religiosa fundada en las virtudes y excelencias de la Purísima Señora.

Por tanto, aceptamos la traslación de María Santísima con San Juan a Éfeso, su estancia en aquella ciudad y su vida tranquila y retirada, sin que acontecimiento alguno de aquélla trascendiera al mundo de la historia o de la tradición, y su regreso a Jerusalem cuando la edad ya avanzada de María la aproximaba, humanamente hablando, al sepulcro, avecinándose con la muerte. Como ni el Evangelio nos habla ya de María, y sólo por relación de eminentes Padres de la Iglesia y escritores católicos se relacionan los hechos y la muerte de la Pura Virgen María, a ellos, como égida segura, como faro de sagrada y mística luz, nos acogemos y a sus opiniones nos inclinamos como hijas de una fe acendrada y de un conocimiento e interpretación de los hechos superior a nuestras fuerzas y muy en armonía en nuestro sentir con aquéllos, por su fundamento y su piedad.

El P. Rivadeneyra se expresa en este punto de una manera clara, como convincente lo es su sabio razonamiento:

«También estuvo un poco de tiempo la Santísima Virgen en la ciudad de Éfeso, en la provincia de Asia, juntamente con San Juan Evangelista, como se saca del Concilio Efesino en una epístola escrita al clero de Constantinopla, derramando en todas partes su resplandores, y dando salud espiritual y vida a todos aquellos con quienes trataba.

»Habiendo pues pasado con este temor de vida muchos años, y guardándola Dios para consuelo y bien de toda la Iglesia; siendo ya de anciana edad, viendo extendida por el mundo la fe y el nombre de su Hijo, encendida de amor y derretida de deseos de verle, le suplicó afectuosamente que la librase de las miserias de esta vida y la llevase a gozar de su bienaventurada presencia. Oyó los piadosos ruegos el Hijo de la Madre, a quien siempre oye, y envióle un ángel con la alegre nueva de su muerte, la cual Ella recibió con gran júbilo de su espíritu y descubrió a su querido hijo Juan Evangelista».

Tal es la manera como el docto Padre Rivadeneyra expresa y señala su parecer respecto de los últimos años de la existencia terrenal de nuestra Santa Madre la Virgen María. Como de paso, cual hemos visto, había de el poco de tiempo que María vivió en Éfeso con San Juan Evangelista.

Sor María de Ágreda se expresa acerca de este punto con la elocuencia y hermoso estilo que le son propios, y con la claridad de inteligencia y alto sentido filosófico que se manifiesta en su hermosa obra acerca de María Santísima:

«Llegó María a la edad de sesenta y siete años sin haber interrumpido la carrera ni detenido el vuelo, ni mitigado el incendio de su amor y merecimientos, desde el primer instante de su Inmaculada Concepción; pero habiendo crecido todo esto en todos los momentos de su vida, los inefables dones, beneficios y favores del Señor, la tenían toda deificada y espiritualizada; los afectos, los ardores y deseos de su corazón no la dejaban descansar fuera del centro de su amor; las prisiones de la carne le eran violentas, y la misma tierra, indignada por los pecados de los mortales de tener en sí al tesoro de los cielos, no podía ya conservarle más sin restituirle a su verdadero dueño».

Como se ve, la virtuosa escritora nada nos dice ni apunta acerca del traslado de María desde Jerusalem a Éfeso, y ni aun nos dice que por ningún motivo saliera de la ciudad deicida, y sí que en ella residía y en ella murió como más adelante lo expresa y narra con un colorido y encanto del glorioso tránsito de María, que resulta un tan hermoso como sentido idilio en vez de una elegía. En cambio, Casabó, admite el viaje a Éfeso, que relata con riqueza de detalles, y aun algún tanto de carácter dramático.

«Interin San Juan prevenía la jornada y la embarcación para Éfeso, continuaba la Virgen como siempre en pedir con gran fervor por la defensa y aumento de la Santa Iglesia. Pasados cuatro días, que era el quinto de enero del año cuarenta, avisóla San Juan que era hora de partir, porque había embarcación y estaba dispuesto todo para el viaje. Sin réplica ni dilación se puso de rodillas la gran Maestra de la obediencia, y pidió licencia al Señor para salir del Cenáculo y de Jerusalem. En seguida se fue a despedir del dueño de la casa y de sus moradores, que estaban inconsolables por la pérdida que iban a experimentar, y así, todos querían seguirla y acompañarla. Agradecida la gran Señora, templó su dolor con la promesa de su vuelta. Previa licencia que pidió a San Juan, visitó los Lugares Santos, y en compañía del Apóstol hizo aquellas sagradas estaciones con mucha devoción, lágrimas y reverencia. Pidió después la bendición a San Juan, puesta de rodillas, para caminar como lo hacía antes con su Hijo. Muchos de los fieles de Jerusalem le ofrecieron dinero, joyas y carruajes hasta el mar y lo necesario para el viaje, pero con su prudencia, satisfizo a todos sin admitir cosa alguna. Para las jornadas hasta el mar sirvióla un jumentillo en que hizo el camino como reina de los pobres.

»Llegados al puerto, embarcáronse en un buque con otros pasajeros. Vivían en Éfeso algunos fieles, aunque pocos, procedentes de Jerusalem y Palestina, y al saber la llegada de la Virgen, acudieron a visitarla y a ofrecerla sus posadas y haciendas; pero Ella eligió para su morada la casa de unas mujeres recogidas, retiradas y no ricas, que vivían solas sin compañía de varones. En esta posada vivió mientras estuvo en Éfeso.

»En Éfeso recibió la Virgen la visita de Santiago, quien embarcado en las costas de Cataluña se dirigió a Italia, y de allí pasa cuenta a María de su predicación en España, y postrado en tierra demostróle su agradecimiento por haberle visitado personalmente en Zaragoza.

»Quedó en Éfeso la Virgen, después de despedido Santiago, atenta a todo lo que sucedía a éste y a los demás Apóstoles, sin perderlos de su vista interior, y sin cesar en las peticiones y oraciones por ellos y por todos los fieles de la Iglesia.

»Así que San Juan estuvo en Éfeso con la Virgen Santísima, comenzó a predicar en la ciudad, bautizando a los que convertía…»

Relata después, que en virtud de una carta de San Pedro pidiendo su vuelta a Jerusalem, determinó a María Santísima a tornar a la ciudad natal, y añade:

«Salió San Juan a buscar embarcación para Palestina y prevenir lo necesario para disponer con brevedad la partida. Ínterin llamó la Virgen a las mujeres que tenía en Éfeso por conocidas discípulas, para despedirse de ellas y dejarlas informadas de lo que debían hacer para conservar la fe. Eran éstas en número de setenta y tres, vírgenes muchas de ellas, especialmente nueve, que por disposición divina se libraron de la muerte cuando la ruina del templo de Diana…

»Dos años y medio permaneció la Virgen en Éfeso. Llegado el día de partir, pidió la bendición a San Juan antes de embarcarse. El viaje fue muy tempestuoso, pero la que es Estrella del Mar cuidó de llevar la nave a puerto, desembarcando a los quince días de navegación…»

Tal es la manera, como hemos dicho, sumamente poética y llena de detalles minuciosos, nos cuenta el citado historiador de Vida de María, este episodio de la vida de la Señora en su viaje y estancia en Éfeso. Narración hermosa, llena de encantos y poesía, pero que no vemos relatada con tal riqueza de color y accidentes como la cuenta y reseña el ilustre y notable historiador Sr. Casabó.

Con poético estilo que le es propio, con frase verdaderamente meridional, llena de fuego y encanto, dominando el estro artístico en toda su obra, muchas veces no del todo ajustado a la índole de tan serio asunto y siguiendo más en algunos puntos el tono de poeta que de historiador, el tantas veces citado Orsini en su conocida obra de la Vida de María, dice:

«La Santa Virgen permaneció en Jerusalem hasta tanto que la terrible persecución que estalló contra los cristianos en el año cuarenta y cuatro de Jesucristo, la obligó a salir de allí con los Apóstoles. Su hijo adoptivo la condujo entonces a Éfeso, a donde Magdalena quiso seguirla. Esos nobles corazones se habían enlazado al pie de la Cruz con cadenas de diamante que sólo la muerte pudo romper y que se han vuelto a anudar en el cielo».

Ninguna noticia nos ha quedado de la permanencia de María en Éfeso, y esta falta se explica fácilmente por las circunstancias de aquella época. Después de la resurrección del Salvador, los Apóstoles, únicamente ocupados en la propagación de la fe, pusieron en la clase de cosas secundarias todo lo que no entraba de un modo directo y notorio en un interés que absorbía lo demás…

«Que la Madre de Jesús haya seguido la suerte de los Apóstoles, es fácil concebirlo. Habiendo pasado los últimos años de su vida lejos de Jerusalem en un país extranjero, en que su permanencia no se señaló con ningún hecho notable, no ofrece otra cosa que una superficie plana que no ha dejado vestigio durable en la memoria fugitiva de los hombres; sin embargo, el estado floreciente de la Iglesia en Éfeso, y los elogios que San Pablo tributa a su piedad, indican bastantemente los cuidados saludables de la Virgen…

»Durante su permanencia en Éfeso fue cuando María perdió la fiel compañera, que a imitación de Ruth había abandonado su país y su pueblo para seguirla más allá de los mares; Magdalena murió, y María la lloró como Jesús había llorado a Lázaro.

»Llegando a Jerusalem, retiróse la Virgen a la montaña de Sión, a una corta distancia del palacio arruinado de los príncipes de su linaje, y en la casa que había sido santificada por el descenso del Espíritu Santo. San Juan la dejó para ir a participar a Santiago, primer obispo de Jerusalem, y a los fieles que componían su iglesia, ya numerosa, que la Madre de Jesús volvía entre ellos para morir».

Como se ve y vamos relacionando estos autores entre sí, Orsini es más parco en detalles que Casabó, aun cuando ambos se dejan dominar demasiado, en nuestra opinión, por elemento poético; pero éstos, con María de Ágreda, aceptan y relatan el viaje y estancia de María en Éfeso.

No obstante lo antes escrito, repetimos que la opinión en este punto de otros no menos respetables y críticos historiadores, es la de no aceptar tan sólo como tradición la estancia de la Virgen María en Éfeso, y nosotros, sin negar la autenticidad de la tradición, ni afirmarla, pues que sólo en la fe, en la creencia se funda y en nada, empero, contradice ni dificulta el concepto general evangélico acerca de María, las hemos consignado para conocimiento y para ilustración de los últimos años de la vida de la Señora, transcurridos en medio de una tan hermosa como plácida obscuridad, hija de su modestia y del modelo de virtudes, como lo era la pura Madre de Dios.

Réstanos ahora ocuparnos llenos de fe y amor en Nuestra Santa Madre, de su muerte, de su glorioso tránsito de este mundo, del que tanto deseaba salir María para gozar de la presencia de su muy amado Hijo, y relatar este último y grandioso hecho de la vida terrenal del Espejo de las Virtudes, de la Reina de los cielos, nuestra amante abogada, como Consuelo de los Afligidos y Madre de los Desamparados.

Para ello consignaremos de la misma manera el relato que de su gloriosa muerte hacen los citados historiadores, para referirla luego con nuestra pobre pluma este relato, esta narración, que en el fuego del amor a su santo Nombre, pretendemos hacer, como oración entusiasta y llena de esperanza en sus misericordias, y que elevamos a su trono para que sea acepta como acto de amor y veneración a nuestra Madre amparadora en las desgracias, y Consuelo inmenso en nuestras desgracias.

El acto grandioso del tránsito de María, es un hecho en el que la pluma, impulsada por el amor y la veneración de los que lo han descrito, ha hecho por la misma grandiosidad, tierna y amorosa del acto, que sea pintada, narrada, con un colorido de luz, un ambiente de plácida coloración que suena con la misma dulzura que la música de un arpa, como el canto de los Ángeles bendiciendo a su Reina y Señora: hecho es que no hay escritor, que al relatarlo, no se vea en su descripción movido su pecho, elevado su espíritu por ese lazo de amor y de cariño que nos une con María, la santa Madre del Cordero, la protectora y amparadora de los desterrados hijos del pecado en este mundo, que Ella llena con su mirada y su amor.

La noticia de su muerte comunicada a San Juan, dice el P. Rivadeneyra relatándola:

«Él lo dijo a los fieles que estaban en Jerusalem, y luego se derramó por los otros cristianos que estaban en toda aquella comarca, y vinieron muchos a Jerusalem y se juntaron en el monte de Sión, en la casa donde Cristo cenó con sus discípulos e instituyó aquella mesa real de su Sagrado Cuerpo para sustento de toda su Iglesia, y el Espíritu Santo había venido en lenguas de fuego. Trajeron los fieles muchas velas, ungüentos y especies aromáticas, como tenían de costumbre, y muchos himnos compuestos para cantar en su glorioso tránsito; y para mayor gozo de la Virgen y consuelo de los Apóstoles, de varias partes y provincias del mundo, en que andaban predicando, todos los que vivían entonces fueron traídos milagrosamente a su presencia; halláronse también otros varones apostólicos, Hieroteo, Timoteo y Dionisio Areopagita y otros muchos, que con grande instancia habían pedido al Señor que les hiciese dignos de ver aquel dichoso espectáculo. Cuando la Virgen purísima vio aquella santa y bienaventurada compañía, se gozó con un gozo inefable e hizo gracia a su bendito Hijo por aquel incomparable beneficio que le había hecho, y con rostro grave y sereno les dijo: que los espíritus celestiales habían mucho deseado su partida de esta tierra y que Ella también lo había suplicado a Dios, y Él se lo había otorgado, y que así presto se cumpliría. Recostóse en una humilde cama, y mirando a todos, que ya tenían candelas encendidas en las manos, con un aspecto más divino que humano, les mandó que se acercasen para darles su bendición…

»En diciendo esto se reclinó en la cama y se compuso decentemente y levantando las manos en alto, llena de increíble gozo por ver a su Hijo que la llamaba y convidaba a la eterna felicidad, le dijo: ‘Cúmplase en Mí tu palabra’, y con esto y como quien se echa a dormir, sin dolor alguno ni pesadumbre, dio su alma a aquel Señor, a quien Ella había dado su carne, la noche del día antes del quince de agosto, cincuenta y siete años después que parió a Cristo y a los veintitrés de su pasión, siendo de edad de setenta y dos años menos veinticuatro días, según la más probable y verdadera opinión, porque algunos no le dan sino cincuenta y nueve, otros sesenta y dos a sesenta y tres y otros menos. Pero supuesta la verdad tan testificada de tantos y tan graves autores, que los sagrados Apóstoles se hallaron a la muerte de la Virgen Santísima, y que San Dionisio Areopagita, como él dice, estuvo presente a ella, necesariamente habemos de dar más larga edad; pues él no se convirtió a Cristo hasta que San Pablo vino a Atenas, que fue el año del Señor de cincuenta y dos, y a los sesenta y siete de la Virgen».

De esta manera tan reverente, solemne y tierna al mismo tiempo nos relata el sabio padre Rivadeneyra el glorioso tránsito de la santa y purísima Señora. La venerable Sor María de Ágreda, puede decirse que concuerda con la relación del sabio jesuita.

«Acercábase ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva Arca del Testamento, había de ser colocada en el Templo de la celestial Jerusalem con mayor gloria y júbilo que su figura fue colocada por Salomón en el santuario debajo de las alas de los querubines. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la Gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalem y casa del Cenáculo.

»Fueron todos con San Pedro al oratorio de la Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco.

»Al entonar los Ángeles música, se reclinó María en su tarima o lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado Cuerpo, puestas las manos juntas y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo segundo de los Cantares: Surge, propera, amica mea, etc., que quiere decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, que ya pasó el invierno, etc.; en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Cerró los virginales ojos y espiró.

»Sucedió este glorioso tránsito el viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo, el día 13 de agosto, en que murió, hasta el 8 de septiembre, que nació y cumpliera los setenta años. Después de la muerte de Cristo, sobrevivió la Madre en el mundo veintiún años, cuatro meses y diez y nueve días y de su virgíneo parto era el año cincuenta y cinco».

Casabó sigue literalmente a Sor Ágreda, no añadiendo a nuevo y copiando lo que acerca del glorioso tránsito de María dice aquella sagrada escritora y Orsini, nos relata esta conmovedora escena con la viveza de la descripción y la mágica de su estilo en los siguientes párrafos:

«Era el día y había llegado la hora. Los santos de Jerusalem vieron otra vez a la hija de David siempre pobre, siempre humilde, siempre hermosa, porque se hubiera dicho que esta santa y admirable criatura se libraba de la acción destructora del tiempo, y que predestinada desde su nacimiento a una completa y gloriosa inmortalidad, nada en Ella debía perecer. Grave, pues, pero no enferma, María recibió a los Apóstoles y discípulos recostada en un pequeño lecho de pobre apariencia, acomodado a su traje de mujer de pueblo que nunca había dejado. Brillaba en su aspecto, lleno de nobleza y de modestia, alguna cosa tan majestuosa y patética, que toda la asamblea se deshizo en lágrimas. Sólo María permaneció en calma en este vasto y elevado salón, en que se habían agolpado una multitud de antiguos discípulos y de nuevos cristianos igualmente deseosos de contemplarla.

»Era ya de noche y unas lámparas con varios mecheros suspendidas del techo con cadenillas de bronce arrojaban aquí y allí manojos de rayos de color rojizo sobre la reunión silenciosa, que parecía recibir con ellos un nuevo grado de solemnidad. Los Apóstoles, vivamente conmovidos, estaban de pie en torno del lecho fúnebre. San Pedro, que tanto había amado al Hijo de Dios durante su vida, contemplaba a la Virgen con un sentimiento de dolor, y su mirada eficaz parecía decir al obispo de Jerusalem: ¡Cuánto se asemeja a Jesucristo! En efecto, la semejanza era admirable; y la actitud inclinada de María, que recordaba la del Salvador durante la cena, acababa de completarla. Santiago, que había recibido de los mismos judíos el renombre de justo, y que sabía dominar sus emociones, devoraba las lágrimas que se amasaban lentamente al borde de sus párpados. El Príncipe de los Apóstoles, hombre de franqueza y de primer movimiento, hallábase profundamente conmovido y no lo cubría: San Juan tenía envuelto el rostro con un lienzo de su manto griego, pero sus sollozos lo descubrían. No había en toda la asamblea un corazón que no estuviese partido de dolor, ni ojo del que no manasen lágrimas. Después de haberse recogido un momento, María fijó sus miradas sobre esos fieles servidores que estaban todos unidos en el amor de Jesucristo, y que debían probarlo de allí a algún tiempo en medio de los tormentos; empezó a hablarles, y su voz llena de melodía, tomó una expresión tan tierna, tan hondamente afectuosa, y a la vez tan consoladora, que todos los dolores se calmaron por algún tiempo. Ella les dijo que la afección filial que le demostraban le hacía solamente echar de menos la vida, que había deseado con ardor ese día, que iba a reunirse a su Hijo por toda la eternidad, y que bendecía a Dios de haber abreviado el tiempo de su triste peregrinación. Después de haberles prometido que les sería siempre favorable, que no olvidaría jamás en medio de los goces celestiales, que Ella había sido Hija de los hombres, les mostró la tierra vista desde las alturas del cielo; y se elevó gradualmente a consideraciones tan elevadas y a reflexiones tan sublimes, que cada uno olvidaba en medio de su asombro que el cisne cantaba para morir. Pero aproximábase la hora fatal: María extendió sus manos protectoras sobre los hijos que iban a quedar huérfanos, y alzando sus bellos ojos hacia los astros que brillaban en el firmamento, con una majestad serena, vio el cielo abierto y al Hijo del Hombre que bajaba sobre una nube luminosa para recibirla en los confines de la eternidad. A esa vista un color sonrosado se apareció por su semblante, sus ojos pintaron todo lo que el amor maternal, el júbilo, llevado hasta el arrobamiento y la adoración infinita pueden exprimir, y su alma, dejando sin esfuerzo su cubierta mortal, cayó dulcemente en el seno de Dios».

Tal es la manera dulce, poética y sentida con que pintan y narran la muerte de María los ya citados escritores, y a estos relatos hemos de consignar, como fuente de sagrada tradición que admite la Iglesia en sus rezos, la narración que del glorioso tránsito de María Santísima nos ha hecho San Juan Damasceno en su sermón de Dormitione Deiparae:

«Por una antigua tradición, dice, ha llegado hasta nosotros la noticia de que al tiempo de su glorioso tránsito todos los santos Apóstoles que andaban por el mundo trabajando para la salvación de las almas, se reunieron al punto, llevados milagrosamente a Jerusalem. Estando pues, allí, gozaron de una visión angélica, oyeron un celestial concierto, y de este modo entregada en manos de Dios su ánima santa, henchida de soberana gloria. Su cuerpo, que había recibido a Dios de una manera inefable, fue enterrado en un nicho allí en Gethsemaní, mezclándose en el entierro los himnos de los Apóstoles con las armonías de celestes coros. Durante tres días se oyeron allí cantos angélicos que cesaron al cabo del tercero día. Llegando entonces el Apóstol Santo Tomás, único que faltaba, y deseando adorar aquel Cuerpo que había tenido a Dios encarnado, abrieron el túmulo, mas ya no encontraron allí el sagrado Cuerpo, sino solamente aquellos objetos con que había sido sepultada, los cuales despedían suavísima, fragancia: en vista de esto volvieron a cerrar el modesto túmulo. Asombrados en presencia de este misterioso milagro, no pudieron menos de pensar en Aquel a quien plugo encarnarse en las entrañas de la Virgen María para hacerse hombre y nacer como tal, siendo Dios, el Verbo y Señor de la gloria, y que preservó incólume su virginidad a pesar del parto: quiso también honrar su Cuerpo inmaculado en seguida de su muerte, conservándolo sin corrupción alguna y concediéndole el que fuese trasladado al cielo antes de la general resurrección del género humano.

»Cuando esto aconteció estaban con los Apóstoles el muy santo varón Timoteo, primer obispo de Éfeso y San Dionisio Areopagita, según atestigua él mismo, en lo que escribió acerca del bienaventurado Hierateo, que también se hallaba allí, diciendo: -Entre los mismos santos prelados, inspirados por Dios, se convino en celebrar con himnos como cada cual pudiese, la infinita bondad del poder divino, acerca del sagrado Cuerpo de la Virgen, cuando nos reunimos con muchos de nuestros santos hermanos, como ya te acordarás, para ver aquel Cuerpo de donde la vida tuvo principio, y que engendró al mismo Dios; estando también allí Santiago, pariente del Señor, y Pedro, autoridad suprema y la más antigua entre los teólogos».

Esta es la tradición de la Iglesia sobre el tránsito y Asunción de la Virgen Santísima a los cielos desde los primeros tiempos del Cristianismo, según refiere un padre tan discreto y tan eminente como el Damasceno, y la ha aceptado la Iglesia consignándola en su rezo, diga lo que quiera la crítica contra ello.

San Juan Damasceno vivía en el siglo VIII, y aun cuando hay mucha distancia desde este siglo al primero en que murió la Santísima Virgen, y de aquí al 754 o 757 en que murió aquel santo padre, su autoridad es muy grande para afianzar una tradición que duraba y sosteníase en su tiempo; no obstante es un poco débil: para afianzar la exactitud histórica, dice Lafuente.

No faltan críticos que apoyándose, no sabemos en qué fundamentos, no se avienen a que la Santísima Virgen muriese en Jerusalem sino en Éfeso, y el hecho o razón en que se apoyan es de que habiendo de ser aquélla arrasada y abrasada por los romanos, diez años después, no quería María morir en la ciudad en que fue muerto su Hijo.

Y como en estos asuntos de crítica y de crítica histórico-religiosa lo mejor es no negar ni aceptar de ligero juicios y opiniones, copiaremos lo que acerca de este punto dice un piadoso y eruditísimo Padre de la Compañía de Jesús, el P. Centucci en la «Vida de Santa Pulquería».

«Para mejor inteligencia de este punto, dice, conviene aquí lo que Nicéforo refiere en otro lugar, y es, que deseando la Santa (Pulquería), obtener el cuerpo de la Madre de Dios(2) para enriquecer con él su iglesia, y pidiendo con instancia esta gracia a Juvenal, Patriarca de Jerusalem, el cual después del Concilio se había quedado en la corte, con motivo de una sedición, le respondió el patriarca que el sepulcro de la Virgen estaba efectivamente en Jerusalem, pero que según una tradición, no menos antigua que verdadera, habiendo abierto los Apóstoles el sepulcro de la Virgen, tres días después de su muerte, para mostrar el Cuerpo a Santo Tomás que no había asistido como ellos a la muerte y sepultura de la misma, no hallaron en él otra cosa más que las fajas y los lienzos sepulcrales, quedando todos persuadidos de que el sagrado Cuerpo de la Virgen había sido llevado al cielo juntamente con el ánima por el especial favor de su divino Hijo. Oyendo esto, añade Nicéforo, ya que no podía obtener otra cosa, pidió que le diesen a lo menos el sepulcro con los lienzos que en él habían quedado, en lo cual le complació Juvenal, enviándole después de su regreso a Jerusalem todo cuanto deseaba,

»Esta relación (dice el sabio padre jesuita Centucci), tiene tantas dificultades en todos sus pormenores que, exceptuando la Asunción de la Santísima Virgen, muchos escritores modernos no ven en ella más que una voz popular, transformada en punto histórico sin pruebas suficientes, o una invención, sea de Juvenal, sea de cualquier otro de devoción poco discreta e infundada. No es este lugar de examinarla críticamente; pero limitándonos únicamente a lo que pertenece a nuestra Santa, si la Asunción de la Santísima Virgen era, según dice Juvenal, una tradición antiquísima y por consiguiente notoria, ¿cómo podía ignorarla Pulquería, mujer no menos docta que piadosa, hasta el punto de pedir con instancia el Sagrado Cuerpo? ¿Y cómo podía obtener el sepulcro, cuando de los escritores vecinos a aquellos tiempos se colige la incertidumbre que entonces había y aún dura al presente, del lugar donde vivía la Virgen y de la ciudad donde murió, si fue en Jerusalem o en Éfeso? Pero cualquiera que fuese este sepulcro, que entre los judíos solía abrirse en la pena viva, ya fuese caja fúnebre, si es que tal cosa existía en el pueblo hebreo, o féretro para transportar los cadáveres, que por lo mismo no suele encerrarse en la tumba, como aquí debiera suponerse, cualquiera, repito, que fuese este pretendido sepulcro, es lo cierto que la santa no pudo colocarle en su templo, porque Juvenal volvió a Jerusalem en julio, o poco antes de que Pulquería pasara a mejor vida, o más probablemente en agosto, cuando ya había muerto, como lo confiesa el mismo Nicéforo, poco concorde consigo mismo, cuando sin hacer mención de la Santa dice que fueron llevadas a Constantinopla aquellas reliquias en tiempo de Marciano, que sobrevivió a su esposa.

»Si en tal incertidumbre pudiesen dar alguna luz las conjeturas, yo creería (dice el P. Centucci) que hay en ello alguna equivocación originada de lo que sucedió, según dicen, en tiempo de León. Pretenden algunos que, habiéndose hallado en poder de una piadosa mujer de Palestina ciertos vestidos que había usado la Virgen, fueron colocados por aquel Emperador en la iglesia de Blancherna, con la misma caja en que antes se conservaban. No hay cosa más fácil que, por haber venido de Jerusalem, creyese el vulgo que fuese aquélla la caja sepulcral y los vestidos los mismos que quedaron en el sepulcro después de la Asunción de la Santísima Virgen, y tomando los historiadores sucesivos como un hecho positivo lo que no era más que una voz popular, se llegase a formar una relación, no menos extravagante por el anacronismo, que por las circunstancias con las cuales quisieron adornarla y hacerla más admirable».

De este modo es como se expresa el P. Centucci respecto de estas tradiciones.

Por su parte los escritores, agustinianos principalmente, que se ocupan de la fiesta de la Correa que ceñía la Virgen María, suponen que entre los lienzos y demás objetos de su mortaja que en el sepulcro quedaron, estaba la correa con que la Virgen María ceñía su túnica a la cintura, y otros añaden que esto fue lo que regaló Juvenal a Santa Pulquería. Pero hay que tener presente que el mismo Nicéforo no había de correa, ni aun siquiera de ceñidor, ni cíngulo, sino de fajas para amortajar (sepulcrales fascius) o sean las largas tiras de lienzo con que los judíos, como los egipcios, envolvían y ceñían los cadáveres, y así nos lo describe el Evangelio cuando nos habla de la resurrección de Lázaro.

Nosotros nada decimos acerca de este punto, pero tenemos, y en ella nos apoyamos, una autoridad muy respetable, cual es la del español Fray Antonio del Castillo, o sea el autor del libro «El Devoto Peregrino», tan conocido por los amantes de la historia y las personas piadosas, cuando nos habla del sepulcro de la Virgen como existente en Jerusalem La hermosura y sencillez del estilo de este viajero y buen fraile español, que allá estuvo y celebró más de doscientas misas en la iglesia del sepulcro de María, son la prueba más fehaciente, en nuestro entender, acerca de aquella, respetada y admitida por la Iglesia, piadosa tradición.

Dice el P. Antonio del Castillo: «Entramos en el huerto de Gethsemaní, y luego fuimos al sepulcro de la Virgen Santísima. Es una iglesia grande y hermosa, de maravillosa fábrica y arquitectura; la mayor parte de esta iglesia está debajo de tierra, de modo que tanta máquina como tiene, no se viene a descubrir por arriba mas que fábrica cuadrada por de fuera, y toda ella no parece sino una casa muy pequeña.

»Bájase a esta iglesia por cincuenta escalones muy anchos espaciosos; son todos de jaspe blanco. A poco más de la escalera, como se va bajando a la mano izquierda, está el sepulcro de San José, esposo de la Virgen, en una capilla muy pequeña, y en la misma capilla está también el sepulcro de Simeón el justo, el que tuvo al Niño Jesús en sus brazos, cuando le presentó la Virgen en el templo. A la mano derecha en frente de esta capilla hay otra en la cual están los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen.

»En bajando a la iglesia, en medio de ella está el sepulcro de la Virgen Santísima. Está todo hecho de una piedra y cubierto de mármol fino muy blanco. Aquí decimos misa los sacerdotes latinos solamente. (Esto fue en su tiempo, pues hoy se han apoderado los cismáticos, consiguiendo con sus rapiñas despojar a los latinos.)

»En saliendo de este santísimo sepulcro, como treinta pasos, se entra en la cueva en donde Cristo oró y sudó sangre la noche de su Pasión».

Como se ve por lo expresado por Castillo, es muy difícil aceptar las tradiciones griegas acerca de la muerte de la Santísima Virgen en Éfeso, y al efecto examinaremos lo que los principales viajeros católicos dicen y opinan acerca de la veracidad y fundamento de la muerte de María en Jerusalem como la acepta, y reza la Iglesia católica, cuya decisión y autoridad es concluyente y sin disputa.

Pues que la Iglesia de Jerusalem conserva la tradición citada y la memoria del sitio y sepulcro de María, que la Iglesia acepta, admite y reza en su oficio el relato de San Juan Damasceno; lo más seguro es aceptar lo que la Iglesia acepta, cree y estima, confirmándose con ello y con lo que la piedad ha ido trasmitiendo desde Jerusalem hace diez y nueve siglos, tradición, creencia y fe, que como hemos dicho consignan y creen, estiman y aprecian, cuantos escritores católicos han tratado de este punto, y cuyos escritos y palabras copiaremos para afirmación mayor de esta sagrada tradición.

Casabó se expresa en estos términos al tratar del entierro de Santa Virgen, aceptando su muerte en Jerusalem.

«Los Apóstoles, a quienes principalmente tocaba este cuidado, trataron luego de que se le diese sepultura, señalándole en el valle de Josafat un sepulcro nuevo que allí estaba prevenido misteriosamente por la providencia de su Hijo.

»Levantaron los Apóstoles el Sagrado Cuerpo, llevándole ellos sobre sus hombros, y con ordenada procesión partieron del Cenáculo para salir de la ciudad al valle de Josafat…»

Orsini dice:

«Terminados los preparativos del duelo, colocóse a la Madre de Dios en un lecho portátil lleno de substancias aromáticas; cubriósela con un velo suntuoso, y los Apóstoles reclamaron el honor de llevarla sobre sus hombros hasta el huerto de Gethsemaní…

»Llegado al lugar de la sepultura paróse el lúgubre acompañamiento.

»Un Apóstol que volvía de un país lejano, y que no se había hallado presente a la muerte de la Virgen, llegó en este intermedio a Gethsemaní; era Tomás, aquel que había puesto su mano en las llagas de su Maestro resucitado. Corría para echar una última mirada sobre los fríos despojos de la mujer privilegiada que había llevado en sus castas entrañas al Dueño Soberano de la naturaleza. Vencidos por sus instancias y sus lágrimas, quitaron los Apóstoles el trozo de piedra que cerraba la entrada del sepulcro, pero no encontraron más que las flores apenas marchitas, sobre las cuales había descansado el cuerpo de María, y su blanco sudario de precioso lino de Egipto, que exhalaba un olor celestial…»

Barcia, en su libro Palestina, dice en su visita a la iglesia del sepulcro de María lo siguiente, sin determinar una opinión concreta:

«La autenticidad del sepulcro de la Virgen es discutible. La opinión que afirma haber muerto María en Jerusalem y haber sido enterrada allí, data de los primeros siglos, pues que en el IV se aisló el sepulcro de la roca, dejándolo en la forma que hoy tiene; pero en la misma época se afirmaba por otros haber muerto en Éfeso y existir allí su verdadero sepulcro. Así lo declaró el tercer Concilio general que se celebró en esta ciudad, el año 341».

Ibo Alfaro, en su obra Jerusalem, dice respecto del sepulcro de la Virgen Santísima:

«Esta Basílica, cuya fachada la adornan multitud de columnas y archivoltas ojivales, encierra en su seno los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, el de San José y sobre todo en el lugar preferente el en que descansó tres días el Cuerpo de María. Una ancha escalera de cuarenta y ocho peldaños (el P. Livinio en su guía tantas veces citada, dice cuarenta y cuatro), conduce al fondo de la capilla, que forma una cruz latina y que es espaciosa, pues mide próximamente unos treinta metros de largo por ocho de ancho. En el séptimo escalón se encuentra a la derecha una abertura en el muro y se sospecha sea esto el sepulcro de Melisenda, esposa de Fulco, rey de Jerusalem en tiempo de las Cruzadas. Quince peldaños más abajo, o sea veintidós, a contar desde la puerta de entrada, se abren dos grutas a derecha e izquierda de la escalera, frente la una de la otra; estas dos grutas, que los frailes nombran capillas, contienen la de la izquierda los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana y el de la derecha el de San José. Cuando ya se ha llegado al fondo de aquel templo, donde arden multitud de lámparas, y donde se respira una plácida calma que templa el corazón cansado de las agitaciones del mundo, se encuentra a la derecha una pequeña capilla cuadrangular, cuyas paredes de roca viva ocultan flotantes tapices de seda; en aquella misteriosa capilla se alza adherida al muro una banqueta de piedra revestida de planchas de mármol, un altar hueco del que penden veintiséis lámparas se levanta sobre aquel banco de piedra y junto a aquel banco de piedra se arrodilla el viajero, que impelido por el fervor religioso llega de lejanos países, porque aquel banco de piedra es el sepulcro de María. Allí reposó tres días la Madre de Cristo, la mujer más santa y más pura de la tierra, la flor de Jericó, la estrella de los mares, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos. Yo he visto la casa en que nació, allí junto al templo de Jehová, yo he visto el lugar en que su alma fue ahogada por la más honda pena, allá… en la cima del Calvario, yo he visto el lugar en que después de muerta permaneció su cadáver algún tiempo, allá pasado el torrente Cedrón, en el valle de Josefat, al comenzar el monte Olivete…; y hoy en que aún enfermo, consigno en estas páginas mis recuerdos e impresiones de aquellos Santos Lugares, experimenta mi alma una tierna y suavísima afección.

»En el fondo de la basílica, no lejos del sepulcro de María, se ve un altar perteneciente a los armenios no unidos; cerca de éste otro perteneciente a los griegos no católicos, y cerca de los dos un pequeño ábside donde oran los musulmanes, que también los musulmanes de Oriente veneran a Cristo, a quien llaman el espíritu de Dios; y a la Virgen, a quien proclaman la más grande y mejor de las mujeres…»

Don José María Fernández y D. José Freire y Banero, hacen acerca del sepulcro de la Virgen, parecida descripción a la anterior, y respecto al lugar del tránsito de María y a la consiguiente autenticidad de estos santuarios, dicen lo siguiente:

«Respecto a la muerte de la Santísima Virgen, no está enteramente evidenciado que haya sucedido en Jerusalem, aunque es la opinión más probable, casi segura. No faltan, sin embargo, quienes creen que el tránsito dichosísimo acaeció en la ciudad de Éfeso. Fúndanse en el pasaje de la carta dirigida por los PP. del Concilio Efesino al clero y pueblo de Constantinopla (431): ‘Nestorio fue condenado en Éfeso, donde Juan el Teólogo y la Santa Virgen María, Madre de Dios…’ No acaba la oración, que algunos completan diciendo: ‘descansan o murieron’; pero la generalidad de los críticos opinan que el pasaje completo debía decir así: ‘Nestorio fue condenado en Éfeso, donde el teólogo Juan y la Santa Virgen María, Madre de Dios, vivían, o tienen iglesia, o son honrados con culto particular’.

»Otra razón alegan los que sostienen que la Virgen Santísima murió en Éfeso, es a saber: que aquella iglesia le estaba dedicada, según consta en las actas de dicho Concilio. La fuerza de este argumento estriba en que, a decir de los que le emplean, no se erigía iglesia alguna a un santo, sino cuando se poseían reliquias, o en el sitio en que había sufrido el martirio. Pero además de que no era esta práctica invariable, pues consta que las reliquias de los santos solían distribuirse entre diferentes pueblos que las solicitaban por su especial devoción, y que se erigían altares e iglesias a un mismo santo en varias ciudades a la vez, sábese positivamente que apenas Constantino dio la paz a la Iglesia, fueron consagrados muchos templos con la advocación de la Madre de Dios.

»Por otra parte, nadie ha pretendido jamás que la iglesia de Éfeso, ni ninguna otra, poseyese las reliquias de la Santísima Virgen María, lo cual valdría tanto como negar su asunción gloriosa a los cielos.

»Hay un argumento negativo de mucho peso, en nuestra opinión, contra los que afirman que Nuestra Señora murió en Éfeso. Al enumerar Polícrates en su carta al Papa Víctor los privilegios de la iglesia Efesina, no hace mención de este suceso, que de haber acaecido allí, habría contado como el primero y más glorioso.

»Muchas más razones militan en favor de Jerusalem Prescindiendo de la tradición inmemorial, sabemos que desde los primeros días del Cristianismo se levantaron templos en honor de la Virgen Santísima, en este lugar y el de su sepulcro. Juvenal, obispo de Jerusalem, que asistió al citado Concilio de Éfeso, en carta dirigida a la emperatriz Santa Pulquería y al emperador Marciano, les dice, contestando a los piadosos esposos, que le pedían reliquias de la Virgen, que en el Gethsemaní se enseñaba el sepulcro vacío bienaventurada Señora. San Arcadio, San Wilibaldo y otros peregrinos del siglo VII y VIII, visitaron en el monte Sión el lugar en que murió la Virgen, y en el valle de Josafat su sepulcro benditísimo.

»La tradición griega está en un todo conforme con la latina; son muy notables y explícitas las palabras de Andrés, arzobispo de Creta, que vivía en los citados siglos VII y VIII.

»Dice aquel prelado en su sermón sobre el tránsito de la Virgen Santísima, ‘que la bienaventurada Señora había vivido en el monten Sión, en el mismo sitio en que se enseñaba su casa, convertida en iglesia, en la cual se veían los vestigios de sus rodillas en el lugar donde hacía oración; que allí también murió, rodeada de los Apóstoles, de los setenta discípulos y de gran número de santos, quienes transportaron al valle de Gethsemaní su cuerpo, que no conoció corrupción; que resucitó y subió al cielo, y finalmente, que el sepulcro de María es honrado por el concurso de fieles, que con este objeto van a Jerusalem de todos los pueblos de la tierra’; y San Juan Damasceno, que nació en el siglo VII y murió a mediados del siglo VIII, en el convento de San Sabas, cerca de Jerusalem, dice en otro sermón sobre el mismo asunto, ‘que la Madre de Cristo murió en el monte Sión, y fue sepultada en el valle de Gethsemaní por los Apóstoles; que también se hallaban presentes a su muerte gloriosa los Ángeles, los patriarcas y profetas; que su cuerpo resucitó glorioso y fue transportado al cielo; que los mismos Ángeles reverencian el sepulcro vacío; que los fieles acuden allí de todas partes en gran número, le visitan con devoción y riegan con sus lágrimas, y finalmente, que Dios obra en él muchos milagros’. San Germán, arzobispo de Constantinopla, contemporáneo de San Juan Damasceno dice que la Virgen Santísima sufrió la ley común de la muerte, que su cuerpo no experimentó corrupción, sino que fue llevado al cielo por ministerio de Ángeles…

»Las iglesias de Oriente están conformes con la latina y la griega, en colocar en Jerusalem la muerte y sepultura de la Santísima Virgen María. Y al decir iglesias, no intentamos excluir a las herejes. Los nestorianos, que aunque niegan la divina maternidad de la Virgen Santísima, profesan a la Señora gran veneración; tanto, que algunos autores aseguran que ofrecen en su honor un pan, que dan en forma de comunión, pretendiendo que es el cuerpo de la Santa Virgen; creen que la Madre de Cristo fue transportada desde Jerusalem al Paraíso en cuerpo y alma. Abeyesu, escritor sirio, consigna la común creencia de los nestorianos a este propósito: ‘Después de la muerte del Salvador, dice, San Juan Evangelista se hizo cargo de la Santísima Virgen, sirviéndola como a Madre suya. Muerta a la edad de sesenta y un años, su cuerpo fue transportado por ministerio de Ángeles al Paraíso terrenal. Todos los Apóstoles se habían reunido en Jerusalem, antes del tránsito glorioso de la Señora’.

»Consignemos, por último, el testimonio de un escritor árabe, Abu-Batrik, según el cual, Teodosio el Grande edificó en Gethsemaní, en el sepulcro de la Virgen, una iglesia que Cosroes destruyó en la toma de Jerusalem».

Y por último, como confirmación de cuanto llevamos dicho de los anteriores católicos viajeros y peregrinos, veamos lo que acerca del lugar de la muerte de María Santísima y de su sepulcro dice don Narciso Pérez Royo, en su interesante Viaje a Egipto y Palestina, en el tomo 32, página 39. Después de describir la iglesia de la Asunción, dice:

«He dicho que la autenticidad del sepulcro de la Virgen descansa sólo en la tradición. Es ésta tan antigua y constante; reviste tan marcado carácter de verosimilitud; hállase sancionada por el sentimiento unánime de tan opuestas razas y creencias, que avasalla la mente, disipa la duda y conmueve el corazón. En el retiro silencioso y plácido de este Santuario venerable, cuya indecisa luz parece agigantar las sombras de sus ámbitos, respira el alma indefinible paz, y henchida de místico entusiasmo, cree, medita, ora, elévase enajenada al estrellado trono de la Madre purísima del Verbo, mientras besan los labios y las lágrimas riegan la consagrada tumba, probable último punto de la tierra que santificó su presencia maternal».

Como vemos, tales son las opiniones de los citados escritores, admitiendo todos la antiquísima tradición consagrada, aceptada y exaltada por la Iglesia, no faltando para ser dogma de fe más que la declaración de quien puede hacerlo por su indiscutible autoridad en la materia.

María terminó su existencia terrenal cuando la voluntad de Dios su Hijo plugo a sus inescrutables juicios. Dejó la existencia terrenal y al Empíreo fue ascendida por la Trinidad Santísima, dejándonos a los hijos de Eva en este destierro, bajo su dulce amparo, siendo nuestra esperanza, nuestro consuelo y puerto en nuestras desgracias, que nos acoge siempre benévola cuando la fe y las lágrimas de nuestro corazón herido brotan de nuestros ojos, siendo el consuelo de los afligidos, la eterna salud de los enfermos que a Ella imploran, Reina y Señora de nuestros corazones y auxilio del alma cristiana en los naufragios de la vida y esperanza nuestra a la que encaminamos nuestras oraciones y ponemos por intercesora de su divino Hijo.

Pero si ascendió a los cielos, dejó para nuestro consuelo el perfume de su pura existencia, que seguirá reinando y embriagando de dulce amor y ardiente caridad a nuestras almas, en las que reina y reinará como eterna verdad, confesada por el amor de su Hijo, que la puso por Madre e intercesora entre los hijos de Adán, lavados de la culpa por su santísima sangre. Y María seguirá reinando en nuestras almas, y con el dulce nombre de Madre la invocaremos como Madre de nuestras almas, y como Madre la han invocado e invocan nuestras madres en sus momentos de dolor, de pena, de angustia y llanto, así como en lo terreno en nuestra niñez la invocamos y también en la juventud, cuando hieren nuestros corazones los primeros dolores y desengaños de la vida.

Ascendió a los cielos después de su glorioso tránsito, y allí, gozando de la presencia de su Santísimo Hijo, goza del premio de su pureza inmaculada, la que fue arca santa que encerró el cuerpo de Dios al descender a la tierra, siendo hermoso tabernáculo que gozó del privilegio incomparable de dar la existencia humana al Hijo de Dios.

¡María, nuestro amparo y Madre! acoge nuestro trabajo, llevado a cabo lleno de fe y esperanza en tu santa misericordia y que en tu honor y gloria te ofrecemos como ofrenda pobre, mezquina y. pequeña de nuestro amor, y que a tus pies deponemos. Acoge nuestra ofrenda, hija del corazón, y ruega por nosotros a tu Santísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor y Salvador del pecado.

Fuente: Vida de la Virgen María – Joaquin Casañ – Capítulo XXIX

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¿Murió la Santísima Virgen María?

Y si murió, ¿de que murió?.
Es sabido que la muerte no es condición esencial para la Asunción. Y es sabido, también, que el Dogma de la Asunción no dejó definido si murió realmente la Santísima Virgen.

Había para entonces discusión sobre esto entre los Mariólogos y Pío XII prefirió dejar definido lo que realmente era importante: que María subió a los Cielos gloriosa en cuerpo y alma, soslayando el problema de si fue asunta al Cielo después de morir y resucitar, o si fue trasladada en cuerpo y alma al Cielo sin pasar por el trance de la muerte, como todos los demás mortales (inclusive como su propio Hijo).

Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre el tema, nos recuerda que Pío XII y el Concilio Vaticano II no se pronuncian sobre la cuestión de la muerte de María. Pero aclara que “Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios”. (JP II, 25-junio-97)

Sin embargo, algunos teólogos han sostenido la teoría de la inmortalidad de María, pero Juan Pablo II nos dice al respecto, “existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria celeste”. (JP II, 25-junio-97)

Se refiere posiblemente a que, como afirma Antonio Royo Marín o.p., la Asunción gloriosa de María, después de su muerte y resurrección, reúne un apoyo inmensamente mayoritario entre los Mariólogos. (cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).

Los argumentos en favor de la muerte de María los dividiremos: según la Tradición Cristiana (incluyendo el Arte Cristiano), según la Liturgia, según la razón teológica y por la utilidad de la muerte.

1. Según la Tradición Cristiana

Royo Marín afirma que el testimonio de la Tradición -dice que sobretodo a partir del Siglo II- es abrumador a favor de la muerte de María. Es su afirmación, aunque no da citas al respecto. (cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).

Inclusive la misma Bula Munificentissimus Deus de Pío XII (sobre el Dogma de la Asunción), aunque no propone como dogma la muerte de María, nos presenta este dato interesantísimo sobre la muerte de María en la Tradición de la Iglesia: “Los fieles, siguiendo las enseñanzas y guía de sus pastores … no encontraron dificultad en admitir que María hubiese muerto como murió su Unigénito. Pero eso no les impidió creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro y que no fue reducido a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino” (Pío XII, Bula Munificentissimus Deus #7, cf. Doc. mar. #801).

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. edita en México en el Año de la declaración del Dogma un librito “La Asunción de María Santísima”. Y nos refiere lo siguiente sobre la muerte de María en la Tradición:

“Hasta el Siglo IV no hay documento alguno escrito que hable de la creencia de la Iglesia, explícitamente, acerca de la Asunción de María. Sin embargo, cuando se comienza a escribir sobre ella, todos los autores siempre se refieren a una antigua tradición de los fieles sobre el asunto. Se hablaba ya en el Siglo II de la muerte de María, pero no se designaba con ese nombre de muerte, sino con el de tránsito, sueño o dormición, lo cual indica que la muerte de María no había sido como la de todos los demás hombres, sino que había tenido algo de particular. Porque aunque de todos los difuntos se decía que habían pasado a una vida mejor, no obstante para indicar ese paso se empleaba siempre la palabra murió, o por lo menos `se durmió en el Señor’, pero nunca se le llamaba como a la de la Virgen así, especialmente, y como por antonomasia, el Tránsito, el Sueño”.

Son muchísimos los Sumos Pontífices que han enseñado expresamente sobre la muerte de María. Entre éstos, el Papa Juan Pablo II, quien en su Catequesis del 25 de junio de 1997, titulada por el Osservatore Romano “La Dormición de la Madre de Dios”, nos da más datos sobre la muerte de María en la Tradición:

Santiago de Sarug (+521): “El coro de los doce Apóstoles” cuando a María le llegó “el tiempo de caminar por la senda de todas las generaciones”, es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar “el cuerpo virginal de la Bienaventurada”.

San Modesto de Jerusalén (+634), después de hablar largamente de la “santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios”, concluye su “encomio”, exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que “la resucitó de la tumba” para tomarla consigo en la gloria.

San Juan Damasceno (+704), por su parte, se pregunta: “¿Cómo es posible que aquélla que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?”. Y responde: “Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, El muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección”.

No es posible, además, ignorar el Arte Cristiano, en el que encontramos gran número de mosaicos y pinturas que han representado la Asunción de María, tratando de hacernos ver gráficamente el paso inmediato de la “dormición” al gozo pleno de la gloria celestial, e inclusive algunos, del paso del sepulcro a la gloria, siendo asunta al Cielo.

2. Según la Liturgia

De acuerdo a Royo Marín, el argumento litúrgico tiene gran valor en teología, según el conocido aforismo orandi statuat legem credendi, puesto que en la aprobación oficial de los libros litúrgicos está empeñada la autoridad de la Iglesia, la cual iluminada por el Espíritu Santo, no puede proponer a la oración de los fieles fórmulas falsas o erróneas.

Y desde la más remota antigüedad, la liturgia oficial de la Iglesia recogió la doctrina de la muerte de María. Royo Marín refiere dos oraciones “Veneranda nobis…” y “Subveniat, Domine…” , las cuales estuvieron en vigor hasta la declaración del Dogma (1950) y recogen expresamente la muerte de María al celebrar al fiesta de su gloriosa Asunción a los Cielos. Las oraciones posteriores a la declaración del Dogma, por razones obvias, no aluden a la muerte.

Así decía la oración “Veneranda nobis”: “Ayúdenos con su intercesión saludable, ¡oh, Señor!, la venerable festividad de este día, en el cual, aunque la santa Madre de Dios pagó su tributo a la muerte, no pudo, sin embargo, ser humillada por su corrupción aquélla que en su seno encarnó a tu Hijo, Señor nuestro”.

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. tiene esto que decirnos sobre la muerte de María en la Liturgia:

“La Iglesia, pues, tanto la Griega, como la Latina, creyeron siempre, no solamente como posible, sino como regla, en la muerte de María, y en las más antiguas Liturgias de ambas Iglesias se encuentra siempre la celebración y el recuerdo de la muerte de María, con el nombre de la Dormición, Sueño o Tránsito de Nuestra Señora. Porque eso sí: si creían que realmente la Virgen había muerto, indicaban con esa denominación, no usada comúnmente para todas las muertes, que la de la Virgen había tenido algún carácter especial y extraordinario, que es precisamente el de su resurrección inmediata y Asunción a los Cielos”.

“Y como dicen los críticos, aun protestantes … ya en el Siglo VI era absolutamente general la creencia en la Asunción de María, tal cual lo demuestran las antiquísimas liturgias de todas las Iglesias que tienen, al menos desde el siglo IV, establecida la Fiesta de la Dormición de María”.

3. Según la razón teológica

Iniciamos este aparte con Juan Pablo II: “¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de Maria y en su relación con su Hijo Divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre” (JP II, 25-junio-97).

Cristo, el Hijo de Dios e Hijo de María, murió. Y ¿puede ser la Madre superior al Hijo de Dios en cuanto a la muerte física?. Es cierto que la Santísima Virgen María, habiendo sido concebida sin pecado original (Inmaculada Concepción) tenía derecho a no morir. Pero, nos dice Juan Pablo II: “El hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino, no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación. ” (JP II, 25-junio-97)

Y Royo Marín remata este argumento de la siguiente manera: “Sin duda alguna, María hubiera renunciado de hecho a ese privilegio para parecerse en todo -hasta en la muerte y resurrección- a su Divino Hijo Jesús.”

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. dice al respecto: “María Santísima nunca tuvo pecado, por el privilegio de Dios de su Inmaculada Concepción; por consiguiente, no estaba sujeta a la muerte, como no lo estaba Jesucristo; pero también Ella tomó sobre sí nuestro castigo, nuestra muerte”.

Y Juan Pablo II: “María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad”. (JP II, 25-junio-97)

4. Por la utilidad de la muerte

Dice Royo Marín que la muerte de María nos sirve de ejemplo y consuelo. María debió morir para enseñarnos a bien morir y dulcificar con su ejemplo los supuestos terrores de la muerte. Los recibió con calma, con serenidad, aún más, con gozo, mostrándonos que no tiene nada de terrible la muerte para aquéllos que en la vida han cumplido la Voluntad de Dios.

Y Juan Pablo II también habla al respecto: “La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida”. (JP II, 25-junio-97)

 

¿DE QUÉ MURIÓ LA VIRGEN?

Royo Marín responde así a la pregunta ¿de qué murió María?: «»No parece que muriera de enfermedad, ni de vejez muy avanzada, ni por accidente violento (martirio), ni por ninguna otra causa que por el amor ardentísimo que consumía su corazón”

No creamos que esta afirmación de que el amor a Dios haya sido la causa del fallecimiento (¿o desfallecimiento?) de María, sea una ilusión poética, producto de una piedad ingenua y entusiasta para con la Santísima Virgen. No. Esta enseñanza se funda en testimonios de los Santos Padres, quienes dejaron traslucir con frecuencia su pensamiento sobre este particular.

El Padre Joaquín Cardoso, s.j. cita a San Alberto Magno: “Creemos que murió sin dolor y de amor”. Nos asegura, además, que a San Alberto siguen otros como el Abad Guerrico, Ricardo de San Lorenzo, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio y otros muchísimos.”

Y veamos qué nos decía Juan Pablo II sobre las causas de la muerte de la Madre de Dios: “Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo”. Entonces se apoya en San Francisco de Sales, quien considera que la muerte de María se produjo como un ímpetu de amor. En el Tratado del Amor de Dios habla de una muerte “en el Amor, a causa del Amor y por Amor” (JP II, 25-junio-99).

Royo Marín cita a Alastruey, quien en su Tratado de la Virgen Santísima afirma: “La Santísima Virgen acabó su vida con muerte extática, en fuerza del divino amor y del vehemente deseo y contemplación intensísima de las cosas celestiales”.

Es nuevamente Juan Pablo II quien aclara aún más este punto: “Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsilo de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en este caso la muerte pudo concebierse como una `dormición’”

Luego basándose en la Tradición para tratar este tema, el Papa nos aclara aún más este maravilloso suceso:
“Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo Divino, para compartir con El la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como San Pablo -y más que él- el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre”. (JP II, 25-junio-97)

Otro ilustre Mariólogo, Garriguet, también citado por Royo Marín, nos describe más detalles sobre la vida y la dormición de la Madre de Dios: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño o dormición de la Virgen”.

Pero es el elocuentísmo predicador francés del Siglo XVI-XVII, Bossuet, Obispo de Meaux, quien en su Sermón Segundo sobre la Asunción de María nos describe con los más bellos detalles qué significa morir de amor y cómo fue este maravilloso pasaje de la vida de la Madre de Dios:
“El amor profano es quejumbroso y está diciendo siempre: languidezco y muero de amor. Pero no es sobre este fundamento en el que me baso para haceros ver que el amor puede dar la muerte. Quiero establecer esta verdad sobre una propiedad del Amor Divino. Digo, pues, que el Amor Divino, trae consigo un despojamiento y una soledad inmensa, que la naturaleza no es capaz de sobrellevar; una tal destrucción del hombre entero y un aniquilamiento tan profundo en nosotros mismos, que todos los sentidos son suspendidos. Porque es necesario desnudarse de todo para ir a Dios, y que no haya nada que nos retenga. Y la raíz profunda de tal separación es esos tremendos celos de Dios, que quiere estar solo en un alma, y no puede sufrir a nadie más que a Sí mismo, en un corazón que quiere amor. (Amarás a Dios sobre todas las cosas. Si alguno ama a su padre o a su madre o a sus hermanos más que a Mí, no es digno de Mí).”

“Ya podemos comprender esta soledad inmensa que pide un Dios celoso. Quiere que se destruya, que se aniquile todo lo que no es El. Y, sin embargo, se oculta y no da a ninguno un punto de donde asirlo materialmente, de tal modo que el alma, desprendida por una parte de todo, y por otra, no encontrado aquí el medio de poseer a Dios efectivamente, cae en debilidades y desfallecimientos inconcebibles. Y cuando el amor llega a su perfección, el desfallecimiento llega hasta la muerte, y el rigor hasta perder la vida.”

“Y he aquí lo que da el golpe mortal: es que el corazón despojado de todo amor superfluo, es atraído con fuerza al solo Bien necesario, con una fuerza increíble y, no encontrándolo, muere de congoja. `El hombre insensato’ -dice San Pablo- `no entiende estas cosas y el sensual no las concibe; pero nosotros hablamos de la sabiduría entre los perfectos y explicamos a los espirituales los misterios del espíritu’. Digo, pues, que el alma, desprendida de todo anhelo de lo superfluo, es impulsada y atraída hacia Dios con una fuerza infinita, y es esto lo que le da la muerte; porque , de un lado, se arranca de todos los objetos sensibles, y por otro, el objeto que busca es tan inaccesible aquí, que no puede alcanzarlo. No lo ve sino por la fe, es decir: no lo ve; no lo abraza, sino en medio de sombras y como a través de las nubes, es decir, que no tiene de dónde asirlo. Y el amor frustrado se vuelve contra sí mismo y se hace a sí mismo insoportable.”

“Yo he querido daros alguna idea del amor de la Santísima Virgen durante los días de su destierro y la cautividad de su vida mortal. No, no; los Serafines mismos no pueden entender, ni dignamente explicar, con qué fuerza era atraída María a su Bien Amado, ni con qué violencia sufría su corazón en esta separación. Si jamás hubo algún alma tan penetrada de la Cruz y de este espíritu de destrucción santa, fue la Virgen María. Ella estaba, pues, siempre muriendo, siempre llamando a su Bien Amado con un anhelo mortal”.

“No busquéis, pues, almas santas, otra causa de la muerte de la Santa Virgen. Su amor era tan ardiente, tan fuerte, tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no debiera romper todas las ligaduras de esta vida mortal; no enviaba un deseo al Cielo que no hubiera debido arrastrar consigo su alma entera. Os he dicho antes, cristianos, que su muerte fue milagrosa, pero me veo obligado a cambiar de opinión: su muerte no fue el milagro, el milagro estuvo en la suspensión de esa muerte, en que pudiera vivir separada de su Bien Amado. Vivía, sin embargo, porque esa era la determinación de Dios, para que fuese conforme con Jesucristo su Hijo crucificado por el martirio insoportable de una larga vida, tan penosa para Ella, como necesaria para la Iglesia. Pero como el Divino Amor reinaba en su corazón sin ningún obstáculo, iba de día en día aumentándose sin cesar por el ejercicio, creciendo y desarrollándose por sí mismo, de modo que al fin llegó a tal perfección, que la tierra ya no era capaz de contenerla. Así, no fue otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su amor”.

“Y esta alma santa y bienaventurada atrae consigo a su cuerpo a una resurrección anticipada. Porque, aunque Dios ha señalado un término común a la resurrección de todos los muertos, hay razones particulares que le obligan a avanzar ese término en favor de la Virgen María”. (Bossuet, citado por el Padre Joaquín Cardozo s.j. enLa Asunción de María Santísima).

FUENTE: homilia.org

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¿Dónde y cómo fue la Asunción de la Virgen María?

Como por Tradición Apostólica sabemos que la Asunción tuvo lugar en el sepulcro de María, podemos concluir que la Asunción tuvo lugar en el mismo sitio donde Jesús fue apresado antes de su Pasión y Muerte; es decir, en el Huerto de Getsemaní, donde oró así al Padre la noche antes de morir: “Padre, si es posible que pase de Mí esta prueba, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”

Tomemos la opinión del Teólogo Antonio Royo Marín, o.p., la cual aparece en su libro La Virgen María, Teología y Espiritualidad Marianas, editado por B.A.C. en 1968.

En el momento mismo en que el alma santísima de María se separó del cuerpo -que en esto consiste la muerte- entró inmediatamente en el Cielo y quedó, por decirlo así, el alma incandescente de gloria, en grado incomparable, como correspondía a la Madre de Dios y a la elevación de su gracia. Su cuerpo santísimo, mientras tanto, fue llevado al sepulcro por los discípulos del Señor.

Una antigua tradición, fundada en el argumento de la Madre también debe parecerse en esto a su Hijo, nos señala que el cuerpo de María estuvo en el sepulcro el mismo tiempo que el de Cristo. Es decir, que poco tiempo después de haber sido sepultado, el cuerpo santísimo de la Santísima Vírgen resucitó también como el de Jesús.

La resurrección se realizó sencillamente volviendo el alma al cuerpo, del que se había separado por la muerte. Pero como el alma de María, al entrar de nuevo a su cuerpo virginal, no venía en el mismo estado en que salió de él, sino incandescente de gloria, comunicó al cuerpo su propia glorificación, poniéndolo también al nivel de una gloria incomparable.

Teológicamente hablando, la Asunción de María consiste en la resurrección gloriosa de su cuerpo. Y, en virtud de esa resurrección, comenzó a estar en cuerpo y alma en el Cielo. Por cierto Royo Marín contradice una diferenciación que se ha hecho con frecuencia entre la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo y la Asunción de su Madre al Cielo, como si la Ascensión fue hecha por el Señor por su propio poder y la Asunción de María requiriera de la ayuda de los Angeles, para Ella poder ascender.

Nos dice que el traslado material a un determinado lugar -si es que el Cielo es un lugar, además de un estado- lo hizo María por sí misma, sin necesidad de ser llevada por los Angeles. Esto sucedió en virtud de una de las cualidades de los cuerpos gloriosos, que es la agilidad.

Para entender lo que es esta cualidad nos apoyaremos en el mismo autor, quien nos describe en su libroTeología de la Salvación, al referirse a las cualidades de los cuerpos gloriosos de los resucitados, en qué consiste la agilidad:
“En virtud de esta maravillosa cualidad, los cuerpos de los bienaventurados podrán trasladarse, cuando quieran, a sitios remotísimos, atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo, este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo … pero será tan vertiginoso que será del todo imperceptible”.

La diferencia, entonces, entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María radica en que Cristo hubiera podido ascender al Cielo por su propio poder, aun antes de su muerte y gloriosa resurrección, mientras que su Madre no hubiera podido hacerlo antes de que hubiera tenido lugar su propia resurrección.

Sin duda alguna, nos dice Royo Marín, irían con Ella todos los Angeles del Cielo, aclamándola como su Reina y Señora, como bien lo han descrito poetas y pintado pintores, pero sin necesidad de ser llevada o ascendida por Angeles, pues ella sola se bastaba con la agilidad de su cuerpo santísimo, ya glorificado por su gloriosa resurrección.

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FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María Peregrinaciones y Santuarios Santuarios Turquía

. Visita a la casa de María en Éfeso, Turquía

Meryemana Evi, la Casa de la Virgen en Efeso, Turquía, cerca de Kusadasi, hoy es una peregrinación islamico-cristiana. Se encuentra la casa a 8 km. de Selcuk, en el monte Aladaj, 

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FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María Peregrinaciones y Santuarios Santuarios Tierra Santa

Admiremos la Abadía de la Dormición en Sión, o Hagia María en Sión

En el Monte Sión, fuera de las murallas de la ciudad, a la izquierda de la Puerta de Sión, notará una gran iglesia octagonal ascendiendo por entre las murallas, muy cerca del lugar donde se encuentra el Cenáculo. Era antiguamente conocida como Abadía de la Dormición de la Virgen María, pero en 1998 cambió en referencia a la iglesia de Hagia Sion que hubo antiguamente en ese lugar.

Vista de la Abadía con el cementerio al lado
Vista de la Abadía con el cementerio al lado

La iglesia es preciosa. Al llegar se entrevé imponente entre altas paredes. Pero lo que más llama la atención –a mí al menos- es bajar a la cripta y encontrarse con la imagen de la Virgen durmiente, antes de ser llevada al cielo. Se encuentra en el centro de una estancia amplia. El lugar y la imagen invitan a rezar. Frecuentemente acudo con amigos a rezar el rosario ante esa imagen de nuestra Madre.

Vista de la Abadía y la ciudad desde el Monte de los Olivos
Vista de la Abadía y la ciudad desde el Monte de los Olivos

“En este lugar originalmente había una Iglesia Bizantina conocida como la Santa Sión, la Madre de todas las Iglesias, pero fue destruida por los persas en el año 614. La actual iglesia fue construida entre los años 1901 y 1910 por los Padres Benedictinos. La Iglesia de la Dormición, también conocida como la Abadía de la Dormición, es uno de los hitos más destacados de Jerusalén.

Vista nocturna
Vista nocturna

Construida en estilo románico, el sitio marca el lugar donde la Virgen María cayó en su “sueño eterno”. El nombre latino de la iglesia es Dormitio Sanctae Mariae significando el adormecimiento de Santa María. Tiene un precioso mosaico del pavimento, en el centro del cual se insertan tres círculos, que simbolizan la Trinidad

Abside
Abside

Construida en estilo románico, el sitio marca el lugar donde la Virgen María cayó en su «sueño eterno». El nombre latino de la iglesia es Dormitio Sanctae Mariae significando el adormecimiento de Santa María.

Altar principal
Altar principal

El edificio original era una capilla franciscana erigida en el lugar durante el siglo XIV. El emperador alemán Wilhelm II viajó por el Medio Oriente en 1898 y el sultán turco Abdul Hamid le dio un lote de tierra que fue entregado a la “Asociación Alemana para la Tierra Santa” “para el beneficio de los católicos alemanes”.

Altar lateral
Altar lateral

Esta fue la base para la edificación del monasterio benedictino, llamado inicialmente “Dormitio Mariae”. Los primeros monjes llegaron al Monte Sión en 1906. La iglesia fue dedicada el 10 de abril de 1910. Fue dañada visiblemente durante las batallas por la ciudad en 1948 y 1967.

Interior
Interior

Esta iglesia es muy sobresaliente en el paisaje de Jerusalén. Divisará la gran parte superior de forma redonda y una torre a su lado. A la distancia se parece al emperador Wilhelm II con su tradicional casco prusiano.

Mosaico en el cieloraso
Mosaico en el cieloraso

Dentro de la iglesia encontrará hermosos mosaicos cubriendo la sala de oración. Estos mosaicos describen eventos en la vida de Jesús, María y los santos.

Mosaico de la bóveda
Mosaico de la bóveda

Tiene un precioso mosaico del pavimento, en el centro del cual se insertan tres círculos, que simbolizan la Trinidad. Desde este punto central rayos irradian hacia el exterior en dos círculos concéntricos. El primero contiene los nombres de algunos profetas: Daniel, Isaías, Jeremías y Ezequiel; el segundo los nombres de los doce apóstoles. La bóveda del ábside es un mosaico de la Virgen y el Niño.

Maria con los doce apostoles
Maria con los doce apostoles

De la sala de oración una escalera desciende a la cripta, una habitación circular bajo la iglesia en cuyo centro yace una estatua de tamaño natural de María durmiendo, hecha de madera de cerezo y marfil. La cúpula se hace notar por su glorioso zodíaco de mosaico. Decoran el cielorraso de mosaico una figura de Jesús y alrededor de él retratos de algunas de las mujeres más famosas en la historia bíblica – Ruth, Estér, Yaél, Eva, Miriam (la hermana de Moisés). Rodeando a María hay varias capillas pequeñas, tres de ellas dedicadas a Austria, Hungría y la Costa de Marfil, que donaron fondos para la iglesia.

Sala de la dormición
Sala de la dormición

Normalmente los peregrinos la visitan cuando van al monte Sión camino del Cenáculo. Vale la pena ir al rezar a la Virgen al lugar en el que la tradición dice que nuestra Señora fue llevada a los Cielos en cuerpo y alma por la Trinidad Beatísima.

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FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María Lugares Reliquias TESTIMONIOS Y MILAGROS

. El descubrimiento de la casa de Éfeso

La versión de una Virgen María que habría vivido en Éfeso una vez que su hijo desaparece de este mundo, es sólo una de las dos que sobre el tema existen en la tradición cristiana. La otra sitúa a la Virgen en Jerusalén, donde habría vivido  hasta el momento de la dormición. 

 

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Catequesis sobre María Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA

Proclamación del Dogma de la Asunción de María por Pío XII ( 1 de noviembre)

Después de dirigir, con frecuencia, nuestros ruegos, invocando la luz del Espíritu de Verdad por la gloria de Dios que ha derramado sobre la Virgen María la generosidad de una benevolencia particular, para honra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y Vencedor del pecado y de la muerte para mayor gloria de su augusta Madre y la alegría y el júbilo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, los bienaventurados apóstoles Pedro y Paulo y por nuestra autoridad afirmamos, declaramos y definimos como un dogma divinamente revelado que:

“la Inmaculada Madre de Dios, María siempre virgen, terminada su vida terrestre fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste.” Por lo que si alguien, lo cual a Dios no le agradaría, pusiera voluntariamente en duda lo que ha sido definido por nosotros, que sepa que ha abandonado totalmente la fe divina y católica»…
…CONTIENE VIDEOS…

Justo después de esas palabras del Papa proclamando el Dogma, un rayo de sol bañó la Basílica de San Pedro.

La solemne definición del dogma de la asunción de María, proclamada en 1950 por Pío XII con la constitución apostólica Munificentissimus Deus (MD) no fue un acto improvisado o arbitrario del magisterio pontificio extraordinario.

Además de concluir un intenso período de estudios históricos y teológicos, llevados a cabo críticamente y que florecieron en la iglesia católica entre 1940 y 1950, coronaba y proclamaba una fe profesada desde hacía tiempo y un¡versalmente en la iglesia por todo el pueblo de Dios. He aquí, en unas breves líneas sintéticas, las principales etapas históricas de este caminar.

 

LOS ORIGENES

Como falta un testimonio explícito y directo de la Escritura sobre la asunción de María a los cielos y no hay tampoco en la tradición de los tres primeros siglos ningún tipo de referencia al destino final de la Virgen, ni se había precisado aún una doctrina escatológica segura.

Las primeras indicaciones -que han de considerarse como simples huellas- se recogen entre finales del S. IV y finales del S. V: desde la idea de san Efrén, según el cual el cuerpo virginal de María no sufrió la corrupción después de la muerte, hasta la afirmación de Timoteo de Jerusalén de que la Virgen seguiría siendo inmortal, ya que Cristo la habría trasladado a los lugares de su ascensión (PG 86,245c); desde la afirmación de san Epifanio de que el final terreno de María estuvo «lleno de prodigios» y de que casi ciertamente María posee ya con su carne el reino de los cielos (PG 41,777b), hasta la convicción expresada por el opúsculo siriaco Obsequia B. Virginis de que el alma de María, inmediatamente después de su muerte, se habría reunido de nuevo a su cuerpo.

A finales del S. V es cuando los críticos sitúan igualmente los relatos /apócrifos más antiguos sobre el Tránsito de María, que subrayando la idea de una muerte singular de la madre del Señor, representa el elemento primordial a partir del cual se desarrollará sucesivamente la reflexión en torno a la asunción.

 

EN EL SIGLO VI

Este siglo tiene una especial importancia para el desarrollo histórico en oriente de la creencia en la asunción. Efectivamente, en oriente comienza a difundirse la celebración litúrgica del Tránsito o Dormición de María, fijada el día 15 de agosto por decreto particular del emperador Mauricio (PG 147,292).

En la iglesia copta se celebraba la fiesta de la muerte y, sucesivamente, la de la resurrección de María, más exactamente en las fechas del 6 de enero y del 9 de agosto; esta costumbre se ha conservado hasta nuestros días. Igualmente la iglesia abisinia, estrechamente relacionada con la copta, celebra estos dos momentos del destino final de la Virgen.

También la iglesia armenia celebra la gloriosa resurrección de María, sin conmemorar su resurrección, dado que admite la traslación del cuerpo incorrupto a un lugar desconocido.

Hay que reconocer que este desarrollo de la fiesta litúrgica del Tránsito o Dormición, en oriente, representa una clave de bóveda y un punto histórico fundamental para el posterior ahondamiento de la reflexión teológica y de la fe del pueblo en la asunción de María.

 

DEL SIGLO VII AL X

En este período, en la iglesia greco-bizantina, son numerosos los testimonios de los padres, doctores y teólogos que afirman la asunción corporal de María después de su muerte y resurrección; baste recordar aquí a san Modesto de Jerusalén (+ 634), a san Germán de Constantinopla (+ 733), a san Andrés de Creta (+ 740), a san Juan Damasceno (+ 749), a san Cosme el Melode (+ 743), a san Teodoro Estudita (+ 826), a Jorge de Nicomedia (+ 880).

Pero su testimonio no quiere decir universalidad de parecer entre los teólogos bizantinos de este largo período. En efecto, para otros teólogos es muy grande la incertidumbre sobre la realización corpórea de la Virgen y sobre su destino final.

En la iglesia latina la situación es idéntica. Junto a los autores que afirman la asunción corporal hay un calificado testimonio de otros que profesan que no se sabe cuál fue el destino final de María; véanse, p. ej., san Isidoro de Sevilla (+ 636), s. Beda el venerable (+ 735). Más aún, también en el S. VIII, en Asturias, se pensaba que María había muerto como todos los seres humanos y que, como los demás, aguarda la resurrección y la glorificación final.

No obstante, en Roma, ya desde el S. VII con el papa Sergio I, se celebraba la fiesta de la Dormición junto con la de la Natividad, Purificación y Anunciación. Desde Roma pasó el siglo siguiente a Francia y a Inglaterra, llevando ya el título de Assumptio S. Mariae (v. Sacramentario enviado por el papa Adriano 1 al emperador Carlomagno).

El nuevo título que se le dio a la fiesta planteó espontáneamente el problema de la resurrección inmediata del cuerpo de María. Se determinan por tanto, en estos siglos, dos claras posiciones doctrinales: la que, no pudiendo contar con ningún testimonio escriturístico ni patrístico, admitía solamente como piadosa sentencia la doctrina de la asunción del cuerpo de la Virgen, aun aceptando como cierta la preservación de su cuerpo de la corrupción, y la que, elaborando un profundo tratado teológico sobre la glorificación anticipada incluso corporal de la madre de Dios, la sostenía como cierta.

Es significativa en este sentido la obra del Pseudo-Agustín Liber de Assumptione Mariae Virginis (PL 40,1141-1148), que combate con decisión el agnosticismo de algunos de sus contemporáneos.

 

DEL SIGLO X A NUESTROS DÍAS

En la iglesia bizantina, tanto griega como rusa, se determina durante estos últimos siglos una profunda convicción sobre la glorificación corporal de la Virgen después de la muerte, ampliamente difundida entre el clero, los teólogos y en la fe popular.

Convicción que encuentra su solemne expresión en la liturgia del mes de agosto, que, en virtud de un decreto del emperador Andrónico 11 (1282-1328), quedó consagrado al misterio de la asunción, fiesta mayor entre las dedicadas a María; en la iconografía, en la reflexión teológica y en la piedad popular.

Todavía hoy la iglesia bizantina, aunque no acepta la definición solemne proclamada por Pío XII, considera con una unanimidad moral cada vez más acentuada la asunción corporal de María como una piadosa y antigua creencia.

En la iglesia latina la influencia de la obra del Pseudo-Agustín que hemos citado fue decisiva en los cinco primeros siglos de este período y, por haber sido doctrina suya la asunción corporal de María, fue compartida y profundizada por los grandes doctores escolásticos (Alberto Magno, Tomás, Buenaventura, etc.), determinando un movimiento teológico y popular cada vez más difuso en favor de la asunción.

En el S. XVI muchos protestantes, incluyendo a Lutero, por sus obvios motivos metodológicos, volvieron a negar esta piadosa creencia de la iglesia católica; pero encontraron en los apologetas católicos una pronta reacción que hizo convertirse esta piadosa creencia casi en una doctrina cierta, tanto entre los teólogos como entre el pueblo.

En el S. XVIII encontramos la primera petición a la Santa Sede para la definición de la asunción como dogma de fe. La presentó el siervo de Dios p. Cesáreo Shguanin (1692-1769), teólogo de los Siervos de María. A esta petición siguieron otras muchas, procedentes de las diversas partes del mundo católico y con diversa autoridad moral y doctrinal. Bastará recordar aquí la del cardenal Sterckx y la de mons. Sánchez en 1849 a Pío IX, y la de la reina Isabel II de España al mismo pontífice en 1863.

Centenares de otras peticiones, presentadas hasta 1941, llegaron a los diversos pontífices que se fueron sucediendo en la cátedra de Pedro, hasta Pío XII. Los padres jesuitas Hentrich y -De Moos recogieron y publicaron en 1942, en dos volúmenes, todas las peticiones que se conservaban en el archivo secreto del Santo Oficio, con el título Petitiones de Assumptione corporea B. M. Virginis in coelum definienda ad S.Sedem delatae.

El consenso del mundo católico era moralmente unánime, aun cuando alguna voz aislada discutiera no tanto el hecho de la asunción como su definibilidad en cuanto verdad revelada por Dios. Estas dudas se debían a varios orígenes.

Algunas se derivaban de la ausencia de testimonios bíblicos sobre la asunción de María; otras, de la deficiente distinción crítica entre el aspecto dogmático del problema y el histórico o racional; otras, finalmente, de la falta de una visión de conjunto de los diversos argumentos aducidos en favor de la definibilidad de la asunción: argumentos que, insuficientes cuando se les toma en particular, podían ser reconocidos como válidos si se tomaban en bloque.

Es sabido que Pío XII, después de las innumerables peticiones, el 1 de mayo de 1946 envió a todo el episcopado católico la encíclica Deiparae Virginis, en la que preguntaba a los obispos si la asunción de María podía ser definida y si deseaban juntamente con sus fieles esta definición. La inmensa mayoría de los obispos respondió afirmativamente a ambas preguntas, y Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, procedió a la solemne definición dogmática con su constitución apostólica MD.

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Los dogmas de la Virgen Maria


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El Dogma de la Asuncion en Munificentissimus Deus y Lumen Gentium

Dogma y Teología de la Asunción en la Munificentissimus Deus.

Este documento extraordinario del magisterio de Pío XII, emanado el 1 de noviembre de 1950 como coronación y consagración es el camino secular de fe de toda la iglesia sobre el destino final de María…

Contiene no solamente una precisa y solemne definición de fe, sino también una afortunada síntesis crítica de toda la reflexión teológica que se había desarrollado a lo largo de los siglos y que habían transmitido la tradición patrística y doctoral, la liturgia y el sentimiento común de todos los fieles.

Por lo que se refiere al dogma, las palabras que introducen la definición propia y verdadera de la asunción expresan una formulación solemne que podemos considerar clásica del magisterio moderno: «Pronuntiamus, declaramos ac definimus divinitus revelatum dogma esse… Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad coelestem gloriam assumptam».

Pero la falta de pasajes explícitos de la Escritura y de los padres sobre la asunción de María había hecho surgir dudas legítimas a algunos teólogos sobre su definibilidad como verdad revelada por Dios. Dificultad felizmente superada, ya que el documento define la asunción como divinamente revelada basándose, más que en textos concretos y específicos bíblicos o patrísticos, litúrgicos o iconográficos, en el conjunto de las diversas indicaciones contenidas en la tradición y, no por último, en la de la fe universal de los fieles, que, tomadas en bloque, atestiguan una segura revelación del Espíritu Santo.

El texto propio y verdadero de la definición declara que María, madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, al terminar el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por tanto, el sujeto de la asunción no es tanto el cuerpo o el alma, sino la persona de María en toda su integridad y entendida como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen: verdades éstas ya adquiridas por la fe de la iglesia.

En la fórmula de la definición, como por lo demás en toda la doctrina de la constitución apostólica, no se habla ni de muerte ni de resurrección, ni de inmortalidad de la virgen, en su asunción a la gloria. El documento quiso expresamente evitar dirimir la cuestión de si María murió o no, que a partir de la definición de la inmaculada concepción dividía a los teólogos católicos en dos opiniones claramente opuestas.

Dejando esta cuestión para ser ulteriormente estudiada en investigaciones histórico-teológicas y no considerándola esencial para la verdad de la fe, se limitó a afirmar solamente el hecho de la asunción, sin indicar el modo con que concluyó la vida terrena de María.

Además, la fórmula de la definición califica a María como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, misión y privilegios ya adquiridos por la fe de la iglesia, evitando recoger el título de «generosa socia divini Redemptoris» que se utiliza, sin embargo, en la exposición teológica del documento (AAS 42 [1950] 768-769).

Este hecho se debe ciertamente al criterio de que la asociación de María a la obra redentora de Cristo no había alcanzado todavía la solemnidad de la fe universal, sino que pertenecía a adquisiciones moralmente ciertas en el nivel teológico.

Una última indicación que hemos de hacer sobre la fórmula dogmática es que en ella no se encuentra el término privilegio, mientras que sí se encuentra, acompañado del adjetivo singular, en la definición de la inmaculada concepción de Pío XII (DS 2803). Sin embargo, aunque no esté presente en la fórmula, se enuncia explícitamente poco antes como «insigne privilegio» (AAS 42, l.c.) y en otro lugar se habla de la asunción «como suprema corona de sus privilegios» (ib), lo cual sirve para indicar que en el pensamiento de Pío XII la asunción es un propio y auténtico privilegio mariano.

Por lo que se refiere al aspecto teológico, el documento se presenta como una síntesis admirable de método crítico y de profundización doctrinal. En efecto, aunque apela implícitamente a la Escritura y recoge testimonios seculares de la tradición patrística tardía, doctoral, litúrgica e iconográfica sobre la asunción de María, no apoya la evidencia de la revelación de esta verdad en ningún texto específico de esas fuentes, sino en su valor en cuanto globalmente consideradas y, más aún, en el testimonio de fe común y universal de los fieles como expresión probatoria de la revelación divina.

Bajo el aspecto doctrinal, los fundamentos teológicos del misterio de la asunción de María, indicados aquí por la tradición patrística y por la reflexión contemporánea, son valorados y escogidos con preocupación crítica y propuestos de nuevo en todo su valor.

El principio fundamental está constituido por aquel único e idéntico decreto de predestinación en el que, desde la eternidad, María está unida misteriosamente, por su misión y sus privilegios, a Jesucristo en su misión de salvador y redentor, en su gloria, en su victoria sobre el pecado y en su muerte.

Su misión de madre de Dios y de aliada generosa del divino Redentor, sus privilegios de inmaculada concepción y de virginidad perpetua, entendidos en su globalidad como principios de unión con Cristo, hacen que María, como coronamiento de todos sus privilegios, no solamente se viera inmune de la corrupción del sepulcro, sino que alcanzase la victoria plena sobre la muerte, es decir, fuera elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo y resplandeciese allí como reina a la diestra de su Hijo, rey inmortal de los siglos (ib).

En su exposición teológica, por consiguiente, el documento no basa la raíz de la asunción solamente en su maternidad divina, en su concepción inmaculada o en su virginidad perpetua, sino en toda su vida y en toda su misión al lado de Cristo.

Sin embargo, la exposición doctrinal de la MD da la impresión de que la asunción es un privilegio consiguiente y obtenido de reflejo, dado que no se subraya el camino responsable y comprometido de la Virgen, que, aliada de Cristo redentor, cooperó también con él por la propia realización escatológica.

Todavía falta por subrayar la doble dimensión teológica en la que la constitución de Pío XII considera el privilegio de la asunción de María: la personal, es decir, en relación con su persona, y la cristológica, por la relación que guarda con Cristo redentor y glorioso.

Bajo el aspecto personal, la asunción representa para María la coronación de toda su misión y de sus privilegios y la exalta por encima de todos los seres creados. Bajo el aspecto cristológico, este privilegio se deriva de aquella unión tan estrecha que liga, por un eterno decreto de predestinación, la vida, misión y privilegios de María a Cristo y a su obra, gloria, realeza.

En este documento falta, podemos decir, la dimensión eclesiológica de la asunción, aunque aparezcan algunas alusiones a la misma; p. ej., se muestra la esperanza de que el misterio de la asunción mueva a los cristianos al deseo de participar en la unidad del cuerpo místico de Cristo (ib); se declara que uno de los efectos del dogma sea el de resaltar la meta a la que están destinados nuestro cuerpo y nuestra alma, así como el de hacer más firme y activa la fe en nuestra resurrección (ib, 770). Este límite refleja sin duda la etapa de los estudios mariológicos de entonces.

 

DESARROLLO TEOLÓGICO DE LA ASUNCIÓN EN LA LUMEN GENTIUM DEL VATICANO II

A diferencia de la MD (Munificentissimus Deus), que trata dogmática y teológicamente de forma exclusiva y ex professo la asunción de María, el c. VIII de la LG (Lumen Gentium) presenta en una admirable síntesis teológica y pastoral todo el misterio de la vida, de la misión, de los privilegios y del culto a María, encuadrándolo todo en el misterio más amplio de la historia de la salvación, o sea, tanto en relación con Cristo, único Salvador, como en relación con la iglesia, sacramento de salvación.

La reflexión conciliar sobre el misterio de la asunción está contenida en los nn. 59 y 68 de la LG. En el n. 59, como coronación de la relación entre María y Cristo, el concilio recoge la fórmula de la definición y repropone la doble dimensión, personal y cristológica, que había dado la constitución de Pío XII a la asunción y a la realeza de María.

Pero la asunción no es presentada por el concilio como una coronación pasiva de la misión y de los privilegios marianos, sino como la etapa final de un largo camino, responsable y comprometido, de la maternidad y del servicio de cooperación de María al lado del Salvador.

Con la asunción se concluye escatológicamente aquella unión progresiva de fe, de esperanza, de amor, de servicio doloroso, que se estableció entre la madre y aliada, y el Salvador desde el momento de la anunciación y que se prolongó durante toda su vida en la tierra, y se realiza en toda su plenitud, ontológica y moral, la conformidad gloriosa de María con el Hijo resucitado.

Por tanto, la asunción no es un privilegio pasivo o aislado que se refiera sólo teológicamente a la divina maternidad virginal, como postulado de conveniencia, sino una conclusión existencial de la misión de María, que está llamada en primer lugar a alcanzar la unión y la conformidad en la gloria con el Señor resucitado y glorificado. Con este enriquecimiento doctrinal es como LG 59 vuelve a proponer la dimensión personal y cristológica del misterio de la asunción.

Pero la perspectiva teológica realmente nueva del Vat II es la eclesial. Se nos señala en el n. 68 de la LG, que es la digna conclusión no sólo de todos los números del c. VIII que tratan de María en el misterio de la iglesia, sino también de todo el c. VIII que expone la naturaleza y la finalidad escatológica de la iglesia (nn. 48-50).

He aquí su doctrina: María, glorificada en el cielo en alma y cuerpo, es imagen y comienzo de la iglesia del siglo venidero; como tal, es signo escatológico de segura esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que camina hacia el día del Señor. Los conceptos que allí se expresan son dos, interdependientes e implicados el uno en el otro: María asunta es ya imagen y comienzo de la iglesia escatológica del futuro; como tal, representa para el pueblo de Dios, que camina en la historia hasta el día del Señor, el signo de esperanza cierta y, por tanto, de consolación.

 

IMAGEN Y COMIENZO

Indicando a María asunta al cielo como gloria e imagen de la futura iglesia escatológica, el concilio quiso afirmar que, incluso durante este caminar histórico de la iglesia, con María ha comenzado ya la futura realidad escatológica de la iglesia. Un comienzo que es ya perfecto, dado que María recoge en sí misma la dignidad de la imagen perfecta de lo que habrá de ser la iglesia de la edad futura.

Para comprender este aspecto eclesial de la asunción de María es necesario trazar una rápida síntesis de toda la doctrina conciliar sobre las relaciones entre María y la iglesia. María es el miembro inicial y perfecto de la iglesia histórica. No está fuera o por encima de la iglesia; la iglesia con ella comienza y alcanza ya su perfección.

Toda su misión maternal y su cooperación con Cristo está en función de la iglesia. Igualmente representa su figura y su modelo y, en su realización histórica, la iglesia tiene que inspirarse en ella en un continuo proceso imitativo y de identificación; en ella ha conseguido ya la cima de la perfección moral y apostólica; su múltiple intercesión tiene que dirigirse a superar el pecado y las dificultades de la vida (LG 61-65).

En esta perspectiva eclesial, que completa a la cristológica, la misión y los privilegios marianos, incluido el de la asunción a los cielos, asumen su relieve exacto y su verdadera finalidad.

Consiguientemente, la glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando contra el pecado y la muerte.

Por tanto, la asunción de María no es una realidad alienante para el pueblo de Dios en camino, sino un estímulo y un punto de referencia que lo compromete en la realización de su propio camino histórico hacia la perfección escatológica final. Realmente la perspectiva eclesial que el c. VIII de la LG da al misterio de la asunción completa su alcance teológico y lo enriquece admirablemente en el aspecto pastoral.

Entre la doctrina de la MD y la de la LG no hay ningún contraste de fondo. Mientras que el primer documento subraya los aspectos personal y cristológico de la asunción, respondiendo así a los criterios teológicos y a la sensibilidad religiosa de la iglesia de aquel tiempo, el segundo lo enriquece, subrayando además el aspecto eclesial a la luz de aquel postulado central del concilio que constituye la eclesiología.

La esencia del dogma permanece inalterada; pero la finalidad y los significados teológicos y pastorales del misterio se completan y se hacen eficazmente operantes para los creyentes.

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Asunción de la Bienaventurada Virgen María por San Buenaventura

La cual es más hermosa que el sol y sobrepuja a todo el orden de las estrellas, y si se compara con la luz, le hace muchas ventajas. Capítulo 7 de la Sabiduría.

En estas palabras, la gloriosa Emperatriz, ensalzada sobre los coros de los ciudadanos celestiales, es recomendada por el Espíritu Santo, y con recomendación perfecta, en cuanto a su asunción a los cielos; y es recomendada por tres cualidades que hacen recomendable en extremo a cualquiera noble señora, a saber: la hermosura perfecta, la suprema nobleza y el resplandor de la sabiduría. En cuanto a la perfecta hermosura, se recomienda aquí al ser llamada más hermosa que el sol; en cuanto a la suprema nobleza, al ser sublimada y elevada sobre todas las estrellas, o sea, sobre todos los Santos: y en cuanto al resplandor de la sabiduría, al ser ilustrada, en parangón con la luz de la eterna sabiduría, desde más cerca que las demás criaturas.

I. Digo, pues, que es recomendada en primer lugar por su perfecta hermosura, cuando se dice: Es más hermosa que el sol; y, realmente, la serenísima Virgen fue en su asunción más hermosa que el sol, ya por ser más semejante que él ala fuente de toda hermosura, ya por haberse acercado más a ésta y con mejor disposición para recibir sus destellos en grado perfecto, o ya, finalmente, porque por su hermosura fue a la sazón más noble que el sol. -Puede, por tanto, ser llamada en su asunción más hermosa que el sol, por haber sido entonces más semejante que él a la fuente de toda belleza. Porque así como la estrella que es más semejante al sol de este mundo sobrepuja en claridad a las demás, así también sobresale por su belleza entre todas las criaturas racionales aquella que es más semejante al Sol de eternos resplandores, fuente de origen de toda hermosura.

Esta criatura fue en la asunción la Virgen reina, porque si, en sentir de Hugo, «la fuerza del amor transforma al amante en la semejanza del amado», y María ha sido transformada en la semejanza de éste por modo superior a todas las criaturas hasta ser llamada el resplandor de la luz eterna, y un espejo sin mancilla de la majestad de Dios, y una imagen de su bondad, hemos de deducir que sobrepujó al sol y a los otros seres en hermosura. De ella puede decirse aquello del capítulo 6 de Jeremías: Yo te he comparado, hija de Sión, a una hermosa y delicada doncella, como si dijera: A la hermosa Trinidad ya una delicada doncella he comparado la hija de Sión, o sea la Virgen María; lo de hija significa doncella delicada, según las palabras de Dios en el;capítulo 31 de Ezequiel: No hubo en el paraíso de Dios un árbol semejante a él, ni de tanta hermosura. Porque yo lo hice tan hermoso. De igual modo dice San Bernardo: «La regia Virgen, enjoyada del alma y del cuerpo, atrajo hacia sí la mirada de los moradores del cielo, hasta el punto de inclinar también el ánimo del Rey eterno a quererla con delirio».

Puede también llamarse más hermosa que el sol, porque en la asunción estuvo más cercana a la fuente de toda hermosura y con mejor disposición para recibir sus destellos a causa de la múltiple gracia, y especialmente por razón de la pureza virginal; y estando elevada sobre el sol y los astros, estrechamente unida a su Hijo dulcísimo por el amor, supera a todas las criaturas en hermosura; y ésta es la causa de que en el capítulo 1 del libro tercero de los Reyes se pongan en boca de los Ángeles las siguientes y simbólicas palabras: Buscaremos para el rey, nuestro señor, una virgen jovencita: he aquí indicada la pureza virginal; que esté con él y le abrigue: he aquí indicada la unión de amor; y buscaron por todas las tierras de Israel una jovencita hermosa. -También puede ser llamada más hermosa que el sol por haber sido entonces más noble que el sol a causa de su hermosura, pues en aquel entonces fue elevada hasta la majestad del rey imperial y eterno, según se lo dice el Profeta: Con esa tu gallardía y hermosura camina, avanza prósperamente y reina. y ni el sol podría conseguir tal dignidad, ni tampoco criatura alguna, por más que brille al exterior en esta vida, si carece de la hermosura de la gracia y de la virtud.

II. En segundo lugar, es recomendada con razón por su nobleza suprema, cuando se indica estar más elevada que todas las estrellas, sobrentendiéndose en éstas los Bienaventurados, esplendentes con fulgores de gloria, según leemos en el capítulo 3 de Baruc: Las estrellas fueron llamadas, y respondieron aquí estamos, y resplandecieron gozosas de servir al que las crió. Al decir, pues, que la Santísima Virgen sobrepuja a todo el orden de las estrellas, has de entender que es más esclarecida en su asunción que todos los Santos, y esto por tres cosas que ennoblecen y elevan espiritualmente al hombre: en primer lugar, la afluencia de espirituales delicias; después, la abundancia de las riquezas eternas, y, por fin, la excelencia de la dignidad o condición.

Se dice que fue ennoblecida y sublimada sobre todos los Santos por la afluencia de delicias, en que de un modo singular los aventajaba, por lo cual en el capítulo 8 de los Cantares exclaman los Ángeles, admirados de su asunción: ¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando delicias, apoyada en su amado? Rebosaba en estas delicias más que la celeste congregación de los Santos, no sólo en cuanto al alma, sino también en cuanto al cuerpo, el cual piadosamente se cree, y también se prueba, haber sido glorificado en la asunción del alma. -Se afirma igualmente que fue ennoblecida sobre todos los Santos por la abundancia de las eternas riquezas, pues a todos ellos sobreexcedió en las de la gloria y gracia, en las de virtudes y premios, en las de dones y bienaventuranzas, con que ahora enriquece al mundo y sustenta el en el universo; consiguiendo, con su intercesión, a unos la gloria, a otros la gracia, a otros la remisión de los crímenes ya otros el tesoro de las o. De virtudes; por lo cual se dice en el capítulo 31 de los Proverbios: Muchas son las hijas que han allegado riquezas, mas a todas has tú aventajado. Y a ella se pueden aplicar las palabras del capítudo 8 de los Proverbios: Yo amo a los que me aman, y me hallarán los que madrugaren a buscarme.

En mi mano están las riquezas y la gloria, la opulencia y la justicia. Fue, por fin, enriquecida sobre todos los Santos, en cuanto a la excelencia de la dignidad o condición; porque, siendo Madre del supremo Emperador, es por su dignidad y condición la más digna de todas las criaturas; y por esta causa no sin razón fue elevada ésta sobre ellas y colocada a la derecha de su Hijo en magnificentísimo sitial. Con toda exactitud fue esto prefigurado en el capítulo 2 del libro tercero de los Reyes. Habiendo venido, en efecto, Betsabé a ver al rey Salomón, o sea, la Virgen María en su asunción a su eterno y pacífico Hijo, levantóse el rey a recibirla, llevando en su compañía la legión entera de los Santos; y la saludó con profunda reverencia, esto es, le tributó reverencia filial, y sentóse el rey en su trono, y pusieron un trono para la madre del rey, la cual se sentó a su derecha, como de nobilísima condición, según las palabras que se leen en el último capítulo del Apocalipsis: Yo soy la raíz y la prosapia de David, el lucero brillante de la mañana. Todo debido a que, sin detrimento de su inte gridad virginal, dio a luz a un niño de nobilísima condición, según aque llas palabras: El Santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. Era también de justicia conceder la plenitud de la dignidad y de la gloria a quien le fue concedida la plenitud de la gracia, a diferencia de las demás criaturas, a las que tanto la gracia como la gloria se otorga sólo parcialmente. Por eso se dice en el capítulo 12 del Apocalipsis: Apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas.

Esta mujer es la Virgen reina, que se describe vestida del sol, esto es, con la hermosura del Sol de justicia; y la luna debajo de sus pies, o sea, la gloria mundana valerosamente menospreciada, la cual crece y de crece como la luna; y en su cabeza una corona de doce estrellas, esto es, todo el honor y dignidad, gloria, excelencia y nobleza de condición concedidos a los doce órdenes de Santos significados en las doce estrellas resplandecientes, nueve de las cuales se refieren a los espíritus celestiales y tres al triple estado de los hombres: el de los activos, de los contemplativos y el de los prelados; pues toda la dignidad y gloria concedida a ellos en parte, se otorgó totalmente a la Santísima Virgen.

III. Se recomienda, en tercer lugar, por el resplandor de la sabiduría, porque, comparada con la luz de la sabiduría eterna, aventaja en ella a todos los seres. Pues del mismo modo que la Luz increada, o sea, la divina Sabiduría, a todo sobrepuja en cuanto a la iluminación, en conocimiento y gobierno de todas las criaturas, así también esta Virgen sobrepasa en estas tres cosas a los demás seres.

Si se compara, pues, con la luz de la Sabiduría divina, aventaja en claridad a las demás criaturas, porque así como aquélla está sobre todas las criaturas en cuanto a la iluminación que les da, puesto que es ella la que ilumina y confiere esplendor a todos los hombres por la luz de la razón y, en cuanto de sí depende, por la de la gracia, según las palabras del capítulo 1 de San Juan: Era la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, así esta Virgen, iluminada más que todos los San tos por dicha Sabiduría, con sus piadosos ruegos iluminó, por la luz de la gracia, más que nadie, a todo el mundo. Por eso se escribe en el capítulo 16 de la Sabiduría: Era necesario adorarte antes de amanecer; y en el 13 de Tobías: Brillarás con luz resplandeciente y serás adorada en todos los términos de la tierra, como si dijera: Tú, santa, brillarás con la luz resplandeciente de la sabiduría eterna, o sea, obtendrás para los otros el esplendor de la gracia. Del mismo modo se dice en el capítulo 3 del Eclesiástico: Muéstranos la luz de tus piedades, infunde tu temor en las naciones que no han pensado en buscarte, a fin de que entiendan que no hay otro Dios sino tú.

Comparada igualmente con la luz de la Sabiduría eterna, sobre puja en claridad a las demás criaturas, pues así como la luz divina excede cuanto existe en el conocimiento de todas las cosas, puesto que las intuye con la máxima perspicacia, según se afirma en el capítulo 2 de Daniel: Conoce las cosas que se hallan en medio de las tinieblas, pues la luz está con él; y en el 23 del Eclesiástico: Los ojos del Señor son mucho más luminosos que el sol, y descubren todos los procederes de los hombres y lo profundo del abismo, y ven hasta los más recónditos senos del corazón humano; y en el 13 de Daniel: ¡Oh Dios eterno, que conoces las cosas ocultas, que sabes todas las cosas aun antes de que sucedan! , así esta Señora, comparada, en cuanto a esto, con la luz de la Sabiduría eterna, aventaja a todas las criaturas. Por cuya razón se le puede aplicar aquello del capítulo 6 de la Sabiduría: Pondré en claro su conocimiento.

Además, comparada con la Luz eterna, aventaja en sabiduría a las demás criaturas, porque así como la Luz divina sobrepuja a la creación entera en cuanto al gobierno y dirección de cuanto existe, según lo escrito en el capítulo 49 de Isaías: Yo te he destinado para ser luz de las naciones, a fin de que tú seas mi salud hasta los términos de la tierra; por cuya causa se dice en el capítulo 1 de San Lucas: Para alum brar a los que yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz, así también la bienaventurada Virgen está por encima de todas las cosas en este particular; y por ello se dice en el capítulo 7 del libro de la Sabiduría: Propuse tenerla por luz, porque su resplandor es inextinguible; y en el capítulo 42 de Isaías: Te he puesto para ser el reconciliador del pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos y saques de la cárcel a los condenados. Lo cual ella misma nos obtenga con sus ruegos de Aquel que vive y reina eternamente por los siglos de los siglos. Amén.

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A la Asunción de María DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones sobre la Asunción de la Virgen María

El acontecimiento fundamental para tender la mirada hacia el más allá de la muerte es la Resurrección de Cristo. Es muy importante tener presente y viva esa realidad: No estamos aquí para siempre. Lo sabemos pero vivimos como si esto fuera definitivo, y eso no es bueno. Quien vive consciente de que está de camino, avanza mejor. Lo definitivo para nosotros es Dios, es Cristo.

Después de Cristo, tenemos en María el ejemplo de una persona humana que ya llegó al término. Una persona como nosotros está allá. Eso es lo que celebramos en esta solemnidad. Debemos mirar a «lo último», no con miedo, sino con esperanza. Nos dice San Pablo: » Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia». O Santa Teresa que escribió: » Muero porque no muero».

 

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Alégrate y gózate Hija de Jerusalén
mira a tu Rey que viene a ti, humilde,
a darte tu parte en su victoria.

Eres la primera de los redimidos
porque fuiste la adelantada de la fe.

Hoy, tu Hijo, te viene a buscar, Virgen y Madre:
“Ven amada mía”,
te pondré sobre mi trono, prendado está el Rey de tu belleza.
Te quiero junto a mí para consumar mi obra salvadora,
ya tienes preparada tu “casa” donde voy a celebrar
las Bodas del Cordero:

• Templo del Espíritu Santo
• Arca de la nueva alianza
• Horno de barro, con pan a punto de mil sabores.

Mujer vestida de sol, tu das a luz al Salvador
que empuja hacia el nuevo nacimiento

Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho
de parte del Señor, en ti ya se ha cumplido.

María Asunta, signo de esperanza y de consuelo,
de humanidad nueva y redimida, danos de tu Hijo
ser como tú llenas del Espíritu Santo,
para ser fieles a la Palabra que nos llama a ser,
también como tú, sacramentos del Reino.

Hoy, tu sí, María, tu fiat, se encuentra con el sí de Dios
a su criatura en la realización de su alianza,
en el abrazo de un solo sí.
Amén.

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

Oda a la Asunción
Al cielo vais, Señora,
y allá os reciben con alegre canto.
¡Oh quién pudiera ahora
asirse a vuestro manto
para subir con vos al monte santo!

De ángeles sois llevada
de quien servida sois desde la cuna,
de estrellas coronada:
¡ Tal Reina habrá ninguna,
pues os calza los pies la blanca luna!

Volved los blancos ojos,
ave preciosa, sola humilde y nueva,
a este valle de abrojos,
que tales flores lleva,
do suspirando están los hijos de Eva.

Que, si con clara vista,
miráis las tristes almas desde el suelo,
con propiedad no vista,
las subiréis de un vuelo,
como piedra de imán al cielo, al cielo.

Fray Luis de León

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A la Asunción de María DEVOCIONES Y ORACIONES

En la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por San Bernardo

1. Subiendo hoy a los cielos la Virgen gloriosa, colmó sin duda los gozos de los ciudadanos celestiales con copiosos aumentos, pues ella fué la que, a la voz de su salutación, hizo saltar de gozo a aquel que aún vivía encerrado en las maternas entrañas. Ahora bien, si el alma de un -párvulo aún no nacido se derritió en castos afectos luego que habló María, ¿cuál pensamos sería el gozo de los ejércitos celestiales cuando merecieron oír su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia? Mas nosotros, carísimos, ¿qué ocasión tenemos de solemnidad en su asunción, qué causa de alegría, qué materia de gozo?

Con la presencia de María se ilustraba todo el orbe, de tal suerte que aun la misma patria celestial brilla más lucidamente iluminada con el resplandor de esta lámpara virginal. Por eso con razón resuena en las alturas la acción de gracias y la voz de alabanza, pero para nosotros más parece debido el llanto que el aplauso. Porque ¿no es, por ventura, natural, al parecer, que cuanto de su presencia se alegra el cielo otro tanto llore su ausencia este nuestro inferior mundo? Sin embargo, cesen nuestras quejas, porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella a la cual María purísima llega hoy. Y si estamos señala. dos por ciudadanos suyos, razón será que, aun en el destierro, aun sobre la ribera de los ríos de Babilonia, nos acordemos de ella, tomemos parte en sus gozos y participemos de su alegría., especialmente de aquella alegría que con ímpetu tan copioso baña hoy la ciudad de Dios, para que también percibamos nosotros las gotas que destilan sobre la tierra. Nos precedió nuestra reina, nos precedió, y tan gloriosamente fué recibida, que confiadamente siguen a su Señora los siervecillos clamando: Atráenos en pos de ti y correremos todos al olor de tus aromas. Subió de la tierra al cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de misericordia, trate los negocios de nuestra salud devota y eficazmente.

2. Un precioso regalo envió al cielo nuestra tierra hoy, para que, dando y recibiendo, se asocie, en trato feliz de amistades, lo humano a lo divino, lo terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo. Porque allá ascendió el fruto sublime de la tierra, de donde descienden las preciosísimas dádivas y los dones perfectos. Subiendo, pues, a lo alto, la Virgen bienaventurada otorgará copiosos dones a los hombres. ¿Y cómo no dará? Ni le falta poder ni voluntad. Reina de los cielos es, misericordiosa es; finalmente, Madre es del Unigénito Hijo de Dios. Nada hay que pueda darnos más excelsa idea de la grandeza de su poder o de su piedad, a no ser que alguien pudiera llegar a creer que el Hijo de Dios se niega a honrar a su Madre o pudiera dudar de que están como impregnadas de la más exquisita caridad las entrañas de María, en las cuales la misma caridad que procede de Dios descansó corporalmente nueve meses.

3. Y estas cosas, ciertamente, las he dicho por nosotros, hermanos, sabiendo que es dificultoso que en pobreza tanta se pueda hallar aquella caridad perfecta que no busca la propia conveniencia. Mas con todo eso, sin hablar ahora de los beneficios que conseguimos por su glorificación, si de veras la amamos nos alegraremos inmensamente al ver que va a juntarse con su Hijo. Sí, nos alegraremos y le daremos el parabién, a no ser que, como esté lejos de nosotros, quisiéramos mostrarnos ingratos con aquella que nos dio al autor de la gracia. Hoy es recibida la Virgen en la celestial Jerusalén por Aquel a quien ella recibió al venir a este mundo; pero ¿quién será capaz de expresar con palabras con cuánto honor fue recibida, con cuánto gozo, con cuánta alegría? Ni en la tierra hubo jamás lugar tan digno de honor como el templo de su seno virginal, en el que recibió María al Hijo de Dios, ni en el cielo hay otro solio regio tan excelso como aquel al que sublimó hoy para María el Hijo de María. Feliz uno y otro recibimiento, inefables ambos, porque ambos a dos trascienden toda humana inteligencia. ¿Más a qué fin se recita hoy en las iglesias de Cristo aquel pasaje del Evangelio en que se significa cómo la mujer bendita entre todas las mujeres recibió al Salvador? Creo que a fin de que este recibimiento que hoy celebramos se pueda conocer de algún modo por aquél, o, más bien, a fin de que, según la inestimable gloria de aquél, se conozca también que esta gloria es inestimable. Porque ¿quién, aunque pueda hablar con las lenguas de los hombres y de los ángeles será capaz de explicar de qué modo, sobreviniendo el Espíritu Santo y haciendo sombra la virtud del Altísimo, se hizo carne el Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas ¿Cómo el Señor de, la majestad, que no cabe en el uni. verso de las criaturas, se, encerró a sí mismo, hecho hombre, dentro de las entrañas virginales?

4. Pero ¿y quién será suficiente para pensar siquiera cuán gloriosa iría hoy la reina del mundo y con cuánto afecto de devoción saldría toda la multitud de los ejércitos celestiales a su encuentro? ¿Con qué cánticos sería acompañada hasta el trono de la gloria, con qué semblante tan plácido, con qué rostro tan sereno, con qué alegres abrazos sería recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura con aquel honor que Madre tan grande merecía, con aquella gloria que era digna de tan gran Hijo? Felices enteramente los besos que imprimía en sus labios cuando mamaba y cuando le acariciaba la madre en su regazo virginal. Mas, ¿por ventura, 110 los juzgaremos más felices los que de la boca del que está sentado a la diestra del Padre recibió hoy en la salutación dichosa, cuando subía al trono de la gloria cantando el cántico de la Esposa y diciendo: Béseme con el beso de su boca? Porque cuanta mayor gracia alcanzó en la tierra sobre todos los demás, otro tanto más obtiene también en los cielos de gloria singular. Y si el ojo no vio ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre lo que tiene Dios preparado a los que le aman; lo que preparó a la que le engendró y (lo que es cierto para todos) a la que amó más que a todos, ¿quién lo hablará? Dichosa, por tanto, María, y de muchos modos dichosa, o recibiendo al Salvador o siendo ella recibida del Salvador. En lo uno y en lo otro es admirable la dignidad de la Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es amable la dignación de la Majestad. Entró, dice, Jesús en un castillo y una mujer le recibió en su casa. Pero más bien nos debemos ocupar en las alabanzas, pues se debe emplear este día en elogios festivos. Y pues nos ofrecen copiosa materia las palabras de esta lección del Evangelio, mañana también, concurriendo, nosotros juntamente, será comunicado sin envidia lo que se nos dé de arriba, para que en la memoria de tan grande Virgen no sólo se excite la devoción, sino que también sean edificadas nuestras costumbres para aprovechamiento de la conducta de nuestra vida, en alabanza y gloria de su Hijo, Señor nuestro, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos. Amén.

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A la Asunción de María DEVOCIONES Y ORACIONES

Novena a la Asunción de la Virgen María

“La Inmaculada Madre de Dios, María siempre virgen, terminada su vida terrestre fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste».

Justo después de esas palabras del Papa proclamando el Dogma, un rayo de sol bañó la Basílica de San Pedro.

La solemne definición del dogma de la asunción de María fue proclamada en 1950 por Pío XII con la constitución apostólica Munificentissimus Deus (MD)

El 15 de agosto se celebra la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María y el 6 de agosto comienza su novena.

 

Día primero

Oh, María sin pecado concebida!
la más Preciosa Niña,
Reina de las Maravillas.
Regálame en este día,
hacerme pequeñito,
y siempre ser tu verdadero hijo,
para llegar algún día al Dios de la Vida.
Amén.

En cada día se puede rezar un
Padrenuestro, Ave María y Gloria.

 

Día segundo

María, princesa desde niña,
sobre la tierra sería ya nuestra guía
y en Tí resplandecería
el cumplimiento de las profecías.
Oh! mi dulce compañía,
guía a este siervo pequeñito,
que nada sería si en él no estaría
la Luz Divina.
Amén.

 

Día tercero

Vaso purísimo!, Estrella mía!
que hilabas en tu Seno, como Virgen Inmaculada,
al Dios que amabas,
que por Él suspirabas
y que brillaba, en una Niña Casta
que se esposaba como Inmaculada.
Haz que la pureza en mí resplandezca
y que inunde toda la tierra que parece desierta.
Amén.

 

Día cuarto

Oh, María! del mismo Dios alegría.
Oh, María! a la que el ángel saludaría
y le confiaría la más hermosa noticia,
que en Tí viviría el Dios de la Vida,
el Mesías esperado,
ya anunciado y por los corazones anhelado.
Oh, Lirio Perfumado! por el Señor siempre Santo!
haced que digamos siempre «Sí» y vivamos para Tí,
pues el Buen Dios a Tí nos dió
y desde la Encarnación te señaló
como Corredentora para nos.
Amén.

 

Día quinto

Madre mía, bella María!
que en tus brazos acunarías,
al Sol que iluminaría nuestras pobres vidas.
Oh, María! cuyos ojos mirarían
con dulzura infinita al Niño que padecería
y nos redimiría en la Cruz un día.
Haz que seamos mansos y humildes de corazón
como lo fue siempre Nuestro Señor.
Amén.

 

Día sexto

Oh, Madre de Redención!
cáliz de amor!
llévanos al Salvador,
misterio de alegría en el corazón
y en el que palpita la alabanza al Padre Creador.
Haz que la esperanza inunde nuestra alma,
pues es nuestro Dios, escudo de Salvación,
quien es nuestra protección
ya que con Su Sangre nos cubrió
y nos enseñó lo que es el verdadero amor.
Amén.

 

Día séptimo

Oh, María!, Señora mía!
enséñame en este día,
lo que la caridad sería,
para llegar algún día
a la Tierra Prometida!.
Oh, María!, Rosa Castísima!
muéstrame el camino de la verdad
para que llegue a la santidad
Amén.

 

Día octavo

Oh, María!, Auxiliadora mia!
haced que el Espíritu Santo,
sea derramado
en esta pobre vasija de barro
y que sea por Él llenada
para purificarla y habitarla,
labrándola a tu semejanza.
Amén.

 

Día noveno

Oh, Amadísima! oh, Madre mía!
oh, Virgen María!
a la que los ángeles subirían
al Cielo con singular alegría.
Oh María, pináculo de amor!.
Oh, María!
reina hoy en cada corazón,
dándonos tu Inmaculado Corazón,
como Reina del Cielo y la tierra que sos!.
Oh, María, postrado ante Vos,
sólo tuyo soy, como esclavo de amor.
Amén.

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