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Breaking News De Navidad DEVOCIONES Y ORACIONES Movil NOTICIAS Noticias 2016 – julio – diciembre

Las Posadas

Las posadas son fiestas que tienen como fin, preparar la Navidad.

Comienzan el día 16 y terminan el día 24 de Diciembre.

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Su antecedente loca se remonta a los tiempos de la conquista, cuando los españoles llegaron a México, los aztecas creían que durante el solsticio de invierno, el dios Quetzalcóatl (el sol viejo) bajaba a visitarlos.

Cuarenta días antes de la fiesta, compraban los mercaderes a un esclavo en buenas condiciones y lo vestían con los ropajes del mismo dios Quetzalcóatl. Antes de vestirlo, lo purificaban lavándolo.

Salían con él a la ciudad y él iba cantando y bailando para ser reconocido como un dios. Las mujeres y los niños le ofrecían ofrendas. En la noche, lo enjaulaban y lo alimentaban muy bien.

Nueve días antes de la fiesta, venían ante él dos «ancianos muy venerables del templo» y se humillaban ante él.

Durante la ceremonia, le decían: «Señor, sabrás que de aquí a nueve días se te acabará este trabajo de bailar y cantar porque entonces has de morir».

Él debía responder: «Que sea muy en hora buena».

Llegado el día de la fiesta, a media noche, después de honrarlo con música e incienso, lo tomaban los sacrificadores y le sacaban el corazón para ofrecérselo a la luna.

Ese día en los templos se hacían grandes ceremonias, dirigidas por los sacerdotes, que incluían ritos y bailables sagrados, representando la llegada de Quetzalcóatl, así como ofrendas y sacrificios humanos en honor a él.

Durante el mes de diciembre, no sólo festejaban a Quetzalcóatl, sino que también celebraban las fiestas en honor a Huitzilopochtli.

Estas fiestas duraban veinte días, iniciaban el 6 de diciembre y terminaban el 26 del mismo mes, eran fiestas solemnes que estaban precedidas por 4 días de ayuno y en las que se coronaba al dios Huitzilopochtli poniendo banderas en los árboles frutales.

Esto es a lo que llamaban el «levantamiento de banderas». En el gran templo ponían el estandarte del dios y le rendían culto.

El pueblo se congregaba en los patios de los templos, iluminados por enormes fogatas para esperar la llegada del solsticio de invierno.

El 24 de diciembre por la noche y al día siguiente, 25 de diciembre, había fiestas en todas las casas. Se ofrecía a los invitados una rica comida y unas estatuas pequeñas de pasta llamada «tzoatl».

Los misioneros españoles que llegaron a México a finales del siglo XVI, aprovecharon estas costumbres religiosas para inculcar en los indígenas el espíritu evangélico y dieron a las fiestas aztecas un sentido cristianos, lo que serviría como preparación para recibir a Jesús en su corazón el día de Navidad.

Se atribuye a Fray Diego de Soria (finales del siglo XVI). Las primeras «jornadas» (como se llamaban entonces), en el convento de Acolman, para recordar el camino de José y María de Nazaret a Belén.

La celebración se fue enriqueciendo de la costumbre franciscana de representar con imágenes a José y María.

De estas celebraciones y de los Autos de Fe europeos surgieron las pastorelas y los cantos para pedir posada.

Estas celebraciones se llamaron también fiestas de aguinaldo, quizá por los pequeños regalos que se daban a los indios que participaban.

Poco a poco la celebración salió de las Iglesias a las casas y el canto religioso fue substituido por la música popular.

La liturgia se mezcló con el folklore popular, haciendo que estas fiestas se arraigaran en el corazón del pueblo mexicano.

Fue en esta época cuando prevaleció el nombre de Posadas.

Durante el resto de la colonia la costumbre subsistió sin muchas variaciones, así paso al México independiente en el que hasta las crisis del país cedían ante la alegría de las fiestas navideñas.

Las posadas no son otra cosa que la novena de Navidad. Comienzan el 16 de diciembre y terminan el 24.

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La ceremonia consiste en una procesión desde las Iglesias o en las casas particulares donde se lleva en andas a los Santos Peregrinos, o sea a las imágenes de María y José algunas veces acompañados de un burro o guiados por un ángel.

En algunos lugares varias familias con anterioridad se reparten las posadas, es decir cada noche una familia distinta organiza la posada y los peregrinos irán peregrinando de una casa a otra.

Durante la procesión, los participantes iluminados por pequeñas veladoras caminan detrás de los Santos peregrinos rezando el Santo Rosario.

La procesión usa el diálogo cantado se solicita posada una y otra vez hasta que se abre el portón dando entrada a los Santos Peregrinos.

Luego en los atrios o en los patios se cuelgan y se rompen las piñatas, ollas decoradas que con papel de china toman múltiples formas que se rellenan de frutas, cacahuates y dulces.

La forma más común en las piñatas es la estrella de siete picos. Cada pico representa un pecado capital; el golpear y romper cada pico representa vencer al pecado y recibir los dones de Dios representados por la fruta y los dulces.

Más tarde la fiesta continúa cuando se ofrece a los comensales una rica merienda de platillos tradicionales de la época. Y la música ameniza el baile.

Las Posadas son una tradición de origen mexicano que aún se celebra hoy en día en algunos países de Latinoamérica durante los días previos a la Navidad. En algunos países, principalmente de América Latina como Colombia, Panamá, Ecuador, Guatemala y México

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FORMA DE CELEBRARSE EN GUATEMALA

Fue el Hermano Pedro de San José Betancur (1626-1667) quien en Guatemala introdujo como parte de las festividades navideñas los nacimientos y posadas para recordar la travesía de María y José en su viaje a Jerusalén y poder cumplir así con el censo romano y el nacimiento del niño Jesús en Belén.

Las posadas se inician con la tradicional quema del DIABLO el 7 de diciembre y terminan el 23 del mismo mes.

Éstas consisten en la fabricación de una pequeña anda (tarima que es llevada a cuestas por un determinado grupo de personas), en la que se colocan imágenes de María y José vestidos de peregrinos.

Las posadas pueden ser organizadas por hermandades católicas, iglesias o particulares.

Cuando alguien decide organizar una posada, necesita encontrar nueve casas que puedan recibirla.

En cada casa se hace un altar y cada día es diferente el arreglo: el día 15 es dedicado a El Monte Tambor; el 16, a La Ciudad de Naín; el 17, a Los Campos de Samaria. El 18 se dedica a El Pozo de Sequén; el 19, a El Corral de las Ovejas; el 20, a Los Copos de Nieve; el 21, a La entrada de Jerusalén; el día 22 se dedica a La entrada a Belén y el 23 a El portal de Belén.

En las posadas la gente se divide en dos grupos, uno que permanece dentro de la casa seleccionada y otro, que estando afuera, lleva el anda ya adornada.

Las posadas son acompañadas en su recorrido por una marimba, por el sonido de una concha de tortuga, o por un tambor y una flauta; evocando con estos últimos el sincretismo cultural.

La posada camina por las calles y van cantando o rezando; cuando llegan a la casa que espera la posada, cantan los dos grupos letanías en responso, escritas especialmente para estas fiestas.

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FORMA DE CELEBRARSE EN MÉXICO

Cada familia en un barrio se turna una noche y celebra con una posada en su casa; empiezan 16 de diciembre y terminan el 24 en la Noche Buena.

En cada casa hay un Nacimiento. Los anfitriones representan a los hosteleros y los niños del barrio, así como los adultos, representan a «Los Peregrinos» quienes piden posada con un cántico simple a sus versos.

Todos llevan en sus manos velitas encendidas y se escogen cuatro adolescentes para que carguen a Los Peregrinos, que son dos pequeñas estatuillas de San José jalando a un burro en el cual va montada de lado la Virgen María.

La procesión va guiada por una vela dentro de un «farolito», que es como un acordeón de papel de colores con una apertura arriba y una vela adentro.

Los Peregrinos piden posada en tres diferentes casas pero solamente la tercera les dejará entrar.

Esa es la casa a la que le corresponde la posada esa noche. Cuando los hosteleros les permiten pasar, el grupo de invitados entra en el hogar y se arrodilla alrededor de el Nacimiento y reza el Rosario.

El Rosario es una oración católica que consiste en 50 Ave Marías, 5 Padre Nuestros, 5 Glorias, y la Letanía, que es una serie de alabanzas para la Virgen María, además también se cantan canciones tradicionales de Navidad, como Noche de Paz, en español ¡por supuesto!

Después de todos estos rezos, sigue la fiesta para los niños.

Se les celebra con una Piñata, la cual está llena de cacahuates (maní), naranjas, mandarinas, cañas de azúcar, y a veces caramelos envueltos. Por supuesto, también hay cánticos para entonar mientras que el niño en turno trata de romper la piñata con un palo y con los ojos vendados.

Aunque la Piñata es originaria de Italia, se ha convertido en una tradición mexicana para cualquier tipo de celebración en la cual hay niños.

La Piñata se hacía con un jarro de barro y se decoraba con papel crepé de diferentes colores.

Hoy en día, las piñatas están hechas de cartón y de papel maché y se decoran con papel crepé.

Este cambio fue hecho para evitar que los niños se cortaran las manos cuando se tiraban al suelo a recoger las frutas y los dulces al quebrar la Piñata ya que los pedazos de barro rotos eran peligrosos. Hay todo tipo de diseños, además de la estrella, que es la piñata tradicional de Navidad.

Para los adultos siempre hay «Ponche con Piquete», es una bebida caliente hecha con frutas de la estación con trozos de canela y con un poco de aguardiente (ron, tequila, mezcal, cognac, jerez, etc.). Un buen substituto en Ohio es la sidra de manzana con frutas, sin «piquete».

En la Noche Buena, el 24 de diciembre, todos van a la Misa de Noche Buena que es a las 12, o a la medianoche.

Después de la misa, todos se van a sus respectivas casas a la Cena de Navidad con su familia y cualquier amigo que carezca de familia, siempre es bienvenido a participar en la celebración, pero lo más importante, es poner al Niño Jesús en el pesebre en el Nacimiento.

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“VERSOS PARA PEDIR POSADA”
Peregrinos (fuera) Anfitriones (dentro)
En nombre del cielo
pedimos posada,
pues no puede andar
mi esposa amada.No seas inhumano
tennos caridad,
el Dios de los cielos
te lo premiará.Venimos rendidos
desde Nazareth
Yo soy carpintero
de nombre José.

Posada te pide
amado casero,
por sólo una noche
la reina del cielo.

Mi esposa es María
es reina del cielo,
y madre va ser
del Divino Verbo.

Dios pague señores
vuestra caridad,
y que os colme el cielo
de felicidad

Aquí no es mesón
sigan adelante
yo no debo abrir
no sea algún tunante.Ya se pueden ir
y no molestar,
porque si me enfado
os voy a apalear.No me importa el nombre,
déjenme dormir,
pues que yo les digo
que no hemos de abrir.

Pues si es una reina
quien lo solicita
¿cómo es que de noche
anda tan solita?

¿Eres tú José?
¿Tu esposa es María?
Entren, peregrinos,
no los conocía.

¡Dichosa la casa
que alberga este día
a la virgen pura,
la hermosa María!

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A Nuestra Señora de la Esperanza Macarena DEVOCIONES Y ORACIONES

Oración para Nuestra Señora de la Esperanza Macarena

¡Oh excelsa Madre de Dios y Esperanza de los mortales!

Sabedor de que habéis recibido la misión divina de guardar, guiar, alegrar y consolar a las almas, a Vos acudo con inquebrantable fe e ilimitada confianza.

Vuestro título de Madre de la Esperanza me alienta sobremanera; vuestro nombre ya es prenda de buena acogida; vuestra misión es seguridad de otorgamiento.

Seguro de que vuestros brazos se abren en todo momento con solicitud maternal, en ellos me arrojo.

De Vos todo lo espero.

Aun cuando todo el mundo me abandone, aun cuando la ciencia me desahucie, aun cuando el Cielo oculte sus celajes, aun cuando Dios no oyera ya mis ruegos, aun cuando las tinieblas envolvieran mi alma, aun cuando todo el camino se me cerrara, y sin luz, sin calor, sin fuerza, sin aliento, sin sostén alguno ni humano ni divino, estuviera por hundirme en el abismo de la desesperación, a vuestro amparo me acojo. Vos no me abandonaréis, oh Madre mía; Vos fuisteis, sois y seréis, después de Jesús, toda mi esperanza.

En Vos confié y en Vos confío contra toda esperanza y seguro estoy que no quedaré confundido. ¡Oh Madre buena y poderosa, oh Madre de la Esperanza! mirad mi aflicción y necesidad, dadme consuelo, escuchad mi plegaria.

Por Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor.

Amen

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A Nuestra Señora de la Dulce Espera DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones a Nuestra Señora de la Dulce Espera

ORACIÓN I

María, Madre del amor hermoso, dulce muchacha de Nazareth, tú que proclamaste la grandeza del Señor y,
diciendo que «si», te hiciste Madre de nuestro Salvador y Madre nuestra: atiende hoy las súplicas que te hago.

En mi interior una nueva vida está creciendo:
un pequeño que traerá alegría y gozo, inquietudes y temores, esperanzas y felicidad a mi hogar.

Cuídalo y protéjelo mientras yo lo llevo en mi seno.
Y que, en el feliz momento del nacimiento,
cuando escuche sus primeros sonidos y vea sus manos chiquitas, pueda dar gracias al Creador por la maravilla de este don que El me regala.

Que, siguiendo tu ejemplo y modelo, pueda acompañar y ver crecer a mi hijo.

Ayúdame e inspírame para que el encuentre en mi un refugio donde cobijarse y, a la vez, un punto de partida para tomar sus propios caminos.

Además, dulce Madre mía, fíjate especialmente en aquellas mujeres que enfrentan este momento solas, sin apoyo o sin cariño.

Que puedan sentir el amor del Padre y que descubran que cada niño que viene al mundo es una bendición.

Que sepan que la decisión heroica de acoger y nutrir al hijo les es tenida en cuenta.

Nuestra Señora de la Dulce Espera, dales tu consuelo y valor.

Amén.

 

ORACIÓN II

A Nuestra Señora de la Dulce Espera MARIA, de la Dulce Espera, de los sueños tiernos y la esperanza larga; Bendigo tu maternidad Divina, maravilla de DIOS en tu cuerpo de mujer.

Desde hace un tiempo yo también espero un hijo del amor. Siento que todo se transforma en mi y una Vida nueva teje DIOS en mis entrañas. Te la ofrezco desde ya con todos los cuidados, con todos los temores, con toda la ternura y la esperanza de este tiempo lindo que el SEÑOR me da.

MARIA, de la DULCE ESPERA, haz que en ésta espera de la nueve lunas, sienta la dulzura de parecerme a TI. Acompáñame, fortaléceme. Y, al llegar el tiempo de decir: ¡ YA NACE ! pueda ofrecerte como regalo nuevo el primer llanto de mi bebe nacido y mi gozo grande de mamá feliz.

 

ORACION III

María, madre del amor hermoso, dulce muchacha de Nazareth, tú que proclamaste la grandeza del Señor y, diciendo que «si», te hiciste madre de nuestro Salvador y madre nuestra: atiende hoy las suplicas que te hago.

En mi interior una nueva vida está creciendo: un pequeño que traerá alegría y gozo, inquietudes y temores, esperanzas y felicidad a mi hogar.

Cuídalo y protégelo mientras yo lo llevo en mi seno. Y que, en el feliz momento del nacimiento, cuando escuche sus primeros sonidos y vea sus manos chiquitas, pueda dar gracias al Creador por la maravilla de este don que Él me regala.

Que, siguiendo tu ejemplo y modelo, pueda acompañar y ver crecer a mi hijo. Ayúdame e inspírame para que él encuentre en mi un refugio donde cobijarse y, a la vez, un punto de partida para tomar sus propios caminos.

Además, dulce Madre mía, fíjate especialmente en aquellas mujeres que enfrentan este momento solas, sin apoyo o sin cariño. Que puedan sentir el amor del Padre y que descubran que cada niño que viene al mundo es una bendición.

Que sepan que la decisión heroica de acoger y nutrir al hijo les es tenida en cuenta. Nuestra Señora de la Dulce Espera, dales tu consuelo y valor.
Amén

 

ORACIÓN A LA VIRGEN DE LA ESPERANZA POR EL ENFERMO

María, madre de la esperanza

Oh María, madre de la esperanza
tu que has conocido nuestra fragilidad
a través del sufrimiento de tu Hijo
vuelve tu mirada de Madre
a todo sufrimiento y debilidad humana.

Tu que esperaste contra toda esperanza
junto a la Cruz de tu Hijo
infundiendo fe a los discípulos
confundidos y desilusionados
alcánzanos el consuelo de la esperanza.

Hoy te imploramos, oh Madre de esperanza:
pide a tu Hijo que tenga misericordia
y nos sostenga en los momento más oscuro de la vida;
intercede por nosotros para que vivamos el tiempo
con la esperanza de la eternidad
para contemplar con gozo la gloria d
De Cristo Resucitado.

Amén

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A la Madre del Verbo de Kibeho DEVOCIONES Y ORACIONES Galería

Oración a la Madre del Verbo de Kibeho (Rwanda)

Bienaventurada Virgen María, Madre del Verbo,
Madre de todos los que creen y se adhieren a Él.

Estamos aquí, postrados en tu presencia,
contemplándote como Madre en medio de sus hijos;
pues, aunque nuestros ojos no te ven,
creemos, sin embargo, que realmente estás aquí.

Tu eres el camino seguro que nos conduce a Jesús, nuestro Salvador.
Te damos gracias por todos los beneficios que, sin cesar, recibimos de ti;
especialmente desde que, en tu humildad,
te dignaste aparecer milagrosamente en Kibeho,
cuando tanto lo necesitaba nuestro mundo.

Danos siempre la luz y la fuerza necesarias
para responder con prontitud a tu llamada a la conversión,
al arrepentimiento y a vivir según el Evangelio de tu Hijo.

Enséñanos a orar sin hipocresía
y a amarnos unos a otros como Él nos ha amado,
para que, como nos has pedido, seamos hermosas flores
que se expanden por todas partes exhalando su perfume.

Santa María, Nuestra Señora de los Dolores,
enséñanos a comprender el valor de la Cruz en nuestra vida,
para que completemos en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo,
en beneficio de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia.

Y, cuando termine nuestra peregrinación por esta tierra,
haz que podamos vivir contigo eternamente en el Reino de los Cielos.
Amén.

Con aprobación eclesiástica.

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A la Inmaculada Concepción del Viejo DEVOCIONES Y ORACIONES Galería

Novena a Nuestra Señora la Inmaculada Concepción del Viejo

La Novena comienza el 29 de noviembre y su fiesta es el 8 de diciembre.

Puestos de rodillas, delante de una imagen de la Inmaculada Concepción, se santiguará y luego dirá todos los días el siguiente

Acto de contrición

Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero… o Pésame Dios mío …

  

Oración preparatoria para todos los días

Dios te salve, María, llena de gracia y bendita más que todas las mujeres, Virgen singular, Virgen soberana y perfecta, elegida para Madre de Dios y preservada por ello de toda culpa desde el primer instante de tu Concepción; así como por Eva nos vino la muerte, así nos viene la vida por ti, que, por la gracia de Dios, has sido elegida para ser madre del nuevo pueblo que Jesucristo ha formado con su sangre.

A ti, purísima Madre, restauradora del caído linaje de Adán y Eva,
venimos confiados y suplicantes en esta novena, para rogarte nos
concedas la gracia de ser verdaderos hijos tuyos y de tu Hijo Jesucristo,
libres de toda mancha de pecado. Acordaos, Virgen Santísima,
que habéis sido hecha Madre de Dios, no sólo para vuestra dignidad
y gloria, sino también para salvación nuestra y provecho de todo el
género humano. Acordaos que jamás se ha oído decir que uno solo
de cuantos han acudido a vuestra protección e implorado vuestro
socorro haya sido desamparado. No me dejéis pues a mí tampoco,
porque si no, me perderé; que yo tampoco quiero dejaros a vos,
antes bien cada día quiero crecer más en vuestra verdadera devoción.

Y alcanzadme principalmente estas tres gracias: la primera, no cometer
jamás pecado mortal; la segunda, un gran aprecio de la virtud, y
la tercera, una buena muerte. Además dadme la gracia particular
que os pido en esta novena, si es para mayor gloria de Dios, vuestra
y bien de mi alma.

  

Oración final para todos los días

Bendita sea tu pureza
Y eternamente lo sea,
Pues todo un Dios se recrea
En tan graciosa belleza.
A ti, celestial Princesa,
Virgen sagrada María,
Te ofrezco en este día
Alma, vida y corazón.
¡Mírame con compasión!
¡No me dejes, madre mía!

  

Primer día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como preservaste a María del pecado original en su
Inmaculada Concepción y a nosotros nos hiciste el gran beneficio
de libramos de él por medio de tu santo bautismo, así te rogamos
humildemente nos concedas la gracia de portarnos siempre como
buenos cristianos, regenerados en ti, Padrenuestro Santísimo.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de esta novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y la
Letanía a la Virgen

  

Segundo día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como preservaste a María de todo pecado mortal en toda
su vida y a nosotros nos das gracia para evitarlo y el sacramento de la
confesión para remediarlo, así te rogamos humildemente, por
intercesión de tu Madre Inmaculada, nos concedas la gracia de no
cometer nunca pecado mortal, y si incurrimos en tan terrible desgracia,
la de salir de él cuanto antes, por medio de una buena confesión.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

 

Tercer día

¡Oh santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como preservaste a María de todo pecado venial en toda
su vida, y a nosotros nos pides que purifiquemos más y más nuestras
almas, para ser dignos de ti, así te rogamos humildemente, por
intercesión de tu Madre Inmaculada, nos concedas la gracia de evitar
los pecados veniales y de procurar y obtener cada día más pureza y
delicadeza de conciencia.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

 

Cuarto día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como libraste a María del pecado y le diste dominio
perfecto sobre todas sus pasiones, así te rogamos humildemente,
por intercesión de tu Madre Inmaculada, nos concedas la gracia de ir
domando nuestras pasiones y destruyendo nuestras malas
inclinaciones, para que te podamos servir con verdadera libertad de
espíritu y sin imperfección ninguna.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

 

Quinto día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como desde el primer instante de su Concepción diste a
María más gracia que a todos los Santos y Ángeles del cielo, así te
rogamos humildemente por intercesión de tu Madre Inmaculada nos
inspires un aprecio singular de la divina gracia que tú nos adquiriste
con tu sangre y nos concedas el aumentarla más y más con nuestras
buenas obras y con la recepción de tus santos sacramentos,
especialmente el de la comunión.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

Sexto día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como desde el primer instante infundiste en María, con
toda plenitud, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu
Santo, así te suplicamos humildemente, por intercesión de tu Madre
Inmaculada, nos concedas a nosotros la abundancia de estos mismos
dones y virtudes, para que podamos vencer todas las tentaciones y
hagamos muchos actos de virtud dignos de nuestra profesión de
cristianos.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

Séptimo día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como diste a María, entre las demás virtudes, una
pureza y castidad eximia, por la cual es llamada Virgen de las
vírgenes, así te suplicamos, por intercesión de tu Madre Inmaculada,
nos concedas la dificilísima virtud de la castidad, que no se puede
conservar sin tu gracia, pero que tantos han conservado mediante la
devoción de la Virgen y tu protección.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

Octavo día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como diste a María la gracia de una ardentísima caridad
y amor de Dios sobre todas las cosas, así te rogamos humildemente,
por intercesión de tu Madre Inmaculada, nos concedas un amor
sincero a ti, oh Dios y Señor nuestro, nuestro verdadero bien, nuestro
bienhechor, nuestro Padre, y que antes queramos perder todas las
cosas que ofenderte con un solo pecado.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

Noveno día

¡Oh Santísimo Hijo de María Inmaculada y benignísimo Redentor
nuestro! Así como has concedido a María la gracia de ir al cielo y
de ser en él colocada en el primer lugar después de ti, así te
suplicamos humildemente, por intercesión de tu Madre Inmaculada,
nos concedas una buena muerte, que recibamos bien los últimos
sacramentos, que expiremos sin mancha ninguna de pecado en la
conciencia y vayamos al cielo para siempre gozar en tu compañía y
la de nuestra Madre, con todos los que se han salvado por ella.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Gloria a la Santísima Trinidad,
y luego pide lo que por intercesión de la Inmaculada Concepción
deseas conseguir de la novena.
A continuación se dirá la Oración final para todos los días y
la Letanía a la Virgen.

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DEVOCIONES Y ORACIONES Galería Por las Almas del Purgatorio y Fieles Difuntos

Oraciones por los Difuntos

 

Se devoto de las almas de los Difuntos.

Si no ruegas por ellas, Dios permitirá que los demás se olviden después de ti.

Estas son oraciones para rezar por nuestros difuntos (amigos, padres, etc.), según sea nuestra relación con ellos, y para rezar en diversos lugares, en la casa, velatorio, cementerio, etc..

…VER VIDEOS…

 

ORACIONPORLOSDIFUNTOS

 

 

POR LOS PADRES

Oh Dios, que nos mandasteis honrar a nuestro padre y a nuestra madre, sed clemente y misericordioso con sus almas; perdonadles sus pecados y haced que un día pueda verlos en el gozo de la luz eterna. Amén.

POR LOS PARIENTES Y AMIGOS

Oh Dios que concedéis el perdón de los pecados y queréis la salvación de los hombres, imploramos vuestra clemencia en favor de todos nuestros hermanos, parientes y bienhechores que partieron de este mundo, para que, mediante la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los Santos, hagáis que lleguen a participar de la bienaventuranza eterna; por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

POR UN DIFUNTO

Haced, oh Dios omnipotente, que el alma de vuestro siervo (o sierva) N. que ha pasado de este siglo al otro, purificada con estos sacrificios y libre de pecados, consiga el perdón y el descanso eterno. Amén.

ORACIÓN POR FAMILIARES DIFUNTOS

¡Oh Buen Jesús! El dolor y sufrimiento de los demás conmovía siempre tu corazón. Mira con piedad las almas de mis queridos familiares del Purgatorio. Oye mi clamor de compasión por ellos y haz que aquellos a quienes separaste de nuestros hogares y corazones disfruten pronto del descanso eterno en el hogar de tu amor en el cielo.

POR TODOS LOS DIFUNTOS

Oh Dios, Creador y Redentor de todos los fieles, conceded a las almas de vuestros siervos y siervas la remisión de todos sus pecados, para que por las humildes súplicas de la Iglesia, alcancen el perdón que siempre desearon; por nuestro Señor Jesucristo. Amén.

ORACIÓN AL FALLECIMIENTO DE UN SER QUERIDO

¡Oh Jesús, único consuelo en las horas eternas del dolor, único consuelo sostén en el vacío inmenso que la muerte causa entre los seres queridos!
Tú, Señor, a quién los cielos, la tierra y los hombres vieron llorar en días tristísimos;
Tú, Señor, que has llorado a impulsos del más tierno de los cariños sobre el sepulcro de un amigo predilecto;
Tú, ¡oh Jesús! que te compadeciste del luto de un hogar deshecho y de corazones que en él gemían sin consuelo;
Tú, Padre amantísimo, compadécete también de nuestras lágrimas.
Míralas, Señor, cómo sangre del alma dolorida, por la perdida de aquel que fue deudo queridísimo, amigo fiel, cristiano fervoroso.
¡Míralas, Señor, como tributo sentido que te ofrecemos por su alma, para que la purifiques en tu sangre preciosísima y la lleves cuanto antes al cielo, si aún no te goza en él!
¡Míralas, Señor, para que nos des fortaleza, paciencia, conformidad con tu divino querer en esta tremenda prueba que tortura el alma!
¡Míralas, oh dulce, oh pidadosísimo Jesús! y por ellas concédenos que los que aquí en la tierra hemos vivido atados con los fortísimos lazos de cariño, y ahora lloramos la ausencia momentánea del ser querido, nos reunamos de nuevo junto a Ti en el Cielo, para vivir eternamente unidos en tu Corazón. Amén.

ORACIÓN POR NUESTROS SERES QUERIDOS

Oh buen Jesús, que durante toda tu vida te compadeciste de los dolores ajenos, mira con misericordia las almas de nuestros seres queridos que están en el Purgatorio.
Oh Jesús, que amaste a los tuyos con gran predilección, escucha la súplica que te hacemos, y por tu misericordia concede a aquellos que Tú te has llevado de nuestro hogar el gozar del eterno descanso en el seno de tu infinito amor. Amén.
Concédeles, Señor, el descanso eterno y que les ilumine tu luz perpetua.
Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén.

ORACIÓN DE RECOMENDACIÓN DEL ALMA A CRISTO

Señor, te encomendamos el alma de tu siervo(a) … (mencione su nombre) y te suplicamos, Cristo Jesús, Salvador del mundo, que no le niegues la entrada en el regazo de tus patriarcas, ya que por ella bajaste misericordiosamente del cielo a la tierra.
Reconócela, Señor, como criatura tuya; no creada por dioses extraños, sino por ti, único Dios vivo y verdadero, porque no hay otro Dios fuera de Ti ni nadie que produzca tus obras.
Llena, Señor, de alegría su alma en tu presencia y no te acuerdes de sus pecados pasados ni de los excesos a que la llevó el ímpetu o ardor de la concupiscencia.
Porque, aunque haya pecado, jamás negó al Padre, ni al Hijo, ni al Espíritu Santo; antes bien, creyó, fue celoso de la honra de Dios y adoró fielmente al Dios que lo hizo todo.

ORACIONES PARA REZAR EN EL VELATORIO

En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Guía : Hermanos pidamos perdón a Dios por nuestros pecados y por las culpas de nuestro(a) hermano(a) difunto(a)……………….
Todos : Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra u omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los Ángeles, a los Santos y a vosotros hermanos que intercedáis por mi ante Dios nuestro Señor. Amén.
Guía : Hermanos, mientras realizamos el hermoso gesto de velar a nuestro(a) hermano(a) difunto(a)………. , roguemos confiadamente a Dios, fuente de toda vida, para que llene con la gloria y la felicidad de los Santos a ………. , a quien velamos en la debilidad de su cuerpo mortal.
Pidámosle que tenga misericordia de él (ella) en el día del juicio; que lo(a) deje libre de la condenación y lo(a) absuelva de los castigos merecidos por sus culpas para que, reconciliado(a) con Dios nuestro Padre, sea llevado por Jesucristo nuestro Buen Pastor hasta su reino eterno, para gozar de su compañía y la de todos los santos.
Guía : Escuchemos la lectura del Santo Evangelio:
Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba cuatro días en el sepulcro.
Betania está como a dos kilómetros y medio de Jerusalén y muchos judíos habían venido para consolar a Marta y a María por la muerte de su hermano.
Cuando Marta supo que Jesús venía en camino, salió a su encuentro, mientras que María permaneció en la casa.
Marta, pues, dijo a Jesús: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero cualquier cosa que pidas a Dios, yo se que Él te la dará .”
Jesús dijo: “Tu hermano resucitará.”
Marta respondió: “Yo se que resucitará en la resurrección de los muertos en el último día”. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mi, aunque esté muerto vivirá, y el que vive y cree en mi, no morirá para siempre. ¿Crees esto?.”
Ella contestó: “Si, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el hijo de Dios que ha venido a este mundo.”
Guía : Reafirmamos nuestra fe en la Palabra de Dios rezando el Credo: Creo en Dios…..
Guía : Rezamos el Salmo 121, y a cada estrofa repetimos “ Yo pongo mi esperanza en Ti, Señor y confío en tu palabra. ” (se puede cantar)
De lo más hondo te invoco, Señor;
Escucha mi voz:
Estén tus oídos atentos
Al clamor de mi plegaria.
Yo pongo mi esperanza…..
Si llevas cuentas de las culpas,
¿Quién podrá subsistir?
Pero Tú perdonas, Señor:
Yo temo y espero.
Yo pongo mi esperanza….
Mi alma espera en el Señor;
confío en su Palabra
mi alma espera al Señor,
más que el centinela a la aurora.
Yo pongo mi esperanza….
Porque el Señor es misericordioso,
Y está dispuesto a perdonar:
Él redimirá a su pueblo
De todos los pecados.
Yo pongo mi esperanza….
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
ahora y siempre;
al Dios que es, que era y que vendrá,
por los siglos de los siglos.
Yo pongo mi esperanza….
(Rezamos Padrenuestro, Avemaría y Gloria)
Guía: Recibe, Señor, a tu hijo(a) …. , a quien has llamado de este mundo a tu presencia; concédele que, libre de todos sus pecados, alcance la felicidad del descanso y de la luz eterna y merezca unirse a tus santos y elegidos en la gloria de la Resurrección.
Guía : Dale Señor el descanso eterno.
Todos : y brille para él(ella) la luz que no tiene fin.
Guía : Descanse en paz.
Todos : Amén.
Guía : Que el alma de ……….. y de todos los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
Todos : Amén.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

ORACIONES PARA REZAR EN EL ENTIERRO

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Guía : Hermanos pidamos a Dios perdón por nuestros pecados y por las culpas de nuestro(a) hermano(a) difunto(a) ………
Todos : Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante….
Guía : Oremos:
Señor Jesucristo, Tú permaneciste tres días en el sepulcro, dando así a toda sepultura un carácter de espera en la esperanza de la resurrección.
Concede a tu siervo reposar en la paz de este sepulcro hasta que Tú, resurrección y vida de los hombres, lo resucites y lo lleves a contemplar la luz de tu rostro.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Todos : Amén.
Guía : Escuchemos la lectura del Santo Evangelio:
Al llegar al mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lama sabactaní” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)
Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Mira, está llamando a Elías.” Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: “Dejen, a ver si viene Elías a bajarlo.”
Y Jesús dando un fuerte grito, expiró.
El velo del templo se rajó en dos, de arriba abajo. El centurión que estaba enfrente, al ver como había expirado dijo: “Realmente este hombre era hijo de Dios.”
Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el menor, de José y de Salomé, que, cundo Él estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con Él a Jerusalén.
Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera de sábado, vino José de Arimatea, noble magistrado, que también aguardaba el Reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Pilato se extrañó de que hubiera muerto ya; y, llamando al centurión, le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto.
Informado por el centurión, concedió el cadáver a José . Éste compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana y lo puso en el sepulcro, excavado en una roca y rodó una piedra a la entrada del sepulcro.
Guía : Ponemos a nuestro(a) hermano(a) difunto(a) bajo la protección de Nuestra Señora del Carmen, patrona de las benditas almas del Purgatorio.
Dios te salve Reina y Madre de Misericordia ….
Guía: Pidamos por nuestro(a) hermano(a) a Jesucristo, que ha dicho: “Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mi, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en Mi, no morirá para siempre.”
Ahora, a cada invocación respondemos: “Te lo pedimos, Señor.”
• Señor, Tú que lloraste sobre la tumba de Lázaro, dígnate enjugar nuestra lágrimas. Oremos….
• Tú que resucitaste a los muertos, dígnate dar la vida eterna a nuestro hermano(a) ……… Oremos…..
• Tú que perdonaste en la cruz al buen ladrón y le prometiste el Paraíso, dígnate perdonar y llevar al cielo a nuestro(a) hermano(a). Oremos…..
• Tú que has purificado a nuestro(a) hermano(a) en el agua de Bautismo y lo ungiste con el óleo de la Confirmación, dígnate admitirlo(a) entre tus santos y elegidos. Oremos…..
• Tú que alimentaste a nuestro(a) hermano(a) con tu Cuerpo y tu Sangre, dígnate también admitirlo en la mesa de tu Reino. Oremos….
• Y a nosotros, que lloramos su muerte, dígnate confortarnos con la fe y la esperanza de la vida eterna. Oremos ….
Guía : Señor, ten misericordia de tu siervo(a), para que no sufra castigo por sus faltas, pues deseó cumplir tu voluntad. La verdadera fe lo(a) unió aquí en la tierra, al pueblo fiel, que tu bondad lo(a) una ahora al coro de los ángeles y elegidos.
Por Jesucristo Nuestro Señor.
Todos : Amén
Guía : Dales Señor el descanso eterno.
Todos : y brille para él (ella) la luz que no tiene fin.
Guía : Que descanse en paz.
Todos : Amén.
Guía : que el alma de …….. y de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.
Todos : Amén.
En el nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

ORACIONES PARA REZAR EN EL HOGAR, IGLESIA Y VISITA AL CEMENTERIO

(En el caso de hacerlas comunitariamente usar la figura del guía)
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
Guía : Hermanos pidamos perdón a Dios por nuestros pecados , por las culpas de nuestro(a) hermano(a) difunto(a) …….
Todos : Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante ……..
Guía : Señor mío Jesucristo, que eres cabeza de todos tus fieles cristianos, en Ti nos unimos como miembros de un mismo cuerpo que es la Iglesia y te suplicamos nos unas más y más contigo y que nuestras oraciones y sufragio de buenas obras aprovechen a las ánimas de nuestros hermanos del Purgatorio, para que lleguen pronto a unirse a nuestros hermanos del Cielo.
Guía : Ahora escuchamos y meditamos la siguiente oración:
No llores si me amas. ( San Agustín )
No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo!
¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos!
Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos los horizonte, los campos y los nuevos senderos que atravieso…
¡Si por un instante pudieran contemplar, como yo, la belleza, ante la cual
las bellezas palidecen! . ¿Me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme en el de las inmutables realidades?
Créeme, cuando la muerte venga a romper las ligaduras como ha roto las que a mi me encadenaban, cuando llegue el día que Dios a fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas.
¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz!
Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de luz … y de vida … Enjuga tu llanto, no llores si me amas.
Guía : respondemos : “Dales el descanso eterno.”
• Por tu humilde nacimiento. Oremos…
• Por tu vida entre los hombres. Oremos…
• Por tu pasión y muerte. Oremos…
• Por tu gloriosa resurrección. Oremos…
• Por tu ascensión al Cielo. Oremos…
• Por la venida del Espíritu Santo. Oremos…
• Por tu Santa Iglesia. Oremos…
• Por tu madre, la Virgen Maria. Oremos…
• Por todos tus Santos. Oremos…
• Por tu vuelta definitiva. Oremos…
Guía : rezamos Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
Guía : Señor mío Jesucristo, cuyos méritos son infinitos y cuya bondad es inmensa: mira propicio a tus hijos que gimen en el Purgatorio anhelando la hora de ver tu faz, de recibir tu abrazo, de descansar a tu lado y, mirándolos, compadécete de sus penas y perdona lo que les falta para pagar por sus culpas. Nosotros te ofrecemos nuestras obras y sufragios, los de tus Santos y Santas; los de tu Madre y tus méritos, haz que pronto salgan de su cárcel y reciban de tus manos su libertad y la gloria eterna.
Guía : Dales, Señor, el descanso eterno.
Todos : y brille para él (ella) la luz que no tiene fin.
Guía: que descanse en paz.
Todos : Amén.
guía: Que el alma de ……… y de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.
Todos : Amén
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

VISITA AL CEMENTERIO

Yo me postro sobre esta tierra donde reposan los restos mortales de mis queridos padres, parientes, amigos, y todos mis hermanos en la fe que me han precedido en el camino de la eternidad.
Mas ¿que puedo hacer yo por ellos? ¡Oh divino Jesús, que padeciendo y muriendo por nuestro amor nos comprasteis con el precio de vuestra sangre la eterna vida; yo se que vivís y escuhais mis plegarias y que es copiosísima la gracia de vuestra redención.
Perdonad, pues oh Dios misericordioso, a las almas de estos mis amados difuntos, libradlas de todas las penas y de todas las tribulaciones, y acogedlas en el seno de vuestra Bondad y en la alegre compañía de vuestros Ángeles y Santos para que, libres de todo dolor y de toda angustia, os alaben, gocen y reinen con Vos en el Paraíso de vuestra gloria por todos los siglos de los siglos. Amén.

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El purgatorio

Hay que rezar por las almas del purgatorio

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El Rosario rezado con los Salmos

Este rosario tiende a la actividad mental y personal, o sea a la meditación. No conserva la parte repetitiva y pedagógica popular del Rosario tradicional. Para no romper totalmente con la forma tradicional tan arraigada en el pueblo, se aconseja que sólo se rece un misterio con el nuevo esquema para ir así acostumbrando la mente popular a la nueva forma de orarlo.

Para mantener la forma activa comunitaria tradicional del rosario entonado en voz alta, sugerimos que en los misterios haya una rotación constante de LECTORES. Así se siente más la actividad comunitaria. Es necesario por lo tanto que se distribuyan varios folletos y se vuelvan a recoger como se hace con El Oficio de la Horas en las parroquias cuando estos se celebran con la comunidad. Si se quiere, las partes salmodiadas se pueden entonar comunitariamente (como se hace en El Oficio de las Horas), y el Lector sólo entona la parte intencional. El ORGANIZADOR es el que debe cuidar estos detalles para que el Rosario sea tan dinámico como el tradicional.

 

LOS MISTERIOS DEL ROSARIO Y SALMOS QUE NOS AYUDAN A PROFUNDIZARLOS

En seguida enunciamos los misterios y le invitamos a que los combine con algunas partes de los salmos que por las palabras que contienen los ligan a los sentimientos y a lo que dijeron los personajes del misterio meditado. Son los salmos una guía certera para expresar los sentimientos que se generan al contemplar los misterios del Rosario. No es necesario que lea todo el salmo o toda la parte sugerida, basta que elija aquella frase del Divino Espíritu que más le conmueva, pues de eso se trata, de mover el corazón a la piedad. Sugerimos a veces frases propias que incitan el corazón al sentimiento y es muy importante que invoque con frecuencia al Divino Espíritu como compañero para que le explique las palabras de La Divina Escritura que Él mismo inspiró y en los cuales puede ver la vida de Jesús, de María y su propia vida.
Si usted ora solo o tiene la responsabilidad y el don de dirigir el santo rosario, le damos un listado al inicio de salmos con los que puede acompañar y hacer las variaciones que el Espíritu le dicte como pertinentes para profundizar la meditación de los misterios que corresponden a ese día.

En cada misterio rezaremos de dos a cinco avemarías y las avemarías faltantes las reemplazaremos con trozos de salmos y pequeñas sugerencias que nos ayuden a profundizar en el misterio meditado. Así evitamos que el rosario se prolongue más allá del tiempo que lleva el rezo de un rosario tradicional. Recuerde: Jesús y María conocían los salmos que fueron apoyo firme de su oración y luz para dirigir sus sentimientos hacia Dios Padre en el acontecer de sus vidas. 

 

MISTERIOS GOZOSOS

Se celebran los lunes y los sábados

Para meditar estos misterios le recomendamos los siguientes salmos: el 40 (39), el 103 (102), el 113(112), el 119(118), el 131(132), el 139(138), el 146(145), el 55(54), el 8. Nota importante: colocamos entre paréntesis la enumeración litúrgica de los salmos que aparece en los misales y en algunas Biblias

Introducción (Al Organizador le corresponde leer u omitir la introducción según vea conveniente).
Se llaman gozosos porque celebran el momento en que Dios viene hasta el hombre en manera la más cariñosa de todas las posibles. Contrarrestando la Soberbia del Maligno que tentó al primer hombre: Seréis como Dios, ahora es Dios en su segunda Persona que se entrega Niño en brazos de una mujer. Todavía hay espíritus rebeldes que no aceptan esta suprema muestra de amor y de ternura pero Jesús lo dirá: Yo soy la Puerta y si no os hacéis como niños, no entraréis al Reino (Jn 10,9 y Mt 18,3). Los niños junto con los cuidados que sus madres les brindan, son uno de los rostros de la vida de Dios. Es María, la primera que en suprema pureza y sencillez, con fe profunda, es capaz de aceptar y vivir, con plenitud, este rostro tierno y delicado de Dios. Meditemos cómo sucedió esto, ayudados de los salmos 8, 40 y 131 donde se palpa que no todo es gozo sino un batallar en la pobreza del destierro.

 

· Organizador
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los Misterios que vamos a meditar son los gozosos. Pero primero profesemos nuestra fe : Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra….etc.

 

1° MISTERIO GOZOSO: LA ANUNCIACIÓN.
· Organizador o el encargado de anunciar este misterio

Ella se turbó y el ángel le dijo : Serénate María, Dios se ha complacido en ti y te va a dar el don de un Hijo (Lucas 1,27 y siguientes)
En este misterio la virgen Madre como toda mujer a la cual se le encomienda la misión de tener un hijo, como a todo hombre al que se le encomienda la vida y una misión en ella, siente ansiedades o alegría ante la nueva perspectiva, siente miedo de la nueva empresa o seguridad y gozo ante el nuevo camino que se abre. En los salmos encontramos estos sentimientos: Alegría y júbilo o angustia.

· 1° lector
Padre con la Virgen Madre que ansiaba tener una misión en la vida exultamos de gozo con el salmo 34, (2-11) que nos recuerdan su Magníficat expresión de alegría de la elegida como Madre del Mesías: Bendeciré a Yahvé en todo tiempo, en mi boca su alabanza, en Yahvé se gloría mi alma, óiganlos los humildes y alégrense. Engrandeced a Yahvé conmigo. El pobre ha gritado y Yahvé lo ha oído y le salva de todas sus angustias. Acampa el ángel de Yahvé en torno a los que le temen. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el hombre que se cobija en Él. Los ricos quedan pobres y hambrientos mas los que buscan a Dios de ningún bien carecen.
El lector reza un padrenuestro y el avemaría:

· 2° lector
Virgen madre, junto contigo nos entregamos a los designios de Dios, de Quien recibimos la vida, y decimos con el salmo 40:
Dichoso el hombre que pone su confianza en Dios y no es rebelde, ni anda tras la mentira. Oh Dios! Cuántas maravillas en tus designios con nosotros. No quieres sacrificios, no pides dádivas y por eso digo: Aquí estoy para hacer tu voluntad. Yo te divulgo Dios y proclamo públicamente mi fe en ti. No me avergüenzo de mi fe. Tú no contengas tus ternuras para mí y que tu verdad y tu amor constantes me guarden
El lector reza un avemaría

· 3° lector
Por el temor natural de su misión de madres y ante la angustia que sentimos frente a la vida, oremos junto con todas las mujeres actualmente embarazadas diciendo las palabras del salmo 40, 13 y ss.
Dios mío, ven en mi ayuda, pues me envuelven desdichas y mis culpas me dan caza, no puedo ver claro y el corazón se me oprime pues me siento culpable. Yo pobre y desdichado, oh Señor, piensa en mí, Tú mi socorro y libertador
El lector reza un avemaría

· otro lector
(salmo18, 31-33) Yahvé mi luz y salvación, ¿a quién he de temer? Yahvé mi refugio, ¿por qué he de temblar? Cuando todos los malhechores me quieren devorar, aunque estalle una guerra contra mí, estoy seguro en mi Dios. Una cosa he pedido a Dios, una cosa estoy buscando, morar en la casa de Yahvé todos los días de mi vida para gustar su dulzura y cuidar su Templo. Él me dará cobijo en su cabaña, me esconderá en lo oculto de su tienda, sobre una roca me colocará.
Para que todas las niñas embarazadas sientan esta fe de Dios con ellas recemos: El lector reza el avemaría y Gloria al Padre.

 

2° MISTERIO GOZOSO: LA VISITA A LA PRIMA ISABEL.
· Organizador o el encargado de anunciar este misterio
María se encaminó con presteza a la región montañosa entró en casa de Zacarías y saludó. Apenas oyó Isabel el saludo, el niño saltó en su seno y ella gritó llena de júbilo: bendita tú porque has creído y bendito el fruto de tu vientre. (Lucas 1,39)
Exultemos de alegría con estas dos mujeres y su fe profunda en Dios:
Virgen madre, que vas presurosa por los montes, te acompañamos en la alegría que participas a tu prima Isabel con el salmo (18,34-49) : Yahvé hace mis pies ligeros como de cierva y en las alturas me sostiene de pie, persigo a mis enemigos, los quebranto, sucumben bajo mis pies, me ciñes para el combate, exterminas a los que me odian, los machaco como polvo, como al barro los piso, me pones a la cabeza de las gentes, los pueblos que no conocía me sirven, los hijos de los extranjeros me adulan. Viva Yahvé, bendita mi roca, el Dios de mi salvación sea ensalzado. Tú me liberas de mis enemigos, me libras del hombre violento.
El lector o encargado reza el padrenuestro y el avemaría

· 1° lector
Al eco de tu canto de alegría Virgen presurosa por las montañas de Galilea exultamos de gozo contigo diciendo con el salmo (salmo 18,34-49): Gritad justos en honor a Yahvé, dad gracias con la cítara, cantadle un cántico nuevo: por su palabra fueron hechos los cielos. Él reúne las aguas del mar como en un odre. Ante Él todos tiemblan, pues habló, mandó y se hizo. Yahvé mira de lo alto y ve a todos los hijos de Adán, Él forma el corazón de cada uno y repara en todas sus acciones. Los ojos de Yahvé están sobre quienes le temen, sobre aquellos que esperan su amor para librar su alma de la muerte y sostener su vida en la penuria. Nuestra alma en Yahvé espera, Él es nuestro socorro y escudo. En Él se alegra nuestro corazón, y en su santo nombre confiamos.
El lector reza un avemaría

· 2° lector
Virgen Madre, tú la humilde y sencilla, contigo la amada, expresamos la alegría de tu Magníficat, con el hermoso salmo 131:
No está inflado mi corazón, Dios mío, ni mis ojos son altaneros. No he tomado un camino de grandezas, ni de prodigios que me vienen anchos. Guardo lisa y silenciosa mi alma, y mi alma está como niño destetado en el regazo de la madre. Mi pueblo espera en Dios ahora y siempre.
Cantar llenos de alegría el Avemaría y decir Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio…

 

3° MISTERIO GOZOSO: EL NACIMIENTO DE JESÚS.
· Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Y dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre porque no tuvieron sitio en la posada (Lucas 2,6)
Virgen madre te acompañamos en tu angustia, pues después del viaje de tres días en estado de preñez, nadie te quiere recibir y al ver la dureza de los hombres ante tu estado oramos con fervor con el Salmo 4: Cuando clamo, respóndeme Dios mío, mi justiciero. En la angustia Tú me abres las salidas. Vosotros hombres duros de corazón, amantes de la mentira, que se rigen por apariencia y vanidad. Sabed que Dios me cuida en mi aparente pobreza. El me ha dado más alegría que cuanto vosotros abundáis en bienes.
Pidiendo por las mujeres embarazadas para que tengan fe que Dios las acompañará en su misión aunque a veces parezcan grandes las dificultades recemos el padrenuestro y el avemaría.

· 1° lector
Oh virgen tranquila al lograr tener a tu Hijo en la pobreza del pesebre: Ahora que oyes el canto de paz de los ángeles decimos con el mismo salmo 4: Me acuesto en paz y en seguida me duermo, pues Tú Yahvé eres mi refugio.
El lector reza un avemaría

· 2° lector
Al nacer el Niño, al ver el hermoso regalo de un niño entre nosotros, participamos jubilosos con la Virgen Madre que lo tiene entre sus brazos, brillantes sus ojos de pureza y admiración. Decimos con el Salmo 8: Padre, quiero cantar tu nombre que se alza por encima de los cielos. Por boca de los niños, aún de los que maman, has sacado una alabanza contra tus enemigos, para reprimir al adversario y al rebelde. Veo la luna, las estrellas y los cielos y me pregunto: ¿qué es el hombre para que lo ames, lo cuides y lo hagas dueño de tus obras? Hermoso es tu nombre por toda la tierra.
Dios Niño entre nosotros te alabamos, te bendecimos por tu sencillez, por tu pureza por tu entrega tan cariñosa, tan hermosa a la criatura
El lector reza un avemaría

· 3° lector
En el paraíso la soberbia del maligno tentó al hombre diciéndole: Seréis como Dios (Génesis 3,4), pero Dios ha derribado toda soberbia con la presencia de un Niño, por eso el Salmo 8 dice: Por boca de los niños, aún de los que maman, has sacado una alabanza contra tus enemigos, para reprimir al adversario y al rebelde.
Repitamos el hermoso salmo 131: No está inflado mi corazón, Dios mío, ni mis ojos son altaneros. No he tomado un camino de grandezas, ni de prodigios que me vienen anchos. Guardo lisa y silenciosa mi alma, y mi alma está como niño destetado en el regazo de la madre. Mi pueblo espera en Dios ahora y siempre. Pidamos la sencillez y humildad de la Virgen Madre que lo tiene entre brazos para que podamos contemplar a Dios en los niños.
El lector reza el avemaría y Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

 

4° MISTERIO GOZOSO: PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO.
· Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Vivía entonces en Jerusalén, Simeón, hombre justo, y el Espíritu Santo le había revelado que antes de morir contemplaría al Mesías. Impulsado por el Espíritu fue al templo y al entrar los padres con el Niño, Simeón lo tomó y dijo: Deja Señor que este siervo muera en paz pues ya mis ojos contemplaron a tu Salvador. (Lucas 2,25)
Para meditar este misterio cuando La Virgen subía a la ciudad bulliciosa de Jerusalén, es muy hermoso el salmo 55(54). Sus frases nos muestran la ciudad que no quiere recibir a Dios, ni le importa la virgen madre que lo lleva y se siente aislada sin que nadie conozca el don que lleva en sus manos. Cuántas madres sienten la inmensidad de Dios en sus hijos pero las rodea el cerco estrecho de un mundo lleno de indiferencia ante el don que Dios les ha encomendado.
Salmo 55: Escucha, Padre mi oración, pues estoy agitada, y quisiera huír, tener alas de paloma para alejarme al desierto. Veo discordia y altercado en la ciudad, rondan día y noche por sus murallas, y dentro de ella veo iniquidad y malicia, y aún el que era mi conocido y amigo me es extraño. Está el mal entre ellos y van a la muerte, pero yo te invoco, y a la tarde, al amanecer y al mediodía, a todo momento me quejo y gimo para que me oigas. Y Tú me escuchas, reinas siempre y humillas a los que no quieren enmendarse, a los que andan sin temor de Dios, a los que violan sus promesas y mienten con palabras dulces, los hundes en la fosa pero yo confío en Ti
El lector reza el padre nuestro y el avemaría

· 1° lector
Pidamos a Dios que abra nuestros ojos como a Simeón para poderlo contemplar ya en este mundo y que su percepción nos dé la paz para morir tranquilos. Salmo 146:
Yahvé abre los ojos a los ciegos, endereza a los encorvados, protege al forastero y sostiene a la viuda y al huérfano. Yahvé ama a los justos y tuerce el camino de los impíos. Yahvé reina por siempre, tu Dios de edad en edad.
El lector reza 3 avemarías y Gloria

 

5° MISTERIO GOZOSO: LA PÉRDIDA Y HALLAZGO DEL NIÑO.
· Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Su madre se le quejó: – Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Tu padre y yo, angustiados, te hemos estado buscando. Jesús les contestó: Pero ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en la Casa de mi Padre? Pero ellos no comprendieron el alcance de su respuesta. Con ellos regresó a Nazaret y les estaba sujeto. Su Madre conservaba todas estas cosas en su corazón y Jesús crecía en edad, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres. (Lucas 2,46 y siguientes)
Señora que buscas angustiada a tu Hijo, junto a ti Señora los que buscamos el rostro de Dios oramos
Salmo 42: Como jadea la cierva buscando el agua, así jadea mi alma en pos de Ti, Señor. Tiene mi alma sed de Dios. ¿Cuándo podré ver su rostro? Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche, y me dicen: ¿Dónde está tu Dios?
El lector reza el padre nuestro y el avemaría

· 1° lector
Acompañemos a La Virgen que no sabe qué rumbo tomar para buscar a su Hijo diciendo con el salmo 25: Muéstrame tus caminos, Yahvé enséñame tus sendas, guíame en tu verdad. Tú eres mi salvación y estoy esperando todo el día. Acuérdate de tu ternura y de tu amor que son de siempre. Tú eres bueno pues muestras a los pecadores el camino, conduces a los humildes, y a los pobres enseñas tus senderos. Todos tus caminos son amor y verdad para quien los guarda. Mis ojos están fijos en Ti que sacarás mis pies del cepo. Mírame y tenme piedad que estoy solo y desdichado, alivia los ahogos de mi corazón, y hazme salir de mis angustias. Inocencia y rectitud me amparen que en Ti espero.
El lector reza el avemaría

· 2° lector
Todos los que buscamos a Dios decimos contigo María y con el salmo 63: Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi alma. Como cuando en el santuario te veía, al con­templarte, pues tu amor es mejor que la vida, así quiero en mi vida bendecirte. Yo exulto a la sombra de tus alas. Mi alma se aprieta contra ti.
El lector reza un avemaría y canta otra con alegría de la madre que estrecha su hijo hallado y dice Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio… Oremos con aquellos que estén angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia

Ofrezcamos la Salve por el Papa y por todos los peregrinos: Dios te Salve Reina y Madre etc.

 

MISTERIOS LUMINOSOS

Se rezan el día jueves

Proclamados por el papa Juan Pablo II, celebran a Jesús como Mesías y Rey, el anunciado por las Sagradas Escrituras. Por eso para meditar estos misterios se pueden rezar salmos de triunfo, donde se revele la plena potestad de Dios sobre lo creado, potestad entregada a JESÚS, entre ellos el 121 (120), 91 (90) 145 (144), 66 (65), 68 (67), 72 (71), 73 (74) y ante todo el solemne salmo 89 (88) en donde se anuncia todo el plan salvífico y lo que iba a pasar con el MESÍAS y sus seguidores.

Introducción (Al Organizador le corresponde leer u omitir la introducción según vea conveniente).
No sabemos desde cuándo Jesús tuvo plena conciencia de ser el HIJO DE DIOS. Es una conciencia, que como en todo cristiano, se va madurando con el acontecer de la vida. En Jesús está vivencia tiene un matiz más profundo porque por naturaleza y no por adopción, es Hijo. Ya desde los doce años llamó : Mi Padre a Dios (Lc3,49), y dio muestras de conocer muy bien las Sagradas Escrituras donde El Espíritu Divino había escrito sobre el Hijo de Dios que iba a venir y que Él sabía por lo que le contaba su Madre, que se estaban cumpliendo. Ratos muy sublimes debió pasar La Sagrada Familia cuando juntos leían el Libro Sagrado, y a medida que La Madre comentaba lo que había acontecido en Belén y en el Templo, misterios gozosos que ya meditamos, el Niño les mostraba lo que al respecto se había escrito. Por eso se lee en Proverbios (8,30) tal como lo traduce la liturgia cuando celebra las fiestas de la virgen: Yo (La Sabiduría) era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia con la bola de la tierra, y gozaba con los hijos de los hombres. Y en otro lado: Ni una jota de lo escrito dejará de cumplirse (Mt5, 18). Pobre Madre, gozosa de La Sabiduría: Su Hijo, que no sospecha la tragedia del Calvario. Esa LUZ hogareña que no pudo ser apagada por la persecución de Herodes, ni por el destierro a Egipto, ni por las incidencias de la vida cotidiana como la pérdida del Niño en el templo, llegó a plena madurez y dejó el hogar para entregarse a los hombres. Es Juan, el Bautista, el primer hombre que oficialmente declara a Jesús como el Mesías. Tal vez ya María lo sabía. Esta manifestación pública de Jesús como Mesías, Dios con nosotros, iba a ser puesta a prueba por la incredulidad de los hombres como lo afirma el texto sagrado (Sabiduría 2,12ss): Tendamos lazos al justo que nos fastidia y se enfrenta a nuestro modo de obrar, al que se ufana de ser Hijo de Dios y lleva una vida distinta. Veamos si sus palabras son verdaderas, sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple, condenémosle a una muerte afrentosa pues según Él, Dios le asistirá. Pero antes de ser puesto a prueba por los hombres el Espíritu lo lleva al desierto para que los espíritus malignos lo tienten y sean testigos de su poder sobre ellos. Meditemos cómo Jesús es Dios con nosotros.

 

• Organizador
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los Misterios que vamos a meditar son los luminosos. Pero primero profesemos nuestra fe : Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra….etc.

 

1° MISTERIO LUMINOSO: BAUTISMO DE JESÚS.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Y desde el cielo resonó esta voz: Este es mi Hijo, muy Amado. Escuchadle. (Lucas 3,20)
A medida que rezamos el padrenuestro y el avemaría, reconozcamos a Jesús como el anunciado por las Escrituras prefigurado por David según estas palabras del Salmo 89.
Salmo 89 (88), 21 y siguientes: He ungido con óleo santo a mi siervo David. Mi mano será firme para él, también mi brazo le hará fuerte. No le ha de sorprender el enemigo, el hijo de iniquidad no le oprimirá. Yo aplastaré sus adversarios ante él. Heriré a los que le odian. Mi lealtad y mi amor irán con él, por mi nombre se exultará su cuerno, pondré su mano sobre el mar, sobre los ríos sus derecha. Él me invocará: Tú, mi Padre y yo haré de Él mi primogénito.
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Pidamos que Jesús rija nuestra vida diciendo con el Salmista:
Salmo 72(71) Señor: Confía tu juicio a tu Ungido para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Que Él defienda a los humildes de tu pueblo, socorra a los hijos del pobre. Que se postren ante Él los jefes de las naciones, que todos los pueblos le sirvan y le obedezcan, porque Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector.
El lector reza tres avemarías y Gloria al Padre, y al Hijo,….

 

2° MISTERIO LUMINOSO: LAS BODAS DE CANÁ.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Y como faltara el vino, le dice su Madre: No tienen vino. Jesús le responde: Qué tengo que ver contigo. Mi hora no ha llegado. La Madre indicó a los que servían: Haced lo que Él os diga. (Jn 2,5)
Este pasaje nos manifiesta que aunque todo está escrito y Ni una jota de lo escrito dejará de cumplirse (Mt5, 18), podemos precipitar la llegada del Reino a nosotros, así como María precipitó la hora de Jesús, y como lo dice Pedro en su segunda carta: Esperad y apresurad el día de la Venida del Señor, viviendo en paz y siendo inmaculados e irreprochables (2P3, 12,14).
Reconozcamos a Jesús de tal forma que en nosotros se precipite su plena manifestación.
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Refiriéndonos a Jesús Nuestro intermediario para llegar al Padre digamos con el salmo:
Salmo 73(74) Yo siempre estaré contigo. Tú tomas mi mano derecha, me guías según tus planes y me llevas a un destino glorioso. ¿No te tengo a ti en el cielo? y contigo ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne por Jesús, mi herencia perpetua. Para mí lo bueno es estar junto a Jesús, hacer del Señor mi refugio y contar todas sus acciones
El lector reza tres avemarías pidiendo que se haga la voluntad del Padre, así en la tierra como en el cielo, y dice Gloria al Padre, y al Hijo,….

 

3° MISTERIO LUMINOSO: PREDICACIÓN DEL REINO.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Y les dio poder sobre los espíritus malos y les mandó que no llevasen nada para el viaje, fuera del bastón. Ni pan, ni provisiones, ni dinero (Marcos 6,8 y siguientes)
Jesús es cada vez más consciente de su pleno poder y reprocha con frecuencia la falta de fe de sus seguidores. Recordemos que con la presencia de Dios entre nosotros la angustia, la enfermedad, las necesidades materiales, y la misma muerte pueden ser asumidas en el poder de Aquel que tántas veces dijo a sus discípulos: No tengáis miedo (Lc5, 10; 12, 4 ,7). Estad alegres (Jn 16,20-24, 15,11)
Salmo 121: Levanto mis ojos a los montes. El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra. Tu guardián no duerme, no permitirá que tu pie resbale. El señor guarda tus entradas y tus salidas.
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Salmo 68(67) Se levanta Dios, que se dispersen sus enemigos. Bendito el Señor que cada día lleva nuestras cargas. El Señor nos hace escapar de la muerte. Es quien da fuerza y poder a su pueblo.
El lector entona tres avemarías y Gloria al Padre

 

4° MISTERIO LUMINOSO: TRANSFIGURACIÓN EN EL TABOR.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Jesús se transfiguró y vieron a Elías y a Moisés que conversaban con Jesús. Los cubrió una nube y resonó una voz: Este es mi Hijo muy Amado. Escuchadle (Marcos 9,2 y siguientes)
Jesús en este episodio demuestra que Él domina la esfera terrena y la esfera sobrenatural. Habla con Moisés que había muerto y con Elías arrebatado a los cielos en carro de fuego. Con sus milagros se muestra Rey y Señor de este mundo y de los espíritus rebeldes que expulsa. Pero su poder va más allá al comunicarse con los que lo habían anunciado y habían sido su figura en el Antiguo Testamento. Por eso decimos jubilosos con el salmo 66:

• 1° lector
Salmo 66 (65) Que se postre ante ti la tierra entera. Venid a ver las obras de Dios sus temibles proezas. Alegrémonos con Dios que con poder gobierna eternamente Sus ojos vigilan a las naciones. Él nos ha conservado la vida y no dejó que cayéramos en el peligro.
El lector reza el padrenuestro y tres avemarías pidiendo que nuestra fe en Jesús sea cada vez más fuerte.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

 

5° MISTERIO LUMINOSO: LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
¿Seréis capaces de beber el cáliz que he de beber ? (Mateo 20,23)
Jesús llegado a plenitud, en plena identidad con el Padre, todo lo domina. En los evangelios, ante todo en el de San Juan, se nota tenso pero lleno de júbilo porque va a ser sometido a la máxima prueba. Sabe que sus discípulos no resistirán: heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas (Mr 14,27). Pero volverán a Él. En una ceremonia sencilla y llena de significado nos invita a recibir plenamente su misterio: ¿Seréis capaces de beber el cáliz que he de beber? (Mt20, 23). El sacrificio que va a realizar se condensa en esta ceremonia tan simple. Como explica Juan Pablo II en la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia 3, 5, 10, 11, 30, la celebración eucarística, no se puede confundir con una mera celebración de la palabra. Sólo se entiende dentro del Triduo Pascual: Cena del jueves, Crucifixión el viernes y Resurrección al amanecer del sábado, Sacrificio pleno de Cristo que se repite y está en manos de los sacerdotes y su Iglesia y en el cual Jesús prolongando su sacrificio presenta continuamente al Padre los dolores, angustias de la Iglesia Itinerante o sea de los que cada día toman su cruz y completan en sí lo que falta a las tribulaciones de Cristo (Col 2,4). Cuando Jesús invita a comulgar con Él, nos invita a su sacrificio y a la fe profunda que nuestra muerte diaria está unida a la del que venció la muerte en La Cruz, signo inconfundible del Cristianismo en el que toma pleno sentido el dolor y la muerte por la que debemos pasar junto con Jesús. Digamos con el salmista:

• 1° lector
Salmo 30 (29): Yo te ensalzo, Padre, porque me has levantado, tú has sacado mi alma del seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa. No permitiste que los enemigos se burlaran de mí
El lector reza el Padrenuestro y el avemaría

• 2° lector
Recordemos el sacrificio de Jesús descrito en el solemne salmo 89 (88), 39ss. Mas con todo has rechazado y despreciado a tu Ungido, rompiste la alianza con tu Siervo, has abreviado los días de su juventud y le has cubierto de ignominia. ¿Hasta cuándo Yahvé te esconderás? ¿Dónde están tus primeros amores que juraste a David por tu fidelidad? Llevo en mi seno todos los ultrajes de los pueblos. Bendito sea Yahvé por siempre. Amén. Amén.
El lector reza tres avemarías y Gloria al Padre, y pide que sin temor a ninguna prueba sigamos al Maestro tomando su cáliz con alegría y venciendo la muerte como Él.
Oremos por los más angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia
Pidiendo por los peregrinos y el Papa, recemos La Salve

 

MISTERIOS DOLOROSOS

Se rezan los martes y viernes

Salmos que recomendamos para meditar los misterios dolorosos: el 28 (27), 38 (37), 31 (30), 22(21), 69 (68).

Los sentimientos que Jesús tuvo en los momentos de su máxima prueba, están expresados en muchos salmos. La Virgen Madre y Jesús conocían perfectamente los salmos, himnos antiquísimos que El Divino Espíritu regaló al pueblo para que expresara sus sentimientos delante de Dios según fueran las vicisitudes diarias. Vamos a meditar los misterios dolorosos apoyados con las palabras de algunos salmos que expresan lo que estaba Jesús viviendo en ese momento

 

• Organizador
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los Misterios que vamos a meditar son los dolorosos. Pero primero profesemos nuestra fe : Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra….etc.

 

1° MISTERIO DOLOROSO: LA AGONÍA EN EL HUERTO.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Y sumido en angustia, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Levantándose de la oración vino donde sus discípulos y los encontró dormidos por la tristeza. Les dijo: ¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación (Lucas 22, 44-47)
Jesús junto a tu angustia colocamos, la angustia de los que sufren la guerra, la drogadicción, el desempleo, la soledad, el sin sentido de la vida, los encadenados por un vicio, las madres que sufren por sus hijos y unidos a tu plegaria, decimos con el salmo 69, 2:
Dios mío, sálvame que me llega el agua al cuello y me estoy hundiendo en un cieno profundo y no puedo hacer pie.
El lector reza el padre nuestro y el avemaría

• 1° lector
Salmo 69, 4: Estoy agotado de gritar y se me nublan los ojos de tánto aguardar a mi Dios
El lector reza el avemaría.

• 2° lector
Pidamos fortaleza para aquellos que están siendo probados y que en estos momentos estén participando de las angustias de nuestro hermano Jesús: decimos con el salmo 69, 6:
Dios mío, Tú conoces mi debilidad, no se te ocultan los hechos de mi vida, que por mi causa no queden defraudados los que esperan en Ti. Yo soy un pobre mal herido, respóndeme con la bondad de tu gracia.
El lector reza el avemaría

• 3° lector
Oigamos estas hermosas palabras de triunfo con que acaba el mismo salmo 69,31-37 dando gracias a Dios por aquellos que superan sus pruebas:
Alabaré el nombre de Dios con cantos pues el Señor escucha a sus pobres. Alábenlo el cielo y la tierra las aguas y cuanto bulle en ellas.
Cantar el avemaría y al final se dice:
Por la angustia de Jesús y la fuerza con que la superó: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen.
Oremos por los más angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia

 

2° MISTERIO: LA FLAGELACIÓN.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Tomó entonces Pilatos a Jesús y mandó a azotarle (Juan 19,1)
En el salmo 35,11ss el Divino Espíritu nos enseña a orar en momentos como los que Jesús está pasando en su flagelación:
Testigos falsos se levantan. Me hacen preguntas de lo que nada sé. Se me paga mal por bien. Mi alma está desolada. Ellos se ríen, se reúnen contra mí, desgarran sin descanso. Burla tras burla, rechinando sus dientes contra mí. Oh Señor: ¿hasta cuándo te quedarás mirando? Señor, no te estés mudo, no te estés lejos de mí. Despiértate, levántate a mi juicio.
Señor: regálanos tu silencio, tu paciencia, tu perdón cuando nos encontremos burlados como tú. Regálanos esos hermosos sentimientos que dirigías a tu Padre, cuando nos sintamos aporreados por la vida.
El lector reza el padre nuestro y el avemaría

• 1° lector
Salmo 59, 2, 3: Líbrame de mis enemigos, Dios mío, de mis agresores protégeme, líbrame de los agentes del mal, de los hombres sanguinarios sálvame
El lector reza el avemaría

• 2° lector
Salmo 62, 2, 5, 11: En Dios sólo el descanso de mi alma, de él viene mi salvación. Hasta cuándo atacaréis a un solo hombre. Doblez sólo proyectan. Su placer es seducir. Con mentira en la boca bendicen, y por dentro maldicen. En Dios solo descansa alma mía. No os fiéis de la opresión, no os ilusionéis con la rapiña, no apeguéis el corazón a las riquezas cuando aumenten que de Dios es la fuerza y suyo el amor.
El lector canta el avemaría y reza Gloria al Padre. Oremos por los más angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia

 

3° MISTERIO DOLOROSO: LA CORONACIÓN.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Y desnudándole le cubrieron con un manto de grana. Entretejieron una corona de espinas. Se la pusieron sobre la cabeza y una caña por cetro en su mano derecha. Y con la rodilla doblada en tierra, le escarnecían diciendo: Dios te salve Rey de los judíos. (Mateo 27,28)
Al ver al Cristo en esta hermosa figura, tan deplorable, vestido de loco, nuestro hermoso Dios humilde, manso, humillado podemos decir con el salmo 44, 12ss:
Como ovejas de matadero nos entregas, nos haces objeto de burla, gritos de insulto y de blasfemia, odio y venganza. Nos llegó todo esto sin haberte olvidado, nos cubres con la sombra de la muerte sin haber traicionado tu alianza. ¿Es que no te das cuenta Padre de nuestra situación? Por Ti se nos mata cada día, se nos trata como ovejas de matadero. Despierta ya. ¿Por qué duermes? ¿Por qué ocultas tu rostro? Nuestra alma está hundida en el polvo. Rescátanos por tu amor.
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Padre junto a tu Hijo coronado de espinas y vestido con túnica de burla colocamos a todos los destrozados por la envidia del Maligno: los locos que deambulan por la calle, los limitados, los enfermos, nuestros ancianos, y todos los rostros de los que ansiosos buscamos tu rostro. No de mala gana, Padre, recibamos el dolor, sino con el espíritu manso y de perdón que tienen en este instante tu Hijo y la Madre para que al vernos y servirnos podamos alentarnos con las divinas palabras expresadas en tu salmo 2,6: Ya tengo consagrado a mi Rey en el monte santo, y le digo: tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado.
Cantar un avemaría y rezar Gloria. Oremos por los más angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia

 

4° MISTERIO DOLOROSO: TOMA LA CRUZ A CUESTAS
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Si quiere seguirme: Tome su cruz cada día y sígame (Lucas 9,23) Y llevando Él mismo su cruz a cuestas fue caminando hacia el sitio llamado el Calvario. (Juan 19,17)
En el camino diario de la vida decimos con el salmo 142, 2 ss: A Yahvé mi clamor imploro, ante Él derramo mi lamento y expongo mi angustia: Tú conoces mi sendero, el camino por donde voy lleno de lazos. Nadie me conoce, nadie que cuide mi alma. A Ti clamo y te digo: Eres mi refugio, mi porción entre los vivos. Atiende mi clamor porque estoy abatido, saca mi alma de la cárcel te daré gracias y todos los justos se alegrarán por tu favor para conmigo
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Digamos con todos los que están siendo probados las palabras del salmo 3,2-4: Padre, cuán numerosos son mis adversarios, cuántos los que dicen: No hay salvación para Él en Dios. Pero, Tú, mi Dios, me ciñes, realzas mi cabeza. El lector reza el avemaría

• 2° lector
Acompañemos con el salmo 143,7 ss a aquellos cuya cruz se les vuelve muy pesada: Respóndeme pronto Yahvé que el aliento me falta, no me escondas tu rostro pues estoy bajando a la fosa. Haz que sienta tu amor en la mañana, dame a conocer el camino a seguir, a ti acudo para que me enseñes porque tú eres mi Dios. Tu divino Espíritu me guíe y en ti me darás vida, por tu justicia sacarás mi alma de la angustia y por tu amor aniquilarás a los enemigos de mi alma. Yo soy tu servidor.
El lector reza el avemaría

• 3° lector
Vamos a cantar la última avemaría con júbilo por aquellos que como Jesús llevan su cruz y animan a los demás a llevarla como lo hizo Él : Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras pues si así se trata a la leña verde,¿ cómo será con la seca ? (Lc23,28 y siguientes)
Cantar el avemaría y rezar Gloria al Padre Oremos por los más angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia

 

5° MISTERIO DOLOROSO: LA CRUCIFIXIÓN.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Los hermosos salmos 22, 31 y 69 los oró Cristo y su santa Madre en la cruz de una manera viva, o sea con hechos y sentimientos. En ellos se manifiesta una profunda angustia, y al mismo tiempo una fe inconmovible, perdón y comprensión plena. Oremos este hermoso salmo 22 que comienza con las palabras de Cristo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? en que se revela la lejanía de Dios del mundo a causa del pecado.
Con Jesús y con todos aquellos que están pasando momentos muy difíciles, decimos estas palabras del salmo 22: Padre, ¿por qué nos has desamparado? De día clamamos y no nos respondes, y en la noche solo silencio. Somos como gusanos y no como hombres. Somos burla y mofa y nos dicen: Confían en Dios, que Dios los salve. Pero nosotros acudimos a Ti, pues Tú nos sacaste del vientre materno, nos confiaste a los pechos de nuestras madres. Desde el vientre de nuestras madres eres nuestro Dios. No andes por lo tanto lejos de nosotros que la angustia nos cerca. Te alabaremos porque no has desdeñado nuestra miseria, has oído nuestro clamor y nuestra alma vivirá para Ti.
El lector rezar el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Otro salmo hermosísimo y lleno de confianza que Cristo oró en forma viva en la cruz, es el salmo 31 en donde se encuentran sus palabras: Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu.
Vamos pues a orar con el salmo 31: En ti Yahvé me cobijo, no sea confundido jamás, sé para mí roca de refugio. En tus manos encomiendo mi espíritu, pues tú me rescatas. Tú que has conocido mi miseria, y has conocido la angustia de mi alma. Tenme piedad pues sufro angustia, sucumbe mi vigor y soy espanto para mis familiares
El lector reza el avemaría

• 2° lector
En este momento supremo de tu angustia decimos con el salmo 31 (30), 15, 16: Pero yo confío en ti Yahvé y digo: Tú eres mi Dios. Está en tus manos mi destino. Haz que alumbre tu rostro a tu siervo, sálvame por tu amor. Qué grande es tu bondad
El lector reza el avemaría

• 3° lector
Vamos a cantar la última avemaría después de leer el triunfo de Jesús en su prueba más dolorosa según lo narra el salmo 30 (29), 2-6:
Yo te ensalzo, Padre porque me has levantado, Tú has sacado mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa. No permitiste que los enemigos se burlaran de mí pues clamé a ti y me sanaste. De un instante es tu cólera, de toda una vida tu favor. Salmodiad a Yahvé los que le amáis.
Cantar el avemaría y rezar Gloria Oremos por los más angustiados: Oh Jesús, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a las almas ante todo a las más necesitadas de tu divina misericordia
Por el Papa y la iglesia peregrina recemos La Salve

 

MISTERIOS GLORIOSOS

Se rezan los domingos y miércoles

 

• Organizador
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los Misterios que vamos a meditar son los gloriosos. Pero primero profesemos nuestra fe : Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra….etc.

 

1° MISTERIO GLORIOSO: LA RESURRECCIÓN
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Vio a Jesús y no lo reconoció y creyendo que era el jardinero, le dijo : Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo iré por él. Jesús la llamó: María. Ella lo reconoció y exclamó en arameo: Rabbuni, esto es: Maestro. Jesús le indicó: déjame por ahora, ya que aún no he subido al Padre. Vete mas bien a llevar este mensaje a mis hermanos: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. (Juan 20, 14 y siguientes)
Con Cristo triunfante de la muerte y el salmo 30 (29), decimos: Yo te ensalzo, Padre, porque me has levantado, tú has sacado mi alma del seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa. No permitiste que los enemigos se burlaran de mí pues clamé a ti y me sanaste. Yo en mi paz decía: No vacilaré pero retiraste tu rostro y quedé conturbado. De un instante es tu cólera, de toda una vida tu favor. Salmodiad a Yahvé los que le amáis.
El lector reza un Padre nuestro y tres avemarías

• 1° lector
Con la fe que participaremos de este Cristo que entregamos a la iglesia triunfante, repetimos con tu salmo 18 (17), 2-7 lo que vivieron Jesús y su madre cuando eran peregrinos como nosotros:
Yo te amo Yahvé mi fortaleza, mi roca, mi baluarte que me has salvado de la violencia. Mi escudo, mi cuerno de salvación, mi altura inexpugnable, mi refugio. Invoco tu nombre y quedo a salvo de mis enemigos. Las olas de la muerte me envolvían, los lazos del seol me rodeaban, delante de mí había trampas de muerte. Clamé a Yahvé en mi angustia y escuchó mi voz desde su templo. La tierra fue sacudida y vaciló. Retemblaron las bases de los montes
Cantar exultantes el avemaría y luego decir:
Por los misterios que acabamos de meditar y las divinas palabras que lo contienen digamos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen

 

2° MISTERIO GLORIOSO: LA ASCENSIÓN.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Los once discípulos se encaminaron a Galilea, a la montaña que Jesús les había señalado, y allí al verlo, lo adoraron. Pero algunos dudaron: Jesús entonces declaró a sus discípulos: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id pues a hacer discípulos míos a todos los pueblos. Bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28,16 y siguientes)
Para celebrar tu ascensión a los cielos decimos con el salmo 24 (23)
¿Quién subirá al monte de Yahvé? ¿Quién podrá estar en su recinto santo? El de manos inocentes y puro corazón. El que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. Puertas levantad vuestros dinteles, alzaos puertas eternas para que entre el Rey de la gloria. ¿Quién es el rey de la gloria?, Yahvé, el fuerte, el valiente, Yahvé, valiente en la batalla. Puertas levantad vuestros dinteles, alzaos puertas eternas.
El lector entona el Padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Como iglesia peregrina que sólo en fe conocemos tu triunfo, exultamos junto a ti con las maravillas que proclama el salmo 19:
Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama su grandeza. El día al día comunica su mensaje, la noche a la noche transmite su noticia. Por toda la tierra se adivinan sus rasgos. En el mar construyó una tienda para el sol y sale como un atleta a correr su carrera, jubiloso como esposo recién levantado de su cama. Sean gratos ante ti el susurro de mis palabras y el latir sin tregua de mi corazón
El lector reza el avemaría

• 2° lector
Cristo que entras ante el Padre, nosotros los peregrinos queremos que lleves ante toda la iglesia triunfante, lo que tú orabas cuando eras peregrino tal como aparece en el salmo 9 y 10, 2-18:
Te doy gracias Yahvé de todo corazón. Cantaré tus maravillas, quiero alegrarme y exultar en ti. Mis enemigos retroceden, perecen delante de tu rostro. Has borrado su nombre para siempre. Pero Yahvé se sienta para siempre, es refugio para el oprimido, ciudad fortificada en tiempos de angustia. En Ti confíen los que saben tu nombre, pues Tú, Yahvé, no abandonas a los que te buscan. Ten piedad de mí, mira mi aflicción. Tú eres el que me recobras de las puertas de la muerte para que yo cuente gozoso tu salvación. Van los impíos al seol, los que se olvidan de Dios a la muerte. Pero el pobre no quedará olvidado, nunca perderá la esperanza, el desdichado.
Cantar exultantes el avemaría y decir Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio…

 

3° MISTERIO GLORIOSO: LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo pediré al Padre que os dé otro Abogado para que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir, porque ni lo ve, ni lo conoce. Vosotros sí lo conocéis porque se queda con vosotros y en vosotros morará. No os dejo huérfanos. (Juan 14, 15 y siguientes)
Divino Espíritu, reconocemos que Tú eres el que alienta toda vida y te manifiestas de múltiples maneras en la creación. Reconociéndote en nuestras manos, en nuestro latir, en nuestra voz, en la fuerza de nuestros brazos, exultamos sin temor con todas las maravillas que proclama tu salmo 29.
El Dios de la gloria truena, es Yahvé sobre las inmensas aguas. Voz de Yahvé con fuerza. Es Yahvé que desgaja los cedros. Voz de Yahvé que afila llamaradas. Voz de Yahvé que sacude desiertos que estremece encinas. Yahvé da el poder a su pueblo, bendice a su pueblo con la paz
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Ven creador Espíritu de los tuyos la mente a visitar, a encender en tu amor los corazones que de la nada te gustó crear. Dios te salve María etc.
Tú, promesa magnífica del Padre que el torpe labio vienes a soltar, con tu luz ilumina los sentidos, los afectos inflama con tu amor. Dios te salve María etc.
Con tu fuerza invencible fortifica la corpórea flaqueza y corrupción. Dios te salve María etc.
Lejos expulsa al pérfido enemigo. Danos pronto tu paz. Dios te salve María etc.

• 2° lector
Siendo Tú nuestro guía toda culpa logremos evitar. Dios te salve María etc.
Dénos tu influjo conocer al Padre. Dénos también al Hijo conocer y en Ti, del Uno y Otro, Santo Espíritu creer. Dios te salve María etc.
Lava todo lo manchado, riega lo que es árido, sana lo que sufrió golpe mortal, doblega lo que es rígido, calienta lo que es gélido, lo descarriado ven a gobernar. Dios te salve María etc. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio etc.

 

4° MISTERIO GLORIOSO: LA ASUNCIÓN.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
¿Quién es Ésta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla ? (Cantar de los Cantares 6, 10 y siguientes)
Virgen madre con el salmo 45, 11 ss decimos:
Hija, mira y a mí tu oído inclina, deja el amor de tu padre y nación, que el Rey está prendado de tu esplendor. Él es tu dueño, pon tu alma en sus manos que los pueblos vendrán con dones soberanos y los poderosos esperan de ti su favor. La Hija del rey va radiante de gloria, recamada de oro y entre brocados es llevada al Rey. Tras ella va un coro de vírgenes doncellas, danzando alegres, primorosas y bellas. Los pueblos todos honrarán tu historia.
El lector reza el padrenuestro y el avemaría

• 1° lector
Con el salmo 18, 21-28 digamos: Yahvé me recompensa conforme a mi justicia, me paga conforme a la pureza de mis manos, porque he guardado sus caminos, he sido ante Él irreprochable. Yahvé es piadoso con el piadoso, intachable con el que no tiene tacha, con el puro es puro y con el ladino es sagaz. Yahvé salva al humilde y abate a los altaneros. Virgen Madre, alégranos junto a ti.
El lector reza el avemaría

• 2° lector
Virgen madre que entras a la gloria decimos con el salmo 16, 5 ss:
Yahvé la parte de mi herencia, me asignas un recinto de delicias, mi heredad es primorosa para mí. Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa, pues no has de abandonar mi alma al seol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces delante de tu rostro, a tu derecha delicias para siempre.
Cantar jubilosos un avemaría y luego decir:
Llenos de gozo por tu alegría decimos al que te colmó de bienes:
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio etc.

 

5° MISTERIO GLORIOSO: LA CORONACIÓN DE MARÍA COMO REINA DE LO CREADO.
• Organizador o el encargado de anunciar este misterio
Un gran portento apareció en el cielo: Una mujer, cubierta por el sol, apoyadas sus plantas en la luna, coronada su sien con doce estrellas… dio a luz un varón… y a la mujer le fueron concedidas dos alas de águila potente para emprender el vuelo a su refugio en el desierto. (Apocalipsis 12, 1 – 5, y 14).
Contigo Virgen Madre, después del Cristo, la más sencilla, la de ojos claros y limpios como los del Niño que tuviste en los brazos, la desapercibida, la obediente como el Hijo, la casta sin concupiscencias, la del perdón y la angustia como el Cristo postrado, la del amor y comprensión a toda criatura con generosidad sin límites junto a tu Hijo en la cruz, te proclamamos reina y decimos con el hermoso salmo 103 que con frecuencia orabas:
Bendice, alma mía, al Señor, no olvides sus muchos beneficios. El perdona todas tus culpas, cura tus dolencias, rescata tu vida de la fosa. Te colma de amor y ternura. Otorga el derecho a los oprimidos, señaló el camino a Moisés, es tardo a la cólera y lleno de amor. No guarda rencor, aleja de nosotros nuestras rebeldías. Es tierno como un padre con sus hijos y sabe de qué estamos plasmados, se acuerda que somos polvo. El hombre pasa como flor del campo, como un soplo ya no existe. Pero el amor de Dios es de siempre y para siempre para los que le temen. Bendigamos a Dios en todas sus obras y en todos los lugares.
El lector reza el Padre nuestro y el avemaría

• 1° lector
Desde siempre reina porque estabas junto al Rey y le decías entregada con el salmo 23:
Eres mi Pastor, nada me falta, me apacientas con frescura y reposo en tu agua fresca. Me guías con justicia y no me dejas caer por amor a tu nombre. Aunque caminé por valle tenebroso, nunca tuve miedo pues Tú estabas junto a mí
El lector reza el avemaría

• 2° lector
Con el salmo 48 (47), 12 ss decimos:
El monte Sion se regocija, exultan las hijas de Judá a causa de tus juicios. Andad por Sion, corred en torno de ella, enumerad sus torres, recorred sus palacios para contar a la edad venidera que así es Dios, nuestro Dios por los siglos de los siglos, Áquel que nos conduce.
Cantar el avemaría con júbilo
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en un principio….

Pidiendo por el Papa y por toda la iglesia peregrinante recemos la salve…..

 

Este Rosario nació en la Parroquia de San Juan Bautista de la Salle (Barrio Country Sur, Bogotá, Colombia).
Fuente:  http://www.elrosarioylossalmos.net/

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MENSAJES Y VISIONES Nuestra Señora y Madre de la Conversión: Colombia

Mensajes de Nuestra Señora y Madre de la Conversión, enero 1997

7 DE ENERO DE 1997 – 8:00 pm

Soy Vuestra Madre de la Conversión, Reconciliadora de pueblos y gentes :

Mis Pequeños hoy os invito ha orar con el corazón.

Shalom Estados Unidos, Shalom Colombia, Shalom Nicaragua, Shalom Israel, Shalom Venezuela, Shalom España.

Cumplid los Mandamientos, sed vasijas nuevas, sed puertos de amor. En estos tiempos difíciles os invito a todos los hogares a ser Iglesias domésticas, en estos tiempos de Misericordia, en este ciclo de confusión.

Pedid el Espíritu de Dios.

Renovad vuestra Fe.

Hoy también quiero unirme al dolor de todas las madres y prepararlos para mi ejército, junto con San Miguel Arcángel, San Gabriel, San Rafael, San Uriel y San Daniel. Sumergíos en las piscinas de la gracia.

Acercaos a la paz como reposición del Cuerpo y la Sangre de mi Hijo. Pequeños os pido prudencia, paciencia, fortaleza.

Siempre estaré con Vosotros.

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A Nuestra Señora Aparecida de Brasil DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones a Nuestra Señora Aparecida de Brasil

Presentamos 2 oraciones a Nuestra Señora Aparecida, patrona de Brasil.
…VER VIDEOS…

La primera es para pedir gracias y la segunda es una oración de Juan Pablo II cuando visitó su Basílica el 4 de julio de 1980.

La imagen fue encontrada en el río Paraíba en octubre de 1717 por 3 pescadores. A base de sus milagros fue nombrada patrona de Brasil en 1930.

 

 

ORACIÓN PARA HACER PEDIDO

Querida Madre Nuestra Señora Aparecida,
tú que nos amas y nos guías todos los días
Tu que eres la mas bella de las Madres
a quien amo con todo mi corazón,
te pido una vez más que me ayudes a alcanzar una gracia.
Sé que me ayudarás y sé que siempre me acompañarás hasta la hora de mi muerte.

Rezar 3 días seguidos esta oración y alcanzarás la gracia, por más difícil que ella sea. En caso extremo, hazla en tres horas.

 

ORACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II EN LA BASÍLICA DE NUESTRA SEÑORA APARECIDA

Aparecida, Brasil, 4 de julio de 1980

¡Nuestra Señora Aparecida¡

1. En este momento tan solemne, tan excepcional, quiero abrir ante Vos, oh Madre, el corazón de este pueblo, en medio del cual quisisteis morar de un modo tan especial —como en medio de otras naciones y pueblos— así como en medio de aquella nación de 1a que yo soy hijo. Deseo abrir ante Vos el corazón de la Iglesia y el corazón del mundo al que esa Iglesia fue enviada por vuestro Hijo. Deseo abriros también mi corazón.

¡Nuestra Señora Aparecida! ¡Mujer revelada por Dios, que habríais de aplastar la cabeza de la serpiente (cf. Gén 3, 15) en vuestra Concepción Inmaculada! ¡Elegida desde toda la eternidad para ser Madre del Verbo Eterno, el cual, por la Anunciación del ángel, fue concebido en vuestro seno virginal como Hijo del hombre y verdadero hombre!

¡Unida más estrechamente al misterio de la Redención del hombre y del mundo al pie de la cruz, en el calvario!

¡Dada como Madre a todos los hombres, sobre el calvario, en la persona de Juan, Apóstol y Evangelista!

¡Dada como Madre a toda la Iglesia, desde la comunidad que se preparaba a la venida del Espíritu Santo, la comunidad de todos los que peregrinan sobre la tierra, en el transcurso de la historia de los pueblos y naciones, de los países y continentes, de las épocas y de las generaciones!…

¡María! ¡Yo os saludo y os digo “Ave” en este santuario donde la Iglesia de Brasil os ama, os venera y os invoca como Aparecida, como revelada y dada particularmente a él! ¡Como su Madre y su Patrona! ¡Como Medianera y Abogada junto al Hijo de quienes sois Madre! ¡Como modelo de todas las almas poseedoras de la verdadera sabiduría y, al mismo tiempo, de la sencillez del niño y de esa entrañable confianza que supera toda debilidad y sufrimiento!

Quiero confiaros de modo especial a este pueblo y esta Iglesia, todo este Brasil, grande y hospitalario, todos estos vuestros hijos e hijas, con todos sus problemas y angustias, trabajos y alegrías. Quiero nacerlo como Sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal, entrando en esa herencia de veneración y amor, de dedicación confianza que, desde hace siglos, forma parte de la Iglesia de Brasil y de cuantos la componen, sin mirar las diferencias de origen, raza o posición social y en cualquier parte que habiten de este inmenso país. Todos ellos, en este momento, mirando hacia Fortaleza, se interrogan: ¿a dónde vais?

¡Oh Madre! ¡Haced que la Iglesia sea para este pueblo brasileño sacramento de salvación y signo de la unidad de todos los hombres, hermanos y hermanas de adopción de vuestro Hijo, e hijos del Padre celestial!

¡Oh Madre! Haced que esta Iglesia, a ejemplo de Cristo, sirviendo constantemente al hombre, sea la defensora de todos, en especial de los pobres y necesitados, de los socialmente marginados y desheredados. Haced que la Iglesia de Brasil esté siempre al servicio de la justicia entre los hombres y contribuya al mismo tiempo al bien común de todos y a la paz social.

¡Oh Madre! Abrid los corazones de los hombres y haced que todos comprendan que solamente en el espíritu del Evangelio y siguiendo el mandamiento del amor y las bienaventuranzas del sermón de la montaña, será posible construir un mundo más humano, en el que sea valorizada verdaderamente la dignidad de todos los hombres.

¡Oh Madre! Dad a la Iglesia, que en esta tierra brasileña realizó en el pasado una gran obra de evangelización y cuya historia es rica de experiencias, que realice sus tareas de hoy con nuevo celo y amor por la misión recibida de Cristo.

Concededle, a este fin, numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas, para que todo el Pueblo de Dios pueda beneficiarse del ministerio de los dispensadores de la Eucaristía y de las que dan testimonio del Evangelio.

¡Oh Madre! ¡Acoged en vuestro corazón a todas las familias brasileñas! ¡Acoged a los adultos y a los ancianos, a los jóvenes y a los niños! ¡Acoged también a los enfermos y a quienes viven en soledad! ¡Acoged a los trabajadores del campo y de la industria, a los intelectuales en las escuelas y universidades, a los funcionarios de todas las instituciones! Protegedles a todos.

¡No dejéis, oh Virgen Aparecida, por vuestra misma presencia, de manifestar en esta tierra que el amor es más fuerte que la muerte, más poderoso que el pecado!

No dejéis de mostrarnos a Dios, que amó tanto al mundo hasta el punto de entregarle su Hijo Unigénito, para que ninguno de nosotros perezca, sino que tenga la vida eterna (cf. Jn 3, 16). Amén.

VIDEO

Rosario en el Santuario de Aparecida – Benedicto XVI en Brasil


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A Nuestra Señora y al Santo Niño de Atocha DEVOCIONES Y ORACIONES

Oración a la Madre del Santo Niño de Atocha

Purísima Madre del Santo Niño de Atocha, cariñosísima Esposa del Espíritu Santo, refugio de los pecadores y mi afectuosito Madre, confió en tu amor y generosidad que intercederás por mi ante tu hijo para que me conceda lo que pido. Ruego que tu protección me venga a mi y que me ayude en su Poder Divino por que el lo puede hacer todo y mi felicidad depende de El. Amen

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María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Los Misterios Luminosos del Rosario comentados por Maria Valtorta

bautismo de jesus perugino capilla sixtina(se rezan los jueves)

1º El Bautismo de Jesús en el río Jordán

 

 

45. PREDICACIÓN DE JUAN EL BAUTISTA Y BAUTISMO DE JESÚS.
LA MANIFESTACIÓN DIVINA.
3 de febrero de 1944, por la noche.

Veo una llanura despoblada de vegetación y de casas. No hay campos cultivados, y muy pocas y raras plantas reunidas aquí o allá en matas – vegetales familias – en los sitios en que el suelo está por debajo menos quemado. Imagine que este terreno quemado y baldío está a mi derecha – teniendo yo el norte a mis espaldas – y se prolonga hacia el Sur respecto a mí.
A la izquierda veo un río de orillas muy bajas, que corre lentamente también de Norte a Sur.

Por el movimiento lentísimo del agua comprendo que no debe haber desniveles en su lecho y que fluye por una llanura tan achatada que constituye una depresión. El movimiento es apenas suficiente para que el agua no se estanque formando un pantano. (El agua es poco profunda, tanto que se ve el fondo; a mi juicio, no más de un metro, como mucho uno y medio. Tiene la anchura del Arno hacia S. Miniato-Empoli: yo diría que unos veinte metros. Pero no tengo buen ojo para calcular con exactitud). Es de un azul ligeramente verde hacia las orillas, donde, por la humedad del suelo, hay una faja tupida de hierba que alegra la vista, cansada de la desolación pedregosa y arenosa de cuanto se le extiende delante.

Esa voz íntima que le he explicado que oigo y me indica lo que debo notar y saber me advierte que estoy viendo el valle del Jordán. Lo llamo valle porque se emplea esta palabra para indicar el lugar por donde corre un río, pero en este caso es impropio llamarlo así porque un valle presupone montes y yo aquí no veo montes cercanos. Pero, en fin, estoy en el Jordán, y el espacio desolado que observo a mi derecha es el desierto de Judá. Si es correcto llamarlo desierto en el sentido de un lugar donde no hay casas ni trabajo humano, no lo es según el concepto que nosotros tenemos de desierto. Aquí no se ven esas arenas onduladas que nosotros nos pensamos, sino sólo tierra desnuda, con piedras y detritus esparcidos; es como los terrenos aluviales después de una crecida. En la lejanía, colinas.

Además, junto al Jordán hay una gran paz, un algo especial, superior a lo común, como lo que se nota en las orillas del Trasimeno. Es un lugar que parece guardar memoria de vuelos de ángeles y voces celestes. No sé bien decir lo que experimento, pero me siento en un lugar que habla al espíritu.

Mientras observo estas cosas, veo que la escena se puebla de gente a lo largo de la orilla derecha – respecto a mí – del Jordán. Hay muchos hombres, vestidos de diversas formas. Algunos parecen gente del pueblo, otros ricos; no faltan algunos que parecen fariseos por el vestido ornado de ribetes y galones.

Entre todos ellos, en pie sobre una roca, un hombre a quien, aunque sea la primera vez que le veo, lo reconozco en seguida como el Bautista. Habla a la multitud, y le aseguro que no son palabras dulces. Jesús llamó a Santiago y a Juan «los hijos del trueno»… ¿Cómo llamar entonces a este vehemente orador? Juan Bautista merece el nombre de rayo, avalancha, terremoto… ¡Gran ímpetu y severidad, manifiesta, efectivamente, en su modo de hablar y en sus gestos!

Habla anunciando al Mesías y exhortando a preparar los corazones para su venida, extirpando de ellos los obstáculos y enderezando los pensamientos. Es un hablar vertiginoso y rudo. El Precursor no tiene la mano suave de Jesús sobre las llagas de los corazones. Es un médico que desnuda y hurga y corta sin miramientos.

Mientras le escucho – no repito las palabras porque son las mismas que citan los evangelistas, pero ampliadas en impetuosidad – veo que mi Jesús se acerca a lo largo de un senderillo que va por el borde de la línea herbosa y umbría que sigue el curso del Jordán. Este rústico camino (más sendero que camino) parece dibujado por las caravanas Y las personas que durante años y siglos lo han recorrido para llegar a un punto donde, por ser menos profundo el fondo del río, es fácil vadearlo. El sendero continúa por el otro lado del río y se pierde entre la hierba de la orilla opuesta.

Jesús está solo. Camina lentamente, acercándose, a espaldas de Juan. Se aproxima sin que se note y va escuchando la voz de trueno del Penitente del desierto, como si fuera uno de tantos que iban a Juan para que los bautizara, y a prepararse a quedar limpios para la venida del Mesías. Nada le distingue a Jesús de los demás. Parece un hombre común por su vestir; un señor en el porte y la hermosura, mas ningún signo divino le distingue de la multitud.
Pero diríase que Juan ha sentido una emanación de espiritualidad especial, Se vuelve y detecta inmediatamente su fuente. Baja impetuosamente de la roca que le servía de púlpito y va deprisa hacia Jesús, que se ha detenido a algunos metros del grupo apoyándose en el tronco de un árbol.

Jesús y Juan se miran fijamente un momento. Jesús con esa mirada suya azul tan dulce; Juan con su ojo severo, negrísimo, lleno de relámpagos. Los dos, vistos juntos, son antitéticos. Altos los dos – es el único parecido -, son muy distintos en todo lo demás. Jesús, rubio y de largos cabellos ordenados, rostro de un blanco marmóreo, ojos azules, atavío sencillo pero majestuoso. Juan, hirsuto, negro: negros cabellos que caen lisos sobre los hombros (lisos y desiguales en largura); negra barba rala que le cubre casi todo el rostro, sin impedir con su velo que se noten los carrillos ahondados por el ayuno; negros ojos febriles; oscuro de piel, bronceada por el sol y la intemperie; oscuro por el tupido vello que le cubre. Juan está semidesnudo, con su vestidura de piel de camello (sujeta a la cintura por una correa de cuero), que le cubre el torso cayendo apenas bajo los costados delgados y dejando descubiertas las costillas en la parte derecha, esas costillas cubiertas por el único estrato de tejidos que es la piel curtida por el aire. Parecen un salvaje y un ángel vistos juntos.

Juan, después de escudriñarle con su ojo penetrante, exclama: «He aquí el Cordero de Dios.

¿Cómo es que viene a mí mi Señor?».

Jesús responde lleno de paz: «Para cumplir el rito de penitencia».

«Jamás, mi Señor. Soy yo quien debe ir a ti para ser santificado, ¿y Tú vienes a mí?».

Y Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, porque Juan se había inclinado ante Él, responde: «Deja que se haga como deseo, para que se cumpla toda justicia y tu rito sea inicio para un más alto misterio y se anuncie a los hombres que la Víctima está en el mundo».

Juan le mira con los ojos dulcificados por una lágrima y le precede hacia la orilla. Allí Jesús se quita el manto, la túnica y la prenda interior quedándose con una especie de pantalón corto; luego baja al agua, donde ya está Juan, que le bautiza vertiendo sobre su cabeza agua del río, tomada con una especie de taza que lleva colgada del cinturón y que a mí me parece como una concha o una media calabaza secada y vaciada.

Jesús es exactamente el Cordero. Cordero en el candor de la carne, en la modestia del porte, en la mansedumbre de la mirada.

Mientras Jesús remonta la orilla y, después de vestirse, se recoge en oración, Juan le señala ante las turbas y testifica que le ha reconocido por el signo que el Espíritu de Dios le había indicado como señal infalible del Redentor.

Pero yo estoy polarizada en mirar a Jesús orando, y sólo tengo presente esta figura de luz que resalta sobre el fondo de hierba de la ribera.

 

2º La autorrevelación de Jesús en las Bodas de Caná

50.LAS BODAS DE CANÁ. EL HIJO, NO SUJETO YA A LA MADRE, LLEVA A CABO PARA ELLA EL PRIMER MILAGRO.
16 de enero de 1944, de noche. Las bodas de Caná.

Veo una casa. Una característica casa oriental: un cubo blanco más ancho que alto, con raras aberturas, terminada en una azotea que está rodeada por un pequeño muro de aproximadamente un metro de alto y sombreada por una pérgola de vid que trepa hasta allí y extiende sus ramas sobre más de la mitad de esta soleada terraza que hace de techo. Una escalera exterior sube a lo largo de la fachada hasta una puerta, que se abre a mitad de altura.

En el nivel de la calle hay unas puertas bajas y distanciadas, no más de dos por cada lado, que dan a habitaciones también bajas y oscuras. La casa se alza en medio de una especie de era (más espacio amplio herboso que era) que tiene en el centro un pozo. Hay higueras y manzanos. La casa mira hacia el camino, pero no está situada en él; está un poco hacia dentro, y un sendero, entre la hierba, la une a aquél, que parece camino de primer orden.

Se diría que la casa está en la periferia de Caná: casa de propietarios campesinos que viven en medio de su finca. El campo se extiende tras la casa con sus lejanías verdes y apacibles. Hay un bonito sol y un azul tersísimo de cielo. En principio no veo nada más. La casa está sola.

Después veo a dos mujeres, con largos vestidos y un manto que hace también de velo. Vienen por el camino y luego por el sendero. Una es más anciana: cincuenta años aproximadamente, y viste de oscuro: un color pardo-marrón como de lana natural. La otra está vestida de un color más claro: un vestido amarillo pálido y manto azul, y aparenta unos treinta y cinco años. Es muy hermosa, esbelta, y tiene un porte lleno de dignidad, a pesar de ser toda gentileza y humildad. Cuando está más cerca, noto el color pálido del rostro, los ojos azules y los cabellos rubios que pueden verse sobre la frente bajo el velo. Reconozco a María Santísima. Quién pueda ser la otra, que es morena y más anciana, no lo sé. Hablan entre ellas. La Virgen sonríe.

Cerca ya de la casa, alguien, encargado de ver quiénes iban llegando, lo comunica, y salen a su encuentro hombres y mujeres – todos vestidos de fiesta – que las acogen con gran alegría, especialmente a María Santísima.

La hora parece matutina, yo diría que hacia las nueve – quizás antes -, porque el campo tiene todavía ese aspecto fresco de las primeras horas del día por el rocío que hace aparecer más verde a la hierba y por el aire aún exento de polvo. La estación me parece primaveral pues la hierba de los prados no está quemada por el verano y el trigo de los campos está aún tierno y sin espiga, todo verde. Las hojas de la higuera y del manzano también están verdes, y todavía tiernas, y también las de la parra. Pero no veo flores en el manzano; y no veo fruta, ni en el manzano, ni en la higuera, ni en la vid. Señal de que el manzano ha florecido ya, pero hace poco tiempo, y los pequeños frutos todavía no se ven.

María, agasajada por un anciano que la acompaña – parece el dueño de la casa -, sube la escalera exterior y entra en una amplia sala que parece ocupar toda o buena parte de la planta alta.

Creo comprender que los recintos de la planta baja son las habitaciones propiamente dichas, las despensas, los trasteros y las bodegas; mientras que ésta sería el recinto reservado para usos especiales, como fiestas de carácter excepcional, o para trabajos que requieran mucho espacio, o también para colocar holgadamente productos agrícolas. Si de fiestas se trata, lo vacían completamente y lo adornan, como hoy, con ramas verdes, esterillas y mesas ricamente surtidas de viandas. En el centro, suntuosamente provista de manjares, hay una de estas mesas; encima, ya preparado, ánforas y platos colmados de fruta. A lo largo de la pared de la derecha, respecto a mí que miro, otra mesa, aderezada, aunque menos ricamente. A lo largo de la pared izquierda, una especie de largo aparador y encima de él platos con quesos y otros manjares (me parecen tortas cubiertas de miel, y dulces). En el suelo, junto a esta misma pared, otras ánforas y tres grandes recipientes con forma de jarra de cobre (más o menos; son una especie de tinajas).

María escucha benignamente a todos; después, se quita el manto y ayuda, bondadosa, a terminar los preparativos del banquete. La veo ir y venir, poniendo en orden los divanes, derechas las guirnaldas de flores, mejorando el aspecto de los fruteros, comprobando si en las lámparas hay aceite. Sonríe y habla poquísimo y en voz muy baja, pero escucha mucho y con mucha paciencia.

Un gran rumor de instrumentos musicales viene del camino (realmente poco armónicos). Todos, menos María, corren afuera. Veo entrar a la novia, toda emperifollada y feliz, rodeada de parientes y amigos, al lado del novio, que ha sido el primero en salir presuroso a su encuentro.

Y en este momento la visión sufre un cambio. Veo, en vez de la casa, un pueblo. No sé si es Caná u otra aldea cercana. Y veo a Jesús con Juan y otro, que me parece que es Judas Tadeo (pero podría equivocarme respecto al segundo). Por lo que respecta a Juan, no me equivoco. Jesús está vestido de blanco y tiene un manto azul marino. Al oír el sonido de los instrumentos, el compañero de Jesús pregunta algo a un hombre de condición sencilla y transmite la respuesta a Jesús.

«Vamos a darle una satisfacción a mi Madre» dice entonces Jesús sonriendo. Y se encamina por las tierras, con sus dos compañeros, hacia la casa. Me he olvidado de decir que tengo la impresión de que María es o pariente o muy amiga de los parientes del novio, porque se ve que los trata con familiaridad.

Cuando Jesús llega, la persona de antes, puesta como centinela, avisa a los demás. El dueño de la casa, junto con su hijo, el novio, y con María, baja al encuentro de Jesús y le saluda respetuosamente. Saluda también a los otros dos. El novio hace lo mismo.

Pero lo que más me gusta es el saludo lleno de amor y de respeto de María a su Hijo, y viceversa. No grandes manifestaciones externas. Pero la palabra de saludo: «La paz está contigo» va acompañada de una mirada de tal naturaleza, y una sonrisa tal, que valen por cien abrazos y cien besos. El beso tiembla en los labios de María pero no lo da. Sólo pone su mano blanca y menuda sobre el hombro de Jesús y apenas le toca un rizo de su larga cabellera: una caricia de púdica enamorada.

Jesús sube al lado de su Madre; detrás, los discípulos y los dueños de la casa. Entra en la sala del banquete, donde las mujeres se ocupan de añadir asientos y cubiertos para los tres invitados, inesperados según me parece. Yo diría que era dudosa la venida de Jesús y absolutamente imprevista la de sus compañeros.

Oigo con nitidez la voz llena, viril, dulcísima del Maestro decir al poner pie en la sala: «La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda sobre todos vosotros»: saludo global y lleno de majestad para todos los presentes. Jesús domina con su aspecto y estatura a todos. Es el invitado, y además fortuito, pero parece el rey del convite; más que el novio, más que el dueño de la casa. A pesar de ser humilde y condescendiente, es Él quien se impone.

Jesús toma asiento en la mesa del centro, con el novio, la novia, los parientes de los novios y los amigos más notables. A los dos discípulos, por respeto al Maestro, se los coloca en la misma mesa.

Jesús está de espaldas a la pared en que están las tinajas y los aparadores. Por ello, no lo ve, como tampoco ve el afán del mayordomo con los platos de asado que van siendo introducidos por una puertecita que está junto a los aparadores.

Observo una cosa: menos las respectivas madres de los novios y menos María, ninguna mujer está sentada en esa mesa. Todas las mujeres están – y meten bulla como si fueran cien – en la otra mesa que está pegando a la pared, y se las sirve después de que se ha servido a los novios y a los invitados importantes. Jesús está al lado del dueño de la casa. Tiene enfrente a María, que está sentada al lado de la novia.

El banquete comienza. Le aseguro que no falta el apetito, ni tampoco la sed. Los que comen y beben poco son Jesús y su Madre, la cual, además, habla poquísimo. Jesús habla un poco más. Pero, a pesar de ser pareo de palabras, no se manifiesta ni enfadado ni desdeñoso. Es un hombre afable, pero no hablador. Sí le consultan algo, responde; si le hablan, se interesa, expone su parecer, pero después se recoge en sí como quien está habituado a meditar. Sonríe, nunca ríe. Y, si oye alguna broma demasiado irreflexiva, hace como si no escuchara. María se alimenta de la contemplación de su Jesús, como Juan, que está hacia el fondo de la mesa y atentísimo a los labios de su Maestro.

María se da cuenta de que los criados cuchichean con el mayordomo y de que éste está turbado, y comprende lo que de desagradable sucede. «Hijo» dice bajo, llamando la atención de Jesús con esa palabra. «Hijo, no tienen más vino».

«Mujer, ¿qué hay ya entre tú y Yo?». Jesús, al decir esta frase, sonríe aún más dulcemente, y sonríe María, como dos que saben una verdad, que es su gozoso secreto y que ignoran todos los demás.

Jesús me explica el significado de la frase.
«Ese «ya», que muchos traductores omiten, es la clave de la frase y explica su verdadero significado.

Yo era el Hijo sujeto a la Madre hasta el momento en que la voluntad del Padre me indicó que había llegado la hora de ser el Maestro. Desde el momento en que mi misión comenzó, ya no era el Hijo sujeto a la Madre, sino el Siervo de Dios. Rotas las ligaduras morales hacia la que me había engendrado, se transformaron en otras más altas, se refugiaron todas en el espíritu, el cual llamaba siempre «Mamá» a María, mi Santa. El amor no conoció detenciones, ni enfriamiento, más bien habría que decir que jamás fue tan perfecto como cuando, separado de Ella como por una segunda filiación, Ella me dio al mundo para el mundo, como Mesías, como Evangelizador. Su tercera, sublime, mística maternidad, tuvo lugar cuando, en el suplicio del Gólgota, me dió a luz a la Cruz, haciendo de mí el Redentor del mundo.

«¿Qué hay ya entre tú y Yo?». Antes era tuyo, únicamente tuyo. Tú me mandabas, yo te obedecía. Te estaba «sujeto». Ahora soy de mi misión.

¿Acaso no lo he dicho?: «Quien, una vez puesta la mano en el arado, se vuelve hacia atrás a saludar a quien se queda, no es apto para el Reino de Dios». Yo había puesto la mano en el arado para abrir con la reja no la tierra sino los corazones, y sembrar en ellos la palabra de Dios. Sólo levantaría esa mano una vez arrancada de allí para ser clavada en la Cruz y abrir con mi torturante clavo el corazón del Padre mío, haciendo salir de él el perdón para la humanidad.

Ese «ya», olvidado por la mayoría, quería decir esto: «Has sido todo para mí, Madre, mientras fui únicamente el Jesús de María de Nazaret, y me eres todo en mi espíritu; pero, desde que soy el Mesías esperado, soy del Padre mío. Espera un poco todavía y, acabada la misión, volveré a ser todo tuyo; me volverás a tener entre los brazos como cuando era niño y nadie te disputará ya este Hijo tuyo, considerado un oprobio de la humanidad, la cual te arrojará sus despojos para cubrirte incluso a ti del oprobio de ser madre de un reo. Y después me tendrás de nuevo, triunfante, y después me tendrás para siempre, tú tambien triunfante, en el Cielo.

Pero ahora soy de todos estos hombres. Y soy del Padre que me ha mandado a ellos».
Esto es lo que quiere decir ese pequeño, y tan denso de significado, «ya»».

María ordena a los criados: «Haced lo que Él os diga». María ha leído en los ojos sonrientes del Hijo el asentimiento, revestido de una gran enseñanza para todos los «llamados». Y Jesús ordena a los criados: «Llenad de agua los cántaros».

Veo a los criados llenar las tinajas de agua traída del pozo (oigo rechinar la polea subiendo y bajando el cubo que gotea). Veo al mayordomo echarse en la copa un poco de ese líquido con ojos de estupor, probarlo con gestos de aún más vivo asombro, degustarlo y hablarles al dueño de la casa y al novio (estaban cercanos).

María mira una vez más al Hijo y sonríe; luego, tras una nueva sonrisa de Jesús, inclina la cabeza, ruborizándose tenuemente: se siente muy dichosa.

Un murmullo recorre la sala, las cabezas se vuelven todas hacia Jesús y María; hay quien se levanta para ver mejor, quien va a las tinajas… Silencio, y, después, un coro de alabanzas a Jesús.

Pero Él se levanta y dice una frase: «Agradecédselo a María» y se retira del banquete. Los discípulos le siguen. En el umbral de la puerta vuelve a decir: «La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda sobre vosotros» y añade: «Adiós, Madre».
La visión cesa.

 

3º El anuncio de Jesús sobre el Reino de Dios y su invitación a la conversión

58. CURACIÓN DE UN CIEGO EN CAFARNAÚM.
7 de octubre de 1944.

Dice Jesus, y en seguida me invade la paz, y la alegría de esta paz luminosa pone alegre mi corazón: «Ve. Le gustan mucho los epi¬sodios de los ciegos. Pues vamos a darle otro». Y yo veo.

Estío. El Sol declina con gran belleza. Ha puesto al rojo vivo todo el Occidente, y el lago de Genesaret es una enorme lámina incandes¬cente bajo el cielo encendido.

Veo las calles de Cafarnaúm apenas empezando a poblarse de gente: mujeres que van a la fuente, hombres, pescadores preparando las redes y las barcas para la pesca nocturna, niños que corren ju¬gando por las calles, asnos yendo con cestos hacia la campiña, quizás para coger verduras.

Jesús se asoma a una puerta que da a un pequeño patio todo sombreado por una vid y una higuera; más allá, un caminito pedre¬goso que bordea el lago. Es la casa de la suegra de Pedro, porque éste está en la orilla con Andrés; prepara en la barca las cestas para el pescado, y las redes; coloca asientos y rollos de cuerdas, todo lo que se necesita para la pesca, en definitiva, y Andrés le ayuda, yendo y viniendo de la casa a la barca.

Jesús le pregunta a un apóstol: «¿Tendremos buena pesca?».

«Es el tiempo propicio. El agua está tranquila y habrá claro de luna. Los peces subirán a la superficie desde las capas profundas y mi red los arrastrará».

«¿Vamos solos?».

«¡Maestro! ¿Cómo crees que podemos ir solos con este sistema de redes?».

«No he ido nunca a pescar y espero que tú me enseñes». Jesús baja despacito hacía el lago y se detiene en la orilla de arena gruesa y guijarrosa, cerca de la barca.

«Mira, Maestro: se hace así. Yo salgo al lado de la barca de Santiago de Zebedeo, y se va hasta el punto adecuado, así, emparejados. Después se echa la red. Un extremo lo tenemos nosotros; Tú lo quieres tener ¿no?, eso me has dicho».

«Sí, si me explicas lo que tengo que hacer».

«No hay más que vigilar el descenso, que la red baje despacio y sin formar nudos; lentamente, porque estaremos en aguas de pesca y un movimiento demasiado brusco puede alejar a los peces; y sin nudos para no cerrar la red, que se debe abrir como una bolsa, o una vela, si lo prefieres, hinchada por el viento. Luego, cuando toda la red haya bajado, remaremos despacio, o iremos con vela según la necesidad, describiendo un semicírculo sobre el lago, y cuando la vibración de la cabilla de seguridad nos diga que la pesca es buena, nos dirigiremos a tierra firme, y allí, casi en la orilla – no antes, para no correr el riesgo de ver huir la pesca; no después, para no dañar ni a los peces ni la red con las piedras – sacamos la red. En ese momento hace falta tacto, porque las barcas deben acercarse tanto que desde una se pueda retirar el extremo de la red dado a la otra, pero no chocarse para no aplastar la bolsa llena de pescado. Atención, Maestro, es nuestro pan. Ojo a la red; que no se descomponga con las sacudídas de los peces. Defienden su libertad con fuertes coletazos, y si son muchos… entiendes… son animales pequeños, pero cuando se juntan diez, cien, mil, adquieren una fuerza como la de Leviatán».

«Como sucede con las culpas, Pedro. En el fondo, una no es irreparable. Pero si uno no tiene cuidado en limitarse a esa una y acumula, acumula, acumula, sucede que al final esa pequeña culpa (quizás una simple omisión, una simple debilidad) se hace cada vez más grande, se transforma en un hábito, se hace vicio capital. Algunas veces se empieza por una mirada concupiscente, y se termina consumando un adulterio. Algunas veces se comienza por una falta de caridad de palabra hacia un pariente, y se termina en un acto violento contra el prójimo. ¡Ay si se empieza y se deja que las culpas aumenten de peso con su número!… Llegan a ser peligrosas y opresoras como la misma Serpiente infernal, y arrastran al abismo de la Gehena».

«Tienes razón, Maestro… Pero, ¡somos tan débiles…!».

«Vigilancia y oración para ser fuertes y obtener ayuda, y firme voluntad de no pecar, luego una gran confianza en la amorosa justicia del Padre».

«¿Dices que no será demasiado severo para con el pobre Simón?».

«Con el Simón viejo podía ser severo, pero con mi Pedro, el hombre nuevo, el hombre, de su Cristo… no, Pedro. Él te ama y continuará amándote».

«¿Y yo?».

«También tú, Andrés, y lo mismo Juan y Santiago, Felipe y Natanael. Sois mis primeros elegidos».

«¿Vendrán otros? Está tu primo. Y en Judea…».

«¡Oh…, muchos! Mi Reino está abierto a todo el género humano, y en verdad te digo que más abundante que la más copiosa de tus pescas será la mía en las noches de los siglos…: que cada siglo es una noche en la cual es guía y luz, no la pura luz de Orión o la de la Luna marinera, sino la palabra de Cristo y la Gracia que vendrá de Él; noche que conocerá la aurora de un día sin ocaso, de una luz en que todos los fieles vivirán, de un Sol que revestirá a los elegidos y los hará hermosos, eternos, felices como dioses, dioses menores, hijos del Padre Dios, similares a mí … Ahora no podéis entender. Pero en verdad os digo que vuestra vida cristiana os concederá una semejanza con vuestro Maestro, y resplandeceréis en el Cielo por sus mismos signos. Pues bien, Yo obtendré, a pesar de la sorda envidia de Satanás y la flaca voluntad del hombre, una pesca más abundante que la tuya».

¿Pero seremos nosotros solos tus apóstoles?».
«¿Celoso, Pedro? No. No lo seas. Vendrán otros, y en mi corazón habrá amor para todos. No seas avaro, Pedro. Tú no sabes todavía Quién es el que te ama. ¿Has contado alguna vez las estrellas? ¿Y las piedras del fondo de este lago? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar los latidos de amor de que es capaz mi corazón. ¿Has podido alguna vez contar cuántas veces este mar puede besar la orilla con su ósculo de ola en el curso de doce lunas? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar las olas de amor que de este corazón se derraman para besar a los hombres. Estáte seguro, Pedro, de mi amor».

Pedro toma la mano de Jesús y la besa. Se le ve conmovido.
Andrés mira y no se atreve. Pero Jesús le pone la mano entre el pelo y dice: «Tambíén a ti te quiero mucho. En la hora de tu aurora verás reflejado en la bóveda del cielo – le verás sin tener que alzar los ojos – a tu Jesús, que te sonreirá para decirte: «Te amo. Ven», y el paso a la aurora te será más dulce que la entrada en una cámara nupcial…».

«¡Simón! ¡Simón! ¡Andrés! Voy…». Juan corre jadeante hacia ellos. «¡Maestro! ¿Te he hecho esperar?». Juan mira a Jesús con su ojo enamorado.
Pedro interviene: «Verdaderamente empezaba a pensar que quizás ya no venías. Prepara pronto tu barca. ¿Y Santiago?…».

«Eso… nos hemos retrasado por un ciego. Creía que Jesús estaba en nuestra casa y ha ido allí. Le hemos dicho: «No está aquí. Quizás mañana te curará. Espera». Pero no quería esperar. Santiago decía: «Has esperado mucho la luz, ¿qué te supone esperar otra noche?». Pero no atiende a razones…».

«Juan, si tú estuvieras ciego, ¿tendrías prisa de volver a ver a tu madre?».

«¡Claro!».

«¿Y entonces?… ¿Dónde está el ciego?».

«Está viniendo con Santiago. Se le ha agarrado al manto Y no le deja. Pero viene despacio, porque la orilla es pedregosa y él se tropieza… Maestro, ¿me perdonas el haberme comportado con dureza?».

«Sí. Pero en reparación ve a ayudarle al ciego y tráemele».
Juan se marcha corriendo.
Pedro hace un ligero movimiento de cabeza, pero calla. Mira al cielo, que tiende a hacerse azul después de tanto color cobre, mira al lago y a otras barcas que ya han salido a pescar, y suspira.

«¿Simón?».

«¿Maestro?».

«No tengas miedo. Tendrás una pesca abundante aunque salgas el último».

«¿También esta vez?».

«Todas las veces que tengas caridad, Dios te concederá la gracia de la abundancia».

«Ahí llega el ciego».

El pobrecito camina entre Santiago y Juan. Tiene entre las manos un bastón, pero no lo usa ahora. Va mejor dejándose conducir por los dos discípulos.

«Aquí está el Maestro, frente a ti».
El ciego se arrodilla: «¡Señor mío! ¡Piedad!».

«¿Quieres ver? Levántate. ¿Desde cuándo estás ciego?».
Los cuatro apóstoles se agrupan alrededor de los dos.

«Desde hace siete años, Señor. Antes veía bien y trabajaba. Era herrero en Cesarea Marítima. Ganaba bastante. Siempre tenían necesidad de mi trabajo en el puerto y en los mercados (que eran muchos). Pero, forjando un hierro en forma de ancla – y puedes hacerte una idea de lo rojo que estaba si piensas que no ofrecía resistencia a los golpes – saltó un fragmento incandescente y me quemó el ojo. Ya los tenía enfermos por el calor de la fragua. Perdí este ojo, y el otro también se apagó al cabo de tres meses. He terminado los ahorros y ahora vivo de la caridad…».

«¿Estás solo?».

«Tengo esposa y tres hijos muy pequeños… de uno no conozco ni siquiera su cara… y tengo también a mi madre, que es ya anciana. No obstante, ahora es ella y mi mujer quienes ganan un poco de pan, y con esto y el óbolo que llevo yo, no nos morimos de hambre. ¡Si Tú me curases!… Volvería al trabajo. No pido más que trabajar como un buen israelita y ofrecer un pan a quienes amo».

«¿Y has venido a mí? ¿Quién te lo ha dicho?».

«Un leproso que curaste al pie del Tabor, cuando volvías al lago después de aquel discurso tan hermoso».

«¿Qué te ha dicho?».

«Que Tú lo puedes todo. Que eres salud de los cuerpos y de las almas. Que eres luz para las almas y para los cuerpos, porque eres la Luz de Dios. Él, el leproso, había osado mezclarse entre la muchedumbre, con el riesgo de ser apedreado, completamente envuelto en un manto, porque te había visto pasar hacia el monte y tu rostro le había encendido una esperanza en el corazón. Me dijo: «Vi en ese rostro algo que me dijo: ‘Ahí hay salud. ¡Ve!’. Y fui». Me repitió tu discurso y me dijo que Tú le curaste tocándole, sin repugnancia, con tu mano. Volvía de los sacerdotes después de la purificación. Yo le conocía, porque le había servido cuando tenía un almacén en Cesarea. Y ahora he venido, por ciudades y pueblos, preguntando por ti. Y te he encontrado… ¡Piedad de mí!».

«Ven. ¡Demasiado viva es todavía la luz para uno que sale de la oscuridad!».

«Entonces, ¿me curas?».

Jesús le conduce hacia la casa de la suegra de Pedro, a la luz atenuada del huertecillo, se le pone delante, pero de forma que los ojos curados no sufran el primer impacto del lago aún todo jaspeado de luz. El hombre se deja llevar tan dócilmente, sin preguntar siquiera, que parece un niño dulcísimo.

«¡Padre! ¡Tu luz a este hijo tuyo!». Jesús tiene extendidas las manos sobre la cabeza del hombre, que está de rodillas. Permanece así un momento. Luego se moja la punta de los dedos con saliva y toca apenas con su mano derecha los ojos, que están abiertos pero no tienen vida.
Pasa un momento. El hombre parpadea y se restriega los ojos, como uno que saliera del sueño y los tuviera obnubilados.

«¿Qué ves?».

«¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh, Dios Eterno! ¡Me parece… me parece… oh… que veo… te veo el vestido… es rojo, ¿no es verdad?, y una mano blanca… y un cinturón de lana!… ¡Oh, Jesús bueno… veo cada vez mejor cuanto más me habitúo a ver!… La hierba del suelo… y eso es un pozo, ¡claro!, y allí hay una vid…».

«Levántate, amigo».

El hombre, que llora y ríe al mismo tiempo, se alza y, pasado un instante de lucha entre el respeto y el deseo, levanta la cara y encuentra la mirada de Jesús, un Jesús sonriente de piedad, de una piedad que es toda amor. ¡Debe ser muy bonito recuperar la vista y ver como primer Sol ese rostro! El hombre emite un grito y tiende los brazos; es un acto instintivo. Pero en seguida se frena.

Es Jesús quien abriendo los suyos arrima a sí al hombre, que es mucho más bajo que Él. «Ve a tu casa, ahora, y sé feliz y justo. Ve con mi paz».

«¡Maestro, Maestro! ¡Señor! ¡Jesús! ¡Santo! ¡Bendito! La luz… Pero si veo… veo todo… Ahí, el lago azul y el cielo sereno y los últimos rayos de sol y el primer atisbo de luna… Pero el azul más hermoso y sereno lo veo en tu ojo; y en ti veo la belleza del Sol más verdadero, y resplandecer lo puro de la Luna más santa. ¡Astro de los que sufren, Luz de los ciegos, Piedad que vives y obras!».

«Yo soy Luz de los espíritus. Sé hijo de la Luz».

«Siempre, Jesús. Cada vez que mi párpado se abra o cierre sobre mi pupila renacida, renovaré este juramento. ¡Benditos seáis Tú y el Altísimo!».

«¡Bendito sea el Altísimo Padre! Adiós».
Y el hombre parte dichoso, seguro, mientras Jesús y los estupefactos apóstoles bajan a dos barcas y comienzan la maniobra de la navegación.
Y la visión termina.

 

4º La Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor

37. LA TRANSFIGURACIÓN
(Escrito el 3 de diciembre de 1945 y el 5 de agosto de 1944)

¿Qué hombre hay que no haya visto, por lo menos una vez en su vida, un amanecer sereno de marzo? Y si lo hubiere, es muy infeliz, porque no conoce una de las bellezas más grandes de la naturaleza a la que la primavera ha despertado, la hecho cual una doncella, como debía haberlo sido en el primer día.

En medio de esta belleza, que es límpida en todos aspectos y cosas desde las hierbas nuevas y llenas de rocío, hasta las florecitas que se abren, como niños que acabaran de nacer, desde la primera sonrisa que la luz dibuja en el día, hasta los pajarillos que se despiertan con un batir de alas y lanzan su primer “pío” interrogativo, preludio de todos sus canoros discursos que lanzarán durante el día, hasta el aroma mismo del aire que ha perdido en la noche, con el baño del rocío y la ausencia del hombre, toda mota de polvo, humo, olor de cuerpo humano, van caminando Jesús, los apóstoles y discípulos. Con ellos viene también Simón de Alfeo. Van en dirección del sudeste, pasando las colinas que coronan Nazaret, atraviesan un arroyo, una llanura encogida entre las colinas nazaretanas y un grupo de montes en dirección hacia el este.

El cono semitrunco del Tabor precede a estos montes. El cono semitrunco me recuerda, no sé por qué, en su cima a la lámpara de nuestra ronda vista de perfil.

Llegan al Tabor. Jesús se detiene y dice: “Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo, venid conmigo arriba al monte. Los demás desparramaos por las faldas, yendo por los caminos que lo rodean, y predicad al Señor. Quiero estar de regreso en Nazaret al atardecer. No os alejéis, pues, mucho. La paz esté con vosotros.” Y volviéndose a los tres, dice: “Vamos”, y empieza a subir sin volver su mirada atrás y con un paso tan rápido que Pedro que le sigue, apenas si puede.
En un momento en que se detienen, Pedro colorado y sudado, le pregunta jadeando: “¿A dónde vamos? No hay casas en el monte. En la cima está aquella vieja fortaleza. ¿Quieres ir a predicar allá?”

“Hubiera tomado el otro camino. Estás viendo que le he volteado las espaldas. No iremos a la fortaleza, y quien estuviere en ella ni siquiera nos verá. Voy a unirme con mi Padre, y os he querido conmigo porque os amo. ¡Ea, ligeros!”

“Oh, Señor mío, ¿no podríamos ir un poco más despacio, y así hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos dio para pasar hablando toda la noche?”

“A las citas con Dios hay que ir rápidos. ¡Fuerzas Simón Pedro! ¡Allá arriba descansaréis!” Y continúa subiendo…
(Dice Jesús: “Aquí intercalaréis la visión de la Transfiguración del 5 de agosto de 1944, pero sin el dictado que tiene.”)

Estoy con mi Jesús sobre un monte alto. Con Jesús están Pedro, Santiago y Juan. Siguen subiendo. La mirada alcanza los horizontes. Es un sereno día que hace que aun las cosas lejanas se distingan bien.

El monte no forma parte de algún sistema montañoso como el de Judea. Se yergue solitario. Teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra, tiene ante sí el oriente, el norte a la izquierda, a la derecha el sur y a sus espaldas el oeste y la cima que se yergue todavía a unos cuantos centenares de pasos.

Es muy elevado. Uno puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído para engastarse entre el verdor de la tierra, una turquesa oval encerrada entre esmeraldas de diversa claridad, un espejo que tiembla, que se encrespa un poco al contacto de un ligero viento por el que se resbalan, con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, un tantín encurvadas hacia las azulejas ondas, con esa gracia con que el halcón hiende los aires, cuando va de picada en pos de su presa. De esa vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido, allí donde el arenal es más ancho, y más oscuro allá donde las riberas se estrechan, el agua es más profunda y cobriza por la sombra que proyectan los árboles que robustos crecen cerca del río, que se alimentan de sus aguas. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en la verde llanura. Hay poblados sembrados acá y allá del río. Algunos no son más que un puñado de casas, otros más grandes, casi como ciudades. Los caminos principales no son más que líneas amarillentas entre el verdor. Aquí, dada la situación del monte, la llanura está más cultivada y es más fértil, muy bella. Se distinguen los diversos cultivos con sus diversos colores que ríen al sol que desciende de un firmamento muy azul.

Debe ser primavera, tal vez marzo, si calculo bien la latitud de Palestina, porque veo que el trigo está ya crecido, todavía verde, que ondea como un mar, veo los penachos de los árboles más precoces con sus frutos en sus extremidades como nubecillas blancas y rosadas en este pequeño mar vegetal, luego prados todos en flor debido al heno por donde las ovejas van comiendo su cotidiano alimento.

Junto al monte, en las colinas que le sirven como de base, colinas bajas, cortas, hay dos ciudades, una al sur, y otra al norte.

Después de un breve reposo bajo el fresco de un grupo de árboles, por compasión a Pedro a quien las subidas cuestan mucho, se prosigue la marcha. Llegan casi hasta la cresta, donde hay una llanura de hierba en que hay un semicírculo de árboles hacia la orilla.

“¡Descansad, amigos! Voy allí a orar.” Y señala con la mano una gran roca, que sobresale del monte y que se encuentra no hacia la orilla, sino hacia el interior, hacia la cresta.
Jesús se arrodilla sobre la tierra cubierta de hierba y apoya las manos y la cabeza sobre la roca, en la misma posición que tendrá en el Getsemaní. No le llega el sol porque lo impide la cresta, pero lo demás está bañado de él, hasta la sombra que proyectan los árboles donde se han sentado los apóstoles.

Pedro se quita las sandalias, les quita el polvo y piedrecillas, y se queda así, descalzo, con los pies entre la hierba fresca, como estirado, con la cabeza sobre un montón de hierba que le sirve de almohada.

Lo imita Santiago, pero para estar más cómodo busca un tronco de árbol sobre el que pone su manto y sobre él la cabeza.

Juan se queda sentado mirando al Maestro, pero la tranquilidad del lugar, el suave viento, el silencio, el cansancio lo vencen. Baja la cabeza sobre el pecho, cierra sus ojos. Ninguno de los tres duerme profundamente. Se ha apoderado de ellos esa somnolencia de verano que atonta solamente.

De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, que se esparce, que penetra hasta bajo lo verde de los matorrales y árboles, donde están.

Abren los ojos sorprendidos y ven a Jesús transfigurado. Es ahora tal y cual como lo veo en las visiones del paraíso. Naturalmente sin las llagas o sin la señal de la cruz, pero la majestad de su rostro, de su cuerpo es igual, igual por la luminosidad, igual por el vestido que de un color rojo oscuro se ha cambiado en un tejido de diamantes, de perlas, en vestido inmaterial, cual lo tiene en el cielo. Su rostro es un sol esplendidísimo, en que resplandecen sus ojos de zafiro. Parece todavía más alto, como si su glorificación hubiese cambiado su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que hace hasta fosforescente la llanura, provenga toda de Él o si sobre la suya propia está mezclada la luz que hay en el universo y en los cielos. Sólo sé que es una cosa indescriptible.

Jesús está de pie, más bien, como si estuviera levantado sobre la tierra, porque entre Él y el verdor del prado hay como un río de luz, un espacio que produce una luz sobre la que él esté parado. Pero es tan fuerte que puedo casi decir que el verdor desaparece bajo las plantas de Jesús. Es de un color blanco, incandescente. Jesús está con su rostro levantado al cielo y sonríe a lo que tiene ante Sí.

Los apóstoles se sienten presa de miedo. Lo llaman, porque les parece que no es más su Maestro. “¡Maestro, Maestro!” lo llaman con ansia.

Él no oye.

“Está en éxtasis” dice Pedro tembloroso. “¿Qué estará viendo?”

Los tres se han puesto de pie, quieren acercarse a Jesús, pero no se atreven.

La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del cielo y se ponen al lado de Jesús. Cuando están ya sobre el verdor, se descorre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno es más anciano, de mirada penetrante, severa, de barba partida en dos. De su frente salen cuernos de luz, que me lo señalan como a Moisés. El otro es más joven, delgado, barbudo y velloso, algo así como el Bautista, al que se parece por su estatura, delgadez, formación corporal y severidad. Mientras la luz de Moisés es blanca como la de Jesús, sobre todo en los rayos que brotan de la frente, la que emana de Elías es solar, de llama viva.

Los dos profetas asumen una actitud de reverencia ante su Dios encarnado y si les habla con familiaridad, ellos no pierden su actitud reverente. No comprendo ni una de las palabras que dicen.

Los tres apóstoles caen de rodillas, con la cara entre las manos. Quieren ver, pero tienen miedo. Finalmente Pedro habla: “¡Maestro! ¡Maestro, óyeme!” Jesús vuelve su mirada con una sonrisa. Pedro toma ánimos y dice: “¡Es bello estar aquí contigo, con Moisés y Elías! Si quieres haremos tres tiendas, para Ti, para Moisés y para Elías, ¡nos quedaremos aquí a servirte!…”
Jesús lo mira una vez más y sonríe vivamente. Mira también a Juan y a Santiago, una mirada que los envuelve amorosamente. También Moisés y Elías miran fijamente a los tres. Sus ojos brillan, deben ser como rayos que atraviesan los corazones.

Los apóstoles no se atreven a añadir una palabra más. Atemorizados, callan. Parece como su estuvieran un poco ebrios, pero cuando un velo que no es neblina, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los tres gloriosos detrás de un resplandor mucho más vivo, los esconde a la mirada de los tres, una voz poderosa, armoniosa vibra, llena el espacio. Los tres caen con la cara sobre la hierba.

“Este es mi Hijo amado, en quien encuentro mis complacencias. ¡Escuchadlo!”

Pedro cuando se ha echado por tierra exclama: “¡Misericordia de mí que soy un pecador! Es la gloria de Dios que desciende.” Santiago no dice nada. Juan murmura algo, como si estuviese próximo a desvanecerse: “¡El Señor ha hablado!”

Nadie se atreve a levantar la cabeza aun cuando el silencio es absoluto. No ven por esto que la luz solar ha vuelto a su estado, que Jesús está solo y que ha tornado a ser el Jesús con su vestido rojo oscuro. Se dirige a ellos sonriente. Los toca, los mueve, los llama por su nombre.

“Levantaos. Soy Yo. No tengáis miedo” dice, porque los tres no se han atrevido a levantar su cara e invocan misericordia sobre sus pecados, temiendo que sea el ángel de Dios que quiere presentarlos ante el Altísimo.

“¡Levantaos, pues! ¡Os lo ordeno!” repite Jesús con imperio. Levantan la cara y ven a Jesús que sonríe.

“¡Oh, Maestro! ¡Dios mío!” exclama Pedro. “¿Cómo vamos a hacer para tenerte a nuestro lado, ahora que hemos visto tu gloria? ¿Cómo haremos para vivir entre los hombres, nosotros, hombres pecadores, que hemos oído la voz de Dios?”

“Debéis vivir a mi lado, ver mi gloria hasta el fin. Haceos dignos porque el tiempo está cercano. Obedeced al Padre mío y vuestro. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos, fuertes, fieles por recuerdo de esta hora. Tendréis parte en mi completa gloria, pero no habléis nada de esto, a nadie, ni a los compañeros. Cuando el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la gloria del Padre, entonces hablaréis, porque entonces será necesario creer para tener parte en mi reino.”

“¿No debe acaso venir Elías a preparar tu reino? Los rabíes enseñan así.”

“Elías ya vino y ha preparado los caminos al Señor. Todo sucede como se ha revelado, pero los que enseñan la revelación no la conocen y no la comprenden. No ven y no reconocen las señales de los tiempos, y a los que Dios ha enviado. Elías ha vuelto una vez. La segunda será cuando lleguen los últimos tiempos para preparar los hombres a Dios. Ahora ha venido a preparar los primeros al Mesías, y los hombres no lo han querido conocer y lo han atormentado y matado. Lo mismo harán con el Hijo del hombre, porque los hombres no quieren reconocer lo que es su bien.”

Los tres bajan pensativos y tristes la cabeza. Descienden por el camino que los trajo a la cima.
…A mitad de camino, Pedro en voz baja dice: “¡Ah, Señor! Repito lo que dijo ayer tu Madre: “¿Por qué nos has hecho esto?” Tus últimas palabras borraron la alegría de la gloriosa vista que tenían ante sí nuestros corazones. Es un día que no se olvidará. Primero nos llenó de miedo la gran luz que nos despertó, más fuerte que si el monte estuviera en llamas, o que si la luna hubiera bajado sobre el prado, bajo nuestros ojos. Luego tu mirada, tu aspecto, tu elevación sobre el suelo, como si estuvieses pronto a volar. Tuve miedo de que, disgustado de la maldad de Israel, regresases el cielo, tal vez por orden del Altísimo. Luego tuve miedo de ver aparecer a Moisés, a quien sus contemporáneos no podían ver sin velo, porque brillaba sobre su cara el reflejo de Dios, y no era más que hombre, mientras ahora es un espíritu bienaventurado, y Elías… ¡Misericordia divina! Creí que había llegado mi último momento. Todos los pecados de mi vida, desde cuando me robaba la fruta, allá cuando era pequeñín, hasta el último de haberte mal aconsejado hace algunos días, vinieron a mi memoria. ¡Con qué tremor me arrepentí!

Luego me pareció que me amaban los dos justos… y tuve el atrevimiento de hablar. Pero su amor me infundía temor porque no merezco el amor de semejantes espíritus. Y ¡Luego!… ¡luego! ¡El miedo de los miedos! ¡La voz de Dios!… ¡Yeové habló! ¡A nosotros! Ordenó: “¡Escuchadlo!”. Te proclamó “su hijo amado en quien encuentra sus complacencias” ¡Qué miedo! ¡Yeové! ¡A nosotros!… ¡No cabe duda que tu fuerza nos ha mantenido la vida!… Cuando nos tocaste, y tus dedos ardían como puntas de fuego, sufrí el último miedo. Creí que había llegado la hora de ser juzgado y que el ángel me tocaba para tomar mi alma y llevarla ante el Altísimo… ¿Pero cómo hizo tu Madre para ver… para oír… para vivir, en una palabra, esos momentos de los que ayer hablaste, sin morir, Ella que estaba sola, que era una jovencilla, y sin Ti?”

“María, que no tiene culpa, no podía temer a Dios. Eva tampoco lo temió mientras fue inocente y Yo estaba. Yo, el Padre y el Espíritu. Nosotros que estamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, que teníamos y tenemos nuestro tabernáculo en el corazón de María.” explica dulcemente Jesús.

“¡Qué cosas!… ¡Qué cosas! Pero luego hablaste de muerte… Y toda nuestra alegría se acabó… Pero ¿por qué a nosotros tres? ¿No hubiera sido mejor que todos hubiesen visto tu gloria?”

“Exactamente porque muertos de miedo como estáis al oír hablar de muerte, y muerte por suplicio del Hijo del Hombre, del Hombre-Dios, Él ha querido fortificaros para aquella hora y para siempre con un conocimiento anterior de lo que seré después de la muerte. Acordaos de ello, para que lo digáis a su tiempo. ¿Comprendido?”

“Sí, Señor. No es posible olvidarlo. Sería inútil contarlo. Dirían que estábamos ‘ebrios’”.

 

5º Jesús instituye la Eucaristía

600 LA ULTIMA CENA PASCUAL.

Empieza el sufrimiento del Jueves Santo.
Los apóstoles -son diez- se dedican intensamente a preparar el Cenáculo.
Judas, encaramado encima de la mesa, observa si hay aceite en todas las ampollas de la lámpara, que es grande y parece una corola de fucsia doble. Y es que está formada por una barra -el tallo- rodeada de cinco lámparas en ampollas que asemejan a pétalos; luego tiene una segunda vuelta, más abajo, que es toda una coronita de pequeñas llamas; luego, por último, tiene tres pequeñas lamparitas colgadas de delgadas cadenas y que parecen los pistilos de la flor luminosa. Luego baja de un salto y ayuda a Andrés a colocar la vajilla en la mesa con arte. Sobre ésta se ha extendido un finísimo mantel.

Oigo que Andrés dice:
-¡Qué espléndido lino!

Y Judas Iscariote:
-Uno de los mejores manteles de Lázaro. Marta se ha empeñado en traerlo.

-¿Y estas copas? ¿Y estas jarras, entonces? – observa Tomás, que ha puesto el vino en las preciosas jarras y las mira una y otra vez con ojos de experto, espejándose en sus panzas estilizadas y acariciando sus asas trabajadas con cincel.

-¿Quién sabe lo que costarán, eh? – pregunta Judas Iscariote.

-Está trabajado con martillo. A mi padre le encantarían. La plata y el oro en hojas se pliegan con facilidad cuanto están calientes. Pero tratado así… Para estropearlo basta un momento; es suficiente a un golpe mal dado. Se necesitan fuerza y ligereza al mismo tiempo.

-¿Ves las asas? Sacadas del bloque, no soldadas. Cosas de ricos… Fíjate que toda la limadura y lo desbastado se pierden.
No sé si entiendes lo que te digo.

-¡Claro que entiendo! En pocas palabras, es como uno que hace una escultura.

-Exactamente.
Todos observan con admiración. Luego vuelven a su trabajo: quién coloca los asientos, quién prepara los aparadores.

Entran juntos Pedro y Simón.

-¡Oh, por fin habéis venido! ¿A dónde habéis ido otra vez? Habéis llegado con el Maestro y con nosotros y os habéis escapado de nuevo – dice Judas Iscariote.

-Una gestión que había que hacer antes de la hora» responde escuetamente Simón.

-¿Sientes melancolías?

-Creo que con lo que hemos oído durante estos días, y en esos labios que nunca hemos encontrado falaces, hay buenas razones para sentirlas.

-Y con ese tufo de… Bien, cállate, Pedro – masculla Pedro entre dientes.

-¿Tú también?… Me pareces un desquiciado desde hace algunosdías. Tienes cara de conejo agreste cuando siente tras sí al chacal – responde Judas Iscariote.

-Y tú tienes morros de garduña. Tú tampoco estás muy guapo desde hace unos días. Miras de una manera… Hasta se te han torcido los ojos… ¿A quién esperas, o qué esperas ver? Pareces seguro. Quieres parecerlo. Pero se te ve como a uno temeroso de algo – replica Pedro.

-¡En cuanto a miedo!… ¡Tampoco tú eres ningún héroe!

-¡Ninguno lo somos, Judas. Tú llevas el nombre del Macabeo, pero no lo eres. El mío significa: «Dios otorga gracias», pero te juro que tiemblo por dentro como quien se supiera portador de desgracia y, sobre todo, tengo miedo de caer en desgracia ante Dios. Simón de Jonás, a pesar de su nuevo nombre de «piedra», ahora se manifiesta blando como cera en el fuego.

Ya no es estable en su voluntad. ¡Y yo nunca lo vi con miedo en medio de desatadas tempestades! Mateo, Bartolmái y Felipe parecen sonámbulos. Mi hermano y Andrés no hacen más que suspirar. Los dos primos, en quienes se une el dolor de la sangre con el del amor al Maestro, pues ya los ves: parecen hombres ya viejos. Tomás ha perdido su jovialidad. Y Simón está tan ajado por el dolor -yo diría: tan corroído, lívido y abatido-, que parece otra vez el leproso consumido de hace tres años – le responde Juan.

-Sí. Nos ha sugestionado a todos con su melancolía – observa Judas Iscariote.

-Mi primo Jesús, el Maestro y Señor mío y vuestro, está y no está melancólico. Si con esta palabra quieres decir que está triste por el exceso de dolor que todo Israel le está dando – y nosotros vemos este dolor- y por el otro, oculto dolor que sólo Él ve, te digo: «Tienes razón»; pero si usas ese término para decir que está desquiciado, eso te lo prohíbo – dice Santiago de Alfeo.

-¿Y no es demencia una idea fija de melancolía? Yo he estudiado también lo profano, y tengo conocimientos. Jesús ha dado demasiado de sí, y ahora tiene la mente cansada.

-Lo cual significa «demente», ¿no es verdad? – pregunta el otro primo, Judas, que está aparentemente calmo.

-¡Justamente eso! ¡Había visto con claridad tu padre, justo de santa memoria, a quien tú tanto te pareces en justicia y sabiduría! Jesús -triste destino de una ilustre casa demasiado vieja y que padece senilidad psíquica- ha tenido siempre una tendencia a esta enfermedad. Suave al principio, luego cada vez más agresiva. Tú mismo has visto cómo ha atacado a fariseos y escribas, saduceos y herodianos. Él se ha hecho imposible la vida, como un camino sembrado de esquirlas de cuarzo. Y se las ha sembrado Él solo. Nosotros… lo hemos amado tanto, que el amor nos ha puesto un velo delante de nuestros ojos. Pero los que lo amaron sin idolatrarlo: tu padre, tu hermano José, y primero Simón, vieron las cosas con equilibrio… Hubiéramos debido abrir los ojos ante sus palabras. Sin embargo, su dulce hechizo de enfermo nos sedujo. Y ahora… ¡En fin!

-Judas Tadeo, que -de la misma altura de Judas Iscariote- está justo frente a él y parece oírlo con calma, reacciona violentamente. Con un fuerte revés arroja a Judas, supino, a uno de los asientos, y con una cólera contenida en la voz, inclinándose sobre la cara del cobarde que no reacciona -quizás temiendo que Judas Tadeo esté al corriente de su crimen- le dice con voz penetrante:

-¡Esto por la demencia, reptil! Y si no te estrangulo es porque Jesús está allí y es noche de Pascua. ¡Pero piensa, piénsalo bien! Si le ocurre algo malo y ya no está Él para detener mi fuerza, nadie te salva. Es como si ya tuvieras el nudo corredizo en el cuello; y serán estas manos mías honradas y fuertes de artesano galileo y de descendiente del hondero de Goliat, las que te lo hagan. ¡Levántate, enervado libertino! Y atento a lo que haces, ¡eh! Judas se alza, lívido, sin la más mínima reacción. Y lo que me maravilla es que ninguno reacciona ante este gesto nuevo de Judas Tadeo. Al contrario… está claro que todos lo aprueban.

Vuelve el ambiente a la normalidad y un instante después Jesús entra. Se asoma en el umbral de la pequeña puerta por la que su alto físico apenas pasa. Pone pie en el tan reducido descansillo, y, con su mansa, triste sonrisa, abriendo los brazos, dice:

-La paz sea con vosotros.
Es una voz cansada, como la de uno que estuviera languideciendo en lo físico o en lo moral.

Baja. Acaricia la cabeza rubia de Juan, que ha ido a su encuentro. Sonríe, como si no supiera nada, a su primo Judas, y dice al otro primo:
-Tu madre te ruega que seas dulce con José. Ha preguntado por mí y por ti hace poco a las mujeres. Siento no haberle saludado.

-Lo vas a hacer mañana.

-¿Mañana?… Bueno… tendré tiempo de verlo…

-¡Oh, Pedro, por fin estaremos un poco juntos! Desde ayer me pareces un fuego fatuo: te veo y luego no te veo. Hoy casi puedo decir que te he perdido. Tú también, Simón.

-Nuestro pelo más blanco que negro te puede dar la seguridad de que no nos hemos ausentado por apetito carnal – dice serio Simón.

-Aunque… a todas las edades se pueda tener esa hambre… ¡Los viejos! Son peores que los jóvenes… – dice ofensivo Judas Iscariote.
Simón lo mira. Ya iba a replicar. Pero también lo mira Jesús y dice:

-¿Te duele una muela? Tienes el carrillo derecho hinchado y rojo.

-Sí. Me duele. Pero no tiene mayor importancia.
Los otros no dicen nada y la cosa muere así.

-¿Habéis hecho todo lo que había que hacer? ¿Tú, Mateo? ¿Y tú, Andrés? ¿Y Tú, Judas, has pensado en la ofrenda al Templo?

Tanto los dos primeros como Judas Iscariote dicen:
-Todo hecho, todo lo que dijiste que había que hacer para hoy. No te preocupes.

-Yo he llevado las primicias de Lázaro a Juana de Cusa. Para los niños. Me han dicho: «¡Eran mejores aquellas manzanas!».

¡Aquellas tenían el sabor del hambre! Y eran tus manzanas – dice Juan con rostro sonriente y de ensoñación.
También Jesús sonríe ante un recuerdo…

-Yo he visto a Nicodemo y a José – dice Tomás.

-¿Los has visto? ¿Has hablado con ellos? – pregunta Judas Iscariote con exagerado interés.

-Sí, ¿qué hay de raro en ello? José es un buen cliente de mi padre.

-No lo habías dicho antes… ¡Por eso me he asombrado!…
Judas trata de remediar la impresión que ha dado, una impresión de ansiedad, por el encuentro de José y Nicodemo con Tomás.

-Me resulta extraño que no hayan venido a presentarte su obsequioso saludo. Ni ellos ni Cusa ni Manahén… Ninguno de los…

Pero Judas Iscariote se ríe con una falsa carcajada interrumpiendo a Bartolomé, y dice:
-El cocodrilo vuelve a su madriguera en el momento apropiado.

-¿Qué quieres decir? ¿Qué insinúas? – pregunta Simón con una agresividad como nunca ha tenido.

-¡Calma, calma! ¿Qué os sucede? ¡Es la noche de Pascua! Nunca hemos tenido aparejo tan digno para consumir el cordero. Celebremos, pues, la cena con espíritu de paz. Veo que os he turbado mucho con mis instrucciones de estas últimas noches. Pero, ¿veis? ¡He terminado! Ahora ya no os voy a causar más turbación. No está todo dicho en cuanto a mí se refiere.

Sólo lo esencial. El resto… lo comprenderéis después. Se os dirá… ¡Sí, vendrá el que os lo dirá! Juan, ve con Judas y algún otro por las copas para la purificación. Y luego nos sentamos a la mesa.

La dulzura de Jesús verdaderamente parte el corazón.
Juan con Andrés, Judas Tadeo con Santiago, traen una copa grande, echan agua en ella y ofrecen a Jesús la toalla, y también a los compañeros, los cuales hacen luego lo mismo con ellos. Y ponen la copa (en realidad es una palangana de metal) en un rincón.

-Y ahora cada uno a su sitio. Yo aquí, y aquí, a la derecha, Juan; al otro lado, mi fiel Santiago: los dos primeros discípulos.

Después de Juan mi Piedra fuerte. Y después de Santiago el que es como el aire, que no se advierte pero siempre está y consuela: Andrés. A su lado mi primo Santiago. ¿No te duele, dulce hermano, el que asigne el primer puesto a los primeros? Eres el sobrino del Justo, cuyo espíritu, más que nunca en esta hora, late en suspendido vuelo sobre mí. ¡Ten paz, padre de mi debilidad de niño, encina a cuya sombra hallaron alivio la Madre y el Hijo! ¡Ten paz!… Después de Pedro, Simón… Simón, ven un momento aquí. Quiero mirar fijamente tu rostro leal. Después te veré ya sólo mal, porque otros me cubrirán tu honesto rostro.

Gracias, Simón. Por todo – y lo besa.
Simón, dejado ya, va a su sitio y, un instante, se lleva las manos a la cara con un gesto de aflicción.

-En frente de Simón mi Bartolmái. Dos honradeces y sabidurías que se reflejan recíprocamente. Están bien juntos. Y, al lado, tú, Judas, hermano mío. Así te veo… y me parece estar en Nazaret… cuando alguna fiesta nos reunía a todos en torno a una mesa… También en Caná… ¿Recuerdas? Estábamos el uno al lado del otro. Una fiesta… una fiesta de boda… el primer milagro… el agua transformada en vino… También hoy una fiesta… y también hoy habrá un milagro… el vino cambiará de naturaleza… y será… – Jesús se sume en su pensamiento. Con la cabeza baja, está como aislado en su mundo secreto. Los demás lo miran sin decir nada.Alza de nuevo la cabeza y mira fijamente a Judas Iscariote, y le dice:

-Tú estarás frente a mí.

-¿Tanto me quieres? ¿Más que a Simón, que siempre quieres tenerme enfrente?

-Mucho. Tú lo has dicho.

-¿Por qué, Maestro?

-Porque eres el que más ha hecho de todos para esta hora.
Judas mira al Maestro y a sus compañeros con una mirada muy cambiante: al primero con una cierta, irónica compasión; a los otros, con aire de triunfo.

-Y a tu lado, en una parte, Mateo; en la otra, Tomás.

-Entonces Mateo a mi izquierda y Tomás a mi derecha.

-Como quieras, como quieras – dice Mateo – Me basta con tener bien de frente a mi Salvador.

-Por último, Felipe. ¿Veis? El que no está a mi lado en el lado de honor, tiene el honor de estar frente a mí.

Jesús, en pie en su sitio, vierte en la amplia copa que está colocada delante de Él -todos tienen altas copas, pero El tiene una mucho más grande, además de la que tienen todos; debe ser la copa ritual-, vierte el vino. Alza la copa, la ofrece, la pone en la mesa.

Luego todos juntos preguntan con tono de salmo:

-¿Por qué esta ceremonia?

Pregunta formal, de rito, está claro.

A la cual Jesús, como cabeza de familia, responde:

-Este día recuerda nuestra liberación de Egipto. Bendito sea Yeohveh, que ha creado el fruto de la vid.

Bebe un sorbo de este vino ofrecido y pasa el cáliz a los demás. Luego ofrece el pan, lo parte, lo distribuye; luego las hierbas empapadas en la salsa rojiza que hay en cuatro salseras.

Terminada esta parte de la comida cantan salmos, todos en coro. Se lleva a la mesa, desde el aparador, la amplia bandeja del cordero asado, y la ponen delante de Jesús.

Pedro, que desempeña el papel de… primera parte, de coro, si le gusta más, pregunta:

-¿Por qué este cordero, así?

-Como recuerdo de cuando Israel fue salvado por el cordero inmolado. No murió ningún primogénito donde la sangre brillaba en las jambas y el dintel. Y, después, mientras todo Egipto lloraba a los primogénitos varones muertos, desde el palacio del faraón hasta los tugurios, los hebreos, capitaneados por Moisés, se movieron hacia la tierra de la liberación y la promesa.

Ceñidas ya sus cinturas, calzados los pies, cayado en mano, fue diligente el pueblo de Abraham para ponerse en marcha cantando los himnos del júbilo.

Todos se ponen en pie y entonan:
-Cuando Israel salió de Egipto y la casa de Jacob de un pueblo bárbaro, Judea vino a ser su santuario» etc., etc. (en la Neovulgata Salmo 114).

Ahora Jesús corta el cordero, llena un nuevo cáliz, bebe de él y lo pasa. Luego entonan otro canto:
-Niños, alabad al Señor; bendito sea el Nombre del Eterno, ahora y por los siglos de los siglos. De Oriente a Occidente debe ser alabado» etc. (Salmo 113).

Jesús da los trozos de cordero cuidando de que todos queden bien servidos, justamente como haría un padre de familia rodeado de los amados hijos de su corazón. Solemne, un poco triste, mientras dice:
-He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua. Ha sido para mí el deseo de los deseos, desde que fui –ab aeterno- «el Salvador». Sabía que esta hora precedería a esa otra. Mas la alegría de darme infundía, anticipadamente, este consuelo a mi padecer… He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua, porque ya nunca comeré del fruto de la vid hasta la llegada del Reino de Dios.

Entonces me sentaré nuevamente con los elegidos en el Banquete del Cordero, para el desposorio de los Vivientes con el Viviente. Pero vendrán a él solamente los que hayan sido humildes y limpios de corazón como Yo soy.

-Maestro, hace un momento has dicho que el que no tiene el honor del sitio lo tiene por estar enfrente de ti. ¿Cómo podemos saber, entonces, quién es el primero de entre nosotros? – pregunta Bartolomé.

-Todos y ninguno. Una vez… volvíamos cansados… nauseados por el odio farisaico. Pero no estabais cansados de discutir entre vosotros acerca de quién era el mayor…

Un niño vino a mí rápido… un pequeño amigo mío… Y su inocencia endulzó la desazón que Yo tenía por muchas cosas (no la última, vuestra humanidad obstinada). ¿Dónde estás ahora, pequeño Benjamín que tuviste aquella sabia respuesta que te vino del Cielo porque -ángel como eras- el Espíritu te hablaba? En aquel momento os dije: «Si uno quiere ser el primero, sea el último y el servidor de todos». Y os puse como ejemplo al sabio niño. Ahora os digo:
«Los reyes de las naciones las dominan. Y los pueblos oprimidos, aun odiándolos, los aclaman, y los reyes son llamados “Benefactores”, “Padres de la Patria”. Mas el odio se anida bajo el falso obsequio». Pero entre vosotros no debe ser así. Que el mayor sea como el menor; el que es cabeza, como uno que sirve. Efectivamente: ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa. Yo, sin embargo, os sirvo; y, dentro de poco, os serviré más. Vosotros sois los que habéis estado conmigo en las pruebas. Y Yo dispongo para vosotros un puesto en mi Reino de la misma forma que en Él Yo seré Rey según la voluntad del Padre-, para que comáis y bebáis en mi mesa eterna y estéis sentados en tronos juzgando a las doce tribus de Israel. Habéis permanecido a mi lado en mis pruebas… Esto y no otra cosa es lo que os hace grandes ante los ojos del Padre.

-¿Y los que vendrán después? ¿No tendrán un lugar en el Reino? ¿Sólo nosotros?

-¡Oh, cuántos príncipes habrá en mi Casa! Todos los que hayan sido fieles a Cristo en las pruebas de la vida serán príncipes en mi Reino. Porque los que hayan perseverado hasta el final en el martirio de la existencia serán como vosotros, que conmigo habéis perseverado en mis pruebas. Yo me identifico en mis creyentes. A los predilectos les doy, como enseña, ese Dolor que abrazo por vosotros y por todos los hombres. El que me sea fiel en el Dolor será un bienaventurado mío; como vosotros, mis amados.

-Nosotros hemos perseverado hasta el final.

-¿Tú crees, Pedro? Pues te digo que la hora de la prueba debe llegar todavía. Simón, Simón de Jonás, mira que Satanás ha pedido cribaros como al trigo. He orado por ti, para que tu fe no vacile. Tú, una vez enmendado, confirma a tus hermanos.

-Sé que soy un pecador. Pero te seré fiel hasta la muerte. Este pecado no lo tengo. Nunca lo tendré.

-No seas soberbio, Pedro mío. Esta hora cambiará muchas cosas que antes eran de un modo y ahora serán distintas.

¡Cuántas!… Y esas cosas traen y comportan necesidades nuevas. Vosotros lo sabéis. Siempre os he dicho, incluso cuando íbamos por lugares lejanos recorridos por bandoleros: «No temáis. No nos sucederá nada malo, porque los ángeles del Señor están con nosotros. No os preocupéis de nada». ¿Os acordáis de cuando os decía: «No estéis preocupados por lo que comeréis o por el vestido. El Padre sabe qué necesitamos»? También os decía: «El hombre es mucho más que un pájaro y que una flor que hoy es hierba y mañana heno. Y veis que el Padre cuida también de la flor y del pajarillo. ¿Podréis, entonces, dudar de que cuide de vosotros?». Y os decía: «Dad a quien os pida, a quien os hiera presentadle la otra mejilla». Os decía: «No llevéis ni bolsa ni cayado». Porque he enseñado amor y confianza. Pero ahora… ahora ya no es ese tiempo. Ahora os digo: «¿Os ha faltado alguna vez algo hasta ahora? ¿Alguna vez os han hecho algún daño?».

-Nada, Maestro. Y sólo a ti te lo han hecho.

-Así veis que mi palabra era veraz. Pero ahora los ángeles son, todos, convocados por su Señor. Es hora de demonios… Con las alas de oro, los ángeles del Señor se tapan los ojos, se vendan, y les duele el color de sus alas, porque no es color de amargura y ésta es hora de luto, y de un luto cruel, sacrílego… Esta noche no hay ángeles en la Tierra.

Están junto al trono de Dios para cubrir con su canto las blasfemias del mundo deicida y el llanto del Inocente. Y nosotros estamos solos… Yo y vosotros: solos. Los demonios son los dueños de esta hora. Por eso nuestro aspecto ahora y nuestra actitud serán como los de los pobres hombres que recelan y no aman. Ahora el que tenga una bolsa tome consigo también una alforja, el que no tenga espada venda su manto y cómprese una. Porque también se dice de mí en la Escritura, (Isaías 53, 12) y debe cumplirse: «Fue contado entre los malhechores». En verdad, todo lo que a mí se refiere toca a su fin.

Simón, que se ha alzado y ha ido al arquibanco donde había dejado su rico manto -y es que esta noche todos visten sus mejores indumentos, y, por tanto, llevan puñales, damasquinados pero muy cortos (más cuchillos que puñales), colgados de los ricos cinturones-, coge dos espadas, dos verdaderas espadas, largas, levemente curvadas, y se las lleva a Jesús:

-Yo y Pedro nos hemos armado esta noche. Tenemos éstas. Pero los demás tienen sólo el puñal corto.

Jesús toma las espadas, las observa, desenvaina una y prueba su tajo contra una uña. Es una extraña visión, y produce una impresión todavía más extraña el ver ese fiero instrumento en las manos de Jesús.

-¿Quién os las ha dado? – pregunta Judas Iscariote mientras Jesús observa y calla. Judas parece muy inquieto…

-¿Quién? Te recuerdo que mi padre era noble y muy poderoso.

-Pero Pedro…

-¿Pero qué? ¿Desde cuándo tengo que dar cuentas de los regalos que quiero hacer a mis amigos?

Jesús alza la cabeza. Antes ha metido el arma en su vaina y ahora devuelve las dos espadas al Zelote.

-Está bien. Son suficientes. Has hecho bien en cogerlas. Pero ahora, antes de beber el tercer cáliz, esperad un momento.

Os he dicho que el mayor es como el menor y que Yo estoy como quien sirve en esta mesa y que más os serviré. Hasta ahora os he dado alimentos. Es un servicio en orden al cuerpo. Ahora quiero daros un alimento para el espíritu. No es un plato del rito antiguo; es del nuevo rito. Yo quise bautizarme antes de ser el «Maestro». Para esparcir la Palabra bastaba ese bautismo. Ahora será derramada la Sangre. Vosotros necesitáis otro lavacro, aunque os hayáis purificado (con Juan el Bautista en su momento y hoy también, en el Templo). No es suficiente. Venid para que os purifique. Suspended la comida. Hay algo más importante que la comida que se da al vientre para que se llene, aunque sea alimento santo, como este del rito pascual; y ello es un espíritu puro, en disposición de recibir el don del cielo que ya desciende para hacerse un trono en vosotros y daros la Vida. Dar la Vida a quienes están limpios.

Jesús se levanta -debe también alzarse Juan, para dejar a Jesús salir mejor de su sitio-, va a un arquibanco y se quita la túnica roja; la pone doblada encima del manto, ya doblado, se ciñe a la cintura una toalla grande, luego va a otra palangana, que todavía está vacía y limpia. Echa en ella agua, lleva la palangana al centro de la habitación, junto a la mesa, y la pone encima de un taburete. Los apóstoles lo miran estupefactos.

-¿No me preguntáis que qué hago?

-No lo sabemos. Te digo que ya estamos purificados – responde Pedro.

-Y Yo te repito que eso no importa. Mi purificación le sirve al que ya está purificado para estarlo más.

Se arrodilla. Desata las sandalias a Judas Iscariote y le lava los pies; uno primero, otro después. Es fácil hacerlo, porque los triclinios están hechos de tal manera que los pies quedan hacia la parte externa. Judas está estupefacto. No dice nada. Pero, cuando Jesús, antes de calzar el pie izquierdo y levantarse, pone el gesto de besarle el pie derecho ya calzado, Judas retrae bruscamente el pie y da un golpe con la suela en la boca divina. Lo hace sin querer. No es un golpe fuerte, pero a mí me causa mucho dolor. Jesús sonríe, y, al apóstol, que le dice: «¿Te he hecho daño? Ha sido sin querer… Perdona», le responde:

-No, amigo. Lo has hecho sin malicia y no hace daño.

-Judas lo mira… Es una mirada inquieta, huidiza…

Jesús pasa a Tomás, luego a Felipe… Rodea el lado estrecho de la mesa y va donde su primo Santiago. Lo lava, y lo besa en la frente al levantarse. Pasa a Andrés, que está rojo de vergüenza y hace esfuerzos por no llorar; lo lava, lo acaricia como a un niño. Luego está Santiago de Zebedeo, que no hace sino susurrar: « ¡Oh, Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Anonadado y sublime Maestro mío!». Juan se ha desatado ya las sandalias y, mientras Jesús está agachado secándole los pies, él se inclina y lo besa en el pelo.
¡Pero, a Pedro!… ¡No es fácil convencerlo para este rito!

-¿Tú lavarme a mí los pies? ¡Ni por asomo! Mientras viva, no te lo permitiré. Yo soy un gusano, Tú eres Dios. Cada uno en su lugar.

-Lo que Yo hago tú no puedes comprenderlo por ahora. Más adelante lo comprenderás. Déjame.

-Todo lo que Tú quieras, Maestro. ¿Quieres cortarme el cuello? Hazlo. Pero no me lavarás los pies.

-¡Oh, mi Simón! ¿No sabes que si no te lavo no tendrás parte en mi Reino? ¡Simón, Simón! Necesitas esta agua para tu alma y para el mucho camino que debes recorrer.
¿No quieres venir conmigo? Si no te lavo, no vienes a mi Reino.

-¡Oh, Señor mío bendito! ¡Pues entonces lávame todo! ¡Los pies, las manos y la cabeza!

-El que, como vosotros, se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque ya está enteramente purificado. Los pies… El hombre con los pies camina sobre cosas sucias. Y ello sería poco, pues ya os dije que lo que ensucia no es lo que entra y sale con el alimento, ni contamina al hombre lo que se pega a los pies por el camino. No. Lo que le contamina es lo que incuba y madura en su corazón y de allí sale y contamina sus acciones y sus miembros. Y los pies del hombre de corazón no limpio se dirigen hacia la crápula, la lujuria, los tratos ilícitos, los delitos… Por tanto, son, de entre los miembros del cuerpo, los que tienen mucha parte que purificar… como también los ojos, y la boca… ¡Oh, hombre!, ¡hombre!, ¡perfecta criatura un día, el primero, y luego tan corrompido por el Seductor! ¡Y no había en ti malicia, oh hombre, ni pecado!… ¿Y ahora? ¡Eres todo malicia y pecado y no hay parte en ti que no peque!

Jesús ha lavado los pies a Pedro. Los besa. Y Pedro llora y toma con sus gruesas manos las dos manos de Jesús, se las pasa por los ojos y las besa luego.

También Simón se ha quitado las sandalias y, sin decir nada, se deja lavar. Pero luego, cuando Jesús está ya para pasar a Bartolomé, Simón se arrodilla, le besa los pies y dice:
-¡Límpiame de la lepra del pecado como me limpiaste de la lepra del cuerpo, para no quedar confundido en la hora del juicio, Salvador mío!

-No temas, Simón. Vendrás a la Ciudad celeste, blanco como nieve alpina.

-¿Y yo, Señor? ¿A tu viejo Bartolmái qué le dices? Me viste a la sombra de la higuera y leíste mi corazón. ¿Ahora qué ves?, ¿dónde me ves? Tranquiliza a este pobre anciano que teme no tener ni fuerza ni tiempo para llegar a como quieres que seamos.

Se le ve muy emocionado a Bartolomé.

-Tampoco temas tú. En aquel momento dije: «He aquí a un verdadero israelita en quien no hay engaño». Ahora digo: «He aquí a un verdadero cristiano digno del Cristo». ¿Que dónde te veo? Sentado en un trono eterno, vestido de púrpura. Yo estaré siempre contigo.

Le toca el turno a Judas Tadeo, el cual, cuando ve a sus pies a Jesús, no sabe contenerse y reclina la cabeza sobre el brazo que tiene apoyado en las mesa y llora.

-No llores, dulce hermano. Te sientes como uno que debiera soportar que le arrancasen un nervio, y te parece que no puedes soportarlo. Pero será un dolor breve. Luego… ¡serás feliz, porque me quieres! Te llamas Judas. Y eres como nuestro gran Judas (1 Macabeos 3, 1-9): como un gigante. Eres el protector. Tus acciones son de león y cachorro de león rugientes.

Desanidarás a los impíos, que ante ti retrocederán, y los inicuos sentirán terror. Yo sé las cosas. Sé fuerte. Una eterna unión estrechará y hará perfecto nuestro parentesco, en el Cielo – Lo besa también a él, en la frente, como a su otro primo.

-Yo soy pecador, Maestro. A mí no…

-Eras pecador, Mateo. Ahora eres el Apóstol. Eres una «voz» mía. Te bendigo. ¡Cuánto camino han recorrido estos pies para avanzar sin cesar, hacia Dios!… El alma los incitaba y ellos han abandonado todo camino que no fuera mi camino. Continúa.

¿Sabes dónde termina el sendero? En el seno del Padre mío y tuyo.
Jesús ha terminado. Deja la toalla, se lava en agua limpia las manos, se pone de nuevo la túnica, vuelve a su sitio y, al sentarse, dice:
-Ahora estáis limpios, aunque no todos. Sólo los que han tenido la voluntad de estarlo.
Mira fijamente a Judas de Keriot, que ha hecho como si no hubiera oído, ocupado en explicar a su compañero Mateo cómo su padre se decidió a mandarlo a Jerusalén: palabras inútiles que tienen para Judas -quien, a pesar de su audacia, debe sentirse incómodo- la única finalidad de guardar las apariencias.

Jesús vierte vino por tercera vez en el cáliz común. Bebe. Ofrece de beber. Luego canta, y los otros le siguen en coro:

«Amo porque el Señor escucha la voz de mi oración, porque inclina su oído hacia mí. Le invocaré durante toda mi vida. Me rodeaban dolores de muerte» etc. (Según la numeración de la Neovulgata, se recitan por orden: Salmo 116 (que agrupa el 114 y el 115 de la Vulgata), Salmo 117, Salmo 118 (largo himno), Salmo 119 (el que no termina nunca)

Un momento de pausa. Luego sigue cantando: «Tuve fe y por eso hablé. Me había humillado profundamente y en medio de mi turbación decía: «Todo hombre es mentiroso»». Mira fijo a Judas.

La voz de mi Jesús, esta noche cansada, recobra fuerza cuando exclama: «Valiosa es ante los ojos de Dios la muerte de los santos» y «Has roto mis cadenas. Te ofreceré un holocausto de alabanza invocando el nombre del Señor» etc. etc. (Salmo 115).

Otra breve pausa en el canto, y luego continúa: «Alabad todas al Señor, naciones, todos los pueblos alabadlo. Porque se ha afianzado en nosotros su misericordia y la verdad del Señor permanece eterna».

Otra breve pausa y luego un largo himno: «Celebrad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia…».

Judas de Keriot canta tan desentonado, que Tomás dos veces lo conduce al tono con su potente voz de barítono y lo mira fijamente. También los otros lo miran, porque, por lo general está siempre bien entonado, y de su voz, como de todas las otras cosas -lo he podido comprender- se siente orgulloso. ¡Pero esta noche! Ciertas frases le turban, hasta el punto de que le salen gallos, y lo mismo ciertas miradas de Jesús que subrayan las frases. Una de estas frases es: «Es mejor confiar en el Señor que confiar en el hombre». Otra es: «Se me empujó y vacilaba, y estaba para caer. Pero el Señor me sujetó». Otra es: «No moriré, sino que viviré y referiré las obras del Señor». Y, en fin, estas dos que voy a decir, le estrangulan la voz al Traidor en la garganta:
«La piedra desechada por las constructores ha venido a ser piedra angular» y « ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!».

Acabado el salmo, mientras Jesús corta y de nuevo pasa trozos de cordero, Mateo pregunta a Judas de Keriot:
-¿Te encuentras mal?

-No. Déjame tranquilo. No te preocupes de mí.

-Mateo se encoge de hombros.
Juan, que ha oído esto, dice:
-Tampoco el Maestro está bien. ¿Qué te sucede, Jesús mío? Tienes la voz quebrada; como la de un enfermo o la de uno que haya llorado mucho – y lo abraza, estando con la cabeza apoyada en el pecho de Jesús.

-Sólo es que ha hablado mucho; y yo, lo único es que he andado mucho y he cogido frío – dice Judas nervioso.

Y Jesús, sin responderle a él, dice a Juan:
-Tú ya me conoces… y sabes qué es lo que me cansa…
El cordero está casi terminado.

Jesús, que ha comido poquísimo y ha bebido sólo un sorbo de vino por cada cáliz -sin embargo, como si se sintiera febril, ha bebido mucha agua- continúa hablando:
-Quiero que comprendáis mi gesto de antes. Os he dicho que el primero es como el último, y que os daría un alimento que no es corporal. Os he dado un alimento de humildad. Para vuestro espíritu. Vosotros me llamáis: Maestro y Señor. Decís bien, porque lo soy. Entonces, si Yo os he lavado los pies, también debéis lavároslos vosotros los unos a los otros. Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo que Yo he hecho. En verdad os digo: el siervo no es más que su señor, ni el apóstol más que Aquel que lo ha constituido apóstol. Tratad de comprender estas cosas. Y si, comprendiéndolas, las ponéis por obra, seréis bienaventurados. Pero no seréis todos bienaventurados. Yo os conozco. Sé a quiénes he elegido. No de la misma manera me refiero a todos. Pero digo la verdad. Por otra parte, debe cumplirse lo que en relación a mí fue escrito (Salmo 41, 10): “Aquel que come conmigo el pan ha alzado contra mí su calcañar». Os digo todo antes de que suceda, para que no abriguéis dudas respectoa mí. Cuando todo esté cumplido, creeréis todavía más que Yo soy Yo. El que me recibe a mí recibe al que me ha enviado: al Padre santo que está en los Cielos. Y el que reciba a los que Yo envíe me recibirá a mí mismo. Porque Yo estoy con el Padre y vosotros estáis conmigo… Pero ahora vamos a cumplir el rito.

Vierte de nuevo vino en el cáliz común y, antes de beber de él y de pasarlo para que beban, se levanta, y con Él se levantan todos, y canta otra vez uno de los salmos de antes: «Tuve fe y por eso hablé… » Y luego uno que no termina nunca.

¡Hermoso… pero eterno! Creo identificarlo, por el comienzo y lo largo que es, como el salmo 118. Lo cantan así: un trozo todos juntos; luego, por turnos, uno dice un dístico y los otros, juntos, un trozo; y así hasta el final. ¡Yo creo que al final tienen que sentir sed!

Jesús se sienta. No se recuesta; se queda sentado, como nosotros. Y habla:
-Ahora que el antiguo rito ha sido cumplido, voy a celebrar el nuevo. Os he prometido un milagro de amor. Es la hora de realizarlo. Por esto he deseado esta Pascua. De ahora en adelante, ésta será la hostia inmolada en perpetuo rito de amor. Os he amado durante toda la vida de la Tierra, amigos amados. Os he amado durante toda la eternidad, hijos míos. Y quiero amaros hasta el final. No hay cosa mayor que ésta. Recordadlo. Yo me marcho. Pero permaneceremos siempre unidos mediante el milagro que voy a cumplir ahora.

Jesús toma un pan todavía entero. Lo pone encima del cáliz, que está completamente lleno. Bendice y ofrece ambos, luego parte el pan y toma de él trece trozos. Se los da, uno a uno, a los apóstoles, y dice:
-Tomad y comed. Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía, que me marcho.

Pasa el cáliz y dice:
-Tomad y bebed. Ésta es mi Sangre. Éste es el cáliz del nuevo pacto en la Sangre y por la Sangre mía, que será derramada por vosotros para el perdón de vuestros pecados y para daros la Vida. Haced esto en memoria mía.

Jesús está tristísimo. Toda huella de sonrisa, de luz, de color, lo han abandonado. Su rostro es ya de agonía. Los apóstoles lo miran angustiados.

Jesús se levanta y dice:

-No os mováis. Vuelvo enseguida». Toma el trozo decimotercero de pan y el cáliz y sale del Cenáculo.

-Va donde su Madre – susurra Juan.

Y Judas Tadeo suspira:
-¡Pobre mujer!

Pedro pregunta en voz baja:
-¿Crees que Ella sabe?

-Sabe todo. Siempre lo ha sabido todo.

Hablan todos en voz bajísima, como delante de un muerto.

-Pero, creéis que realmente… – pregunta Tomás, que no quiere creer todavía.

-¿Y lo dudas? Es su hora – responde Santiago de Zebedeo.

-Que Dios nos dé la fuerza de ser fieles – dice el Zelote.

-¡Oh! Yo… – Pedro está para decir algo, pero Juan, que está alerta, dice:
-¡Chss! Está aquí.

Jesús vuelve. Trae en la mano el cáliz vacío. En su fondo, una mínima señal de vino, que, bajo la luz de la lámpara, parece realmente sangre.

Judas Iscariote, que tiene ante sí el cáliz, lo mira como hechizado, y luego desvía la mirada.

Jesús lo observa y se estremece. Juan, estando apoyado en el pecho de Jesús, siente este estremecimiento, y exclama:

-Dilo, ¿no?! Estás temblando…

-No. No tiemblo por fiebre… Todo os lo he dicho y todo os lo he dado. Más no podía daros. Os he dado a mí mismo.

Hace ese dulce gesto suyo de las manos, las cuales, antes unidas, ahora se separan y abren, mientras agacha la cabeza, como queriendo decir: «Perdonad si más no puedo. Así es.»

-Os he dicho todo y os he dado todo. Y repito que el nuevo rito se ha cumplido. Haced esto en memoria mía. Os he lavado los pies para enseñaros a ser humildes y puros como el Maestro vuestro. Porque en verdad os digo que los discípulos deben ser como es el Maestro. Recordadlo, recordadlo. Incluso cuando estéis en una posición superior. Ningún discípulo está por encima de su Maestro. De la misma manera que Yo os he lavado, hacedlo entre vosotros. O sea, amaos como hermanos, ayudándoos los unos a los otros, venerándoos recíprocamente, siendo ejemplo los unos para los otros. Y sed puros. Para ser dignos de comer el Pan vivo que ha bajado del Cielo y tener dentro de vosotros, por su virtud, la fuerza de ser mis discípulos en el mundo enemigo que os odiará por causa de mi Nombre. Pero uno de vosotros no es puro. Uno de vosotros me traicionará.

Por este motivo estoy intensamente conturbado en el espíritu… La mano del que me traiciona está conmigo en esta mesa. Ni mi amor, ni mi Cuerpo y mi Sangre, ni mi palabra, lo convierten y le hacen arrepentirse. Yo lo perdonaría yendo a la muerte también por él.

Los discípulos se miran aterrorizados, se escrutan, no sin recelos los unos de los otros. Pedro, despertándose todas sus dudas, mira fijamente a Judas Iscariote. Judas Tadeo se pone en pie como impulsado por un resorte, para mirar también a Judas por encima del cuerpo de Mateo.

¡Pero éste se muestra tan seguro! A su vez, clava sus ojos en Mateo, como si sospechara de él. Luego fija su mirada en Jesús. Sonríe y pregunta:

-¿Soy yo, acaso, ése?

Parece el más seguro de su honestidad, y parece que si hace esta pregunta es sólo porque no se interrumpa la conversación.

Jesús repite su gesto y dice:
-Tú lo dices, Judas de Simón. No Yo. Tú lo dices. Yo no te he nombrado. ¿Por qué te acusas? Pregúntale a tu voz interior, a tu conciencia de hombre, a esa conciencia que Dios Padre te ha dado para que vivas como hombre, y mira a ver si te acusa. Tú, antes que ningún otro, lo sabrás. Pero, si ella te tranquiliza, ¿por qué dices palabras que son malditas con sólo decirlas, y piensas en un hecho igualmente maldito con sólo pensarlo, aunque sea por juego?

Jesús habla con calma. Parece sostener la tesis propuesta como lo podría hacer un maestro con sus alumnos. La agitación es fuerte, pero la calma de Jesús la aplaca.
De todas formas, Pedro, que es el que más sospecha de Judas – quizás también Judas Tadeo, pero lo parece menos, porque la desenvoltura de Judas Iscariote lo desarma-, tira de una manga a Juan, y cuando Juan, que se había pegado fuertemente a Jesús al oír hablar de traición, se vuelve, le susurra:
-Pregúntale que quién es.

Juan vuelve a su postura de antes. Lo único es que alza levemente la cabeza, como para besar a Jesús, y entretanto le susurra al oído:
-¿Maestro, quién es?

Y Jesús, con voz bajísima, devolviéndole el beso entre los cabellos:

-Aquel al que dé un pedazo de pan untado.

Toma un pan todavía entero, no el resto del usado para la Eucaristía; separa un buen trozo, lo unta en el jugo que ha dejado el cordero en la bandeja, alarga por encima de la mesa el brazo y dice:
-Toma, Judas. Esto te gusta.

-Gracias, Maestro. Sí que me gusta – y, sin saber lo que es ese bocado, se lo come, mientras Juan, horrorizado, hasta cierra los ojos para no ver la horrenda sonrisa que tiene Judas mientras muerde con sus fuertes dientes el pan acusador.

-Bien. Ahora que te he dado esta satisfacción, márchate – dice Jesús a Judas. – Todo está cumplido, aquí (marca mucho la palabra). Lo que en otro lugar queda por hacer hazlo pronto, Judas de Simón.

-Te obedezco enseguida, Maestro. Luego me reuniré contigo en el Getsemaní. ¿Vas allí, verdad?, ¿como siempre?

-Voy allí… como siempre… sí.

-¿Qué tiene que hacer? – pregunta Pedro – ¿Va solo?

-No soy ningún niño – dice en tono socarrón Judas, que se está poniendo el manto.
-Déjalo que se marche. Yo y él sabemos lo que se debe hacer – dice Jesús.

-Sí, Maestro.
Pedro guarda silencio. Quizás piensa que ha pecado de desconfianza hacia su compañero. Con la mano en la frente, piensa.

Jesús aprieta contra su corazón a Juan y le susurra otra cosa entre sus cabellos:
-No digas nada a Pedro, por ahora. Sería un inútil escándalo.

-Adiós, Maestro. Adiós, amigos – Judas se despide.

-Adiós – dice Jesús.

Y Pedro:
-Adiós, muchacho.

Juan, con la cabeza casi en el regazo de Jesús, susurra:
-¡Satanás!

Sólo Jesús lo oye, y suspira.

Hay unos minutos de absoluto silencio. Jesús está cabizbajo, mientras mecánicamente acaricia los rubios cabellos de Juan.

Luego reacciona. Alza la cabeza, mira alrededor de sí, sonríe (una sonrisa consoladora para los discípulos). Dice:

-Quitamos la mesa. Vamos a sentarnos todos bien juntos, como hijos en torno a su padre.

Toman los triclinios que había detrás de la mesa (los de Jesús, Juan, Santiago, Pedro, Simón, Andrés y el primo Santiago) y los llevan al otro lado.

Jesús toma asiento en el suyo, igual que antes, entre Santiago y Juan. Pero, cuando ve que Andrés va a sentarse en el sitio que ha dejado Judas Iscariote, grita:

-No, ahí no.

Un grito impulsivo que su suma prudencia no logra evitar.

Luego modifica de esta manera:
-No es necesario tanto espacio. Sentados, se puede estar en éstos; son suficientes. Os quiero tener muy cerca.

Ahora, respecto a la mesa, están así:
0 sea, forman una U alargada con Jesús en el centro y, enfrente, la mesa -una mesa ya sin comida- y el sitio de Judas.

Santiago de Zebedeo llama a Pedro:
-Siéntate aquí. Yo me siento en este taburete, a los pies de Jesús.

-¡Que Dios te bendiga, Santiago! ¡Lo estaba deseando! – dice Pedro, y se arrima a su Maestro, que viene a hallarse estrechado entre Juan y Pedro, y tiene a Santiago a los pies.

Jesús sonríe:
-Veo que empiezan a obrar las palabras que he dicho antes. Los buenos hermanos se quieren. Yo también te digo, Santiago: «Que Dios te bendiga». Tampoco este acto tuyo será olvidado por el Eterno, y lo encontrarás allá arriba.

Todo lo que pido lo puedo. Ya lo habéis visto. Ha bastado un solo deseo para que el Padre concediera al Hijo el darse en Alimento al hombre. Con todo lo que ha sucedido ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, porque el milagro, sólo posible para los amigos de Dios, es testimonio de poder. Cuanto mayor es el milagro, más segura y profunda es esta divina amistad. Éste es un milagro que, por su forma, duración y naturaleza, por su magnitud y los límites a que llega, no admite otro posible mayor.

Os digo que es tan poderoso, tan sobrenatural, tan incomprensible para el hombre soberbio, que muy pocos lo entenderán como debe entenderse, y muchos lo negarán. ¿Qué diré, entonces? ¿Condena para ellos? No. Diré: ¡piedad!

Pero, cuanto mayor es el milagro, mayor es la gloria que recibe su autor. Es Dios mismo quien dice: «Sí, este amado mío ha recibido lo que ha querido, y Yo lo he concedido, porque grande es la gracia que posee ante mis ojos». Y aquí dice: «Posee una gracia sin límites, como infinito es el milagro que ha hecho». La gloria que de Dios revierte en el autor del milagro y la gloria que del autor del milagro revierte en el Padre son parejas: porque toda gloria sobrenatural, procediendo de Dios, a su fuente retorna. Y la gloria de Dios, aun siendo ya infinita, crece y crece y resplandece por la gloria de sus santos. Así, digo: de la misma forma que ha sido glorificado por Dios el Hijo del hombre, Dios ha sido glorificado por Este. Yo he glorificado a Dios en mí mismo, a su vez Dios glorificará en sí a su Hijo; muy pronto lo glorificará.

¡Exulta, Tú que vuelves a tu Sede, oh Esencia espiritual de la Segunda Persona! ¡Exulta, Carne que vuelves a subir después de tanto destierro en el fango! Y lo que se te va a dar como morada ciertamente no es el Paraíso de Adán, sino el excelso Paraíso del Padre. Que, si se dijo que sorprendido por un mandato de Dios -dado por boca de un hombre- se detuvo el Sol, (Josué 10, 12-14) ¿qué no sucederá en los astros cuando vean el prodigio de la Carne del Hombre subir y sentarse a la derecha del Padre en su Perfección de materia glorificada?

Hijitos míos, ya poco tiempo estaré con vosotros. Luego me buscaréis como los huérfanos buscan al padre o a la madre muertos. Y, llorando, hablando de Él iréis y llamaréis en vano al mudo sepulcro, y luego llamaréis a las puertas azules de los Cielos, con vuestra alma lanzada en suplicante búsqueda de amor, y diréis: «¿Dónde está nuestro Jesús? Queremos tenerlo. Sin

Él ya no hay luz en el mundo, ni alegría ni amor. O devolvédnoslo o dejadnos entrar. Queremos estar donde Él». Mas no podéis, por ahora, ir a donde Yo voy. Se lo dije también a los judíos: «Luego me buscaréis, pero a donde voy Yo vosotros no podéis ir». Os lo digo también a vosotros.

Considerad que ni siquiera mi Madre podrá ir a donde Yo voy. Y fijaos que dejé al Padre para ir a Ella y hacerme Jesús en su seno sin mancha. Fijaos que de la Inviolada vine en el éxtasis luminoso de mi Natividad; y de su amor, hecho leche, me nutrí.

Yo estoy hecho de pureza y amor porque María me nutrió con su virginidad fecundada por el Amor perfecto que vive en el Cielo.

Y fijaos que por Ella crecí, costándole fatigas y lágrimas… Y fijaos que le pido un heroísmo que supera a todos los realizados hasta ahora, respecto al cual los de Judit y Yael son como heroísmos de pobres mujeres en oposición con su rival en la fuente del pueblo. Y fijaos que ninguno la iguala en amor a mí. Pues bien, a pesar de todo, la dejo y voy a donde Ella no irá hasta dentro de mucho tiempo. Para Ella no es el mandato que os doy a vosotros: «Santificaos año tras año, mes tras mes, día tras día, hora tras hora, para poder venir a mí cuando llegue vuestro momento». En Ella reside toda gracia y santidad. Es la criatura que ha tenido todo y ha dado todo. Nada hay que añadir en Ella, y nada hay que quitar. Es el santísimo testimonio de lo que puede Dios.

Pero para estar seguro de que en vosotros exista la aptitud de venir a mí y de olvidar el dolor del luto de la separación de vuestro Jesús, os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como Yo os he amado, amaos igualmente los unos a los otros. Por esto se sabrá que sois mis discípulos. Cuando un padre tiene muchos hijos, ¿en qué se sabe que son sus hijos? No tanto por el aspecto físico -porque hay hombres que son en todo semejantes a otro hombre con el que no tienen ninguna relación de sangre, y ni siquiera de nación-, cuanto por el común amor a la familia, a su padre y entre sí. E incluso cuando muere el padre la buena familia no se disgrega, porque la sangre es una, que es la que recibieron genéticamente de su padre y anuda vínculos que ni siquiera la muerte desata, porque más fuerte que la muerte es el amor. Pues bien, si me amáis aun después de que os deje, todos reconocerán que sois hijos míos, y por tanto, discípulos míos, y que, habiendo tenido un único padre, entre vosotros sois hermanos.

Señor Jesús, pero ¿a dónde vas? – pregunta Pedro.

-Voy a donde tú, por ahora, no puedes seguirme. Pero después me seguirás.

-¿Y por qué no ahora? Te he seguido siempre, desde que me dijiste: «Sígueme». He dejado todo sin añoranzas…

Marcharte ahora sin tu pobre Simón, dejándome privado de ti, mi Todo, después de que yo he dejado mi poco bien de antes, no es ni razonable ni bonito por tu parte. ¿Vas a la muerte? Bien, pues yo también voy. Iremos juntos al otro mundo. Pero antes te habré defendido. Estoy preparado para dar la vida por ti.

-¿Tú darás tu vida por mí? ¿Ahora? Ahora, no. En verdad, en verdad te lo digo: antes de que cante el gallo me negarás tres veces. Estamos todavía en la primera vigilia. Luego vendrá la segunda… y luego la tercera. Antes del galicinio, renegarás de tu Señor tres veces.

-¡Imposible, Maestro! Creo en todo lo que dices, pero no en esto; estoy seguro de mí.

-Ahora, por ahora estás seguro; pero es porque ahora me tienes todavía a mí. Tienes contigo a Dios. Dentro de poco el Dios encarnado será prendido y ya no lo tendréis. Y Satanás, después de poneros rémoras -tu propia seguridad es una astucia de Satanás, morralla para ponerte rémoras- os amedrentará. Os insinuará: «Dios no existe. Yo existo». Y, dado que, a pesar de que el espanto os empañe la mente, todavía razonaréis, lo que comprenderéis será que si Satanás es el amo de esa hora, es que ha muerto el Bien y lo que obra es el Mal; que el espíritu ha sido abatido y triunfa lo humano. Entonces os quedaréis como guerreros sin caudillo, perseguidos por el enemigo, y, en medio del desconcierto propio de los vencidos, os doblegaréis ante el vencedor, y, para evitar que os maten, renegaréis del héroe caído.

Pero -os lo ruego-, no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios. Creed también en mí. Contra todas las apariencias, creed en mí. Creed en mi misericordia y en la del Padre tanto el que se quede como el que huya; tanto el que calle como el que abra su boca para decir: «No lo conozco». Igualmente, creed en mi perdón. Y creed que, cualesquiera que sean en el futuro vuestras acciones, en el Bien y en mi Doctrina (por tanto, en mi Iglesia), esas acciones os darán un igual lugar en el Cielo.

En la casa del Padre mío hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo habría dicho. Porque Yo voy por delante. A preparar un lugar para vosotros. ¿No hacen, acaso, eso los padres buenos, cuando tienen que llevar a sus pequeñuelos a otro lugar? Van por delante, preparan la casa, los enseres, las provisiones. Y luego vuelven y toman consigo a sus más amadas criaturas. Eso hacen, por amor. Para que a sus pequeñuelos no les falte nada, ni se sientan incómodos en el nuevo pueblo. Lo mismo hago Yo, y por el mismo motivo. Me marcho, ahora. Cuando haya preparado para cada uno su puesto en la Jerusalén celestial, volveré y os tomaré conmigo, para que estéis conmigo donde Yo estoy, donde no habrá ya muerte ni lutos ni lágrimas ni gritos ni hambre ni dolor ni tinieblas ni quemazón, sino sólo luz, paz, bienaventuranza y canto.

¡Oh, canto de los Cielos altísimos cuando los doce elegidos estén en los tronos con los doce patriarcas de las tribus de Israel y, encendidos en el fuego del amor espiritual, canten, erguidos frente al mar de la bienaventuranza, el cántico eterno cuyo arpegio será el eterno aleluya del ejército angélico…!

Quiero que donde voy a estar estéis vosotros. Y ya sabéis a dónde voy, y sabéis el camino.

-¡Pero Señor! Nosotros no sabemos nada. No nos dices a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino que hay que tomar para ir hacia ti y abreviar la espera? – pregunta Tomás.

-Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. Me lo habéis oído decir y explicar repetidas veces. Y, en verdad, algunos que ni siquiera sabían que existía un Dios se han encaminado antes por mi camino y ya os preceden. ¡Oh!, ¿dónde estás, oveja descarriada de Dios traída por mí de nuevo al redil?, ¿dónde estás tú, resucitada de alma?

-¿Quién? ¿De quién hablas? ¿De María de Lázaro? Está allí, con tu Madre. ¿Quieres que venga? ¿O quieres que venga Juana? Estará, sin duda, en su palacio. Pero, si quieres, vamos a llamarla…

-No. No me refiero a ellas… Pienso en aquella que será mostrada sólo en el Cielo… y en Fotinai… Ellas me han encontrado. Y desde entonces no han dejado mi camino. A una le indiqué al Padre como Dios verdadero y al espíritu como levita en esta individual adoración; a la otra, que ni siquiera sabía que tenía un espíritu, le dije: «Mi nombre es Salvador; salvo a quien tiene buena voluntad de salvarse. Yo soy Aquel que busca a los perdidos, que da la Vida, la Verdad y la Pureza. Quien me busca me encuentra». Y ambas han encontrado a Dios… Os bendigo, débiles Evas que habéis venido a ser más fuertes que Judit… Voy a donde estáis… Vosotras me consoláis… ¡Benditas seáis!…

-Muéstranos al Padre, Señor, y seremos como estas mujeres – dice Felipe.

-¡Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y tú, Felipe, no me has conocido todavía?! El que me ve a mí ve al Padre mío. ¿Cómo es que dices: «Muéstranos al Padre»? ¿No logras creer que Yo estoy en el Padre y Él en mí? Las palabras que os digo no os las digo motu propio, sino que el Padre, que mora en mí, cumple cada una de mis obras. ¿Y no creéis que Yo esté en el Padre y Él en mí? ¿Qué tengo que decir para haceros creer? Pues si no creéis en las palabras creed al menos en las obras.

Yo os digo, y os lo digo con verdad: el que cree en mí hará las obras que Yo hago, y las hará aun mayores, porque voy al Padre. Y todo lo que pidáis al Padre en mi nombre Yo lo haré para que el Padre sea glorificado en su Hijo. Y haré lo que me pidáis en nombre de mi Nombre. Mi Nombre, en lo que realmente es, es conocido por mí sólo y por el Padre que me ha engendrado y por el Espíritu que de nuestro amor procede. Por ese Nombre todo es posible. El que piensa en mi Nombre con amor me ama, y obtiene; pero no basta amarme, es necesario observar mis mandamientos para tener el verdadero amor.

Son las obras las que dan testimonio de los sentimientos. Y por este amor rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador, que permanezca para siempre con vosotros, Uno en quien Satanás y el mundo no pueden ensañarse, el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir ni herir, porque ni lo ve ni lo conoce. Dirigirá contra Él sus escarnios, pero Él es tan excelso que el escarnio no lo podrá herir; mientras que su piedad superará toda medida para aquellos que lo amen, aunque sean pobres y débiles. Vosotros lo conoceréis, porque ya vive con vosotros y pronto estará en vosotros.

No os dejaré huérfanos. Ya os he dicho que volveré a vosotros. Pero antes de que llegue la hora de venir a recogeros para ir a mi Reino Yo vendré; a vosotros vendré. Dentro de poco el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veis y me veréis.

Porque Yo vivo y vosotros vivís. Porque Yo viviré y vosotros también viviréis. Ese día conoceréis que estoy en el Padre mío y vosotros en mí y Yo en vosotros. Porque el que acoge mis preceptos y los observa es el que me ama, y el que me ama será amado por el Padre mío y poseerá a Dios porque Dios es caridad y quien ama tiene en sí a Dios. Y Yo lo amaré porque en él veré a Dios, y me manifestaré a él dándome a conocer en los secretos de mi amor, de mi sabiduría, de mi Divinidad encarnada. Serán mis regresos a los hijos del hombre, a quienes amo, aunque sean débiles e incluso enemigos. Pero éstos serán sólo débiles, y yo los fortaleceré. Les diré: «¡Álzate!», diré «¡Sal afuera!», diré: «¡Sígueme!», diré «Escucha», diré «Escribe»… y vosotros estáis entre éstos.

-¿Por qué, Señor, te manifiestas a nosotros y no al mundo? – pregunta Judas Tadeo.

-Porque me amáis y ponéis por obra mis palabras. El que haga esto será amado por el Padre y Nosotros iremos a él y viviremos con él, en él; mientras que el que no me ama no pone por obra mis palabras y actúa según la carne y el mundo. Ahora bien, sabed que lo que os he dicho no son palabras de Jesús Nazareno sino palabras del Padre, porque Yo soy el Verbo del Padre, que me ha enviado. Os he dicho estas cosas hablando así, con vosotros, porque quiero Yo mismo prepararos a la completa posesión de la Verdad y la Sabiduría. Pero todavía no podéis comprender ni recordar. Pero, cuando venga a vosotros el Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, podréis comprender, y os enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho.

Mi paz os dejo, mi paz os doy. Os la doy no como la da el mundo, y ni siquiera como hasta ahora os la he dado: saludo bendito del Bendito a los bendecidos. La paz que ahora os doy es más profunda. En este adiós, os comunico a mí mismo, mi Espíritu de paz, de la misma manera que os he comunicado mi Cuerpo y mi Sangre, para que tengáis en vosotros una fuerza en la inminente batalla. Satanás y el mundo desatan su guerra contra vuestro Jesús. Es su hora. Tened en vosotros la Paz, mi Espíritu que es espíritu de paz, porque Yo soy el Rey de la paz. Tened esta paz para no sentiros demasiado desvalidos. El que sufre con la paz de Dios dentro de sí, sufre, pero ni blasfema ni se desespera.

No lloréis. Habéis oído también que he dicho: «Voy al Padre y luego regresaré». Si me amarais por encima de la carne, os alegraríais, porque voy con el Padre después de este gran destierro… Voy donde Aquel que es mayor que Yo y que me ama.

Os lo he dicho ahora, antes de que se cumpla -como también os he revelado todos los sufrimientos del Redentor antes de ir a ellos- para que, cuando todo se cumpla, creáis más en mí. ¡No os turbéis de esa manera! No os descorazonéis. Vuestro corazón necesita equilibrio…

Poco me queda para hablaros… ¡y todavía tengo mucho que decir! Llegado al final de esta evangelización mía, me parece como si no hubiera dicho todavía nada, y que mucho, mucho, mucho quede por hacer. Vuestro estado aumenta esta sensación mía. ¿Qué diré entonces? ¿Que he desempeñado con deficiencias mi función?, ¿o que vosotros sois tan duros de corazón, que para nada ha servido mi obra? ¿Dudaré? No. Me pongo en las manos de Dios, y os pongo a vosotros, mis predilectos, en sus manos. Él dará cumplimiento a la obra de su Verbo. No soy como un padre que muere sin más luz que la humana; Yo espero en Dios. Y aun sintiendo en mí el apremio de daros todos los consejos de que os veo necesitados, y aun sintiendo que el tiempo huye, voy tranquilo a mi destino. Sé que sobre las semillas caídas en vosotros está para descender el rocío, un rocío que las hará germinar a todas ellas; y luego vendrá el sol del Paráclito, y las semillas se transformarán en árboles corpulentos. Muy pronto llegará el príncipe de este mundo, aquel con quien Yo nada tengo que ver; y, si no hubiera sido por la finalidad redentora, ningún poder hubiera tenido en orden a mí. Pero esto sucede para que el mundo sepa que amo al Padre y que lo amo hasta la obediencia de muerte y que por eso hago lo que me ha mandado.

Es la hora de marcharnos. Levantaos. Oíd las últimas palabras. Yo soy la verdadera Vid. El Padre es el Viñador. Al sarmiento que no produce fruto el Padre lo corta y al que produce fruto lo poda para que dé aún más fruto. Vosotros estáis ya purificados por mi palabra. Permaneced en mí -Yo permanezco en vosotros- para mantener esa pureza. El sarmiento separado de la vid no puede producir fruto. Igualmente vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la Vid; vosotros, los sarmientos. El que permanece unido a mí produce abundantes frutos. Pero si uno se separa se seca, y es arrojado al fuego y allí arde. Porque sin la unión conmigo no podéis hacer nada. Permaneced, pues en mí; que mis palabras permanezcan en vosotros; luego pedid lo que queráis y se os concederá. El Padre mío, cuanto más fruto deis y cuanto más discípulos míos seáis, más glorificado será. Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo. Permaneced en mi amor, que salva. Amándome, seréis obedientes. La obediencia aumenta el recíproco amor. No digáis que me repito. Conozco vuestra debilidad. Quiero que os salvéis. Os digo estas cosas para que la alegría que os he querido dar esté en vosotros y sea completa. Amaos. ¡Amaos! Éste es mi mandamiento nuevo. Amaos unos a otros más de lo que cada uno ame a sí mismo. No hay mayor amor que el del que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos y Yo doy la vida por vosotros. Haced lo que os enseño y mando.

Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, mientras que vosotros sabéis lo que Yo hago.

Todo lo sabéis acerca de mí. Me he manifestado a vosotros, pero no sólo esto, sino que también os he revelado al Padre y al Paráclito y todo lo que he oído a Dios.

No os habéis elegido a vosotros mismos, sino que os he elegido Yo, y os he elegido para que vayáis a los pueblos y deis fruto en vosotros y en los corazones de los evangelizados y vuestro fruto permanezca, y el Padre os dé todo lo que en mi Nombre le pidáis.

No digáis: «Y entonces, si nos has elegido, ¿por qué has elegido a un traidor? Si lo sabes todo, ¿por qué has hecho esto?». No os preguntéis ni siquiera quién es ése. No es un hombre. Es Satanás. Se lo dije al amigo fiel y lo he dejado decir al hijo predilecto. Es Satanás. Si Satanás no se hubiera encarnado -el eterno, torpe remedador de Dios, en una carne mortal-, este poseído no hubiera podido quedar al margen de mi poder de Jesús. He dicho: «poseído». No. Es mucho más: es uno que está anulado en Satanás».

-¿Por qué, Tú que has expulsado los demonios, no lo has liberado? – pregunta Santiago de Alfeo.

-¿Lo preguntas por amor a ti, temiendo ser él? No temas eso.

-¿Yo, entonces?

-¿Yo?
-¿Yo?

-Callad. No digo ese nombre. Uso misericordia. Haced vosotros lo mismo.

-¿Pero por qué no lo has vencido? ¿No podías?

-Podía. Pero para impedir a Satanás encarnarse para matarme habría debido exterminar a la raza humana antes de la Redención. ¿Qué habría redimido, entonces?

-¡Dímelo, Señor, dímelo!

Pedro ha caído de rodillas ante Jesús y lo zarandea frenéticamente, como si el delirio se hubiera apoderado de él.

-¿Soy yo? ¿Soy yo? ¿Me examino? No me parece serlo. Pero Tú… has dicho que te negaré… Y tiemblo… ¡Qué horror ser yo!…

-No, Simón de Jonás, tú no.

-¿Por qué me has quitado mi nombre de «Piedra»? ¿Entonces soy de nuevo Simón? ¿Lo ves? ¡Lo estás diciendo! … ¡Soy yo! ¿Cómo he podido llegar a esto? Decidlo… decidlo vosotros… ¿Cuándo me he hecho traidor?… ¿Simón?… ¿Juan?… ¡Hablad!…

-¡Pedro! ¡Pedro! ¡Pedro! Te llamo Simón porque pienso en el primer encuentro, cuando eras Simón. Y pienso en cómo has sido leal desde el primer momento. No eres tú. Lo digo Yo: Verdad.

-¿Quién, entonces?

-¡Pues Judas de Keriot! ¿No lo has entendido todavía? – grita Judas Tadeo, que ya no es capaz de seguir conteniéndose.

-¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué? – grita también Pedro.

-Silencio. Es Satanás. No tiene otro nombre. ¿A dónde vas, Pedro?

-A buscarlo.

-Deja inmediatamente ese manto y esa arma. ¿O es que tengo que expulsarte y maldecirte?

-¡No, no! ¡Oh, Señor mío! Pero yo… pero yo… ¿estaré enfermo de delirio? ¡Oh! ¡Oh!
Pedro llora arrojado al suelo a los pies de Jesús.

-Os doy el mandamiento de que os améis. Y que perdonéis ¿Habéis comprendido? Aunque en el mundo haya odio, en vosotros haya sólo amor. Hacia todos. ¡Cuántos traidores encontraréis en vuestro camino! Pero no debéis odiarlos y devolverles mal por mal. Si eso hiciereis, el Padre os aborrecerá a vosotros. Antes de vosotros, fui odiado y traicionado Yo. Y ya veis que Yo no odio. El mundo no puede amar lo que no es como él. Por tanto, no os amará. Si fuerais suyos, os amaría; pero no sois del mundo, pues que Yo os he tomado de entre el mundo. Y por esto sois odiados.

Os he dicho: el siervo no es más que su señor. Si me han perseguido a mí os perseguirán también a vosotros. Si me han escuchado a mí os escucharán también a vosotros. Pero todo lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen, no quieren conocer al que me ha enviado. Si no hubiera venido y no hubiera hablado, no serían culpables, pero ahora su pecado no tiene disculpa. Han visto mis obras, oído mis palabras, y, no obstante, me han odiado, y conmigo a mi Padre. Porque Yo y el Padre somos una sola Unidad con el Amor. Pero estaba escrito (Salmos 35, 19; 69, 5): «Me odiaste sin motivo». Mas cuando venga el Consolador, el Espíritu de verdad que del Padre procede, dará testimonio de mí, y también vosotros lo daréis, porque desde el principio estuvisteis conmigo.

Os digo esto para que cuando sea la hora no quedéis abatidos y escandalizados. Pronto llegará el momento en que os echen de las sinagogas y en que el que os mate pensará que con ello está dando culto a Dios. No han conocido al Padre y tampoco a mí. En esto está su atenuante. Estas cosas no os las he dicho con tanta amplitud antes de ahora porque erais como niños recién nacidos. Pero ahora la madre os deja. Yo me marcho. Deberéis habituaros a otro alimento. Quiero que lo conozcáis.

Ya ninguno me pregunta: «¿A dónde vas?». La tristeza os hace mudos. Y, no obstante, es bueno también para vosotros que me marche; si no, no vendrá el Consolador. Yo os lo enviaré. Y, cuando venga, a través de la sabiduría y la palabra, las obras y el heroísmo que infundirá en vosotros, convencerá al mundo de su pecado deicida, y de justicia en orden a mi santidad. Y el mundo será netamente dividido en réprobos, enemigos de Dios, y creyentes. Éstos serán más o menos santos, según su voluntad. Pero se llevará a cabo el juicio del príncipe del mundo y de sus siervos. Más no puedo deciros, porque todavía no podéis entender. Pero Él, el divino Paráclito, os dará la Verdad entera porque no hablará de sí mismo, sino que dirá todo lo que ha oído de la Mente de Dios y os anunciará el futuro. Tomará lo que de mí viene -o sea, aquello que igualmente es del Padre- y os lo dirá.

Todavía un poco nos veremos. Luego ya no me veréis. Después todavía un poco, y me veréis de nuevo.

Hacéis comentarios entre vosotros y en vuestro corazón. Escuchad una parábola. La última de vuestro Maestro.

Cuando una mujer ha concebido y le llega la hora del parto, se encuentra muy afligida porque sufre y gime. Pero, cuando da a luz a su hijito y lo estrecha contra su corazón, cesa toda pena y la tristeza se transforma en alegría porque un hombre ha venido al mundo.

Lo mismo vosotros. Lloraréis y el mundo reirá a costa de vosotros. Pero luego vuestra tristeza se transformará en alegría, una alegría que el mundo nunca conocerá. Vosotros ahora estáis tristes. Pero cuando volváis a verme vuestro corazón se llenará de un gozo que ninguno podrá arrebataros, una alegría tan plena, que acallará toda necesidad de pedir, tanto para la mente como para el corazón como para la carne. Sólo os alimentaréis de verme de nuevo, y olvidaréis todas las demás cosas. Y, precisamente desde ese momento, podréis pedir todo en mi Nombre, y el Padre os lo dará, para que vuestra alegría sea cada vez mayor. Pedid, pedid, y recibiréis.

Llega la hora en que podré hablaros abiertamente del Padre. Ello será porque habréis sido fieles en la prueba y todo habrá quedado superado; perfecto, pues, vuestro amor, porque os habrá dado fuerza en la prueba. Y lo que os falte a vosotros Yo os lo añadiré tomándolo de mi inmenso tesoro, y diré: «Padre, Tú lo ves: me han amado y han creído que he venido de ti».

Bajé a este mundo y ahora lo dejo y voy al Padre, y rogaré por vosotros.

-¡Oh, ahora te explicas! Ahora sabemos lo que quieres decir y que Tú sabes todo y respondes sin que nadie te pregunte.

¡Verdaderamente vienes de Dios!

-¿Ahora creéis? ¿En el último momento? ¡Llevo tres años hablándoos! Pero es que ya obra en vosotros el Pan que es Dios y el Vino que es Sangre no venida de hombre, y os comunican el primer estremecimiento de deificación. Seréis dioses si perseveráis en mi amor y en la pertenencia a mí. No como se lo dijo Satanás a Adán y Eva, sino como Yo os lo digo. Es el verdadero fruto del árbol del Bien y de la Vida. El Mal queda vencido en quien se alimente con este fruto, y queda vencida la Muerte. El que coma de él vivirá eternamente y será «dios» en el Reino de Dios. Vosotros seréis dioses si permanecéis en mí. Y, no obstante…, pues, a pesar de tener en vosotros este Pan y esta Sangre -pues está llegando la hora en que os desperdigaréis-, os marcharéis por vuestra cuenta y me dejaréis solo… Pero no estoy solo. Tengo al Padre conmigo. ¡Padre! ¡Padre! ¡No me abandones! Todo os lo he dicho… Para daros paz. Mi paz. Todavía sufriréis opresión. Pero tened fe. Yo he vencido al mundo.

Jesús se levanta, abre los brazos en cruz y dice, luminoso su rostro, la sublime oración al Padre. Juan la reseña integralmente. (Juan 17)

Los apóstoles lloran más o menos visible y ruidosamente. Por último, cantan un himno.
Jesús los bendice. Luego ordena:
-Vamos a ponernos los mantos, ahora. Y vámonos. Andrés, di al dueño de la casa que deje todo así, por deseo mío.

Mañana… os agradará volver a ver este lugar. Jesús lo mira. Parece bendecir las paredes, los muebles, todo. Luego se pone el manto y se encamina, seguido de los discípulos.

A su lado, Juan, en quien se apoya.

-¿No saludas a tu Madre? – le pregunta el hijo de Zebedeo.

-No. Todo está ya hecho. Es más, caminad cautelosos.

Simón, que ha encendido un cirio del candelabro, ilumina el vasto pasillo que conduce a la puerta. Pedro abre cautelosamente la puerta de fuera y salen todos a la calle; luego, accionando un mecanismo, cierran desde fuera. Y se ponen en camino.

Dice Jesús (a María Valtorta):
-Del episodio de la Cena, aparte de la consideración de la caridad de un Dios que se hace Alimento para los hombres, resaltan cuatro enseñanzas principales.

Primera: la necesidad para todos los hijos de Dios de obedecer a la Ley.
La Ley decía que por Pascua se debía comer el cordero según el ritual que había dado el Altísimo a Moisés; y Yo, Hijo verdadero del Dios verdadero, no me consideré, por mi condición divina, exento de la Ley. Estaba en la Tierra: Hombre entre los hombres y Maestro de los hombres. Tenía, por tanto, que cumplir, respecto a Dios, mi deber de hombre como los demás y mejor que los demás. Los favores divinos no eximen de la obediencia y del esfuerzo en orden a una santidad cada vez mayor. Si comparáis la santidad más excelsa con la perfección divina, la encontráis siempre llena de imperfecciones, y, por tanto, obligada a esforzarse a sí misma para eliminarlas y alcanzar un grado de perfección semejante lo más posible al de Dios.

Segunda: el poder de la oración de María.
Yo era Dios hecho Carne. Una Carne que por ser sin mancha poseía la fuerza espiritual para dominar la carne. Y, no obstante, no rehúso -antes al contrario: invoco- la ayuda de la Llena de Gracia, la cual también en esos momentos de expiación encontraría, es verdad, sobre su cabeza, cerrado el Cielo, pero no tanto como para no lograr -siendo Ella Reina de los ángeles arrebatar al Cielo un ángel para el consuelo de su Hijo. ¡Oh, no para ella, pobre Mamá! También Ella saboreó la amargura del abandono del Padre. Pero, por este dolor suyo ofrecido a la Redención, me obtuvo el poder superar la angustia del Huerto de los Olivos y el poder llevar a cumplimiento la Pasión en todo su multiforme rigor (cada uno de cuyos aspectos estaba orientado a lavar una forma y un medio de pecado).

Tercera: el dominio de uno mismo y la suportación de la ofensa, -el acto de caridad más sublime de todos- pueden poseerlo únicamente aquellos que hacen vida de su vida la ley de caridad, que Yo había proclamado; y no sólo proclamado, sino realmente practicado.
No os podéis hacer una idea lo que fue para mí el tener a mi lado, a la mesa, a mi Traidor; el deber darme a él; el tener que humillarme ante él; el tener que compartir con él el cáliz del rito y poner los labios donde él los había puesto y ofrecer a mi Madre que los pusiera. Vuestros médicos han discutido y discuten sobre mi rápido fin, y lo atribuyen a un daño cardiaco debido a los golpes de la flagelación. Sí, también debido a estos golpes se debilitó mi corazón, pero ya había enfermado en la Cena, quebrantado, quebrantado en el esfuerzo de tener que sufrir a mi lado a mi Traidor. Empecé a morir físicamente entonces. El resto no fue sino un aumento de la agonía ya existente.

Todo lo que pude hacer lo hice, porque era uno con la Caridad. Incluso en el momento en que Dios-Caridad se retiraba de mí supe ser caridad, porque había vivido de caridad en mis treinta y tres años. No se puede llegar a una perfección como se requiere para perdonar y soportar a nuestro ofensor si no se tiene el hábito de la caridad. Yo lo tenía y pude perdonar y soportar a esta obra singular de Ofensor que fue Judas.

Cuarta: el Sacramento obra más cuanto más digno es uno de recibirlo; cuanto más se ha hecho digno de él uno con una constante voluntad que quebranta la carne y hace señor al espíritu, venciendo las concupiscencias, doblegando el ser a las virtudes, tendiendo el ser, cual arco, hacia la perfección de las virtudes, sobre todo, de la caridad.

Porque cuando uno ama tiende a alegrar a aquel a quien ama. Juan, que era puro y era el que más me quería, recibió del Sacramento el máximo de la transformación. Empezó desde ese momento a ser esa águila al que le resultaba familiar y fácil la altura en el Cielo de Dios, fácil fijar su mirada en el Sol eterno. Pero, ¡ay de aquel que recibe el Sacramento sin haberse hecho digno de él, sino que, al contrario, haya aumentado su siempre humana indignidad con las culpas mortales! Entonces el Sacramento pasa de ser germen de preservación y vida, a serlo de corrupción y muerte. Muerte del espíritu y putrefacción de la carne, por lo cual ésta «revienta», como dice Pedro (Hechos 1, 18) de la de Judas. No vierte la sangre, líquido siempre vital y hermoso en su púrpura, sino que esparce sus vísceras, negras de toda su libídine, podredumbre que se esparce fuera de la carne corrompida, como de la carroña de un animal inmundo, objeto de repulsa para los que pasan.

La muerte del profanador del Sacramento es siempre la muerte de un desesperado, y, por tanto, no conoce el plácido tránsito propio de quien está en gracia, ni el heroico tránsito de la víctima que sufre agudamente con la mirada fija en el Cielo y el alma segura de la paz. La muerte del desesperado es atroz en contorsiones y terror, es convulsión horrenda del alma ya aferrada por la mano de Satanás, que la estrangula para descuajarla de la carne, y que la ahoga con su nauseabundo hálito.

Ésta es la diferencia entre el que pasa a la otra vida habiéndose nutrido en ésta de caridad, fe, esperanza, y de todas las otras virtudes y de toda doctrina celeste, y del Pan angélico que le acompaña con sus frutos -y mejor si es con su presencia real en el extremo viaje, y el que muere después de una vida bestial con muerte bestial no confortada ni por la Gracia ni por el Sacramento: lo primero es el sereno fin del santo al que la muerte le abre el Reino eterno; lo segundo es la espantosa caída del condenado que siente que se hunde en la muerte eterna y conoce en un instante aquello que ha querido perder, sin poder ya reparar. Para uno, ganancia; para el otro, ser despejado. Para uno, alegría; para el otro, terror.

Esto es lo que os dais, según que creáis en mi don y lo améis, o que no creáis en él y lo despreciéis. Y ésta es la enseñanza de esta contemplación.

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María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Los Misterios Dolorosos del Rosario comentados por Maria Valtorta

(se rezan los martes y viernes)

1º La oración de Jesús en el Huerto de los Olivos

Hacia el Getsemaní con once apóstoles. La agonía y el prendimiento.

La calle está llena de silencio. Sólo una fuentecilla que vierte su agua en una pila de piedra pone un sonido en medio de tanto silencio. En las paredes de las casas, en el lado oriental, todavía hay oscuridad, mientras que en el otro lado la Luna empieza a blanquear la cima de las casas y, donde la calle se ensancha formando una placita, el lácteo color de plata de la Luna desciende a embellecer también los cantos y la tierra de la calle.

Pero debajo de los frecuentes arcos que van de casa a casa, semejantes a puentes levadizos o a puntales de estas viejas casas de escasísimas aperturas hacia la calle, y que a esta hora están del todo cerradas y oscuras como si fueran casas abandonadas, hay oscuridad perfecta, y el color rojizo de la antorcha que lleva Simón adquiere una vivacidad singular y una utilidad aún mayor. Los rostros, con esa luz roja y móvil, muestran un relieve neto, y cada uno de ellos revela un estado de ánimo distinto.

El más solemne y tranquilo es el de Jesús, aunque el cansancio lo avejente marcándolo con líneas que normalmente no tiene y que hacen ya aparecer la futura efigie de su rostro recompuesto en la muerte.

Juan, que camina a su lado, va posando su mirada atónita, doliente, en todo lo que ve a su alrededor; parece un niño aterrorizado por alguna narración que haya oído contar o por alguna promesa amedrentadora, y parece invocar la ayuda de alguien que sepa más que él. Pero ¿quién podrá ayudarle?

Simón, que va al otro lado de Jesús, tiene una expresión cerrada, sombría, propia de quien va rumiando dentro de sí pensamientos atroces; y aun así es el único que, además de Jesús, mantiene un aspecto de noble gravedad.

Los demás, en dos grupos cuya formación continuamente se altera, son la agitación personificada. De vez en cuando, la voz ronca de Pedro y la voz de barítono de Tomás se elevan con extraña resonancia; y la moderan luego, como temerosos por lo que dicen. Van discutiendo sobre lo que debe hacerse: quién propone una cosa, quién otra; pero todas las propuestas son inconsistentes, porque realmente está para comenzar «la hora de las tinieblas» y los juicios humanos quedan oscurecidos y confusos.

-Había que habérmelo dicho antes – dice Pedro con estrangulada voz.

-Pero nadie ha hablado. Tampoco el Maestro… – dice Andrés.

-¡Sí, ya, Él te lo iba a decir! ¡Vamos, hermano, parece que no lo conocieras!… – le responde Pedro.

-Yo percibía algo turbio. Y lo dije: «Vamos a morir con Él». ¿Os acordáis? ¡Pero, por nuestro santísimo Dios, si hubiera sabido que era Judas de Simón!… – brama Tomás amenazador.

-¿Y qué querías hacer? – pregunta Bartolomé.

-¿Yo? ¡Todavía intervendría ahora, si me ayudarais!

-¿Qué harías? ¿Irías a matarlo? ¿Y a dónde?

-No. Me llevaría al Maestro. Es más fácil.

-¡No iría!

-No se lo preguntaría. Lo raptaría como se rapta a una mujer.

-¡Pues no sería mala idea! – dice Pedro.

Y, impulsivo, vuelve hacia atrás, se pone en el grupo de los dos hijos de Alfeo, los cuales, con Mateo y Santiago, van bisbiseando como conjurados.

-Oíd: Tomás propone llevarnos a Jesús. Todos juntos. Se podría… desde Get-Sam-mí, por Betfagé, hasta Betania, y de allí… en barca hacia algún lugar. ¿Lo hacemos? Puesto en salvo Él, volvemos y nos quitamos de en medio a Judas.

-Es inútil. Todo Israel es una trampa – dice Santiago de Alfeo.

-Próxima ya a cerrarse. Esto se comprendía. ¡Demasiado odio!

-¡Pero Mateo! ¡Me da rabia oírte eso! ¡Eras más valiente cuando eras pecador! Di tú, Felipe.

Felipe, que va completamente solo y parece monologar, alza la cara y se para. Pedro se acerca a él. Hablan los dos en voz baja. Luego se unen al grupo de antes:

-Yo diría que el sitio mejor es el Templo – dice Felipe.

-¿Estás loco? – gritan los primos y Mateo y Santiago.

-¡Pero si allí quieren su muerte!

-¡Chss! ¡Cuánto jaleo armáis! Yo sé lo que digo. Lo buscarán por todas partes, pero allí no. Tú y Juan tenéis buenas amistades entre los servidores de Anás. Se da una buena cantidad de oro… y todo arreglado. ¡Creedme! El sitio mejor para esconder a uno perseguido es la casa de los carceleros.

-Yo no lo hago – dice Santiago de Zebedeo – De todas formas, mira a ver lo que dicen también los demás. El primero, Juan. ¿Y si luego lo arrestan? No quiero que se diga que soy yo el traidor…

-No había pensado en eso. ¿Y entonces?

Pedro está completamente descorazonado.

-Entonces, yo diría que es compasivo hacer una cosa. La única que podemos hacer. Alejar a la Madre… – dice Judas de Alfeo.

-¡Ya!… Pero… ¿Y quién va? ¿Qué se le dice? Ve tú, que eres pariente.

-Yo me quedo con Jesús. Tengo derecho. Ve tú.

-¡¿Yo?! Me he armado de espada para morir como Eleazar de Saura. Atravesaré legiones para defender a mi Jesús y descargaré mi espada sin contemplaciones. Si muero por la fuerza de un número mayor, no importa. Lo habré defendido -proclama Pedro.

-¿Pero estás totalmente seguro de que es Judas Iscariote? – pregunta Felipe a Judas Tadeo.

-Estoy seguro. Ninguno de nosotros tiene corazón de serpiente. Sólo él… Ve tú, Mateo, donde María, y dile…

-¿Yo? ¿Engañarla? ¿Verla a mi lado desconocedora de lo que sucede y luego…? ¡Ah, no! Estoy dispuesto a morir, pero no a traicionar a esa paloma…

Las voces se mezclan en un susurro.

-¿Oyes? Maestro, nosotros te queremos – dice Simón.

-Lo sé. No necesito esas palabras para saberlo. Y, si dan paz al corazón del Cristo, le hieren el alma.

-¿Por qué, mi Señor? Son palabras de amor.

-De amor enteramente humano. En verdad, en estos tres años no he hecho nada, porque sois todavía más humanos que en la primera hora. Actúan en vosotros todos los fermentos, los más fangosos, esta noche. Pero no es culpa vuestra…

-¡Sálvate, Jesús! – dice Juan gimiendo.

-Me salvo.

-¿Sí? ¡Oh, mi Dios, gracias!
Juan parece una flor, primero combada por un calor abrasador y ahora erguida de nuevo en su tallo, fresca.

-Voy a decírselo a los otros. ¿A dónde vamos?

-Yo a la muerte, vosotros a la Fe.

-¿Pero no acabas de decir que te ibas a salvar?

El predilecto se abate otra vez.

-Me salvo, eso es, me salvo. Si no obedeciera al Padre me perdería. Obedezco y, por tanto, me salvo. ¡No llores de esa manera! Eres menos valiente que los discípulos de aquel filósofo griego de que te hablé un día. Ellos estuvieron al lado del maestro que moría a causa de la cicuta, confortándolo con su dolor viril. Tú… pareces un niño que haya perdido a su padre.

-¿Y no es, acaso, así? ¡Yo pierdo más que a mi padre! Te pierdo a ti…

-No me pierdes, porque sigues queriéndome. Se pierde a uno que esté separado de nosotros, por el olvido en la Tierra, por el Juicio de Dios en el más allá. Pero nosotros no estaremos separados. Nunca. Ni por una cosa ni por la otra.

Pero Juan no comprende razones.

Simón se acerca todavía más a Jesús, y le confía en voz baja

-Maestro… yo… yo y Simón Pedro teníamos la esperanza de hacer una cosa buena… Pero… Tú que sabes todo, dime: ¿dentro de cuántas horas esperas ser capturado?

-En cuanto la Luna ocupe el ápice de su arco.

Simón pone un gesto de dolor y de impaciencia, por no decir de irritación. -Entonces todo ha sido inútil… Maestro, ahora te explico. Casi nos has reprendido a mí y a Simón Pedro por haberte dejado tan solo en estos últimos días… Pero estábamos lejos por ti… por amor a ti. Pedro, en la noche del lunes, impresionado por tus palabras, vino a mí mientras dormía y me dijo: «Yo y tú, de ti me fío, tenemos que hacer algo por Jesús. También Judas ha dicho que quiere intervenir». ¡Oh! ¿Por qué no hemos comprendido entonces? ¿Por qué no nos dijiste nada Tú? Pero, dime: ¿no se lo has dicho a nadie? ¿A nadie en absoluto? ¿Es que te has percatado de ello hace sólo unas horas?

-Lo he sabido siempre. Aun antes de que formara parte de los discípulos. Y para que su delito no fuera perfecto, tanto en lo divino como en lo humano, he tratado por todos los medios de alejarlo de mí. Los que quieren que Yo muera son los verdugos de Dios; éste, mí discípulo y amigo, es también el traidor, el verdugo del Hombre. Mi primer verdugo, porque ya he recibido de él muerte con el esfuerzo de tenerlo a mi lado, en la mesa, y de deber protegerlo a costa de mí mismo contra vosotros.

-¿Y ninguno lo sabe?

-Juan. Se lo he dicho al final de la Cena. Pero ¿qué habéis hecho?

-¿Y Lázaro? ¿Lázaro no sabe nada en absoluto? Hoy hemos estado en su casa. Porque ha venido muy de mañana, ha sacrificado y se ha vuelto a marchar sin siquiera detenerse en su palacio ni ir al Pretorio. Porque él va siempre, por costumbre tomada de su padre. Y Pilato, ya lo sabes, está en estos días en la ciudad…

-Sí. Todos están. Está Roma: la nueva Sión, con Pilato; está Israel, con Caifás y Herodes; está todo Israel, porque la Pascua ha congregado a los hijos de este pueblo a los pies del altar de Dios… ¿Has visto a Gamaliel?

-Sí. ¿Por qué esta pregunta? Tengo que verlo también mañana…

-Gamaliel esta noche está en Betfagé. Lo sé. Cuando lleguemos al Getsemaní irás donde él y le dirás: «Dentro de poco tendrás el signo que esperas desde hace veintiún años». Nada más. Luego volverás con tus compañeros.

-Pero ¿cómo lo sabes? ¡Oh, Maestro mío, pobre Maestro que no tienes ni siquiera el consuelo de ignorar las obras ajenas!

-Bien dices: ¡pobre Maestro! ¡El consuelo de ignorar! Porque son más las obras malas que las buenas. Pero veo también las buenas y exulto por ellas.

-Entonces sabes que…

-Simón: es mi hora de pasión. Para que sea más completa, el Padre, a medida que ésta se va aproximando, me retira la luz. Dentro de poco tendré sólo tinieblas y la contemplación de lo que son tinieblas: o sea, todos los pecados de los hombres. No puedes, no podéis entender. Ninguno, excepto el llamado por Dios a ello por especial misión, comprenderá esta pasión en la gran Pasión; y, dado que el hombre es material incluso en el amar y en el meditar, habrá quien llore y sufra por mis golpes, por las torturas del Redentor; pero no se medirá esta espiritual tortura que -creedlo vosotros que me escucháis- será la más atroz…

Habla, por tanto, Simón. Guíame por los senderos por donde tu amistad fue por causa mía, porque soy un pobre que va perdiendo la visión y ve fantasmas, no cosas reales…

Juan lo abraza y pregunta:
-¿Pero es que ya no ves a tu Juan?

-Te veo. Pero los fantasmas surgen de las brumas de Satanás. Visiones de pesadilla y de dolor. Todos estamos envueltos en este miasma de infierno, esta noche. En mí trata de crear cobardía, desobediencia y dolor; en vosotros creará desilusión y miedo; en otros – personas que incluso no son ni medrosos ni dados al delito- creará miedo y delincuencia; en otros, que ya son de Satanás, creará la perversión sobrenatural (lo llamo así porque su perfección en el mal será tal, que superará las humanas posibilidades y alcanzará la perfección que siempre es propia de lo sobrehumano). Habla, Simón.

-Sí. Desde el martes no hacemos otra cosa sino salir para saber, para prevenir, para buscar ayuda.

-¿Y qué habéis podido hacer?

-Nada. O muy poco.

-Y ese poco será «nada» cuando el miedo paralice los corazones.

-He tenido también un choque con Lázaro… Es la primera vez que me sucede… Un choque porque me parecía inactivo…

Podría hacer algo. Es amigo del Gobernador. ¡Sigue siendo el hijo de Teófilo! Pero Lázaro ha rechazado todas mis propuestas. Lo he dejado gritándole: «¡Pienso que eres tú ese amigo del que habla el Maestro! ¡Me produces horror!». Y no quería yo volver a su casa… Pero esta mañana me ha llamado y me ha dicho: «¿Puedes pensar todavía que sea yo su traidor?». Yo había visto ya a Gamaliel y a José y a Cusa, y a Nicodemo y Manahén, en fin, a tu hermano José… y ya no podía creer esa cosa. Le he dicho: «Perdona, Lázaro. Pero siento mi mente más confusa que cuando yo mismo era un condenado». Y es así, Maestro… Yo ya no soy yo… Pero ¿por qué sonríes?

-Porque esto confirma todo lo que te he dicho antes. La bruma de Satanás te envuelve y te turba. ¿Qué ha respondido Lázaro?

Ha dicho: «Te comprendo. Ven hoy, con Nicodemo. Necesito verte». Y es lo que he hecho mientras Simón Pedro iba donde los galileos. Porque tu hermano -él, desde tan lejos- está más informado que nosotros. Dice que lo ha sabido por azar, hablando con un galileo anciano que vive cerca de la zona de mercado, amigo de Alfeo y José.

-¡Ah!… sí… un gran amigo de la casa…

-Él está allá, con Simón y las mujeres; también está la familia de Caná.

-He visto a Simón.

-Bueno, pues José, por este amigo suyo, que además es amigo de uno del Templo que ahora es pariente suyo por enlaces con mujeres, ha sabido que está decidida tu captura, y le ha dicho a Pedro: «Siempre me opuse a Él. Pero por amor y mientras Él era fuerte. Pero ahora que es como un niño a merced de sus enemigos, yo, pariente suyo que siempre le ha querido, estoy con Él. Es deber de sangre y de corazón».

Jesús sonríe, y vuelve a verse en Él, un instante, la cara serena de las horas de alegría.

-Y José le ha dicho a Pedro: «Los fariseos de Galilea son áspides como todos los fariseos. Pero Galilea no está compuesta sólo de fariseos. Y aquí hay muchos galileos que lo quieren. Vamos y les proponemos unirse para defenderlo. No tenemos más que cuchillos. Pero hasta un palo es un arma, si se maneja bien. Y si no vienen los soldados romanos, pronto nos impondremos a esa canalla vil que son los esbirros del Templo». Y Pedro fue con él. Yo, mientras, iba donde Lázaro, con Nicodemo. Habíamos decidido convencer a Lázaro de que viniera con nosotros y de que abriera su casa para estar contigo. Nos dijo: «Debo obedecer a Jesús y estar aquí, sufriendo el doble…». ¿Es verdad?

-Es verdad. Le di esa orden.

-Pero me dio las espadas. Son suyas. Una para mí, una para Pedro. También Cusa quería darme las espadas. Pero… ¿qué son dos hierros contra todo un mundo? Cusa no puede creer que sea verdad todo esto que dices. Jura que no sabe nada y que en la corte la única idea que hay es la de gozarse la fiesta… Una juerga, como de costumbre. Tanto es así, que le ha dicho a Juana que se retire a una casa que tienen ellos en Judea. Pero Juana quiere quedarse aquí; dentro de su palacio y como si no estuviera. No se aleja. Con ella están Plautina, Ana, Nique y dos damas romanas de la casa de Claudia. Lloran, oran e incitan a orar a los inocentes. Pero no es tiempo de oraciones, es tiempo de sangre. ¡Siento revivir en mí al «zelote» y ya ansío matar para cobrar venganza!…

-¡Simón!

Jesús habla severísimo.

-¡Si mi intención hubiera sido que murieras bajo la maldición, no te hubiera sacado de tu desgracia! …

-¡Oh, perdón, Maestro… perdón! Soy como un borracho, como uno que delira.

-¿Y Manahén qué dice?

-Manahén dice que no puede ser verdad, y que si lo fuera te seguiría hasta en el suplicio.

-¡Cómo os fiáis todos de vosotros mismos!… ¡Cuánta soberbia hay en el hombre! ¿Y Nicodemo y José? ¿Qué saben?

-No más que yo. Hace tiempo, en una asamblea, José se enfrentó al Sanedrín. Los llamó asesinos por querer matar a un inocente, y dijo: «Todo es ilegal aquí dentro. Razón tiene Él. El abominio está en la casa del Señor. Es necesario destruir este altar, porque ha sido profanado». No lo lapidaron por ser quien era. Pero desde entonces lo han mantenido en una total falta de información. Sólo Gamaliel y Nicodemo han seguido manteniendo la amistad con él. Pero el primero no habla, y el segundo… Ni él ni José han vuelto a ser llamados al Sanedrín para las decisiones más genuinas. Se reúnen ilegalmente, acá o allá, a distintas horas, por miedo a ellos y a Roma. ¡Ah, se me olvidaba!… Los pastores. También ellos están con los galileos. ¡Pero somos pocos!

¡Si Lázaro hubiera querido escucharnos e ir a ver al Pretor! Pero no nos prestó oídos… Esto es lo que hemos hecho…

-Mucho… y nada… Y me siento tan abatido que me dan ganas de ir por los campos gritando como un chacal, de degradarme en una orgía, de matar como un bandolero, con tal de alejar de mí este pensamiento que, como han dicho Lázaro, José, Cusa, Manahén y Gamaliel, es «completamente inútil»… – El Zelote no parece él…

-¿Qué ha dicho el rabí?

-Ha dicho: «No conozco exactamente los propósitos de Caifás. Pero os respondo que lo que decís está profetizado sólo para el Cristo. Y como no admito en este profeta al Cristo, no veo que haya motivo para intranquilizarse. Se dará muerte a un hombre, a un hombre bueno, amigo de Dios. Pero ¡¿de cuántos como él ha bebido Sión la san-gre?!». Y, dado que insistíamos en tu divina Naturaleza, ha repetido testarudamente: «Cuando vea el signo, creeré». Y ha prometido abstenerse de votar por tu muerte; es más, ha prometido que, si es posible, convencerá a los otros de no condenarte. Esto, no más. ¡No cree! ¡No cree! Si se pudiera llegar a mañana… Pero dices que no. «¡Oh, ¿qué vamos a hacer nosotros?!

-Tú irás donde Lázaro y tratarás de llevar contigo a todos los que puedas. No sólo de los apóstoles, sino también de los discípulos que encuentres vagando por los caminos de la campiña. Trata de ver a los pastores y dales esta orden. La casa de Betania es más que nunca la casa de Betania, la casa de la buena hospitalidad. Los que no tengan el valor de afrontar el odio de todo un pueblo, que se refugien allí. A esperar…

-Pero nosotros no te dejaremos».

-No os separéis… Separados no seríais nada; unidos seréis todavía una fuerza. Simón: prométeme esto. Tú eres un hombre sereno, fiel, con palabra e influencia incluso ante Pedro. Y estás muy obligado conmigo. Te recuerdo esto, por primera vez, para imponerte la obediencia. Mira: estamos en el Cedrón. Por ahí subiste, leproso, hacia mí, y de ahí saliste ya limpio. Por lo que te di, dame: da al Hombre lo que Yo di al hombre: ahora el leproso soy Yo…

-¡Nooo! ¡No digas eso! – gimen juntos los dos discípulos.

-¡Así es! Pedro, mis hermanos, serán los más abatidos. Mi honesto Pedro se sentirá como un malhechor y no tendrá paz. Y mis hermanos… No tendrán corazón para mirar ni a su madre ni a la mía… Te los confío…

-¿Y yo, Señor, de quién seré? ¿En mí no piensas?

-¡Niño mío! Tú estás confiado a tu amor. Es tan fuerte, que te guiará como una madre. No te doy ni orden ni guía; te dejo en las aguas del amor: son en ti un río tan tranquilo y profundo, que no me plantean ninguna duda sobre tu futuro. Simón, ¿has comprendido?

-¡Prométemelo! ¡Prométemelo!

Es penoso ver a Jesús tan angustiado… Sigue diciendo:
-¡Antes de que vengan los otros! ¡Oh, gracias! ¡Bendito seas!

Todo el grupo se reúne.

-Ahora vamos a separarnos. Yo voy arriba, a orar. Quiero conmigo a Pedro, Juan y Santiago. Vosotros quedaos aquí. Y si os vierais en grave apuro, llamad. Y no temáis. No os tocarán ni un pelo. Orad por mí. Deponed el odio y el miedo. Será sólo un momento… Luego el júbilo será completo. Sonreíd. Que lleve Yo en mi corazón vuestras sonrisas. Y, una vez más, gracias por todo, amigos. Adiós. Que el Señor no os abandone…

Jesús se echa a andar y se separa de los apóstoles, mientras Pedro pide la antorcha a Simón, después de que éste ha encendido con ella ramas secas resinosas, que arden crujiendo en el extremo del olivar y expanden olor de enebro. Me aflige ver a Judas Tadeo mirar a Jesús con tan intensa y doliente mirada, que Jesús se vuelve buscando al que lo ha mirado. Pero Judas Tadeo se esconde detrás de Bartolomé y se muerde los labios para contenerse.

Jesús hace un gesto con la mano, entre una bendición y un adiós, y luego prosigue su camino. La Luna, ya bien alta, envuelve con su luz la alta figura de Jesús, y parece hacerla más alta incluso, espiritualizándola, haciendo más clara la túnica roja y más pálido el oro de sus cabellos. Detrás de Él, aceleran el paso Pedro -con la antorcha- y los dos hijos de Zebedeo.

Prosiguen hasta el límite del primer desnivel del rústico anfiteatro del olivar, cuya entrada sería el calvero irregular y cuyas gradas serían las terrazas, que ascienden formando escalones de olivos en el monte. Luego Jesús dice:
-Deteneos, esperadme aquí mientras oro. Pero no os durmáis. Podría necesitaros. Y os lo pido por caridad: ¡orad!

Vuestro Maestro está muy abatido.

En efecto, su abatimiento es ya profundo. Parece ya bajo un peso que lo oprime. ¿Dónde está ese Jesús vigoroso que hablaba a las multitudes, hermoso, fuerte, de mirada dominadora, sonrisa serena, voz sonora y bellísima? Parece ya apoderarse de Él la congoja. Es como uno que hubiera corrido o llorado. Tiene voz cansada, entrecortada. Está triste, triste, triste…

Pedro responde por los tres:
-Puedes estar tranquilo, Maestro. Vigilaremos y estaremos en oración. Sólo tienes que llamarnos e iremos.

Y Jesús los deja mientras los tres se agachan para recoger hojas y ramos secos y encender así una hoguerita que sirva para mantenerlos despiertos y combatir el relente, que empieza a descender abundante.

Camina, dándoles la espalda, de occidente a oriente; de forma que tiene de frente la luz lunar. Veo que un gran sufrimiento dilata aún más sus ojos. Quizás es un bistre de cansancio lo que los agranda, o quizás es la sombra del arco superciliar; no lo sé. Sé que tiene los ojos más abiertos y hundidos. Sube cabizbajo. Sólo de vez en cuando alza la cabeza, suspirando como si le costara esfuerzo y jadeara, y entonces recorre con su mirada tristísima el plácido olivar. Sube algunos metros. Luego tuerce por detrás de una elevación que queda entre Él y los tres dejados más abajo.

Este saliente de la ladera, que al principio tiene una altura de pocos decímetros, es cada vez más alto, y, después de un pequeño trecho tiene ya una altura de más de dos metros, de forma que resguarda completamente a Jesús de toda mirada más o menos discreta y amiga. Jesús prosigue hasta una voluminosa piedra que en un determinado punto corta el senderillo (una roca que quizá ha sido puesta como sostén de la vertiente que hacia abajo cae más inclinada y desnuda hasta un inerte cúmulo de piedras que precede a los muros tras los que está Jerusalén, y que hacia arriba sigue subiendo con más terrazas y más olivos).

Junto a esta voluminosa piedra, justo un poco más arriba, prominente, hay un olivo todo nudoso y retorcido: parece un caprichoso signo de interrogación puesto por la naturaleza para preguntar algún porqué. Sus tupidas ramas en la cima de su copa responden a la pregunta del tronco, diciendo ora «sí» plegándose hacia el suelo, ora «no» moviéndose de derecha a izquierda, al son de un leve viento que sopla a intervalos entre las frondas, y que a veces huele sólo a tierra, a veces a ese olor amargoso de los olivos, y a veces trae una mezcla de perfume de rosas y muguetes que quién sabe de dónde pueda venir. Al otro lado del senderillo, hacia abajo, hay otros olivos, uno de los cuales, justo debajo de la roca, está hendido por algún rayo y aun así vivo todavía, o bifurcado por una causa que desconozco, a partir del tronco inicial y que ha hecho dos troncos que se alzan como los dos segmentos de una gran V en carácter de imprenta; y las dos copas se asoman hacia acá y allá de la roca como queriendo ver y vigilar al mismo tiempo, o formarle a esta peña un suelo de un gris plata lleno de paz.

Jesús se detiene allí. No mira a la ciudad, que aparece abajo, blanca toda bajo la luz lunar. Antes al contrario, le vuelve las espaldas. Y ora con los brazos abiertos en cruz, alzada la cara hacia el cielo. No veo su cara porque está en la sombra (tiene la Luna casi en la vertical de su cabeza, pero los tupidos ramajes del olivo están entre Él y la Luna, que se filtra apenas entre unas y otras hojas, formando aritos y agujas de luz en constante movimiento).

Es una larga, ardiente oración. De vez en cuando, un suspiro y alguna palabra más nítida. No es un salmo, no es un Pater; es una oración hecha del amor y necesidad que de Él brotan: verdadera elocución dirigida a su Padre. Lo comprendo por las pocas palabras que capto: «Tú lo sabes… Soy tu Hijo… Todo. Pero ayúdame… Ha llegado la hora… Yo ya no soy de la Tierra.

Cesa toda necesidad de ayuda a tu Verbo… Que el Hombre te aplaque como Redentor, de la misma forma que la Palabra te ha sido obediente… Lo que Tú quieras… Para ellos te pido piedad. ¿Los salvaré? Esto te pido. Así lo quiero: salvados del mundo, de la carne, del demonio… ¿Puedo pedir aún? Es una petición justa, Padre mío. No para mí. Para el hombre, que es creación tuya y que quiso transformar en barro también su alma. Yo echo en mi dolor y en mi Sangre ese barro, para que vuelva a ser esa incorruptible esencia del espíritu grato a ti… Y está por todas partes. Él es rey esta noche. En el palacio y en las casas. Entre los soldados y en el Templo… La ciudad está henchida de él, y mañana será un infierno…

Jesús se vuelve, apoya su espalda en la roca y cruza los brazos. Mira a Jerusalén. La cara de Jesús va tomando una expresión cada vez más triste. Susurra:
-Parece de nieve… y es toda ella un pecado. ¡A cuántos he curado también en ella! ¡Cuánto he hablado!… ¿Dónde están los que parecían serme fieles?…

Jesús agacha la cabeza y mira fijamente al suelo, cubierto de hierba corta, brillante de rocío. Pero, aunque tenga la cabeza baja, comprendo que está llorando, porque algunas gotas, al caer de la cara al suelo, brillan. Luego levanta la cabeza, separa los brazos y une las manos más arriba de la cabeza, y las mueve manteniéndolas unidas.

Luego anda. Regresa donde los tres apóstoles, que están sentados alrededor de su hoguerita de hornija. Los encuentra medio dormidos. Pedro ha apoyado su espalda en un tronco, y, cruzados los brazos, cabecea, envuelto por las primeras brumas de un fuerte sueño. Santiago está sentado -también su hermano- encima de una gruesa raíz que sobresale del suelo y sobre la cual han extendido los mantos para sentir menos las protuberancias; pero, a pesar de estar más incómodos que Pedro, también están adormilados. Santiago tiene su cabeza relajada sobre el hombro de Juan, y éste tiene la suya apoyada en el de su hermano, como si el duermevela los hubiera inmovilizado en esa postura.

-¿Dormís? ¿No habéis sabido velar una hora tan sólo? ¡Tengo mucha necesidad de vuestro consuelo y vuestras oraciones!

Los tres se sobresaltan, confundidos. Se restriegan los ojos. Susurran una disculpa. Atribuyen la primera causa de este estado suyo de duermevela al esfuerzo de digerir:
-Es el vino… la comida… Pero se pasa ahora. Ha sido un momento. No sentíamos ganas de hablar y esto nos ha llevado al sueño. Pero ahora vamos a orar en voz alta y no se va a repetir esto.

-Sí. Orad y velad. También para vosotros lo necesitáis.

-Sí, Maestro. Te obedeceremos.

Jesús se marcha de nuevo. La Luna de tan fuerte claror de plata, que va haciendo ver cada vez más pálida la túnica roja, como si la cubriera de un blanco polvo brillante-, ilumina su rostro y me lo muestra desconsolado, doliente, envejecido. Sus ojos siguen bien abiertos, pero parecen empañados; su boca presenta un frunce de cansancio Vuelve a su piedra, aún más lento y encorvado. Se arrodilla y apoya los brazos en la roca, que no es lisa, sino que a mitad de altura tiene como un entrante -parece labrado adrede así-, en el que ha nacido una plantita que creo es una de esas florecillas semejantes a pequeñas azucenas (cimbalarias), que he visto también en Italia, con hojitas pequeñas, redondas pero denticuladas, y carnosas, de florecillas muy pequeñas en sus delgadísimos tallos): parecen pequeños copos de nieve, y salpican el gris de la roca y las hojitas verde oscuro. Jesús apoya las manos ahí al lado. Las florecillas le acarician la mejilla, porque apoya la cabeza en las manos juntas y ora. Pasado un poco de tiempo, siente el frescor de las pequeñas corolas, alza la cabeza, las mira, las acaricia, les dice:
-¡También estáis vosotras!… ¡Me aliviáis! Había florecillas como éstas también en la gruta de mi Madre… y Ella las quería, porque decía: «Cuando era pequeña, decía mi padre: “Eres una azucena diminuta toda llena de rocío celeste”… ¡Oh, mi Madre! ¡Oh, Mamá!

Rompe a llorar. Reclinada la cabeza en las manos unidas, un poco apoyado en los calcañares, lo veo y oigo llorar, mientras las manos aprietan los dedos y los mortifican, la una a la otra. Oigo que dice:
-También en Belén… y te las llevé, Mamá. ¿Pero éstas quién te las llevará?…

Luego prosigue en su oración y meditación. Debe ser muy triste su meditación, angustiosa más que triste, porque para evitarla se alza y va y viene, susurrando palabras que no capto, alzando la cara, bajándola de nuevo, gesticulando, pasándose las manos por los ojos, las mejillas, el pelo, con mecánicos y agitados movimientos, propios de quien está sumido en una gran angustia: decirlo no es nada, describirlo es imposible, verlo es entrar en su angustia. Gesticula hacia Jerusalén. Luego vuelve a alzar los brazos hacia el cielo como para invocar ayuda.

Se quita el manto como si tuviera calor. Lo mira… Pero ¿qué ve? Sus ojos no miran sino su tortura, y todo contribuye a esta tortura, a aumentarla. Hasta el manto tejido por su Madre. Lo besa y dice:
-¡Perdón, Mamá! ¡Perdón!

Parece como si se lo pidiera al paño hilado y tejido por el amor materno…

Vuelve a ponérselo. Está lleno de congoja. Quiere orar para superarla. Pero con la oración vuelven los recuerdos, los temores, las dudas, las añoranzas… Es un alud de nombres… ciudades… personas… hechos… No puedo seguirlo, porque es rápido y entrecortado. Es su vida evangélica lo que desfila ante Él… y le trae el recuerdo de Judas el traidor.

Es tanta la congoja, que grita, para vencerla, el nombre de Pedro y Juan. Y dice:
-Ahora vendrán. ¡Ellos son muy fieles! Pero «ellos» no vienen. Llama de nuevo. Parece aterrorizado, como viendo algo que no sabemos.

Huye rápidamente hacia donde están Pedro y los dos hermanos, y los encuentra más cómoda e intensamente dormidos, alrededor de unas pocas brasas que, ya mortecinas, presentan sólo algunos zigzagues de color rojo entre el gris de la ceniza.

-¡Pedro! ¡Os he llamado tres veces! ¿Pero qué hacéis? ¿Dormís todavía? ¡Pero no sentís cuánto sufro! Orad. Que la carne no venza, en ninguno. Que no os venza. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Ayudadme…

Los tres se despiertan con mayor lentitud. Pero al final lo hacen, y con ojos atónitos se disculpan. Se ponen en pie, primero sentándose, luego irguiéndose del todo.

-¡Pues fíjate! – dice Pedro en tono quedo – ¡No nos ha sucedido nunca esto! Debe haber sido ese vino, sin duda. Era fuerte. Y también este fresco. Nos hemos tapado para no sentirlo (en efecto, se habían tapado hasta la cabeza incluso, con los mantos) y hemos dejado de ver el fuego y hemos dejado de tener frío y, bueno, pues, el sueño ha venido. ¿Dices que has llamado? Es curioso, no me parecía dormir tan profundamente… Arriba, Juan, vamos a buscar algunas ramitas, vamos, pongámonos en movimientos. Se nos pasará. Estáte seguro, Maestro, que a partir de ahora… estaremos en pie… – y arroja a las brasas un puado de hojitas secas, y sopla hasta que la llama resucita; luego la alimenta con las ramas de zarza que ha traído

Juan. Mientras, Santiago trae una gruesa rama de enebro, o de un árbol similar, que ha cortado de una espesura poco lejana, y la une al resto.

La llama se alza, alta y festiva, e ilumina la pobre faz de Jesús. ¡Una faz de una tristeza… de una tristeza, que no se puede mirar sin llorar! Toda la luminosidad de ese rostro ha quedado diluida en un cansancio mortal. Dice:
-¡Estoy en una angustia que me mata! ¡Oh, sí! Mi alma está triste hasta el punto de morir. ¡Amigos… ¡Amigos! ¡Amigos!

Pero, aunque no dijera esto, su aspecto es ya de por sí el de un moribundo, el de un moribundo que, además, muere en el más angustioso y desolado de los abandonos. Cada palabra parece un acceso de llanto…

Pero los tres están demasiado cargados de sueño. Y se mueven con pasos inciertos y ojos semicerrados, tanto que parecen casi ebrios… Jesús los mira… No los mortifica con reproches. Menea la cabeza, suspira y vuelve a marcharse, al lugar de antes.

Ora de nuevo, en pie con los brazos en cruz; luego de rodillas, como antes., curvado el rostro sobre las florecillas.

Piensa. Calla… Luego da en gemir y sollozar fuertemente, tan abatido sobre los calcañares, que está casi prosternado. Llama al Padre, cada vez con más congoja…

-¡Oh! – dice – ¡Es demasiado amargo este cáliz! ¡No puedo! ¡No puedo! Está por encima de lo que Yo puedo. ¡Todo lo he podido! Pero no esto… ¡Aléjalo, Padre, de tu Hijo! ¡Piedad de mí!… ¿Qué he hecho para merecerlo?

Luego, cobrando nuevas fuerzas, dice:
-Pero, Padre mío, no escuches mi voz si pide algo contrario a tu voluntad. No recuerdes que soy Hijo tuyo, sino sólo servidor tuyo. No se haga mi voluntad, sino la tuya.

Permanece así durante un rato. Luego emite un grito ahogado y levanta la cara: es un rostro desencajado. Un instante sólo. Luego se derrumba, rostro en tierra, y se queda así. Un deshecho de hombre sobre el que pesa todo el pecado del mundo, sobre el que se abate toda la Justicia del Padre, sobre el que desciende la tiniebla, la ceniza, la hiel, esa tremenda, tremenda, tremendísima cosa que es el abandono de Dios mientras Satanás nos tortura… Es la asfixia del alma, es estar sepultados vivos en esta cárcel que es el mundo cuando ya no puede sentirse que entre nosotros y Dios hay una ligazón, es sentirse encadenados, amordazados, lapidados por nuestras propias oraciones que caen sobre nosotros cuajadas de agudas puntas y llenas de fuego, es chocar de plano contra un Cielo cerrado en que no penetran ni voz ni mirada de nuestra angustia, es estar «huérfanos de Dios», es la locura, la agonía, la duda de habernos engañado hasta ese momento, es la persuasión de ser rechazados por Dios, de estar condenados. ¡Es el infierno!…

¡Oh, lo sé! Y no puedo, no puedo ver ese espasmo de mi Cristo, y saber que es un millón de veces más atroz que el que me consumió el año pasado y que cuando me vuelve a la mente todavía me perturba profundamente.

Jesús gime, entre estertores y suspiros agónicos:

-¡Nada!… ¡Nada!… ¡Fuera!… ¡La voluntad del Padre! ¡Eso! ¡Sólo eso!… Tu voluntad, Padre; la tuya, no la mía… Inútil. No tengo sino un Señor: Dios santísimo. Una ley: la obediencia. Un amor: la redención… No. Ya no tengo ni Madre ni vida ni divinidad ni misión. Inútilmente me tientas, demonio, con la Madre, la vida, mi divinidad, mi misión. Tengo por madre a la Humanidad y la amo hasta morir por ella. La vida se la devuelvo a quien me la dio y ahora me la pide, supremo Señor de todo viviente. La divinidad la afirmo siendo capaz de esta expiación. La misión la cumplo con mi muerte. No tengo nada más. Nada, aparte de hacer la voluntad del Señor, mi Dios. ¡Retrocede, Satanás! Lo dije la primera y la segunda vez. Vuelvo a decirlo la tercera: «Padre, si es posible pase de mí este cáliz. Pero, hágase tu voluntad, no la mía». Retrocede, Satanás. Yo soy de Dios.

Luego ya no habla. Sólo para decir entre jadeos: « ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!». Lo llama a cada latido de su corazón, y parece rezumar la sangre a cada latido. La tela, estirada sobre los hombros, se embebe de sangre y adquiere de nuevo un tono oscuro, a pesar del intenso claror lunar que todo lo envuelve.

Y, no obstante, un claror más vivo se forma sobre su cabeza, suspendido a un metro de Él aproximadamente; un claror tan vivo, que incluso el Postrado lo ve filtrarse entre las ondas de sus cabellos, ya densos de sangre, y tras el velo que la sangre pone en los ojos. Alza la cabeza… Resplandece la Luna sobre esta pobre faz, y aún más resplandece la luz angélica, semejante a la del diamante blanco-azul de la estrella Venus. Aparece toda la tremenda agonía en la sangre que rezuma a través de los poros. Las pestañas, el pelo, el bigote, la barba están asperjados y rociados de sangre. Sangre rezuma en las sienes, sangre brota de las venas del cuello, gotas de sangre caen de las manos; y, cuando tiende las manos hacia la luz angélica y las anchas mangas se deslizan hacia los codos, aparecen los antebrazos de Cristo también llenos de sudor de sangre. En la cara sólo las lágrimas forman dos líneas netas sobre la máscara roja.

Se quita otra vez el manto y se seca las manos, la cara, el cuello, los antebrazos. Pero el sudor continúa. Él presiona varias veces la tela contra la cara, y la mantiene apretada con las manos; y cada vez que cambia el sitio aparecen nítidamente en la tela de color rojo oscuro las señales, las cuales, estando húmedas, parecen negras. La hierba del suelo está roja de sangre.

Jesús parece próximo al desfallecimiento. Se desata la túnica en el cuello, como si sintiera ahogo. Se lleva la mano al corazón y luego a la cabeza y la agita delante de la cara como para darse aire, manteniendo entreabierta la boca. A rastras, se pega a la roca, pero más hacia el borde del desnivel del terreno. Apoya la espalda contra la piedra, de forma que -como si estuviera ya muerto- quédanle colgando los brazos, paralelos al cuerpo; y la cabeza, contra el pecho. Ya no se mueve.

La luz angélica va decreciendo poco a poco, para acabar como absorbida en el claror lunar.

Jesús abre sus ojos de nuevo. Con esfuerzo levanta la cabeza. Mira. Está solo, pero menos angustiado. Alarga una mano. Arrima hacia sí el manto que había dejado abandonado en la hierba y vuelve a secarse la cara, las manos, el cuello, la barba, el pelo. Coge una hoja ancha, nacida justo en el borde del desnivel, empapada de rocío, y con ella termina de limpiarse mojándose la cara y las manos y luego secándose de nuevo todo. Y repite, repite lo mismo con otras hojas, hasta que borra las huellas de su tremendo sudor. Sólo la túnica, especialmente en los hombros y en los pliegues de los codos, en el cuello y la cintura, en las rodillas, está manchada. La mira y menea la cabeza. Mira también el manto, y lo ve demasiado manchado; lo dobla y lo pone encima de la piedra, en el lugar en que ésta forma una concavidad, junto a las florecillas.

Con esfuerzo -como por debilidad- se vuelve y se pone de rodillas. Ora, apoyada la cabeza en el manto donde tiene ya las manos. Luego, tomando como apoyo la roca, se alza y, todavía tambaleándose ligeramente, va donde los discípulos. Su cara está palidísima. Pero ya no tiene expresión turbada. Es una faz llena de divina belleza, a pesar de aparecer más exangüe y triste que de costumbre.

Los tres duermen sabrosamente. Bien arrebujados en sus mantos, echados del todo, junto a la hoguera apagada. Se les oye respirar profundamente, con comienzo incluso de un sonoro ronquido.

Jesús los llama. Es inútil. Debe agacharse y dar un buen zarandeo a Pedro.

-¿Qué sucede? ¿Quién viene a arrestarme? – dice Pedro mientras sale, atónito y asustado, de su manto verde oscuro.

-Nadie. Te llamo Yo.

-¿Es ya por la mañana?

-No. Ha terminado casi la segunda vigilia.

Pedro está todo entumecido.

Jesús da unos meneos a Juan, que emite un grito de terror al ver inclinado hacia él un rostro que, de tan marmóreo como se ve, parece de un fantasma.

-¡Oh… me parecías muerto!
Da unos meneos a Santiago, el cual, creyendo que lo llama su hermano, dice:
-¿Han apresado al Maestro?

-… Todavía no, Santiago – responde Jesús – Pero, alzaos ya. Vamos. El que me traiciona está cerca.

Los tres, todavía atónitos, se alzan. Miran a su alrededor… Olivos, Luna, ruiseñores, leve viento, paz… nada más. Pero siguen a Jesús sin hablar. También los otros ocho están más o menos dormidos alrededor del fuego ya apagado.

-¡Levantaos! – dice Jesús con voz potente – ¡Mientras viene Satanás, mostrad al insomne y a sus hijos que los hijos de Dios no duermen!

-¡Sí, Maestro!

-¡Dónde está, Maestro?

-Jesús, yo…

-¿Pero ¿qué ha sucedido?

Y entre preguntas y respuestas enredadas, se ponen los mantos…
El tiempo justo de aparecer en orden a la vista de la chusma capitaneada por Judas, que irrumpe en el quieto solar y lo ilumina bruscamente con muchas antorchas encendidas: son una horda de bandidos disfrazados de soldados, caras de la peor calaña afeadas por sonrisas maliciosas demoníacas; hay también algún que otro representante del Templo.

Los apóstoles, súbitamente, se hacen a un lado. Pedro delante y, en grupo, detrás, los demás. Jesús se queda donde estaba.

Judas se acerca resistiendo a la mirada de Jesús, que ha vuelto a ser esa mirada centelleante de sus días mejores. Y no baja la cara. Es más, se acerca con una sonrisa de hiena y lo besa en la mejilla derecha.

-Amigo, ¿y qué has venido a hacer? ¿Con un beso me traicionas?

Judas agacha un instante la cabeza, luego vuelve a levantarla… Muerto a la reprensión como a cualquier invitación al arrepentimiento. Jesús, después de las primeras palabras, dichas todavía con la solemnidad del Maestro, adquiere el tono afligido de quien se resigna a una desventura.

La chusma, con un clamor hecho de gritos, se acerca con cuerdas y palos y trata de apoderarse de los apóstoles -excepto de Judas Iscariote, se entiende- además de tratar de prender a Cristo.

-¿A quién buscáis? – pregunta Jesús calmo y solemne.

-A Jesús Nazareno.

-Soy Yo.
La voz es un trueno. Ante el mundo asesino y el inocente, ante la naturaleza y las estrellas, Jesús da de sí -y yo diría que está contento de poder hacerlo– este testimonio abierto, leal, seguro.

¡Ah!, pero si de Él hubiera emanado un rayo no habría hecho más: como un haz de espigas segadas, todos caen al suelo.

Permanecen en pie sólo Judas, Jesús y los apóstoles, los cuales, ante el espectáculo de los soldados derribados se rehacen, tanto que se acercan a Jesús, y con amenazas tan claras contra Judas, que éste súbitamente se retira -huye al otro lado del Cedrón y se adentra en la negrura de una callejuela-, con el tiempo justo de evitar el golpe maestro de la espada de Simón, y seguido en vano de piedras y palos que le lanzan los apóstoles que no iban armados de espada.

-Levantaos. ¿A quién buscáis?, vuelvo a preguntaros.

-A Jesús Nazareno.

-Os he dicho que soy Yo – dice con dulzura Jesús. Sí: con dulzura.

-Dejad, pues, libres a estos otros. Yo voy. Guardad las espadas y los palos. No soy un bandolero. Estaba siempre entre vosotros. ¿Por qué no me habéis arrestado entonces? Pero ésta es vuestra hora y la de Satanás…

Mientras Él habla, Pedro se acerca al hombre que está extendiendo las cuerdas para atar a Jesús y descarga un golpe de espada desmañado. Si la hubiera usado de punta, lo habría degollado como a un carnero. Así, lo único que ha hecho ha sido arrancarle casi una oreja, que queda colgando en medio de un gran flujo de sangre. El hombre grita que lo han matado. Se produce confusión entre aquellos que quieren arremeter y los que al ver lucir espadas y puñales tienen miedo.

-Guardad esas armas. Os lo ordeno. Si quisiera, tendría como defensores a los ángeles del Padre. Y tú, queda sano. En el alma lo primero, si puedes.

Y antes de ofrecer sus manos para las cuerdas, toca la oreja y la cura.

Los apóstoles gritan alteradamente… Sí, me duele decir esto, pero es así. Quién dice una cosa; quién, otra. Quién grita:

« ¡Nos has traicionado!», y quién: « ¡Pero ha perdido la razón!», y quién dice: « ¿Quién puede creerte?». Y el que no grita huye…

Y Jesús se queda solo… Él y los esbirros… Y empieza el camino…

6 de julio de 1944

Dice Jesús:
“¿Ves, alma mía, como tenía mucha razón al decir: “El conocimiento de mi tormento del Getsemaní no sería entendido y se convertiría en escándalo?”

La gente no admite al Demonio. Quienes lo admiten no admiten que el Demonio haya podido vejar el alma de Cristo hasta el punto de hacerle sudar sangre. Pero tú, que has tenido una migaja de esta tentación, lo puedes comprender.
Hablemos, pues, juntos.

Me has preguntado: “¿Cuántas agonías del Getsemaní me das?”
¡Oh! ¡muchas! No por el gusto de atormentarte. Tan sólo por bondad de Maestro y de Esposo. No podría verter de una vez sobre ti, pequeña esposa, todo el cúmulo de desolaciones que me abatió aquella noche y que nadie intuyó, que nadie comprendió salvo mi Madre y mi Ángel. Morirías enloquecida. Por eso te doy una migaja ahora y otra mañana, en modo tal de hacerte saborear todo mi alimento y obtener, de tu sufrimiento, el máximo amor de compasión por tu doliente Esposo y de redención por tus hermanos.

Por eso te doy tantas horas de Getsemaní. Únelas y, como el artesano uniendo las teselas poco a poco ve formarse el cuadro completo, tú, reuniendo en tu pensamiento el recuerdo de estas horas, verás la verdadera Agonía de tu Señor.

Mira como te amo. La primera vez sólo te he dado la visión de mi desasosiego físico, y tú, sólo por verme con el rostro descompuesto, ir y venir, alzar los brazos, retorcerme las manos, llorar y abatirme, has tenido tanta pena que por poco no te me mueres.

Te he presentado esa tortura visible en varias ocasiones hasta que la has conocido y la has podido soportar. Después, poco a poco, te he desvelado mis tristezas. Mis tristezas. De hombre. Todas las pasiones del hombre se han levantado como serpientes encolerizadas silbando sus derechos de existir, y Yo las he tenido que sofocar una a una para subir libremente a mi Calvario.

No todas las pasiones son malas. Ya te lo he explicado. Yo doy a este nombre sentido filosófico, no el que vosotros le dais confundiendo el sentido con el sentimiento. Y las pasiones buenas tu Jesús–Hombre las tenía como todos los hombres justos. Pero también las pasiones buenas pueden convertirse en enemigas en determinados momentos, cuando con su voz forman una cadena, cadena de durísimo, fortísimo, anudadísimo acero, para impedirnos cumplir la voluntad de Dios.

Amar la vida, don de Dios, es un deber, tanto es así que quien se mata es tan culpable y aún más que quien mata, porque quien mata falta a la caridad con el prójimo pero puede tener la atenuante de una provocación que lo ha enloquecido, mientras que quien se mata falta contra sí mismo y contra Dios que le ha dado la vida para que la viva hasta su llamada. Matarse es arrancarse de encima el don de Dios y arrojarlo, con alaridos de maldición, contra el Rostro de Dios. Quien se mata desespera de tener un Padre, un Amigo, un Bueno. Quien se mata niega todo dogma de fe y toda aserción de fe. Quien se mata niega a Dios. Por tanto la vida tiene que importarnos.

Pero cómo: ¿amarla? ¿esclavizándonos a ella? No. La vida es una buena amiga. Amiga de la otra, de la Vida verdadera. Ésta es la gran Vida. Aquella, la pequeña vida. Pero como una esclava sirve y provee el alimento para su señora, así la pequeña vida sirve y nutre a la gran Vida, que alcanza la edad perfecta mediante los cuidados que la pequeña vida le proporciona.

Y es precisamente esta pequeña vida la que os proporciona el vestido adornado para poneros cuando seáis las señoras del Reino de Vida. Es precisamente esta pequeña vida la que os fortalece con el pan amargo, empapado en vinagre, de las cosas de cada día, y os hace adultos y perfectos para poseer la Vida que no acaba. Por esto hay que llamar “amada” a esta triste existencia de exilio y de dolor. Es el banco en el que maduran los frutos de las riquezas eternas.

¿Es medianamente buena? Alabad al Señor. ¿Está rociada de penas? Decid “gracias” al Señor. ¿Es excesivamente triste? No digáis nunca: “Es demasiado”. No digáis nunca: “Dios es malo”.

Lo he dicho mil veces: “El mal –¿y las tristezas qué son sino el fruto del mal?– el mal no viene de Dios. Es el hombre, el malvado el que hace sufrir”.

Lo he dicho mil veces: “Dios sabe hasta donde podéis sufrir y si ve que es demasiado lo que el prójimo os proporciona, interviene no sólo aumentando vuestra capacidad de soportar, sino con consuelos celestiales, y cuando es el momento destruyendo a los malvados, porque no es lícito torturar desmedidamente al prójimo mejor”.

La vida es amada por las honestas satisfacciones que proporciona. Dios no las desaprueba. Él ha puesto el trabajo como castigo, pero también como distracción para el hombre culpable. ¡Ay de vosotros si hubierais tenido que vivir en el ocio! Desde hace siglos la Tierra sería un enorme manicomio de gente furiosa y se despedazarían unos a otros. Ya lo hacéis, porque todavía estáis demasiado ociosos. El honesto cansancio tranquiliza y da alegría y sereno reposo.

La vida es aún más querida por los afectos santos con los que se adorna. Dios no los condena. ¿Cómo podría Dios, que es Amor, condenar un amor honesto? ¡Oh la alegría de ser hijos y la alegría de ser padres! ¡Oh la alegría de encontrar una compañera que engendra hijos con el propio nombre e hijos para Dios! ¡Oh la alegría de tener una dulce hermana, un buen hermano y amigos sinceros! No, estas dulzuras honestas Dios no las condena.

Ha sido Él quien ha puesto el amor, y no sobre la Tierra, como el trabajo, para castigo y distracción del culpable, sino en el Paraíso terrestre como base de la gran alegría de ser hijos de Dios. “No es bueno que el hombre esté solo” ha dicho. Rey de lo creado, el hombre habría estado en un desierto sin una compañera. Buenos todos los animales con su rey, pero inferiores, siempre demasiado inferiores al hijo de Dios. Bueno, infinitamente bueno Dios con su hijo, pero siempre demasiado superior a él. El hombre habría padecido la soledad de estar igualmente lejos del divino y del animal. Y Dios le dio la compañera.

Y no sólo eso, sino que del casto amor con ella le habría concedido hijos bien amados para que el hombre y la mujer pudieran decir la palabra más dulce después del Nombre de Dios: “¡Hijo mío!”, y los hijos pudieran decir la palabra más santa después del Nombre de Dios: “¡Madre!”.

¡Madre! Quien dice “madre” ya está orando.

Decir “madre” quiere decir dar gracias a Dios por su Providencia, que da una madre a los hijos del hombre y hasta a los pequeños hijos de las fieras y de los animales domésticos y de los pájaros voladores y de los mudos peces, para que el hombre no conociera el terror de crecer solo y no cayera por falta de apoyo cuando aún era demasiado débil para conocer el Bien y el Mal. Decir “madre” quiere decir bendecir a Dios que nos hace conocer lo que es el amor a través del beso de una madre y de las palabras de sus labios. Decir “madre” quiere decir conocer a Dios que nos da un reflejo de su principal atributo, la Bondad, mediante la indulgencia de una madre. Y conocer a Dios quiere decir esperar, creer y amar. Quiere decir salvarse.

Tener un hermano ¿no es como tener, para una planta, la planta gemela que sostiene en las horas de borrasca, trenzando las ramas, y que en las horas de alegría aumenta su floración con el polen de su amor?

Por esto he querido que los cristianos se llamasen “hermanos” unos a otros, porque es justo, dado que venís todos de un Dios y de una sangre de hombre, y porque es santo, porque es un consuelo para los que no tienen hermanos de carne el poder decir al vecino: “Hermano, yo te amo. Ámame”.

Tener un amigo sincero ¿no es como tener un compañero en el camino? Caminar solos es demasiado triste. Cuando Dios elige para la soledad de víctima a un alma, Él se hace su compañero, porque solos no se puede estar sin capitular.

La vida es un camino abrupto, pedregoso, interrumpido frecuentemente por quebradas y corrientes vertiginosas. Víboras y espinas desgarran y muerden en los escollos del terreno. Estar solos significaría perecer. Por esto Dios ha creado la amistad. Entre dos crece la fuerza y el valor. También un héroe tiene instantes de debilidad. Si está solo ¿dónde se apoya? ¿en las zarzas? ¿Dónde se agarra? ¿a las víboras? ¿Dónde se recuesta? ¿en el torrente vertiginoso o en el barranco oscuro? Por todas partes encontraría una nueva herida y un nuevo peligro. Pero he aquí al amigo. Su pecho es apoyo, su brazo soporte, su afecto descanso. Y el héroe recobra fuerza. El caminante vuelve a caminar seguro.

Para valorar la amistad Yo he querido llamar “amigos” a mis apóstoles, y he apreciado tanto este afecto que en la hora del dolor he pedido a los tres más queridos que estuviesen conmigo en el Getsemaní. Les he rogado que velaran y oraran conmigo, por Mí… y al verles incapaces de hacerlo he sufrido tanto que me he debilitado aún más siendo, por ello, más susceptible a las seducciones satánicas. Una palabra, si hubiera podido intercambiar al menos una palabra con amigos solícitos y comprensivos de mi estado, no habría llegado a desangrarme, antes de la tortura, en la lucha por repeler a Satanás.

Pero vida y afectos no deben volverse enemigos. Nunca. Si tales llegan a ser hay que romperlos.

Los he roto, uno a uno.
Ya había roto la agitación humana de desprecio hacia el Traidor. Y un nervio de mi Corazón se había lacerado en el esfuerzo.

Ahora surgía el miedo de perder la vida. ¡La vida! Tenía treinta y tres años. Era hombre en aquel momento. Era el Hombre. Tenía por ello el amor virgen a la vida como lo había tenido Adán en el Paraíso terrestre. La alegría de estar vivo, de estar sano, de ser fuerte, bello, inteligente, amado, respetado. La alegría de ver y de oír, de poder expresarme. La alegría de respirar el aire puro y perfumado, de oír el arpa del viento entre los olivos y del río entre las piedras, y la flauta de un ruiseñor enamorado; de ver resplandecer las estrellas en el cielo como ojos de fuego que me miraban con amor; de ver platearse la tierra por la luna tan blanca y resplandeciente que cada noche vuelve virgen el mundo, y parece imposible que bajo su ola de cándida paz pueda actuar el Delito.

Y todo eso tenía que perderlo. No volver a ver, no volver a oír, no moverme más, no volver a estar sano, no volver a ser respetado. Hacerme el aborto purulento que se esquiva con el pie volviendo la cabeza con repugnancia, el aborto expulsado de la sociedad que me condenaba para quedar libre de darse a sus vergonzosos amores.

¡Los amigos!… Uno me había traicionado. Y mientras que Yo esperaba la muerte él se apresuraba a traérmela. Creía que iba a alegrarse con mi muerte… Los otros dormían. Y aún así les amaba. Habría podido despertarles, huir con ellos, a otro sitio, lejos y salvar vida y amistad. Y en cambio tenía que callar y quedarme. Quedarme quería decir perder los amigos y la vida. Ser un repudiado, eso es lo que quería decir.

¡La Madre! ¡Oh amor de Madre! ¡Invocado amor inclinado sobre mi dolor! ¡Amor que he rehusado para no hacerte morir con mi dolor! ¡Amor de mi Madre!

Sí, lo sé. Te llegaba cada sollozo, ¡oh Santa! Cada vez que te llamaba cada una de mis invocaciones atravesaba el espacio y penetraba como espíritu en el aposento en que tú, como siempre, pasabas tu noche orando, y en aquella noche, orando no con éxtasis sino con tormento en el alma. Lo sé, y me prohibía a mí mismo llamarte, para no hacerte llegar el lamento de tu Hijo, ¡oh Madre mártir que iniciabas tu Pasión, solitaria como Yo solitario, en la noche del Jueves pascual!

El hijo que muere entre los brazos de su madre no muere: se adormece acunado por una nana de besos que continúan los ángeles hasta el momento en que la visión de Dios quita de la memoria del hijo el deseo de su madre. Pero Yo tenía que morir entre los brazos de los verdugos y en un patíbulo, y cerrar los ojos y los oídos al griterío de maldiciones y gestos de amenazas.

¡Cómo te amé, Madre, en aquella hora del Getsemaní!

Todo el amor que te había dado y que me habías dado durante treinta y tres años de vida estaban ante Mí y sostenían su causa y me imploraban que tuviera piedad de ellos, recordándome cada uno de tus besos, cada uno de tus cuidados, las gotitas de leche que me habías dado, mis piececitos fríos de niño pobre en el hueco tibio de tus manos, las canciones de tu boca, la ligereza de tus dedos entre mis abundantes rizos, y tus sonrisas, y tu mirada y tus palabras, y tus silencios, y tu paso de paloma que posa sus rosados pies en el suelo pero tiene ya las alas entreabiertas, preparadas para el vuelo, y ni siquiera hace que se plieguen los tallos, de tan ligero que es su caminar, porque Tú estabas en la Tierra para mi alegría, ¡oh Madre! pero siempre tenías las alas trémulas de Cielo, ¡oh santa, santa, santa y enamorada!

Todas las lágrimas que ya te había costado y todas las que ahora fluían de tus ojos, y las que manarían en los tres días sucesivos, las oía caer como lluvia de lamento. ¡Oh las lágrimas de mi Madre!

Pero ¿quién puede ver llorar, oír llorar a su madre y no tener presente, mientras le dure la vida, el tormento de aquel llanto? He tenido que anular, sofocar el amor humano por ti, Madre, y pisotear tu amor y mi amor para caminar por la vía de la Voluntad de Dios.

Y estaba solo. ¡Solo! ¡Solo! La Tierra y el Cielo no tenían ya habitantes para Mí. Era el Hombre cargado de los pecados del mundo. Por ello odiado por Dios. Tenía que pagar para redimirme y volver a ser amado. Era el Hombre cargado de la Bondad del Cielo y por eso odiado por los hombres a los que la Bondad repugna. Tenía que ser matado como castigo por ser bueno.

Y también vosotras, las honestas alegrías del trabajo cumplido para dar el pan de cada día, incluso a Mí mismo antes, para después dar el pan espiritual a los hombres, os habéis puesto delante de Mí para decirme: “¿Por qué nos dejas?”.

¡Nostalgia de la tranquila casa santificada por tantas oraciones de los justos, hecha Templo por haber acogido los esponsales de Dios, hecha Cielo por haber hospedado entre sus paredes a la trinidad encerrada en el alma del Cristo Dios!

¡Nostalgia de las multitudes humildes y francas a las que daba luz y gracia y de las que recibía amor! ¡Voces de niños que me llamaban con una sonrisa, voces de madre que me llamaban con un sollozo, voces de enfermos que me llamaban con un gemido, voces de pecadores que me llamaban con temblor! Todas las oía y me decían:

“¿Por qué nos abandonas? ¿Ya no quieres acariciarnos? ¿Quién podrá acariciar como Tú nuestros rizos rubios o morenos?”.

“¿Ya no quieres devolvernos las criaturas difuntas, curarnos las moribundas? ¿Quién como Tú podrá tener piedad de las madres, Hijo santo?”.

“¿Ya no quieres sanarnos? Si Tú desapareces ¿quién nos curará?”.

“¿Ya no quieres redimirnos? Sólo Tú eres la Redención. Cada palabra tuya es fuerza que rompe una cuerda de pecado en nuestro oscuro corazón. Estamos más enfermos que los leprosos, porque para ellos la enfermedad cesa con la muerte, para nosotros se acrecienta. ¿Y Tú te vas? ¿Quién nos comprenderá? ¿Quién será justo y piadoso? ¿Quién nos realzará? ¡Quédate, Señor!”.

“¡Quédate! ¡quédate! ¡quédate!” gritaba la multitud buena.

“¡Hijo!” gritaba mi Madre.

“¡Sálvate!” gritaba la vida.

He tenido que quebrar estas gargantas que gritaban, sofocarlas para impedirles gritar, para tener la fuerza de destrozarme el corazón arrancando uno a uno sus nervios para cumplir la voluntad de Dios.

Y estaba solo. O sea: estaba con Satanás.

La primera parte de la oración había sido dolorosa, pero todavía podía sentir la mirada de Dios y esperar en el amor de los amigos.

La segunda fue más dolorosa aún porque Dios se retiraba y los amigos dormían. El silbo de Satanás y la voz de la vida ratificaban: “Te sacrificas para nada. Los hombres no te amarán por tu sacrificio. Los hombres no entienden”.

La tercera… La tercera fue la locura, fue la desesperación, fue la agonía, fue la muerte. La muerte de mi alma. No resucitó solamente mi cuerpo. También mi alma ha tenido que resucitar. Porque conoció la Muerte.

Que no os parezca herejía. ¿Qué es la muerte del espíritu? La separación eterna de Dios. Pues bien: yo estaba separado de Dios. Mi espíritu había muerto. Es la verdadera hora de eternidad que concedo a mis predilectos. La que tú, pequeña esposa, te has preguntado cómo fuese desde que te han dicho que llevas una trayectoria similar a la de Verónica Giuliani, quien al final de su existencia conoció este desgarro, el mayor de todos los desgarros sobrehumanos.

Nosotros conocemos la muerte del espíritu, sin haberla merecido, para comprender el horror de la condenación, que es el tormento de los pecadores impenitentes. La conocemos para poder salvarles, lo sé. El corazón se rompe. Lo sé. La razón vacila. Lo sé todo, alma amada. Lo he pasado antes que tú. Es el horror infernal, estamos a la merced del Demonio porque estamos separados de Dios.

¿Tú crees que Marta, que venció al dragón, tembló más que nosotros? No. Nuestro sufrimiento es mayor. La fiera vencida por Marta era una fiera espantosa pero era una fiera de la Tierra. Nosotros vencemos a la Fiera–Lucifer. ¡Oh, no hay parangón! Y la Fiera–Lucifer viene cada vez más cerca cuando todo, en el Cielo y en la Tierra, se aleja de nosotros.

Ya había sido tentado en el desierto. Una leve tentación porque entonces tenía tan solo la debilidad del alimento material. Ahora estaba hambriento de alimento espiritual y hambriento de alimento moral, y no había pan para mi espíritu ni pan para mi corazón. Ya no había Dios para mi espíritu. No había afectos para mi corazón.

Y he aquí entonces, sutil como un cuchillo de viento, penetrante como aguijón de avispa, irritante como veneno de culebra, la voz de Lucifer. Una flauta que suena en sordina, tan tenue, tan tenue que no suscita nuestra vigilante atención. Penetra con la seducción de su mágica armonía, nos hace dormitar, parece un consuelo, tiene el aspecto de consuelo sobrenatural.

¡Oh Engañador eterno, qué sutil eres! El yo sólo pide ayuda. Y parece que aquel sonido le ayude. Palabras de compasión y de comprensión, dulces como caricias sobre una frente febril, calmantes como ungüento sobre una quemadura, que aturden como el vino generoso dado a quien está en ayunas. El alma cansada se adormece.

Si no estuviera tan vigilante con su subconsciente, que vela tan sólo en aquellos que se nutren de la constante unión al Amor, acabaría cayendo en un letargo que la dejaría totalmente en las manos de Satanás, en un sueño hipnótico durante el cual Lucifer le haría cometer cualquier acción. Pero el alma que se ha nutrido constantemente del Amor no pierde la integridad de su subconsciente ni siquiera en la hora en que los hombres y Dios parece que se unan para enloquecerla. Y el subconsciente despierta al alma. Le grita: “Actúa. Álzate. Satanás está detrás de ti”.

La tremenda lucha da comienzo. El veneno ya está en nosotros. Por eso es necesario luchar contra sus efectos y contra las oleadas aceleradas, cada vez más vehementes y aceleradas, del nuevo veneno de la palabra satánica que se derrama sobre nosotros.

El estruendo crece. Ya no hay sonido de flauta en sordina, ya no quedan caricias ni ungüentos. Es clangor de instrumentos a todo volumen, es un golpe, una puñalada, una llama que ahoga y arde. Y en la llama he aquí que la vida pasa ante tu mirada espiritual. Ya había pasado antes con su aspecto resignado de algo sacrificado. Ahora vuelve con vestido de reina prepotente y dice: “¡Adórame! ¡Soy yo quien reina! Éstos son mis dones. Los dones que te he dado y aún te daré otros más hermosos si me eres fiel”.

Y en el sonido de los instrumentos vuelven las voces de las cosas y de las personas. Ya no imploran. Mandan, imprecan, insultan, maldicen, porque los abandonamos. Todo vuelve para atormentarnos. Todo. Y el alma turbada lucha cada vez más débilmente.

Cuando vacila como un guerrero desangrado y busca en el Cielo o en la Tierra un apoyo para no sucumbir, entonces Lucifer le deja su hombro. Tan sólo está él… Se pide auxilio… Tan sólo responde él… Se busca una mirada de piedad… Tan sólo se encuentra la suya…

¡Ay de aquel que crea en su sinceridad! Con la poca energía que sobrevive hay que apartarse de aquel apoyo, volver a entrar en la soledad, cerrar los ojos y contemplar el horror de nuestro destino antes que su falso aspecto, alzar las manos que tiemblan y apretarlas contra los oídos para obstaculizar la voz que engaña.

Toda arma cae al hacer así. Ya no se es más que una pobre cosa moribunda y sola. No se logra ya ni tan siquiera orar con la palabra porque el acre del aliento de Satanás nos obstruye la faringe. Tan sólo el subconsciente ora. Ora. Ora. Agita sus alas en la agonía como el convulso batir de una mariposa traspasada, y con cada batido de alas dice: “Creo, espero, amo. A pesar de todo creo, a pesar de todo espero, te amo a pesar de todo”.

No dice: “Dios”. Ya no osa pronunciar su Nombre. Se siente demasiado inmundo por la cercanía de Satanás. Pero ese nombre lo trazan las lágrimas de sangre del corazón sobre las alas angélicas del espíritu, que vosotros llamáis subconsciente mientras que en realidad es el superconsciente y en cada batido de alas ese Nombre resplandece como un rubí tocado por el sol, y Dios lo ve, y las lágrimas de piedad de Dios circundan con perlas el rubí de vuestra sangre que gotea en un llanto heroico.

¡Oh almas que subís hasta Dios con ese Nombre así escrito con rubíes y perlas!… ¡Flores de mi Paraíso!

Satanás me decía, porque la voz entraba aunque Yo me reparara de ella:
“Mira. Aún no has muerto y ya te han abandonado. Mira. Has ayudado y eres odiado. Lo ves. Ni siquiera el mismo Dios te socorre. Si Dios no te ama, y eres su Hijo, ¿cómo puedes esperar que los hombres te agradezcan tu sacrificio?

¿Sabes lo que se merecen? La Venganza, no el Amor como Tú crees. Véngate, ¡oh Cristo!, de todos estos necios, de todos estos crueles. Véngate. Atácales con un milagro que les fulmine. Muéstrate como eres: Dios. El Dios terrible del Sinaí. El Dios terrible que me ha fulminado y que arrojó a Adán fuera del Paraíso.

Hasta ahora has dicho tan sólo palabras de bondad. Tus escasos reproches siempre eran demasiado dulces para estas bestias que tienen la piel más espesa que el cuero del hipopótamo. Tu mirada curaba tus palabras. Sólo sabes amar. Odia. Y reinarás. El odio tiene curvadas las espaldas bajo su azote y pasa triunfante sobre estas filas serviles. Las aplasta. Y están felices de serlo. No son más que sádicos, y la tortura es la única caricia que aprecian y que recuerdan.

¿Ya es tarde? No, no es demasiado tarde. ¿Qué ya vienen los hombres armados? No importa. Sé que te preparas para ser manso. Te equivocas. Una vez te enseñé a triunfar en la vida. No has querido escucharme y ahora ves que estás vencido. Ahora escúchame. Ahora que te enseño a triunfar sobre la muerte.

Sé Rey y Dios. ¿No tienes armas? ¿Ni milicias? ¿Ni riquezas? Ya te dije una vez que un resto de amor, el poco que me puede haber quedado del tesoro de amor que era mi vida angélica, hay en mí por Ti que eres bueno. Te amo, mi Señor, y te quiero servir.

Eres el Redentor de los hombres. ¿Por qué no quieres serlo de tu ángel caído? Era tu predilecto porque era el más luminoso y Tú eres la Luz. Ahora soy la Tiniebla. Pero las lágrimas de mi tormento son tan numerosas que han colmado el Infierno de fuego líquido. Deja que yo me redima. Solamente un poco. Que de demonio me convierta en hombre. El hombre sigue siendo tan inferior a los ángeles. Pero ¡cuán superior es a mí, demonio!

Haz que me convierta en hombre. Dame una vida de hombre, tribulada, torturada, todo lo angustiada que quieras. Siempre será un paraíso respecto de mi tormento demoníaco y podré vivirla en modo tal de merecer el expiar por milenios y al fin poder llegar de nuevo a la Luz: a Ti.

Deja que yo te sirva a cambio de esto que te pido. No hay arma que venza las mías, ni ejército más numeroso que el mío. Las riquezas de las que dispongo no tienen medida, porque te haré rey del mundo si aceptas mi ayuda, y todos los ricos serán tus esclavos. Mira: tus ángeles, los ángeles de tu Padre están ausentes. Pero los míos están preparados para vestirse con aspecto angélico para hacerte corona y dejar pasmada a la plebe ignorante y malvada.

¿No sabes decir palabras de mando? Yo te las sugeriré, estoy aquí para esto. Brama y amenaza. Escúchame. Di palabras de mentira. Pero triunfa. Di palabras de maldición. Di que te las sugiere el Padre.

¿Quieres que simule la voz del Eterno? Lo haré. Lo puedo hacer todo. Soy el rey del mundo y del Infierno. Tú eres sólo el Rey del Cielo. Por eso yo soy más grande que Tu. Pero todo lo pongo a tus pies si Tú lo quieres.

¿La Voluntad de tu Padre? ¿Pero cómo puedes pensar que Él quiera la muerte de su Hijo? ¿Piensas que pueda forjarse ilusiones sobre su utilidad? Tú ofendes a la Inteligencia de Dios.

Ya has redimido a los que pueden redimirse con tu santa Palabra. No hace falta más. Cree que quien no cambia por la Palabra no cambia por tu Sacrificio. Cree que el Padre te ha querido probar. Pero le basta tu obediencia. No quiere más.

¡Le servirás mucho más viviendo! Puedes recorrer el mundo. Evangelizar. Curar. Elevar. ¡Oh feliz destino! ¡La Tierra habitada por Dios! Esta es la verdadera redención. Rehacer de la Tierra el Paraíso terrestre en el que el hombre vuelve a vivir en santa amistad con Dios y oiga su voz y vea su semblante. Un destino aún más feliz que el de los Primeros. Porque te verían a Ti: verdadero Dios, verdadero Hombre.

¡La Muerte! ¡Tu Muerte! ¡El tormento de tu Madre! ¡La mofa del mundo! ¿Por qué? ¿Quieres ser fiel a Dios? ¿Por qué? ¿Él te es fiel? No. ¿Dónde están sus ángeles? ¿Dónde su sonrisa? ¿Qué es lo que tienes ahora por alma? Un andrajo desgarrado, debilitado, abandonado.

Decídete. Dime: ‘Sí’.

¿Oyes? Los sicarios salen del Templo. Decídete. Líbrate. Sé digno de tu Naturaleza.

Eres un sacrílego porque permites que manos asquerosas de sangre y libídine te toquen: Santo de los santos. Eres el primer sacrílego del mundo. Dejas la Palabra de Dios en las manos de los puercos, en la boca de los puercos.

Decídete. Sabes que te espera la muerte. Yo te ofrezco la vida, la alegría. Te devuelvo a tu Madre.

¡Pobre Madre! ¡Tan sólo te tiene a Ti! Mírala como agoniza… y Tú te preparas para hacerla agonizar aún más. ¿Pero qué hijo eres? ¿Qué respeto tienes a la Ley? Tú no respetas a Dios. No respetas a la que te ha generado. Tu Madre… Tu Madre… Tu Madre…”.

He respondido… María, he respondido reuniendo las fuerzas, bebiendo llanto y sangre que chorreaban de los ojos y de los poros, he respondido:
“Ya no tengo Madre. Ya no tengo vida. Ya no tengo divinidad. Ya no tengo misión. Ya no tengo nada. Sólo hacer la Voluntad del Señor, mi Dios. ¡Aléjate, Satanás! Lo he dicho la primera y la segunda vez. Lo repito la tercera: ‘Padre, si es posible que pase de Mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya’. Vete, Satanás. Yo soy de Dios!”.

María, he respondido así… Y el Corazón se ha quebrado con el esfuerzo. El sudor se ha convertido de gotitas en regueros de sangre. No importa. He vencido.

Yo he vencido a la Muerte. Yo. No Satanás. La Muerte se vence aceptando la muerte.

Te había prometido un gran regalo. Como he concedido a pocos. Te lo he dado.

Has conocido la extrema tentación de tu Jesús. Ya te la había desvelado. Pero todavía no tenías madurez para conocerla plenamente. Ahora lo puedes hacer.

¿Ves que tengo razón al decir que no habría sido comprendida y admitida por aquellos pequeños cristianos que son larvas de cristianos y no cristianos formados?

Vete en paz, que Yo estoy contigo”.

 

2º La Flagelación de Nuestro Señor

-Que sea flagelado – ordena Pilato a un centurión.

-¿Cuánto?

-Lo que te parezca… Total, ésta es una cuestión concluida. Y yo ya estoy aburrido. Venga, ve.

Cuatro soldados llevan a Jesús al patio que está después del atrio. En él, enteramente enlosado con mármoles de color, en su centro hay una alta columna semejante a las del pórtico. A unos tres metros del suelo, la columna tiene un brazo de hierro que sobresale al menos un metro y que termina en una argolla. A ésta columna – tras haberlo hecho desvestirse, de forma que ha quedado únicamente con un pequeño calzón de lino y las sandalias- atan a Jesús, con las manos unidas por encima de la cabeza. Levantan las manos, atadas por las muñecas, hasta la argolla, de forma que Él, a pesar de ser alto, no apoya en el suelo más que la punta de los pies… Y también esta postura debe ser un tormento.

He leído, no sé dónde, que la columna era baja y que Jesús estaba encorvado. Será eso. Yo lo veo así y así lo digo.

Detrás de Él se coloca uno de cara de verdugo y neto perfil hebreo; delante, otro, con la misma cara. Están armados con el flagelo de siete tiras de cuero unidas a un mango y acabadas en un martillito de plomo. Rítmicamente, como si estuvieran haciendo un ejercicio, se ponen a dar golpes. Uno, delante; el otro, detrás. De forma que el tronco de Jesús se halla dentro de una rueda de azotes y flagelos.

Los cuatro soldados a los que ha sido entregado, indiferentes, se han puesto a jugar a los dados con otros tres soldados que han llegado en ese momento. Y las voces de los jugadores se acompasan con el sonido de los flagelos, que silban como sierpes y luego suenan como piedras arrojadas contra la membrana tensa de un tambor, golpeando el pobre cuerpo, ese pobre cuerpo tan delgado y de un color blanco de marfil viejo, que primero se pone cebrado, de un rosa cada vez más vivo, luego morado, para tornarse luego de relieves de color añil, hinchados de sangre, y luego se abre y rompe y suelta sangre por todas partes. Los verdugos se ceban especialmente en el tórax y en el abdomen; pero no faltan los golpes en las piernas y en los brazos, e incluso en la cabeza, para que no hubiera un lugar de la piel sin dolor.

Y ni una queja siquiera… Si no estuviera sujetado por la cuerda, se caería. Pero ni se cae ni gime. Eso sí, la cabeza le pende –después de golpes y más golpes recibidos- sobre el pecho, como por desvanecimiento.

-¡Eh, para ya! – grita un soldado, y, en tono de mofa:
-Que tienen que matarlo estando vivo.

Los dos verdugos se paran y se secan el sudor.

-Estamos agotados» dicen – Dadnos la paga, para poder echar un trago y así reponernos…

-¡La horca os daría! En fin, tomad… – y un decurión arroja una moneda grande a cada uno de los dos verdugos.

-Habéis trabajado a conciencia. Parece un mosaico. Tito: ¿tú dices que era éste el amor de Alejandro? Le daremos la noticia para que cumpla el luto. Lo desatamos un poco, ¿eh?

Lo desatan, y Jesús se derrumba como muerto. Lo dejan ahí en el suelo, y de vez en cuando lo golpean con el pie calzado con las cáligas para ver si gime. Pero Él calla.

-¿Estará muerto? ¿Pero es posible? Es joven. Y artesano. Eso me han dicho… Parece una dama delicada.

-Déjalo de mi cuenta – dice un soldado. Y lo sienta con la espalda apoyada en la columna. Donde estaba, ahora hay grumos de sangre… Luego va a una pequeña fuente que gorgotea bajo el pórtico. Llena de agua un barreño y lo arroja sobre la cabeza y el cuerpo de Jesús.

-¡Así! A las flores les viene bien el agua.

Jesús suspira profundamente. Intenta levantarse. Pero todavía tiene los ojos cerrados.

-¡Eso es! ¡Bien! ¡Arriba, majo! ¡Que te espera la dama!…

Pero Jesús inútilmente apoya en el suelo los puños intentando erguirse.

-¡Arriba! ¡Rápido! ¿Te sientes débil? Con esto te vas a reponer – dice otro soldado con sonrisa socarrona. Y con el asta de su alabarda descarga un golpe en la cara de Jesús, dándole entre el pómulo derecho y la nariz, por donde empieza a sangrar.

Jesús abre los ojos, los vuelve. Es una mirada empañada… Mira fijamente al soldado que lo ha golpeado. Se enjuga la sangre con la mano. Luego, con mucho esfuerzo, se pone de pie.

-Vístete. No es decente estar así. ¡Impúdico!

Todos se ríen, en corro alrededor de Él.

Él obedece sin decir nada. Pero, mientras se encorva -y sólo Él sabe lo que sufre al agacharse, estando tan magullado y con esas llagas que al estirarse la piel se abren más todavía, y con otras que se forman al romperse las ampollas-, un soldado da una patada a la ropa y la disemina, y cada vez que Jesús, tambaleándose, llega a donde ha caído la ropa, un soldado las echa en otra dirección. Y Jesús sufriendo agudamente, sigue a la ropa sin decir una palabra, mientras los soldados se burlan de Él en modo repugnante.

Por fin puede vestirse. Se pone también la túnica blanca, que estaba apartada y no se ha manchado. Parece querer ocultar su pobre túnica roja, que ayer mismo estaba tan bonita y ahora está ensuciada de porquerías y manchada por la sangre sudada en Getsemaní. Es más, antes de ponerse sobre la piel la túnica corta interior, se enjuga con ella la cara, que está mojada, limpiándola así de polvo y esputos. Y la pobre, santa faz, aparece limpia, sólo signada de moratones y pequeñas heridas. Se ordena también el pelo, que pendía desordenado, y la barba, por una innata necesidad de arreglo corporal.

Y luego se acurruca al sol. Porque tiembla mi Jesús… La fiebre empieza a serpear en Él con sus escalofríos. Y también se pone de manifiesto la debilidad por la sangre perdida, el ayuno y el mucho camino andado.

 

3º La Coronación de espinas

Le atan de nuevo las manos. Y la cuerda sierra de nuevo en donde ya hay un rojo aro de piel levantada.

-¿Y ahora? ¿Qué hacemos con Él? ¡Yo me aburro!

-Espera. Los judíos quieren un rey. Vamos a dárselo. Ése… – dice un soldado.
Y sale raudo -sin duda, a un patio de detrás-. Vuelve con un haz de ramas de espino albar agreste, todavía flexible porque la primavera mantiene blandas las ramas, de espinas bien duras y aguzadas. Con la daga, quitan hojas y florecillas. Luego hacen un círculo con las ramas y lo acalcan en la pobre cabeza… Pero la bárbara corona penetra hasta el cuello.

-No va bien. Más pequeña. Quítasela.

La sacan, y, al hacerlo, arañan las mejillas -incluso con el peligro de cegar a Jesús- y arrancan cabellos. La hacen más pequeña. Ahora está demasiado estrecha y, aunque aprietan -hincando en la cabeza las espinas-, puede caerse. Otra vez afuera, arrancando más pelo. La modifican de nuevo. Ahora va bien. Delante hay un triple cordón espinoso; detrás, donde los extremos de las tres ramas se entrecruzan, hay un verdadero nudo de espinas que entran en la nuca.

-¡Ves qué bien estás! Bronce natural y rubíes puros. Mírate, rey, en mi coraza – dice, burlón, el que ha ideado el suplicio.

-No es suficiente la corona para hacerlo a uno rey. Se necesita la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la cloaca hay una clámide roja. Ve por ellas, Cornelio.

Y, cuando éste las trae, ponen el sucio trapajo sobre los hombros de Jesús y, antes de ponerle entre las manos la caña, le dan con ella en la cabeza, hacen reverencias y saludan:

-¡Ave, rey de los Judíos! – y se tronchan de risa.

Jesús no les opone resistencia. Se deja sentar en el «trono» (un barreño colocado boca abajo, usado, sin duda, para dar de beber a los caballos), y se deja golpear y escarnecer, sin decir nada nunca. Solamente los mira… y es una mirada de una dulzura tan grande y de un dolor tan atroz, que no puedo mirar yo sin sentir mi corazón traspasado.

Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato.

¡Reo! ¿De qué?

Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.

-Acércate, para mostrarte al pueblo.

Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!

-Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo lo he castigado. Pero ahora dejadlo marcharse.

-¡No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!

-Traedlo aquí afuera. Y atentos a que no lo prendan.

Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato lo señala con la mano diciendo:
-He aquí al Hombre. A vuestro rey. ¿No es suficiente todavía?

El sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y c-ras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte…

Jesús está erguido. Nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros.

Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarlo con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.

Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos.

¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos… Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda… y otra… y otra… El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.

 

4º Jesús con la Cruz a cuestas camino al Calvario

608. LA VÍA DOLOROSA DEL PRETORIO AL CALVARIO.
26 de marzo de 1945.

Pasa un poco de tiempo así. No más de una media hora, quizás incluso menos. Luego, Longino, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longino, que le ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo róseo claro). «Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo».

Mas Jesús responde: «Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello».

«Yo estoy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y además… aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte… Un sorbo… para que yo vea que no aborreces a los paganos».

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.

«Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed… Me produces compasión… sí… compasión… No eres Tú hebreo al que habría que matar… ¡En fin!… Yo no te odio… y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable».

Pero Jesús no bebe otra vez… Verdaderamente tiene sed… Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre… Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo por luz interna, como lo que acabo de decir que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

«Que Dios te bendiga por este alivio» dice. Y sonríe. Todavía sonríe… una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación).

Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longino da las últimas órdenes.

Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longino sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.

Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí cuando leía… o sea, hace años que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a lo largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos». Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longino da la orden de marcha. «Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados».

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndole tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados: «Empujadle, para que se caiga. ¡Que muerda el polvo el blasfemo!». Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longino aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longino quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa y llamarlos «gentuza» es incluso honroso no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longino trata de tomar la de las murallas. «¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!». Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.

Intentando calmar los ánimos, Longino tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo «decurión» porque es el suboficial, pero quizás es diríamos nosotros su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longino para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longino.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarle, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol… Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, le defienden. Pero incluso al querer defenderle le golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo introduciéndose en los ojos y en las gargantas que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado contra el que Jesús casi se derrumba impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: «¡Déjale! Decía a todos: «Levántate». Pues que ahora se levante Él…».

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir…

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.

Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así… Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: «¡Poca cosa!». Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha… Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco… y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal… y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz que siendo tan larga debe pesar mucho, sufre agudamente.

Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento… Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril…

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verle caer tan mal…

Longino incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.

Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra. La gente ve esto y grita: «Se le ha subido a la cabeza su doctrina. ¡Mira, mira como se tambalea!». Y otros que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas dicen burlonamente: «No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida…», y otras frases parecidas.

Longino, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma le insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve… los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe… Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír… Sus consuelos… Diez caras… un alto bajo el sol de fuego…

Y en seguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarle. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

«¡Atentos a que muera en la cruz!» grita la muchedumbre.

«Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio» dicen los jefes de los escribas a los soldados.

Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.
Pero Longino tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longino parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.

El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres en verdad, muy exiguos que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.

Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra. Trataré de darle una idea de su aspecto tomado de perfil. Pero tengo que volver la página, porque aquí me viene mal por falta de espacio.

Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que le guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando y que se encuentran en el punto que señalo con la letra D se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su obscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longino la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no le dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta obscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer a su lado tiene una joven sirviente abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla: «Gracias, Juana. Gracias, Nique,… Sara,… Marcela,… Elisa,… Lidia,… Ana,… Valeria,… y a ti… Pero… no lloréis… por mí… hijas de… Jerusalén… sino por los pecados… vuestros y… de vuestra ciudad… Da gracias… Juana… por no tener… ya hijos… Mira… es compasión de Dios… el no… no tener hijos… para que… sufran por… esto. Y también… tú, Isabel… Mejor… como sucedió… que entre los deicidas… Y vosotras… madres… llorad por… vuestros hijos, porque… esta hora no pasará… sin castigo… ¡Y qué castigo, si esto es así para… el Inocente!… Lloraréis entonces… el haber concebido… amamantado y el… tener todavía… a los hijos… Las madres… en aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será dichoso… el que en aquella hora… caiga primero… bajo los escombros… Os bendigo… Marchaos… a casa… orad… por mí. Adiós, Jonatán… llévatelas…».

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.

Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes… y horrorizarse… Pero no emite un solo quejido. Eso sí a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran , se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí, en el sitio que señalo con la letra M, está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul obscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longino, se acercan a María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longino, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longino menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo.

María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: «¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Le quieren! ¡Fijaos cómo le quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedle en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerle! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!».

Longino se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longino ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longino le mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: Hombre ven aquí».

El Cireneo finge no oír. Pero con Longino no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.

«Ves a ese hombre?» pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita: «Dejad pasar a la Mujer». Luego vuelve a hablarle al Cireneo: «No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima» .

«No puedo… Tengo el burro… es rebelde… Los chicos no saben dominarle…».

Pero Longino dice: «Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte azotes» .

El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos: «Id a casa. Pronto. Decid que llego en seguida», luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego , y grita: «¡Mamá!».

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas… y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla… Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte…

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices… hay un impulso de piedad. Y es que la palabra «¡Mamá!» y la palabra «¡Hijo!» conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que lo repito no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad…

El Cireneo siente esta piedad… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo y se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre , pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).

Pero María no puede besar a su Criatura… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre blanco de las burlas de todo un pueblo contra la pared del monte…

Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración… Pero puede andar mejor.

María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.

Longino se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

Como le dije el año pasado, el Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por el lado A, tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y se quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías en el punto que señalo con una M. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús va durante la vendimia del primero año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado… vacío… silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre: «¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! Muerte al blasfemo galileo. ¡Clavad en la cruz también al vientre que le llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!…».

Longino, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre… Ordena que se haga cesar ese barullo… La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de la ladera B del monte.

El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, le para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.

El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

 

5º La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo

LA CRUCIFIXIÓN, LA MUERTE Y EL DESCENDIMIENTO
Visiones del 27 de marzo de 1945.

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas. Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán a Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm…

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero, cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto obscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longino para su Hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de obscuras costras , le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis, asegurándoselo bien para que no se caiga… Y en el lienzo hasta ese momento mojado sólo de llanto caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminadas en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo… un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre le escarnece como en coro: «¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén lo adoran…». Y empiezan a cantar, con tono de salmo: «Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche, que no de agua, en la leche de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que la del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él»; y se ríen, y también gritan: «¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios lo ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés, pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! Al menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú… eres un andrajo impotente y asqueroso».

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, así: 1 + 1 respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.

Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz… el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos…

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro… y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros un poco más del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza…

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del clavo, y tienen que desclavarle casi, porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean… Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello…

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.

Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo, suspendido de tres clavos , el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.

Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto (lado A), la cruz de Jesús; en los lados B y C, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados. En pie, erguido, entre las cruz de Jesús y la de la derecha, Longino, que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longino, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longino, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés; compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados especialmente a Cristo con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el Sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un Sol extraño; de un amarillo rojo de llama. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el Sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice: «Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala».

Y María con Juan tomado por hijo sube por los escalones incididos en la roca tobosa – creo y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, en seguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarle con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.

«¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti?» gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos: «Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja! ¡ja! ¡ja!… que te iba a glorificar, ¿cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?».

Y tres fariseos: «¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente te crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo».

Y saduceos y herodianos a los soldados: «¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!».

Una muchedumbre, en coro: «Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú, que destruyes el Templo… ¡Loco!… Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo».

Otros sacerdotes: «¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo».

Otros que pasan y menean la cabeza: «Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!».

Los soldados: «¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre de la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!».

Los sacerdotes con sus cómplices: «Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas aquí dicen un término infame tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de prónuba». Y silban como carreteros.

Otros, lanzando piedras: «Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes».

Otros, mimando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan: «¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que le segrega de entre los vivos!».

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el menique alzados y dice: «¿»Te entrego al Dios del Sinaí», dijiste? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?».

Otro: «No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez le resucitas».

«¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémosle por el otro lado de la cruz» y, como papagallos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: «¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadle y dejadle andar».

«¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: «Yo soy la Resurrección y la Vida». ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler la muerte, y la Vida muere!».

«Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle». Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente: «¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?».

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice: «Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos».

«¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?».

«¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales».

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás, sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longino ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo se lo había levantado para hablar a los insultadores y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.

Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar: «Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, y para mí todo es lícito. ¿Dios?… ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!».

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice: «¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo».

Pero el ladrón continúa sus imprecaciones.

Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos) tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan el cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda irregular pero violenta propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua…

La corona de espinas le impide apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz del íleon hacia arriba, por la fuerza de inercia que hace pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.

Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco.

El otro, que mira con piedad cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente cuando oye que en el insulto está incluida también Ella. «Cállate. Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza… porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto… Yo quisiera poder pedirle perdón… Pero ¿podré hacerlo? Era una santa… La maté con el dolor que le daba… Yo soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por mí».

La Madre levanta un momento su cara acongojada y le mira, mira a este desventurado que, a través del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia el arrepentimiento; y parece acariciarle con su mirada de paloma.

Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La gente grita: «¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene dos hijos delincuentes!». Y el otro incrementa: «Te ama porque eres una copia menor de su amado».

Jesús dice ahora sus primeras palabras: «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!» .

Esta súplica le hace superar todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre santísimo».

Jesús se vuelve y le mira con profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa pobre boca torturada. Dice: «Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

El ladrón arrepentido se calma, y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad».

El otro continúa con sus blasfemias.

El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos, blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz).

La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan ahora tan térreos se ponen sus rostros a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa.

Jesús parece lividecer de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: «¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera contener. Y María, cada vez que le oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerle.

La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo: «¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esta luz extraña, no podemos ver».

En efecto, muchos empiezan a impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie de cono, tan obscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras: de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verle mejor, y dice: «Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre».

El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar… Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para consolarle a Él…

Los sufrimientos son cada vez mayores y la luz es cada vez menor.
Es en esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos, Nicodemo y José, y dicen: «¡Apartaos!».

«No se puede. ¿Qué queréis?» dicen los soldados.

«Pasar. Somos amigos del Cristo».

Se vuelven los jefes de los sacerdotes. «¿Quién osa profesarse amigo del rebelde?» dicen indignados.

Y José, resueltamente: «Yo, noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos».

«Quien se pone de la parte del rebelde es rebelde».

«Y quien se pone de la parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno».

«¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!».

«Yo también. Pero sólo de una cosa: de que Israel esté tan corrompido, que no sepa ya reconocer a Dios».

«Me causas horror».

« Apártate, entonces, y déjame pasar. Pido sólo eso».

«¿Para contaminarte más todavía?».
«Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y la contraseña». Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una tablilla encerada.

El decurión observa estas cosas y dice a los soldados: «Dejad pasar a los dos».

Y José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí le ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan contra ellos los improperios sacerdotales.

Los sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas.

La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza obscura, y sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.

Jesús ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo, como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz.

María emite un grito: «¡Está muerto!». Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y Jesús se ve realmente como muerto.

Otro grito femenino le responde, y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica densísima.

«No es posible» gritan unos sacerdotes y algunos judíos. «Es una simulación para que nos vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para devolverle la voz». Y, dado que los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después en las corazas romanas.

La medicina, como irónicamente han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso y vuelve en sí. El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor..

Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra obscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa: «¡Eloi, Eloi, lamina sebacteni!» (esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Le insultan: «¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!».

Otros gritan: «Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarle».

Y otros: «Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios porque está poco claro lo que este demente quiere están lejos… ¡Necesita voz para que le oigan!», y se ríen como hienas o como demonios.

Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.

Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él…

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

La obscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).

Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús: «¡Tengo sed!».

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina pero rígida que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.

Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan: «¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!… ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?… que leche no tengo…».

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida, tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del externocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad… La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más feble, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación: «¡Mamá!». Y la pobre susurra: «Sí, tesoro, estoy aquí». Y cuando, por habérsele velado la vista, dice: «Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?» (y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo), Ella responde: «¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío… Mamá está aquí, aquí está… y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás…».

Es acongojante… Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longino que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la obscuridad total las palabras: «¡Todo está cumplido!», y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.

El tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre no oyéndolo… Se dice: «¡Basta ya con este sufrimiento!» y se dice: «¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!» .

Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.
Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.

Luego… adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante verlo es tremendo . Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el «gran grito» de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra «Mamá»… Y ya nada más…

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre… Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longino, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo o extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La obscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Le llama, porque mal le ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces le llama: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!». Es la primera vez que le llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente obscuro, y grita: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver… No puede creer que su Jesús ya no esté…

Juan también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice: «Ya no sufre».

Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: «¡No tengo ya Hijo!».

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido substituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: «Hija, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…». Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice: «Sí, sí, llora… Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía»; y cuando oye que María le dice: «¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¿Sí!, sí,… pero… pero… hija… ¡oh, hija!…». No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).

Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino…

Los soldados cuchichean unos con otros.

«¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo».

«Y se daban golpes de pecho».

«Los más aterrorizados eran los sacerdotes».

«¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca. Mira: la tierra está llena de fisuras».

«Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo».

«Y debajo hay cuerpos».

«¡Déjalos! Menos serpientes».

«¡Otro incendio! En la campiña…».

«¿Pero está muerto del todo?».

«¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?».
Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longino. «Queremos el Cadáver».

«Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes».
«¿Cómo lo has sabido?».

«Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero».

Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.
Es entonces cuando Longino se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no aferro. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

Longino se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda.

Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.

«Ya está, amigo» dice Longino, y termina: «Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos… ¡Era verdaderamente un Justo!».

De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico abdominal…

…Mientras en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.

Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse.

«¡Gamaliel! ¿Tú?».

«¿Tú, José? ¿Le dejas?» .

«Yo no. Pero tú, ¿cómo por aquí?, y en ese estado…».

«¡Cosas terribles! ¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El sanctasanctórum descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!». Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por esta prueba.

Los dos le miran mientras se aleja… se miran… dicen juntos: «»Estas piedras temblarán con mis últimas palabras!». ¡Se lo había prometido!…».

Aceleran la carrera hacia la ciudad.

Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, llantos, quejidos… Dicen: «¡Su Sangre ha hecho llover fuego!», o: «¡Entre los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!», o gimen: «¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!».

José agarra a uno que está dando cabezazos contra la muralla, y le llama por su nombre, y tira de él mientras entra en la ciudad: «¡Simón! ¿Pero qué vas diciendo?».

«¡Déjame! ¡Tú también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen».

«Se ha vuelto loco» dice Nicodemo.

Le dejan y trotan hacia el Pretorio.

El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.

En uno de los muchos espacios abovedados obscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto obscuro , hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando: «¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: «¡Maldito seas eternamente!»», y luego se derrumba gimiendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!».

«¡Pero están todos locos!» dicen los dos.

Llegan al Pretorio. Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.

Los dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones. Vuelvo al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de los dos rellanos, se arroja de bruces largura blanca sobre el suelo amarillento y gime: «¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que me oyes y me perdonas».

Comprendo que cree que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, dice: «Levántate. Calla. ¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!».

«¿Muerto? ¿Estás muerto? ¡Oh!…». Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular. Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a Maria, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longino, en pie, a la derecha, solemne con su respetuosa postura.

Se arrodilla, extiende los brazos y llora: «¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! ¡Pero Tú eras la Misericordia!… Yo lo digo, yo, el anonadado rabí de Judá: «Venga tu Sangre sobre nosotros, por piedad». ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para nosotros…», llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta tortura: «Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las fórmulas. Isaías lo dice: «…pagó por los pecadores y cargó sobre sí los pecados de muchos». ¡Oh, también el mío, Jesús Nazareno…».

Se levanta. Mira a la cruz, que aparece cada vez más nítida con la luz que se va haciendo más clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.

Y vuelve el silencio al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.

Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longino, que no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio en los otros, por deseo de los judíos.

Longino llama a los cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.

Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo permiten.

También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo y que sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.

María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.

Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longino, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda casi abierta para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo.

María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirle más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.

Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

Llegados abajo, su intención es colocarle en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerle; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.

Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre… Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama… le llama con voz lacerada. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre , pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo: «¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!». Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita: «¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?», José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice: «¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto… Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!».

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras le envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega: «¡Oh, id despacio, con cuidado!».

Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, elevan el Cadáver, envuelto en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman el sendero hacia abajo.

María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña baja hacia el sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.

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