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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Desde la traición de Judas al encarcelamiento de Jesús, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Iglesia San Pedro Gallicantu (Originalmente Casa de Caifas) en donde San Pedro negó 3 veces a Nuestro Señor y en donde Jesus estuvo prisionero por ordenes de Caifas, despues de ser arrestado

JUDAS Y LOS SOLDADOS. LA MADERA DE LA CRUZ

Al principio de su cuidadosa traición, Judas no creía que ésta tuviera el resultado que tuvo. Entregando a Jesús pretendía obtener la recompensa ofrecida y complacer a los fariseos. No pensó en el juicio ni en la crucifixión; sus miras no iban más allá. Sólo pensaba en el dinero, y desde hacía mucho había estado en contacto con algunos fariseos y algunos saduceos astutos que lo adulaban incitándolo a la traición. Judas estaba cansado de la vida errante y penosa de los apóstoles. En los últimos meses había estado robando las limosnas de las que era depositario, y su avaricia, exacerbada por la visión de Magdalena ungiendo los pies de Jesús con caro perfume, lo empujó a consumar su acto. Siempre había esperado de Jesús que estableciera un reino temporal en el que él creía que iba a tener un empleo brillante y lucrativo. Pero, al ir viéndose defraudado en sus expectativas, se dedicó a atesorar dinero. Veía que las penalidades y las persecuciones de los seguidores de Jesús iban en aumento y él quería ponerse a bien con los poderosos enemigos de Nuestro Señor antes de que llegase el peligro. Judas veía que Jesús no llegaría a ser rey, y que, por otra parte, la auténtica dignidad y poder era detentado por el Sumo Sacerdote, y por todos aquellos que estaban a su servicio. Todo esto lo impresionó vivamente. Se iba acercando cada vez más a los agentes del Sumo Sacerdote, que lo adulaban constantemente y le aseguraban, con grancontundencia, que en todo caso, pronto acabarían con Jesús. Él iba escuchando cada vez más los criminales intentos de corrupción y, durante los últimos días, no había hecho más que intentar forzar un acuerdo. Pero los sacerdotes todavía no querían comenzar a obrar y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo para la fiesta y que esto causaría desorden y tumulto. Sólo el Sanedrín prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Tras la sacrílega recepción del Sacramento, Satanás se apoderó de él y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que hasta entonces lo habían lisonjeado y que lo acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros entre los cuales estaban Caifás y Anás, pero este último lo trató con considerable altivez y mofa. Andaban indecisos y no estaban seguros del éxito porque no se fiaban de Judas.

Cada uno tenía una opinión diferente y lo primero que preguntaron a Judas fue: «¿Podremos cogerlo? ¿No tiene hombres armados consigo?» Y el traidor respondió: «No, está solo con sus once discípulos; Él está descorazonado y los once son hombres cobardes.» Les urgió a apresar a Jesús, les dijo que era entonces o nunca, que en otra ocasión tal vez no pudiera entregarlo, que ya no volvería a formar parte de sus seguidores. También les dijo que si no cogían a Jesús entonces, éste se escaparía y volvería con un ejército de sus partidarios, para ser proclamado rey. Estas palabras de Judas produjeron su efecto. Sus propuestas fueron aceptadas por él y recibió el precio de su traición: treinta monedas de plata.

Judas, por su lenguaje y sus comentarios, se dio cuenta de que los sacerdotes lo despreciaban, así que, llevado por su orgullo, quiso devolverles el dinero para que lo ofrecieran en el Templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero ellos rechazaron su propuesta, porque era dinero de sangre y no podía ofrecerse en el Templo. Judas vio hasta qué punto lo despreciaban y concibió hacia ellos un profundo resentimiento. No esperaba recoger tan amargos frutos de su traición aun antes de consumarla; pero se había comprometido tanto con aquellos hombres, que estaba en sus manos y no podía librarse de ellos. Lo estuvieron vigilando y no le dejaron salir hasta que les explicó paso por paso lo que tenían que hacer para hacerse con Jesús. Tres fariseos fueron con él cuando bajó a una sala, donde estaban los soldados del Templo, que no eran sólo judíos, sino de todas las naciones. Cuando todo estuvo preparado y se hubo reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para ver si Jesús estaba todavía allí. De haber estado, hubiera resultado fácil cogerle, cerrando todas las puertas. Una vez hecha la comprobación, debía man­darles la información con un mensajero.

Poco antes de que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había salido y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de Jesús, porque en caso de que fuera juzgado al día siguiente no daría tiempo a hacerlo, a causa del principio de la Pascua. Cogieron la madera a un cuarto de legua de allí, de un lugar donde había gran cantidad de madera perteneciente al Templo. Luego la llevaron a una plaza detrás del Tribunal de Caifás. La cruz fue construida de un modo especial, bien fuera porque querían burlarse de su dignidad de Rey, o bien por una casualidad aparente. Se componía de cinco piezas, sin contar la inscripción. Vi otras muchas cosas relativas a la cruz, y se me permitió conocer otras muchas circunstancias relacionadas con eso, pero todo se me ha olvidado.

Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el cenáculo, pero seguro que debía de estar en el monte de los Olivos. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo a que los discípulos, alar­mados, iniciasen una revuelta. Trescientos hombres debían ocupar las puertas y las calles de Ofel, la parte de la ciudad situada al sur del Templo, y el valle del Millo, hasta la casa de Anás, en lo alto de Sión, a fin de actuar como refuerzos de ser necesario, pues se decía que todos en el pueblo de Ofel eran seguidores de Jesús. El traidor les dijo también que tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, pues con medios misteriosos había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los ojos de los que le acompañaban. Los sacerdotes le contestaron que si alguna vez caía en sus manos, ellos se encargarían de no dejarlo ir.

Judas se puso de acuerdo con quienes lo iban a acompañar. Él entraría en el huerto, delante de ellos, se acercaría a Jesús, y como amigo y discípulo que era de Él, lo saludaría y lo besaría, entonces, los soldados debían presentarse y prenderlo. Los soldados tenían orden de mantenerse cerca de Judas, vigilarlo estrechamente y no dejarlo ir hasta que cogieran a Jesús, porque había recibido su recompensa y temían que se escapase con el dinero y después de todo Jesús no fuera arrestado, o que apresaran a otro en su lugar. El grupo de hombres escogido para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del Templo y de otros que estaban a las órdenes de Anás y Caifás. Iban ataviados de forma muy parecida a los soldados romanos, pero éstos tenían largas barbas. Los veinte llevaban espadas. Además, algunos tenían picas y llevaban palos con linternas y antorchas, pero cuando emprendieron la marcha, no encendieron más que una, Al principio habían intentado que Judas llevara una escolta más numerosa, pero él dijo que eso los descubriría fácilmente, porque desde el monte de los Olivos se dominaba todo el valle. La mayoría de los soldados se quedaron pues en Ofel y fueron colocados centinelas por todas partes. Judas se marchó con los veinte soldados, pero fue seguido a cierta distancia de cuatro esbirros de la peor calaña, que llevaban cordeles y cadenas. Detrás de éstos venían los seis agentes, con los que Judas había tratado desde el principio.

Los soldados se mostraron amistosos con Judas hasta llegar al lugar donde el camino separa el huerto de los Olivos del de Getsemaní. Una vez allí, se negaron a que siguiera solo, y lo trataron con dureza e insolencia.

 

EL PRENDIMIENTO DE JESÚS

Cuando Jesús, con los tres apóstoles, llegó a donde se cruzan los caminos de Getsemaní y el huerto de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino. Hubo una discusión entre Judas y los soldados, porque aquél quería que se apartasen de él para poder acercarse a Jesús como amigo, a fin de que no pareciera que iba con ellos, pero los soldados le dijeron con rudeza: «Ni hablar, amigo, no te escurrirás de nuestras manos hasta que tengamos al Galileo.» Viendo que los ocho apóstoles corrían hacia Jesús al oír la disputa, llamaron a los cuatro esbirros que los seguían a cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles vieron, a la luz de la antorcha, aquella tropa de gente armada, Pedro quiso echarlos de allí por la fuerza y dijo: «Señor, nuestros compañeros están cerca de aquí, ataquemos a los soldados.» Pero Jesús le dijo que se mantuviera tranquilo y retrocedió algunos pasos. Cuatro de los discípulos salieron en ese momento del huerto de Getsemaní y preguntaron qué sucedía. Judas quiso contestarles y despistarlos contándoles cualquier cosa, pero los soldados se lo impidieron. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Natanael; este último era hijo del anciano Simeón, y junto con algunos otros enviados por los amigos de Jesucristo para saber noticias de Él, se había encontrado en Getsemaní con los ocho apóstoles. Otros discípulos andaban por aquí y por allí observando y prestos a huir si era necesario.

Jesús se acercó a la tropa y dijo en voz alta e inteligible: «¿A quién buscáis?» Los jefes de los soldados respondieron: «A Jesús de Nazareth». «Soy yo», replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras cuando los soldados cayeron al suelo como atacados de una apoplejía. Judas, que estaba todavía junto a ellos, se sorprendió, e hizo ademán de acercarse a Jesús. Nuestro Señor le tendió la mano y le dijo: «Amigo mío, ¿a qué has venido?» Y Judas, balbuceando, le habló de un asunto que le habían encargado. Jesús le respondió algo parecido a «Más te valdría no haber nacido», pero no recuerdo las palabras exactas. Mientras tanto, los soldados se habían puesto de pie y se acercaron a Jesús esperando el beso del traidor, que sería la señal para que ellos reconocieran al nazareno. Pedro y los demás discípulos rodearon a Judas y le llamaron traidor y ladrón; él intentó defenderse con toda clase de mentiras, pero no le sirvió de nada, porque los soldados lo defendían contra los apóstoles y con su actitud dejaban clara la verdad.

Jesús preguntó por segunda vez: «¿A quién buscáis?» Ellos volvieron a responder: «A Jesús de Nazaret.» «Soy yo, ya os lo he dicho; yo soy aquel a quien buscáis; dejad a estos que sigan su camino.» A estas palabras, los soldados cayeron por segunda vez con convulsiones semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado de nuevo por los apóstoles, exasperados contra él. Jesús les dijo a los soldados: «Levantaos», y ellos lo hicieron, al principio mudos de terror. Cuando recuperaron el habla conminaron a Judas a que les diera la señal convenida, pues tenían orden de coger a aquel a quien él besara. Entonces Judas se acercó a Jesús y le dio un beso, diciendo: «Maestro, yo te saludo.» Jesús le dijo: «Judas, ¿vendes al Hijo del Hombre con un beso?» Entonces los soldados rodearon inmediatamente a Jesús y los esbirros que se habían acercado lo sujetaron. Judas quiso huir, pero los apóstoles no se lo permitieron; se abalanzaron sobre los soldados, gritando: «Maestro, ¿debemos atacarlos con la espada?» Pedro, más impetuoso que los otros, cogió la suya, y, sin esperar la respuesta de Jesús, se lanzó contra Maleo, criado del Sumo Sacerdote, que intentaba apartar a los apóstoles, y le cortó la oreja derecha. Maleo cayó al suelo y siguió un gran tumulto.

Los esbirros querían atar a Jesús; los soldados los rodeaban. Cuando Pedro hirió a Maleo, el resto de los soldados se dispusieron a repeler el ataque de los discípulos que se acercaban, y a perseguir a los que huían. Cuatro discípulos aparecieron a lo lejos, y parecían dispuestos a intervenir, pero los soldados estaban todavía aterrorizados por su última caída, y no se atrevían a alejarse y dejar a Jesús sin un cierto número de hombres que lo vigilaran. Judas, que había huido tan pronto como dio el beso de traidor, fue detenido a poca distancia por algunos discípulos que le llenaron de insultos y reproches; pero los seis fariseos que venían detrás lo liberaron, y él escapó mientras los cuatro esbirros se ocupaban de atar a Nuestro Señor.

En cuanto Pedro atacó a Maleo, Jesús le había dicho en seguida: «Guarda tu espada en la vaina, pues el que empuña la espada, por espada perecerá. ¿Crees tú que yo no puedo pedir a mi Padre que me envíe dos legiones de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las profecías si lo que debe ser hecho no se hace?» Después dijo: «Dejadme curar a este hombre.» Y acercándose a Maleo, tocó su oreja, rezó y se restituyó. Los soldados estaban a su alrededor, con los esbirros y los seis fariseos, quienes, lejos de conmoverse con el milagro, seguían insultándolo diciéndole a la tropa: «Es un enviado del diablo. La oreja parecía cortada por sus brujerías, y por sus mismas artimañas ahora parece pegada de nuevo.»

Entonces, Jesús, dirigiéndose a ellos, dijo: «Habéis venido a cogerme como a un asesino, con armas y palos; todos los días he estado predicando en el Templo y no me habéis prendido. Pero ésta es vuestra hora, el poder de las tinieblas ha llegado.»

Los fariseos mandaron que lo atasen todavía más fuerte y se burlaban de él diciéndole: «No has podido vencernos con tus hechizos.» Jesús contestó, pero no recuerdo sus palabras; después de eso, los discípulos huyeron. Los cuatro esbirros y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados fueron afectados por el ataque, porque, como luego me fue revelado, estaban totalmente entregados al poder de Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco cayó aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que cayeron y se levantaron llegaron a convertirse después en cristianos. Estos soldados sólo habían rodeado a Jesús, pero no le habían puesto las manos encima. Maleo se convirtió instantáneamente tras su curación, y durante la Pasión sirvió de mensajero entre María y los otros amigos de Nuestro Señor.

Los esbirros ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos y de lo más bajo que se pueda imaginar. Eran pequeños, robustos y muy ágiles; por el color de su piel y su complexión, parecían esclavos egipcios; llevaban el cuello, los brazos y las piernas desnudos. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cuerdas nuevas y muy duras. Le ataron el puño derecho debajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo debajo del codo derecho. Alrededor de la cintura le pusieron una especie de cinturón con puntas de hierro, al cual le fijaron las manos con ramas de sauce; al cuello le pusieron una especie de collar de puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban sujetas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas con las cuales tiraban al Señor de un lado y de otro de la manera más cruel. Todas las cuerdas eran nuevas y yo creo que fueron compradas por los fariseos cuando acordaron arrestar a Jesús.

Encendieron las antorchas y la procesión se puso en marcha. Diez soldados caminaban delante; les seguían los esbirros, que iban tirando de Jesús por las cuerdas; detrás de ellos, los fariseos, que lo llenaban de injurias; los otros diez soldados cerraban la marcha. Los discípulos iban siguiéndolos a cierta distancia, dando gritos y fuera de sí por la pena. Juan seguía de cerca a los últimos soldados, hasta que los fariseos, viéndolo solo, ordenaron a los guardias que lo cogieran. Los soldados obedecieron y corrieron hacia él; pero logró huir dejando entre sus manos la prenda por la cual lo habían cogido. Se le habían quedado la sobretúnica, y no le quedaba puesto más que una túnica interior, corta y sin mangas, y una banda de lien­zo que los judíos llevan ordinariamente alrededor del cuello, de la cabeza y de los brazos. Los esbirros maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular bajamente a los seis fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos por encima de las piedras, por el lodo, e iban tirando de las cuerdas con toda su fuerza. En la mano llevaban otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res que lleva a la carnicería. Acompañaban este cruel trato de insultos tan innobles e indecentes, que no puedo repetirlos. Jesús estaba descalzo; además de su túnica ordinaria llevaba una túnica de lana sin costuras y una sobrevesta por encima. Cuando lo prendieron no recuerdo que presentasen ninguna orden ni documento legal de arresto. Lo trataron como a una persona fuera de la ley.

La comitiva avanzaba a buen paso. Cuando abandonaron el camino que queda entre el huerto de los Olivos y el de Getsemaní, torcieron a la derecha y pronto alcanzaron el puente sobre el torrente de Cedrón. Jesús no había pasado por este puente al ir al huerto de los Olivos, sino que tomó un camino que daba un rodeo por el valle de Josafat, y conducía a otro puente más al sur. El de Cedrón era muy largo, porque se extendía más allá de la ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del terreno. Antes de llegar a ese puente, vi como Jesús cayó dos veces en el suelo, a causa de los violentos tirones que le daban. Pero cuando llegaron a la mitad del puente dieron rienda suelta a sus brutales inclinaciones; empujaron a Jesús con tal violencia que lo echaron desde allí al agua, diciéndole que saciara su sed. Si Dios no lo hubiera protegido, la simple caída hubiera bastado para matarlo. Cayó primero sobre sus rodillas y luego sobre su cara, que pudo cubrirse con las manos que, si antes habían estado atadas, ahora estaban libres. No sé si por milagro o porque los soldados habían cortado las cuerdas antes de empujarlo al agua. La marca de sus rodillas, sus pies y sus codos, quedó milagrosamente impresa en la piedra donde cayó, y esta marca fue después un motivo de veneración para los cristianos. Esas piedras eran menos duras que el corazón de los impíos hombres que rodeaban a Nuestro Señor, y les tocó ser testigos de aquellos terribles momentos del Poder Divino.

No había visto beber a Jesús ni un trago, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el huerto de los Olivos, pero sí bebió entonces agua del Cedrón, cuando lo arrojaron en él, y entonces lo oí repetirse estas proféticas palabras de los Salmos que dicen: «En el camino beberá agua del torrente.» Los esbirros sujetaban siempre los cabos de las cuerdas con las que Jesús estaba atado. Como no pudieron hacerle atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, lo hicieron volver atrás y lo arrastraron de nuevo hasta arriba, hasta el borde del puente. Entonces, estos miserables lo hicieron caminar a empujones por él, llenándolo de insultos. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros, y apenas podía caminar. Al otro lado del puente, cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, pegándole con las cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su túnica mojada en medio de los insultos más infames. No era aún medianoche, cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro esbirros por un estrecho sendero, lleno de piedras, cardos y espinas. Los seis brutales fariseos caminaban tan cerca de Él como podían, pinchándolo constantemente con la punta de sus bastones, y viendo que los pies desnudos de Jesús eran desgarrados con las piedras o las espinas, exclamaban con cruel ironía: «Su precursor, Juan Bautista, no le ha preparado un buen camino», o bien: «Las palabras de Malaquías: «Enviaré a mi ángel para prepararte el camino», no pueden aplicarse aquí», etcétera. Y cada burla de ellos era como un estímulo para los esbirros, que incrementaban entonces su crueldad.

Los enemigos de Jesús vieron sin embargo que algunas personas iban apareciendo a la distancia, pues muchos discípulos se habían juntado al enterarse de que su Maestro había sido arrestado, y querían saber qué iba a pasar con Él. Ver a esa gente hacía sentir incómodos a los fariseos, que, temiendo algún ataque para intentar rescatar a Jesús, dieron voces para que les enviasen refuerzos. Vi salir de la puerta situada al mediodía del Templo unos cincuenta soldados portando antorchas y al parecer dispuestos a todo. El comportamiento de esos hombres era ofensivo; llegaban dando fuertes gritos, tanto para anunciar que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, causaron gran revuelo y entonces vi a Maleo y a algunos otros que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición, aprovechar la confusión ocasionada para escaparse al monte de los Olivos.

Cuando esta nueva tropa salió del arrabal de Ofel por la puerta de Mediodía, vi a los discípulos que se habían ido juntando a cierta distancia, dispersarse, unos hacia un lado y otros hacia otros. La Santísima Virgen y nueve de las santas mujeres, llevadas por su inquietud, fueron directamente al valle de Josafat, acompañadas por Lázaro, Juan, el hijo de Marcos, el hijo de Verónica y el hijo de Simón. Este último se hallaba en Getsemaní, con Natanael y los ocho apóstoles, y había huido cuando aparecieron los soldados. Estaba contándole a la Santísima Virgen lo que había pasado, cuando las tropas de refresco se unieron a las que llevaban a Jesús, y ella oyó sus gritos estridentes y vio las luces de las antorchas que portaban. Esa visión fue superior a sus fuerzas y la Virgen perdió el sentido. Juan la llevó a casa de María, la madre de Marcos.

Los cincuenta soldados eran un destacamento de una tropa de trescientos hombres que ocupaban la puerta y las calles de Ofel, pues el traidor Judas había dicho al Sumo Sacerdote que los habitantes de Ofel, pobres obreros en su mayoría, eran seguidores de Jesús y que podía temerse de ellos que intentaran libertarlo. El traidor sabía bien que Jesús había consolado, predicado, socorrido y curado a un gran número de aquellos pobres obreros. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se unieron a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y construyeron casas y levantaron tiendas para la comunidad, las situaron entre Ofel y el monte de los Olivos, y allí vivió san Esteban.

Los pacíficos habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados. Salieron de sus casas y corrieron a las calles, para ver lo que sucedía. Pero los soldados los empujaban brutalmente hacia sus casas, diciéndoles: «Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, ha sido apresado; el Sumo Sacerdote va a juzgarlo y será crucificado.» Al oír eso no se oían más que gemidos y llantos. Aquella pobre gente, hombres y mujeres, corrían aquí y allá llorando, o se ponían de rodillas con los brazos abiertos y gritaban al cielo recordando la bondad de Jesús. Pero los soldados los empujaban y los hacían entrar por fuerza en sus casas y no se cansaban de injuriar a Jesús, diciendo: «Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo». Sin embargo, no se atrevían a proceder con violencia, temiendo una insurrección, y se contentaban con alejar a la gente del camino por el que debía seguir Jesús.

Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía al Salvador, se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de nuevo y parecía no poder más. Entonces uno de los soldados, movido a compasión, dijo a los otros: «Ya veis que este pobre hombre está exhausto y no puede con el peso de las cadenas. Si hemos de conducirlo vivo al Sumo Sacerdote, aflojadle las manos para que al menos pueda apoyarse cuando caiga.» La tropa se paró y los esbirros le aflojaron las cuerdas; mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente cercana. Jesús le dio las gracias citando un pasaje de un profeta, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias de parte de los fariseos. Vi a estos dos soldados de repente iluminados por la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús e inmediatamente se unieron a sus discípulos.

La procesión se puso en marcha de nuevo y llegaron a la puerta de Ofel. Los soldados apenas podían contener a los hombres y mujeres que se precipitaban por todas partes. Era un espectáculo doloroso ver a Jesús pálido, desfigurado, lleno de heridas, con el cabello en desorden y la túnica húmeda y manchada, arrastrado con cuerdas y empujado con palos como un pobre animal al que llevan al matadero, entre esbirros sucios y medio desnudos y soldados groseros e insolentes. En medio de la multitud afligida, los habitantes de Ofel tendían hacia Él las manos que había curado de la parálisis y con la voz que Él les había dado, suplicaban a los verdugos: «Soltad a ese hombre, soltadle. ¿Quién nos consolará? ¿Quién curará nuestros males?»; y lo seguían con los ojos llenos de lágrimas que le debían la luz.

Pero al llegar al valle, mucha gente de la clase más baja del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos de Nuestro Señor, se habían unido a la escolta, y maldecían e injuriaban a Jesús y los ayudaban a empujar e insultar a los pacíficos habitantes de Ofel. La escolta siguió bajando, y después pasó por una puerta abierta en la muralla; dejaron a la derecha un gran edificio, restos de las obras de Salomón, y a la izquierda el estanque de Betsaida; después se dirigieron al oeste siguiendo una calle llamada Millo. Entonces torcieron un poco hacia Mediodía y, subiendo hacia Sión, llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no cesaron de maltratar a Jesús. Desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás, se cayó siete veces.

Los vecinos de Ofel, todavía consternados y agobiados por la pena, cuando vieron a la Santísima Virgen que, acompañada por las santas mujeres y algunos amigos se dirigía a casa de María, la madre de Marcos, situada al pie de la montaña de Sión, redoblaron sus gritos y lamentos, y se apretaron tanto alrededor de María, que casi la llevaban en volandas. María estaba muda de dolor y no despegó los labios al llegar a casa de María, madre de Marcos, hasta la llegada de Juan, quien le contó lo que había visto desde que Jesús salió del cenáculo. Después condujeron a la Virgen a casa de Marta, que vivía cerca de Lázaro. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús a distancia, corrieron a ver a algunos servidores del Sumo Sacerdote a quienes Juan conocía, con idea de lograr así entrar en las salas del Tribunal adonde su Maestro había sido conducido. Estos sirvientes, amigos de Juan, actuaban como mensajeros, y debían ir casa por casa de los ancianos y otros miembros del Consejo y avisarlos de que habían sido convocados. Deseaban ayudar a los dos apóstoles, pero no se les ocurrió sino vestirlos con una capa igual a la suya y que les ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de poder entrar en el Tribunal disfrazados, del cual estaban echando a todo el mundo. Los apóstoles se encargaron de convocar a Nicodemo, José de Arimatea y otras personas bien intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de esta manera consiguieron avisar a algunos amigos de su Maestro, que los fariseos por sí mismos no hubieran convocado. Judas, mientras tanto, andaba errante, con el diablo a su lado, como un insensato, por los barrancos de la parte sur de Jerusalén, donde se vertían los escombros e inmundicias de la ciudad…

 

MEDIDAS QUE TOMAN LOS ENEMIGOS DE JESÚS PARA LOGRAR SUS PROPÓSITOS

Anás y Caifás fueron informados en el acto del prendimiento de Jesús y empezaron a disponerlo todo. En su casa reinaba gran actividad. Las salas estaban iluminadas, las entradas con vigilantes, los mensajeros corrían por la ciudad para convocar a los miembros del Consejo, a los escribas y a todos los que debían tomar parte en el juicio. Muchos habían estado aguardando en casa de Caifás el resultado. Los ancianos de los diferentes estamentos acudieron también. Como los fariseos, saduceos y herodianos de todo el país se habían congregado en Jerusalén con motivo de la fiesta, y desde hacía largo tiempo se albergaban propósitos contra Jesús por parte de todos ellos y del Gran Consejo, el Sumo Sacerdote convocó a los que tenían más odio contra Nuestro Señor, con la orden de reunir y aportar todas las pruebas y testimonios posibles para el momento del juicio. Todos estos hombres, perversos y orgullosos, de Cafarnaum, Nazaret, Tirza, Gabara, etc., a los cuales Jesús había dicho muchas veces la verdad en presencia del pueblo, se encontraban en ese momento en Jerusalén. Cada uno buscaba entre la gente de su país, que había acudido a la fiesta, algunos que, por dinero, quisieran presentarse como acusadores contra Jesús. Pero todo, excepto algunas evidentes calumnias, se reducía a repetir las acusaciones que Jesús tantas veces había rebatido en las sinagogas.

No obstante, todos los enemigos de Jesús estaban llegando al Tribunal de Caifás, conducida por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los que se añadían muchos de los vendedores que Jesús echó del templo; muchos doctores orgullosos a los cuales había dejado sin argumentos en presencia del pueblo y algunos que no podían perdonarle el haberlos convencido de su error y llenado de confusión. Había asimismo una gran cantidad de impenitentes pecadores a los que él se había negado a curar, otros cuyos males habían vuelto a aquejar, jóvenes que no habían sido aceptados como discípulos, avariciosos a los que había exaltado con su generosidad; los defraudados en sus expectativas de un reino terrenal, corruptores a cuyas víctimas Él había convertido, y, en fin, todos los emisarios de Satán que por allí andaban. Esta escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y excitada por algunos de los principales enemigos de Jesús y acudía de todos lados al palacio de Caifás, para acusar falsamente de todos los crímenes al verdadero Cordero sin mancha, el que toma sobre sí los pecados del mundo para su expiación.

Mientras esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de Jesús estaban desconcertados y afligidos, pues no sabían el misterio que se iba a cumplir; andaban de aquí para allá, escuchaban todo lo que se decía del Maestro y gemían de desesperación. Si hablaban, los echaban; si callaban, los miraban de reojo; otros vacilaban y se escandalizaban. El número de los que perseveraban era pequeño; caminaban tristes y abatidos y sufrían en silencio. Entonces sucedía lo mismo que sucede hoy: se quiere servir a Dios pero sin dificultades, en lo fácil, que la cruz sea sostenida por otros.

Una vez acabados los preparativos de la fiesta, la grande y densa ciudad y las tiendas de los extranjeros que habían venido para la Pascua, se hallaban sumidos en el reposo tras las fatigas del día, cuando la noticia del arresto de Jesús los despertó a todos, enemigos y amigos, y por todos los puntos de la ciudad veíanse ponerse en movimiento a las personas convocadas por los mensajeros del Sumo Sacerdote. Caminaban a la luz de la luna o de sus antorchas por las calles desiertas a aquella hora, pues la mayoría de las casas carecían de ventanas exteriores, y las aberturas y puertas daban a un patio interior. Todos se dirigían directamente hacia Sión. Se oía llamar a las puertas, para despertar a los que aún dormían; en muchos sitios se producía alboroto, y mucha gente temió una insurrección. Los curiosos y los criados estaban atentos a lo que pasaba para ir a contarlo en seguida a los demás; el miedo a la revuelta hacía que se oyeran cerrar y atrancar muchas puertas.

La mayoría de los apóstoles y discípulos, llenos de terror, se movían por los valles que rodean Jerusalén y se escondían en las grutas del monte de los Olivos. Temblaban al encontrarse, se pedían noticias en voz baja, y el menor ruido interrumpía las conversaciones. Cambiaban sin cesar de escondrijo y se acercaban tímidamente a la ciudad en busca de noticias.

Mucha gente clama contra Jesús, muchos de los que más gritan han sido antes seguidores de Nuestro Señor, pero estos hipócritas ahora lanzan acusaciones contra Él. El asunto es mucho más serio de lo que en un principio parecía. Me gustaría saber cómo van a arreglárselas Nicodemo y José de Arimatea, que, a causa de su amistad con el Maestro y con Lázaro, no cuentan con la confianza del Sumo Sacerdote. Sin embargo, todo vamos a verlo.

El ruido era cada vez mayor alrededor del Tribunal de Caifás. Esta parte de la ciudad está inundada de luz de las antorchas y las lámparas. Los soldados romanos no intervienen en nada de lo que está pasando. No comprenden la excitación de la gente, pero han reforzado la vigilancia y doblado las guardias.

Alrededor de Jerusalén se oían los berridos de los muchos animales que los extranjeros habían traído para sacrificar. Inspiraba una cierta compasión el balido de los innumerables corderos que debían ser in­molados en el Templo al día siguiente. Uno solo iba a ser ofrecido en sacrificio sin abrir la boca, semejante al cordero al que conducen al matadero y no se resiste; el Cordero de Dios, puro y sin mancha; el verdadero cordero pascual, el propio Jesucristo.

El cielo estaba oscuro y la luna, de aspecto amenazador, se veía de color rojo; parecía ella también trastornada y temerosa de llegar a su plenitud, pues Jesús iba a morir en este momento. Al sur de la ciudad corre Judas Iscariote, torturado por su conciencia; solo, huyendo de su sombra, impulsado por el demonio. El infierno está desatado y miles de malos espíritus incitan por todas partes a los pecadores. La rabia de Satanás se aplica a aumentar la carga del Cordero. Los ángeles oscilan entre la pena y la alegría; quisieran postrarse ante el trono de Dios y obtener su permiso para socorrer a Jesús, pero sólo pueden adorar el milagro de la Divina Justicia y de la misericordia de Dios, que está en el cielo desde la eternidad y que ahora todo debe cumplirse. Pues los ángeles, al igual que nosotros, también creen en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, que nació de Santa María Virgen; que esta noche padecerá bajo Poncio Pilatos; que mañana será crucificado, muerto y sepultado; que subirá a los cielos, donde estará sentado a la diestra de Dios Padre y que desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; creen también en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

 

JESÚS ANTE ANÁS

A medianoche Jesús fue llevado al palacio de Anás y conducido a una gran sala. En la parte opuesta de la misma estaba sentado Anás, rodeado de veintiocho consejeros. Su silla estaba sobre una tarima a la que se subía por unos escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo habían arrestado, fue arrastrado por los esbirros hasta el primero de los escalones. El resto de la sala estaba abarrotada de soldados, de populacho, de criados de Anás y de falsos testigos que después debían acudir a casa de Caifás. Anás esperaba con gozo e impaciencia la llegada del Salvador. Estaba lleno de odio y sentía una alegría cruel porque Jesús hubiera caído por fin en sus manos. Era presidente de un Tribunal encargado de vigilar la pureza de la doctrina y de acusar delante del Sumo Sacerdote a quienes atentaban contra ella.

Jesús permanecía de pie, delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los verdugos sostenían los cabos de las cuerdas con las que tenía atadas las manos. Anás, viejo, flaco y seco, de barba rala, henchido de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa irónica, fingiendo no saber por qué estaba Jesús allí y extrañándose de que Jesús fuese el prisionero que le había sido anunciado. Le dijo: «Pero ¿cómo?, ¿no eres tú Jesús de Nazaret? ¿Y qué haces aquí?, ¿dónde están tus discípulos y tus numerosos seguidores? ¿Dónde está tu reino? Me temo que las cosas no han ido como tú esperabas. Creo que las autoridades han descubierto que no has comido el cordero pascual, del modo adecuado, en el Templo y donde debías hacerlo. ¿Es que quieres crear una nueva doc­trina? ¿Quién te ha dado permiso para predicar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina? ¿Callas? ¡Habla te ordeno!»

Entonces Jesús levantó la cabeza, miró a Anás y dijo: «He hablado ya en público innumerables veces delante de todo el mundo; he predicado siempre en el Templo, en las sinagogas donde se reúnen todos los judíos; jamás he dicho nada en secreto, todo el mundo ha podido oír mis palabras. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han venido a escucharme; mira a tu alrededor, están aquí, ellos saben lo que he dicho.» A estas palabras de Jesús el rostro de Anás se contrajo de rabia y furor. Un infame esbirro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el muy miserable dio, con su mano cubierta con un guante de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciéndole: «¿Así respondes al pontífice?» Jesús, a consecuencia de la violencia del golpe, cayó de lado sobre los escalones y la sangre le corrió por el rostro. La sala se llenó de insultos y risotadas y amargas palabras resonaron en ella. Los esbirros pusieron a Jesús en pie de malos modos; Nuestro Señor prosiguió luego con voz calmada: «Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»

Exasperado Anás por la serenidad de Jesús mandó a todos los que estaban presentes que prestaran testimonio de lo que le habían oído decir. Entonces estalló un sinfín de confusos clamores y de groseras imprecaciones. «Ha dicho que era rey, que Dios era su Padre, que los fariseos eran una generación adúltera; subleva al pueblo; cura en sábado; se deja llamar Hijo de Dios y Enviado por Dios; no observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, con publícanos y pecadores; se junta con las mujeres de mala vida; engaña al pueblo con palabras de doble sentido; etc., etc.» Todas estas acusaciones eran vociferadas a la vez; algunos de los acusadores lo insultaban y le dirigían gestos amenazantes y groseros, y los guardias le pegaban y le injuriaban también mientras le decían: «Habla. ¿Por qué no contestas a sus acusaciones?» Anás y sus consejeros añadían burlas a estos ultrajes y le decían: «¿Ésta es tu doctrina? Contéstanos gran soberano, hombre enviado por Dios, danos una muestra de tu poder.» Después Anás añadió: «¿Quién eres tú? Tan sólo el hijo de un oscuro carpintero.» A continuación, pidió material de escritura y en una gran hoja escribió una serie de grandes letras, cada una significando una acusación contra Nuestro Señor. Después enrolló la hoja y la metió dentro de una calabacita vacía que tapó con cuidado y ató a una caña. Se la presentó a Jesús, diciéndole con ironía: «Toma, éste es el cetro de tu reino; aquí constan todos tus títulos, tus dignidades y todos tus derechos. Llévaselos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te trate según tu dignidad. Que le aten las manos a este rey y lo lleven ante el Sumo Sacerdote.» Maniataron de nuevo a Jesús, sujetando también con ellas el simulacro de cetro que contenía las acusaciones de Anás, y lo condujeron a casa de Caifás, en medio de las burlas, de las injurias y de los malos tratos de la multitud.

 

JESÚS ES CONDUCIDO DE ANÁS A CAIFÁS

La casa de Anás quedaba a unos trescientos pasos de la de Caifás. El camino, flanqueado por paredes y casas bajas, todas ellas dependencias del Tribunal del Sumo Pontífice, estaba iluminado con faroles y abarrotado de judíos que vociferaban y se agitaban. Los soldados a duras penas podían abrirse paso entre la multitud. Los que habían ultrajado a Jesús en casa de Anás, repetían sus ultrajes delante del pueblo, y Nuestro Señor fue vejado y maltratado durante todo el camino. Yo vi a hombres armados haciendo retroceder a algunos grupos que parecían compadecerse de Nuestro Señor y dar dinero a los que más se distinguían por su brutalidad con Él y dejarlos entrar en el patio de Caifás.

Para llegar al Tribunal de Caifás hay que atravesar un primer patio exterior y se entra después en otro patio interior que rodea todo el edificio. La casa es rectangular. En la parte de delante hay una especie de atrio descubierto rodeado de tres tipos de columnas, que forman galerías cubiertas. A continuación, detrás de unas columnas bajas, hay una sala casi tan grande como el atrio, donde están las sillas de los miembros del Consejo sobre una elevación en forma de herradura a la que se llega tras muchos escalones. La silla del Sumo Sacerdote ocupa en el medio el lugar más elevado. El reo permanece en el centro del semicírculo. A uno y otro lado y detrás de los jueces hay tres puertas que comunican con una sala ovalada rodeada de sillas, donde tienen lugar las deliberaciones secretas. Entrando en esta sala desde el Tribunal se ven a derecha e izquierda puertas que dan al patio interior. Saliendo por la puerta de la derecha, se llega al patio, por la de la izquierda, a una prisión subterránea que está debajo de esta última sala.

Todo el edificio y los alrededores estaban iluminados por antorchas y lámparas y había tanta luz como si fuese de día. En medio del atrio se había encendido un gran fuego en un hogar cóncavo de cuyos lados partían los conductos para el humo. Alrededor del fuego se apiñaban soldados, empleados subalternos, testigos de la más ínfima categoría, comprados con dinero. Entre ellos había también mujeres que daban de beber a los soldados un licor rojizo y cocían panes que luego vendían.

La mayor parte de los jueces estaban ya sentados alrededor de Caifás, los otros fueron llegando sucesivamente. Los acusadores y los falsos testigos llenaban el atrio. Había allí una inmensa multitud a la que había que contener con fuerza para que no invadieran la sala del Consejo. Un poco antes de la llegada de Jesús, Pedro y Juan, vestidos como mensajeros, habían conseguido entrar camuflados entre la multitud y se hallaban en el patio exterior. Juan, con la ayuda de un empleado del Tribunal a quien conocía, pudo penetrar hasta el segundo patio, cuya puerta cerraron detrás de él a causa de la mucha gente. Pedro, que se había quedado un poco rezagado, se encontró ya la puerta cerrada, y no quisieron abrirle. Allí se hubiera quedado a pesar de los esfuerzos de Juan, si Nicodemo y José de Arimatea, que llegaban en aquel instante, no le hubiesen hecho entrar con ellos. Los dos apóstoles, despojados ya de los vestidos que les habían prestado, se colocaron en medio de la multitud que llenaba el vestíbulo, en un sitio desde donde podían ver a los jueces. Caifás estaba sentado en medio del semicírculo, rodeado por los setenta miembros del Sanedrín. A ambos lados de ellos estaban los funcionarios públicos, los escribas, los ancianos, y, detrás, los falsos testigos. Había soldados colocados desde la entrada hasta el vestíbulo, a través del cual Jesús debía ser conducido.

La expresión de Caifás era solemne en extremo, pero su gravedad iba acompañada de indicios de sorpresiva rabia y siniestras intuiciones. Iba ataviado con una capa larga de color oscuro, bordada con flores y ribeteada de oro, sujeta sobre el pecho y los hombros con unos broches de brillante metal. Iba tocado con una especie de mitra de obispo, de cuyas aberturas laterales pendían unas tiras de seda. Caifás llevaba allí algún tiempo, esperando junto a sus consejeros. Su impaciencia y su rabia eran tales, que sin poderse contener, bajó los escalones y, a grandes zancadas, se fue hasta el atrio para preguntar con ira si Jesús no llegaba. Viendo la procesión que se acercaba, Caifás volvió a su sitio.

 

JESÚS ANTE CAIFÁS

Jesús fue introducido en el atrio entre gritos, insultos y golpes. Al pasar cerca de Juan y de Pedro, los miró sin volver la cabeza, para no comprometerlos con su reconocimiento. En cuanto estuvo en presencia del Consejo, Caifás exclamó: «Al fin estás aquí, enemigo de Dios, blasfemo, que alteras la paz de esta santa noche.» La calabaza que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del ridículo cetro colocado entre las manos de Jesús. Después de leerlas, Caifás arremetió a preguntas burlescas contra Nuestro Señor; los verdugos le pegaban y empujaban con unos palos puntiagudos, diciéndole: «¡Contesta de una vez! ¡Habla! ¿Te has quedado mudo?» Caifás, cuyo temperamento era mucho más soberbio y arrogante que el de Anás, había dirigido a Jesús un millar de preguntas una tras otra, pero Nuestro Señor permanecía en silencio, con la mirada baja. Los esbirros querían obligarle a hablar, reiterando los empujones y los golpes.

Los testigos fueron llamados a declarar. En primer lugar los de clase más baja, cuyas acusaciones eran incoherentes e inconsistentes, como lo habían sido en el Tribunal de Anás, y no sirvieron para nada. Luego, los principales testigos, los fariseos y saduceos reunidos en Jerusalén provenientes de todos los lugares del país. Hablaban con calma pero sus maneras y la expresión de sus caras delataban que estaban repitiendo acusa­ciones aprendidas a las que, por otra parte, Jesús ya había respondido mil veces. Que curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos; que violaba el sábado; que sublevaba al pueblo; que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros; que había predicho la destrucción de Jerusalén; que frecuentaba a los publicanos y los pecadores; que se hacía llamar rey, profeta, Hijo de Dios, que siempre hablaba de su reino; que repudiaba el divorcio; que se llamaba Pan de la Vida, y decía quien no comiera su carne y bebiera su sangre no tendría vida eterna, etc.

De esta manera, sus palabras, sus enseñanzas y sus parábolas fueron siendo desfiguradas, mezcladas con injurias y presentadas como crímenes. Pero se contradecían unos a otros y perdían el hilo de sus relatos. El uno decía: «Se autoproclama rey.» El otro: «No permite que lo llamen así, y cuando han querido proclamarlo rey él se ha marchado.» Un tercero gritaba: «Dice que es Hijo de Dios.» Algunos decían que los había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos, que sus curas eran sólo sortilegios. Los fariseos de Seforis, con los cuales había discutido una vez sobre el divorcio, le acusaban de predicar falsas doctrinas; y un joven de Nazaret, a quien Jesús no quiso como discípulo, tuvo la bajeza de atestiguar contra él. Sin embargo, no eran capaces de establecer ninguna acusación bien fundamentada. Los testigos comparecían más bien para insultarlo que para citar hechos. Discutían entre sí, se contradecían, y mientras tanto Caifás y otros miembros del Consejo se dedicaban a injuriar a Jesús. «¿Qué clase de rey eres tú? Muéstranos tu poder. Llama a esas legiones de ángeles de las que hablaste en el huerto de los Olivos. ¿Qué has hecho del dinero de las viudas y los locos a quienes has engañado? Más te valdría haber callado ante gente de tan pocas luces: has hablado de más.»

Todos estos discursos estaban acompañados de golpes propinados por los empleados subalternos del Tribunal. Algunos miserables decían que era hijo ilegítimo; otros, al contrario, decían que su madre había sido una virgen piadosa en el Templo, que la habían visto casarse con un hombre temeroso de Dios. Reprochaban a Jesús y sus discípulos que no sacrificasen en el Templo. Esta acusación no tenía ningún valor, pues los esenios no hacían ningún sacrificio, y no estaban sujetos por ello a ninguna pena.

Algunos dijeron que había celebrado la Pascua en la víspera, y que eso iba contra la ley, y que el año anterior había hecho modificaciones en la ceremonia. Pero los testigos se contradecían tanto que Caifás y los suyos estaban llenos de rabia y de vergüenza, al ver que no encontraban contra Él ni un sólo argumento. Nicodemo demostró con textos antiguos que, desde tiempo inmemorial, los galileos tenían el permiso para celebrar la Pascua un día antes, añadiendo que por tanto la ceremonia había sido conforme a la ley y que algunos empleados del Templo habían participado en ella. Los fariseos lo miraron con furia e hicieron que continuara la audiencia de los testigos cada vez con más precipitación e imprudencia, con lo que no hacían más que revelar que sus únicos motivos eran la envidia y la maldad. Finalmente, presentaron dos testigos que dijeron: «Jesús aseguró que derribaría el Templo edificado por las manos de los hombres y que en tres días lo reedificaría sin intervención humana.» Pero tampoco éstos se pusieron totalmente de acuerdo en a qué Templo se refería Jesús, si al de Jerusalén o al lugar donde había celebrado la Cena pascual.

La cólera de Caifás era indescriptible, pues las crueldades ejercidas contra Jesús, las contradicciones de los testigos y la infatigable paciencia del Salvador, empezaban a producir una viva impresión sobre muchos de los presentes. Algunas veces la multitud silbaba a los testigos, el silencio de Jesús conmovía a algunos de los presentes, y diez soldados se sintieron tan trastornados por lo que estaban viendo que se retiraron bajo el pretexto de que estaban enfermos. Al pasar cerca de Pedro y de Juan les dijeron: «El silencio de Jesús de Nazaret ante un trato tan cruel es sobrehumano y partiría hasta un corazón de hierro. Decidnos, ¿adónde debemos ir?» Los dos apóstoles desconfiaban de ellos, pues reconocieron en ellos a algunos de los que habían prendido a Jesús, por lo que les respondieron en tono melancólico: «Si la verdad os llama, seguidla, y ella os guiará.» Entonces aquellos hombres salieron de la ciudad, encontraron a otros que los condujeron al otro lado del monte de Sión, a las grutas al sur de Jerusalén; hallaron en ellas a muchos discípulos escondidos que tuvieron miedo de ellos, pero los soldados pronto calmaron a sus hombres y les contaron los padecimientos de Jesús.

El intemperante Caifás, ya totalmente exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó, bajó dos escalones y dijo a Jesús: «¿Es que no vas a responder nada a lo que aquí está diciéndose de ti?»

Estaba muy irritado porque Jesús no le miraba. Entonces los esbirros, asiéndolo por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y lo llenaron de golpes, pero los ojos de Jesús permanecieron bajos. Caifás levantó las manos con viveza y dijo con tono de rabia: «Yo te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.» Se hizo un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de indecible majestad, hablando por su boca el Verbo Eterno, dijo: «Tú lo has dicho. Y yo te digo más: Veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Padre, entre las nubes del cielo.» Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi resplandecer, el cielo se abrió sobre él; no hay palabras humanas para expresarlo, vi a Dios, Padre Todopoderoso, vi a los ángeles y la oración de los justos como si clamasen y rezasen por Jesús. Me parecía oír la voz del Padre Divino a la vez que la de Jesús. Al mismo tiempo, vi abrirse el infierno debajo de Caifás, como una bola de fuego oscura llena de horribles figuras. Parecía sólo que una fina tela lo separase de él. Vi toda la rabia de los demonios concentrada contra Jesús. Vi muchos espectros horrendos entrar en la ma­yor parte de los asistentes. Y en ese momento, Nuestro Señor pronunció sus solemnes palabras: «Yo soy el Cristo, el hijo del Dios vivo.»

Entonces Caifás se irguió inspirado por el infierno, tomó el borde de su capa, lo cortó con su cuchillo y rasgándolo con solemnidad exclamó con voz grave: «¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? Todos hemos oído su blasfemia. ¿Cuál es vuestra sentencia?» Entonces, todos los presentes gritaron con voz terrible: «¡Es reo de muerte! ¡Es reo de muerte!» Durante este horrible griterío el furor del infierno llegó a su colmo. Parecía que las tinieblas celebraran su triunfo sobre la luz. Todos los que allí estaban y conservaban en ellos algo de bondad, fueron penetrados de tal horror que muchos se cubrieron la cabeza y se fueron. Los testigos más ilustres abandonaron turbados la sala donde ya no eran necesarios. Los demás se dirigieron al atrio, alrededor del fuego, donde les dieron de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los esbirros: «Os entrego a este rey, rendid al blasfemo los honores que merece.» En seguida se retiró con los miembros del Consejo a la sala ovalada situada detrás del Tribunal, y que quedaba fuera de la vista del atrio.

En medio de su amarga aflicción, Juan se acordó de la Santísima Madre de Jesús. Temió que la terrible noticia de la condena de su hijo llegara a sus oídos por boca de un enemigo que se diera de la manera más dolorosa; miró a Nuestro Señor, y dijo en voz baja: «Señor, Tú sabes por qué me marcho», y se fue del Tribunal a ver a la Virgen, como un enviado del mismísimo Jesús. Pedro, lleno de angustia y dolor, y sintiendo más penetrante el frío de la mañana, se acercó tímidamente a la lumbre del atrio, donde mucha gente estaba calentándose. Intentó ocultar su pena ante ellos, pero no podía irse de allí y dejar a su amado Maestro.

 

JESÚS ES VEJADO E INSULTADO

En cuanto Caifás salió del Tribunal con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor como un enjambre de avispas irritadas. Mientras se interrogaba a los testigos, los es­birros y otros miserables habían ido arrancando puñados de pelo de la barba de Jesús, le habían escupido, dado bofetadas, pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora se entregaban ya sin freno a su rabia insensata. Le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol, y se las volvían a quitar saludándolo con expresiones insultantes. Le decían: «Ved aquí al Hijo de David llevando la corona de su padre.» «He aquí al más grande que Salomón.» Así ridiculizaban las verdades eternas, que Jesús había predicado en forma de parábolas a aquellos a quienes venía a salvar. Después le pusieron una nueva corona sobre la cabeza, le arrancaron las vestiduras y el escapulario y le echaron en su lugar sobre los hombros una capa vieja hecha jirones, que por delante le llegaba apenas a las rodillas, le rodearon el cuello con una larga cadena de hierro, cuyas pesadas puntas en forma de anillos con púas le ensangrentaban las rodillas al caminar. Le ataron de nuevo las manos sobre el pecho, colocaron una caña entre ellas y le escupieron a la cara. Habían vertido toda especie de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte superior de la ridícula capa. Le taparon los ojos con un sucio trapo y le pegaban y le gritaban: «Oh, Cristo, profetiza quién te ha pegado.» Jesús no abría la boca, rogaba por ellos interiormente y suspiraba. En este estado, lo arrastraron con la cadena hasta la sala adonde se había retirado el Consejo. «Adelante, rey de paja — gritaban, pegándole con palos nudosos—, tienes que presentarte ante el Consejo con las insignias que has recibido de nosotros.» Una vez dentro, redoblaron sus burlas, riéndose de las cosas más sagradas. Cuando le escupían y le echaban lodo en la cara, le decían: «Recibe la unción, tu unción regia.» Y a continuación: «¿Cómo te atreves a presentarte en este estado delante del Gran Consejo? Tú siempre hablas de purificación y tú mismo no estás purificado; pero nosotros vamos a lavarte.» Y cogiendo un vaso de agua sucia e infecta, se lo vertieron sobre la cara y los hombros,postrándose de rodillas ante él y diciendo: «Ésta es tu preciosa unción, tu agua de nardo que costó trescientos dinares, tu bautismo en la piscina de Betesda», parodiando así impíamente el bautismo, y a la Magdalena vertiendo perfume sobre su cabeza.

Estas burlas establecían, sin darse cuenta, la semejanza entre Jesús con el cordero pascual, pues las víctimas de la Pascua habían sido lavadas primero en el estanque vecino a la puerta de las Ovejas, y después habían sido llevadas a la piscina de Betesda, donde habían recibido una aspersión ceremonial antes de ser sacrificadas en el Templo.

A continuación, arrastraron a Jesús alrededor de la sala, ante los miembros del Consejo, que continuaban dirigiéndose a él en un lenguaje insultante y abusivo. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas. Pero alrededor de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios, se veía un halo de luz. Muchos de los presentes debieron de percibir confusamente esto mismo, y veían con consternación que ni los ultrajes ni la ignominia alteraban su inexplicable majestad. Redoblábase con esto la rabia de ellos.

 

LA NEGACIÓN DE PEDRO

Conteniendo a duras penas sus lágrimas y su tristeza, Pedro se había acercado a la lumbre del atrio, silencioso y ensimismado. Pero entre los que alardeaban de su mal trato hacia Jesús y contaban sus gestas, su silencio y su tristeza lo hacían sospechoso. La portera se acercó al fuego escuchando las conversaciones y entonces, mirando a Pedro abiertamente, le dijo: «Tú estabas también con Jesús el Galileo.» Pedro, asustado, temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: «Mujer, yo no lo conozco; no sé por qué dices eso.» Entonces se levantó y queriendo apartarse de aquella compañía, se dirigió hacia el patio: en ese momento el gallo cantaba en la ciudad. No recuerdo haberlo oído, pero me parece que así fue. Cuando Pedro se iba, otra criada lo miró y dijo a los que estaban cerca: «Éste estaba también con Jesús de Nazaret», y los que habían junto a ella dijeron también: «Es cierto. ¿No eres tú uno de sus discípulos?» Pedro, cada vez más alarmado, replicó de nuevo, y dijo: «Yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre.»

Atravesando el primer patio llegó al patio exterior. Lloraba y su angustia y su pena eran tan grandes, que apenas se acordaba de lo que acababa de decir. En el patio exterior había mucha gente, algunos se habían subido sobre la tapia para oír algo. Había allí también algunos amigos y discípulos de Jesús a quienes la inquietud había hecho salir de las cavernas de Hinnón. Se acercaron a Pedro y le hicieron preguntas; pero éste estaba tan agitado que les aconsejó en pocas palabras que se retirasen, porque corrían peligro. En seguida se alejó de ellos, y ellos se fueron a su vez para volver a sus refugios. Eran dieciséis y, entre ellos reconocí a Bartolomé, Natanael, Saturnino, Judas Barnabás, Simeón (que fue después obispo de Jerusalén), Zaqueo y Manahén, el ciego de nacimiento curado por Jesús.

Pedro no podía hallar reposo y su amor a Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodeaba el edificio. Lo dejaban entrar porque José de Arimatea y Nicodemo lo habían introducido al principio. No entró en el atrio, sino que torció a la derecha y entró en la sala ovalada de detrás del Tribunal, en donde la chusma paseaba a Jesús en medio del griterío. Pedro se acercó tímidamente y, aunque vio que lo observaban como a un hombre sospechoso, no pudo evitar mezclarse con la gente que se agolpaba a la puerta para mirar. Jesús llevaba su corona de paja sobre la cabeza y miró a Pedro con tal tristeza y severidad que a éste se le partió el corazón. Pero no había superado su miedo y como oía decir a algunos «¿Quién es este hombre?», se volvió perturbado al patio; como allí también lo observaban, se acercó a la lumbre del atrio y se sentó un rato junto al fuego. Pero algunas personas que habían observado su agitación, se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos. Una de ellas le dijo: «Tú eres también uno de sus partidarios; eres galileo, tu acento te delata.» Cuando Pedro procuraba retirarse, un hermano de Maleo, acercándosele, le dijo: «¿No eres tú el que estaba con ellos en el huerto de los Olivos, el que le ha cortado la oreja a mi hermano?» Pedro, casi enloquecido de terror, empezó a balbucear jurando que no conocía a aquel hombre, y se fue corriendo del atrio al patio interior. Entonces el gallo cantó de nuevo, y Jesús, que en ese momento era conducido a la prisión a través del patio volvió a mirar a su apóstol con pena y compasión. Esa mirada le llegó a Pedro hasta lo más hondo, y recordó entonces las palabras de Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces tú me negarás tres veces.» Había olvidado sus promesas de morir antes que negarlo, y había olvidado sus advertencias; pero, cuando Jesús lo miró, sintió cuán enorme era su culpa y su corazón se consumió de tristeza. Había negado a su Maestro cuando estaba siendo ultrajado, cuando había sido entregado a jueces inicuos, mientras sufría en silencio y con paciencia todos sus tormentos. Abatido por el arrepentimiento, volvió al patio exterior, con la cabeza cubierta, llorando amargamente. Ya no temía que le interpelaran; en esos momentos hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era. ¿Quién, en medio de tantos peligros, de la aflicción, la angustia, entregado a una lucha tan violenta entre el amor y el miedo, exhausto, asediado por el miedo y una pena enloquecedora, con una naturaleza ardiente y sencilla como la de Pedro, se atreve a decir que hubiese sido más fuerte que él? Nuestro Señor lo dejó abandonado a sus propias fuerzas y Pedro fue débil, como todos los que olvidan sus palabras: «Velad y orad para que no caigais en la tentación.»

 

MARÍA EN CASA DE CAIFÁS

La Santísima Virgen estaba constantemente en comunicación espiritual con Jesús. María sabía todo lo que le sucedía; sufría con Él, rogaba como Él por sus verdugos, pero su corazón materno suplicaba también a Dios para que no permitiera que se consumara este crimen, para que apartara aquel sufrimiento de su Santísimo Hijo, y tenía un deseo irresistible de acercarse a Jesús. Cuando Juan llegó a casa de Lázaro y le contó el horrible espectáculo a que había asistido, le pidió que, junto con Magdalena y algunas de las santas mujeres la acompañara al lugar donde Jesús estaba sufriendo. Juan, que sólo se había alejado de su Divino Maestro para consolar a la que estaba más cerca de su corazón después de Él, accedió al instante, y condujo a las santas mujeres por las calles iluminadas por la luna, cruzándose con gente que volvía a su casa. Las mujeres iban con la cabeza cubierta, pero sus sollozos atrajeron sobre ellos la atención de algunos grupos, y tuvieron que oír palabras injuriosas contra Jesús. La Madre de Jesús, que había contemplado en espíritu el suplicio de su Hijo, guardó todas esas cosas en su corazón, junto con todo lo demás. Como Él, sufría en silencio pero más de una vez cayó sin conocimiento. Una de las veces que yacía desmayada en los brazos de las santas mujeres, bajo un portal de la villa interior, algunas gentes bien intencionadas que volvían de la casa de Caifás la reconocieron y se pararon un instante llenos de sincera compasión y la saludaron con estas palabras: ¡Te saludamos, desgraciada Madre!, ¡oh, la más afligida de las Madres!, ¡oh, Madre del Más Sagrado Descendiente de Israel!» María volvió en sí y les dio las gracias con afecto, y después continuó su triste camino.

Conforme se acercaba a la casa de Caifás, al pasar por el lado opuesto a la entrada, se tropezaron con un nuevo dolor, pues tuvieron que atravesar por un lugar donde estaban construyendo la cruz de Jesús debajo de una tienda. Los enemigos de Jesús habían mandado preparar una cruz en cuanto fueron a prenderlo, a fin de ejecutar la sentencia en cuanto fuese pronunciada por Pilatos, a quien confiaban en convencer fácilmente. Los romanos habían preparado ya cruces para dos ladrones y los trabajadores que tenían que hacer la de Jesús, maldecían por tener que trabajar por la noche; sus palabras atravesaron el corazón de María, que rogó por aquellas ciegas criaturas que construían blasfemando el instrumento de la redención de ellos y del suplicio de su Hijo. María, Juan y las santas mujeres, atravesaron el patio interior de la casa de Caifás y se detuvieron en la entrada de la sala. Ella estaba impaciente porque la puerta fuera abierta, pues sentía que sólo ella la separaba de su Hijo, quien al segundo canto del gallo había sido conducido a un calabozo que estaba debajo de la casa. La puerta se abrió al fin lentamente y Pedro se precipitó afuera, las manos extendidas, la cabeza cubierta y llorando amargamente. Reconoció a Juan y a la Virgen a la luz de las antorchas y de la luna, y fue como si su conciencia, despierta por la mirada del Hijo, redoblara ahora sus remordimientos ante la persona de la Madre. María le preguntó: «Simón, ¿qué ha sido de Jesús, mi Hijo?» Y estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma, de forma que no pudo resistir su mirada y le dio la es­palda retorciéndose las manos; pero María se acercó a él y le dijo con una profunda tristeza: «Simón, hijo de Juan, ¿por qué no me respondes?» Entonces Pedro exclamó llorando: «¡Oh, María!, tu Hijo está sufriendo más de lo que puedo expresar, no me hables. Ha sido condenado a muerte, yo he renegado de Él tres veces.» Juan se acercó para hablarle, pero Pedro, como fuera de sí, huyó del patio y se fue a la caverna del monte de los Olivos donde la piedra conservaba la huella de las manos de Jesús. Yo creo que en esa misma caverna fue donde nuestro padre Adán se refugió para llorar tras la caída.

La Santísima Virgen sentía en su herido corazón una inexpresable aflicción con este nuevo dolor de su Hijo, negado por el discípulo que lo había reconocido el primero como Hijo de Dios; incapaz de aguantarse en pie, cayó desfallecida cerca de la piedra en que se apoyaba la puerta y la marca de su mano y de su pie se imprimieron en ella. Las puertas del patio se quedaron abiertas a causa de la multitud que se retiraba después del encarcelamiento de Jesús. Cuando la Virgen volvió en sí, quiso acercarse a su Hijo. Juan la condujo delante de donde Nuestro Señor estaba encerrado. María oyó los suspiros de su Hijo y las injurias de los que lo rodeaban. Las santas mujeres no podían permanecer allí mucho tiempo sin ser vistas. Magdalena mostraba una desesperación demasiado evidente y muy violenta; en cambio, la Virgen por la gracia de Dios Todopoderoso, en lo más profundo de su dolor, conservaba la calma y la dignidad exterior. Entonces, fue reconocida y tuvo que oír estas crueles palabras: «¿No es ésta la Madre del Galileo? Su Hijo va a ser crucificado, pero no antes de la fiesta. A no ser que en efecto sea uno de los más grandes criminales.»

La Santísima Virgen abandonó el patio y se fue junto a la lumbre, en el atrio, donde todavía quedaba un resto del populacho. En el sitio exacto donde Jesús había dicho que era el Hijo de Dios y donde los hijos de Satanás habían gritado «Es reo de muerte», María perdió el conocimiento, y Juan y las santas mujeres tuvieron que recogerla, más muerta que viva. La gente no dijo nada y guardó un extraño silencio; como si un espíritu celestial hubiera atravesado el infierno. Las santas mujeres y Juan volvieron a pasar por el sitio donde estaban construyendo la cruz. Los obreros parecían encontrar tantas dificultades para acabarla como los jueces habían encontrado para poder pronunciar la sentencia. Sin cesar tenían que traer madera porque tal o cual pieza no servía o se rompía, hasta que los diferentes tipos de madera estuvieran combinados del modo que Dios quería. Vi que los santos ángeles los obligaban a empezar de nuevo hasta que todo fuese hecho como estaba escrito; pero no recuerdo muy bien todas las circunstancias, así que lo dejaré correr.

 

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Desde el encarcelamiento de Jesús a su condena a muerte, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Iglesia de la Flagelacion en Tierra Santa

JESÚS EN LA CÁRCEL

Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, del cual se conserva todavía una parte, bajo la sala de juicios de Caifás. Dos de los cuatro esbirros se quedaron con él, pero pronto fueron relevados por otros.

No le habían devuelto aún sus vestidos y seguía cubierto con la capa ridícula que le habían puesto. Le habían atado de nuevo las manos.

Cuando el Salvador entró en prisión, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los ultrajes, insultos y golpes que había sufrido y que tenía aún que sufrir como un sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que en sus padecimientos se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera. Los enemigos de Nuestro Señor no le dieron ni un solo instante de reposo. Lo ataron a un pilar en medio del calabozo y no le permitieron que se apoyara en él, de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies, cansados, heridos e hinchados. Es imposible describir todo lo que estos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos, porque su vista me afectaba de tal modo que me sentía verdaderamente enferma, como a punto de morir. ¡Qué vergonzoso, en efecto, que nuestra flaqueza nos impida contar sin repugnancia los innumerables ultrajes que el Redentor padeció por nuestra salvación! Jesús lo sufría todo sin abrir la boca, y fueron los hombres pecadores quienes perpetraron todos los ultrajes contra quien era su Hermano, su Redentor y su Dios. Jesús en su prisión, seguía rogando por sus enemigos, y cuando al fin le dieron un instante de reposo, le vi apoyado sobre el pilar y todo rodeado de luz. Estaba llegando el amanecer del día de su Pasión, del día de nuestra Redención, y se anunciaba con un tembloroso rayo de luz que entraba por el respiradero del calabozo, sobre nuestro cordero pascual cubierto de heridas. Jesús levantó sus manos atadas hacia la luz y dio gracias a su Padre en voz alta por el don de ese día deseado por los patriarcas y profetas y por el cual él mismo había suspirado con tanto ardor desde su llegada a la tierra, y respecto al cual había dicho a sus discípulos: «Debo ser bautizado con otro bautismo, y viviré esperando que se cumpla.» Jesús saludaba el día con una acción de gracias tan conmovedora en medio de sus sufrimientos que yo me sentía enormemente emocionada e intentaba repetir cada una de sus palabras como un niño. Era un espectáculo que rompía el corazón verlo acoger así el primer rayo de luz del gran día de su sacrificio. Los esbirros, que parecían haberse dormido un instante, se despertaron y lo miraron con sorpresa, pero no lo interrumpieron. Estaban trastornados y asustados. Jesús debió de estar todavía más o menos una hora en esa prisión.

 

JUDAS EN EL TRIBUNAL

Mientras Jesús estaba en el calabozo, Judas, que había estado vagabundeando de acá para allá, como un desesperado, por el valle de Hinón, se acercó al Tribunal de Caifás. Llevaba todavía colgada a su cintura la bolsa con las treinta monedas, el precio de su traición. Todo estaba en el mayor silencio, y preguntó a los guardias de la casa, sin darse a conocer, qué harían con el Galileo. Ellos le dijeron: «Ha sido condenado a muerte y será crucificado.» Fue oyendo aquí y allí hablar de las crueldades ejercidas contra Jesús, de su paciencia y de la solemne declaración que había pronunciado al amanecer delante del Gran Consejo. Judas se retiró detrás del edificio para no ser visto, pues huía de los hombres como Caín, y la desesperación dominaba cada vez más su alma. Pero el sitio adonde había ido a parar, era donde habían estado construyendo la cruz; las diversas piezas de que ésta se componía estaban colocadas en orden, y los obreros dormían junto a ellas. Judas se sintió lleno de horror al ver todo aquello y huyó; había visto el instrumento del cruel suplicio, al que había entregado a su Dios y Maestro. Vagó atenazado por la angustia y finalmente se escondió en los alrededores esperando la conclusión del juicio de la mañana.

 

EL JUICIO DE LA MAÑANA

Tan pronto como amaneció, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se reunieron de nuevo en la sala grande del Tribunal para celebrar un juicio según las normas, pues no era conforme a la ley que los delitos se juzgasen de noche. Debido a la urgencia, podía haber sólo una instrucción previa. La mayor parte de los miembros del Consejo habían pasado el resto de la noche en casa de Caifás, en donde les habían preparado camas. La asamblea era numerosa y se veía en todos los gestos gran precipitación. Deseaban condenar a Jesús a muerte, pero Nicodemo, José y algunos otros se opusieron a sus demandas y pidieron que se difiriera el juicio hasta después de la fiesta, alegando que una sentencia no podía basarse en las acusaciones presentadas ante el Tribunal porque todos los testigos se habían contradicho entre sí. El Sumo Sacerdote y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que se les oponían, que siendo ellos mismos sospechosos de haber favorecido la doctrina del Galileo, este juicio les disgustaba porque no les resultaba conveniente. Excluyeron incluso del Consejo a todos los que eran favorables a Jesús. Estos últimos protestaron la decisión y finalmente dijeron que se lavaban las manos de todo lo que allí pudiera decidirse y, abandonando la sala, se retiraron al Templo. Desde aquel día nunca más volvieron a ocupar sus asientos en el Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de sus jueces y que estuviesen listos para conducirlo ante Pilatos inmediatamente después. Los esbirros se precipitaron a la cárcel, desataron las manos de Jesús, le arrancaron la capa vieja con que le habían cubierto, lo obligaron a ponerse su túnica cubierta de inmundicias, le rodearon el cuerpo con cuerdas y lo sacaron del calabozo. Todo esto lo hicieron precipitadamente y con una horrible brutalidad. Jesús fue conducido entre la multitud, ya reunidos enfrente de la casa y, cuando lo vieron tan horriblemente desfigurado por los malos tratos dispensados, vestido sólo con su túnica manchada, en lugar de sentir compasión, lo miraron con disgusto, y el desagrado les inspiró nuevas crueldades; pues la piedad era algo desconocido por el duro corazón de estos judíos.

Caifás, que no hacía el más mínimo esfuerzo por disimular su rabia contra Jesús, que se presentaba delante de él en un estado tan deplorable, le dijo: «Si tú eres el Cristo, si eres el Mesías, dínoslo.» Jesús levantó la cabeza y dijo con gran dignidad y calma: «Si os lo digo, no me creeréis, y si os lo pregunto a vosotros no me responderéis ni me dejaréis marchar; pero desde hoy el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios Todopoderoso.» Se miraron unos a otros y con desdeñosa sonrisa, preguntaron a Jesús: «¿Eres tú, pues, el Hijo de Dios?» Y Jesús respondió: «Tú lo has dicho, lo soy.» Al oír estas palabras exclamaron: «¿Para qué necesitamos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de su propia boca.» Mandaron atar de nuevo a Jesús y poner una cadena a su cuello, como se hacía con los condenados a muerte, para conducirlo ante Pilatos. Habían enviado ya un mensajero a éste para avisarle de que iban a llevarle a un criminal, para que lo juzgara, pues era preciso darse prisa a causa de la fiesta. Hablaban entre sí con indignación de la obligación que tenían de ir al gobernador romano para que éste legalizase la sentencia; porque en las materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del Templo, no podían ejecutar las sentencias de muerte sin su consentimiento. Uno de los cargos que iban a presentar ante Pilatos era que Jesús era enemigo del Emperador y bajo este aspecto la condena era competencia de Pilatos. Los soldados estaban ya formados delante de la casa; había también muchos enemigos de Jesús y mucha gentuza. El Sumo Sacerdote y una parte de los miembros del Sanedrín iban delante, seguidos por el pobre Salvador rodeado de los esbirros y los soldados. La muchedumbre cerraba la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la ciudad, y se di­rigieron al palacio de Pilatos. Una parte de los sacerdotes que habían asistido al último juicio se dirigieron al Templo, donde todavía tenían mucho que hacer.

 

LA DESESPERACIÓN DE JUDAS

Mientras conducían a Jesús a casa de Pilatos, Judas, el traidor, oyó lo que se decía en el pueblo; escuchó palabras como éstas: «Lo llevan ante Pilatos, el Sanedrín lo ha condenado a muerte; el descreído va a ser crucificado; ha sido muy mal tratado; sólo dice que es el Mesías; lo matarán por eso; el descreído que lo ha vendido era uno de sus discípulos», etc. Entonces, la angustia, el arrepentimiento y la desesperación lucharon en el alma de Judas. Echó a correr, pero el peso de las treinta monedas colgadas de su cintura, era para él como una espuela del infierno; sujetó la bolsa con la mano a fin de que al correr no le molestasen. Corría tan rápido como podía. No para ir a echarse a los pies de Jesús y pedirle perdón; no para morir con Él; no para confesar su crimen, sino para expiar lejos de Él y de los hombres su crimen y el precio de su traición.

Corrió como un insensato hasta el Templo, donde muchos miembros del Consejo se habían reunido después del juicio de Jesús. Se miraron atónitos, y con una risa burlona lanzaron una mirada altiva sobre Judas, quien fuera de sí arrancó de su cintura la bolsa con las treinta monedas y, entregándosela con la mano derecha, dijo desesperado: «Tomad vuestro dinero, con el cual me habéis hecho entregaros a un hombre justo; tomad vuestro dinero y soltad a Jesús. Rompo nuestro pacto; he pecado gravemente vendiendo sangre inocente.» Los sacerdotes lo miraron con desprecio, apartaron sus manos del dinero que les entregaba para no manchárselas tocando la recompensa del traidor y le dijeron: «¿Qué nos importa a nosotros que hayas pecado? Si crees haber vendido sangre inocente, no es asunto nuestro. Nosotros sabemos lo que hemos comprado y lo hallamos digno de la muerte. El dinero es tuyo, no queremos saber más de ti.» Estas palabras dichas en tan duro tono, provocaron en Judas tal rabia y desesperación que se puso frenético; los cabellos se le erizaron sobre la cabeza, rasgó la bolsa que contenía las monedas, las arrojó al suelo del Templo y corrió fuera de la ciudad.

De nuevo lo vi correr como un insensato por el valle de Hinón. Satanás estaba a su lado y, para llevarlo a la desesperación, iba recitándole al oído todas las maldiciones de los profetas sobre esta tierra, donde los judíos habían sacrificado sus hijos a los ídolos. Cuando estaban llegando al torrente de Cedrón y tenían a la vista el monte de los Olivos, el diablo le dijo: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?» Judas empezó a temblar, volvió los ojos y oyó entonces estas otras palabras: «Amigo, ¿a qué vienes? Judas, ¿vas a entregar al Hijo del Hombre con un beso?» Penetrado de horror hasta el fondo de su alma, comenzó a perder la razón y, entregado a horribles pensamientos, llegó al pie de la montaña. Un lugar desolado, lleno de escombros e inmundicias; el discordante sonido de la ciudad resonaba en sus oídos y Satanás le decía: «Quien vende a alguien y recibe el precio de su traición, merece la muerte. Pon fin a tu desgracia, acaba de una vez, miserable, acaba con la desgracia!» Entonces, Judas, desesperado, cogió su cinturón y se colgó de un árbol que crecía en un hoyo y que tenía muchas ramas. Cuando se hubo ahorcado, su cuerpo reventó y sus entrañas se esparcieron por el suelo.

 

JESÚS ES CONDUCIDO ANTE PILATOS

La inhumana turba que conducía a Jesús desde Caifás hasta Pilatos, lo llevaron por la parte más frecuentada de la ciudad. Bajaron la montaña de Sión por el lado del norte, atravesaron una calle estrecha situada en su parte baja y se dirigieron por el valle de Acra a lo largo de la parte occidental del Templo, hacia el palacio y el Tribunal de Pilatos, situado al nordeste del Templo, enfrente del gran fortín o de la gran plaza. Caifás, Anás y muchos miembros del Gran Consejo iban delante, con sus vestidos de fiesta, les seguían un gran número de escribas y judíos, entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los fariseos que se habían destacado en la acusación de Jesús. A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de una tropa de soldados y de seis esbirros, los que habían asistido a su arresto. La muchedumbre afluía de todos lados y se unía a ellos con gritos e imprecaciones; los grupos se atropellaban por el camino. Jesús iba cubierto sólo con su túnica interior, toda llena de inmundicias; de su cuello colgaba la larga cadena, que le golpeaba y hería las rodillas cuando andaba; sus manos estaban atadas como la víspera; los esbirros sostenían los cabos de las cuerdas que le habían atado a la cintura y con ellas lo conducían. Estaba desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, con la cara ensangrentada; las injurias y los malos tratos proseguían sin cesar. Habían reunido mucha gente con objeto de hacer una desgraciada parodia de su entrada triunfal el Domingo de Ramos. Se burlaban llamándole rey, y echaban en el suelo palos y trapos, le cantaban canciones que hacían alusión a su entrada triunfal entre ramos de palma.

En la esquina de un edificio, no lejos de la casa de Caifás, esperaba la Madre de Jesús, junto con Juan y Magdalena esperando verlo. El alma de la Santísima Virgen estaba siempre unida a la de Jesús, pero impulsada por su amor, quería acercarse a Él personalmente. Tras su visita nocturna al Tribunal de Caifás había estado en el cenáculo, sumida en un silencioso dolor; cuando Jesús era sacado de nuevo de la prisión para ser presentado a los jueces, ella se levantó, se puso su velo y su capa y dijo a Juan y a Magdalena: «Sigamos a mi Hijo a casa de Pilatos; tengo que verlo con mis propios ojos.» Se colocaron en un sitio por donde la comitiva debía pasar y esperaron. La Madre de Jesús sabía bien lo horriblemente que estaba su­friendo su Hijo, pero su vista interior nunca habría podido concebir que la crueldad de los hombres lo hubiera dejado tan desfigurado y golpeado; porque, en su figuración, sus grandes dolores aparecían calmados por la santidad, el amor y la paciencia. Pero entonces, se presentó ante su vista la terrible realidad. Primero pasaron los orgullosos enemigos de Jesús, los sacerdotes del Dios verdadero con sus trajes de fiesta, revestidos con sus decisiones tomadas y su alma llena de mentira y maldad. Los sacerdotes de Dios se habían vuelto sacerdotes de Satanás. A continuación, venían los falsos testigos, los acusadores sin fe, y el pueblo con sus clamores. Al final de todos llegó Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, su Hijo, desfigurado, maltratado, atado, empujado, arrastrado, cubierto de una lluvia de injurias y de maldiciones. Él hubiera sido perfectamente irreconocible incluso para su Madre, sí ella no hubiera visto al instante el contraste entre su comportamiento y el de aquellos viles atormentadores Él solo en medio de la persecución sufriendo con resignación. Alzando sus manos sólo para suplicar al Padre Eterno el perdón de sus enemigos.

Cuando Él se acercaba, ella no pudo contenerse y exclamó: «¡Ay! ¿Es éste mi Hijo? Sí, lo es. Es mi amado Hijo. ¡Oh, Jesús, mi Jesús!» Al pasar delante de ellos, Jesús la miró con una expresión de gran amor y ternura y ella cayó totalmente inconsciente. Juan y Magdalena se la llevaron. Pero apenas volvió en sí, se hizo acompañar por Juan al palacio de Pilatos.

Jesús debió de experimentar en este camino la aguda pena de ver cómo hay amigos que nos abandonan en la desgracia. Los habitantes de Ofel, que tanto querían y debían a Jesús, estaban a la orilla del camino y cuando le vieron en aquel estado de abatimiento, su fe se tambaleó, y ya no pudieron seguir creyendo que era un rey, un profeta, el Mesías, el Hijo de Dios. Y los fariseos utilizaban contra ellos el amor que habían sentido por Jesús. Así se enfriaron sus corazones, debido al terrible ejemplo que les daban las personas más respetadas del país, el Sumo Sacerdote y el Sane­drín o Gran Consejo. Los mejores se retiraron dudando, los peores se unieron a la turba en cuanto les fue posible, pues los fariseos habían puesto guardias para mantener el orden.

 

EL PALACIO DE PILATOS Y SUS ALREDEDORES

Al pie del ángulo nordeste de la montaña del Templo está situado el palacio del gobernador romano Pilatos. Queda bastante elevado, pues se accede a él por una gran escalera de mármol, y domina una plaza espaciosa rodeada de columnas bajo cuyos porches se colocan los mercaderes. Un puesto de guardia y cuatro entradas interrumpen esta plaza que los romanos llaman foro. Éste queda más elevado que las calles que salen de ella, y está separada del palacio de Pilatos por un patio espacioso. A este patio se entra por un claustro que hay en su parte oriental, y que da sobre una calle que conduce a la puerta de las Ovejas y al monte de los Olivos; hacia poniente hay otro claustro por donde se va a Sión por el barrio de Acra. Desde la escalera del palacio se ve, hacia el norte, el foro, a cuya entrada hay columnas y bancos, encarados hacia palacio. Los sacerdotes judíos no iban más allá de estos bancos, para no contaminarse. Cerca de la puerta occidental del patio, hay un puesto de guardia que linda al norte con la plaza y al mediodía con el pretorio de Pilatos. Se llamaba pretorio a la parte del palacio donde Pilatos celebraba los juicios. El puesto de guardia estaba rodeado de columnas, en cuyo centro había un espacio descubierto que debajo tenía las prisiones, en las que en aquellos momentos permanecían cautivos los dos ladrones. Había muchos soldados romanos. No lejos de este puesto de guardia se elevaba sobre la plaza misma la columna donde Jesús sería atado. Enfrente del puesto de guardia, en la propia plaza., hay una elevación con algunos bancos de piedra; es como un Tribunal. Desde este sitio, llamado Gábbata, Pilatos pronuncia sus juicios. La escalera que da al palacio conduce a una terraza descubierta, desde donde Pilatos se dirige a los acusadores, sentados en los bancos de piedra a la entrada de la plaza.

 

JESÚS ANTE PILATOS

Eran poco más o menos las seis de la mañana según nuestra cuenta del tiempo, cuando la tropa que conducía al maltratado Salvador llegó a la plaza frente al palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los miembros del Sanedrín se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del Tribunal. Jesús fue arrastrado más allá, hasta la escalera de Pilatos. Éste se hallaba en la terraza, recostado sobre una especie de sofá y delante tenía una mesa de tres pies. Junto a él, a ambos lados, había oficiales y soldados; próximas al grupo se exhibían las insignias del poder romano. Cuando Pilatos vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con tono despreciativo: «¿Qué venís a hacer aquí a esta hora? ¿Por qué habéis maltratado al prisionero de esta manera? ¿Empezáis a ejecutar a vuestros criminales antes de que sean juzgados?» Ellos no respondieron, pero dijeron a los guardias: «Adelante, conducidlo al tribunal»; y a Pilatos: «Escucha nuestras acusaciones contra este malhechor. Nosotros no podemos entrar en el Tribunal para no volvernos impuros.» En cuanto hubieron pronunciado estas palabras, un hombre de gran estatura y de aspecto venerable gritó con voz potente: «Así es, no debéis entrar en el pretorio, pues está santificado con sangre inocente. Sólo Él puede entrar ahí, pues sólo Él es tan puro como los inocentes que aquí fueron masacrados.» Quien así había hablado y que a continuación desapareció entre la multitud, se llamaba Sadoch, era un hombre rico, primo de Obed, el marido de Serafia, llamada después Verónica; dos hijos suyos estaban entre los inocentes degollados por orden de Herodes en el patio de aquel Tribunal cuando nació el Salvador.

Tras aquella horrible vivencia él se había retirado del mundo y, junto a su mujer, se había unido a los esenios. Había conocido a Jesús en casa de Lázaro y había escuchado sus enseñanzas, y sus palabras le habían dado consuelo por primera vez tras el espantoso asesinato de sus hijos; él estaba dispuesto a testimoniar públicamente a favor de Jesús.

Los acusadores de Nuestro Señor estaban irritados por la altivez de Pilatos y por la humilde actitud que tenían que guardar en su presencia. Los brutales guardianes hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y le condujeron así al fondo de la terraza, desde donde Pilatos se dirigía a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verlo tan horriblemente desfigurado por los malos tratos recibidos y conservando sin embargo una admirable expresión de dignidad, su desprecio hacia los miembros del Consejo se redobló; les dijo que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les preguntó en tono imperioso: «¿De qué acusáis a este hombre?» Ellos respondieron: «Si no fuese un malhechor no habríamos acudido ante ti.» Pilatos replicó: «Lleváoslo y juzgadlo según vuestra Ley.» Los judíos le contestaron: «Tú sabes que nosotros no podemos condenar a muerte.» Los enemigos de Jesús estaban furiosos; querían que el juicio hubiese acabado y su víctima ejecutada antes de la fiesta, para poder sacrificar luego el cordero pascual.

Cuando Pilatos finalmente les pidió que presentasen sus acusaciones, alegaron tres principales, apoyada cada una por diez testigos; esforzándose sobre todo en mostrarle a Pilatos que Jesús era el cabecilla de una conspiración contra Roma. Lo acusaron primero de engañar al pueblo, de perturbar la paz pública y excitar a la sedición. Dijeron después que faltaba al sábado curando incluso en ese día. Aquí Pilatos los interrumpió diciendo: «Evidentemente, vosotros no estáis enfermos, porque si no no estaríais tan encolerizados contra la sanación en sábado.» Añadieron que inculcaba al pueblo horribles doctrinas; decía que si no comían su carne y bebían su sangre no alcanzarían la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dijo a los judíos: «Al parecer también vosotros queréis alcanzar la vida eterna; pues parecéis muy deseosos de comer su carne y beber su sangre.»

La segunda acusación contra Jesús era que animaba al pueblo a no pagar el tributo al Emperador. Estas palabras indignaron a Pilatos, que les dijo con un tono autoritario: «¡Eso es un gran embuste! Lo sé mucho mejor que vosotros.» Entonces los judíos profirieron gritando la tercera acusación: «Aunque este hombre es de baja extracción, se ha convertido en cabecilla de muchos y pretende proclamarse rey; estos días pasados hizo una entrada tumultuosa en Jerusalén y se ha hecho dar los honores reales. Ha predicado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el rey prometido a los judíos.» Esto también fue apoyado por diez testigos.

Esta última acusación de que Jesús se hacía llamar el Cristo, el rey de los judíos, dejó a Pilatos pensativo. Fue desde la terraza al Tribunal, que estaba al lado, echó al pasar una atenta mirada sobre Jesús y mandó a los guardias que lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de espíritu ligero y fácil de perturbar. Había oído hablar de los hijos de sus dioses que habían vivido sobre la tierra; tampoco ignoraba que los profetas de los judíos habían anunciado desde hacía mucho tiempo un Ungido del Señor, un Rey Libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. Había oído también de los Reyes del Oriente, que habían visitado al rey Herodes en busca del rey de los judíos. Pero le parecía ridículo que acusaran precisamente a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de abatimiento, de haberse creído ese Mesías y ese rey. Sin embargo, como los enemigos de Jesús habían presentado eso como traición al Emperador, mandó llevar a Jesús a su presencia para interrogarle.

Pilatos miró a Jesús sin poder disimular la impresión que le causaba su porte sereno, y le dijo: «¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?» Jesús respondió: «¿Lo preguntas porque tú lo crees posible, o porque otros te lo han dicho?» Pilatos, ofendido porque Jesús pudiera creer que él pudiera hacerse semejante pregunta, le dijo: «¿Soy acaso judío para ocuparme de semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos, porque, según dicen, mereces morir. Dime lo que has hecho.» Jesús le contestó con majestad: «Mi reino no es de este mundo. Si lo fuese, tendría servidores que lucharían por mí, para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo.» Pilatos se sintió perturbado con estas solemnes palabras, y le dijo: «Entonces, ¿me estás diciendo que en verdad eres un rey?» Jesús respondió: «Tú lo has dicho, soy un rey. He nacido y he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que pertenece a la verdad escucha mi voz.» Pilatos lo miró y, levantándose, dijo: «¿La verdad? ¿Qué es la verdad?» Luego le dijo a Jesús algunas otras cosas que no recuerdo y volvió a la terraza.

Las palabras de Jesús estaban más allá de la comprensión de Pilatos. Pero lo que sí veía éste claro era que no era un rey que pudiera perjudicar al Emperador, puesto que no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador se inquietaba poco de los reinos del otro mundo. Y así dijo a los sacerdotes desde la terraza: «No encuentro ningún crimen en este hombre.» Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas partes se vertió un torrente de acusaciones contra Jesús. Pero Nuestro Señor permanecía silencioso, y oraba por los pobres hombres, y cuando Pilatos se volvió hacia Él diciéndole: «¿No respondes nada a estas acusaciones?», Jesús no pronunció ni una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir: «Veo claramente que las acusaciones son falsas.» Pero la furia de los acusadores aumentaba cada vez más, y dijeron: «¡Cómo! ¿No hallas crimen en él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar al pueblo y extender su doctrina por todo el país, desde Galilea hasta aquí?» Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un momento, y preguntó: «¿Este hombre es galileo y súbdito de Herodes?» «Sí —respondieron ellos—, sus padres han vivido en Nazaret y actualmente está empadronado en Cafarnaum.» «Pues, si es súbdito de Herodes —replicó Pilatos—, llevádselo a él. Él puede juzgarlo.» Entonces mandó conducir a Jesús fuera y envió un oficial a Herodes para avisarle que le iban a llevar a Jesús de Nazaret, súbdito suyo, para que lo juzgara. Pilatos tenía dos motivos para sentirse satisfecho. Por un lado, se libraba de juzgar a Jesús, pues aquel asunto no le gustaba. Por otro, aprovechaba esta ocasión para complacer a Herodes, quien, según le había dicho, tenía curiosidad por conocer a Jesús.

Los enemigos de Nuestro Señor, furiosos al ver que Pilatos los trataba así en presencia del pueblo, hicieron recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y arrastrándolo y llenándolo de insultos y golpes, en medio de la multitud que llenaba la plaza, lo llevaron hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy distante. Algunos soldados romanos se habían unido a la escolta.

Claudia Procla, mujer de Pilatos, que tenía grandes deseos de hablar con Jesús, mientras conducían a éste a casa de Herodes, subió a escondidas a una galería elevada y desde allí miró con preocupación y angustia cómo se lo llevaban a través del foro.

 

ORIGEN DE LA DEVOCIÓN DEL VIA CRUCIS

Mientras duró la comparecencia ante Pilatos, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando, sumidos en un profundo dolor. Cuando Jesús era conducido a Pilatos, Juan, junto con la Santísima Virgen y Magdalena recorrieron todos los lugares en los que Jesús había estado desde que lo prendieron. Así, volvieron a casa de Caifás, de Anás, por Ofel a Getsemaní, al huerto de los Olivos, y en todos los sitios donde Nuestro Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían por Él. La Virgen se prosternó más de una vez y besó la tierra allí donde su Hijo se había caído. Magdalena se retorcía las manos y Juan lloraba, las consolaba, las levantaba, las conducía más lejos. Éste fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a los misterios de la Pasión de Jesús aun antes de que ésta se cumpliera.

 

PILATOS Y SU MUJER

Mientras Jesús era conducido a casa de Herodes, yo vi a Pilatos ir con su esposa Claudia Procla. Ella corrió a encontrarse con él y juntos fueron a una casita situada sobre una elevación del jardín, detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy asustada. Era una mujer alta y hermosa, aunque extremadamente pálida. Tenía un velo echado por la cabeza, pero aun así se veían los cabellos colocados alrededor de la cabeza con algunos adornos; llevaba pendientes, un collar y sobre el pecho una especie de broche que sostenía su largo vestido. Habló durante mucho rato con Pilatos, le rogó que, por todo lo que para él fuera más sagrado, que no le hiciese ningún mal a Jesús, el profeta, el Santo de los Santos, y le relató los extraordinarios sueños y visiones que había tenido sobre Jesús la noche anterior. Mientras hablaba, yo vi la mayor parte de estas visiones; pero tengo más confuso cómo seguían. En primer lugar, ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús: la Anunciación de María, el Nacimiento de Jesús, la Adoración de los pastores y de los reyes, la huida a Egipto, la tentación en el desierto, etc. Jesús siempre se le apareció rodeado por un halo de luz, y vio también la maldad y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles, vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, así como la angustia de su Madre. Estas visiones le causaron gran inquietud y tristeza. Había sufrido toda la noche y había visto cosas unas veces muy claras y otras muy confusas y, cuando aquella mañana la había despertado el ruido de la tropa que conducía a Jesús, miró hacia ellos. Y entonces, vio a Nuestro Señor, reconoció a aquel de quien tantas cosas aquella noche le habían sido reveladas; ahora desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se había trastornado ante lo que vio, y por eso había ido a buscar a Pilatos, y le había contado con vehemencia y emoción todo lo que le acababa de suceder. Ella no lo comprendía por completo y no podía expresarlo bien, pero rogaba, instaba, suplicaba encarecidamente a su marido en los más afectuosos términos que escuchara su súplica.

Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que decía su mujer con lo que había ido oyendo aquí y allí sobre Jesús, se acordaba de la furia de los judíos, del silencio de Jesús, de sus misteriosas respuestas a sus preguntas. Dudó durante algún rato pero finalmente cedió a los ruegos de su mujer y le dijo que no lo condenaría, porque había visto que todas las acusaciones eran maquinaciones de los judíos. Le contó también las propias palabras que había oído de Jesús y prometió a su mujer no condenarlo; como prenda de su promesa le dio un anillo.

Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, ambicioso y al mismo tiempo extremadamente orgulloso; no retrocedía ante las acciones más vergonzosas si éstas podían beneficiarlo, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones más ridículas cuando estaba en una situación difícil. En esa circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía incienso en un lugar secreto de su casa, pidiéndoles señales. Una de sus prácticas supersticiosas era ver comer a los pollos sagrados. Pero todas estas cosas me parecían tan ignominiosas y tan infernales, que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente, después temía que sus dioses se vengaran de él, porque tenía a Jesús por una especie de semidios, que podía perjudicar a sus dioses, con lo que su muerte sería un triunfo de éstos. Luego, se acordaba de las visiones de su mujer y tenían un gran peso en la balanza en favor de la libertad de Jesús. Acabó por decidirse por esta última opinión. Quería ser justo, pero tenía que anteponer sus objetivos, por la misma razón por la que había preguntado a Jesús: «¿Qué es la verdad?» La mayor confusión reinaba en sus ideas e influía en sus actos, y su único deseo era no arriesgarse.

Cada vez era mayor el número de gente que se agolpaba en la plaza y en la calle por donde debían conducir a Jesús. Los grupos se formaban según unas ciertas pautas, dependiendo de la población, de donde cada uno había subido a la fiesta. Los fariseos, los más rencorosos de todos, estaban con sus correligionarios, trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los soldados romanos eran numerosos en el puesto de guardia de Pilatos, y muchos de ellos se habían mezclado con la muchedumbre.

 

JESÚS ANTE HERODES

El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad. No estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Italia y Suiza, se habían unido a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadones que formaban una especie de trono. Estaba rodeado por cortesanos y guerreros. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo entraron y se acercaron a él. Jesús se quedó en la puerta. Herodes se sentía muy halagado al ver que Pilatos reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, su derecho a juzgar a un galileo. También se alegraba de ver ante él, en un estado de humillación y degradación, a aquel Jesús que nunca se había dignado presentarse. Juan el Bautista había hablado de Jesús en términos tan magníficos, y había oído tantos relatos sobre él contados por los herodianos y todos sus espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Tenía la maravillosa oportunidad de someterlo a interrogatorio delante de los cortesanos y de los miembros del Sanedrín y así poder mostrar su erudición. Pilatos le había mandado decir que él no había hallado ningún crimen en aquel hombre, y él creyó que aquello era un aviso para que tratase con desprecio a los acusadores. Lo hizo así, con lo que aumentó la furia de éstos de manera indescriptible.

En cuanto estuvieron en presencia de Herodes empezaron a vociferar sin orden las acusaciones, pero Herodes miró a Jesús con curiosidad. Sin embargo, cuando lo vio tan desfigurado, lleno de golpes, con el cabello en desorden, la cara ensangrentada y la túnica manchada, aquel príncipe voluptuoso y afeminado sintió una mezcla de asco y compasión, pronunció el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia y dijo a los sacerdotes: «Lleváoslo y lavadlo; ¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan sucio y tan lleno de heridas?» Los esbirros llevaron a Jesús al patio, cogieron agua en un cubo y lo limpiaron sin dejar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad, queriendo imitar la conducta de Pilatos, y les dijo: «Ya se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes del tiempo.» Los sacerdotes repetían con empeño sus quejas y sus acusaciones. Cuando volvieron a traer a Jesús ante él, Herodes, fingiendo compasión, mandó que le dieran al prisionero un vaso de vino para reparar sus fuerzas, pero Jesús negó con la cabeza y no quiso beber. Herodes habló con énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que obrara un prodigio. Jesús no respondía una palabra y se mantenía ante él con los ojos bajos, lo que irritó y desconcertó a Herodes. Sin embargo, no quiso exteriorizarlo y prosiguió con sus preguntas. Primero manifestó sorpresa y quiso ser persuasivo: «¿Cómo es posible que te traigan ante mí como a un criminal? He oído hablar mucho de ti. Sabes que me has ofendido en Tirza, cuando has libertado, sin mi permiso, a los presos que yo tenía allí. Pero seguro que lo hiciste con buena intención. Ahora que el gobernador romano te envía a mí para juzgarte, ¿qué tienes que responder a las cosas de que se te acusa? ¿Guardas silencio? Me han hablado mucho de la sabiduría de tus doctrinas. Quisiera oírte responder a tus acusaciones. ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el rey de los judíos? ¿Eres tú el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros, haz alguno delante de mí. Tu libertad depende de mí. ¿Es verdad que has dado la vista a los ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos, dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no respondes? Hazme caso, obra uno de tus prodigios, eso te será útil.» Como Jesús continuaba callando, Herodes siguió hablando con más insistencia: «¿Quién eres tú? ¿Quién te dio ese poder? ¿Por qué lo has perdido ya? ¿Eres tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa? Unos reyes del Oriente vinieron a ver a mi padre para saber dónde podían encontrar al rey de los judíos recién nacido, ¿es verdad, como dicen, que ese niño eres tú? ¿Cómo pudiste escapar de la muerte que sufrieron tantos niños? ¿Cómo pudo ser eso? ¿Por qué han pasado tantos años sin que supiéramos de ti? ¡Responde! ¿Qué especie de rey eres tú? En verdad que no veo nada regio en ti. Dicen que hace poco te han conducido en triunfo hasta el Templo, ¿qué significa eso? Habla, pues, ¡respóndeme!» Toda esa retahila de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús.

Luego me fue mostrado, y yo en realidad lo sabía, que Jesús no le habló porque estaba excomulgado a causa de su casamiento adúltero con Herodías y por haber ordenado la muerte de Juan el Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el silencio de Jesús y comenzaron otra vez sus acusaciones. Le dijeron que Jesús había tachado al propio Herodes de manera que durante años había trabajado mucho para derrocar a su familia; que había querido establecer una nueva religión y que había celebrado la Pascua la víspera. Herodes, aunque irritado contra Jesús, no perdía nunca de vista sus proyectos políticos. No quería condenar a Jesús porque sentía ante él un terror secreto y tenía con frecuencia remordimientos por la muerte de Juan el Bautista; además, detestaba a los sacerdotes, que no habían querido excusar su adulterio y lo habían excluido de los sacrificios a causa de este pecado. Y sobre todo, no quería condenar a alguien a quien Pilatos había declarado inocente, y él quería devolverle la cortesía y mostrar deferencia hacia la decisión del gobernador romano en presencia del Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo. Pero llenó a Jesús de improperios y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: «Coged a ese insensato y rendid a ese rey burlesco los honores que merece; es más bien un loco que un criminal.»

Condujeron al Salvador a un gran patio donde lo hicieron objeto de burla y escarnio. Este patio estaba entre las dos alas del palacio, y Herodes los miró algún tiempo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo instaron de nuevo a condenar a Jesús, pero Herodes les dijo de modo que lo oyesen los soldados romanos: «Sería un error condenarlo.» Quería decir sin duda que sería un error condenar a quien Pilatos había hallado inocente.

Cuando los miembros del Sanedrín y los demás enemigos de Jesús, vieron que Herodes no quería atender a sus deseos, enviaron algunos de los suyos al barrio de Acra, para decir a muchos fariseos que había en él, que se juntaran con sus partidarios en los alrededores del palacio de Pilatos. Distribuyeron también dinero a la multitud para excitarla a pedir tumultuosamente la muerte de Jesús. Otros se encargaron de amenazar al pueblo con la ira del cielo si no obtenían la muerte de aquel blasfemo sacrilego. Debían añadir que si Jesús no moría, se uniría a los romanos para exterminar a los judíos y que ése era el reino al que siempre se refería. Además, debían hacer correr la voz de que Herodes lo había condenado, pero que era necesario que el pueblo se pronunciara; que se temía que, si se ponía en libertad a Jesús, sus partidarios turbarían la fiesta y los romanos llevarían a cabo una cruel venganza contra los judíos. Extendieron también los rumores más contradictorios y los más adecuados para inquietar al pueblo, a fin de irritarlos y sublevarlos. Algunos de ellos, mientras tanto, daban dinero a los soldados de Herodes, para que maltratasen a Jesús hasta la muerte, pues deseaban que perdiese la vida antes de que Pilatos le concediese la libertad.

Mientras los fariseos estaban ocupados en estos asuntos, Nuestro Salvador sufría los suplicios para los que los soldados de Herodes habían sido comprados. Éstos lo empujaron en el patio, y uno de ellos trajo un gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero y que había contenido algodón. Le hicieron un agujero con una espada y entre grandes risotadas se lo echaron a Jesús sobre la cabeza. Otro soldado trajo un pedazo de tela colorada y se la pusieron al cuello; entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le pegaban porque no había querido responder a su rey; le dedicaban mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como para hacerlo danzar; habiéndole tirado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio de modo que su sagrada cabeza daba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron y comenzaron otra vez los insultos. Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes y cada uno se quería distinguir inventando algún nuevo ultraje para Jesús. Algunos estaban pagados por los enemigos de Nuestro Señor específicamente para darle golpes en la cabeza. Jesús los miraba con un sentimiento de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero éstos eran utilizados por ellos para burlarse más y nadie tenía piedad de él, de su cabeza ensangrentada. Tres veces lo vi caer bajo los golpes, pero vi también ángeles que le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo los golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron al pobre ciego Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y menos crueles que aquellos hombres. El tiempo apremiaba; los sacerdotes tenían que ir al Templo, y cuando supieron que allí todo estaba dispuesto, como lo habían mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste, sordo a sus peticiones, seguía fiel a sus ideas relativas a Pilatos, y le devolvió a Nuestro Señor cubierto de su vestido de escarnio.

 

JESÚS ES LLEVADO DE HERODES A PILATOS

Los enemigos de Jesús que lo habían llevado de Pilatos a Herodes estaban avergonzados de tener que volver al sitio en donde ya había sido declarado inocente; por eso tomaron otros caminos mucho más largos, para que en otra parte de la ciudad pudieran verlo también en medio de su humillación y asimismo para dar tiempo a sus agentes para que agitaran a las masas según sus proyectos. El camino que siguieron esta vez era más duro y más desigual y en todo el trayecto no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le dificultaba andar, por lo que se cayó muchas veces en el lodo y ellos lo levantaban a patadas y dándole golpes en la cabeza. Recibió ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como de la gente que se iba añadiendo por el camino. Jesús pedía a Dios que no le dejara morir bajo los golpes para poder cumplir su Pasión y nuestra redención. Alrededor de las ocho y cuarto la comitiva llegó al palacio de Pilatos. La multitud era muy numerosa, los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban y enfurecían. Pilatos, acordándose de la sedición de los celadores galileos de la última Pascua, había reunido a mil hombres, apostados en los alrededores del pretorio, en foro y ante su palacio. La Santísima Virgen, su hermana mayor María, la hija de Helí, María la hija de Cleofás, Magdalena y alrededor de veinte santas mujeres se habían colocado en un sitio desde donde podían verlo todo. Al principio, Juan estaba también con ellas. Jesús, cubierto de sus vestiduras de loco, era conducido por los fariseos entre los insultos de la muchedumbre, pues éstos habían conseguido juntar a la chusma más insolente y perversa de toda la ciudad. Un criado enviado por Herodes había ido ya a decir a Pilatos que su amo le estaba muy reconocido por su deferencia y que no habiendo hallado en el célebre galileo más que a un pobre loco, lo había ataviado como tal y como tal se lo devolvía. Pilatos quedó muy complacido al ver que Herodes había llegado a su misma conclusión y le mandó de vuelta un cumplido mensaje.

Jesús había llegado pues de nuevo a la casa de Pilatos. Los esbirros lo hicieron subir la escalera con su acostumbrada brutalidad; la túnica se le enredó entre los pies y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se tiñeron de la sangre de su sagrada cabeza. Los enemigos de Jesús que se habían ido colocando a la entrada de la plaza, se rieron de su caída y los esbirros, en lugar de ayudarlo a levantarse, la emprendieron con su inocente víctima. Pilatos estaba reclinado en su especie de diván, con su mesita delante y estaba rodeado de oficiales y de escribas. Se echó un poco hacia adelante y dijo a los acusadores de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como un agitador del pueblo y yo no lo he hallado culpable de lo que le imputáis. Herodes tampoco encuentra crimen en él; por consiguiente, lo voy a mandar azotar y a dejarlo libre.»

Al oír esto, violentos murmullos se elevaron entre los fariseos, y más dinero fue repartido entre la chusma. Pilatos recibió con gran desprecio estas agitaciones y respondió con sarcasmo. Era el tiempo precisamente en que el pueblo se presentaba cada año ante él para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de un preso. Los fariseos habían enviado a sus agentes para excitar la multitud a no pedir este año la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos confiaba en poder librar en cambio a Nuestro Señor, por lo que tuvo la idea de dar a escoger entre él y un famoso criminal llamado Barrabás. Era convicto de un asesinato durante una sedición y de otros muchos crímenes, y todo el mundo le aborrecía. Se produjo un considerable revuelo entre la multitud, un grupo, llevando a su cabeza sus oradores, gritaban a Pilatos: «Haced lo que siempre habéis hecho en esta fiesta.» Pilatos les dijo: «Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que deje libre, a Barrabás o al rey de los judíos, Jesús, que es el Ungido del Señor?»

Aunque Pilatos no creía que Jesús fuera el rey de los judíos, lo llamaba así porque ese orgulloso romano se complacía en mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan pobre; pero, en parte, le daba también ese nombre porque tenía cierta supersticiosa creencia en que Jesús era en efecto un rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos. Ante su pregunta hubo alguna duda en la multitud y sólo unas pocas voces gritaron: «¡Barrabás!» Pilatos, avisado por el criado de su mujer, salió de la terraza un instante, y el criado le presentó el anillo que él le había dado a su esposa, y le dijo: «Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana.» Mientras tanto, los fariseos trabajaban afanosamente, para ganarse la gente, lo que no les costaba mucho trabajo.

María, María Magdalena, Juan y las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, temblando y llorando, y aunque la Madre de Jesús sabía que no había salvación para los hombres sino mediante la muerte de Jesús, ella estaba muy afligida y deseaba apartarlo del suplicio que iba a sufrir. Y cuanto más grande era el amor de esta Madre por su Santísimo Hijo, tanto mayores eran los tormentos que ella sufría viendo lo mucho que Él padecía en cuerpo y alma. Tenía alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos quería libertar a Jesús. No lejos de ella había grupos de gente de Cafarnaum que Jesús había curado y a quienes había predicado; hacían como si no las conociesen y, si sus miradas se cruzaban, las apartaban rápidamente. Pero María y todos pensaban que éstos a lo menos rechazarían a Barrabás, y salvarían la vida de su bienhechor y Redentor. Pero no fue así.

Pilatos había devuelto el anillo a su mujer, asegurándole que su intención era cumplir su promesa. Se sentó de nuevo junto a la mesita. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo habían tomado a su vez asiento y Pilatos volvió a preguntar en voz alta: «¿A cuál de los dos queréis que liberte?» Entonces en la plaza se elevó un clamor general: «A Barrabás.» Y Pilatos dijo entonces: «¿Qué queréis que haga entonces con Jesús, el que se llama el Cristo?» Todos gritaron tumultuosamente: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» Pilatos dijo por tercera vez: «Pero ¿qué mal os ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte. Voy a mandarlo azotar y a libertarlo.» Pero el grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo» se elevó por todas partes como una tempestad infernal. Los miembros del Sa­nedrín y los fariseos se agitaban con rabia y gritaban furiosos. Entonces el débil Pilatos dejó libre al perverso Barrabás y condenó a Jesús a la flagelación.

 

LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Pilatos, el más voluble e irresoluto de los jueces, había pronunciadovarias veces estas palabras ignominiosas: «No encuentro crimen en Él; lo mandaré azotar y lo dejaré libre.» Pero los judíos continuaban gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Sin embargo, Pilatos estaba decidido a que su voluntad prevaleciera y no tuviera que condenar a muerte a Jesús, por lo que lo mandó azotar a la manera de los romanos. Entonces, los esbirros, a empellones, llevaron a Jesús a la plaza, en medio del tumulto de un pueblo rabioso. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del puesto de guardia, había una columna de azotes. Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús; llevaban un cinto alrededor del cuerpo y el pecho cubierto de una especie de piel, los brazos desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de ellos ejercían de verdugos en el pretorio.

Estos hombres habían ya atado a esta misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron con las cuerdas a pesar de que El se dejaba conducir sin resistencia; una vez en la columna, lo ataron brutalmente a ella. Esta columna estaba aislada y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto extendiendo el brazo hubiera podido tocar su parte superior. A media altura había insertados anillos y ganchos. No se puede describir la crueldad con que esos perros furiosos se comportaron con Jesús. Le arrancaron los vestidos burlescos con que lo había hecho ataviar Herodes y casi lo tiraron al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras lo trataban de aquella manera, Él no dejó de rezar, y volvió un instante la cabeza hacia su Madre, que estaba rota de dolor en una esquina cercana a la plaza y que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le ataron las manos levantadas en alto, a una de las anillas de arriba y extendieron tanto sus brazos hacia arriba, que sus pies, atados fuertemente a la parte inferior de la columna apenas tocaban el suelo. El Santo de los Santos fue sujetado con violencia a la columna de los malhechores y dos de éstos, furiosos, comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Los látigos o varas que usaron primero parecían de madera blanca y flexible, o puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro o blando.

Nuestro amado Señor, el Hijo de Dios, el Dios verdadero hecho Hombre, temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos suaves y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa tempestad y cubrían sus quejidos llenos de dolor y de plegarias. Gritaban: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Pues Pilatos seguía parlamentando con el pueblo. Y, antes de que él hablara, una trompeta sonaba en medio del tumulto para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos, y el balido de los corderos pascuales que eran lavados en la piscina de las ovejas. Ese balido era un sonido conmovedor; en esos momentos eran las únicas voces que se unían a los quejidos de Jesús.

El pueblo judío se mantenía a cierta distancia de la columna; los soldados romanos ocupaban diferentes puntos, muchas personas iban y venían, silenciosas o profiriendo insultos; unas pocas parecían conmovidas, y parecía como si rayos de luz surgidos de Jesús llegaran hasta sus corazones. Yo vi jóvenes infames, casi desnudos, que preparaban varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino. Algunos agentes del Sumo Sacerdote y el Consejo daban dinero a los verdugos. Les trajeron también un cántaro de una bebida espesa y roja, de la que bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los dos verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros. El cuerpo del Salvador estaba cubierto de manchas negras, azules y coloradas y su sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas a la inocente víctima.

La noche había sido extremadamente fría y la mañana oscura y nublada, incluso con algo de lluvia. Por eso sorprendió a todo el mundo que, en un momento determinado, el día se abriera y el sol brillara con fuerza.

La segunda pareja de verdugos empezó a azotar a Jesús con redoblada violencia. Usaban otro tipo de vara. Eran de espino, con nudos y puntas. Sus golpes rasgaron toda la piel de Jesús, su sangre salpicó a cierta distancia y ellos se mancharon los brazos con ella. Jesús gemía y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza montados sobre camellos, se paraban un momento y quedaban inundados de horror y pena cuando la gente les explicaba lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan o que habían oído los sermones de Jesús en la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos.

Dos nuevos verdugos sustituyeron a los últimos mencionados. Éstos pegaron a Jesús con correas que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah!, ¿con qué palabras podría describirse este terrible y sobrecogedor espectáculo? Sin embargo, su rabia aún no estaba satisfecha; desataron a Jesús y lo ataron de nuevo a la columna, esta vez con la espalda vuelta hacia ella. No pudiéndose sostener, le pasaron cuerdas sobre el pecho, debajo de los brazos y por debajo de las rodillas, y le ataron las manos por detrás de la columna. Su mucha sangre y la piel destrozada cubrían su desnudez. Entonces se echaron sobre Él como perros furiosos. Uno de ellos le pegaba en la cara con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era una sola llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos arrasados de sangre y parecía que les suplicara misericordia, pero la rabia de ellos se redoblaba y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles.

La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora sin interrupción, cuando un extranjero de la clase inferior, un pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, surgió de la multitud y se precipitó sobre la columna con una hoz en la mano, y gritó indignado: «¡Basta! Deteneos! No podéis azotar a este inocente hasta matarlo.» Los verdugos, borrachos, se detuvieron sorprendidos; él cortó rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna y se escondió en la multitud. Jesús cayó casi sin conocimiento al pie de la columna, sobre el suelo empapado en sangre. Los verdugos lo dejaron allí y se fueron a beber, tras haber pedido vino a los criados, y se reunieron con sus compañeros, que estaban en el cuerpo de guardia, tejiendo la corona de espinas. Nuestro Señor seguía caído al pie de la columna, bañado en su propia sangre; vi entonces a dos o tres mujeres públicas de aire desvergonzado acercarse a Jesús con curiosidad, cogidas de la mano. Se detuvieron un instante, mirando con disgusto. En este momento, el dolor de las heridas fue tan intenso, que alzó la cabeza y las miró con sus ojos ensangrentados. Entonces ellas se apartaron mientras los soldados les decían palabras groseras. Con gran esfuerzo, Jesús tomó el lienzo y se cubrió con él.

Durante la flagelación, vi muchas veces a ángeles llorando en torno a Jesús, y oí su oración por nuestros pecados subiendo sin cesar hacia su Padre en medio de los golpes que le daban. Mientras estaba tendido al pie de la columna, vi a un ángel ofrecerle de beber de una vasija un brebaje luminoso que le dio fuerzas. Los soldados volvieron y le pegaron patadas y palos, obligándolo a levantarse. En cuanto estuvo en pie, no le dieron tiempo para ponerse la túnica, sino que se la echaron sobre los hombros y con ella se limpió la sangre que le corría por la cara. Lo condujeron al sitio donde estaba sentado el Consejo de los sacerdotes, que gritaron: «¡Mátalo! ¡Crucifícale!», y volvieron la cara con repugnancia. Después, Jesús fue conducido al patio interior del cuerpo de guardia, donde no había soldados, sino esclavos, esbirros y malhechores, en fin, la hez de la población.

Como la muchedumbre estaba muy agitada, Pilatos mandó venir un refuerzo de la guarnición romana de la torre Antonia. Esta tropa, en buen orden, rodeó el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de Jesús, pero les estaba prohibido abandonar sus puestos. Pilatos quería mantener así controlado al pueblo. Los soldados sumaban mil hombres.

 

MARÍA DURANTE LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Vi a la Santísima Virgen en trance continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban anegados en lágrimas. Estaba cubierta de un velo y tendida en los brazos de María de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja y se parecía mucho a Ana, su madre; María de Cleofás, hija de María de Helí, estaba también con ella. Las amigas de María y de Jesús estaba temblando de dolor y de inquietud, rodeando a la Virgen y llorando a la espera de la sentencia de muerte. María llevaba un vestido largo azul parcialmente cubierto por una capa de lana blanca y un velo de un blanco amarillento. Magdalena estaba pálida y abatida por el dolor. Tenía los cabellos en desorden debajo de su velo. Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que Jesús sería libertado y que su Madre necesitaría esa tela para curar sus llagas o si esta pagana compasiva sabía qué uso iba a darle la Santísima Virgen a su regalo. Habiendo vuelto en sí, María vio a su Hijo, tododesgarrado, conducido por los soldados; Él se limpió los ojos llenos de sangre para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia Él, y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado la muchedumbre, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado. Escondidas por las otras santas mujeres y por otras personas bien intencionadas que las rodeaban, se agacharon cerca de la columna y limpiaron por todas partes la Sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Juan estaba entonces con las santas mujeres, que eran veinte. Los hijos de Simeón y de Obed, el de Verónica, así como Aram y Temni, sobrinos de José de Arimatea, estaban ocupados en el Templo. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación.

 

JESÚS VEJADO Y CORONADO DE ESPINAS

Durante la flagelación de Jesús, Pilatos se dirigió muchas veces a la multitud, que una vez le gritó: «Debe morir, aunque debamos morir también nosotros.» Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron de nuevo: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Después de esto hubo un rato de silencio. Pilatos dio órdenes diversas a sus soldados y los miembros del Sanedrín mandaron a sus criados a que les trajesen de comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos instantes para consultar a sus dioses, y ofrecerles incienso.

La Santísima Virgen y las santas mujeres se retiraron de la plaza. Después de haber recogido la sangre de Jesús, vi que entraban con sus lienzos ensangrentados, en una casita cercana. No sé de quién era. La coronación de espinas se llevó a cabo en el patio interior del cuerpo de guardia. Había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, esbirros y esclavos, y otros de la misma calaña. La muchedumbre permanecía alrededor del edificio. Pero pronto fueron apartados de allí por los mil soldados romanos. Aunque mantenían el orden, estos soldados reían y se burlaban de Jesús, y animaban a los torturadores de Nuestro Señor a redoblar sus insultos, como los aplausos del público excitan a los cómicos. En medio del patio había un fragmento de pilar; pusieron sobre él un banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras puntiagudas. Le quitaron a Jesús nuevamente la ropa y le colocaron una capa vieja, colorada, de un soldado, que no llegaba a sus rodillas. Lo arrastraron al asiento que le habían preparado y lo sentaron brutalmente en él; entonces le ciñeron la corona de espinas a la cabeza y se la ataron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas vueltas a propósito hacia dentro. En cuanto se la ataron, le pusieron una caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad bufa, como si realmente lo coronasen rey. Le cogieron la caña de las manos y le pegaron con tanta violencia sobre la corona de espinas que los ojos del Salvador se llenaron de sangre. Se arrodillaron ante él y le hicieron burla, le escupieron la cara, y lo abofetearon gritándole: «¡Salve, rey de los judíos!» Después lo levantaron de su asiento, y luego volvieron a sentarlo en él con violencia. Es absolutamente imposible describir los ultrajes que perpetraron esos monstruos con forma humana. Jesús sufría una sed horrible a causa de la fiebre provocada por sus heridas; temblaba. Su carne estaba abierta hasta los huesos, su lengua contraída, sólo la sangre sagrada que caía de su cabeza refrescaba sus labios ardientes y entreabiertos. Esta espantosa escena duró media hora, mientras los soldados formados alrededor del pretorio seguían riendo e incitando a la perpetración de todavía mayores ultrajes.

 

ECCE HOMO

Jesús, cubierto con la capa colorada, con la corona de espinas sobre la cabeza y el cetro de caña entre las manos atadas, fue conducido de nuevo al palacio de Pilatos. Resultaba irreconocible a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la barba. Su cuerpo era pura llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando Nuestro Señor llegó ante Pilatos, este hombre débil y cruel se echó a temblar de horror y compasión, mientras el populacho y los sacerdotes, en cambio, seguían insultándole y burlándose de Él. Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó a la terraza y sonó la trompeta anunciando que el gobernador quería hablar. Se dirigió al Sumo Sacerdote, a los miembros del Consejo y a todos los presentes y les dijo: «Os lo mostraré de nuevo y os vuelvo a decir que no hallo en él ningún crimen.» Jesús fue conducido junto a Pilatos, para que todo el mundo pudiera ver con sus crueles ojos, el estado en que Jesús se encontraba. Era un espectáculo terrible y lastimoso y una exclamación de horror recorrió la multitud, seguida de un profundo silencio cuando Él levantó su herida cabeza coronada de espinas y paseó su exhausta mirada sobre la excitada muchedumbre. Señalándolo con el dedo, Pilatos exclamó: «¡Ecce Homo!» («He aquí el Hombre.») Los sacerdotes y sus adeptos, gritaron llenos de furia: «¡ Mátalo! ¡ Crucifícalo!» «¿Todavía no os basta? —dijo Pilatos—. El castigo que ha recibido le habrá quitado las ganas de ser rey.» Pero ellos, furiosos, seguían gritando y cada vez más gente se añadía a la exigencia: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Pilatos mandó tocar otra vez la trompeta y pidiendo silencio dijo: «Entonces, tomadlo y crucificadlo vosotros, pues yo no hallo en Él ninguna culpa.» Algunos de los sacerdotes exclamaron: «Según nuestra ley debe morir, pues se ha llamado a sí mismo Hijo de Dios.» Estas palabras: «se ha llamado a sí mismo Hijo de Dios», despertaron los temores supersticiosos de Pilatos. Hizo conducir a Jesús a otra estancia y a solas le preguntó qué pretendía. Jesús no respondió y Pilatos le dijo: «¿No me respondes? ¿No sabes que está en mi mano crucificarte o ponerte en libertad?», y Jesús le contestó: «Tú no tienes más poder sobre mí que el que has recibido de arriba: por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido el mayor pecado.» La indecisión de su marido llenaba a Claudia Procla de inquietud, por lo que, en ese momento, ella le mandó de nuevo el anillo para recordarle su promesa, pero él le dio una respuesta vaga y supersticiosa, cuyo sentido era que dejaba el caso en manos de los dioses. Los enemigos de Jesús, habiendo sabido de los esfuerzos llevados a cabo por Claudia para salvarlo, hicieron correr el rumor de que los partidarios de Jesús habían seducido a la mujer de Pilatos; y que, si lo ponían en libertad, se uniría a los romanos para destruir Jerusalén y exterminar a todos los judíos.

Pilatos, en medio de sus vacilaciones, era como un hombre borracho; su razón no sabía dónde agarrarse. Se dirigió una vez más a los enemigos de Jesús, y, viendo que seguían pidiendo su muerte, si cabe con más violencia que nunca, agitado, incierto, quiso obtener del Salvador una respuesta que lo sacara de este penoso estado; volvió al pretorio y se quedó de nuevo a solas con él: «¿Será posible que sea un Dios?», se decía, mirando a Jesús desfigurado y ensangrentado; después le suplicó que le dijera si era Dios, si era el rey prometido a los judíos, y hasta dónde se extendía su imperio y de qué tipo era su divinidad. No puedo repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús, pero sus palabras fueron solemnes y severas. Le repitió que su reino no era de este mundo, después le reveló todos los crímenes secretos que Pilatos había cometido, le avisó de la suerte miserable que le esperaba, el destierro y un fin abominable, y predijo que Él, Jesús, vendría un día a pronunciar contra él un juicio justo. Pilatos, medio aterrorizado y medio enfadado por las palabras de Jesús, salió otra vez a la terraza y declaró que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se nombra a sí mismo rey es enemigo del César.» Otros le decían que lo denunciarían al Emperador, porque les impedía celebrar la fiesta; que acabase pronto porque a las diez tenían que estar en el Templo. Otra vez se oían por todas partes gritos: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!», desde las azoteas y la plaza, desde las calles cercanas al foro, donde muchas personas se habían juntado. Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles, que el tumulto se hacía cada vez más ensordecedor, y la agitación era tanta que él empezaba a temer una subleva­ción. Entonces, Pilatos mandó que le trajesen agua, un criado se la echó sobre las manos delante del pueblo y él gritó desde lo alto de la terraza: «Soy inocente de la sangre de este justo, vosotros responderéis de ella.» Entonces se levantó un grito horrible y unánime de toda la gente reunida allí desde todos los pueblos de Palestina, quienes exclamaron: «Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos.»

Muchas veces, durante mis meditaciones sobre la Pasión de Nuestro Señor, recuerdo y veo el momento mismo de esta solemne declaración. Veo un cielo negro, cubierto de nubes ensangrentadas, de las cuales salen varas y espadas de fuego atravesando como maldiciones a la muchedumbre entera. Todos ellos me parecen sumidos en tinieblas, su grito sale de su boca como una llama que recae sobre ellos, penetra en algunos y sólo vuela sobre otros. Éstos son los que se han convertido después de la muerte de Jesús. El número de éstos es considerable; pues Jesús y María no cesaron de rezar por sus enemigos.

 

JESÚS CONDENADO A MORIR EN LA CRUZ

Pilatos dudaba más que nunca, su conciencia le decía «Jesús es inocente»; su mujer decía: «Jesús es sagrado»; su superstición decía que era enemigo de sus dioses; su cobardía decía que era un Dios y se vengaría de él. Irritado y asustado por las últimas palabras que le había dicho Jesús, hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos metieron en él un nuevo temor amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le determinó a cumplir la voluntad de ellos en contra de la justicia de su propia convicción y de la palabra que había dado a su mujer.

Dio la sangre de Jesús a los judíos y, para lavar su conciencia, no tuvo más que el agua que hizo echar sobre sus manos.

Cuando los judíos, habiendo aceptado la maldición sobre ellos y sobre sus hijos, pedían que esta sangre redentora que pide misericordia para nosotros recayera sobre ellos, Pilatos empezó a hacer los preparativos para pronunciar la sentencia.

Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado en el que brillaba una piedra preciosa y otra capa; pusieron también un bastón ante él. Estaba rodeado de soldados, precedidos de oficiales del tribunal, y detrás iban los escribas con rollos y tablas donde registrar la sentencia. Delante de él marchaba un hombre que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta el foro, donde, frente a la columna de la flagelación había un asiento elevado desde donde se pronunciaban las sentencias. Este Tribunal se llamaba Gábbata. Era una especie de terraza redonda a la que se accedía por unos escalones. Arriba del todo había un asiento para Pilatos, y detrás un banco para empleados subalternos. Alrededor montaban guardia un gran número de soldados, algunos sobre los escalones. Muchos de los fariseos se habían ido ya al Templo. No quedaban más que Anás, Caifás y otros veintiocho que se dirigieron al Tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al Tribunal cuando Jesús fue mostrado al pueblo con las palabras «Ecce Homo».

El Salvador, con su capa roja y su corona de espinas, fue conducido delante del Tribunal y colocado entre los malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: «¡Ved aquí a vuestro rey», y ellos respondieron: «¡Crucifícalo!» «¿Queréis que crucifique a vuestro rey?», volvió a preguntar Pilatos. «No tenemos más rey que el César», gritaron los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más y comenzó a pronunciar la sentencia. Los dos ladrones habían sido condenados anteriormente ya al suplicio de la cruz, pero el Sanedrín había retrasado su ejecución, porque querían reservarse una afrenta más para Jesús, asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la peor calaña. Las cruces de los dos ladrones estaban junto a ellos, la de Nuestro Señor aún no, porque todavía no se había pronunciado su sentencia de muerte.

La Santísima Virgen se había retirado después de la flagelación. Se mezcló de nuevo entre la multitud para oír la sentencia de muerte de su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los esbirros, al pie de los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio y Pilatos pronunció su sentencia sobre Jesucristo con el enfado de un cobarde. Me irrité de tanta bajeza y de tanta doblez. La vista de ese miserable, convencido de su importancia, el triunfo y la sed de sangre de los príncipes de los sacerdotes, el abatimiento y el dolor profundo del Salvador, las indecibles angustias de María y de las santas mujeres, y el ansia atroz con que los judíos esperaban su víctima, la actitud indiferente de los soldados, y finalmente la multitud de horribles demonios corriendo de acá para allá, todo eso me tenía aterrada. Sentía que debía yo haber estado en el lugar de Jesús, mi amado Esposo, pues entonces la sentencia hubiera sido justa. Pero estaba superada por la angustia y mis sufrimientos eran intensos y no recuerdo todo lo que vi.

Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual pronunció los más exagerados elogios del emperador Tiberio; después expuso las acusaciones que contra Jesús había intentado presentar el Sanedrín; dijo que lo habían condenado a muerte por haber perturbado la paz pública y violado su ley, llamándose a sí mismo Hijo de Dios y rey de los judíos, y que el pueblo había pedido unánimemente cargar con la responsabilidad de su muerte. El miserable repitió que no encontraba esa sentencia conforme a la justicia; y que él no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar pronunció la sentencia con estas palabras: «Condeno a Jesús de Nazaret, rey de los judíos, a ser crucificado»; y ordenó a los verdugos que trajeran la cruz. Me parece recordar que rompió un palo largo y que tiró los pedazos a los pies de Jesús.

Al oír las palabras de Pilatos la Madre de Jesús cayó al suelo sin conocimiento: ya no había duda, la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel y más ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres obnubilados que la rodeaban no añadieran crimen sobre crimen insultándola en su sufrimiento; mas, apenas volvió en sí, tuvieron que conducirla a todos los sitios donde su Hijo había sufrido, y en los cuales ella quería ofrecer el sacrificio de sus lágrimas; así, la Madre del Salvador tomó posesión en nombre de la Iglesia de estos lugares santificados.

Pilatos escribió la sentencia, y los que estaban detrás de él la copiaron tres veces. Lo que escribió era diferente de lo que había dicho, yo vi que mientras tanto, su espíritu estaba agitado y parecía que el ángel de la cólera conducía su pluma. El sentido de la escritura era éste: «Forzado por el Sumo Sacerdote, los miembros del Sanedrín y el pueblo a punto de sublevarse, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret como culpable de haber agitado la paz pública, blasfemado y violado su ley, se lo he entregado para ser crucificado, aunque sus inculpaciones no me parecían claras, por no ser acusado delante del Emperador de haber favorecido la insurrección de los judíos.» Después escribió la inscripción de la cruz sobre una tablita de color oscuro. La sentencia se transcribió muchas veces y se envió a diferentes puntos. Los miembros del Sanedrín se quejaron de que la sentencia estaba escrita en términos poco favorables para ellos; se quejaron también de la inscripción y pidieron que no pusiera «rey de los judíos» sino «que se ha llamado a sí mismo rey de los judíos». Pilatos, impaciente, les respondió lleno de cólera: «Lo escrito, escrito está.» Querían también que la cruz de Jesús no fuera más alta que las de los dos ladrones; sin embargo, era menester hacerla más alta, porque, por culpa de los obreros, no había sino espacio donde poner la inscripción de Pilatos. Los sacerdotes pretendían utilizar esa circunstancia para suprimir la inscripción, que les parecía injuriosa para ellos, pero Pilatos no consintió y tuvieron que hacer la cruz más alta, añadiéndole un nuevo trozo de madera. Toda esta serie de cosas contribuyeron a que la cruz tuviera su forma definitiva: sus brazos se elevaban como las ramas de un árbol, separándose del tronco, y se parecía a una Y, con la parte inferior prolongada entre las otras dos; los brazos eran más estrechos que el tronco, y cada uno de ellos había sido añadido por separado. También habían clavado un tarugo a los pies para sostener los pies del condenado.

Mientras Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer, Claudia Procla, le mandaba el anillo devuelto y, por la tarde de ese mismo día, abandonaba secretamente el palacio para unirse a los amigos de Jesús, y la tuvieron escondida en un subterráneo de casa de Lázaro, en Jerusalén. Más tarde, ese mismo día, vi un amigo de Nuestro Señor grabar, sobre una piedra verdosa detrás del Gábbata, dos palabras que decían: «Judex injustus» y el nombre de Claudia Procla; esta piedra se encuentra todavía en los cimientos de una casa o de una iglesia de Jerusalén, en el sitio donde estaba el Gábbata. Claudia Procla se hizo cristiana. Siguió a san Pablo y fue amiga personal de él.

Una vez pronunciada la sentencia, Jesús fue entregado a los verdugos como una presa; le trajeron sus vestiduras, que le habían quitado en casa de Caifás; alguien las había guardado, y personas sin duda compasivas las habían lavado, pues estaban limpias. Los perversos hombres que rodeaban a Jesús le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo, cubierto de llagas, la capa de lana roja que le habían puesto por burla y al hacerlo le abrieron muchas de las heridas; Él mismo, temblando, se puso su túnica interior, ellos le echaron el escapulario sobre los hombros. Como la corona de espinas era muy ancha e impedía que le cupiese la túnica oscura sin costura que le había hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas sangraron de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su sobrevesta de lana blanca, su cinturón y su capa; después le volvieron a ceñir por en medio del cuerpo la correa de puntas de hierro de la cual salían los cordeles con los que tiraban de Él; todo esto lo hicieron con su brutalidad y su crueldad acostumbradas.

Los dos ladrones estaban a la derecha y a la izquierda de Jesús, tenían las manos atadas y llevaban una cadena al cuello; estaban cubiertos de lívidas cicatrices que provenían de la flagelación de la víspera; el que se convirtió después, estaba desde entonces tranquilo y pensativo. El otro, grosero e insolente, se unía a los verdugos para maldecir e insultar a Jesús, que miraba a sus dos compañeros con amor y ofrecía sus tormentos por su salvación. Los verdugos reunieron todos los instrumentos del suplicio y lo dispusieron todo para aquella terrible y dolorosa marcha. Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos, y llevándose dos rollos de pergamino con la copia de la sentencia, se marcharon dirigiéndose de prisa al Templo, temiendo llegar tarde al sacrificio pascual. Los sacerdotes estaban alejándose del Cordero Pascual para ir al Templo a sacrificar y a comer su símbolo, dejando que infames verdugos condujeran al altar del sacrificio al verdadero Cordero de Dios. Esos hombres habían puesto gran cuidado en no contaminarse con ninguna impureza exterior, en tanto su alma estaba completamente manchada de maldad, envidia y odio. Aquí se separaron los dos caminos que conducían al altar de la ley y al altar de la gracia; Pilatos, pagano e indeciso, no tomó ninguno de los dos, y se volvió a su palacio.

La inicua sentencia fue pronunciada a las diez de la mañana de nuestro tiempo.

 

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Desde Jesús cargando la cruz hasta sus palabras en la cruz , visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Jesus Crucificado en la Basilica del Santo Sepulcro en Tierra Santa

JESÚS CARGA CON SU CRUZ HASTA EL CALVARIO

Cuando Pilatos salía del Tribunal, una parte de los soldados lo siguió y formó ante el palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los seis enemigos de Jesús que habían estado presentes en su arresto en el huerto de los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los verdugos condujeron a Jesús al centro de la plaza, adonde fueron los esclavos a dejar la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la Redención del género humano. Como los sacerdotes paganos abrazaban un nuevo altar, así Nuestro Señor abrazaba su cruz. Los soldados, con gran esfuerzo, colocaron la pesada carga de la cruz sobre el hombro derecho de Jesús. Vi a ángeles invisibles ayudarlo, pues si no, no hubiera podido con ella; mientras Jesús oraba, pusieron sobre el cuello a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos a ellas; las piezas grandes las llevaban esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó, y uno de los fariseos, a caballo, se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga, y le dijo: «Ahora se han acabado las bellas palabras. ¡Arriba!» Lo levantaron con violencia, y sintió asentarse sobre sus hombros todo el peso que nosotros deberemos llevar después de él, según sus santas palabras. Entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de Reyes; tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.

Mediante cuerdas atadas al pie de la cruz, dos soldados la sujetaban en el aire por detrás; otros cuatro sostenían las cuerdas atadas a la cintura de Jesús. Nuestro Señor, temblando bajo su peso, recordó a Isaac llevando a la montaña la leña destinada a su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de la marcha; el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo, cubierto con sus armaduras, y rodeado de sus oficiales y de la tropa de caballería. Detrás de ellos iba un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos ellos de las fronteras de Italia y Suiza; delante iba una trompeta que tocaba en todas las esquinas y proclamaba la sentencia. A pocos pasos, seguía un numeroso grupo de hombres y chiquillos, que llevaban cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos acarreaban palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones. Todavía más atrás se veía a algunos fariseos a caballo y un joven que sujetaba contra el pecho la inscripción que Pilatos había mandado escribir para la cruz; éste llevaba también, en la punta de un palo, la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras llevaba la cruz. Este joven no parecía tan malvado como el resto. Finalmente, iba Nuestro Señor, con los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, y lleno de llagas y heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre; devorado por la fiebre y la sed, y asaeteado por dolores infinitos; con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; con la mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando el esfuerzo de levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados sostenían a distancia las puntas de los cordeles atados a la cintura de Jesús; los dos de delante tira­ban, los que le seguían le empujaban, de suerte que no podía asegurar un paso; sus manos estaban heridas por las cuerdas con que las había tenido atadas, su cara estaba ensangrentada e hinchada; su barba y sus cabellos manchados de sangre, el peso de la cruz y las cadenas apretaban contra su cuerpo el vestido de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su alrededor no había más que burlas y crueldades, pero su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones llevados también por cuerdas con los brazos atados a los travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas, abierto por los dos lados; y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón estaba tranquilo, pero el otro, por el contrario, no cesaba de quejarse y protestar. La mitad de los fariseos a caballo cerraban la marcha; algunos corrían acá y allá para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos. El gobernador romano vestía su uniforme de batalla en medio de sus oficiales. Precedido por un escuadrón de caballería y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza y entró en una calle bastante ancha; se movía por la ciudad para prevenir cualquier insurrección popular.

Jesús fue conducido por una calle estrecha y que daba un rodeo para no estorbar a la gente que iba al Templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte de la población se había dispersado tras la condena de Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al Templo a fin de acabar los preparativos para sacrificar el cordero pascual; no obstante, la multitud era todavía numerosa y corrían en desorden para ver pasar la triste procesión; la escolta de los soldados romanos impedía que se acercasen en exceso, y los curiosos tenían que dar la vuelta por las calles que atravesaban y correr delante para verlos. Casi todos ellos llegaron al Calvario antes que Jesús. La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y sucia; sufrió mucho pasando por allí, porque los esbirros lo atormentaban con las cuerdas; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas, los esclavos le tiraban lodo e inmundicias, y hasta los niños cogían piedras y se las lanzaban o se las echaban bajo los pies.

 

PRIMERA CAÍDA DE JESÚS BAJO EL PESO DE LA CRUZ

La calle, poco antes de su fin, torcía a la izquierda; se ensanchaba un poco, e iniciaba una cuesta. Había por allí un acueducto subterráneo, que venía del monte de Sión. Antes de la subida había un hoyo que, cuando llovía, con frecuencia se llenaba de agua y lodo, por cuya razón habían puesto una piedra grande sobre él para facilitar el paso. Cuando Jesús llegó a este sitio, ya no podía andar. Pero, como los verdugos tiraban de él y lo empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esta piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole. En vano Jesús tendía la mano para que lo ayudasen. «¡Ah! — exclamó—, pronto se acabará todo», y rogó por sus verdugos. Mas los fariseos gritaron: «Levantadlo, si no se nos morirá en las manos.» A ambos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza; y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron entonces la corona de espinas. Una vez lo hubieron puesto en pie, le cargaron de nuevo la cruz sobre los hombros y, a causa de la corona, con dolores infinitos, tuvo que ladear la cabeza para poder acomodar sobre su hombro el peso de la cruz y así continuó su camino, cada vez más duro.

 

SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS

Jesús se encuentra con su Sagrada Madre

La Bendita Madre de Jesús se había ido de la plaza, después de pronunciada la inicua sentencia, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Recorrieron muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús, pero cuando el sonido de la trompeta, el tumulto de la gente y la escolta de Pilatos anunciaban la subida al Calvario, no pudo resistir el deseo de ver a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar; se fueron a un palacio, cuya puerta daba a la calle en la que Jesús cayó por primera vez bajo la cruz; era, si no me equivoco, la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuyo Tribunal está en la llanura de Sión. Juan obtuvo de un criado compasivo el permiso para ponerse en la puerta con María. Con ellos estaban, además, un sobrino de José de Arimatea, Susana, Juana Cusa y Salomé de Jerusalén. La Madre de Dios estaba pálida, y con los ojos enrojecidos de tanto llorar, e iba cubierta con una capa gris azulada. Se oía ya el ruido acercándose, el sonido de la trompeta y la voz del heraldo publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta; el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María se puso de rodillas y oró. Tras su ferviente plegaria, se volvió hacia Juan y le dijo: «¿Me quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré soportarlo?» Juan le contestó: «Si no te quedas a verlo pasar, luego lamentarás no haberlo hecho.» Se quedaron cerca de la puerta, con los ojos fijos en la procesión, que aún estaba distante pero iba avanzando poco a poco. La gente no se ponía delante de la comitiva sino a los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos del suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: «¿Quién es esta mujer que se lamenta?», y otro respondió: «Es la Madre del Galileo.» Cuando los miserables oyeron tales palabras llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos cogió en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los mostró a la Santísima Virgen, burlándose. Pero ella estaba mirando a Jesús, que se acercaba, y tuvo que sostenerse en el pilar de la puerta para no caer, pálida como un cadáver con los labios casi azules. Pasaron los fariseos a caballo, después el chico que llevaba la inscripción; detrás de éste su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado, bajo la pesada carga de la cruz, inclinada su cabeza coronada de espinas. Echó una mirada de compasión sobre su Madre, tropezó y cayó por segunda vez sobre sus rodillas y manos. María, en medio de la inmensidad de su agonía, no vio ni a soldados ni a verdugos; no vio más que a su querido Hijo. Se precipitó desde la puerta de la casa entre los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se abrazó a él. Yo sólo oí estas palabras: «¡Hijo mío!» y «¡Madre mía!», pero no sé si fueron realmente pronunciadas, o si las oí sólo en mi mente.

Siguió una momentánea confusión: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los verdugos la injuriaban. Uno de ellos le dijo: «Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí?, si lo hubieras educado mejor, no estaría ahora en nuestras manos.» Algunos soldados sin embargo tuvieron compasión. Y, aunque se vieron obligados a apartar a la Santísima Virgen, ninguno le puso las manos encima. Juan y las santas mujeres la rodearon, y ella cayó como muerta sobre sus rodillas, sobre la piedra angular de la puerta, donde quedó la huella de sus manos. Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera Iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el obispado de Santiago el Menor. Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús se la llevaron al interior de la casa y cerraron la puerta. Mientras tanto, los esbirros levantaron a Jesús y le colocaron de otro modo la cruz sobre los hombros. Los brazos de la cruz se habían desatado. Uno de ellos había resbalado y era con el que Jesús había tropezado. Jesús lo llevaba ahora de tal modo que, por detrás, todo el peso de la pieza se arrastraba por el suelo. Yo vi acá y allá, en medio de la multitud que seguía a la comitiva profiriendo maldiciones e injurias, a algunas mujeres cubiertas con velos y derramando lágrimas.

 

TERCERA CAÍDA DE JESÚS

Simón el Cireneo

Tras recorrer un tramo más de calle, la comitiva llegó a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella había una plaza abierta de la que partían tres calles. En esta plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó: la cruz se deslizó de su hombro y quedó a su lado, y ya no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que cruzaban por allí para ir al Templo exclamaban, compasivas: «¡Mira este pobre hombre, está agonizando!»; pero sus enemigos no tenían piedad de él. Esto causó un nuevo retraso: no podían poner a Jesús en pie y los fariseos dijeron a los soldados: «No llegará vivo al lugar de la ejecución; buscad un hombre que le ayude a llevar la cruz.» A poca distancia vieron a un pagano llamado Simón el Cireneo acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba atrapado entre la multitud, y los soldados, habiendo reconocido por sus vestidos que era un pagano, y un trabajador de clase inferior, lo cogieron y le ordenaron que ayudara al Galileo a llevar su cruz; primero se negó, pero luego tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban y algunas mujeres que lo conocían se hicieron cargo de ellos. Simón estaba muy disgustado y se sentía vejado al tener que caminar junto a un hombre que se hallaba en tan deplorable estado como Jesús: sucio, herido y con la ropa llena de lodo. Pero Jesús lloraba y lo miraba con tal ternura que Simón se sintió conmovido. Lo ayudó a levantarse y al instante los esbirros ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. Él iba detrás de Jesús, a quien había aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos color rojo. Los dos mayores, de nombre Rufo y Alejandro, se unieron más adelante a los discípulos de Jesús. El tercero era mucho más pequeño, pero unos pocos años más tarde lo vi viviendo con san Esteban. Simón no había acarreado durante mucho rato la cruz, cuando se sintió profundamente tocado por la gracia.

 

EL LIENZO DE LA VERÓNICA

La comitiva entró en una calle larga que torcía un poco a la izquierda y que estaba cortada por otras calles que la cruzaban. Muchas personas bien vestidas se dirigían al Templo; algunas no querían ver a Jesús por el temor farisaico de contaminarse; otras, por el contrario, mostraban piedad por sus sufrimientos. La procesión había avanzado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de majestuoso aspecto que llevaba de la mano a una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda y se puso a caminar delante de la comitiva. Era Serafia, mujer de Sirach, miembro del Consejo del Templo, a quien desde ese día se conoce como Verónica (de vera e icon, verdadero retrato). Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor para refrescarlo en su doloroso camino al Calvario. Cuando la vi por primera vez iba envuelta en un largo velo y llevaba de la mano a una niña de nueve años que había adoptado; del otro brazo, llevaba colgando un lienzo, bajo el que la niña escondió una jarrita de vino al ver acercarse la comitiva. Los que iban delante quisieron apartarla, mas la mujer se abrió paso a través de la multitud de soldados y esbirros, y llegó hasta Jesús, se arrodilló a su lado y le ofreció el lienzo, diciéndole: «Permite que limpie la cara de mi Señor.» Jesús cogió el paño con su mano izquierda, enjugó con él su cara ensangrentada y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa y se levantó. La niña tendió tímidamente la jarrita de vino hacia Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. Lo inesperado del valiente gesto de Verónica había sorprendido a los guardias, y provocado una momentánea e involuntaria detención, que Verónica aprovechó para ofrecer el lienzo a su Divino Señor. Los fariseos y los alguaciles, irritados por esta parada y, sobre todo, por este testimonio público de veneración que se había rendido a Jesús, pegaron y maltrataron a Nuestro Señor, mientras Verónica entraba corriendo en su casa.

En cuanto estuvo dentro, extendió el lienzo sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado, llorando. Una amiga que fue a visitarla la halló así, junto al lienzo extendido, y vio que la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada en él en todos sus detalles. Se quedó atónita, hizo volver en sí a Verónica y le mostró el lienzo, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: «Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de sí mismo.» Este paño era de tela fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre llevar un lienzo semejante al socorrer a los afligidos y a los enfermos, y limpiarles la cara con él en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el lienzo en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Santísima Virgen, y luego para la Iglesia, por medio de los apóstoles.

 

CUARTA Y QUINTA CAÍDAS DE JESÚS

Las llorosas hijas de Jerusalén

La comitiva estaba todavía a cierta distancia de la puerta situada en la dirección sudoeste. Para llegar a ella, hay que pasar bajo una bóveda, por encima de un puente y por debajo de otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la ciudad se dirige hacia el sur y rodea el monte de Sión. Al acercarse a la puerta los brutales esbirros empujaron a Jesús dentro de un lodazal. Simón el Cireneo, en su intento de evitar el lodazal, ladeó la cruz, causando la cuarta caída de Jesús, esta vez en el lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible: «¡Ah, Jerusalén, cuánto te he amado!, he querido reunir a tus hijos como la gallina cobija a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas tan cruelmente fuera de tus puertas.» Al oír estas palabras, los fariseos lo insultaron de nuevo, le pegaron y lo arrastraron para sacarlo del lodo. Simón el Cireneo se indignó tanto al ver esta crueldad, que exclamó: «Si no cesáis vuestras infamias, dejo la cruz, aunque me matéis a mí también.» Al traspasar la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se dirige al monte Calvario. El camino principal, del cual se aparta aquél, se divide en tres a cierta distancia; el uno tuerce a la izquierda y conduce a Belén por el valle de Sión; el otro se dirige al occidente y llega hasta Emaús y Jope; el tercero rodea el Calvario y finaliza en la puerta del Ángulo, que conduce a Betsur. Desde esta puerta, por donde salió Jesús, se puede ver la de Belén. Habían puesto, en el lugar donde comienza el camino al Calvario, una tabla anunciando la muerte de Jesús y de los dos ladrones. Cerca de ese punto había una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de Jerusalén con sus niños en brazos, que habían ido delante de la comitiva; otras habían venido para la Pascua, de Belén, de Hebrón y de los lugares vecinos. Jesús desfalleció pero no cayó al suelo porque Simón dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y lo sostuvo. Ésta es la quinta caída de Jesús bajo el peso de la cruz. Cuando las mujeres vieron su cara tan desfigurada y tan llena de heridas comenzaron a lamentarse y a llorar y, según la costumbre de los judíos, le acercaban sus ropas para que se limpiara el rostro con ellas. Jesús se volvió hacia las mujeres y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: «Felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar.» Entonces empezarán a decir a los montes: «Caed sobre nosotros»; y a las alturas: «Cubridnos, pues; si así se trata la madera verde, ¿qué será con la seca?».» Después les dirigió unas palabras de consuelo que he olvi­dado. Y allí se pararon durante un momento. Los que llevaban los instrumentos del suplicio, se adelantaron hacia el monte Calvario acompañados por cien soldados romanos de la escolta de Pilatos. Éste les seguía de lejos, pero al llegar a la puerta se volvió a la ciudad.

 

SEXTA Y SÉPTIMA CAÍDAS DE JESÚS

Jesús en el Gólgota

Se pusieron en marcha; Jesús, encorvado bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho esfuerzo el duro camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario, en el lugar en donde el sendero tuerce hacia el sur, se cayó por sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Lo empujaron y le pegaron más brutalmente que nunca y llegó luego a la roca del Calvario, donde cayó por séptima vez. Simón el Cireneo, también muy cansado, estaba lleno de indignación y de piedad. Pese a su fatiga, hubiera querido seguir ayudando a Jesús, pero los esbirros lo echaron. Poco tiempo después se unió a los discípulos de Jesús. Echaron también toda la gente ociosa que había ido. Los fariseos, a caballo, habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario; desde esa altura se podía ver por encima de los muros de la ciudad. El llano que había en la elevación, que era el sitio del suplicio, tenía forma circular y estaba rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Éste es al parecer un número usual en muchos sitios del país; hay cinco caminos hasta los baños, hasta donde se bautiza, hasta la piscina de Betesda; muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda significación profética, a causa de las cinco llagas del Salvador, que abren las cinco puertas del Cielo.

Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura, en el lado occidental de la montaña, donde la pendiente es suave. La vertiente por donde se conduce a los condenados es, en cambio, áspera y ardua. Los cien soldados romanos se hallaban dispersos acá y allá. Algunos estaban con los dos ladrones, que no habían sido conducidos al llano para dejar el lugar libre, pero a quienes habían dejado recostar en el suelo un poco más abajo, dejándoles los brazos atados a los maderos transversales de sus cruces. Los soldados los vigilaban mientras mucha gente, la mayor parte de clase baja, extranjeros, esclavos, paganos, muchas mujeres y todas las personas que no temían contaminarse, rodeaban el llano o permanecían sobre las elevaciones próximas.

Eran las doce menos cuarto cuando Nuestro Señor, llevando su cruz, tuvo la última caída y llegó al preciso lugar donde iba a ser crucificado. Los bárbaros tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los diferentes trozos de la cruz y los colocaron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo representaba el Salvador allí, de pie en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan destrozado, tan ensangrentado! Los esbirros lo tiraron al suelo para medirlo, y se burlaban de Él diciéndole: «Rey de los judíos, deja que construyamos tu trono.» Pero Él mismo se colocó sobre la cruz donde le tomaron la medida para los soportes de pies y manos; después lo condujeron unos setenta pasos al norte, a una especie de hoyo abierto en la roca que parecía un silo. Lo empujaron dentro tan brutalmente, que se hubiera roto las piernas contra la piedra si los ángeles no lo hubieran socorrido. Le oí gemir de dolor de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron centinelas fuera, mientras los esbirros continuaban sus preparativos para la crucifixión. En medio del llano circular se hallaba el punto más elevado del Calvario; era un montículo redondeado, de dos pies de altura al que se subía por unos escalones. Los esbirros cavaron en él tres agujeros para clavar las tres cruces y pusieron a derecha e izquierda las de los dos ladrones, excepto las piezas transversales, a las cuales ellos tenían las manos atadas, y que fueron fijadas después sobre la pieza principal. Situaron la cruz de Jesús en el sitio donde debían colocarla, de modo que luego pudieran levantarla sin dificultad y dejarla caer dentro del agujero. Clavaron los dos brazos y el pedazo de madera para sostener los pies, horadaron la madera para meter los clavos y colgar la inscripción, hicieron incisiones para la cabeza y la espalda de Nuestro Señor, a fin de que todo su cuerpo fuese sostenido por la cruz y no colgado, y que todo el peso no pendiera de las manos, ya que entonces podrían abrirse, y llegar la muerte más rápido de lo deseado. Clavaron estacas en la tierra y fijaron en ellas un madero que debía servir de apoyo a las cuerdas para levantar la cruz, e hicieron, en fin, otros preparativos similares.

 

MARÍA Y LAS SANTAS MUJERES VAN AL CALVARIO

Después de su doloroso encuentro con Jesús portando la cruz, la afligida Madre fue recogida sin conocimiento por Juan y las santas mujeres. Acompañada por ellos, fue a casa de Lázaro, cerca de la puerta del Ángulo, donde estaban reunidas Marta, Magdalena y muchas otras santas mujeres. Unas diecisiete abandonaron la casa para acompañar a Jesús en el camino de la Pasión, es decir, para seguir cada paso que El hubiera dado en su penoso avance. Las vi, cubiertas con sus velos, en la plaza, sin hacer caso de los insultos del pueblo, besar el suelo en donde Jesús había cargado con la cruz y seguir el camino que Él había seguido. María buscaba las huellas de sus pasos e, interiormente iluminada, mostraba a sus compañeras los lugares consagrados por algún particular padecimiento. De este modo la devoción más sentida de la Iglesia fue grabada por la primera vez en el corazón maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón; pasó de su boca sagrada a sus compañeras y de éstas hasta nosotros. Así la tradición de la Iglesia se perpetúa del corazón de la Madre al corazón de los hijos.

Cuando estas santas mujeres llegaron a la altura de la casa de Verónica, entraron en ella porque Pilatos y sus oficiales cruzaban en ese momento la calle y no querían tropezarse con ellos. Al ver allí las santas mujeres la cara de Jesús estampada en el lienzo lloraron y dieron gracias a Dios por ese don que había hecho a su fiel sierva. Cogieron la jarrita de vino aromatizado que no habían dejado beber a Jesús y se dirigieron todas juntas hacia el monte de Gólgota. Su número se iba incrementando con muchas personas de buena voluntad, entre ellas cierto número de hombres. Subieron al Calvario por la vertiente occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan se acercaron hasta el llano circular. Marta, María de Helí, la hermana mayor de la Virgen, Verónica, Juana Cusa, Susana y María, la madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que estaba transida de dolor. Más abajo de la montaña había un tercer grupo de santas mujeres, y unas pocas que llevaban mensajes de un grupo al otro. Los fariseos a caballo iban y venían por los alrededores de la llanura, y en los cinco accesos había soldados romanos. ¡Qué espectáculo para María el ver en este sitio del suplicio los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible cruz, los verdugos medio desnudos y casi borrachos llevando a cabo sus horrendos preparativos con mil imprecaciones! La ausencia de Jesús aumentaba su martirio; sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo y temblaba al pensar en los tormentos a que le vería expuesto.

Desde las diez de la mañana, la hora en que la sentencia fue pronunciada, fue cayendo granizo a intervalos, después el cielo se serenó; pero, de las doce en adelante, una niebla rojiza oscureció el sol.

 

JESÚS CRUCIFICADO Y REFRESCADO CON VINAGRE

Cuatro esbirros fueron a buscar a Jesús al silo donde lo habían encerrado, lo trataron con su habitual brutalidad, llenándolo de ultrajes en los últimos pasos que le quedaban por dar; luego lo arrastraron sobre el montículo. Cuando las santas mujeres lo vieron, dieron dinero a un hombre para que comprara de los verdugos el permiso de dar de beber a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Pero los miserables se lo negaron, y se bebieron en cambio ellos el vino. Los esbirros llevaban consigo dos vasijas, una con vinagre y hiel, la otra con una bebida que parecía vino mezclado con mirra y absenta; presentaron esta última bebida al Señor, pero Jesús, tras mojar sus labios con ella, no bebió. Había dieciocho esbirros sobre la elevación. Los seis que habían azotado a Jesús, los cuatro que lo habían conducido, dos que habían sostenido las cuerdas atadas a la cruz y seis que debían crucificarlo. Eran extranjeros mercenarios pagados por judíos y romanos. Eran hombres de poca estatura pero robustos, y sus caras feroces, junto a sus cabellos crespos, los asemejaban más a animales que a personas.

Esta escena era tanto más espantosa para mí en cuanto que veía por todas partes horribles espíritus malignos bajo formas diversas; como serpientes, sapos, etc. Veía con frecuencia sobre Jesús figuras de ángeles llorando, también veía ángeles compasivos que consolaban a la Santísima Virgen y a los amigos de Jesús.

 

JESÚS CLAVADO EN LA CRUZ

Los esbirros despojaron a Nuestro Señor de su capa, del cinturón con el cual lo habían arrastrado y de su propio cinto. Le quitaron después la sobrevesta de lana blanca y, como no podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, le arrancaron sin miramientos esta corona de la cabeza, abriendo de nuevo todas sus heridas. No le quedaba más que su escapulario corto de lana sobre los hombros y un lienzo alrededor de los riñones. El escapulario se había pegado a sus heridas abiertas y sufrió dolores indecibles cuando se lo quitaron. El Hijo del Hombre temblaba, estaba cubierto de llagas, sus hombros y sus espaldas estaban desgarrados hasta los huesos. Le hicieron sentarse sobre una piedra y le colocaron otra vez la corona sobre la cabeza.

En ese momento le arrancaron también el lienzo que llevaba ceñido a la cintura, con lo que dejaron al Salvador desnudo ante todos ellos, gente pervertida. Le ofrecieron de beber en un vaso vinagre con hiel, pero Él, sin decir nada, volvió la cabeza y no lo tomó. Pero cuando le cogieron otra vez agarrándole de los brazos, destapando así la desnudez que Él intentaba cubrir, se oyó el murmullo y la protesta de los amigos de Jesús. La Madre rezaba fervorosamente y quería quitarse el velo para dárselo a Él, pero en este momento un hombre llegó corriendo, se abrió paso entre los esbirros y ofreció a Jesús un lienzo, que éste aceptó agradecido y con el que se cubrió. Este hombre, llamado por las oraciones de la Santísima Virgen, sólo dijo: «¿Ni siquiera vais a dejar que se cubra?», y desapareció tan precipitadamente como había aparecido. Era Jonadab, un sobrino de san José. No era un seguidor de Jesús, pero era un hombre honesto. Ya se sintió muy irritado cuando vio que Jesús había sido desnudado para la flagelación y, mientras subían hacia el Calvario, él estaba en el Templo, pero las oraciones de la Santísima Virgen le dieron una revelación interior, y fue hacia allí a prestar este servicio a Jesús.

A continuación, tumbaron a Jesús sobre la cruz y extendiendo su brazo derecho sobre el madero derecho de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre el pecho sagrado, otro le abrió la mano, un tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido suave y claro salió del pecho de Jesús, su sangre salpicó los brazos de sus verdugos. Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del ancho de una moneda; tenían tres caras, eran del grueso de un dedo pulgar; la punta sobresalía por detrás de la cruz. Después de haber clavado la mano derecha de Nuestro Señor, los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto. Entonces ataron una cuerda al brazo izquierdo de Jesús y tiraron de él con toda la fuerza hasta lograr que la mano coincidiera con el agujero. Esta brutal dislocación de sus brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantó y sus piernas se contrajeron. Los esbirros se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo y hundieron otro clavo en la mano izquierda: los gemidos se oían en medio de los martillazos, pero no despertaron en los verdugos ninguna piedad. Los brazos de Jesús, extendidos, llegaban a cubrir completamente los brazos de la cruz. La Santísima Virgen sentía en sí misma cada insulto y cada nuevo tormento infligido a su Hijo. Estaba pálida como un cadáver y los gemidos no cesaban de salir de su pecho. Los fariseos se burlaron de ella y la increparon. Magdalena estaba fuera de sí. Se despedazaba la cara: sus ojos y sus carrillos estaban sangrientos. Los discípulos llevaron al grupo de mujeres un poco más lejos.

Los esbirros habían clavado en la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para evitar que los huesos de los pies se rompieran al sostenerlo. Habían hecho ya un agujero para el clavo de los pies y vaciado un poco la madera para encajar los talones. Todo el cuerpo de Jesús se había contraído hacia la parte superior de la cruz por la violenta tensión que soportaban los brazos y sus rodillas se habían doblado. Los verdugos le extendieron las piernas de nuevo y se las ataron con cuerdas a la cruz, pero los pies no llegaban al pedazo de madera que habían colocado para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los unos querían hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, y así bajar el cuerpo, pues era difícil mover el pedazo de madera más arriba, mientras otros lanzaban imprecaciones contra Jesús. «No quiere estirarse, pero nosotros vamos a ayudarle.» Entonces ataron una cuerda a su pie derecho y tiraron de él tan violentamente que lograron hacerlo llegar hasta el pedazo de madera. La dislocación fue tan espantosa que se oyó crujir el pecho de Jesús, y Él exclamó: «Dios mío, Dios mío.» Habían atado su pecho y sus brazos al madero para que el peso del cuerpo no arrancara las manos de los clavos. El padecimiento era insoportable. Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho y lo taladraron aparte porque no coincidía con el otro y no podían clavarlos juntos. Cogieron un clavo más largo que los de las manos y lo clavaron con el martillo atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el mástil de la cruz. Esta operación fue más dolorosa que todo lo demás, a causa de la dislocación antinatural de todo el cuerpo. Conté hasta treinta y seis martillazos. Durante toda la crucifixión, Nuestro Señor no dejaba de rezar; entre gemidos, repetía pasajes de los salmos que lo confortaban, y de los profetas, cuyas predicciones estaba cumpliendo; no había cesado de orar así en todo el camino del Calvario y lo hizo hasta su muerte. Yo oí y repetí con él todos estos pasajes, hasta que la inmensidad de mi pena me impidió seguir. Cuando hubieron acabado de clavar a Jesús en la cruz, el comandante de los soldados romanos ordenó que la tabla con las palabras de Pilatos fuera clavada a su vez arriba de todo de la cruz.

La Santa Virgen se había acercado a la escena sangrienta y cuando clavaron los pies de Jesús y ella oyó el estirar y crujir de sus huesos y sus gemidos, se desmayó y cayó en los brazos de sus compañeras. La gente se alborotó a su alrededor y los fariseos se burlaron de ella y de las santas mujeres que la atendían; unos cuantos discípulos la llevaron al sitio apartado donde estaba antes. Mientras duró la crucifixión estuvieron oyendo gritos de dolor y compasión entre las mujeres y voces que decían: «¿Por qué no se abre la tierra y devora su iniquidad?, ¿por qué no cae fuego del cielo y fulmina a los malhechores?»

El sol indicaba que eran las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la cruz, en el Templo resonaban las trompetas que celebraban la inmolación del cordero pascual.

 

EL ALZAMIENTO DE LA CRUZ

Durante la crucifixión, algunos de los esbirros seguían todavía excavando el agujero en el cual iría encajada la cruz, porque la piedra allí era muy dura. En cuanto Nuestro Señor estuvo clavado a los maderos, los esbirros ataron cuerdas a la parte superior de la cruz pasándolas por una anilla fijada en la parte posterior de la cruz, y con ellas unos alzaron la cruz, mientras otros la sostenían y otros empujaban el pie hasta el hoyo, en donde se hundió con todo su peso y un estremecimiento espantoso. Jesús dio un grito de dolor a causa de la sacudida, sus heridas se abrieron, su sangre corrió abundantemente y sus huesos dislocados chocaban unos con otros. Los verdugos, para asegurar el mástil lo fijaron, clavando alrededor cinco cuñas.

Fue un espectáculo horrible y a la vez conmovedor ver alzarse la cruz en medio de los gritos insultantes de los verdugos, de los fariseos, del pueblo que miraba desde lejos todo el proceso, el instrumento del suplicio vacilando un instante sobre su base y hundiéndose luego, temblando, en la tierra. El aire resonó al mismo tiempo con las exclamaciones piadosas y los llantos de las personas más santas del mundo. María, Juan y las santas mujeres; también todos aquellos que tenían el corazón puro, saludaron con un lamento de dolor al Verbo encarnado exaltado sobre la cruz. Manos vacilantes se elevaron intentando socorrerlo. Cuando la cruz se hundió en el hoyo de la roca con gran estrépito, hubo un momento de silencio solemne; todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y desconocida hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al sentir el golpe de la cruz hundiéndose en la tierra y redobló sus esfuerzos contra ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría llena de esperanzas, para ellas era el sonido triunfante que los aproximaba a las puertas de la redención. La sagrada cruz se elevaba por vez primera en la tierra, como un nuevo árbol de la vida, y de las heridas de Jesús corrían sobre la tierra cinco ríos sagrados para fertilizarla y hacer de ella el nuevo paraíso del nuevo Adán.

Cuando la cruz quedó fijada en su enclave, los pies de Jesús quedaban lo bastante cerca del suelo como para que sus amigos pudieran abrazarlos y besarlos. La cara de Nuestro Señor estaba vuelta hacia el noroeste.

 

LA CRUCIFIXIÓN DE LOS LADRONES

Mientras crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de espaldas a poca distancia de los guardias que los vigilaban. Eran acusados de haber asesinado a una mujer judía que, con sus hijos iba de Jerusalén a Jopa. Los habían cogido en un palacio en el que Pilatos residía algunas veces, cuando iba de maniobras con sus tropas. Habían pasado mucho tiempo en prisión antes de su condena. El ladrón de la izquierda era más mayor. Era un gran criminal, el maestro y corruptor del otro. Se los solía llamar algo así como Dimas y Gesmas, pero yo he olvidado sus verdaderos nombres; llamaré, pues, al bueno Dimas y al malo Gesmas. Los dos formaban parte de la banda de ladrones establecidos en la frontera de Egipto, y en uno de sus refugios vacíos se había hospedado una noche la Sagrada Familia en su huida a Egipto con el niño Jesús. Dimas era aquel niño leproso que su madre, por consejo de María, lavó en el agua donde se había bañado el niño Jesús y que se curó al instante. Las atenciones de su madre para con la Sagrada Familia fueron recompensados con esta curación, símbolo de la sangre que Nuestro Señor iba a derramar por él en la cruz. Dimas no conocía a Jesús, mas como su corazón no era muy malo, se conmovió al ver su extremada paciencia.

En cuanto clavaron la cruz de Jesús en tierra, los esbirros fueron a decirles que era su turno, y los desataron de las piezas transversales, pues el sol empezaba a oscurecerse y en toda la Naturaleza había un movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos cruces ya plantadas y fijaron en ellas las piezas transversales. Después de haberles dado a beber vinagre con mirra, les pasaron cuerdas debajo de los brazos y los levantaron con ellas en el aire, apoyando los pies en escalones. Les ataron los brazos a los de la cruz con cuerdas hechas de fibra de árbol, los ataron por las muñecas, los codos, las rodillas y los pies, y apretaron tan fuerte que se les dislocaron las coyunturas y abrió la carne, y de allí brotó sangre. Dieron gritos terribles y el buen ladrón dijo cuando le subían: «Si nos hubieseis clavado como al pobre Galileo os habríais ahorrado la molestia de tener que levantarnos así.»

 

LOS VERDUGOS SE REPARTEN LAS VESTIDURAS DE JESÚS

Mientras tanto, los verdugos habían hecho varios montones con trozos de los vestidos de Jesús, e iban a repartírselos. Partieron su capa y su túnica blanca, también el lienzo que llevaba alrededor del cuello, la cintura y el escapulario. No pudiendo saber a quién le tocaría la túnica de lana sin costuras que servía para nada, trajeron una mesita con números, sacaron unos dados con dibujos y la sortearon. Pero un criado de Nicodemo y de José de Arimatea vino a decirles que había gente dispuesta a comprar los vestidos de Jesús; entonces los juntaron todos y los vendieron, y así se conservaron estos preciosos despojos.

 

JESÚS CRUCIFICADO. LOS DOS LADRONES

El golpe terrible de la cruz al hundirse en la tierra, sacudió violentamente todo el cuerpo de Jesús, desde la cabeza, coronada de espinas hasta los pies. Eso lo hizo sangrar en abundancia por todas sus heridas. Los verdugos apoyaron escaleras en la cruz y ajustaron las cuerdas con que habían atado al Salvador, para que no se desgarrasen los pies y manos sujetos con clavos a causa de su peso. La sangre brotaba con fuerza de sus heridas, y era tal el padecimiento indecible de Jesús, que inclinó la cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto unos minutos. Entonces hubo un rato de silencio; los verdugos estaban ocupados en repartirse los vestidos de Jesús. El sonido de las trompetas del Templo se perdía en el aire y todos los presentes estaban sumidos en el desaliento, en la rabia o en el dolor. Yo miraba a Jesús con compasión y espanto; lo veía inmóvil, casi sin vida; yo misma creí morir. Me hallaba en la más profunda oscuridad donde no veía más que a mi Esposo clavado en la cruz. Su cabeza, con la terrible corona y con la sangre que llenaba sus ojos, su boca entreabierta, y empapaba sus cabellos y su barba, estaba inclinada sobre el pecho; tenía la carne completamente desgarrada, sus hombros, sus codos, sus muñecas estirados hasta ser dislocados, la sangre de sus manos corría por sus brazos, su pecho levantado formaba por debajo una cavidad profunda. Sus piernas, como sus brazos, sus miembros, sus músculos, su piel toda, habían sido estirados a tal extremo que se podían contar sus huesos; la sangre goteaba de sus pies sobre la tierra, todo su cuerpo estaba cubierto de heridas y llagas, de manchas negras, azules y amarillas; sus heridas se habían abierto a causa de la tensión, y el preciado líquido de su sangre se estaba volviendo cada vez más claro de color y de la consistencia del agua; su cuerpo sagrado estaba cada vez más blanco. A pesar de las horribles heridas que lo cubrían, el cuerpo de Jesús se veía indescriptiblemente noble y venerable. El Hijo de Dios seguía transmitiendo su bondad, el inmenso amor que lo había llevado a sacrificarse por toda la humanidad.

El color de la piel de Jesús, como el de María, era delicado, con una ligera tonalidad rosada. Por las muchas caminatas y los viajes en los últimos tres años su cara se había ido volviendo morena. Jesús era de tórax amplio pero no era velludo, como Juan el Bautista, que lo tenía cubierto de un pelo rojizo. Sus hombros eran anchos, sus brazos robustos, sus muslos nervudos, sus rodillas fuertes y endurecidas como las del hombre que ha viajado mucho, los muslos largos y las pantorrillas musculosas, sus pies eran de bella forma y sólidamente construidos, sus manos eran hermosas, de dedos largos y finos y, sin ser delicadas, no eran como las de un hombre que las emplea en trabajos penosos. Su cuello no era corto, pero sí robusto, su cabeza, hermosamente proporcionada, de frente alta y ancha, y un rostro de óvalo puro; el cabello era color de cobre oscuro, no era muy espeso, y quedaba abierto naturalmente en lo alto de la frente para luego caer sobre sus hombros; llevaba una barba corta y acabada en punta. Ahora sus cabellos estaban arrancados y llenos de sangre, su cuerpo era todo él una llaga y todos sus miembros estaban quebrantados.

Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había espacio suficiente como para que pudiese pasar un hombre a caballo; las de Dimas y Gesmas estaban clavadas un poco más abajo y ligeramente vueltas hacia la de Jesús. Los ladrones sobre sus cruces presentaban un horrible espectáculo, sobre todo el de la izquierda, que tenía siempre en la boca injurias e imprecaciones. Las cuerdas con que estaban atados les hacían sufrir mucho. Sus caras estaban lívidas, los ojos se les salían de las órbitas.

 

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Selpucro de Jesus en la Basilica del Santo Sepulcro

PRIMERA PALABRA DE JESÚS EN LA CRUZ

Tras haber crucificado a los dos ladrones y repartirse los vestidos de Jesús, los verdugos, lanzando nuevas maldiciones contra Nuestro Señor, recogieron sus herramientas y se retiraron. Los fariseos pasaron a caballo delante de Jesús llenándolo de injurias y se fueron también. Los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta. Éstos eran conducidos por Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe, que se llamaba Casio y recibió después el nombre de Longino, llevaba con frecuencia los mensajes de Pilatos. Acudieron también doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, entre ellos, los que habían pedido inútilmente a Pilatos que cambiase la inscripción de la tabla de la cruz, y cuya rabia se había incrementado con la negativa del gobernador. Dieron la vuelta al llano a caballo e hicieron apartar a la Santísima Virgen, que Juan acompañó junto a las otras mujeres. Cuando pasaron delante de Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo: «Tú, que ibas a destruir el Templo y levantarlo de nuevo en tres días, tú que has salvado a otros, según dicen, ¿no puedes salvarte a ti mismo? ¡Si eres el Hijo de Dios, el Cristo, baja de la cruz!» Los soldados se unieron a las burlas: «Sí, si es el rey de Israel, que baje de la cruz y también nosotros creeremos en Él.»

Jesús parecía a punto de expirar, perdía el conocimiento. Viéndolo así, Gesmas, el ladrón de la izquierda, dijo: «El demonio que lo poseía le ha abandonado.» Un soldado puso en la punta de un palo una esponja empapada en vinagre y la acercó a los labios de Jesús, que pareció beber el líquido. El soldado le decía: «Si eres el rey de los judíos, sálvate, baja de la cruz.» Todo esto pasaba mientras la primera tropa era relevada por la de Abenadar. En ese momento, Jesús levantó un poco la cabeza y dijo: «Padre mío, perdónales, pues no saben lo que hacen.» Gesmas le gritó: «Tú, si eres el Cristo, sálvate y sálvanos.» Dimas, el buen ladrón, se sintió conmovido al oír que Jesús rogaba por sus enemigos. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María de Cleofás. El centurión no las rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de Jesús, una iluminación interior. Reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez y dijo en voz clara y fuerte: «¿Cómo podéis injuriarlo cuando está rogando por vosotros? No ha dicho una palabra, ha sufrido pacientemente todas vuestras vejaciones; es un profeta, es nuestro rey, es verdaderamente el Hijo de Dios.» Al oír esta reprensión de boca de un miserable asesino, se elevó un gran tumulto en medio de los presentes, que cogieron piedras para tirárselas, pero el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto, la Santísima Virgen se sintió fortificada por la oración de Jesús, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús: «¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosotros lo merecemos justamente, recibimos el castigo por nuestros crímenes, pero este hombre no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora y conviértete.» Estaba iluminado y tocado de la gracia divina; confesó sus culpas a Jesús, diciendo: «Señor, si me condenas será con justicia, pero ten misericordia de mí.» Jesús le dijo: «Tus pecados te son perdonados», y Dimas, con perfecta convicción, dio las gracias a Jesús por el inmenso don que le había concedido. Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, pocos minutos después de que la cruz fuera alzada, y pronto iba a haber un gran cambio en el alma de los espectadores, mientras el buen ladrón estaba hablando, a causa de los signos que empezaron a verse en la Naturaleza.

 

EL SOL SE OSCURECE

Segunda y tercera palabras de Jesús en la cruz

Desde que Pilatos pronunció la sentencia, el cielo, hasta aquel momento despejado, había ido cubriéndose de nubes, pero a la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, el sol se apagó de repente. Yo vi cómo sucedió, pero no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra; desde allí vi las divisiones del cielo y el camino de las estrellas, que se cruzaban de un modo maravilloso, y en seguida me hallé en Jerusalén. La luna apareció llena y pálida sobre el monte de los Olivos, y fue avanzando rápidamente hacia el sol. De repente, de la derecha del sol vi aparecer un cuerpo oscuro similar a una montaña y que, colocándose ante él, lo cubrió por completo. El centro de este cuerpo era de un naranja oscuro y estaba rodeado de un círculo de fuego semejante a un anillo de hierro candente. El cielo se volvió negro y las estrellas aparecieron en él despidiendo una luz ensangrentada. El terror general se apoderó de los hombres y de los animales; los que injuriaban a Jesús callaron. Muchas personas se daban golpes en el pecho, diciendo: «Que su sangre caiga sobre sus asesinos.» Muchos, cerca y lejos, se arrodillaron pidiendo perdón y Jesús, en medio de sus dolores, los miró compasivo. Cuando las tinieblas aumentaron, todos los más queridos amigos del Salvador, excepto María, se alejaron aterrorizados de la cruz. Dimas levantó la cabeza hacia Jesús y, con una humilde esperanza, le dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.» Jesús le respondió: «En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso.»

La Madre de Jesús, Magdalena, María de Cleofás y Juan permanecían junto a la cruz de Nuestro Señor, sin apartar la vista de Él. María le pedía interiormente que la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable y, volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: «Mujer, éste es tu hijo.» Después dijo a Juan: «Ésta es tu madre.» Juan, al pie de la cruz del Redentor moribundo, abrazó, transido de dolor, a la Madre de Jesús, que ahora era la suya. La Santísima Virgen se sintió tan ahogada de dolor al oír estas últimas disposiciones de su Hijo, que cayó sin conocimiento en brazos de las santas mujeres, que la llevaron a alguna distancia de la cruz.

Yo no sé si oí realmente estas palabras dichas por Jesús a Juan y a su Madre o sólo en mi interior, pero supe que, al darle Nuestro Señor a Juan a la Santísima Virgen como Madre, estaba entregándonosla también a todos los que creemos en Él.

Eran poco más o menos la una y media y fui transportada a la ciudad de Jerusalén para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud; las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa y los hom­bres andaban a tientas. Muchos estaban tendidos por el suelo, con la cabeza descubierta, gimiendo y dándose golpes en el pecho; otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban, hasta los animales aullaban y se escondían. Las aves volaban bajo y caían al suelo muertas. Vi que Pilatos fue a visitar a Herodes; estaban ambos muy agitados y miraban a su alrededor desde la misma terraza donde, por la mañana, Pilatos había visto a Jesús entregado a los ultrajes del pueblo. «Esto no es natural —decía Pilatos—, es la cólera de los dioses por la crueldad con que se ha tratado a Jesús.» Después los vi ir al palacio atravesando la plaza. Caminaban de prisa y estaban rodeados de soldados. Pilatos no volvió los ojos del lado de Gábbata, donde había condenado a Jesús. En la plaza no había nadie, algunas personas entraban corriendo en sus casas. Se veía formarse grupos. Pilatos mandó llamar a su palacio a los judíos más ancianos y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas. Les dijo, muy asustado, que eran un presagio espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos porque habían perseguido a muerte al Galileo, que era en verdad su profeta y su rey; que él se había lavado las manos, que él era inocente de esta muerte, etc. Pero los ancianos persistieron en su dureza de corazón y atribuyeron todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural, y ni siquiera así se convirtieron. Sin embargo, mucha gente y entre ellos todos los soldados que en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos habían caído fulminados por el ataque, se convirtieron. La multitud se iba agrupando delante de la casa de Pilatos y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!», ahora gritaban: «¡Muera el juez inicuo! ¡Que la sangre del inocente caiga sobre sus verdugos!» Pilatos estaba muy asustado, mandó reforzar la guardia e intentó hacer recaer toda la culpa sobre los judíos. El terror y la angustia llegaban a su colmo en el Templo; estaban a punto de sacrificar el cordero pascual cuando las tinieblas se abatieron de repente sobre ellos. La agitación y el espanto les hacía dar alaridos. Los sacerdotes se esforzaron por mantener el orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas, pero el desorden aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse; la oscuridad iba en aumento.

Sobre el Gólgota las tinieblas produjeron una terrible consternación. Cuando el sol empezó a ocultarse, los gritos, las imprecaciones, la actividad de los hombres ocupados en levantar las cruces, los lamentos de los dos ladrones, los insultos de los fariseos, las idas y venidas de los soldados la marcha tumultuosa de los verdugos borrachos habían ido disminuyendo. Pero conforme las tinieblas se hacían más densas los presentes estaban más sobrecogidos y se alejaban más de la cruz. Fue entonces cuando Jesús dijo sus palabras a su Madre y a Juan, y María fue llevada desmayada a cierta distancia. Tras eso, hubo un instante de silencio solemne. Algunos miraban al cielo, la conciencia de otros se despertaba y volvían los ojos hacia la cruz llenos de arrepentimiento, y se daban golpes de pecho. Los que tenían estos sentimientos se juntaron. Los fariseos, aunque tan aterrorizados como los demás, intentaban explicarlo todo con razones naturales, pero cada vez iban hablando más bajo y acabaron por callarse. El disco del sol era de un naranja oscuro, como las montañas miradas a la claridad de la luna, estaba rodeado de un círculo de fuego y las estrellas brillaban con una luz ensangrentada. Los pájaros caían al suelo, muertos de terror, las bestias temblaban y los caballos de los fariseos se apretaban estrechamente unos con otros, agachando la cabeza. Las tinieblas lo penetraron todo.

 

JESÚS SE QUEDA SOLO. SU CUARTA PALABRA EN LA CRUZ.

El silencio reinaba en torno a la cruz. Todo el mundo se había alejado. El Salvador había quedado sumido en un profundo abandono.

Volviéndose a su Padre celestial le pedía con amor por sus enemigos. Ofrecía el cáliz de su sacrificio por su redención. Yo vi a mi esposo sufrir como un hombre afligido lleno de angustia, abandonado de toda consolación divina y humana, y, obligado, sin ayuda ni esperanza, a atravesar solo la tormenta de la tribulación. Sus sufrimientos eran inexpresables, y por ellos nos fue concedida la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todos los afectos que nos unen a este mundo y esta vida terrestre se rompen y al mismo tiempo el sentimiento de la ira nos obnubila; nosotros no podríamos salir victoriosos de esta prueba, de no ser uniendo por medio de la gracia divina. Desde el sacrificio de Jesús ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación ante la cercanía de la muerte, pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha ido por delante de nosotros por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones y ha plantado en él su cruz para desvanecer nuestros espantos. Jesús, abandonado, pobre y desnudo, se ofreció a sí mismo por nosotros, convirtió su abandono en un rico tesoro, ofreció su vida, sus fatigas, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Rezó delante de Dios por todos los pecadores. No olvidó a nadie, a todos acompañó en su abandono, rogó también por los heréticos.

Hacia las tres, Jesús lanzó un grito: «Elí, Elí, lamina sabachtani?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!» El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz; los fariseos se volvieron hacia Él y uno dijo: «Llama a Elías.» Otro: «Veremos si Elías vendrá a socorrerlo.» Cuando María oyó la voz de su Divino Hijo nada pudo detenerla. Se acercó otra vez al pie de la cruz con Juan, María de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta notables de Judea y de los contornos de Jopa, pasaban por allí en dirección a la fiesta y, cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores de la Naturaleza, exclamaron llenos de horror: «¡Maldita sea esta ciudad! Si el Templo de Dios no estuviera en ella, merecería ser quemada por haber atraído sobre sí tanta iniquidad.» Estas palabras causaron una gran impresión en la gente. Hubo una explosión de murmullos y de gemidos y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Los allí presentes se dividieron en dos partidos. Los unos lloraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos hablaban en tono menos arrogante, y temiendo una insurrección popular, se pusieron de acuerdo con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad e impedir que nadie entrara o saliera. Al mismo tiempo, enviaron un mensaje a Pilatos y a Herodes para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una revuelta. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden y también impedía los insultos contra Jesús para no irritar más al pueblo.

Poco después de las tres el cielo empezó a abrirse, la luna fue alejándose del sol, éste apareció despojado de sus rayos y envuelto en jirones de niebla roja; poco a poco comenzó a brillar de nuevo y las estrellas desaparecieron. Sin embargo, el cielo seguía cubierto. Los enemigos de Jesús fueron recobrando su arrogancia a medida que la luz volvía. Cuando dijeron: «Llama a Elías», Abenadar los mandó callar.

 

LA MUERTE DE JESÚS. QUINTA, SEXTA Y SÉPTIMA PALABRAS DE JESÚS EN LA CRUZ

A la pálida luz del sol, el cuerpo de Jesús se veía más lívido y pálido que antes, por la pérdida de sangre. Agonizaba, tenía la lengua seca: «Tengo sed», dijo. Y como sus amigos lo rodeaban mirándolo apenados e impotentes, añadió: «¿No podríais haberme dado una gota de agua?»; y ellos comprendieron que les estaba diciendo que, mientras durasen las tinieblas, nadie se lo hubiera impedido. Juan, lleno de remordimientos, dijo: «¡Oh, Señor, te hemos olvidado!» Jesús añadió otras palabras cuyo sentido era éste: «Mis parientes y amigos debían olvidarme y no darme de beber, para que se cumpliera lo que está escrito.» Pero ese olvido lo afligía mucho. Sus amigos entonces dieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua; ellos no se lo dieron, pero uno de ellos mojó una esponja en vinagre y hiel, y colocándola en la punta de una lanza, la puso delante de la boca del Señor. Entre otras palabras que Jesús dijo entonces, recuerdo éstas: «Cuando mi voz no se oiga más, las bocas de los muertos hablarán.» Algunos gritaron: «Blasfema todavía.» Abenadar los mandó callar.

La hora de Nuestro Señor había llegado: la agonía había comenzado, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante. Entonces Jesús dijo: «Todo se ha cumplido.» Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Fue un grito a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra. Después de eso, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Yo vi su alma, como una forma luminosa, penetrando en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron a tierra cubriéndose la cara.

El centurión Abenadar, de origen árabe, que bautizado más tarde se llamaba Ctesifón, estaba a caballo, cerca de donde estaba clavada la cruz.

Miraba conmovido y fijamente la cara desfigurada de Jesús, coronada de espinas. El caballo, abatido y triste mantenía la cabeza gacha, y Abenadar, cuya alma estaba trastornada, no recogió las riendas caídas. Cuando el Señor exhaló su último suspiro, la tierra tembló y se partió el suelo de roca entre la cruz del Salvador y la cruz del mal ladrón. La lúgubre Naturaleza dio testimonio de una manera tremenda e inequívoca de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo se había cumplido. La tierra tembló cuando el alma de Jesús abandonó su cuerpo; ella le reconoció como su Salvador, mientras el corazón de sus amigos era traspasado por una espada de dolor. La gracia iluminó a Abenadar, su corazón duro se resquebrajó como el peñasco del Calvario; arrojó la lanza, se dio un fuerte golpe en el pecho y, con la voz de un hombre nuevo, gritó: «Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; este hombre era inocente; era verdaderamente el Hijo de Dios.» Muchos soldados se convirtieron también al oír estas palabras de su jefe.

Abenadar, convertido en un nuevo hombre desde ese momento, y habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería seguir más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado después Longino, que tomó el mando, dijo algunas palabras a los soldados y bajó del Calvario. Se fue por el valle de Gihón, hacia las grutas del valle de Hinón y anunció a los discípulos allí escondidos, la muerte del Señor. A continuación, se fue a la ciudad con intención de ver a Pilatos. También otras personas se convirtieron en el Calvario, entre ellos algunos fariseos que habían llegado hacia el final. Mucha gente regresaba a casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestiduras y se echaban polvo sobre los cabellos. Todos estaban llenos de miedo y espanto. Juan se levantó y, con algunas de las santas mujeres, se llevaron a la Santísima Madre a cierta distancia de la cruz.

Cuando Jesús, el Dios de la vida y de la muerte, encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y la muerte tomó posesión de Él su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y, lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.

¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón; la obra sagrada de sus entrañas, formado por obra divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones. Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la reina de los mártires.

Eran poco más de las tres cuando Jesús expiró. La luz del sol era todavía débil y estaba velada por una bruma rojiza, el aire se hizo sofocante y bochornoso mientras duró el temblor de la tierra, mas después refrescó sensiblemente. Cuando se produjo el temblor de tierra, los fariseos estaban muy alarmados pero después se recobraron; algunos se acercaron a la grieta que se había abierto en el peñasco del Calvario, tiraron piedras y querían medir su profundidad con cuerdas, pero, al no haber podido llegar al fondo, se quedaron pensativos. Advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, sus signos de arrepentimiento, y se alejaron. Muchos de los presentes se habían verdaderamente convertido y muchos de ellos regresaron a Jerusalén, llenos de temor. Los soldados romanos montaron guardia en las puertas de la ciudad y otros lugares principales para prevenir una posible insurrección. Casio se quedó en el Calvario con cincuenta soldados. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, contemplaban a Nuestro Señor y lloraban. Algunas de las santas mujeres se marcharon a sus casas y todo quedó silencioso y sumido en la pena. Desde lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, se veían acá y allá algunos discípulos que miraban la cruz con una curiosidad inquieta, y desaparecían si se les acercaba alguien.

 

EL TEMBLOR DE TIERRA. APARICIÓN DE LOS MUERTOS EN JERUSALÉN

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa penetrar en la tierra al pie de la cruz, con ella una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Estos ángeles echaban al gran abismo a una multitud de malos espíritus. Y oí que Jesús ordenó a muchas almas del limbo que volvieron a entrar en sus cuerpos mortales para atemorizar a los impenitentes y dieran testimonio de Su divinidad.

El temblor de tierra que quebró la roca del Calvario, causó estragos, sobre todo en Jerusalén y en Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el Templo al volver la luz del sol, cuando el temblor que agitó la tierra y el estrépito de los edificios al hundirse, causaron temores mucho mayores. Este terror se convirtió en pánico cuando la gente que huía llorando encontraban en el camino súbitas apariciones de muertos resucitados que los reconvenían y amenazaban en el lenguaje más severo.

En el Templo, el Sumo Sacerdote y los demás sacerdotes habían continuado el sacrificio del cordero pascual, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían haber triunfado con la vuelta de la luz. Mas, de pronto, la tierra tembló bajo sus pies, los edificios vecinos se derrumbaban y el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo. Al principio mi terror extremo los dejó unidos, pero luego se vieron sacudidos por los más incontrolables llantos y lamentaciones. Sin embargo, las ceremonias estaban tan reguladas, en el interior del Templo era todo tan pautado, las filas de sacerdotes, el sonido de los cánticos y de las trompetas, los movimientos de los fieles, que de momento no se consiguió controlar el desorden y turbación. Los sacrificios continuaron tranquilamente en algunas partes, mientras los sacerdotes los tranquilizaban. Pero la aparición de los muertos que se presentaban en el Templo lo echó todo abajo, y la gente huyó despavorida tan de prisa como pudo. En la ceremonia no quedó nadie, y el Templo fue abandonado como si hubiera sido manchado. Sin embargo, esto sucedió progresivamente, y mientras que una parte de los que estaban presentes corrían escaleras abajo del Templo, otros iban siendo contenidos por los sacerdotes o no eran todavía presa del pánico que los enloquecía. Se puede tener una idea de lo que pasaba, representándose un hormiguero, en el cual han echado una piedra. Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continúa en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden durante algunos momentos. El Sumo Sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de ánimo. Gracias al diabólico endurecimiento de su corazón y la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que la confusión fuese general, y lograron que el pueblo no tomara esos terribles acontecimientos como un testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la torre Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que estallase un tumulto popular. Todo se convirtió en agitación e inquietud que cada uno llevó a su casa y que la habilidad de los fariseos había conseguido, con éxito, calmar en parte.

He aquí los hechos de los que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del Sanctasanctórum del Templo y entre las cuales estaba colgada una magnifícente cortina, se apartaron la una de la otra y el techo que sostenían se hundió rasgando la cortina con fuerte sonido de arriba abajo, y el Sanctasanctórum quedó así expuesto a los ojos de todos. Cerca de la celda donde solía rezar el viejo Simeón, cayó una gruesa piedra que hundió la bóveda. En el Sanctasanctórum se vio aparecer al Sumo Sacerdote Zacarías, muerto entre el Templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan el Bautista y de otros profetas. Los dos hijos del piadoso Sumo Sacerdote Simón el justo, se aparecieron cerca del gran púlpito y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que ahora se había cumplido. Jeremías se apareció cerca del altar y proclamó con una voz tronante el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones que habían tenido lugar en un sitio al que sólo los sacerdotes tenían acceso, fueron negadas o calladas y se prohibió severamente hablar de ellas. Se oyó un gran ruido, las puertas del Sanctasanctórum se abrieron y una voz gritó: «Vayámonos de aquí.» Entonces vi ángeles alejándose de allí. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron también el Templo. Muertos resucitados se veían todavía andando por la ciudad. A una orden de los ángeles entraron finalmente en sus sepulcros. La cátedra del atrio se derrumbó. De treinta y dos fariseos que hacía poco habían vuelto del Calvario, muchos se habían convertido al pie de la cruz. Y en el Templo, comprendiendo perfectamente lo que estaba pasando, hicieron duros reproches a Anás y Caifás, y dejaron la congregación. Anás había sido uno de los más acérrimos enemigos de Jesús, y había incitado al proceso contra Él, pero ahora, viendo todos esos acontecimientos sobrenaturales, estaba casi loco de espanto, y no sabía dónde esconderse. Caifás quiso confortarlo, pero fue en vano. La aparición de los muertos lo había consternado. Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. Dijo que los causantes de todo habían sido los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el Templo manchados, y que todo eran sortilegios.

La misma confusión que en el Templo reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Los muertos caminaban por las calles, las casas se derrumbaban, así como también los escalones del Tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar, del atrio, donde Pedro había negado a Jesús. Cerca del palacio de Pilatos, se partió la piedra del sitio donde Jesús había sido mostrado al pueblo y parte de las murallas de la ciudad se derribaron. El supersticioso Pilatos estaba paralizado y mudo de terror, su palacio se tambaleaba sobre sus cimientos, y la tierra no cesaba de moverse bajo sus pies. El corría enloquecido de una habitación a otra. Creyó ver en los muertos que se le aparecían a los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más oculto de la casa para pedir socorro a sus ídolos. También Herodes estaba aterrorizado pero él se había encerrado y no quería ver a nadie. Un centenar de muertos de todas las épocas aparecieron en Jerusalén y en sus alrededores. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, destaparon sus rostros y anduvieron errantes por las calles sin tocar el suelo con los pies. Dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. En los lugares donde la sentencia de Jesús se había proclamado antes de ponerse en marcha la procesión para el Calvario, se detuvieron un momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús por los siglos de los siglos y condenación eterna para sus verdugos!» Delante del palacio de Pilatos exclamaron: «¡Juez inicuo!» Todo el mundo temblaba y huía; el terror era inmenso en toda la ciudad y cada cual se escondía donde podía. A las cuatro en punto los muertos volvieron a sus tumbas. Los sacrificios en el Templo habían sido así interrumpidos, la confusión reinaba por todas partes y pocas personas comieron esa noche el cordero pascual.

 

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La Via Dolorosa del Pretorio al Calvario, visiones de Maria Valtorta

Jesús, tras su condena a muerte, permanece en el atrio, custodiado por los soldados, esperando la cruz. Pasa un poco de tiempo así. No más de media hora incluso menos. Luego, Longinos, encargado de presidir la ejecución da sus órdenes.

 -Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo.
Pero Jesús responde:
-Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello.
-Yo estoy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y además… aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte… Un sorbo… para que yo vea que no aborreces a los paganos.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longinos, que lo ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo-róseo claro)…

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.
-Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed… Me produces compasión … sí… compasión… No eres Tú hebreo al que habría que matar… ¡En fin!… Yo no te odio… y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable.

Pero Jesús no bebe otra vez… Verdaderamente tiene sed… Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre… Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo -por luz interna, como lo que acabo de decir-que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

-Que Dios te bendiga por este alivio -dice. Y sonríe. Todavía sonríe… una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación). Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longinos da las últimas órdenes. Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longinos sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.
Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí -cuando leía… o sea, hace años-que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos». Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longinos da la orden de marcha:
-Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados.

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndolo tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados:
-¡Empujadlo, para que se caiga! ¡Que muerda el polvo el blasfemo!
Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longinos aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longinos quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa -y llamarlos «gentuza» es incluso honroso-no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longinos trata de tomar la de las murallas.
-¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!

Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.
Intentando calmar los ánimos, Longinos tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo «decurión» porque es el suboficial, pero quizás es –diríamos nosotros-su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longinos para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longinos.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarlo, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol… Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, lo defienden. Pero incluso al querer defenderlo lo golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo -introduciéndose en los ojos y en las gargantas- que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado -contra el que Jesús casi se derrumba-impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita:
-¡Déjalo! Decía a todos: «Levántate». Pues que ahora se levante Él…

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir…

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.
Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así… Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: «¡Poca cosa!». Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha… Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco… y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal… y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz -que siendo tan larga debe pesar mucho-, sufre agudamente.
Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento… Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril…

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verlo caer tan mal…

Longinos incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.
Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra.

La gente ve esto y grita:
-¡Se le ha subido a la cabeza su doctrina! ¡Mira, mira como se tambalea!
Y otros -que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas-dicen burlonamente: -No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida… -y otras frases parecidas.

Longinos, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma lo insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve… los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe… Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír… Sus consuelos… Diez caras… un alto bajo el sol de fuego…

Y enseguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarlo. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

-¡Atentos a que muera en la cruz! -grita la muchedumbre.
-Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio -dicen los jefes de los escribas a los soldados.
Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longinos tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longinos parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.
El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres -en verdad, muy exiguos-que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.
Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra.
Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verlo caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que lo guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su oscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longinos la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras É1 se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no lo dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta oscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano un ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer -a su lado tiene una joven sirviente-abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla:
-Gracias, Juana. Gracias, Nique,… Sara,… Marcela,… Elisa,… Lidia,… Ana,… Valeria,… y a ti… Pero… no lloréis… por mí… hijas de… Jerusalén… sino por los pecados… vuestros y… de vuestra ciudad… Da gracias… Juana… por no tener… ya hijos… Mira… es compasión de Dios… el no… no tener hijos… para que… sufran por… esto. Y también… tú, Isabel… Mejor… como sucedió… que entre los deicidas… Y vosotras… madres… llorad por… vuestros hijos, porque… esta hora no pasará… sin castigo… ¡Y qué castigo, si esto es así para… el Inocente!… Lloraréis entonces… el haber concebido… amamantado y el… tener todavía… a los hijos… Las madres… en aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será dichoso… el que en aquella hora… caiga primero… bajo los escombros… Os bendigo… Marchaos… a casa… orad… por mí. Adiós, Jonatán… llévatelas…

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.
Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes… y horrorizarse… Pero no emite un solo quejido. Eso sí -a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran-, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul oscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longinos, se acercan a María para avisarle. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longinos, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longinos menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo. María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen:

-¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Lo quieren! ¡Fijaos cómo lo quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerlo! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!

Longinos se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longinos ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longinos lo mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena:
-Hombre, ven aquí.
El Cireneo finge no oír. Pero con Longinos no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.
-¿Ves a ese hombre? -pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita:
-¡Dejad pasar a la Mujer!
Luego vuelve a hablarle al Cireneo:
-No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima.
-No puedo… Tengo el burro… es rebelde… Los chicos no saben dominarlo…
Pero Longinos dice:
-Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de castigo.
El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos:
-Id a casa. Pronto. Decid que llego enseguida -luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre -sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego-, y grita:
-¡Mamá!
Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas… y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla… Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte…
María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita:
-¡Hijo!
Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos -y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices…-hay un impulso de piedad. Y es que la palabra «¡Mamá!» y la palabra «¡Hijo!» conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que -lo repito-no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad…
El Cireneo siente esta piedad… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo -y se limita a mirarlo, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre-, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).
Pero María no puede besar a su Criatura… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre -blanco de las burlas de todo un pueblo-contra la pared del monte…
Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración… Pero puede andar mejor.
María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.
Longinos se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

El Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por un lado tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. A1 lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús iba durante la vendimia del primer año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos -no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo-no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado… vacío… silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre:
-¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! ¡Muerte al blasfemo galileo! ¡Clavad en la cruz también al vientre que lo llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!…

Longinos, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre… Ordena que se haga cesar ese barullo… La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de una ladera del monte.
El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, lo para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.
El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Crucifixión, Muerte y Descendimiento, visiones de Maria Valtorta

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas.

Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán e Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm…

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto oscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longinos para su hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente -mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de oscuras costras-, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis asegurándoselo bien para que no se caiga… Y en el lienzo –hasta ese momento mojado sólo de llanto- caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminada en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo… un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre lo escarnece como en coro (con citas de: Salmo 45, 3; Cantar de los cantares 5, 10-16; y alusiones a: Números 12; Deuteronomio 24, 9):
-¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén te adoran…

Y empiezan a cantar, con tono de salmo:
-Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche que no de agua, en la leche de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que 1a del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él -y se ríen, y también gritan:
-¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios te ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! A1 menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú… eres un andrajo impotente y asqueroso.

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se rebelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero oscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarlo. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana de1 diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.
Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz… el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos…

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro… y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe
sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros -un poco más-del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estiran por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza…

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del clavo, y tienen que desclavarlo casi (desclavar invirtiendo la posición, o sea, poniendo debajo el pie derecho y encima el izquierdo), porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean… Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello…

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.
Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: « ¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero -oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre cuerpo, suspendido de tres clavos-, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.
Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto, la cruz de Jesús; a sus dos lados, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados.

En pie, erguido, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, Longinos que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longinos, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longinos, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés, compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados -especialmente a Cristo-con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un sol extraño; de un amarillo-rojo de llama Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice:
-Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala.

Y María con Juan -tomado por hijo-sube por los escalones incididos en la roca tobosa -creo-y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, enseguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarlo con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.
-¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti? -gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos:
-Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja! ¡Ja! ¡Ja!… que te iba a glorificar, ¡cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?
Y tres fariseos:
-¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo.
Y saduceos y herodianos a los soldados:
-¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!

Una muchedumbre, en coro:
-Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú que destruyes el Templo… ¡Loco!… Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo.
Otros sacerdotes:
-¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo.
Otros que pasan y menean la cabeza:
-Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!
Los soldados:
-¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!

Los sacerdotes con sus cómplices:
-Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas -aquí dicen un término infame-tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de madrina de boda. Y silban como carreteros. Otros, lanzando piedras: -¡Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes!
Otros, parodiando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan:

-¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que lo segrega de entre los vivos!

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el meñique alzados y dice:
-¿“Te entrego al Dios del Sinaí, dijiste”? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?
Otro:
-No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez lo resucitas.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Vamos a casa de Lázaro! ¡Clavémoslo por el otro lado de la cruz! -y, como papagayos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: « ¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadlo y dejadlo andar.
-¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: «Yo soy la Resurrección y la Vida». ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler 1a muerte, y la Vida muere!
-Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarlo.
Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente:
-¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice:
-Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos.
-¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?
-¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales.

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longinos ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo -se lo había levantado para hablar a los insultadores-y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.
Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar:
-¡Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, Y para mí todo es lícito. ¿Dios?… ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice:
-¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo.

Pero el mal ladrón continúa sus imprecaciones.
Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos -forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos)-tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan e1 cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda -irregular pero violenta-propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, este abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua…

La corona de espinas le impide apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz del íleon hacia arriba por la fuerza de inercia que hace pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.

Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco.

El otro, que mira con piedad cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente cuando oye que en el insulto está incluida también Ella.
-¡Cállate! Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza… porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto… Yo quisiera poder pedirle perdón… Pero ¿podré hacerlo? Era una santa… La maté con el dolor que le daba. Yo soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por mí.

La Madre levanta un momento su cara acongojada y lo mira, mira a este desventurado que, a través del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia el arrepentimiento; y parece acariciarlo con su mirada de paloma.

Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La gente grita:
-¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene dos hijos delincuentes!
Y el otro incrementa:
-Te ama porque eres una copia menor de su amado.
Jesús dice ahora sus primeras palabras:
-¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!

Esta súplica le hace superar todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice:
-Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre santísimo.

Jesús se vuelve y lo mira con profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa pobre boca torturada. Dice:
-Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
El ladrón arrepentido se calma, y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad».

El otro continúa con sus blasfemias.
El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos, blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz).

La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan ahora ¬tan térreos se ponen sus rostros-a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa.

Jesús parece lividecer de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: « ¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera contener. Y María, cada vez que lo oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerlo.

La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo:
-¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esta luz extraña, no podemos ver.

En efecto, muchos empiezan a impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie de cono, tan oscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras: de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verlo mejor, y dice:
-Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre.
El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre-Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar… Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para consolarlo a Él…

Los sufrimientos son cada vez mayores y la luz es cada vez menor.
Es en esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos, Nicodemo y José, y dicen:
-¡Apartaos!
-No se puede. ¿Qué queréis? -dicen los soldados.
-Pasar. Somos amigos del Cristo.
Se vuelven los jefes de los sacerdotes.
-¿Quién osa profesarse amigo del rebelde? -dicen indignados.
Y José, resueltamente:
-Yo, noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos.
-Quien se pone de la parte del rebelde es rebelde.
-Y quien se pone de la parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno.
-¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!
-Yo también. Pero sólo de una cosa: de que Israel esté corrompido, que no sepa ya reconocer a Dios.
-Me causas horror.
-Apártate, entonces, y déjame pasar. Pido sólo eso.
-¿Para contaminarte más todavía?
-Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y la contraseña.
Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una tablilla encerada.
El decurión observa estas cosas y dice a los soldados:
-Dejad pasar a los dos.

Y José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí lo ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan contra ellos los improperios sacerdotales.

Los sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas.

La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza oscura, y sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.
Jesús ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo, como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz.
María emite un grito:
-¡Está muerto!
Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y Jesús se ve realmente como muerto. Otro grito femenino le responde, y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica densísima.

-No es posible -gritan unos sacerdotes y algunos judíos.
-Es una simulación para que nos vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para devolverle la voz.

Y, dado que los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después en las corazas romanas.
La medicina, como irónicamente han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso y vuelve en sí.
El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor.

Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra oscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa
-¡Eloi, Eloi, lamma sebacteni! -(esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Lo insultan:
-¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!
Otros gritan:
-¡Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarlo.
Y otros:
-Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios -porque está poco claro 1o que este demente quiere-están lejos… ¡Necesita voz para que lo oigan! -y se ríen como hienas o como demonios.
Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.
Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él…

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

La oscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).
Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús:
-¡Tengo sed!

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina ¬pero rígida-que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.
Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan:
-¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!… ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?… que leche no tengo…

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies
y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del esternocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad… La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más débil, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación:
-¡Mamá!
Y la pobre susurra:
-Sí, tesoro, estoy aquí.
Y cuando, por habérsele velado la vista, dice:
-Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?
Y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo. Ella responde: -¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío… Mamá está aquí, aquí está… y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás…
Es acongojante… Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longinos -que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial-no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la oscuridad total las palabras:
-Todo está cumplido! -y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.
E1 tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre oyéndolo… Se dice:
-¡Basta ya con este sufrimiento! -y se dice:
-¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!
Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.
Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica:
-¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.
Luego… adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante -verlo es tremendo-. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el «gran grito» de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra «Mamá»… Y ya nada más…

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre… Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longinos, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La oscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Lo llama, porque mal lo ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces lo llama:
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
Es la primera vez que lo llama por el nombre desde que está en el Cal
vario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, lo ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente oscuro, y grita:
-¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver… No puede creer que su Jesús ya no esté…
Juan -también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado-abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice:
-Ya no sufre.
Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita:
-¡No tengo ya Hijo!

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías -que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido-sustituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice:
-Hija, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…
Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice:
-Sí, sí, llora… Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía -y cuando oye que María le dice: « ¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¡Sí!, sí,… pero… pero… hija… ¡oh, hija!…

No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).
Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino…

Los soldados cuchichean unos con otros.
-¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo.
-Y se daban golpes de pecho.
-Los más aterrorizados eran los sacerdotes.
-¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca Mira: la tierra está llena de fisuras.
-Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo.
-Y debajo hay cuerpos.
-¡Déjalos! Menos serpientes.
-¡Otro incendio! En la campiña…
-¿Pero está muerto del todo?
-¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?

Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longinos. -Queremos el Cadáver.
-Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes.
-¿Cómo lo has sabido?
-Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero.

Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.
Es entonces cuando Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no alcanzo a oír. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

Longinos se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe Y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda. Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.
-Ya está, amigo -dice Longinos, y termina:
-Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos… ¡Era verdaderamente un Justo! De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal…

… Mientras en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.
Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse. -¡Gamaliel! ¿Tú?
-¿Tú, José? ¿Lo dejas?
-Yo no. Pero tú, ¿cómo por aquí?, y en ese estado…
-¡Cosas terribles! ¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El Sancta Sanctorum descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!
Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por esta prueba.

Los dos lo miran mientras se aleja… se miran… dicen juntos:
-“¡Estas piedras temblarán con mis últimas palabras!” ¡Se lo había prometido! …
Aceleran la carrera hacia la ciudad.

Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, llantos, quejidos… Dicen:
-¡Su Sangre ha hecho llover fuego!
-¡Entre los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!
-¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!
José agarra a uno que está dando cabezazos contra la muralla, y lo llama por su nombre, y tira de él mientras entra en la ciudad:
-¡Simón! ¿Pero qué vas diciendo?
-¡Déjame! ¡Tú también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen.
-Se ha vuelto loco -dice Nicodemo. Lo dejan y trotan hacia el Pretorio.

El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.

En uno de los muchos espacios abovedados oscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca -porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto oscuro-, hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando:
-¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: «¡Maldito seas eternamente!» -y luego se derrumba gimiendo:
-¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
-¡Pero están todos locos! -dicen los dos.

Llegan al Pretorio. Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.

Los dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones. Vuelvo al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de
los dos rellanos, se arroja de bruces -largura blanca sobre el suelo amarillento-y gime:
-¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que me oyes y me perdonas.

Comprendo que cree que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, dice
-Levántate. Calla. ¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!
-¿Muerto? ¿Estás muerto? ¡Oh!…
Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a María, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longinos, en pie, a la derecha, solemne con su respetuosa postura.

Se arrodilla, extiende los brazos y llora:
-¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! ¡Pero Tú eras la Misericordia!… Yo te digo, yo, el anonadado rabí de Judá: «Venga tu Sangre sobre nosotros, por piedad». ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para nosotros… llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta tortura: -Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las fórmulas. Isaías lo dice (Isaías 53, 12): «…pagó por los pecadores y cargó sobre sí los pecados de muchos». ¡Oh, también el mío, Jesús Nazareno…

Se levanta. Mira a la cruz, que aparece cada vez más nítida con luz que se va haciendo más clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.
Y vuelve el silencio al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.

Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos, que no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio en los otros, por deseo de los judíos.

Longinos llama a los cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.

Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo permiten.

También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo que sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.
María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.
Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longinos, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda -casi abierta-para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre 1a cruz y su cuerpo.
María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirlo más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.
Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

Llegados abajo, su intención es colocarlo en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerlo; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.
Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre… Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarlo también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella lo llama… lo llama con voz lacerada. Luego lo separa de su hombro y lo acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos -como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre-, pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo:
-¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!

Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita:
-¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?
José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice:
-¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto… Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras lo envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega:
-¡Oh, id despacio, con cuidado!

Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, llevan el Cadáver, envuelto en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman el sendero hacia abajo.

María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana -que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña-baja hacia el sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.

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Foros de la Virgen María María de Jesús de Agreda MENSAJES Y VISIONES

La Pasión de Jesucristo, visiones de sor María de Jesús de Agreda

El siguiente es el extracto del libro la “Vida de la Virgen María”, de Sor María de Jesús de Agreda, en que cuenta las visiones que tuvo de la pasión de Jessucristo. Son los capítulos XXIV a XXX; comienza con un relato breve de la Transfiguración  

 

CAPITULO XXIV

La Transfiguración. – El ungüento de nardo. – Entrada en Jerusalén. – Cristo en el Cenáculo.

Corrían ya más de dos años y medio de la predicación y maravillas de nuestro Redentor y Maestro Jesús, Y se iba acercando el tiempo destinado por la eterna Sabiduría, para volverse al Padre. Y porque todas sus obras eran ordenadas a nuestra salud y enseñanza, determinó Su Majestad prevenir algunos de sus Apóstoles para el escándalo que con su muerte habían de padecer, y manifestárseles primero glorioso en el cuerpo pasible que habían de ver después azotado y crucificado, para que primero le viesen transfigurado con la gloria, que desfigurado con las penas. Para esto eligió un monte alto, que fue el Tabor, en medio de Galilea, y dos leguas de Nazareth hacia el Oriente; y subiendo a lo más alto de él con los tres apóstoles Pedro, Jacobo y Juan su hermano, se transfiguró en su presencia. Estando transfigurado vino una voz del cielo en nombre del Eterno Padre, que dijo: Este es mi Hijo muy amado, en quien Yo me agrado; a El habéis de oír. No dicen los evangelistas que se hallase María Santísima a la maravilla de la Transfiguración, ni tampoco lo niegan; porque esto no pertenecía a su intento, ni convenía manifestar en los Evangelios el oculto milagro con que se hizo. La inteligencia que se me ha dado para escribir esta historia es que la divina Señora, al mismo tiempo que algunos ángeles fueron a traer la alma de Moisés y a Ellas de donde estaban, fue llevada por manos de sus santos ángeles al monte Tabor, para que viese transfigurado a su Hijo santímo, como sin duda le vio.

Y no sólo vio transfigurada y gloriosa la humanidad de Cristo nuestro Señor, sino que el tiempo que duró este misterio vio con claridad María Santísima la Divinidad intuitivamente.

Continuaba nuestro Salvador sus maravillas en Judea, donde estos días, entre otras, sucedió la resurrección de Lázaro en Betania, adonde vino llamado de las dos hermanas Marta y María. Y porque estaba muy cerca de Jerusalén, se divulgó luego en ella el milagro, y los pontífices y fariseos, irritados con esta maravilla, hicieron el concilio donde decretaron la muerte del Salvador. Llegó otra vez a Betania, donde había resucitado Lázaro, y donde fue hospedado de las dos hermanas, Y le hicieron una cena muy abundante para Su Majestad y María Santísima su Madre y todos los que los acompañaban para la festividad de la Pascua; y entre los que cenaron uno fue Lázaro, a quien pocos días antes había resucitado.

Estando recostado el Salvador del mundo en este convite (conforme a la costumbre de los judíos), entró María Magdalena llena de divina luz; y con ardentísimo amor, que a Cristo su Maestro tenía, le ungió los pies, y derramó sobre ellos y su cabeza un vaso o pomo de alabastro lleno de licor fragantísimo y precioso, de confección de nardos y otras cosas aromáticas; y limpió los pies con sus cabellos, al modo que otra vez lo habla hecho en casa del fariseo en su conversión. De la fragancia de estos ungüentos se llenó toda la casa, porque fueron en cantidad y muy preciosos; y la liberal enamorada quebró el vaso para derramarlos sin escasez. El avariento apóstol Judas, que deseaba se le hubiese entregado para venderlos y coger el precio, comenzó a murmurar de esta unción misteriosa y a mover a algunos de los otros Apóstoles con pretexto de pobreza y caridad con los pobres, a quienes decía se les defraudaba la limosna, gastando sin provecho y con prodigalidad cosa de tanto valor, siendo así que todo esto era con disposición divina, y él hipócrita, avariento y desmesurado.

El Maestro disculpó a la Magdalena, a quien Judas reprendía de pródiga y poco advertida. Y el Señor le dijo a él y a los demás que no la molestasen; porque aquella acción no era ociosa y sin justa causa; y a los pobres no por esto se les perdía la limosna que quisiesen hacerles cada día; y con su persona no siempre se podía hacer aquel obsequio, que era para su sepultura, la que prevenía aquella generosa enamorada con espíritu del cielo, testificando en la misteriosa unción que ya el Señor iba a padecer por el linaje humano, y que su muerte y sepultura estaban muy vecinas. Pero nada de esto entendía el pérfido discípulo, antes se indignó furiosamente contra su Maestro, porque justificó la obra de la Magdalena. Viendo Lucifer la disposición de aquel depravado corazón, le arrojó en él nuevas flechas de codicia, indignación y mortal odio, contra el Autor de la vida. Y desde entonces propuso de maquinarle la muerte, y en llegando a Jerusalén dar cuenta a los fariseos y desacreditarle con ellos con audacia, como en efecto lo cumplió.

Porque ocultamente se fue a ellos, y les dijo que su Maestro enseñaba nuevas leyes contrarias a la de Moisés y de. los emperadores: que era amigo de convites, de gente perdida y profana; y a muchos de mala vida admitía, a hombres y mujeres, y los traía en su compañía. El sábado que sucedió la unción de la Magdalena en Betania, acabada la cena, como en el capítulo pasado dije, se retiró nuestro divino Maestro. Llegado. el día, que fue el que corresponde al domingo de Ramos, salió Su Majestad con sus discípulos para Jerusalén. Y habiendo caminado dos leguas, poco más o menos, en Regando a Betfagé, envió dos discípulos a la casa de un hombre poderoso que estaba cerca, y con su voluntad le trajeron dos jumentillos; el uno, que nadie había usado ni subido en él. Nuestro Salvador caminó para Jerusalén, y los discípulos aderezaron con sus vestidos y capas al jumentillo y también la jumentilla; porque de entrambos se sirvió el Señor en este triunfo. Sucedió en el camino que los discípulos, y con ellos todo el pueblo, pequeños y grandes, aclamaron al Redentor por verdadero Mesías, Hijo, de David, Salvador del mundo y Rey verdadero. Unos decían: «Paz sea en el cielo y gloria en las alturas, bendito sea el que viene como Rey en el nombre del Señor»; otros decían: «Hosanna Filio David: Sálvanos, Hijo de David, bendito sea el reino que ya ha venido de nuestro padre David.» Unos y otros cortaban palmas y ramos de los árboles en señal de triunfo y alegría, y con las vestiduras los arrojaban por el camino donde pasaba el nuevo triunfador de las batallas.

Prosiguió el Salvador del mundo su triunfo hasta entrar en Jerusalén, y los santos ángeles, que lo miraban y acompañaban, le cantaron nuevos himnos de loores y divinidad con admirable armonía. Entrando en la ciudad con júbilo de todos los moradores, se apeó del jumentillo y encaminó sus pasos al templo. Derribó las mesas de los que vendían y compraban en el templo, celando la, honra de la casa de su Padre; y echó fuera a los que la hacían casa de negociación y cueva de ladrones.

Estuvo Su Majestad en el templo enseñando y predicando hasta la tarde. Y en confirmación de la veneración y culto que se le había de dar a aquel, lugar santo y casa de oración, no consintió que le trajesen un vaso de agua para beber; y, sin recibir este ni otro refrigerio, volvió aquella tarde a Betania, de donde. había venido, y después los días siguientes hasta su pasión volvió a Jerusalén.

El miércoles siguiente a la entrada de Jerusalén (fue el día que Cristo nuestro Señor se quedó en Betania sin volver al templo) se juntaron de nuevo en casa del pontífice Caifás los escribas y fariseos, para maquinar dolosamente la muerte del Redentor del mundo; porque los habla irritado con mayor envidia el aplauso que en la entrada de Jerusalén habían hecho con Su Majestad todos los moradores de la ciudad. Esto cayó sobre el milagro de resucitar a Lázaro, y las otras maravillas que aquellos días había obrado Cristo nuestro Señor en el templo; y habiendo resuelto convenía quitarle la vida, paliando esta impía crueldad con pretexto del bien público, como lo dijo Caifás, profetizando lo contrario de lo que pretendía. El demonio, que los vio resueltos, puso en la imaginación de algunos no ejecutasen este acuerdo con la fiesta de la Pascua, porque no se alborotase el pueblo que veneraba a Cristo nuestro Señor como Mesías o gran profeta. Esto hizo Lucifer, para ver si con dilatar la muerte del Señor podría impedirla. Mas como Judas estaba ya entregado a su misma codicia y maldad, y destituido de la gracia que para revocarla era menester, acudió al concilio de los pontífices muy azorado e inquieto, y trató con ellos de la entrega de su Maestro, y se remató la venta con treinta dineros; y por no perder los pontífices la ocasión, atropellaron con el inconveniente de ser Pascua.

Despedido nuestro Salvador de su amante Madre, salió de Betania para la última jornada, a Jerusalén el jueves, que fue el día de la cena, poco antes de mediodía, acompañado de los Apóstoles que consigo tenía.

En seguimiento del Autor de la vida partió luego de Betania la Madre, acompañada de la Magdalena y de las otras mujeres santas. Y como el divino Maestro iba informando a sus Apóstoles y previniéndolos con la doctrina de su pasión, para que no desfalleciesen en ella por las ignominias que la viesen padecer, así también la Señora de las virtudes iba consolando y previniendo a su congregación santa de discípulas, para que no se turbasen cuando viesen morir a su Maestro y ser azotado afrentosamente. Y aunque en la condición femínea eran estas santas mujeres de naturaleza más enferma y frágil que los Apóstoles, con todo eso fueron más fuertes que algunos de ellos en conservar la doctrina y documentos de su gran Maestra y Señora. Quien más se adelantó en todo fue Santa María Magdalena, porque la llama de su amor la llevaba toda enardecida; y por su misma condición natural era magnánima, esforzada y varonil. Y entre todos los del apostolado tomó por su cuenta acompañar a la Madre de Jesús y asistirla, sin apartarse de ella en todo el tiempo de la pasión, y así lo hizo como amante fiel.

Proseguía su camino para Jerusalén nuestro Redentor, el jueves a la tarde, que precedió a su pasión y muerte. Preguntáronle dónde quería celebrar la Pascua del cordero que aquella noche cenaban los judíos. Respondióles el divino Maestro enviando a San Pedro y a San Juan que se adelantasen a Jerusalén, y preparasen la cena en casa de un hombre donde viesen entrar un criado con un cántaro de agua, pidiéndole al dueño de la casa que le previniese aposento para cenar con sus discípulos. Era este vecino de Jerusalén hombre rico, principal y devoto del Salvador, y con su piadosa devoción mereció que el Autor de la vida eligiera su casa para santificarla con los misterios que obró en ella, dejándola consagrada en templo santo. Fueron luego los dos Apóstoles, y con las señas que llevaban pidieron al dueño de la casa que admitiese en ella al Maestro de la vida y tuviese por su huésped, para celebrar la gran solemnidad de los Acimos, que así se llamaba aquella Pascua.

Fue ilustrado con especial gracia el corazón de aquel padre de familias, y liberalmente ofreció su casa con todo lo necesario para la cena legal, y luego señaló para ella una cuadra muy grande, colgada y adornada con mucha decencia. Prevenido todo esto, llegó Su Majestad a la posada con los demás discípulos; y en breve espacio fue también su Madre con su congregación de las mujeres que le seguían. Nuestro Salvador y Maestro Jesús, en retirándose su purísima Madre, entró en el aposento prevenido para la cena con todos los doce Apóstoles y otros discípulos, y con ellos celebró la cena del cordero, guardando todas las ceremonias de la ley, sin faltar a, cosa alguna de los ritos que él mismo había ordenado por medio de Moisés.

Acabada la cena legal y bien informados los Apóstoles, se levantó Cristo nuestro Señor para lavarles los pies. Levantóse nuestro divino Maestro de la oración que hizo, y con semblante hermosísimo, sereno y apacible, puesto en pie, mandó sentar con orden a sus discípulos. Luego se quitó un manto que traía sobre la túnica inconsútil, y ésta le llegaba a los pies, aunque no los cubría. Y en esta ocasión tenía sandalias, que algunas veces las dejaba para andar descalzo en la predicación, y otras las usaba, desde que su Madre Santísima se las calzó en Egipto, y fueron creciendo en hermosos pasos con la edad, como crecían los pies.

Despojado del manto, recibió una toalla o mantel largo, y con la una parte se ciño el cuerpo, dejando pendiente el otro extremo. Luego echó agua en una bacía para lavar los pies de los Apóstoles. Llegó a la Cabeza de los Apóstoles San Pedro para lavarle. y cuando el fervoroso Apóstol vio postrado a sus pies al mismo Señor, turbado y admirado dijo: ¿Tú, Señor, me lavas a mí los pies?

Respondió Cristo con incomparable mansedumbre: Tú ignoras ahora lo que yo hago, pero después lo entenderás. No entendió San Pedro esta doctrina, y embarazado con el indiscreto afecto de su humildad, replicó al Señor y le dijo: Jamás consentiré, Señor, que tú me laves los pies. Respondióle con más severidad el Autor de la vida: Si yo no te lavare, no tendrás parte conmigo. Con la amenaza de Cristo quedó San Pedro enseñado, que con rendimiento respondió luego: «Señor, no sólo doy los pies, sino las manos y la cabeza, para que todo me lavéis. Admitió el Señor este rendimiento de San Pedro, y le dijo: «Vosotros estáis limpios, aunque no todos (porque estaba entre ellos el inmundísimo Judas), y el que está limpio no tiene que lavarse más de los pies.

Pasó el divino Maestro a lavar a Judas, cuya traición y alevosía no pudieron extinguir la caridad de Cristo, para que dejase de hacer con él mayores demostraciones que con los otros Apóstoles. Y sin manifestarles Su Majestad estas señales, se las declaró a Judas en dos cosas. La una, en el semblante agradable y caricia exterior con que se le puso a sus pies, y se los lavó, besó y llegó al pecho. La otra, en las grandes inspiraciones con que tocó su interior, conforme a la dolencia y necesidad que tenía aquella depravada conciencia.

Resistió la maldad de Judas a la virtud y contacto de aquellas

manos divinas. Y aunque no hubiera recibido otros auxilios la pertinacia de Judas, sino los ordinarios que obraba en las almas la presencia y vista del autor de la vida, y los que naturalmente podía causar su persona, fuera la malicia de este infeliz discípulo sobre toda ponderación. Era la persona de Cristo nuestro bien en el cuerpo perfectísima y agraciada; el semblante grave y sereno, de una hermosura apacible y dulcísima; el cabello nazareno uniforme; el color entre dorado y castaño; los ojos rasgados y de suma gracia y majestad; la boca, la nariz y todas las partes del rostro proporcionadas en extremo, y en todo se mostraba tan agradable y amable, que a los que le miraban sin malicia de intención, los atraía a su veneración y amor. Sobre esto causaba con su vista gozo interior. Esta persona de Cristo tan amable y venerable tuvo Judas a sus pies, y con nuevas demostraciones de agrado y mayores impulsos que los ordinarios. Pero tal fue su perversidad, que nada le pudo inclinar ni ablandar su endurecido corazón.

La cena legal celebró Cristo recostado en tierra con los Apóstoles, sobre una mesa o tarima que se levantaba del suelo poco más de seis o siete dedos; porque ésta era la costumbre de los judíos. Acabado el lavatorio, mandó preparar otra mesa alta como ahora usamos para comer, dando fin con esta ceremonia a las cenas legales y cosas ínfimas y figurativas, y principio al nuevo convite en que fundaba la nueva ley de gracia. Y de aquí comenzó el consagrar en mesa o altar levantado que permanece en la Iglesia católica. Cubrieron la nueva mesa con una toalla muy rica, y sobre ella pusieron un plato o salvilla, y una copa grande de forma de cáliz, bastante para recibir el vino necesario, conforme a la voluntad de Cristo nuestro Salvador, que con su divino poder y sabiduría lo prevenía y disponía todo. El dueño de la casa le ofreció con superior moción estos vasos tan ricos y preciosos de piedra como esmeralda. Después usaron de ellos los sagrados Apóstoles para consagrar cuando pudieron. Sentóse a la mesa Cristo con los doce Apóstoles y algunos otros discípulos, y pidió le trajesen pan cenceño sin levadura, y púsolo sobre el plato, y vino puro, de que preparó el cáliz con lo que era menester.

Estando juntos todos, esperando con admiración lo que hacía el Autor de la vida, apareció en el cenáculo la persona del eterno Padre y la del Espíritu Santo, como en el Jordán y en el Tabor. De esta visión, aunque todos los apóstoles y discípulos sintieron algún efecto, sólo algunos la vieron; en especial el evangelista San Juan que siempre tuvo vista de águila penetrante y privilegiada en los divinos misterios. Trasladóse todo el cielo al cenáculo de Jerusalén; que tan magnífica fue la obra con que se fundó la Iglesia del Nuevo Testamento, se estableció la ley de gracia y se previno nuestra salud eterna.

 

CAPITULO XXV

El monte Olivete. – Sudor de sangre. – Traición de Judas. Su castigo en la tierra y en el infierno.

Nuestro Redentor salió de la casa del cenáculo en compañía de todos los hombres que le habían asistido en las cenas y celebración de sus misterios; y luego se despidieron muchos de ellos por diferentes calles, para acudir cada uno a sus ocupaciones. Su Majestad, siguiéndole solos los doce Apóstoles, encaminó sus pasos al monte Olivete, fuera y cerca de la ciudad de Jerusalén a la parte oriental. Y como la alevosía de Judas le tenía tan atento y solícito de entregar al divino Maestro, imaginó que iba a trasnochar en la oración, como lo tenía de costumbre. Parecióle aquella ocasión muy oportuna para ponerlo en manos de sus confederados los escribas y fariseos. Con esta infeliz resolución se fue deteniendo y dejando alargar el paso a su divino Maestro y a los demás Apóstoles, sin que ellos lo advirtiesen por entonces; y al punto que los perdió de vista, partió, a toda prisa a su precipicio y destrucción. Llevaba gran sobresalto, turbación y zozobra, testigos de la maldad que iba a cometer; y con este inquieto orgullo (como mal seguro de conciencia) llegó corriendo y azorado a casa de los pontífices.

Y como el Autor de la vida estaba en, Jerusalén, y también los pontífices consultaban, cuando llegó Judas, cómo les cumpliría lo prometido de entregársele en sus manos; en esta ocasión entró el traidor, y les dio cuenta cómo dejaba a su Maestro con los demás discípulos en el monte Olivete; que le parecía la mejor ocasión para prenderle aquella noche, como fuesen con cautela y prevenidos para que no se les fuese de entre las manos con las artes y mañas que sabía. Alegráronse mucho los sacrilegios pontífices, y quedaron previniendo gente armada para salir luego al prendimiento del Cordero.

Prosiguió nuestro Salvador su camino, pasando el torrente Cedrón, para el monte Olivete, y entró en el huerto de Getsemaní, y hablando con todos los Apóstoles que le seguían, les dijo: «Esperadme, y asentaos aquí, mientras yo me alejo un poco a la oración; y orad también vosotros para que no entréis en tentación». Dióles este aviso el divino Maestro para que estuviesen constantes en la fe contra las tentaciones, que en la cena los había prevenido que todos serían escandalizados aquella noche por lo que le verían padecer; y que Satanás los embestiría para ventilarlos y turbarlos con falsas sugestiones; porque el Pastor había de ser maltratado y herido, y las, ovejas serían derramadas.

Estando con los tres Apóstoles, levantó los ojos al eterno Padre.

Esta oración fue como una licencia y permiso con que se abrieron las puertas al mar de la pasión y amargura, para que con ímpetu entrasen hasta el alma de Cristo. Y así comenzó luego a congojarse y sentir grandes angustias, y con ellas dijo a los tres Apóstoles: Triste está mi alma hasta la muerte. Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad, y con la resistencia que conocía de parte de los hombres, para lograr en todos su pasión y muerte; y entonces llegó a sudar sangre con tanta abundancia de gotas muy gruesas, que corría hasta llegar al suelo.

Al mismo tiempo que nuestro Salvador Jesús estaba en el monte Olivete orando a su eterno Padre, y solicitando la salud espiritual de todo el linaje humano, el pérfido discípulo Judas apresuraba su prisión y entrega a los pontífices y fariseos.

Con esta impía temeridad se movió también la envidia de los pontífices y escribas, y con la instancia de Judas, juntaron con presteza mucha gente, para que llevándole por caudillo, él y los soldados gentiles, un tribuno y otros muchos judíos fuesen a prender al Cordero que estaba esperando el suceso, y mirando los pensamientos y estudio de los sacrílegos pontífices, como lo había profetizado Jeremías. Salieron todos estos ministros de maldad de la ciudad hacia el monte Olivete, armados y prevenidos de sogas y de cadenas, con hachas encendidas y linternas, como el autor de la traición lo había prevenido, temiendo, como alevoso y pérfido, que su Maestro, a quien juzgaba por hechicero y mago, no hiciese algún milagro con que escapársele.

Se adelantó Judas para dar a sus ministros la seña con que los dejaba prevenidos; que su Maestro era aquel a quien él se llegase a saludarle, dándole el ósculo fingido de paz que acostumbraba; que le prendiesen luego, y no a otro por yerro. Llegó, pues, el traidor, y como insigne artífice de la hipocresía, disimulándose enemigo, le dio paz en el rostro y le dijo: Dios te salve, Maestro.

Dada la señal del ósculo por Judas, llegaron a carearse el Autor de la vida y sus discípulos con la tropa de los soldados que venían a prenderle; y se presentaron cara a cara, como dos escuadrones los más opuestos y encontrados que jamás hubo en el mundo. Habló con los soldados Su Majestad, y con increíble afecto al padecer y grande esfuerzo y autoridad, les dijo: ¿A quién buscáis? Respondieron ellos: A Jesús Nazareno. Replicó el Señor y dijo: Yo soy. En esta palabra de incomparable precio y felicidad para el linaje humano se declaró Cristo por nuestro Salvador.

El primero que se adelantó descomedidamente a echar mano del Autor de la vida para prenderle fue un criado de los pontífices, llamado Maleo. Y aunque todos los Apóstoles estaban turbados y afligidos del temor, con todo eso San Pedro se encendió más que los otros en el celo de la honra y defensa de su Maestro. Y sacando un terciado que tenía le tiró un golpe a Maleo, Y le cercenó una oreja derribándosela del todo. Y el golpe fue encaminado a mayor herida, si la providencia divina del Maestro de la paciencia y mansedumbre no le divirtiera.

Pero no permitió Su Majestad que en aquella ocasión interviniese muerte de otro alguno más que la suya; sus llagas, sangre y dolores, cuando a todos (si la admitieran) venía a dar la vida eterna y rescatar el linaje humano. Ni tampoco eran según su voluntad y doctrina que su persona fuese defendida con armas ofensivas, ni quedase este ejemplar en su Iglesia, como de principal intento para defenderla. Y para confirmar esta doctrina, como la había enseñado, tomó la oreja, cortada, y se la restituyó al siervo Maleo, dejándosela en su lugar con perfecta sanidad mejor que antes. Y primero se volvió a reprender a San Pedro, y le dijo: Vuelve tu espada a su lugar, porque los que la tomaren para matar con ella, perecerán. ¿No quieres que beba yo el cáliz que me dio mi Padre? ¿Piensas tú que no le puedo yo pedir muchas legiones de Ángeles en mi defensa, y me los daría luego? Con esta amorosa corrección quedó advertido e ilustrado San Pedro, como cabeza de la Iglesia, que sus armas para establecer y defenderla hablan de ser de potestad espiritual, y que la ley del Evangelio no enseñaba a pelear ni vencer con espadas materiales, sino con la humildad, paciencia, mansedumbre y caridad perfecta, venciendo al demonio, al mundo y a la carne; que mediante estas victorias triunfa la virtud divina de sus enemigos, y de la potencia y astucia de este mundo; y que el ofender y defenderse con armas no es para los perseguidores de Cristo nuestro Señor, sino para los príncipes de la tierra, por las posesiones terrenas; y el cuchillo de la Santa Iglesia ha de ser espiritual, que toque a las almas antes que a los cuerpos.

Al punto que prendieron y ataron a nuestro Salvador, sintió la purísima Madre en sus manos los dolores de las sogas y cadenas, como si con ellas fuera atada y constreñida; y lo mismo sucedió de los golpes y tormentos que iba recibiendo el Señor, porque se le concedió a su Madre este favor.

Estaba Judas desamparado de la divina gracia después de la entrega

que hizo con el ósculo y contacto de Cristo nuestro Salvador. Despertále Lucifer íntimo dolor de sus pecados; mas no por buen fin ni motivos de haber ofendido a la Verdad divina, sino por la deshonra que padecería con los hombres. Con estos y otros pensamientos que le arrojó el demonio quedó lleno de confusión, tinieblas y despechos muy rabiosos contra sí mismo. Y retirándose de todos, estuvo para arrojarse de muy alto en casa de los pontífices, y no lo pudo hacer. Salióse fuera, y como una f ¡era, indignado contra si mismo, se mordía los brazos y manos y se daba desatinados golpes en la, cabeza, tirándose del pelo, y hablando desatinadamente se echaba muchas maldiciones y execraciones.

Viéndole tan rendido Lucifer, le propuso que fuese a los sacerdotes,

y confesando su pecado, les volviese su dinero. Hízole Judas con presteza, y a voces les dijo aquellas palabras. Pero ellos, no menos endurecidos, le respondieron que lo hubiera mirado primero. Con esta repulsa que le dieron los príncipes de los sacerdotes, tan llena de impiísima crueldad, acabó Judas de desconfiar, persuadiéndose no sería posible excusar la muerte de su Maestro. Lo mismo juzgó el demonio, aunque hizo más diligencia por medio de Pilatos. Pero como Judas no le podía servir ya para su intento, le aumentóla tristeza y despechos, y le persuadió que para no esperar más duras penas se quitase la vida. Admitió Judas este formidable engaño, y saliéndose de la ciudad se colgó de un árbol seco, haciéndose homicida de sí mismo el que se había hecho deicida de su Criador. Sucedió esta infeliz muerte de Judas el mismo día del viernes, a las doce, que es al mediodía, antes que muriera nuestro Salvador.

Recibieron luego los demonios el alma de Judas y la llevaron al infierno; pero su cuerpo quedó colgado y reventadas sus entrañas con admiración y asombro de todos, viendo el castigo tan estupendo de la traición de aquel pérfido discípulo. Perseveró el cuerpo ahorcado tres días en el público, y en este tiempo intentaron los judíos quitarle del árbol y ocultamente enterrarle, porque de aquel, espectáculo redundaba grande confusión contra los sacerdotes y fariseos, que no podían contradecir aquel testimonio de su maldad. Mas no pudieron con industria alguna derribar ni quitar el cuerpo de Judas de donde se había colgado, hasta que, pasados tres días, por dispensación de la justicia divina, los mismos demonios le quitaron de la horca y le llevaron con su alma para que en lo profundo del infierno pagase, en cuerpo y alma, eternamente su pecado. Y porque es digno de admiración temerosa lo que he conocido del castigo y penas que se le dieron a Judas, lo diré, como se me ha mostrado y mandado. Entre las obscuras cavernas de los calabozos infernales estaba desocupada una muy grande, de mayores tormentos que las otras, porque los demonios no habían podido arrojar en aquel lago alguna alma, aunque la crueldad de estos enemigos lo había procurado desde Caín hasta aquel día. Esta imposibilidad admiraba al infierno, ignorante del secreto, hasta que llegó el alma de Judas, a quien fácilmente arrojaron y sumergieron en aquel calabozo, nunca antes ocupado de otro alguno de los condenados.

 

CAPITULO XXVI

Cristo preso. – Empieza a padecer. – Le acusan de blasfemo. Noche de angustia. – Intento satánico frustrado.

Digna cosa fuera hablar de la pasión, afrentas y tormentos de nuestro Salvador Jesús con palabras tan vivas y eficaces, que pudieran penetrar más que la espada de dos filos hasta dividir con íntimo dolor lo más oculto de nuestros corazones. No fueron comunes las penas que padeció; no se hallará dolor semejante como su dolor. No era su Persona como las demás de los hijos de los hombres; no padeció Su Majestad por si mismo ni por sus culpas, sino por nosotros y por las nuestras. Pues razón es que las palabras y términos con que tratamos de sus tormentos y dolores no sean comunes y ordinarios, sino con otros vivos y eficaces se la propongamos a nuestros sentidos. Mas ¡ ay de mí, que ni puedo dar fuerza a mis palabras ni hallo las que mi alma desea para manifestar este secreto!

Atado y preso el manso cordero Jesús, fue llevado desde el Huerto a casa de los pontífices, y primero a la de Anás. Iba prevenido aquel turbulento escuadrón de soldados y Ministros con las advertencias del traidor discípulo: que no se fiasen de su Maestro si no le llevaban muy amarrado y atado, porque era hechicero y se les podría salir de entre las manos. Atáronle con una cadena de grandes eslabones de hierro con tal artificio, que rodeándosela a la, cintura y al cuello sobraban los dos extremos, y en ellos había unas argollas o esposas, con que encadenaron también las manos del Señor. Y así argolladas y presas se las pusieron no al pecho, sino a las espaldas. Esta cadena llevaron de la casa de Anás, el Pontífice, donde servía de levantar la puerta de un calabozo, que era levadiza, y para el intento de aprisionar a nuestro divino Maestro la quitaron y la acomodaron con aquellas argollas y cerraduras, como candados, con llaves de golpe. Y con este modo de prisión, nunca oída, no quedaron satisfechos ni seguros, porque luego sobre la pesada cadena le ataron dos sogas harto largas: la una echaron sobre la garganta de Cristo, y cruzándola por el pecho le rodearon el cuerpo, atándole con fuertes nudos, y dejaron dos extremos largos de la soga para que dos de los ministros o soldados fuesen tirando de ellos y arrastrando al Señor; la segunda soga sirvió para atarle los brazos, rodeándola también por la cintura, y dejaron pendientes otros dos cabos largos a las espaldas, donde llevaba las manos, para que otros dos tirasen de ellos.

Con esta forma de ataduras se dejó aprisionar y rendir el Santo, como si fuera el más facineroso de los hombres y el más flaco de los nacidos, porque había puesto sobre sí las iniquidades de todos nosotros. Atáronle en el Huerto, atormentándole, no sólo con las manos, con las sogas y cadenas, sino con las lenguas, porque como serpientes venenosas arrojaron la sacrílega ponzoña que tenían, con blasfemias, contumelias y nunca oídos oprobios. Partieron todos del monte Olivete con gran tumulto y vocerío, llevando en medio al Salvador del mundo, tirando unos de las sogas de delante y otros de las que llevaba a las espaldas, asidas de las muñecas; y con esta violencia, nunca imaginada, unas veces le hacían caminar aprísa, atropellándole otras le volvían atrás y le detenían; otras le arrastraban a un lado y a otro, adonde la fuerza diabólica los movía. Muchas veces le derribaban en tierra, y como llevaba las manos atadas daba en ella con su venerable rostro, lastimándose y recibiendo en él heridas y mucho polvo. En estas caídas arremetían a el, dándole de puntillazos y coses, atropellándole y pisándole, pasando sobre su persona, hollándole la cara y la cabeza, y celebrando estas injurias con algazara y mofa le hartaban de oprobios, como lo lloró antes Jeremías.

Llevándolo atado y maltratado, llegaron a casa del pontífice Anás, ante quien le presentaron como malhechor y digno de muerte. Era costumbre de los judíos presentar así atados a los delincuentes que merecían castigo capital, y aquellas prisiones eran como testigos del delito que merecía la muerte; y así le llevaban, como intimándole la sentencia antes que se la diese el juez. Salió el sacrílego sacerdote Anás a una gran sala, donde se sentó en el estrado o tribunal que tenía, lleno de soberbia y arrogancia. Los ministros y soldados le presentaron a Jesús atado y preso, y le dijeron: «Ya, señor, traemos aquí este mal hombre, que con sus hechizos y maldades ha inquietado a toda Jerusalén y Judea, y esta vez no le ha valido su arte mágica para escaparse de nuestras manos y poder».

Luego que nuestro Salvador Jesús recibió en casa de Anás contumelias y bofetadas, le remitió este pontífice, atado y preso como estaba, al pontífice Caifás, que era su suegro, y aquel año hacía el oficio de príncipe y sumo sacerdote; y con él estaban congregados los escribas y señores del pueblo, para substanciar la causa del Cordero. Partió de casa de Anás toda aquella canalla de ministros infernales y de hombres inhumanos, y llevaron por las calles a nuestro Salvador a casa de Caifás, tratándole con su implacable crueldad ignominiosamente. Y entrando con escandaloso tumulto en casa del sumo sacerdote, él y todo el concilio recibieron al Criador del universo con grande risa y mofa de verle sujeto y rendido a su poder y jurisdicción, de quien les parecía ya no se podría defender.

El pontífice Caifás estaba en su cátedra o silla sacerdotal encendido en mortal envidia y furor contra el Maestro de la vida. Y los escribas y fariseos estaban como sangrientos lobos con la presa del manso Corderillo; y todos juntos se alegraban, como lo hace el envidioso cuando ve deshecho y confundido a quien se le adelanta. Y de común acuerdo buscaron testigos que, sobornados, dijesen algún falso testimonio contra Jesús. Lucifer movió la imaginación de Caifás para que con grande saña e imperio hiciese a Cristo aquella pregunta: Yo te conjuro por Dios vivo, que nos digas si tú eres Cristo.

Cristo, oyéndose conjurar por Dios vivo, le adoró y reverenció, aunque pronunciado por tan sacrílega lengua. Y en virtud de esta reverencia respondió, y dijo: Tú lo dijiste, y yo lo soy. Pero yo os aseguro’ que desde ahora veréis al Hijo del Hombre, que soy yo, asentado a la diestra del mismo Dios, y que vendrá en las nubes del cielo.

El pontífice Caifás, indignado con la respuesta del Señor, que debía ser su verdadero desengaño, se levantó otra vez, y rompiendo sus vestiduras en testimonio de que celaba la honra de Dios, dijo a voces: Blasfemado ha, ¿qué necesidad hay de más testigos? ¿No habéis oído la blasfemia que ha dicho? ¿Qué os parece esto?

Todo aquel concilio de maldad se irritó contra el Salvador Jesús, y respondiendo a Caifás, dijeron en altas voces: Digno es de muerte; muera, muera. Y a un mismo tiempo irritados del demonio arremetieron contra el mansísimo Maestro, y descargaron sobre él su furor; unos le dieron de bofetadas, otros le hirieron con puntillazos, otros le mesaron los cabellos, otros le escupieron en su venerable rostro, otros le daban golpes o pescozones en el cuello, que era un linaje de afrenta vil con que los judíos trataban a los hombres que reputaban por muy viles.

Jamás entre los hombres se intentaron ignominias tan afrentosas y desmedidas como las que en esta ocasión se hicieron contra el Redentor del mundo. Dicen San Lucas y San Marcos que le cubrieron el rostro, y así cubierto le herían con bofetadas y pescozones, y le decían: «Profetiza ahora, profetízanos; pues eres profeta, di quién es el que te hirió. La causa de cubrirle el rostro fue misteriosa; porque del júbilo con que nuestro Salvador padecía aquellos oprobios y blasfemias (como luego diré) le redundó en su venerable rostro una hermosura y resplandor extraordinario, que a todos aquellos operarios de maldad los llenó de admiración y confusión muy penosa; y para disimularla, atribuyeron aquel resplandor a hechicería y arte mágica, y tomaron por arbitrio cubrir al Señor la cara con paño inmundo.

Con los oprobios que recibió Cristo nuestro bien en presencia de Caifás, quedó la envidia del ambicioso pontífice y la ira de sus coligados y ministros muy cansada, aunque no saciada. Pero como ya era pasada la media noche, determinaron los del concilio que mientras dormían quedase nuestro Salvador a buen recaudo, y seguro de que no huyese, hasta la mañana. Para esto le mandaron encerrar, atado como estaba, en un sótano que servía de calabozo para los mayores ladrones y facinerosos de la república. Era esta cárcel tan obscura que casi no tenía luz, y tan inmunda y de mal olor, que pudiera infestar la casa, si no estuviera tan tapada y cubierta, porque había muchos años que no la habían limpiado ni purificado, así por estar muy profunda, como porque las veces que servía para encerrar tan malos hombres, no reparaban en meterlos en aquel horrible calabozo, como a gente indigna de toda piedad y bestias indómitas y fieras.

Ejecutóse lo que mandó el concilio de maldad: y los ministros llevaron y encarcelaron al Criador del cielo y de la tierra en aquel inmundo calabozo. Y cOmo siempre estaba aprisionado en la forma que vino del huerto, pudieron estos obradores de la iniquidad continuar a su salvo la indignación que siempre el príncipe de las tinieblas les administraba, porque llevaron a Su Majestad tirándole de las sogas, Y casi arrastrándole con inhumano furor y cargándole de golpes y blasfemias execrables. En un ángulo de lo profundo de este sótano salía del suelo un escollo o punta de un peñasco tan duro, que por eso no le habían podido romper. En, esta peña, que era romo un pedazo de columna, ataron y amarraron a Cristo nuestro bien con los extremos de las sogas, pero con un modo despiadado; porque dejándole en pie, le Pusieron de manera que estuviese amarrado y juntamente inclinado el cuerpo, sin que pudiera estar sentado, ni tampoco levantado, derecho el cuerpo para aliviarse; de manera que la postura vino a ser nuevo tormento y en extremo penoso. Con esta forma de prisión le dejaron, y le cerraron las puertas con llave, entregándola a uno de aquellos pésimos ministros que cuidase de ella.

Pero el dragón infernal en su antigua soberbia no sosegaba, y siempre deseaba saber quién era, Cristo; e irritando su inmutable paciencia, inventó otra nueva maldad. Puso en la imaginación del que tenía la llave del divino Preso y del mayor tesoro que posee el cielo y la tierra, que convidase a otros de sus amigos de semejantes costumbres que él, para que todos juntos bajasen al calabozo donde estaba el maestro a tener con él un rato de entretenimiento, obligándole a que hablase y profetizase o hiciese alguna cosa inaudita; porque tenían a Su Majestad por mágico y adivino. Con esta diabólica sugestión convidó a otros soldados y ministros, y determinaron ejecutarlo.

Entraron, pues, en el calabozo aquellos ministros del pecado, solemnizando con blasfemia la fiesta que se prometían con las ilusiones y escarnios que determinaban ejecutar contra el Señor. Y llegándose a él, comenzaron a escupirle asquerosamente y darle de bofetadas con increíble mofa. No respondió Su Majestad ni abrió su boca; no alzó sus soberanos ojos,,guardando siempre humilde serenidad en su semblante. Deseaban aquellos ministros sacrílegos obligarle a que hablase o hiciese alguna acción ridícula o extraordinaria para tener más ocasión de celebrarle por hechicero y burlarse de él; y como vieron aquella mansedumbre inmutable, se dejaron irritar más delos demonios que asistían con ellos. Desataron al divino Maestro de la peña donde estaba amarrado, y le pusieron en medio del calabozo, vendándole los sagrados ojos con un paño; y puesto en medio de todos, le herían con puñadas, pescozones y bofetadas, uno a uno, cada cual a porfía, con mayor escarnio y blasfemia, mandándole que adivinase y dijese quién era el que le daba.

Callaba el Cordero a esta lluvia de oprobios. Y Lucifer, que estaba sediento de que hiciese algún movimiento contra la paciencia, se atormentaba de verla tan inmutable en Cristo; y con infernal consejo puso, en la imaginación de aquellos sus esclavos que le desnudasen de todas sus vestiduras y le tratasen con palabras y acciones fraguadas en el pecho de tan execrable demonio. No resistieron los soldados a esta sugestión, y quisieron ejecutarla. Este abominable sacrilegio estorbó María con oraciones, lágrimas y suspiros. Con este imperio sucedió que nada pudieron ejecutar aquellos sayones de cuanto el demonio y su malicia en esto les administraban, porque muchas cosas se les olvidaban luego; otras que deseaban no tenían fuerzas para ejecutarlas, porque quedaban como helados y pasmados los brazos hasta que retractaban su inicua determinación. Y en mudándola, volvían a su natural estado; porque aquel milagro no era entonces para castigarlos, sino para sólo impedir las acciones más indecentes.

Mandó también la Reina a los demonios que enmudeciesen y no incitasen a los ministros en aquellas maldades indecentes que Lucifer intentaba y quería proseguir. Fue orden de la divina Sabiduría cometer a la virtud de María santísima la defensa de la honestidad y decencia de su Hijo purísimo en aquellas cosas que no convenía ser ofendida del consejo de Lucifer.

 

CAPITULO XXVII

Amanece el viernes. – Murmuraciones del pueblo. – Incertidumbre de Pilatos. – Herodes – Sueño de Prócula.

El viernes por la mañana, al amanecer, se juntaron los más ancianos del gobierno con los príncipes de los sacerdotes y escribas, que por la doctrina de la ley eran más respetados del pueblo, para que de común acuerdo se substanciara la causa de Cristo y fuera condenado a muerte, como todos deseaban, dándole algún color de justicia para cumplir con el pueblo. Este concilio se hizo en casa del pontífice Caifás. Y para examinarle de nuevo mandaron que le subiesen del calabozo a la sala del concilio. Bajaron luego a traerle atado y preso aquellos ministros de justicia; y llegando a soltarle de aquel peñasco, le dijeron con gran risa y escarnio: «Ea, Jesús Nazareno, y qué poco te han valido tus milagros para defenderte. No fueran buenas ahora para escaparte aquellas artes con que decías que en tres días edificarías el templo.» Desataron al Señor y subiéronle al concilio, sin que Su Majestad desplegase su boca. Pero de los tormentos, bofetadas y salivas de que, por tener atadas las manos, no se había podido limpiar, estaba tan desfigurado y flaco, que causó espanto, pero no compasión, a los del concilio.

 Preguntáronle de nuevo que les dijese si él era Cristo, que quiere decir el ungido. Esta segunda pregunta fue con intención maliciosa, como las demás, no para oír la verdad y admitirla, sino para calumniarla y ponérsela por acusación. Respondióles, y dijo: Si yo afirmo que soy el que me preguntáis, no daréis crédito a lo que dijere; y si os preguntare algo, tampoco me responderéis ni me soltaréis. Pero digo que el Hijo del Hombre, después de esto, se asentará a la diestra de la virtud de Dios. Replicaron los pontífices: ¿Luego tú eres Hijo de Dios? Respondió el Señor: Vosotros decís que yo soy. Viendo que se ratificaba el Señor en lo que antes había confesado, respondieron todos: ¿Qué necesidad tenernos de más testigos, pues él mismo nos lo confiesa por su boca? Y luego, de común acuerdo, decretaron que, como digno de muerte, fuese llevado y presentado a Poncio Pilatos, que gobernaba la provincia de Judea en nombre del Emperador romano, como señor de Palestina en lo temporal.

Llevaron los ministros a nuestro Salvador Jesús de casa de Caifás a la de Pilatos para presentársele atado, como digno de muerte, con las cadenas y sogas que le prendieron. Estaba la ciudad de Jerusalén llena de gente de toda Palestina, que habla concurrido a celebrar la gran Pascua del cordero y de los Ázimos; y con el rumor que ya corría en el pueblo y la noticia que todos tenían del Maestro de la vida, concurrió innumerable multitud a verle llevar preso por las calles, dividiéndose todo el vulgo en varias opiniones. Unos a grandes voces decían: «Muera, muera este mal hombre y embustero, que tiene engañado al mundo.» Otros respondían: «No parecían sus doctrinas tan malas ni sus obras, porque hacía muchas buenas a todos.» Otros, de los que hablan creído, se afligían y lloraban, y toda la ciudad estaba confusa y alterada. Era ya salido el sol cuando esto sucedía, y la dolorosa Madre, que todo lo miraba, determinó salir de su retiro para seguir a su Hijo santísimo a casa de Pilatos y acompañarle hasta la cruz. Salió la Reina del cielo por las calles de Jerusalén acompañada de San Juan y otras mujeres santas, aunque no todas le asistieron siempre, fuera de las tres Marías y algunas otras muy piadosas. Por donde pasaba oía varias razones y sentires de tan lastimoso caso, que unos a otros se decían, contando la novedad que había sucedido a Jesús Nazareno. Los más piadosos se lamentaban, y éstos eran los menos: otros decían cómo le querían crucificar; otros contaban dónde iban, y que le llevaban preso como a hombre facineroso; otros que iba, maltratado; otros preguntaban qué maldades había cometido, que tan cruel castigo le daban. Y, finalmente, muchos con admiración o con poca fe decían: «¿En esto han venido a parar sus milagros? Sin duda que todos eran embustes, pues no se ha sabido defender ni librar.» Y todas las calles y plazas estaban llenas de corrillos y murmuraciones.

Algunos de los que encontraban a María por las calles la conocían por Madre de Jesús Nazareno, y movidos de natural compasión la decían: «¡Oh triste Madre! ¿Qué desdicha te ha sucedido? ¡Qué lastimado y herido de dolor estará tu corazón! Otros con impiedad la decían: «¿ Por qué le consentías que intentase tantas novedades en el pueblo? Mejor fuera haberle recogido y detenido; pero será escarmiento para otras madres, que aprendan en tu desdicha cómo han de enseñar a sus hijos.” Entre esta variedad y confusión de gentes encaminaron los santos ángeles a la Emperatriz del cielo a la vuelta de una calle, donde encontró a su Hijo, y con incomparable ternura se miraron Hijo y Madre; habláronse con los interiores traspasados de inefable dolor. Quedó en el interior de nuestra Reina del cielo tan fija y estampada la imagen de su Hijo santísimo, así lastimado, afeado, encadenado y preso, que jamás en lo que vivió se le borraron de la imaginación aquellas especies, más que si las estuviera, mirando. Llegó Cristo nuestro bien a la casa de Pilatos, siguiéndole muchos del concilio de los judíos y gente innumerable de todo el pueblo. Y presentándole al juez, se quedaron los judíos fuera del pretorio o tribunal, fingiéndose muy religiosos, por no quedar irregulares e inmundos para celebrar la Pascua de los panes ceremoniales. Y como hipócritas estultísimos, no reparaban en el inmundo sacrilegio que les contaminaba las almas homicidas del Inocente. Pilatos, aunque gentil, condescendió con la ceremonia de los judíos, y viendo que reparaban en entrar en su pretorio, salió fuera. Y conforme al estilo de los romanos, les preguntó:

¿Qué acusación es la que tenéis contra este hombre? Respondieron los judíos: :Si no fuera malhechor, no le trajéramos así atado y preso como te le entregamos. Con todo eso, les replicó Pilatos: “Pues ¿qué delitos son los que ha cometido? – Está convencido, respondieron los judíos, que inquieta a la república, y se quiere hacer nuestro rey, y prohibe que se le paguen al César los tributos; se hace Hijo de Dios, y ha predicado nueva doctrina, comenzando de Galilea y prosiguiendo por toda Judea hasta Jerusalén. – Pues tomadle allá vosotros, dijo Pilatos, y juzgadle conforme a vuestras leyes; que yo no hallo causa justa para juzgarle.» Replicaron los judíos: «A nosotros no se nos permite condenar a alguno con pena de muerte, ni tampoco dársela.” A todas estas y otras demandas y respuestas estaba presente María Santísima con San Juan y las mujeres que la seguían. Y cubierta con su manto, lloraba sangre en vez de, lágrimas con la fuerza del dolor que dividía su virginal corazón.

Deseaba la indignación de los judíos hallar a Pilatos muy propicio, para que luego pronunciara la sentencia de, muerte contra el Salvador, Jesús; y como reconocieron que reparaba tanto en ello, comenzaron a levantar las voces con ferocidad, acusándole y repitiendo que se quería alzar con el reino de Judea, y para esto engañaba y conmovía los pueblos, Y se llamaba Cristo, que quiere decir ungido rey. Esta maliciosa acusación propusieron a Pilatos, porque se moviese más con el celo del reino temporal, que debía conservar debajo del Imperio romano. Y porque entre los judíos eran-los reyes ungidos, por eso añadieron que Jesús se llamaba Cristo, que es ungido como rey; y porque Pilatos, como gentil, cuyos reyes no se ungían, entendiese que llamarse Cristo era lo mismo que llamarse rey ungido de los judíos.

Preguntóle Pilatos al Señor: «¿Qué respondes a estas acusaciones que te oponen” No respondió Su Majestad palabra en presencia de los acusadores; y se admiró Pilatos de ver tal silencio y paciencia. Pero deseando examinar más si era verdaderamente rey, se retiró el mismo juez con el Señor adentro del pretorio, desviándose de la vocería de los judíos. Y allí a solas le preguntó Pilatos: «Dime, ¿eres tú Rey de los judíos?» No pudo pensar Pilatos que Cristo era rey de hecho; pues conocía que no reinaba, y así lo preguntaba para saber si era rey del derecho y si le tenía al reino. Respondióle nuestro Salvador: Esto que me preguntas ¿ha salido de ti mismo, o te lo ha dicho alguno hablándote de mí? Replicó Pilatos: «¿Yo acaso soy judío para saberlo? Tu gente y tus pontífices te han entregado a mi tribunal: dime lo que has hecho y qué hay en esto.» Entonces respondió el Señor: Mi reino no es de este mundo; porque si lo fuera, cierto que mis vasallos me defendieran, para que, no fuera entregado a los judíos; mas ahora no tengo aquí mi reino. Creyó el juez en parte esta respuesta del Señor, y así le replicó:

«¿Luego tú rey eres, pues tienes reino?» No lo negó Cristo, y añadió, diciendo: Tú dices que yo soy rey; y para dar testimonio de la verdad nací yo en el mundo; y todos los que son nacidos de la verdad oyen mis palabras. Admiróse Pilatos de esta respuesta del Señor, y volvióle a preguntar: «¿Qué cosa es la verdad?” Y sin aguardar más respuesta salió otra vez del pretorio, y dijo a los judíos: «Yo no hallo culpa en este hombre para condenarle. Ya sabéis que tenéis costumbre de que por la fiesta de Pascua dais libertad a un preso; decidme si gustáis que sea Jesús o Barrabás que era un ladrón y homicida que a la sazón tenían en la cárcel por haber muerto a otro en una pendencia. Levantaron todos la voz, y dijeron: «A Barrabás pedimos que sueltes, y a Jesús que crucifiques.» En esta petición se ratificaron, hasta que se ejecutó como lo pedían.

Una de las acusaciones que los judíos y sus pontífices presentaron a Pilatos contra Jesús fue que había predicado, comenzando de la provincia de Galilea a conmover el pueblo. De aquí tomó ocasión Pilatos para preguntar si Cristo nuestro Señor era Galileo.

Hallábase en aquella ocasión Herodes en Jerusalén celebrando la Pascua de los judíos. Este era hijo de otro rey, Herodes, que antes había degollado a los inocentes. Pilatos estaba encontrado con Herodes, porque los dos gobernaban las dos principales provincias de Palestina, Judea y Galilea, y poco tiempo antes había sucedido que Pilatos, celando el dominio del Imperio romano, había degollado a unos galileos cuando hacían ciertos sacrificios mezclando la sangre de los reos con la de los sacrificios.

Cuando Herodes tuvo aviso que Pilatos le remitía a Jesús Nazareno, alegróse grandemente. Sabía era muy amigo de Juan, a quien él había mandado degollar, y estaba informado de la predicación que hacía; y con estulta y vana curiosidad deseaba que en su presencia obrase alguna cosa extraordinaria y nueva de qué admirarse y hablar con entretenimiento.

Indignóse Herodes con el silencio y mansedumbre de nuestro Salvador, que frustraban su vana curiosidad; y casi confuso el inicuo juez, lo disimuló, burlándose del Maestro; y despreciándolo con todo su ejército, le mandó remitir otra vez a Pilatos. Y habiéndose reído con mucho escarnio de la modestia del Señor, todos los criados de Herodes, para tratarle como a loco y menguado de juicio, le vistieron una ropa blanca con que señalaban a los que perdían el seso, para que todos huyesen de ellos. Pero en nuestro Salvador esta vestidura fue símbolo y testimonio de su inocencia y pureza.

A los oprobios y acusaciones que hicieron los sacerdotes contra el Autor de la vida en presencia de Herodes, y a las preguntas que él mismo le propuso, no estuvo presente corporalmente su afligida Madre, aunque todas las vio por otro modo de visión interior; porque estaba fuera del tribunal donde entraron al Señor. Mas cuando salió fuera de la sala donde le habían tenido, topó con ella, y se miraron con íntimo dolor y recíproca compasión, correspondiente al amor de tal Hijo y de tal Madre. Y fue nuevo instrumento para dividirle el corazón aquella vestidura blanca que le habían puesto, tratándole como a hombre insensato y sin juicio. En este camino de Herodes a Pilatos sucedió que con la multitud del pueblo, y con la priesa que aquellos ministros llevaban al Señor, atropellándole y derribándole algunas veces en el suelo y tirando con suma crueldad de las sogas, le hicieron reventar la sangre de sus, sagradas venas, y como no se podía levantar por llevar atadas las manos, ni el tropel de la gente se podía ni quería detener, daban sobre su Divina Majestad, y le hollaban y pisaban, y le herían con muchos golpes y puntillazos, causando gran risa a los soldados, en vez de la natural compasión de que por industria del demonio estaban totalmente desnudos como si no fueran hombres. A la vista de tan desmedida crueldad creció la compasión y sentimiento de la dolorosa y amorosa Madre.

Llegó nuestro Salvador Jesús segunda vez a casa de Pilatos, y de nuevo le comenzaron a pedir los judíos que le condenasen a muerte de cruz. Pilatos, que conocía la inocencia de Cristo y la mortal envidia de los judíos, sintió mucho que le restituyese Herodes la causa de que él deseaba eximirse. Estando Pilatos con estas altercaciones de los judíos, sucedió que sabiéndolo su mujer, que se llamaba Prócula, le envió un recado diciéndole: «¿Qué tienes tú que ver con ese hombre justo? Déjale; porque te hago saber que por su causa he tenido hoy algunas visiones.”

Con esta visión recibió Prócula grande espanto y temor; y cuando entendió lo que pasaba entre los judíos y su marido Pilatos, le envió el recado que dice San Mateo, para que no se metiese en condenar a muerte al que miraba y tenía por justo. Entonces insistió tercera vez con los judíos defendiendo a Cristo Nuestro Señor como inculpable, y testificando que no hallaba en él crimen alguno ni causa de muerte, que le castigarla y soltaría. Y de hecho le castigó, para ver si con esto quedarían satisfechos. Pero los judíos, dando voces, respondieron que le crucificase. Entonces Pilatos pidió que le trajesen agua, y mandó soltar a Barrabás como lo pedían. Lavóse las manos en presencia de todos, diciendo: «Yo no tengo parte en la muerte de este hombre justo al que vosotros condenáis.”

 

CAPITULO XXVIII

La flagelación. – Cristo sentenciado a muerte de cruz.

Conociendo Pilatos la porfiada indignación de los judíos contra Jesús Nazareno, y deseando no condenarle a muerte, porque le conocía inocente, le pareció que, mandándole azotar con rigor, aplacaría el furor de aquel ingratísimo pueblo y la envidia de los pontífices y escribas, para que dejasen de perseguirle y pedir su muerte.

Pilatos estaba entre la luz de la verdad que conocía y entre los motivos humanos y terrenos que le gobernaban, y siguiendo el error que ellos administran a los que gobiernan, mandó azotar con rigor al mismo que protestaba hallarle sin culpa. Para ejecutar este acto tan injusto, fueron señalados seis ministros de justicia o sayones robustos y de mayores fuerzas, que, como hombres viles, réprobos y sin piedad, admitieron muy gustosos el oficio de verdugos; porque el airado y envidioso siempre se deleita en ejecutar su furor, aunque sea con acciones inhonestas, crueles y feas. Luego estos ministros del demonio, con otros muchos, llevaron a nuestro Salvador Jesús al lugar de aquel suplicio, que era un patio o zaguán de; la casa donde solían dar tormento a otros delincuentes para que confesaran sus delitos. Este patio era de un edificio no muy alto y rodeado de columnas, que, unas estaban cubiertas con el edificio que sustentaban, y otras descubiertas y más bajas.

A una columna de éstas, que era de mármol, le ataron fuertemente; porque siempre le juzgaban por mágico, y temían no se les fuese de entre las manos.

Desnudaron a Cristo nuestro Redentor primero la vestidura blanca, no con menor ignominia que en casa del adúltero homicida Herodes se la habían vestido. Y para desatarle las sogas y cadenas que debajo tenía desde la prisión del huerto, le maltrataron impíamente, rompiéndole las llagas que las mismas prisiones por estar tan apretadas le habían abierto en los brazos y muñecas. Y dejándole sueltas las manos divinas, le mandaron con ignominioso imperio y blasfemia que el mismo Señor se despojase de la túnica inconsútil que iba vestido.

Esta era la misma en número que su Madre Santísima le había vestido en Egipto, cuando al dulcísimo Jesús niño le puso en pie. Sola esta túnica tenía entonces el Señor, porque en el huerto, cuando le prendieron, le quitaron un manto o capa que solía traer sobre la túnica. Obedeció el Hijo del Eterno Padre a los verdugos, y comenzó a desnudarse, para quedar en presencia de tanta gente con la afrenta de la desnudez de su sagrado y honestísimo cuerpo. Y los ministros de aquella crueldad, pareciéndoles que la modestia del Señor tardaba mucho a despojarse, le asieron de la túnica con violencia, para desnudarle muy aprisa, y como dicen, a rodapelo. Quedó Su Majestad totalmente desnudo, salvo unos paños de honestidad que traía debajo la túnica, que también eran los mismos que su Madre Santísima le vistió en Egipto con la tunicela; porque todo había crecido con el sagrado cuerpo, sin habérselos desnudado, ni esta ropa ni el calzado que la misma Señora le puso, salvo en la predicación, que muchas veces andaba el pie por tierra.

Algunos Doctores entiendo que han dicho o meditado que a nuestro Salvador Jesús en esta ocasión de los azotes, y para ser crucificado, le desnudaron del todo, permitiendo Su Majestad aquella confusión para mayor tormento de su persona. Pero habiendo inquirido la verdad, con nuevo orden de la obediencia, se me ha declarado que la paciencia del Divino Maestro estuvo aparejada para padecer todo lo que fuera decente y sin resistencia a ningún oprobio. Y que los verdugos intentaron este agravio de la total desnudez ,de su cuerpo santísimo, y llegaron a querer despojarle de aquellos paños de honestidad con que sólo había quedado. Pero no lo pudieron conseguir; porque en llegando a tocarlos, se les quedaban los brazos yertos y helados, como sucedió en casa de Caifás, cuando pretendieron desnudar al Señor del cielo. Y aunque todos los seis verdugos llegaron a probar sus fuerzas en esta injuria, les sucedió lo mismo; no obstante que después, para azotar al Señor con más crueldad, estos ministros del pecado le levantaron algo los paños de la honestidad; y a esto dio lugar Su Majestad, mas no a que le despojasen del todo y se los quitasen.

En esta forma quedó Su Majestad desnudo en presencia de mucha gente, y los seis verdugos le ataron cruelmente a una columna de aquel edificio para castigarle más a su salvo. Luego, por su orden, de dos en dos le azotaron con crueldad tan inaudita, que no pudo caer en condición humana, si el mismo Lucifer no se hubiera revestido en el impío corazón de aquellos sus ministros. Los dos primeros azotaron al Señor con unos ramales de cordeles muy retorcidos, endurecidos y gruesos, estrenando en este sacrilegio todo el furor de su indignación y las fuerzas de sus potencias corporales. Con estos primeros azotes levantaron en el cuerpo deificado de nuestro Salvador grandes cardenales y verdugos, de que le cuajaron todo, quedando entumecido y desfigurado, y por todas partes para reventar la preciosísima sangre por las heridas. Pero cansados estos sayones, entraron de nuevo a porfía los otros dos segundos; y con los segundos ramales de correas como riendas durísimas le azotaron sobre las primeras heridas, rompiendo todas las ronchas y cardenales que los primeros habían hecho, y derramando la sangre divina, que no sólo bañó todo el sagrado cuerpo de Jesús nuestro Salvador, sino que salpicó y cubrió las vestiduras de los ministros, sacrílegos que le atormentaban, y corrió hasta la tierra.

Con esto se retiraron los segundos verdugos, y comenzaron los terceros, sirviéndoles de nuevos instrumentos unos ramales de nervios de animales, casi duros como mimbres ya secos. Estos azotaron al Señor con mayor crueldad, no sólo porque ya no herían a su virginal cuerpo, sino a las mismas heridas que los primeros habían dejado; y también porque de nuevo fueron ocultamente irritados por los demonios, que de la paciencia de Cristo, estaban más enfurecidos. Y como en el sagrado cuerpo estaban ya rotas las venas, y todo él era una llaga continuada, no hallaron estos terceros verdugos parte sana en que abrirlas de nuevo. Y repitiendo los inhumanos golpes rompieron las inmaculadas y virgíneas carnes de Cristo, derribando al suelo muchos pedazos de ella, y descubriendo los huesos en muchas partes de las espaldas, donde se manifestaban patentes y rubricados con la sangre; y en algunas se descubrían más espacio del hueso que una palma de la mano. Y para borrar del todo aquella hermosura que excedía a todos los hijos de los hombres, le azotaron en su divino rostro, en los pies y en las manos, sin dejar lugar que no hiriesen, donde pudieron extender su furor y alcanzar la indignación que contra el inocentísimo Cordero habían concebido. Corrió su divina sangre por el suelo, resbalándose en muchas partes con abundancia. Y estos golpes que le dieron en pies, manos y en el rostro, fueron de incomparable dolor, por ser estas partes más nerviosas, sensibles y delicadas.

Quedó aquella venerable cara entumecida y llagada, hasta cegarle los ojos con la sangre y cardenales que en ella hicieron. Sobre todo esto le llenaron de salivas inmundísimas, que a un mismo tiempo le arrojaron, hartándole de oprobios. El número ajustado de los azotes que dieron al Salvador fueron cinco mil ciento quince, desde las plantas de los pies hasta la cabeza.

Ejecutada la sentencia de los azotes, los mismos verdugos con imperioso desacato desataron a nuestro Salvador de la columna, y renovando las blasfemias le mandaron se vistiese luego su túnica que le habían quitado. Vistióse nuestro Salvador, habiendo padecido sobre sus llagas el nuevo dolor que le causaba el frío, y Su Majestad había estado desnudo grande rato; con que la sangre de las heridas se le había helado, y comprimía las llagas, que estaban entumecidas y más dolorosas.

Llevaron luego a Jesús al pretorio, donde le desnudaron con la misma crueldad y desacato, y le vistieron una ropa de púrpura muy lacerada y manchada, como vestidura de rey fingido, para irrisión de todos.

Pusiéronle también en su sagrada cabeza un seto de espinas muy tejido, que le, sirviese de corona. Era este seto de juncos espinosos, con puntas muY aceradas y fuertes; y se le apretaban, de manera, que muchas le penetraron hasta el casco, algunas hasta los oídos, y otras hasta los ojos. Y por esto fue uno de los mayores tormentos el que padeció Su Majestad con la corona de espinas. En vez de cetro real le pusieron en la mano derecha una caña contenible. Y sobre todo esto le arrojaron sobre los hombros un manto de color morado, al modo de capas que se usan en la Iglesia; porque también este vestido pertenecía al adorno de la dignidad y persona de los reyes.

Con toda esta ignominia Armaron rey de burlas los pérfidos judíos al que por naturaleza y por todos títulos era verdadero Rey de los reyes y Señor de los señores. Juntáronse luego todos los de la milicia en presencia de los pontífices y fariseos, y cogiendo en medio a nuestro Salvador, con desmedida irrisión y mofa, le llenaron de blasfemia; porque unos le hincaban las rodillas, y con burla le decían: «Dios te salve, Rey de los judíos». Otros le daban de bofetadas; otros, con la misma caña que tenía en sus manos herían su divina cabeza, dejándola lastimada; otros le arrojaban inmundísimas salivas; y todos le injuriaban y despreciaban con diferentes contumelias, administradas del demonio por medio de su furor diabólico.

Decretó Pilatos la sentencia de muerte de cruz contra la misma vida, a satisfacción y gusto de los pontífices y fariseos. Y habiéndola intimado y notificado al inocentísimo reo, retiraron a Su Majestad a otro lugar en la casa del juez, donde le desnudaron la púrpura ignominiosa que le habían puesto como a rey de burlas y fingido. Todo fue con misterio de parte del Señor; aunque de parte de los judíos fue acuerdo de su malicia, para que fuese llevado al suplicio de la cruz con sus propias vestiduras, y por ellas le conociesen todos, porque de los azotes, salivas y corona estaba tan desfigurado su divino rostro, que sólo por el vestido pudo ser conocido del pueblo. Vistiéronle la túnica inconsútil, que los ángeles con orden de su Reina administraron, trayéndola ocultamente de un rincón, adonde los ministros la habían arrojado en otro aposento en que se la quitaron, cuando le pusieron las púrpura de irrisión y escándalo.

Era viernes, día de Parásceve, que en griego significa lo mismo que preparación o disposición, porque aquel día se prevenían y disponían los hebreos para el siguiente del sábado, que era su gran solemnidad, y en ella no hacían obras serviles, ni para prevenir la comida, y todo se hacía el viernes. A vista de todo este pueblo sacaron a nuestro Salvador con sus propias vestiduras, tan desfigurado y encubierto su divino rostro en las llagas, sangre y salivas, que nadie le reputara por el mismo que antes había visto y conocido.

Apareció, como dijo Isaías, como leproso y herido del Señor; porque la sangre seca y los cardenales le habían transfigurado en una llaga. De las inmundas salivas le habían limpiado algunas veces los santos ángeles, por mandárselo la afligida Madre; pero luego las volvían a repetir y renovar con tanto exceso, que en esta ocasión apareció todo cubierto de aquellas asquerosas inmundicias. A la vista de tan doloroso espectáculo se levantó en el pueblo una tan confusa gritería y alboroto, que nada se entendía ni oía más del bullicio y eco de las voces.

Mas entre todas resonaban las de los pontífices y fariseos, que con descompuesta alegría y escarnio hablaban con la gente para que se quietasen, y despejasen la calle por donde habían de sacar al divino sentenciado, y para que oyeran su capital sentencia.

TENOR DE LA SENTENCIA DE MUERTE QUE DIO PILATOS CONTRA JESUS NAZARENO

Yo Poncio Pilatos, presidente en la inferior Galilea, aquí en Jerusalén regente del Imperio romano, dentro del palacio de archipresidencía, juzgo, sentencio y pronuncio que condeno a muerte a Jesús, llamado de la plebe Nazareno, y de, patria Galileo, hombre sedicioso, contrario de la ley de nuestro, Senado y del grande emperador Tiberio César. Y por la dicha mi sentencia determino que su muerte sea en cruz, fijado con clavos a usanza de reos; porque aquí, juntando y congregando cada día muchos hombres pobres y ricos, no ha cesado de remover tumultos por toda Judea, haciéndose Hijo de Dios y Rey de Israel, con amenazarles la ruina de esta tan insigne ciudad de Jerusalén y su templo, y del sacro Imperio, negando el tributo al César, y por haber tenido atrevimiento de entrar con ramos y triunfo con gran parte de la plebe dentro de la misma ciudad de Jerusalén y en el sacro templo de Salomón.

Mando al primer centurión, llamado Quinto Cornelio, que le lleve por la dicha ciudad de, Jerusalén a la vergüenza, ligado así como esta, azotado por mi mandamiento. Y séanle puestas sus vestiduras para que sea conocido de todos, y la propia cruz en que ha de ser crucificado. Vaya en medio de los otros dos ladrones por todas las calles públicas, que asimismo están condenados a muerto por hurtos y homicidios que han cometido, para, que de esta manera sea ejemplo de todas las gentes y malhechores.

Quiero asimismo y mando por esta mi sentencia, que después de haber así traído por las calles públicas a este malhechor, le saquen de la ciudad por la puerta Pagora, la que ahora es, llamada Antoniana, y con voz de pregonero que diga todas estas culpas en esta mi sentencia expresadas, le, lleven al monte que se dice Calvario, donde se acostumbra a ejecutar y hacer la justicia de los malhechores facinerosos, y allí fijado y crucificado en la misma cruz que llevare (como arriba se dijo), quede su cuerpo colgado entre los dichos dos ladrones. Y sobre la cruz, que es en lo más alto de ella, le sea puesto el título de su nombre en las tres lenguas que ahora más se usan; conviene a saber: hebrea, griega y latina, y que en todas ellas y cada una diga: ESTE ES JESUS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS, para que todos lo entiendan y sea conocido de todos.

Asimismo mando, so pena de perdición de bienes y de la vida y de rebelión al Imperio romano, que ninguno, de cualquiera estado y condición que sea, se atreva temerariamente a impedir la dicha justicia por mí mandada hacer, pronunciada, administrada y ejecutada con todo rigor, según los decretos y leyes romanas y hebreas. Año de la creación del mundo cinco mil doscientos treinta y tres, día veinticinco de marzo.

Pontius Pilatus Judex et Gubernator Galileae inferioris pro Romano Imperio qui supra propria manu.

 

CAPITULO XXIX

El camino del Calvario. Encuentro de la Madre y el Hijo. El Cirineo. -Hiel por bebida. – Crucifixión. – La cruz enarbolada. –El buen ladrón. – Consummatum est.

Leída la sentencia de Pilatos contra nuestro Salvador, que dejo referida, con alta voz en presencia de todo el pueblo, los ministros cargaron sobre los delicados y llagados hombros de Jesús la pesada cruz en que había de ser crucificado. Y para que la llevase le desataron las manos con que la tuviese, pero no el cuerpo, para que pudiesen ellos llevarle asido tirando de las sogas con que estaba ceñido; y para mayor crueldad le dieron con ellas a la garganta dos vueltas. Era la cruz, de quince pies en largo, gruesa y de madera muy pesada. Comenzó el pregón de la sentencia, y toda aquella multitud confusa y turbulenta de pueblo, ministros y soldados, con gran estrépito y vocería se movió con una, desconcertada procesión, para encaminarse por las calles de Jerusalén desde el palacio de Pilatos para el monte Calvario. Los ministros de la justicia, como desnudos de toda humana compasión y piedad, llevaban a nuestro Salvador con increíble crueldad y desacato. Tiraban unos de las sogas adelante para que apresurase el paso; otros para atormentarle tiraban atrás para detenerle. Y con estas violencias Y el grave peso de la cruz le obligaban y compelían a dar muchos vaivenes y caídas en el suelo. Y con los golpes que recibía de las piedras se le abrieron llagas, en particular dos en las rodillas, renovándosele todas las veces que repetía las caídas. Y el peso de la cruz le abrió de nuevo otra llaga en el hombro que se la cargaron. Y con los vaivenes, unas veces topaba la cruz contra la sagrada cabeza, y otras la cabeza contra la cruz, y las espinas de la corona le penetraban de nuevo con el golpe que recibía, profundándose más en lo que no estaba herido de la carne.

Entre la multitud de la gente partió la dolorosa y lastimada Madre de casa de Pilatos en seguimiento de su Hijo, acompañada de San Juan, de la Magdalena y las otras Marías. Y como el tropel de la confusa multitud los embarazaba para llegarse más cerca, pidió la Reina al eterno Padre le concediese estar al pie de la cruz en compañía de su Hijo, de manera que pudiese verle corporalmente; y ordenó también a los santos ángeles que dispusiesen ellos cómo aquello se ejecutase. Obedeciéronlá los ángeles, y con toda presteza encaminaron a su Reina y Señora por el atajo de una calle, por donde salieron al encuentro de su Hijo, y se vieron cara a cara Hijo y Madre, reconociéndose entrambos, y renovándose recíprocamente el dolor de lo que cada uno padecía; pero no se hablaron vocalmente, ni la fiereza de los ministros diera lugar para hacerlo. Mas la Madre adoró a su Hijo, afligido con el peso de la cruz; y con la voz interior le pidió, que pues ella no podía descansarle de la carga de la cruz, ni tampoco permitía que los ángeles lo hicieranse dignase su Potencia de poner en el corazón de aquellos ministros le diesen alguno que le ayudase a llevarla. Esta petición admitió Cristo, y de ella resultó el conducir a Simón Cirineo para que llevase la cruz con el Señor. Porque los fariseos y ministros se movieron para esto, unos de alguna natural humanidad., otros de temor que no acabase Cristo nuestro Señor la vida antes de llegar a quitársela en la misma cruz, porque iba muy desfallecido. A todo humano encarecimiento y discurso excede el dolor que la Madre Virgen sintió en este viaje del monte Calvario.

Seguían asimismo al Señor (como dice el evangelista San Lucas) con la turba de la gente popular otras muchas mujeres que se lamentaban y lloraban amargamente. Llegó en esta ocasión Simón Cirineo (llamado así porque era natural de Cireneo, ciudad de Libia, y venía a Jerusalén), que era padre de dos discípulos del Señor, llamados Alejandro y Rufo. A este Simón obligaron los judíos a que llevase la cruz parte del camino, sin tocarla ellos; porque se afrentaban de llegara ella, como instrumento del castigo de un hombre a quien justiciaban por malhechor insigne. Esto pretendían que todo el pueblo entendiese con aquellas ceremonias y cautelas. Tomó la cruz el Cirineo, y fue siguiendo a Jesús, que iba entre los dos ladrones para que todos creyesen era malhechor y facineroso como ellos. Iba la Madre de Jesús muy cerca, como lo había deseado y pedido al eterno Padre.

Llegó nuestro salvador, verdadero y nuevo Isaac, Hijo del Eterno Padre, al monte del sacrificio. Era el monte Calvario lugar inmundo y despreciado, como destinado para el castigo de los facinerosos y condenados, de cuyos cuerpos recibía mal olor y mayor ignominia. Llegó tan fatigado nuestro Jesús, que paree a todo transformado en llagas y dolores, cruentado, herido y desfigurado. Llegó también la dolorosa Madre llena de amargura a lo alto del Calvario muy cerca de su Hijo corporalmente; mas en el espíritu y dolores estaba como fuera de sí, porque se transformaba toda en su amado y en lo que padecía. Estaban con ella San Juan y las tres Marías; porque para esta sola y santa compañía, había pedido y alcanzado este gran favor de hallarse tan vecinos y presentes al Salvador y su cruz. La Madre conoció que los impíos ministros de la pasión intentaban dar al Señor la bebida del vino mirrado con hiel, Para añadir este nuevo tormento a nuestro Salvador, tomaron ocasión los judíos de la costumbre que tenían de dar a los condenados a muerte una bebida de vino fuerte y aromático, con que se confortasen los espíritus vitales, para tolerar con más esfuerzo los tormentos del suplicio, derivando esta piedad de lo que Salomón dejó escrito en los Proverbios: ‘Tales sidra a los que están tristes, y el vino a los que padecen amargura del, corazón». Esta bebida, que en los demás justiciados podía ser algún socorro y alivio, pretendió la pérfida crueldad de los impíos judíos conmutar en mayor pena con nuestro Salvador, dándosela amarguísima y mezclada con hiel, y que no tuviese en él otros efectos más que el tormento de la amargura. Conoció la divina Madre esta inhumanidad, y con maternal compasión y lágrimas oró al Señor, pidiéndole no la bebiese. Y Su Majestad, condescendiendo con la petición de su Madre, gustóla poción amarga y no la bebió.

Era ya la hora de sexta, que corresponde a la de mediodía, y los ministros de justicia, para crucificar desnudo al Salvador, le despojaron de la túnica inconsútil y vestiduras. Y como la túnica era cerrada y larga, desnudáronsela, para sacarla por la cabeza, sin quitarle la corona de espinas; y con la violencia que hicieron arrancaron la corona con la misma túnica con desmedida crueldad; porque le rasgaron de nuevo las heridas de su sagrada cabeza, y en algunas se quedaron las puntas de las espinas, que con ser tan duras y aceradas se rompieron con la fuerza que los verdugos arrebataron la túnica, llevando tras de sí la corona: la cual volvieron a fijar en la cabeza con impía crueldad, abriendo llagas sobre llagas. Renovaron junto con esto las de todo su cuerpo santísimo; porque en ellas estaba ya pegada la túnica, y el despegarla fue, como dice David, añadir de nuevo sobre el dolor de sus heridas. Cuatro veces desnudaron y vistieron en su pasión a nuestro Señor. La primera, para azotarle en la columna; la segunda, para ponerle la púrpura afrentosa; la tercera, cuando se la quitaron y le volvieron a vestir de su túnica; la cuarta fue ésta del Calvario, para no volverle a vestir; y en ésta fue más atormentado, porque las heridas fueron más, y su humanidad santísima estaba debilitada, y en el monte Calvario más desabrigado y ofendido del viento; que también tuvo licencia este elemento para afligirle en su muerte la destemplanza de frío.

A todas estas penas se añadía el dolor de estar desnudo en presencia de su Madre, de las devotas mujeres que le acompañaban y de la multitud de gente que allí estaba. Sólo reservó su poder los paños interiores que su Madre Santísima le había puesto debajo la túnica en Egipto; porque ni cuando le azotaron se los pudieron quitar los verdugos, ni tampoco se los desnudaron para crucificarle, y así fue con ellos al sepulcro; y esto se me ha manifestado muchas veces. No obstante que para morir Cristo en suma pobreza, y sin llevar ni tener consigo cosa alguna de cuantas era Criador y verdadero Señor, por su voluntad muriera totalmente desnudo y sin aquellos paños, si no interviniera la voluntad y petición de su Madre, que fue la que así lo pidió, y lo concedió nuestro Señor; porque satisfacía con este género de obediencia de hijo a la suma pobreza en que deseaba morir. Estaba la santa cruz tendida en tierra, y los verdugos prevenían lo demás necesario para crucificarle, como a los otros dos que juntamente habían de morir. Para señalar los barrenos de los clavos en la cruz, mandaron los verdugos con imperiosa soberbia al Criador del universo (¡oh temeridad formidable!) que se tendiese en ella, y el Maestro de la humildad obedeció sin resistencia. Pero ellos con inhumano y cruel instinto señalaron los agujeros, no iguales al sagrado cuerpo, sino más largos, para lo que después hicieron.

Esta nueva impiedad conoció la Madre, y fue una de las mayores aflicciones que padeció su corazón en toda la pasión; porque penetró los intentos depravados de aquellos ministros del pecado, y previno el tormento que su Hijo había de padecer para clavarle en la cruz. Pero no lo pudo remediar; porque el mismo Señor quería padecer también aquel trabajo por los hombres. Y cuando se levantó Su Majestad para que barrenasen la cruz, acudió la gran Señora, y le tuvo de un brazo y le, besó la mano. Dieron lugar a esto los verdugos, porque juzgaron que a la vista de su Madre se afligiría más el Señor; y ningún dolor que le pudieran dar le perdonaron. Pero no entendieron el misterio; porque no tuvo Su Majestad en su pasión otra causa de mayor consuelo como ver a su Madre, y la hermosura, de su alma, y en ella el retrato de sí mismo ,y el entero logro del fruto de su pasión y muerte; Y este gozo en algún modo confortó a Cristo en aquella hora.

Formados en la santa cruz los tres barrenos, mandaron los verdugos a Cristo Señor nuestro segunda vez que se tendiese sobre ella para clavarle. Y como artífice de la paciencia, obedeció y se puso en la cruz, extendiendo los brazos sobre el infeliz madero a la voluntad de los ministros de su muerte. Estaba Su Majestad tan desfallecido, desfigurado Y exangüe, que si en la impiedad ferocísima de aquellos hombres tuvieran algún lugar la natural razón y humanidad, no era posible que la crueldad hallara objeto en qué obrar entre la mansedumbre, humildad, llagas y dolores del inocente. Luego cogió la mano de Jesús uno de los verdugos, y asentándola sobre el agujero de la cruz, otro verdugo la clavó en él, penetrando a martilladas la palma del Señor con un clavo esquinado y grueso, Rompiéronse con él las venas y los nervios, y se desconcertaron los huesos de aquella mano sagrada que fabricó los cielos y cuanto tiene ser. Para clavarle la otra mano no alcanzaba el brazo al agujero; porque los nervios se le habían encogido, y de malicia le habían alargado el barreno, como arriba se dijo; y para remediar esta falta tomaron la misma cadena con que el Señor había estado preso desde el huerto, y argollándole la muñeca con el un extremo donde tenía una argolla como esposas, tiraron con inaudita crueldad del otro extremo, y ajustaron la mano con el barreno, y la clavaron con otro clavo. Pasaron a los pies, y puesto el uno sobre el otro, amarrándolos con la misma cadena y tirando de ella con gran fuerza y crueldad, los clavaron juntos con el tercer clavo, algo más fuerte que los otros. Quedó aquel sagrado cuerpo, en quien estaba unida la divinidad, clavado y fijo en la cruz, y aquella fábrica de sus miembros deificados, y formados por el Espíritu Santo, tan disuelta y desencuadernada, que se le pudieron contar los huesos, porque todos quedaron dislocados y señalados, fuera de su lugar natural. Desencajáronle los del pecho, de los hombros y espaldas, y todos se movieron de su lugar, cediendo a la violenta crueldad de los verdugos. No cabe en lengua ni discurso nuestro la ponderación de los dolores de nuestro Salvador en este tormento.

Fijado el Señor en la cruz, para que los clavos no soltasen al divino cuerpo, arbitraron los, ministros de la justicia redoblarlos por la parte que traspasaban el sagrado madero, y para ejecutarlo comenzaron a levantar la cruz para volverla, cogiendo debajo contra la tierra al mismo Señor crucificado. Esta nueva crueldad alteró a todos los circunstantes, y se levantó grande gritería en aquella turba, movida de compasión. Luego arrimaron la cruz con el Crucificado divino al agujero donde se habla de enarbolar. Y llegándose unos con los hombros y otros con alabardas y lanzas, levantaron al Señor en la cruz, fijándola en el hoyo que para esto habían abierto en el suelo. Quedó nuestra verdadera salud en el aire, pendiente del sagrado madero a vista de innumerable pueblo de diversas gentes y naciones. No quiero omitir otra crueldad que he conocido usaron con Su Majestad cuando le levantaron, que con las lanzas e instrumentos de armas le hirieron, haciéndole debajo los brazos profundas heridas, porque le fijaron los hierros en la carne para ayudar a levantarle en la cruz. Renovóse al espectáculo el vocerío del pueblo con mayores gritos y confusión. Los judíos blasfemaban, los compasivos se lamentaban, los extranjeros se admiraban; unos a otros se convidaban al espectáculo, otros no le podían mirar con el dolor; unos ponderaban el escarmiento en cabeza ajena, otros le llamaban justo, y toda esta variedad de juicios y palabras eran flechas para el corazón de la Madre.

El sagrado cuerpo derramaba mucha sangre de las heridas de los clavos, que con el peso y golpe de la cruz se estremeció, y se rompieron de nuevo las llagas, quedando más patentes las fuentes, a que nos convidó por Isaías para que fuésemos a coger de ellas con alegría las aguas con que apagar la sed y lavar las manchas de nuestras culpas. Nadie tiene excusa, si no se diere prisa, llegando a beber en ellas, pues se venden sin conmutación de plata ni oro y se dan de balde sólo por la voluntad de recibirlas. Crucificaron luego a los dos ladrones y fijaron sus cruces, la una a la mano derecha y la otra a la siniestra de nuestro Redentor, dándole el lugar del medio, como a quien reputaban por principal malhechor. Y olvidándose los pontífices y fariseos de los dos facinerosos, convirtieron todo su furor contra el Santo. Y moviendo las cabezas con escarnio y mofa, arrojaron piedras y polvo contra la cruz del Señor y contra su real persona. Decían: «¡ Ah, tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas! Sálvate ahora a ti mismo; a otros hizo salvos y a sí mismo no se puede salvar». Otros decían: «Si éste es Hijo de Dios, descienda ahora de la cruz y le creeremos». Los dos ladrones también se burlaban de Su Majestad al principio, y decían: «Si eres Hijo de Dios, Sálvate a ti mismo y a nosotros». Estas blasfemias de los ladrones fueron para el Señor de tanto mayor sentimiento, cuanto a ellos estaba más próxima la muerte, y perdían aquellos dolores con que morían y podía satisfacer en parte por sus delitos, castigados por la justicia, como luego lo hizo uno de ellos, aprovechando la ocasión más oportuna que tuvo pecador alguno del inundo.

Los soldados que crucificaron a Jesús nuestro Salvador, como ministros a quien tocaban los despojos del ajusticiado, trataron de dividir los vestidos del inocente. Y la capa o manto superior, que por divina, dispensación la llevaron al Calvario, la hicieron partes (ésta era la que se desnudó en la cena para lavar los pies a los Apóstoles) y la dividieron entre sí mismos, que eran cuatro. Pero la túnica inconsútil no quisieron dividirla, y echaron suertes sobre ella y la llevó a quien le tocó, cumpliéndose a la letra la profecía de David. Los misterios de no romper esta túnica declaran los Santos y Doctores, y uno de ellos fue significar cómo este hecho de los judíos, aunque rompieron con tormentos y heridas la humanidad santísima de Cristo nuestro bien, con que estaba, cubierta la divinidad; pero a ésta no pudieron ofenderla con la pasión ni tocar en ella.

Y como el madero de la santa cruz era el trono de la majestad real de Cristo y la cátedra de donde quería enseñar la ciencia de la vida, estando ya Su Majestad levantado en ella y confirmando la doctrina con el ejemplo, dijo aquella palabra en que comprendió la suma de la caridad y perfección: Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen. Conoció algo de este Sacramento uno de los dos ladrones llamado Dimas, ,y obrando al mismo tiempo la intercesión y oración de María, fue ilustrado interiormente para conocer a su Maestro en esta primera palabra, que habló en la cruz. Y movido con verdadero olor y contrición de sus culpas, se convirtió a su compañero, y le dijo: ¿Ni tú tampoco temes a Dios, que con estos blasfemos perseveras en la misma condenación?, Nosotros pagamos nuestro merecido; pero éste, que padece, con nosotros, no ha cometido culpa alguna. Y hablando luego a nuestro Salvador, le dijo: Señor, acuérdate de mí Mando llegareis a tu reino. En este felicísimo ladrón y en el Centurión y en los demás que confesaron a Cristo en la cruz se comenzaron a estrenar los efectos de la redención. Pero el mejor afortunado fue Dimas, que mereció oír la segunda palabra que dijo el Señor: De verdad te digo que hoy serás conmigo en el Paraíso. ¡Oh bienaventurado ladrón, que tú solo alcanzaste para ti tal palabra, deseada de todos los justos y santos de la tierra! No la pudieron oír los antiguos patriarcas y profetas, juzgándose por muy dichosos en bajar al Limbo y esperar largos siglos el Paraíso, que tú ganaste en un punto en que mudaste felizmente el oficio. Acabas ahora de robar la hacienda ajena y terrena, y luego arrebatas el cielo de las manos de su dueño.

Justificado el buen ladrón, volvió Jesús la vista a su Madre, que con San Juan estaba al pie de la cruz, y hablando con entrambos, dijo primero a su Madre: Mujer, ves ahí a tu hijo; y al Apóstol dijo también: Ves ahí a tu madre. Llamóla Su Majestad mujer y no madre, porque este nombre era de regalo y dulzura y que sensiblemente le podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso admitir esta consolación exterior, conforme por haber renunciado en ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra mujer, tácitamente y en su aceptación, dijo: «Mujer bendita entre todas las mujeres, la más prudente entre los hijos de Adán, mujer fuerte y constante, nunca vencida de la culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a quien las muchas aguas de mi pasión no pudieron extinguir ni contrastar. Yo me voy a mi Padre, y no puedo desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá y servirá como a madre y será tu hijo.» Todo esto entendió la Reina.

Llegábase ya la hora de nona del día, aunque por la obscuridad y turbación más parecía confusa noche, y nuestro Salvador Jesús habló la cuarta palabra desde la cruz en voz grande y clamorosa, que los circunstantes pudieron oír, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Estas palabras, aunque las dijo el Señor en su lengua hebrea, no todos las entendieron. Y porque la primera dicción dice Eli, Eli, pensaron algunos que llamaba a Elías, y otros, burlando de su clamor, decían: «Veamos si vendrá Elías a librarlo ahora de nuestras manos.”

Añadió, luego el Señor la quinta palabra, y dijo: Sed tengo. Pero los pérfidos judíos y verdugos, en testimonio de su dureza, ofrecieron al Señor con irrisión una esponja de vinagre y hiel sobre una caña y se la llegaron a la boca para que bebiese, cumpliendo la profecía de David, que dijo: En mi sed me dieron a, beber vinagre. Gustólo Jesús, y tomó algún trago en misterio de lo que toleraba la condenación de los réprobos; pero a petición de su Madre lo rehusó juego. Después, con el mismo misterio, pronunció el Salvador la sexta palabra: Consummatum est.

Acabada y puesta la obra de la Redención humana en su última perfección, dijo Cristo nuestro Salvador la última palabra: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Exclamó y pronunció el Señor estas palabras en voz alta y sonora, que la oyeron los presentes, y para decirlas levantó los ojos al cielo, como quien hablaba con su Eterno Padre, y en el último acento entregó su espíritu, volviendo a inclinar la cabeza.

 

CAPITULO XXX

Herida del costado. – La siente la Madre por el Hijo. – José y Nicodemus. – Desenclavo. – El sepulcro.

El evangelista San Juan dice que cerca de la cruz estaba María Santísima, Madre de Jesús, acompañada de María Cleofás y María Magdalena. Y aunque esto lo refiere de antes que expirase nuestro Salvador, se ha de entender que perseveró en pie, arrimada a la cruz, adorando en ella a su difunto Jesús, y a la divinidad siempre unida al sagrado cuerpo. Estaba asimismo cuidadosa cómo daría sepultura a su Hijo Santísimo, quién se le bajaría de la cruz, adonde siempre tenía levantados sus divinos ojos.

Vió luego el tropel de gente armada que venía encaminándose al monte Calvario; y creciendo el temor de algún nuevo oprobio contra el Redentor difunto, habló con San Juan y las Marías, y dijo: ¡Ay de mí, que se divide mi corazón en el pecho! ¿Por ventura no están satisfechos del haber muerto a mi hijo? ¿Si pretenden ahora alguna nueva ofensa? Era víspera de la gran fiesta del sábado de los judíos, y para celebrarla sin cuidado habían pedido a Pilatos licencia para quebrantar las piernas a los tres ajusticiados, con que acabasen de morir, los bajasen aquella tarde de las cruces y no quedasen en ellas el día siguiente. Con este intento llegó al Calvario aquella compañía de soldados que vio María. Y en llegando, como hallaron vivos a los ladrones, les quebrantaron las piernas, con que acabaron la vida. Pero llegando a Cristo, como le hallaron difunto, no le quebrantaron las piernas, cumpliéndose la misteriosa profecía del, Éxodo, en que mandaba Dios no quebrantasen los huesos del cordero figurativo, que comían la Pascua. Pero un soldado que se llamaba Longinos, arrimándose a la cruz de Cristo, le hirió con una lanza penetrándole su costado; y luego salió de la herida sangre y agua, como lo afirma San Juan que lo vio y dio testimonio de la verdad esta herida de la lanzada, que no pudo sentir el cuerpo sagrado y ya difunto de Cristo, sintió su Madre, recibiendo en su pecho el dolor, como si recibiera la herida.

Corría ya la tarde de aquel día de Parásceve, y la Madre aún no tenía certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por los medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de José Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran entrambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como a sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo y le reconocían por Maestro.

Era José justo en los ojos del Altísimo y en la estimación del pueblo noble, y decurión con oficio de gobierno, y del Consejo, como lo da a entender el Evangelio, que dice no consintió José en el Consejo ni obras de los homicidas de Cristo, a quien reconocía por verdadero Mesías. Y aunque hasta su muerte era José discípulo encubierto, pero en ella se manifestó. Y rompiendo el temor que antes tenía a la envidia de los judíos, y no reparando en el poder de los romanos, entró con osadía a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús, difunto en la cruz, para bajarle de ella y darle honrosa sepultura, afirmando que era inocente y verdadero Hijo de Dios.

Pilatos no se atrevió a negar a José lo que pedía, antes le dio licencia para que dispusiese del cuerpo de Jesús. Con este permiso salió José de casa del juez, y llamó a Nicodemus, que también era justo y sabio en las letras divinas y humanas, y en las Sagradas Escrituras. Estos dos varones con valeroso esfuerzo se resolvieron a dar sepultura a Jesús crucificado. Y José previno la sábana y sudario en que envolverle, y Nicodemus compró hasta cien libras de los aromas con que los judíos acostumbraban a ungir los difuntos de mayor nobleza. Con esta prevención, y de otros instrumentos, caminaron al Calvario, acompañados de sus criados y de algunas personas pías.

Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, y los animó y confortó; y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron las capas o mantos que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la cruz, y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndole.

Con esto comenzaron a disponer el descendimiento. Quitaron lo primero la corona de la sagrada cabeza, descubriendo las heridas y roturas que dejaba en ella muy profundas. Bajáronla con gran veneración y lágrimas, y la pusieron en manos de la Madre. Recibióla estando arrodillada, y la adoró, llegándola a su virginal rostro, y regándola con abundantes lágrimas, recibiendo con el contacto alguna parte de las heridas de las espinas.

Luego, a imitación de la Madre, las adoraron San Juan y la Magdalena con las Marías y otras piadosas mujeres y fieles que allí estaban; y lo mismo hicieron con los clavos. Para recibir la Señora el cuerpo difunto de su Hijo Santísimo, puesta de rodillas extendió los brazos con la sábana desplegada. San Juan asistió a la cabeza y la Magdalena a los pies, para ayudar a José y Nicodemus, y todos juntos con grande veneración y lágrimas le pusieron en los brazos de la Madre.

Este paso fue para Ella de igual compasión y regalo; porque el verle llagado y desfigurada aquella hermosura, mayor que la de todos los hijos de los hombres, renovó los dolores del corazón de la Madre, Y al tenerle en sus brazos y en su pecho le era de incomparable dolor, y juntamente de gozo, por lo que descansaba su ardentísimo amor con la posesión de su tesoro. Adoróle con supremo culto y reverencia, vertiendo lágrimas de sangre. Y todos, comenzando San Juan, fueron adorando el sagrado cuerpo por su orden. La prudentísima Madre le tenía en sus brazos asentada en el suelo para que todos le diesen adoración.

Gobernábase en todas estas acciones nuestra gran Reina con tan divina sabiduría y prudencia que a los hombres y a los ángeles era de admiración, porque sus palabras eran de gran ponderación, dulcísimas por la caricia y compasión de su difunta hermosura, tiernas por la lástima, misteriosas por lo que significaban y comprehendían. Ponderaba su dolor sobre todo lo que puede causarle a los mortales. Movía los corazones a compasión y lágrimas, ilustraba a todos para conocer el sacramento tan divino que trataba. Y sobre todo esto, sin exceder ni faltar en lo que debía, guardaba en el semblante una humilde majestad entre la serenidad de su rostro y dolorosa tristeza que padecía. Con esta variedad tan uniforme hablaba con su amabilísimo Hijo, con el Eterno Padre, con los ángeles, con los circunstantes y con todo el linaje humano por cuya redención se había entregado a la, pasión y muerte.

Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especies y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro, para llevarle al sepulcro. Levantaron el sagrado cuerpo San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte, Seguía la Madre acompañada de la Magdalena, de las Marías y las otras piadosas mujeres. Juntóse a más de estas personas gran número de fieles, que, movidos de la divina luz, vinieron al Calvario después de la lanzada.

Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado. En este felicísimo sepulcro pusieron el sagrado cuerpo de Jesús. Y antes de cubrirle con la lápida le adoró de nuevo la prudente y religiosa Madre, y luego unos y otros la imitaron y todos adoraron al crucificado y sepultado Señor y cerraron el sepulcro con la lápida que, como dice el Evangelio, era muy grande.

Cerrado el sepulcro de Cristo, con el mismo silencio y orden que vinieron todos del Calvario se volvieron a él. Era ya tarde y caído el sol, y la Señora desde el Calvario se fue a recoger a la casa del cenáculo, adonde la acompañaron los que estuvieron al entierro; y dejándola en el cenáculo con San Juan, las Marías y otras compañeras, se despidieron de Ella los demás, y con grandes lágrimas y sollozos le pidieron les diese su bendición. Y la humildísima y prudentísima Señora les agradeció el obsequio que a su Hijo santísimo habían hecho y el beneficio que ella había recibido, y los despidió llenos de otros interiores y ocultos favores y de bendiciones de dulzura de su amable natural y piadosa humildad.

Los judíos, confusos y turbados de lo que iba sucediendo, fueron a Pilatos el sábado por la mañana, Y le pidieron, mandase guardar el sepulcro; porque Cristo a quien llamaron seductor había dicho y declarado que después de tres días resucitaría, y sería posible que sus discípulos robasen el cuerpo y dijesen .había resucitado. Pilatos contemporizó con esta maliciosa cautela, y les concedió las guardas que pedían, y las pusieron en el sepulcro. Pero los pérfidos pontífices sólo pretendían obscurecer el suceso que temían; como se conoció después cuando sobornaron a los guardas para que dijesen que no había resucitado Cristo Nuestro Señor, sino que le habían robado sus discípulos. Y como no hay consejo contra Dios, por este medio se divulgó más y se confirmó la resurrección.

Fuente: Vida de la Virgen María de Sor María de Jesús de Agreda

 
 


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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Visión de la preparación de la Pascua a la Institución de la Eucaristía, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

El relato de la “Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo” comienza con la Última Cena y concluye con la Resurrección. Narra la Pasión de Jesucristo a través de minuciosas descripciones concretas de personas, lugares y acontecimientos, por lo que resulta comprensible que este libro haya servido de inspiración para el director y actor Mel Gibson, a la hora de hacer su película «La Pasión de Cristo».

Cuenta el mismo Gibson que se encontraba rezando en su despacho tratando de ser iluminado sobre el guión de su película, cuando este libro de Ana Catalina se desprendió de la librería y cayó sobre su regazo, como una señal del cielo.

I. Preparación de la Pascua

Ayer tarde fue cuando tuvo lugar la última gran comida del Señor y sus amigos, en casa de Simón el Leproso, en Betania, en donde María Magdalena derramó por última vez los perfumes sobre Jesús.

Los discípulos habían preguntado ya a Jesús dónde quería celebrar la Pascua. Hoy, antes de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les dijo que cuando subieran al monte de Sión, encontrarían al hombre con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la última Pascua, en Betania, él había preparado la comida de Jesús: por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa y decirle: «El Maestro os manda decir que su tiempo se acerca, y que quiere celebrar la Pascua en vuestra casa». Después debían ser conducidos al Cenáculo, y ejecutar todas las disposiciones necesarias.

Yo vi los dos Apóstoles subir a Jerusalén; y encontraron al principio de una pequeña subida, cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les había designado: le siguieron y le dijeron lo que Jesús les había mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que la comida estaba ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemo); que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús. Este hombre era Elí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. Iba todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían hospedaje en la ciudad. Ese año había alquilado un Cenáculo que pertenecía a Nicodemo y a José de Arimatea. Enseñó a los dos Apóstoles su posición y su distribución interior.

II. El Cenáculo

Sobre el lado meridional de la montaña de Sión, se halla una antigua y sólida casa, entre dos filas de árboles copudos, en medio de un patio espacioso cercado de buenas paredes. Al lado izquierdo de la entrada se ven otras habitaciones contiguas a la pared; a la derecha, la habitación del mayordomo, y al lado, la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon con más frecuencia después de la muerte de Jesús. El Cenáculo, antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a los audaces capitanes de David: en el se ejercitaban en manejar las armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su permanencia en un lugar subterráneo. Yo he visto también al profeta Malaquías escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la Nueva Alianza.

Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas de ella; pero no tengo presente más que lo que he contado.

Este edificio estaba en muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemo y de José de Arimatea: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente y lo alquilaban para servir de Cenáculo a los extranjeros, que la Pascua atraía a Jerusalén. Así el Señor lo había usado en la última Pascua.

El Cenáculo, propiamente, está casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas poco elevadas. Al entrar, se halla primero un vestíbulo, adonde conducen tres puertas; después de entrar en la sala interior, en cuyo techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas, para la fiesta, hasta media altura, de hermosos tapices y de colgaduras.

La parte posterior de la sala está separada del resto por una cortina. Esta división en tres partes da al Cenáculo cierta similitud con el templo. En la última parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos necesarios para la celebración de la fiesta. En el medio hay una especie de altar; en esta parte de la sala están haciendo grandes preparativos para la comida pascual. En el nicho de la pared hay tres armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos para abrirlos y cerrarlos; vi toda clase de vasos para la Pascua; más tarde, el Santísimo Sacramento reposó allí.

En las salas laterales del Cenáculo hay camas en donde se puede pasar la noche. Debajo de todo el edificio hay bodegas hermosas. El Arca de la Alianza fue depositada en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Yo he visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también pasaban con frecuencia las noches en las laterales.

III. Disposiciones para el tiempo pascual

Vi a Pedro y a Juan en Jerusalén entrar en una casa que pertenecía a Serafia (tal era el nombre de la que después fue llamada Verónica). Su marido, miembro del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa atareado con sus negocios; y aun cuando estaba en casa, ella lo veía poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes: pues cuando el niño se quedó en el templo después de la fiesta, ella le dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí, entre otras cosas, el cáliz de que se sirvió el Señor para la institución de la Sagrada Eucaristía.

IV. El Cáliz de la santa Cena

El cáliz que los apóstoles llevaron de la casa de Verónica, es un vaso maravilloso y misterioso. Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado. Había sido vendido a un aficionado de antigüedades. Y comprado por Serafia había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa comunidad cristiana. El gran cáliz estaba puesto en una azafata, y alrededor había seis copas. Dentro de el había otro vaso pequeño, y encima un plato con una tapadera redonda. En su pie estaba embutida una cuchara, que se sacaba con facilidad.

El gran cáliz se ha quedado en la Iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo veo todavía conservado en esta villa: ¡aparecerá a la luz como ha aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo rodeaban; una de ellas está en Antioquía; otra en Efeso: pertenecían a los Patriarcas, que bebían en ellas una bebida misteriosa cuando recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces. El gran cáliz estaba en casa de Abraham: Melquisedec lo trajo consigo del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edificó después Jerusalén: él lo usó en el sacrificio, cuando ofreció el pan y el vino en presencia de Abraham, y se lo dejó a este Patriarca.

V. Jesús va a Jerusalén

Por la mañana, mientras los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una despedida tierna a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les dio algunas instrucciones. Yo vi al Señor hablar solo con su Madre; le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo que María Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne, y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de sí. Habló también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él.

Judas había ido otra vez de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos, y arregló la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de prender al Salvador. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos. Era activo y servicial; pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones.

Había hecho milagros y curaba enfermos en la ausencia de Jesús. Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que iba a suceder, Ella le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró mucho, pero estaba profundamente triste. El Señor le dio las gracias, como un hijo piadoso, por todo el amor que le tenía. Se despidió otra vez de todos, dando todavía diversas instrucciones.

Jesús y los nueve Apóstoles salieron a las doce de Betania para Jerusalén; anduvieron al pie del monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos. Dijo a los Apóstoles, entre otras cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su cara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía en amor, esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron; creyeron que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronunció en Betania y aquí.

Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de la ceremonia estaban ya en el vestíbulo. En seguida se fueron al valle de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los discípulos y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron después.

VI. Última Pascua

Jesús y los suyos comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos: el Salvador con los doce Apóstoles en la sala del Cenáculo; Natanael con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce tenían a su cabeza a Eliazim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí: había sido discípulo de San Juan Bautista.

Se mataron para ellos tres corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los Apóstoles. Judas ignoraba esta circunstancia; continuamente ocupado en su trama, no había vuelto cuando el sacrificio del cordero; vino pocos instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a Jesús y a los Apóstoles fue muy tierno; se hizo en el vestíbulo del Cenáculo. Los Apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el salmo CXVIII. Jesús habló de una nueva época que comenzaba. Dijo que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir verdaderamente de la casa de servidumbre.

Los vasos y los instrumentos necesarios fueron preparados. Trajeron un cordero pequeñito, adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima al sitio donde estaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado, con la espalda sobre una tabla, por el medio del cuerpo: me recordó a Jesús atado a la columna y azotado.

El hijo de Simeón tenía la cabeza del cordero. El Señor lo picó con la punta de un cuchillo en el cuello, y el hijo de Simeón acabó de matarlo. Jesús parecía tener repugnancia de herirlo: lo hizo rápidamente, pero con gravedad; la sangre fue recogida en un baño, y le trajeron un ramo de hisopo que mojó en la sangre. En seguida fue a la puerta de la sala, tiñó de sangre los dos pilares y la cerradura, y fijó sobre la puerta el ramo teñido de sangre. Después hizo una instrucción, y dijo, entre otras cosas, que el ángel exterminador pasaría más lejos; que debían adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando Él fuera sacrificado, a Él mismo, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el fin del mundo.

Después se fueron a la extremidad de la sala, cerca del hogar donde había estado en otro tiempo el Arca de la Alianza. Jesús vertió la sangre sobre el hogar, y lo consagró como un altar; seguido de sus Apóstoles, dio la vuelta al Cenáculo y lo consagró como un nuevo templo. Todas las puertas estaban cerradas mientras tanto.

El hijo de Simeón había ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de adelante estaban atadas a un palo puesto al revés; las de atrás estaban extendidas a lo largo de la tabla. Se parecía a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos traídos del templo. Los convidados se pusieron los vestidos de viaje que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco parecido a una camisa, y una capa más corta de adelante que de atrás; se arremangaron los vestidos hasta la cintura; tenían también unas mangas anchas arremangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba reservada: los discípulos en las salas laterales, el Señor con los Apóstoles en la del Cenáculo. Según puedo acordarme, a la derecha de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al extremo de la mesa, Bartolomé; y a la vuelta, Tomás y Judas Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta, Mateo y Felipe.

Después de la oración, el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para cortar el cordero, una copa de vino delante del Señor, y llenó seis copas, que estaban cada una entre dos Apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió; los Apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor partió el cordero; los Apóstoles presentaron cada uno su pan, y recibieron su parte. La comieron muy de prisa, con ajos y yerbas verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose sólo un poco sobre el respaldo de su silla. Jesús rompió uno de los panes ácimos, guardó una parte, y distribuyó la otra. Trajeron otra copa de vino; y Jesús decía: «Tomad este vino hasta que venga el reino de Dios». Después de comer, cantaron; Jesús rezó o enseñó, y habiéndose lavado otra vez las manos, se sentaron en las sillas.

Al principio estuvo muy afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico, y les dijo: «Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está conmigo en esta mesa». Había sólo un plato de lechuga; Jesús la repartía a los que estaban a su lado, y encargó a Judas, sentado en frente,
que la distribuyera por su lado. Cuando Jesús habló de un traidor, cosa que espantó a todos los Apóstoles, dijo: «Un hombre cuya mano está en la misma mesa o en el mismo plato que la mía», lo que significa: «Uno de los doce que comen y beben conmigo; uno de los que participan de mi pan». No designó claramente a Judas a los otros, pues meter la mano en el mismo plato era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería darle un aviso, pues, que metía la mano en el mismo plato que el Señor para repartir lechuga. Jesús añadió: «El hijo del hombre se va, según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido».

Los Apóstoles, agitados, le preguntaban cada uno: «Señor, ¿soy yo?», pues todos sabían que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús, tenía miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha de Jesús, y, como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se recostó sobre su seno, y le dijo: «Señor, ¿quién es?». Entonces tuvo aviso que quería designar a Judas. Yo no vi que Jesús se lo dijera con los labios: «Este a quien le doy el pan que he mojado». Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando el Señor mojó el pedazo de pan con la lechuga, y lo presentó afectuosamente a Judas, que preguntó también: «Señor, ¿soy yo?». Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta en términos generales. Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo hizo con una afección cordial, para avisar a Judas, sin denunciarlo a los otros; pero éste estaba interiormente lleno de rabia. Yo vi, durante la comida, una figura horrenda, sentada a sus pies, y que subía algunas veces hasta su corazón. Yo no vi que Juan dijera a Pedro lo que le había dicho Jesús; pero lo tranquilizó con los ojos.

VII. El lavatorio de los pies

Se levantaron de la mesa, y mientras arreglaban sus vestidos, según costumbre, para el oficio solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le pidió que trajera agua al vestíbulo, y salió de la sala con sus criados. De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad. No puedo decir con exactitud el contenido de su discurso. Me acuerdo que habló de su reino, de su vuelta hacia su Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos. Enseñó también sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación. Yo comprendí que esta instrucción se refería al lavatorio de los pies; vi también que todos reconocían sus pecados y se arrepentían, excepto Judas.

Este discurso fue largo y solemne. Al acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al vestíbulo, y dijo a los Apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo. Él se fue al vestíbulo, y se puso y ciñó una toalla alrededor del cuerpo. Mientras tanto, los Apóstoles se decían algunas palabras, y se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el Señor tenía un pensamiento secreto, y que quería hablar de un triunfo terrestre que estallaría en el último momento.

Estando Jesús en el vestíbulo, mandó a Juan que llevara un baño y a Santiago un cántaro lleno de agua; en seguida fueron detrás de él a la sala en donde el mayordomo había puesto otro baño vacío.

Entró Jesús de un modo muy humilde, reprochando a los Apóstoles con algunas palabras la disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras cosas, que Él mismo era su servidor; que debían sentarse para que les lavara los pies. Se sentaron en el mismo orden en que estaban en la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua del baño que llevaba Juan; con la extremidad de la toalla que lo ceñía, los limpiaba; estaba lleno de afección mientras hacía este acto de humildad.

Cuando llegó a Pedro, éste quiso detenerlo por humildad, y le dijo: «Señor, ¿Vos lavarme los pies?». El Señor le respondió: «Tú no sabes ahora lo que hago, pero lo sabrás mas tarde». Me pareció que le decía aparte: «Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y por eso edificaré sorbe ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi fuerza acompañará a tus sucesores hasta el fin del mundo». Jesús lo mostró a los Apóstoles, diciendo: «Cuando yo me vaya, él ocupará mi lugar». Pedro le dijo: «Vos no me lavaréis jamás los pies». El Señor le respondió: «Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo». Entonces Pedro añadió: «Señor, lavadme no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús respondió: «El que ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero no todos». Estas palabras se dirigían a Judas. Había hablado del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra, se ensucian constantemente si no se tiene una grande vigilancia. Este lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución. Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación demasiado grande de su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para salvarlo, se humillaría hasta la muerte ignominiosa de la cruz.

Cuando Jesús lavó los pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acercó la cara a sus pies; le dijo en voz baja, que debía entrar en sí mismo; que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó y le dijo: «Judas, el Maestro te habla». Entonces Judas dio a Jesús una respuesta vaga y evasiva, como: «Señor, ¡Dios me libre!». Los otros no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hablaba bastante bajo para que no le oyeran, y además, estaban ocupados en ponerse su calzado. En toda la pasión nada afligió más al Salvador que la traición de Judas. Jesús lavó también los pies a Juan y a Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que serví a los otros era el mayor de todos; y que desde entones debían lavarse con humildad los pies los unos a los otros; en seguida se puso sus vestidos. Los Apóstoles desataron los suyos, que los habían levantado para comer el cordero pascual.

VIII. Institución de la Sagrada Eucaristía

Por orden del Señor, el mayordomo puso de nuevo la mesa, que había lazado un poco: habiéndola puesto en medio de la sala, colocó sobre ella un jarro lleno de agua y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a buscar al cáliz que habían traído de la casa de Serafia. Lo trajeron entre los dos como un Tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había sobre ella una fuente ovalada con tres panes asimos blancos y delgados; los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había guardado de la Cena pascual: había también un vaso de agua y de vino, y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido y la tercera vacía.

Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse. Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo.

El Señor estaba entre Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo le vi explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa.

Sacó del azafate, en el cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Luego sacó los panes asimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso a derecha y a izquierda las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y los óleos, según yo creo: elevó con sus dos manos la patena, con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomó después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita : entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa.

Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos. No me acuerdo si este fue el orden exacto de las ceremonias: lo que sé es que todo me recordó de un modo extraordinario el santo sacrificio de la Misa.

Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; les dijo que les iba a dar todo lo que tenía, es decir, a Sí mismo; y fue como si se hubiera derretido todo en amor. Le volverse transparente; se parecía a una sombra luminosa. Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo y lo echó en el cáliz. Oró y enseñó todavía: todas sus palabras salían de su boca como el fuego de la luz, y entraban en los Apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente: yo los vi a todos penetrados de luz; Judas solo estaba tenebroso.

Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; en seguida hizo señas a Judas que se acercara: éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a Él. Yo estaba tan agitada, que no puedo expresar lo que sentía. Jesús le dijo: «Haz pronto lo que quieres hacer». Después dio el Sacramento a los otros Apóstoles. Elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los Apóstoles, que bebieron dos a dos en la misma copa. Yo creo, sin estar bien segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No volvió a su sitio, sino que salió en seguida del Cenáculo. Los otros creyeron que Jesús le había encargado algo.

El Señor echó en un vasito un resto de sangre divina que quedó en el fondo del cáliz; después puso sus dedos en el cáliz, y Pedro y Juan le echaron otra vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros Apóstoles. En seguida limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el resto de la sangre divina, puso encima la patena con el resto del pan consagrado, le puso la tapadera, envolvió el cáliz, y lo colocó en medio de las seis copas. Después de la Resurrección, vi a los Apóstoles comulgar con el resto del Santísimo Sacramento. Había en todo lo que Jesús hizo durante la institución de la Sagrada Eucaristía, cierta regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro estaban llenos de majestad. Vi a los Apóstoles anotar alguna cosa en unos pedacitos de pergamino que traían consigo.

IX. Instituciones secretas y consagraciones

Jesús hizo una instrucción particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían, por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuándo debían comer el resto de las especies consagradas, cuándo debían dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Consolador. Les habló después del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite y de bálsamo. Enseñó cómo se debía hacer esa mezcla, a qué partes del cuerpo se debía aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable: puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos sobre ese punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los Reyes, y dijo que aun los Reyes inicuos que estaban ungidos, recibían de la unción una fuerza particular.

Después vi a Jesús ungir a Pedro y a Juan: les impuso las manos sorbe la cabeza y sobre los hombros. Ellos juntaron las manos poniendo el dedo pulgar en cruz, y se inclinaron profundamente delante de Él, hasta ponerse casi de rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que aquello permanecería hasta el fin del mundo. Santiago el Menor, Andrés, Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo la consagración. Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que llevaba al cuello, y a los otros se la colocó sobre el hombro derecho.

Yo vi que Jesús les comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no sé explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían el pan y el vino y darían la unción a los Apóstoles. Me fue mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo, Pedro y Juan impusieron las anos a los otros Apóstoles, y ocho días después a muchos discípulos. Juan, después de la Resurrección, presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima. Esta circunstancia fue celebrada entre los Apóstoles. La Iglesia no celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante. Los primeros días después de Pentecostés yo vi a Pedro y a Juan consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde, los otros hicieron lo mismo.

El Señor consagró también el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales. Todo lo que hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en secreto. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades.

Cuando estas santas ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte mas retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina, y desde entonces fue el santuario. José de Arimatea y Nicodemus cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los Apóstoles. Jesús hizo todavía una larga instrucción, y rezó algunas veces. Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: estaba lleno de entusiasmo y de amor. Los Apóstoles, llenos de gozo y de celo, le hacían diversas preguntas, a las cuales respondía. La mayor parte de todo esto debe estar en la Sagrada Escritura.

El Señor dijo a Pedro y a Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros Apóstoles, y estos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para estos conocimientos. Yo he visto siempre así la Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción antes era tan grande, que mis percepciones no podían ser bien distintas: ahora lo he visto con más claridad. Se ve el interior de los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador: se sabe todo lo que va a suceder. Como sería posible observar exactamente todo lo que no es más que exterior, se inflama uno de gratitud y de amor, no se puede comprender la ceguedad de los hombres, la ingratitud del mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo conforme a las prescripciones legales. Los fariseos añadían algunas observaciones minuciosas.

Extracto realizado por corazones.org

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La Virgen María en la Pascua

La Virgen vivió en el misterio pascual de Cristo porque los preanunció como el acontecimiento salvífico de Jesús.

María vivió de modo perenne el misterio pascual que Simeón le había profetizado. El mismo evangelio recuerda algunas estaciones del vía crucis de María: duda de José sobre su maternidad parto, en Belén, huida a Egipto, pérdida de Jesús en el templo, no aceptación por parte de Jesús en el desarrollo de su apostolado, estando en el calvario a los pies de la cruz.

 

1. ESPIRITUALIDAD PASCUAL

Si deseamos descubrir la nota primaria de la santidad de María, es necesario que la busquemos en la palabra (sobre todo en Juan y Lucas). Lucas nos presenta a María en el momento en que el Verbo comienza en la tierra su misión salvífica. La condición mesiánica de Jesucristo asoma entre aspectos no claramente comprensibles. Es natural que su misma madre no consiga siempre entender (Lc 2,50) y que, en virtud de la actitud pública adoptada por Jesús, se vea ella contestada entre sus parientes (Mc 6,4). Lucas habla de María que crece por el amor que profesaba a su Hijo y por la gracia del Espíritu; la describe en su progresiva conformación con Jesús redentor (Lc 1,38 2,35; 11,28). Juan, en cambio, se preocupa de indicarnos el camino que la comunidad apostólica sigue para comprender, amar y participar en el misterio pascual de Cristo. Presenta a la Virgen unida más que nadie a Jesús, totalmente empeñado en hacer de su hora la hora de la comunidad creyente. Y, con Jesús y en Jesús, también María pasa de Cristo como persona física a Cristo como persona eclesial (Jn 19,25ss), de una maternidad física a una maternidad espiritual y pascual respecto a la iglesia (Jn 16,21).

Lucas y Juan, aunque en perspectivas diversas, proponen la espiritualidad de María dentro del misterio pascual de Cristo. El haber sido concebida inmune del pecado original no impide que esté siempre necesitada de ser redimida, bien porque tenía una naturaleza humana marcada por las consecuencias del pecado (como en Cristo, 2Cor 5,21), bien sobre todo para renacer como Espíritu comunicable con la vida divina. La Virgen inmaculada pudo vivir como dolorosa en plena solidaridad con Cristo redentor y con nosotros, pecadores penitentes.

La Virgen vivió la participación virtuosa en el misterio pascual de Cristo con múltiples modalidades. Ante todo preanunció, a modo de signo y de símbolo, el acontecimiento salvífico de Jesús (Jn 2,1-11; LG 58). Por otra parte, es propio de toda alma unida a Cristo ser profeta del reino. Y esto más todavía para la persona virgen. En segundo lugar, María convivió la experiencia pascual singular que Cristo iba realizando para la salvación de la humanidad. La espiritualidad de María no es autónoma; es puro reflejo de la espiritualidad pascual de Jesús. Cuando en la anunciación le dice María al ángel: «¿Cómo es posible? No conozco varón» (Lc 1,34), no objeta propiamente el hecho de su virginidad, sino que pregunta cómo puede participar en la historia de la salvación. El ángel le recuerda que el acontecimiento salvífico es la manifestación de la omnipotencia divina: «Nada es imposible para Dios» (Lc 1,37).

A veces nos sentimos propensos a imaginar a María como ejemplar de una vida íntima, concentrada toda en la esfera privada, deseosa de ocultarse. Sin embargo, los relatos del nacimiento y de la infancia de Jesús —referidos por Lucas tal como María misma los refirió (Lc 1-2)— muestran que María vivía su existencia en una dimensión profético-salvifica, visión salvífica que explota en el Magnificat. Al hacerse enteramente disponible a la gracia pascual de Cristo, mostró que aspiraba de modo profundo a vivir para la santificación de todas las almas. Como Jesús y en Jesús, vivió en servicio de holocausto por todos nosotros (cf LC 60).

M/DOLOROSA: El misterio pascual de Cristo lo vivió María no solamente por los otros, sino fundamentalmente también para hacer resurgir su ser virginal a la vida nueva según el espíritu. Éste es el sentido de la profecía de Simeón: «Y una espada traspasará tu alma» (Lc/02/35). La existencia humana de la Virgen debe ser desgarrada y destruida para resucitar con Jesús.

El evangelio nos recuerda un aspecto de la experiencia personal de María: en su maternidad. La Virgen concibió y experimentó la progresiva separación de Jesús de su existencia como un morir progresivo según la carne para renacer según el espíritu. Separación inicial en el nacimiento (Lc 2,7), acentuada cuando Jesús niño muestra la independencia natural de su edad, pero para ejercer tareas que su Padre le había asignado (Lc 2,41ss): con el bautismo recibido de Juan abandona definitivamente la casa familiar (Lc 3,21ss); separación que se consuma con la muerte de Jesús en la cruz, en la cual él confía su madre al discípulo predilecto (Jn 19,26s). En correspondencia con este progresivo morir al vínculo físico con Jesús (kénosis mariana), María lleva a cabo una unión y uniformidad correspondiente con Jesús como Espíritu resucitado. La Virgen tuvo en perenne gestación al Señor, desde una procreación física a una procreación pneumática. Jesús mismo invitó explícitamente a su madre a introducirse en esta maternidad salvifico-pascual. Cuando le dicen a Jesús que «su madre, sus hermanos y hermanas» le llaman (Mc 3,31-32), él precisa: mi madre es aquella que «hace la voluntad de Dios» (Mc 3,33-35; Lc 11,27-28). En las bodas de Caná Jesús rechaza la pretensión de María de querer basarse en su maternidad humana («Mujer, ¿qué hay entre tú y yo?», Jn 2,4). Al morir en la cruz, le reconoce que con su participación en su misterio pascual ha adquirido una maternidad eclesial (Jn 19,26-27).

María vivió de modo perenne el misterio pascual que Simeón le había profetizado con claridad (Lc 2,22s). El mismo evangelio se apresura a recordarnos algunas estaciones del vía crucis de María: duda de José sobre su maternidad parto, en Belén, huida a Egipto, pérdida de Jesús en el templo, no aceptación por parte de Jesús en el desarrollo de su apostolado, a los pies de la cruz. Verdaderamente María vivió el «misterio de la redención con él y bajo él, por la gracia de Dios omnipotente» (LC 56). Esta vida suya tejida de vía crucis es la que la piedad popular ha venerado e imitado sobre todo en María madre dolorosa, aunque resulta para nosotros inefable su resurgir según el Espíritu de Cristo, resurgir realizado progresivamente ya en su vida terrena.

EI hecho de que María fuera introducida a vivir con Cristo y en Cristo el misterio pascual nos ayuda a comprender lo que para ella significó ser proclamada kejaritoméne (Lc 1j28.35-46), es decir, objeto por excelencia de la benevolencia de Dios. Ella fue privilegiada por puro don de Dios en participar de modo singular en el misterio pascual del Señor. Esta es su grandeza primaria (LG 65). Verdaderamente fue la madre que se asoció a Cristo en su nacer como Espíritu resucitado. En ese sentido, los padres (san Agustín, Sermo 215,4: PL 38,1074; san León, Sermo I in nativitate 1: PL 54,191) y el Vat II (LG 64) han afirmado que María concibió a Jesús antes «en su espíritu que en su seno».

V-ESPIRITUAL/QUE-ES: Precisamente porque la espiritualidad de María se centró de modo singular en la participación de la existencia pascual de Cristo, es «evidentemente maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos» (MC 21). Vida espiritual significa dejar que el misterio pascual nos impregne hasta hacernos seres pneumatizados.
Si nos transformamos así, somos como aferrados por el Espíritu de Cristo; nos hacemos dóciles a sus carismas. La Virgen, por el hecho de estar inmersa en el misterio pascual del Señor, fue enteramente pneumatizada, o sea, hecha totalmente disponible para ser del todo poseída en su ser humano por el Espíritu Santo. Luis M. de Montfort observa M/ES: «He dicho que el Espíritu de María es el Espíritu de Dios. Ella, en efecto, no se dejó nunca conducir por su propio espíritu, sino siempre por el Espíritu de Dios, el cual se hizo su dueño hasta el punto de convertirse en el espíritu mismo de María». María nos enseña y nos educa para adherirnos a Dios en Cristo, hasta convertirnos en un solo Espíritu con el Señor. Ella fue dirigida por el Espíritu, porque ya en la tierra se dejó animar íntimamente por el misterio pascual del Señor.

 

2. VIRTUDES EVANGÉLICAS

El evangelio nos ha indicado la opción fundamental de la vida espiritual de María: sumergirse cada vez más en la economía pascual salvífica hasta ser del todo dócil al Espíritu de Cristo que obraba en ella. La cristiandad primitiva, para evidenciar que María había vivido una experiencia espiritual caracterizada por el continuo pasar del vivir según la carne al vivir según el espíritu, solía afirmar que la misma madre de Jesús había tenido imperfecciones (así Mt 12,45ss; Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Basilio, Crisóstomo, Efrén y Cirilo de Alejandría). Sucesivamente, la reflexión teológica eclesial consigue conciliar la concepción inmaculada de María con su inevitable experiencia pascual. Reconoce que María es toda santa; desde su concepción está inmune de cualquier culpa. Con todo, siendo de carne, no podía considerarse salvada (o sea, hecha partícipe de la vida divina bienaventurada) a menos de resucitar como espíritu. Recibe la gracia de ser espíritu participando en el misterio pascual de Cristo.

La Virgen, para favorecer la obra del misterio pascual en su ser personal, se abandonó totalmente al Espíritu. Ello le fue posible porque creó el vacío en sí misma, se constituyó en «la pobre de Yavé» (Lc 1,38), enteramente dispuesta a dejarse instruir por el Espíritu (Jn 16,13). Por eso el ángel Gabriel se presenta de modo diferente a Zacarías y a ella (Lc 1,1ss). Zacarías tiene una visión solemne exterior del ángel, «como acaece a tantos otros santos de la antigua alianza. En el relato de la anunciación a María no se habla de una visión exteriorizada; no es que el ángel no fuera visible…, sino que María no creyó deber precisar esta aparición… Es en lo interior de su ser donde María encuentra verdaderamente a su Dios; sólo su palabra es importante, y no la aparición visible de su mensajero».

Ser evangélicamente pobre significó para María ser humilde ante Dios y afable en relación con los hombres. Permaneció humilde ante Dios Padre, reconociendo que cuanto tenía era todo don divino gratuito. Pudo recibir tanto porque fue consciente de no valer nada por sí misma: Dios «ha mirado la bajeza de su esclava» (Lc 1,48). María lee toda su experiencia espiritual a la luz de la pobreza, de acuerdo con la ley de Dios que «confunde a los engreídos en el pensamiento de sus corazones y levanta a los humildes» (Lc 1,51s). Porque es la pobre de Yavé, supo ser también amable con los demás. No maldijo ante el hijo crucificado, sino que se asoció a él como corredentora corresponsable.

M/FE: María se hizo disponible al Espíritu no sólo a través del estado de sierva humilde, sino también mediante el ejercicio cada vez más perfecto de las virtudes teologales. Para ella, vivir las virtudes teologales significó abandonarse al Espíritu pascual del Señor. Ante todo, la Virgen tuvo una alta experiencia de la virtud de la fe, concentrada fundamentalmente en la capacidad salvífica del misterio pascual de Cristo. Esta fe, además de estar basada en el misterio pascual, se fue desarrollando según la evolución pascual de kénosis-glorificación. El Vat II habla de «peregrinación de la fe» en María (LC 58) ya que la profundizó entre oscuridades, y quizá entre alguna inquietud de duda. No se trata de dudas pecaminosas acerca de la fe, sino al modo de la «noche oscura» propia de las almas místicas. Estamos ante una constante y profunda purificación pascual de la fe en María. En el encuentro de Jesús en el templo Lucas dice de José y María: «Y ellos no comprendieron» (Lc/02/50; cf 1,34). También en relación con el apostolado discutido de Jesús observa Marcos: «Oyendo esto los suyos, salieron para llevárselo con ellos, pues decían: Está fuera de si (…). Llegaron la madre y los parientes de Jesús y, quedándose fuera, lo mandaron llamar» (Mc 3,21.31). Madurando en la fe, María supo romper las limitaciones de su racionalidad abriéndose a la luz del Espíritu; dejándose «reformar mediante la renovación del entendimiento», supo «distinguir cuál era la voluntad de Dios» (Rm 12,2). Cuando alcance una cierta maduración pascual de la fe, igual que los apóstoles lo «comprenderá retrospectivamente todo» acerca de su vida y de Jesús. Por esta fe fue llamada María dichosa por el ángel (Lc 1,35), por su prima Isabel (Lc 1,45) y por el mismo Jesús (Lc 11, 28). Fe que crecerá en ella hasta saber expresarse «con los ojos de la Paloma».

María se afirmó como la mujer rica en esperanza. Una esperanza no centrada en su futuro personal propio ni en su ámbito familiar, sino abierta a la liberación de los pobres y de los explotados dentro de la amplia perspectiva salvífica mesiánica. Es la alegría de descubrir a Dios presente en la historia humana y dedicado a completar su creación; es el júbilo que María proclama en el himno sublime del Magnifica’ (Lc 1,46-55) Representar a María como el ejemplar de la mujer dócil, que se somete pasivamente a las injusticias, que se muestra insensible en medio de las situaciones deshumanizadoras, «es una forma de seducción, una manipulación calculada del espíritu». En un canto popular resuena la afirmación: «María, nuestra esperanza». La virgen María es el símbolo en el que se retraduce el deseo revolucionario de los pobres en sentido humano y espiritual. Pecadores, pobres, marginados, afligidos ven en María el ejemplar de una vida nueva de bien, activa y heroica, que va más allá de toda utilidad personal. «No me sorprende, pues, que las insignias bajo las cuales frecuentemente se han reunido los indios y los campesinos a lo largo del curso de la historia revolucionaria de Méjico hayan sido las de una mujer, nuestra Señora de Guadalupe».

M/VIRGEN: María es «modelo y ejemplar acabadísimo» no sólo de la fe y de la esperanza, sino sobre todo de la caridad (LG 53.63). Por vivir unida al misterio pascual de Cristo, pasó a un amor cada vez más genuinamente caritativo. El amor del Espíritu se hizo en ella hasta tal punto presente, que al final su ser carnal ya no supo sobrevivir. Murió de amor. Su misma virginidad no fue otra cosa que amar a Dios en Cristo con un corazón indiviso. Virginidad como experiencia perenne de perfecta caridad. Fue la mujer de un único amor; amor de alcance pneumático. Su misma concepción materna fue virginal en cuanto que confirmó y profundizó su perfecta caridad en Dios (cf san Agustín: PL 38,1074; san León M.: PL 54,191B). En este sentido escribía san Agustín: «Si un Dios debe nacer, no puede nacer más que de una virgen; y si una virgen debe engendrar, no puede engendrar más que a un Dios» (De Trinitate 13: PL 18,23). Su virginidad (como expresión de amor caritativo total) fue profundizándose a medida que su ser se volvió resucitado en Cristo, hasta convertirse en «virgen inefable» cuando resucitó a la vida bienaventurada. La virginidad es el estado de amor caritativo, propio de todos los resucitados a la vida bienaventurada (Lc 20,34ss; Mc 12,25; Mt 22,30); es ser antorcha viviente que arde con la luz y el calor del Espíritu.

La caridad divina, tal como se manifestó en el Verbo encarnado, es donación total al servicio de los otros (cf IJn 4,8.16). «El mayor sea como el que sirve» (Lc 22,26; Jn 13,13). Es el modo como María vivió y sigue viviendo su caridad, de suerte que se puede autodenominar «esclava del Señor» (Lc 1,38.48; cf LG 55), que se da toda al servicio de Dios Padre y de los hombres. Los estados virtuosos evangélicos (pobreza, fe, esperanza y caridad), por haber sido vividos por la Virgen en perspectiva esencialmente pascual, se manifestaron en una clara dimensión eclesial. Fueron proféticos y, a la vez, altamente expresivos de la experiencia virtuosa que caracterizó a la iglesia apostólica. Y si estos estados virtuosos tuvieron en María también momentos de angustiosa fragilidad, fue siempre para testimoniar el futuro peregrinar doloroso y pascual del pueblo de Dios.

  

María en el itinerario Espiritual de la iglesia y del cristiano

1. MARÍA, MODELO ESPIRITUAL ECLESIAL DEL CRISTIANO

Para comprender cualquier espiritualidad cristiana, y también la de María, debemos meditarla en el contexto del misterio pascual. Meditando la existencia de María a la luz del misterio pascual, se ve que la Virgen es engendrada como criatura nueva por el único mediador, Jesús (LG 60). Conforme Jesús avanzaba en experiencia pascual, engendraba de modo paralelo según el Espíritu a su madre. Ya Dante pudo invocarla como «hija de tu Hijo» (Paraíso 33,1). Y puesto que aquel al que el Espíritu del Señor redime es elevado a instrumento generador del Cristo total, María misma «cooperó con su caridad al nacimiento de los fieles en la iglesia» (san Agustín, De virginitate 6: PL 40,399; LG 53). Ella es la «madre de los vivientes» (Epifanio, Haeret. 78,18: PG 42,728-729 LG 56). Como María, también la iglesia —por el hecho de haber sido engendrada por el Espíritu de Cristo— igualmente «engendra a una vida nueva e inmortal a sus hijos’ (LC 64): «no cesa nunca de engendrar en su corazón al Logos» integral (Hipólito De Antichristo 61 GCS 1,2,41). He ahí por qué «María significa iglesia» (Isidoro de Sevilla. Alegorías 139: PL 83, 117C).

Nosotros, como miembros de la iglesia viva, somos asimilados a María, modelo de la iglesia. Debemos estar disponibles para dejarnos regenerar de un modo total por el Espíritu (cf san lldefonso, De virginitate perpetua sanctae Maríae 12; PL 96,106; León Magno, Sermo 26,2: PL 54,2138) y, juntamente, sentirnos corresponsables con el Espíritu de Cristo en hacer resurgir a nosotros mismos y a los demás a la vida nueva del amor. «Toda alma lleva en sí como en un seno materno a Cristo» (Gregorio Nac., De caeco et Zachaeo 4: PG 59,605. Cf san Ambrosio, De virginitate 4,20: PL 16,271B). «Son mi madre, dice el Señor (Mt 12,50; Mc 3,34), los que cada día me engendran en el corazón de los fieles» (Rábano Mauro, Comm. in Mt. 4.12: PL 107,937D). En el aspecto espiritual, verdaderamente «María se ha convertido en iglesia y en toda alma creyente» (Ruperto de Deutz: PL 169,1061D). En virtud de su participación en el misterio pascual, toda la iglesia y cada uno de sus miembros están llamados a desarrollar una espiritualidad mariana, y esa espiritualidad se concreta primeramente en practicar y experimentar una maternidad pascual hacia el Cristo total. Isaac de Stella dice de María y de la iglesia: «Una y otra son madres de Cristo, pero ninguna de ellas lo engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (Sermo Ll In assumptione B. Maríae: PL 194,1863). «Aquélla (María) llevó la vida en el seno, ésta (la iglesia) la lleva en la onda bautismal. En los miembros de aquélla fue plasmado Cristo, en las aguas de ésta fue revestido Cristo» (Liber mozarabicus sacramentorum).

También nosotros, lo mismo que ocurre en María y en la iglesia, vivimos contemporáneamente una filiación y maternidad pascuales en relación con el Cristo total. Nuestra maternidad pascual no consiste en una generación físico-espiritual como en María, ni sacramental como en la iglesia, sino que es experiencial-eclesial. «Los bautizados llevan en sí las características, el tipo y el carácter viril de Cristo porque la imagen exacta del Logos se imprime en ellos y en ellos se genera. Y esto mediante la perfección en la fe y en el conocimiento, de suerte que en cada uno es engendrado Cristo espiritualmente. Por eso se dice que la iglesia está grávida y grita con dolores de parto (Ap 12,2), a fin de que de este modo cada uno de los santos sea engendrado como Cristo mediante su participación en su Espíritu» (Metodio de Filipos, Symposion V111, 8: GCS 90). En el mismo sentido de generación pascual y eclesial interpretaba también san Pablo su acción pastoral: «Sufro dolores de parto hasta que se forme Cristo en vosotros» (Gál 4,19).

Llamados a insertarnos en el contexto de la espiritualidad pascual vivida por María y la iglesia, debemos deducir de esta misma espiritualidad las características fundamentales de nuestra vida cristiana. Ante todo, la espiritualidad pascual mariano-eelesial nos invita a tender hacia el Cristo total resucitado. «En la virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de él» (MC 25). En la tendencia a uniformarnos con Cristo aparece no sólo nuestra conformidad espiritual con María, sino también nuestra diferenciación de ella. María «se asemejó plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan» (LG 59). Por eso la veneramos como asunta. «En la asunción se nos manifiesta el sentido y el destino del cuerpo santificado por la gracia. En el cuerpo glorioso de María la creación material comienza a tener parte en el cuerpo resucitado de Cristo. María asunta es la integridad humana, en cuerpo y alma, que reina ahora intercediendo por los hombres peregrinos en la historia». En María encontramos la máxima densidad cristológico-histórico-salvifica; ella es el signo escatológico de la iglesia peregrina en la tierra; es el anticipo de la iglesia celeste (cf LG 62). María es el signo de nuestro futuro definitivo salvífico en Cristo. «Se puede decir que en la asunción de nuestra Señora el mundo ha sido como perfeccionado, alcanzando su meta: la sabiduría (de Dios) ha sido justificada en sus obras» (Mt 1 1, 19).

María, además de testimoniar nuestro futuro último en el Cristo total, coopera a actualizarlo en nosotros. Respecto a nosotros, enredados en las debilidades mundanas (LG 8), ella se constituye en intercesora. María se ofrece no tanto a escuchar las súplicas por determinados favores nuestros terrenos cuanto a favorecer nuestro ser de resucitados en el Espíritu de Cristo. Su escucha de las invocaciones no es más que el ejercicio de su maternidad pascual en favor de nuestra formación como cuerpo eclesial de Cristo. En segundo lugar, la espiritualidad mariana y eclesial se caracteriza por estar toda ella impregnada de amor caritativo. La caridad distingue la nueva vida resucitada en Cristo es el modo concreto de ser ya desde el presente partícipes de la vida divina. La misma virginidad de María no es otra cosa que una irradiación en todo su ser de una existencia altamente caritativa: es la disposición de su ser total a dejarse amar y amar sin límites a todo y a todos en el Señor. La virginidad en María es el signo que testimonia cómo Dios lleva a cabo el acontecimiento salvífico no mediante el eros sino mediante el ágape. La iglesia (y nosotros en ella), viviendo la maternidad sacramental al modo de María, está llamada a ser el amor virginal a Dios y a los fieles, a ser el testigo terreno de la caridad divina vivida en y por Jesucristo.

María y la iglesia, por estar llamadas a recibir como don y a experimentar la misma caridad del Señor ejercitan su vida espiritual no en virtud propia, sino de Cristo. Están enteramente abandonadas a la acción saIvífica del Señor. La espiritualidad de maternidad mariano-eclesial está estructurada toda ella sobre la humildad del siervo inútil (Lc 17,10) Dios eligió lo necio del mundo» para llevar a cabo la salvación entre los hombres (cf ICor 1,28).

En el aspecto espiritual es posible invertir lo que acabamos de decir. En vez de partir de la espiritualidad de la virgen María para comprender nuestra espiritualidad en dimensión eclesial, se puede descubrir en la espiritualidad de la Virgen proclamada y venerada en un periodo dado el reflejo de la vivencia Espiritual y eclesial existente. Nos inclinamos a ver en María cuanto anhelamos ser según el Espíritu. Así María revela aquellos valores evangélicos que el Espíritu va sugiriendo y orientando dentro del pueblo de Dios. La Virgen se nos presenta como la manifestación genuina viviente de lo que el pueblo fiel se siente llamado a ser por vocación cristiana en un determinado tiempo. En concreto, se podría afirmar que si las iglesias -católica, oriental ortodoxa y evangélica luterana- conciben de modo parcialmente diverso la espiritualidad de María, ello depende de cómo esas mismas iglesias conciben y viven su misión salvífica en Cristo. Una iglesia, en su misma manera de presentar la espiritualidad corredentora de María, de modo consciente o inconsciente, se describe y presenta con ello a sí misma.

 

2. EXPERIENCIA DE ESPIRITUALIDAD MARIANA EN EL CULTO

La acción litúrgica es anuncio de perspectiva espiritual que debemos adquirir, y contemporáneamente fuente de gracia para realizar cuanto se ha contemplado en la fe (cf SC 10). Captar en su significado la oración litúrgica es precisar la espiritualidad a que tiende la comunidad eclesial entera; y, al mismo tiempo, es testimoniar fe en que tal espiritualidad es predispuesta dentro de nosotros por la acción sacramental de la iglesia. Cuando celebramos la liturgia mariana, no nos limitamos a complacernos en las perfecciones espirituales presentes en la Virgen, sino que al mismo tiempo proclamamos la forma ideal según la cual la comunidad eclesial se va comprometiendo en realizarse. El culto a la Virgen proclama de hecho a María como icono escatológico de la iglesia, y al mismo tiempo es oración al Señor para que actúe esa espiritualidad en la comunidad eclesial (LG 62).

La oración mariana en sí misma está centrada toda ella en un contenido esencial propio. Pide insistentemente al Señor que uniforme enteramente a la comunidad eclesial con su madre; invoca al Espíritu a fin de que derrame el poder pascual generador de María en toda la asamblea orante; suplica al Padre que la caridad pascual de la Virgen pueda ser comunicada al cuerpo eclesial. El culto mariano es «hacer memoria» a Dios Padre de las grandezas que ha obrado en María; es suplicarle para que extienda a nosotros la misma caridad pascual que concedió a la Virgen: es un deseo de poder orar al Señor dentro de la oración practicada por María para atraer al Espíritu Santo a nuestra existencia.

M/DEVOCION: Dentro del fondo cultual mariano, se pueden dar diversas formas de oración. Así, p. ej., en los padres la oración mariana era preferentemente un modo de detenerse a contemplar a María considerada como el designio concreto de la salvación operada por Cristo en la humanidad. En los tiempos medievales se prefería orar a la Virgen estimando que la presentación de su ser nuevo resucitado al Señor era suficiente para obtener una gracia semejante también para nosotros. Al presente, el culto mariano desearía estar todo él inmerso en la historia salvífica, al modo como se estructura el mismo Magnificat. La iglesia actual desea continuar la oración de la Virgen, la cual elevó un himno de gloria al Padre por la presencia en ella del Verbo encarnado. La iglesia tributa alabanza a Dios, que le ha concedido el don de comunicarle el Espíritu de Cristo En este sentido, el Vat II ha afirmado: «La verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la madre de Dios y excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (LG 67).

El florecimiento de la piedad mariana en formas variopintas en la historia eclesial significa que la comunidad cristiana ha ido tomando conciencia en María y con María de algunas perfecciones evangélicas, deseando su adquisición incluso a través de la acción litúrgica. Si esa piedad mariana ha cometido excesos entre el pueblo fiel, es señal del gran enamoramiento que ha nutrido hacia la madre celeste a la luz del evangelio. Los creyentes, al admirar la grandeza de lo humano resucitado en la Virgen, ha sentido confianza ilimitada en su bondad intercesora (cf Dante, Paraíso 33,14ss).

La acción pastoral debería no sólo encaminar a los fieles a una oración teológicamente apropiada hacia la Virgen de modo que aparezca centrada en Cristo (LG 60; MC 2), sino hacer además que se convierta en una eficaz iniciación de vida espiritual del modo como fue experimentada por María. A este fin se sugieren algunas modalidades apropiadas que se han de observar durante la oración mariana: permanecer a la escucha de la palabra y en disponibilidad a la gracia del Señor; introducirse en la oración como en una ofrenda personal al Espíritu de Cristo; dejar transformar nuestra existencia estando y viviendo en comunión eucarística con Jesucristo. De otra forma no seremos auténticos generadores de Cristo en nosotros, como María, sino que provocaremos «un aborto» (como se expresaba san Ambrosio).

 

Espiritualidad mariana para nuestro tiempo

De forma profética ha sentenciado la MC (n. 37): «La lectura de las sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo». Verdaderamente, la comunidad cristiana piensa y contempla a la virgen María según las actuales exigencias espirituales; la siente vivir de manera eminente dentro de sus propias expectativas evangélicas (LG 53). A titulo de ejemplo. podemos recordar algún aspecto de la espiritualidad mariana como hoy es eclesialmente meditada y proclamada. Se siente la necesidad de vivir una espiritualidad que esté centrada en el Espíritu de Cristo (cf PO 18). La Virgen ayuda a comprender en concreto cómo una vivencia cristiana debe considerarse un don del Espíritu. «En ella la iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención» de Cristo (SC 103); a aquella que se ha transformado en espíritu en unión íntima con el Señor resucitado. La misma profundización de la devoción a la Virgen resulta únicamente posible a través de una acentuada unión de amor con el Señor.

La Virgen ayuda a imprimir una orientación espiritual a los actuales movimientos sociales de liberación. Su Magnificat es «el himno de una gran revolución de la esperanza»; es la incitación a derribar a los poderosos de sus tronos y a encumbrar a los oprimidos. La devoción mariana no se agota ya en la petición de gracias suscitando en los devotos una indolente pasividad frente a las situaciones desagradables; orienta para llevar a cabo una efectiva promoción humana en toda sociedad y para cada persona.

M/BELLEZA: María ofrece y comunica un valor salvífico al culto de la belleza. Por ella se puede verdaderamente creer que «la belleza salvará al mundo». Ella misma ha sido la obra maestra que Dios ha ejecutado como artista supremo de la belleza. Ella es el modelo de la hermosura en el que se inspira el Espíritu para completar la armonía del universo. La devoción a la Virgen ha otorgado el gusto por la belleza; ha dado la percepción concreta de una hermosura difundida en toda vivencia cristiana; ha despertado el gozo de una vida alegremente armoniosa; ha permitido a los creyentes poder asomarse a la vida virtuosa como a una luminosa experiencia de hermosura. El arte, que se ha desahogado pintando «hermosas vírgenes», no ha hecho más que presentar, concretada en un rostro celestial, la ascesis evangélica. La ascética, aunque no ha tratado en un capitulo aparte la belleza, sin embargo la ha hecho gustar y vivir implícitamente al inculcar la devoción a la Virgen. La misma iglesia, en la medida en que es imagen interior de María, es un ejemplar de belleza espiritual.

La devoción a la Virgen se ha vivido siempre como una integración afectiva que ha facilitado y sublimado el ejercicio de una continencia virtuosa, sobre todo en los célibes. Su dulce figura educa todavía hoy en la convivencia promiscua, serena y respetuosa; permite que en la sociedad se verifique un enriquecimiento recíproco intersexual; hace creíble que son «dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,8). Particularmente en nuestra época, en la que se comprende y aprecia mejor el valor del cuerpo difundido en nuestra convivencia, la Virgen es símbolo viviente de la comunicación corpórea del Espíritu.

Sobre todo la Virgen sabe presentarse como ejemplar para la misión espiritual que hoy la mujer está llamada a ejercer. Ayer, en armonía con el contexto sociocultural existente sobre la mujer, se encerró a la Virgen completamente en su pudor virginal, de suerte que san Ambrosio afirmaba de ella que, permaneciendo entre las paredes domésticas, «no salía de casa más que para ir al templo, e incluso entonces se hacia acompañar por los padres u otros parientes»; y ante el «aspecto de hombre (del ángel Gabriel) se sintió agitada por el temor» (De virginibus 11, 910: PL 16,221).

Hoy, el mismo magisterio eclesiástico nos invita a reconocer que María, «aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf Lc 1,5153)», debiendo reconocer «en María, que sobresale entre los humildes y los pobres de espíritu, una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio» (MC 37). Parafraseando una expresión de san Ambrosio, hemos de decir que toda mujer moderna debería considerar un honor ser identificada con María, puesto que está llamada a engendrar a la humanidad nueva según el Espíritu de Cristo.

Dado que la espiritualidad de María se ha concebido siempre como sumamente actual, es comprensible que las modernas corrientes espirituales se inspiren en la Virgen al proponer y vivir su propio ideal evangélico. Recordemos algún ejemplo. Los focolares, con su lema «vivir a María», invitan a perennizar hoy la misión de María: hacer nacer a Jesús en medio de los hombres. La renovación carismática ofrece la alabanza a María en la experiencia del Espíritu para renovar en sí mismos el pentecostés que los apóstoles recibieron como don cuando permanecieron unidos en el cenáculo orando con María. Las comunidades neocatecumenales se encaminan hacia la fe adulta madurada a la luz de la palabra según el paradigma mariano: vivir el bautismo hasta hacer nacer a Jesús en sí mismos, como ocurrió en María.

En conclusión, para la comunidad cristiana es signo de autenticidad evangélica vivir las expectativas de hoy según una entonación espiritual mariana; es un ofrecerse como María y en María a ser sacramento viviente del acontecimiento salvífico pascual del Señor.

T. GOFFI DICCIONARIO DE MARIOLOGIA

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Como manejarse con el Ayuno y la Abstinencia en Cuaresma

Guía práctica del acto penitencial.

 

Todos los viernes deben abstenerse de comer carne. Ayuno y abstinencia se guardarán el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Lo deben guardar personas entre 14 y 59 años, sanos y mientras no les afecte laboral y socialmente. Se especifica abajo que es el ayuno y que es lo permitido.

 

 

En Cuaresma y Semana Santa hay un énfasis especial en el Ayuno y la Abstinencia – como forma penitencial – entre los católicos, lo que genera una serie de dudas sobre cómo realizarla y sus bases espirituales.

Presentamos un material práctico para orientarse y enlaces a artículos de interés que explican la base espiritual, la sobrenatural, lo que ha hallado la ciencia sobre el ayuno y adicionalmente, ilustramos sobre los problemas que causa el comer mucho y la obesidad.

BASE DOCTRINAL Y BÍBLICA

Es una doctrina tradicional de la espiritualidad Cristiana que un componente del arrepentimiento, de alejarse del pecado y volverse a Dios, incluye alguna forma de penitencia, sin la cual al Cristiano le es difícil permanecer en el camino angosto y ser salvado

Ver: Jer 18:11, 25:5; Ez 18:30, 33:11-15; Jl 2:12; Mt 3:2; Mt 4:17; He 2:38

Cristo mismo dijo que sus discípulos ayunarían una vez que El partiera (Lc 5:35).

Algunos le dijeron: «Los discípulos de Juan ayunan a menudo y rezan sus oraciones, y lo mismo hacen los discípulos de los fariseos, mientras que los tuyos comen y beben.» Jesús les respondió: «Ustedes no pueden obligar a los compañeros del novio a que ayunen mientras el novio está con ellos. Llegará el momento en que les será quitado el novio, y entonces ayunarán (Lc 5:33-35)

La ley general de la penitencia, por ello, es parte de la ley de Dios para el hombre.

FORMAS DE PENITENCIA

La Iglesia por su parte ha especificado ciertas formas de penitencia, para asegurarse de que los Católicos hagan algo, como lo requiere la ley divina, y a la vez hacerle más fácil al Católico cumplir la obligación. El Código de Derecho Canónico de 1983 especifíca las obligaciones de los Católicos de Rito Latino (Los Católicos de Rito Oriental tienen sus propias prácticas penitenciales como se especifica en el Código Canónico de las Iglesias Orientales).

Canon 1250 En la Iglesia universal, son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de cuaresma.

Canon 1251 Todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad, debe guardarse la abstinencia de carne o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal; ayuno y abstinencia se guardarán el Miercoles de Ceniza y el Viernes Santo.

Canon 1252 La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno, a todos los mayores de edad, hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años. Cuiden sin embargo los pastores de almas y los padres de que también se formen en un auténtico espíritu de penitencia quienes, por no haber alcanzado la edad, no están obligados al ayuno o a la abstinencia.

Canon 1253 La Conferencia Episcopal puede determinar con más detalle el modo de observar el ayuno y la abstinencia, así como sustituirlos en todo o en parte por otras formas de penitencia, sobre todo por obras de caridad y prácticas de piedad.

La Iglesia tiene por lo tanto, dos formas oficiales de prácticas penitenciales (tres si se incluye el ayuno Eucarístico de una hora antes de la Comunión).

ABSTINENCIA

La ley de abstinencia exige a un Católico de 14 años de edad y hasta su muerte, a abstenerse de comer carne los Viernes en honor a la Pasión de Jesús el Viernes Santo.

La carne es considerada carne y órganos de mamíferos y aves de corral. También se encuentran prohibidas las sopas y cremas de ellos. Peces de mar y de agua dulce, anfibios, reptiles y mariscos son permitidos, así como productos derivados de animales como margarina y gelatina sin sabor a carne.

DEPENDE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL

Los Viernes fuera de Cuaresma, la Conferencia de Obispos de USA obtuvo permiso de la Santa Sede para que los Católicos en los Estados Unidos pudieran sustituir esta penitencia por un acto de caridad o algún otro de su propia escogencia. Ellos deben llevar a cabo alguna práctica de caridad o penitencia en estos Viernes.

Para la mayoría de las personas la práctica más sencilla para cumplir con constancia, sería la tradicional de abstenerse de comer carne todos los Viernes del año. En Cuaresma la abstinencia de comer carne los Viernes es obligatoria en Estados Unidos así como en otro lugar.

AYUNO

La ley de ayuno requiere que el Católico desde los 18 hasta los 59 años reduzca la cantidad de comida usual.

La Iglesia define esto como una comida más dos comidas pequeñas que sumadas no sobrepasen la comida principal en cantidad.

Este ayuno es obligatorio el Miercoles de Ceniza y el Viernes Santo. El ayuno se rompe si se come entre comidas o se toma algún líquido que es considerado comida (batidos, pero no leche). Bebidas alcoholicas no rompen el ayuno; pero parecieran contrarias al espíritu de hacer penitencia.

LOS EXCLUIDOS DEL AYUNO Y LA ABSTINENCIA

Aparte de los ya excluidos por su edad, aquellos que tienen problemas mentales, los enfermos, los frágiles, mujeres en estado o que alimentan a los bebés de acuerdo a la alimentación que necesitan para criar, obreros de acuerdo a su necesidad, invitados a comidas que no pueden excusarse sin ofender gravemente causando enemistad u otras situaciones morales o imposibilidad física de mantener el ayuno.

Aparte de estos requisitos mínimos penitenciales, los Católicos son motivados a imponerse algunas penitencias personales a sí mismos en ciertas oportunidades. Pueden ser modeladas basadas en la penitencia y el ayuno.

Una persona puede por ejemplo, aumentar el número de días de la abstención. Algunas personas dejan completamente de comer carne por motivos religiosos (en oposición de aquellos que lo hacen por razones de salud u otros). Algunas ordenes religiosas nunca comen carne. Igualmente, uno pudiera hacer más ayuno que el requerido.

La Iglesia primitiva practicaba el ayuno los Miércoles y Sábados.

Este ayuno podía ser igual a la ley de la Iglesia (una comida más otras dos pequeñas) o aún más estricto, como pan y agua.

 Este ayuno libremente escogido puede consistir en abstenerse de algo que a uno le gusta- dulces, refrescos, cigarillo, ese cocktail antes de la cena etc. Esto se le deja a cada individuo.

EL SENTIDO DE LA VOLUNTAD DE DIOS

Una consideración final. Antes que nada estamos obligados a cumplir con nuestras obligaciones en la vida.

Cualquier abstención que nos impida seriamente llevar adelante nuestro trabajo como estudiantes, empleados o parientes serían contrarias a la voluntad de Dios.

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El Ayuno En La Oración

Oración, Ayuno y Misericordia son Inseparables 

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Proponen combatir la obesidad estigmatizando a los gordos

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Fuentes: EWTN, Signos de estos Tiempos

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DEVOCIONES Y ORACIONES

Via Lucis

El Via Lucis, «camino de la luz» es una devoción reciente que puede complementar la del Via Crucis. En ella se recorren catorce estaciones con Cristo triunfante desde la Resurrección a Pentecostés, siguiendo los relatos evangélicos. Incluímos también la venida del Espíritu Santo porque, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «El día de Pentecostés, al término de las siete semanas pascuales, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina» (n.731).

La devoción del Via Lucis se recomienda en el Tiempo Pascual y todos los domingos del año que están muy estrechamente vinculados a Cristo resucitado.

CÓMO REZAR EL VIA LUCIS

Para rezar el Via Lucis, en que compartimos con Jesús la alegría de su Resurrección, proponemos un esquema similar al que utilizamos para rezar el Via Crucis:

»  Enunciado de la estación;

»  Presentación o monición que encuadra la escena;

»  Texto evangélico correspondiente, con la cita de los lugares paralelos (en las dos últimas estaciones hemos tomado el texto de los Hechos de los Apóstoles);

»  Oración que pretende tener un tono de súplica

Si se desea, después del enunciado de cada una de las estaciones, se puede decir:

V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya.
R/ Como anunciaron las Escrituras. Aleluya.
V/ Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.
R/ Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

ORACIÓN PREPARATORIA

Señor Jesús, con tu Resurrección triunfaste sobre la muerte y vives para siempre comunicándonos la vida, la alegría, la esperanza firme.

Tú que fortaleciste la fe de los apóstoles,
de las mujeres y de tus discípulos enseñándolos a amar con obras, fortalece también nuestro espíritu vacilante,para que nos entreguemos de lleno a Ti.

Queremos compartir contigo y con tu Madre Santísima la alegría de tu Resurrección gloriosa.

Tú que nos has abierto el camino hacia el Padre, haz que, iluminados por el Espíritu Santo, gocemos un día de la gloria eterna.

PRIMERA ESTACIÓN.
¡CRISTO VIVE!: ¡HA RESUCITADO!

En la ciudad santa, Jerusalén, la noche va dejando paso al Primer Día de la semana. Es un amanecer glorioso, de alegría desbordante, porque Cristo ha vencido definitivamente a la muerte. ¡Cristo vive! ¡Aleluya!

Del Evangelio según San Mateo 28, 1-7. (cf. Mc 16, 1-8; Lc, 24, 1-9; Jn 20, 1-2).

Comentario

En los sepulcros suele poner «aquí yace», en cambio en el de Jesús el epitafio no estaba escrito sino que lo dijeron los ángeles: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado» (Lc 24, 5-6).

Cuando todo parece que está acabado, cuando la muerte parece haber dicho la última palabra, hay que proclamar llenos de gozo que Cristo vive, porque ha resucitado. Esa es la gran noticia, la gran verdad que da consistencia a nuestra fe, que llena de una alegría desbordante nuestra vida, y que se entrega a todos: «hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Noticia» (1 Pe 4, 6), porque Jesús abrió las puertas del cielo a los justos que murieron antes que Él.

Cristo, que ha querido redimirnos dejándose clavar en un madero, entregándose plenamente por amor, ha vencido a la muerte. Su muerte redentora nos ha liberado del pecado, y ahora su resurrección gloriosa nos ha abierto el camino hacia el Padre.

Oración

Señor Jesús, hemos querido seguirte en los momentos difíciles de tu Pasión y Muerte, sin avergonzarnos de tu cruz redentora. Ahora queremos vivir contigo la verdadera alegría, la alegría que brota de un corazón enamorado y entregado, la alegría de la resurrección. Pero enséñanos a no huir de la cruz, porque antes del triunfo suele estar la tribulación. Y sólo tomando tu cruz podremos llenarnos de ese gozo que nunca acaba.

SEGUNDA ESTACIÓN.
EL ENCUENTRO CON MARÍA MAGDALENA.

María Magdalena, va al frente de las mujeres que se dirigen al sepulcro para terminar de embalsamar el cuerpo de Jesús. Llora su ausencia porque ama, pero Jesús no se deja ganar en generosidad y sale a su encuentro.

Del Evangelio según San Juan 20, 10-18 (cf. Mc 16, 9-11; Mt 28, 9-10).

Comentario

La Magdalena ama a Jesús, con un amor limpio y grande. Su amor está hecho de fortaleza y eficacia, como el de tantas mujeres que saben hacer de él entrega. María ha buscado al Maestro y la respuesta no se ha hecho esperar: el Señor reconoce su cariño sin fisuras, y pronuncia su nombre. Cristo nos llama por nuestros nombres, personalmente, porque nos ama a cada uno. Y a veces se oculta bajo la apariencia del hortelano, o de tantos hombres o mujeres que pasan, sin que nos demos cuenta, a nuestro lado.

María Magdalena, una mujer, se va a convertir en la primera mensajera de la Resurrección: recibe el dulce encargo de anunciar a los apóstoles que Cristo ha resucitado.

Oración

Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, la tradición cristiana nos dice que la primera visita de tu Hijo resucitado fue a ti, no para fortalecer tu fe, que en ningún momento había decaído, sino para compartir contigo la alegría del triunfo. Nosotros te queremos pedir que, como María Magdalena, seamos testigos y mensajeros de la Resurrección de Jesucristo, viviendo contigo el gozo de no separarnos nunca del Señor.

TERCERA ESTACIÓN.
JESÚS SE APARECE A LAS MUJERES

Las mujeres se ven desbordadas por los hechos: el sepulcro está vacío y un ángel les anuncia que Cristo vive. Y les hace un encargo: anunciadlo a los apóstoles. Pero la mayor alegría es ver a Jesús, que sale a su encuentro.

Del Evangelio según San Mateo 28, 8-10.

Comentario

Las mujeres son las primeras en reaccionar ante la muerte de Jesús. Y obran con diligencia: su cariño es tan auténtico que no repara en respetos humanos, en el qué dirán. Cuando embalsamaron el cuerpo de Jesús lo tuvieron que hacer tan rápidamente que no pudieron terminar ese piadoso servicio al Maestro. Por eso, como han aprendido a querer, a hacer las cosas hasta el final, van a acabar su trabajo. Son valientes y generosas, porque aman con obras. Han echado fuera el sueño y la pereza y, antes de despuntar el día, ya se encaminan hacia el sepulcro. Hay dificultades objetivas: los soldados, la pesada piedra que cubre la estancia donde está colocado el Señor. Pero ellas no se asustan porque saben poner todo en manos de Dios.

Oración

Señor Jesús, danos la valentía de aquellas mujeres, su fortaleza interior para hacer frente a cualquier obstáculo. Que, a pesar de las dificultades, interiores o exteriores, sepamos confiar y no nos dejemos vencer por la tristeza o el desaliento, que nuestro único móvil sea el amor, el ponernos a tu servicio porque, como aquellas mujeres, y las buenas mujeres de todos los tiempos, queremos estar, desde el silencio, al servicio de los demás.

CUARTA ESTACIÓN.
LOS SOLDADOS CUSTODIAN EL SEPULCRO DE CRISTO

Para ratificar la resurrección de Cristo, Dios permitió que hubiera unos testigos especiales: los soldados puestos por los príncipes de los sacerdotes, precisamente para evitar que hubiera un engaño.

Del Evangelio según San Mateo 28, 11-15.

Comentario

Los enemigos de Cristo quisieron cerciorarse de que su cuerpo no pudiera ser robado por sus discípulos y, para ello, aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y montando la guardia. Y son precisamente ellos quienes contaron lo ocurrido. Qué acertado es el comentario de un Padre de la Iglesia cuando dice a los soldados: «Si dormíais ¿por qué sabéis que lo han robado?, y si los habéis visto, ¿por qué no se lo habéis impedido?». Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.

En lugar de creer, los sumos sacerdotes y los ancianos quieren ocultar el acontecimiento de la Resurrección y, con dinero, compran a los soldados, porque la verdad no les interesa cuando es contraria a lo que ellos piensan.

Oración

Señor Jesús, danos la limpieza de corazón y la claridad de mente para reconocer la verdad. Que nunca negociemos con la ella para ocultar nuestras flaquezas, nuestra falta de entrega, que nunca sirvamos a la mentira, para sacar adelante nuestros intereses. Que te reconozcamos, Señor, como la Verdad de nuestra vida.

QUINTA ESTACIÓN.
PEDRO Y JUAN CONTEMPLAN EL SEPULCRO VACÍO

Los apóstoles han recibido con desconfianza la noticia que les han dado las mujeres. Están confusos, pero el amor puede más. Por eso Pedro y Juan se acercan al sepulcro con la rapidez de su esperanza.

Del Evangelio según San Juan 20, 3-10 (cf. Lc 24, 12).

Comentario

Pedro y Juan son los primeros apóstoles en ir al sepulcro. Han llegado corriendo, con el alma esperanzada y el corazón latiendo fuerte. Y comprueban que todo es como les han dicho las mujeres. Hasta los más pequeños detalles de cómo estaba el sudario quedan grabados en su interior, y reflejados en la Escritura. Cristo ha vencido a la muerte, y no es una vana ilusión: es un hecho de la historia, que va a cambiar la historia. Después de este hecho, el Señor saldría al encuentro de Pedro, como expresión de la delicadeza de su amor; y así, el que llegaría a ser Cabeza de los Apóstoles, y tendría que confirmarlos en la fe, recibió una visita personal de Jesús. Así nos lo cuenta Pablo y Lucas: «[Cristo] se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1 Cor 15, 5; cf. Lc 24, 34).

Oración

Señor Jesús, también nosotros como Pedro y Juan, necesitamos encaminarnos hacia Ti, sin dejarlo para después. Por eso te pedimos ese impulso interior para responder con prontitud a lo que puedas querer de nosotros. Que sepamos escuchar a los que nos hablan en tu nombre para que corramos con esperanza a buscarte.

SEXTA ESTACIÓN.
JESÚS EN EL CENÁCULO MUESTRA SUS LLAGAS A LOS APÓSTOLES

Los discípulos están en el Cenáculo, el lugar donde fue la Última Cena. Temerosos y desesperanzados, comentan los sucesos ocurridos. Es entonces cuando Jesús se presenta en medio de ellos, y el miedo da paso a la paz.

Del Evangelio según San Lucas 24, 36-43 (cf. Mc 16, 14-18; Jn, 20, 19-23).

Comentario

Cristo resucitado es el mismo Jesús que nació en Belén y trabajó durante años en Nazaret, el mismo que recorrió los caminos de Palestina predicando y haciendo milagros, el mismo que lavó los pies a sus discípulos y se entregó a sus enemigos para morir en la Cruz. Jesucristo, el Señor que es verdadero Dios y hombre verdadero. Pero los apóstoles apenas pueden creerlo: están asustados, temerosos de correr su misma suerte. Es entonces cuando se presenta en medio de ellos, y les muestra sus llagas como trofeo, la señal de su victoria sobre la muerte y el pecado. Con ellas nos ha rescatado. Han sido el precio de nuestra redención. No es un fantasma. Es verdaderamente el mismo Jesús que los eligió como amigos, y ahora come con ellos. El Señor, que se ha encarnado por nosotros, nos quiere mostrar, aún más explícitamente, que la materia no es algo malo, sino que ha sido transformada porque Jesús la ha asumido.

Oración

Señor Jesús, danos la fe y la confianza para descubrirte en todo momento, incluso cuando no te esperamos. Que seas para nosotros no una figura lejana que existió en la historia, sino que, vivo y presente entre nosotros, ilumines nuestro camino en esta vida y, después, transformes nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el tuyo.

SÉPTIMA ESTACIÓN.
EN EL CAMINO DE EMAÚS

Esa misma tarde dos discípulos vuelven desilusionados a sus casas. Pero un caminante les devuelve esperanza. Sus corazones vibran de gozo con su compañía, sin embargo sólo se les abren los ojos al verlo partir el pan.

Del Evangelio según San Lucas 24, 13-32

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día a una aldea llamada Emaús (…). Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo (…) Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, Él les hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron diciendo: «Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos.

Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció. Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»

(cf. Mc 16, 12-13)

Comentario

Los de Emaús se iban tristes y desesperanzados: como tantos hombres y mujeres que ven con perplejidad cómo las cosas no salen según habían previsto. No acaban de confiar en el Señor. Sin embargo Cristo «se viste de caminante» para iluminar sus pasos decepcionados, para recuperar su esperanza. Y mientras les explica las Escrituras, su corazón, sin terminar de entender, se llena de luz, «arde» de fe, alegría y amor. Hasta que, puestos a la mesa, Jesús parte el pan y se les abren la mente y el corazón. Y descubren que era el Señor. Nosotros comprendemos con ellos que Jesús nos va acompañando en nuestro camino diario para encaminarnos a la Eucaristía: para escuchar su Palabra y compartir el Pan.

Oración

Señor Jesús, ¡cuántas veces estamos de vuelta de todo y de todos! ¡tantas veces estamos desengañados y tristes! Ayúdanos a descubrirte en el camino de la vida, en la lectura de tu Palabra y en la celebración de la Eucaristía, donde te ofreces a nosotros como alimento cotidiano. Que siempre nos lleve a Ti, Señor, un deseo ardiente de encontrarte también en los hermanos.

OCTAVA ESTACIÓN.
JESÚS DA A LOS APÓSTOLES EL PODER DE PERDONAR LOS PECADOS.

Jesús se presenta ante sus discípulos. Y el temor de un primer momento da paso a la alegría. Va a ser entonces cuando el Señor les dará el poder de perdonar los pecados, de ofrecer a los hombres la misericordia de Dios.

Del Evangelio según San Juan 20, 19-23 (cf. Mc 16, 14; Lc 24, 36-45).

Comentario

Los apóstoles no han terminado de entender lo que ha ocurrido en estos días, pero eso no importa ahora, porque Cristo está otra vez junto a ellos. Vuelven a vivir la intimidad del amor, la cercanía del Maestro. Las puertas están cerradas por el miedo, y Él les va a ayudar a abrir de par en par su corazón para acoger a todo hombre. Durante la Última Cena les dio el poder de renovar su entrega por amor: el poder de celebrar el sacrificio de la Eucaristía. En estos momentos, les hace partícipes de la misericordia de Dios: el poder de perdonar los pecados. Los apóstoles, y con ellos todos los sacerdotes, han acogido este regalo precioso que Dios otorga al hombre: la capacidad de volver a la amistad con Dios después de haberlo abandonado por el pecado, la reconciliación.

Oración

Señor Jesús, que sepamos descubrir en los sacerdotes otros Cristos, porque has hecho de ellos los dispensadores de los misterios de Dios. Y, cuando nos alejemos de Ti por el pecado, ayúdanos a sentir la alegría profunda de tu misericordia en el sacramento de la Penitencia. Porque la Penitencia limpia el alma, devolviéndonos tu amistad, nos reconcilia con la Iglesia y nos ofrece la paz y serenidad de conciencia para reemprender con fuerza el combate cristiano.

NOVENA ESTACIÓN.
JESÚS FORTALECE LA FE DE TOMÁS

Tomás no estaba con los demás apóstoles en el primer encuentro con Jesús resucitado. Ellos le han contado su experiencia gozosa, pero no se ha dejado convencer. Por eso el Señor, ahora se dirige a él para confirmar su fe.

Del Evangelio según San Juan 20, 26-29

Comentario

Tomás no se deja convencer por las palabras, por el testimonio de los demás apóstoles, y busca los hechos: ver y tocar. Jesús, que conoce tan íntimamente nuestro corazón, busca recuperar esa confianza que parece perdida. La fe es una gracia de Dios que nos lleva reconocerlo como Señor, que mueve nuestro corazón hacia Él, que nos abre los ojos del espíritu. La fe supera nuestras capacidades pero no es irracional, ni algo que se imponga contra nuestra libertad: es más bien una luz que ilumina nuestra existencia y nos ayuda y fortalece para reconocer la verdad y aprender a amarla. ¡Qué importante es estar pegados a Cristo, aunque no lo sintamos cerca, aunque no lo toquemos, aunque no lo veamos!

Oración

Señor Jesús, auméntanos la fe, la esperanza y el amor. Danos una fe fuerte y firme, llena de confianza. Te pedimos la humildad de creer sin ver, de esperar contra toda esperanza y de amar sin medida, con un corazón grande. Como dijiste al apóstol Tomás, queremos, aún sin ver, rendir nuestro juicio y abrazarnos con firmeza a tu palabra y al magisterio de la Iglesia que has instituido, para que tu Pueblo permanezca en la verdad que libera.

DÉCIMA ESTACIÓN.
JESÚS RESUCITADO EN EL LAGO DE GALILEA

Los apóstoles han vuelto a su trabajo: a la pesca. Durante toda la noche se han esforzado, sin conseguir nada. Desde la orilla Jesús les invita a empezar de nuevo. Y la obediencia les otorga una muchedumbre de peces.

Del Evangelio según San Juan 21, 1-6a

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la rea a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor».

Comentario

En los momentos de incertidumbre, los apóstoles se unen en el trabajo con Pedro. La barca de Pedro, el pescador de Galilea, es imagen de la Iglesia, cuyos miembros, a lo largo de la historia están llamados a poner por obra el mandato del Señor: «seréis pescadores de hombres». Pero no vale únicamente el esfuerzo humano, hay que contar con el Señor, fiándonos de su palabra, y echar las redes. En las circunstancias difíciles, cuando parece que humanamente se ha puesto todo por nuestra parte, es el momento de la confianza en Dios, de la fidelidad a la Iglesia, a su doctrina. El apostolado, la extensión del Reino, es fruto de la gracia de Dios y del esfuerzo y docilidad del hombre. Pero hay que saber descubrir a Jesús en la orilla, con esa mirada que afina el amor. Y Él nos premiará con frutos abundantes.

Oración

Señor Jesús, haz que nos sintamos orgullosos de estar subidos en la barca de Pedro, en la Iglesia. Que aprendamos a amarla y respetarla como madre. Enséñanos, Señor, a apoyarnos no sólo en nosotros mismos y en nuestra actividad, sino sobre todo en Ti. Que nunca te perdamos de vista, y sigamos siempre tus indicaciones, aunque nos parezcan difíciles o absurdas, porque sólo así recogeremos frutos abundantes que serán tuyos, no nuestros.

UNDÉCIMA ESTACIÓN.
JESÚS CONFIRMA A PEDRO EN EL AMOR

Jesús ha cogido aparte a Pedro porque quiere preguntarle por su amor. Quiere ponerlo al frente de la naciente Iglesia. Pedro, pescador de Galilea, va a convertirse en el Pastor de los que siguen al Señor.

Del Evangelio según San Juan 21, 15-19.

Comentario

Pedro, el impulsivo, el fogoso, queda a solas con el Señor. Y se siente avergonzado porque le ha fallado cuando más lo necesitaba. Pero Jesús no le reprocha su cobardía: el amor es más grande que todas nuestras miserias. Le lleva por el camino de renovar el amor, de recomenzar, porque nunca hay nada perdido. Las tres preguntas de Jesús son la mejor prueba de que Él sí es fiel a sus promesas, de que nunca abandona a los suyos: siempre está abierta, de par en par, la puerta de la esperanza para quien sabe amar. La respuesta de Cristo, Buen Pastor, es ponerle a él y a sus Sucesores al frente de la naciente Iglesia, para pastorear al Pueblo de Dios con la solicitud de un padre, de un maestro, de un hermano, de un servidor. Así, Pedro, el primer Papa, y luego sus sucesores son «el Siervo de los siervos de Dios».

Oración

Señor Jesús, que sepamos reaccionar antes nuestros pecados, que son traiciones a tu amistad, y volvamos a Ti respondiendo al amor con amor. Ayúdanos a estar muy unidos al sucesor de Pedro, al Santo Padre el Papa, con el apoyo eficaz que da la obediencia, porque es garantía de la unidad de la Iglesia y de la fidelidad al Evangelio.

DUODÉCIMA ESTACIÓN.
LA DESPEDIDA: JESÚS ENCARGA SU MISIÓN A LOS APÓSTOLES

Antes de dejar a sus discípulos el Señor les hace el encargo apostólico: la tarea de extender el Reino de Dios por todo el mundo, de hacer llegar a todos los rincones la Buena Noticia.

Del Evangelio según San Mateo 28, 16-20. cf. Lc 24, 44-48.

Comentario

Los últimos días de Jesús en la tierra junto a sus discípulos debieron quedar muy grabados en sus mentes y en sus corazones. La intimidad de la amistad se ha ido concretando con la cercanía del resucitado, que les ha ayudado a saborear estos últimos instantes con Él. Pero el Señor pone en su horizonte toda la tarea que tienen por delante: «Id al mundo entero…». Ese es su testamento: hay que ponerse en camino para llevar a todos el mensaje que han visto y oído. Están por delante las tres grandes tareas de todo apóstol, de todo cristiano: predicar, hablar de Dios para que la gente crea; bautizar, hacer que las personas lleguen a ser hijos de Dios, que celebren los sacramentos; y vivir según el Evangelio, para parecerse cada día más a Jesús, el Maestro, el Señor.

Oración

Señor Jesús, que llenaste de esperanza a los apóstoles con el dulce mandato de predicar la Buena Nueva, dilata nuestro corazón para que crezca en nosotros el deseo de llevar al mundo, a cada hombre, a todo hombre, la alegría de tu Resurrección, para que así el mundo crea, y creyendo sea transformado a tu imagen.

DÉCIMOTERCERA ESTACIÓN.
JESÚS ASCIENDE AL CIELO

Cumplida su misión entre los hombres, Jesús asciende al cielo. Ha salido del Padre, ahora vuelve al Padre y está sentado a su derecha. Cristo glorioso está en el cielo, y desde allí habrá de venir como Juez de vivos y muertos.

De los Hechos de los Apóstoles 1, 9-11 (cf. Mc 16, 19-20; Lc 24, 50-53).

Comentario

Todos se han reunido para la despedida del Maestro. Sienten el dolor de la separación, pero el Señor les ha llenado de esperanza. Una esperanza firme: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Por eso los ángeles les sacan de esos primeros instantes de desconcierto, de «mirar al cielo». Es el momento de ponerse a trabajar, de emplearse a fondo para llevar el mensaje de alegría, la Buena Noticia, hasta los confines del mundo, porque contamos con la compañía de Jesús, que no nos abandona. Y no podemos perder un instante, porque el tiempo no es nuestro, sino de Dios, para quemarlo en su servicio.

Jesucristo ha querido ir por delante de nosotros, para que vivamos con la ardiente esperanza de acompañarlo un día en su Reino. Y está sentado a la derecha del Padre, hasta que vuelva al final de los tiempos.

Oración

Señor Jesús, tu ascensión al cielo nos anuncia la gloria futura que has destinado para los que te aman. Haz, Señor, que la esperanza del cielo nos ayude a trabajar sin descanso aquí en la tierra. Que no permanezcamos nunca de brazos cruzados, sino que hagamos de nuestra vida una siembra continua de paz y de alegría.

DÉCIMOCUARTA ESTACIÓN.
LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO EN PENTECOSTÉS

La promesa firme que Jesús ha hecho a sus discípulos es la de enviarles un Consolador. Cincuenta días después de la Resurrección, el Espíritu Santo se derrama sobre la Iglesia naciente para fortalecerla, confirmarla, santificarla.

De los Hechos de los Apóstoles 2, 1-4

Comentario

Jesús, el Hijo de Dios, está ya en el cielo, pero ha prometido a sus amigos que no quedarán solos. Y fiel a la promesa, el Padre, por la oración de Jesús, envía al Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Muy pegados a la Virgen, Madre de la Iglesia, reciben el Espíri tu Santo. Él es el que llena de luz la mente y de fuego el corazón de los discípulos para darles la fuerza y el impulso para predicar el Reino de Dios. Queda inaugurado el «tiempo de la Iglesia». A partir de este momento la Iglesia, que somos todos los bautizados, está en peregrinación por este mundo. El Espíritu Santo la guía a lo largo de la historia de la humanidad, pero también a lo largo de la propia historia personal de cada uno, hasta que un día participemos del gozo junto a Dios en el cielo.

Oración

Dios Espíritu Santo, Dulce Huésped del alma, Consolador y Santificador nuestro, inflama nuestro corazón, llena de luz nuestra mente para que te tratemos cada vez más y te conozcamos mejor. Derrama sobre nosotros el fuego de tu amor para que, transformados por tu fuerza, te pongamos en la entraña de nuestro ser y de nuestro obrar, y todo lo hagamos bajo tu impulso.

ORACIÓN FINAL

Señor y Dios nuestro,
fuente de alegría y de esperanza,
hemos vivido con tu Hijo los acontecimientos de su Resurrección y Ascensión hasta la venida del Espíritu Santo;
haz que la contemplación de estos misterios nos llene de tu gracia y nos capacite
para dar testimonio de Jesucristo
en medio del mundo.

Te pedimos por tu Santa Iglesia:
que sea fiel reflejo
de las huellas de Cristo en la historia y que, llena del Espíritu Santo,
manifieste al mundo los tesoros de tu amor,
santifique a tus fieles con los sacramentos y haga partícipes a todos los hombres
de la resurrección eterna.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Fuente: Manuel Martín, Alfonso Sánchez-Rey, J. Javier Romera en archimadrid.com



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A la Resurrección de Jesús DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones de Domingo de Resurrección

ORACIÓN I

¡Oh Alto y Glorioso Dios!
Mi vida es como una vidriera
iluminada por tu GRACIA multicolor.

Tú me has RESUCITADO
con Cristo, el Señor,
¡Aleluya!
Mi vida está con Él
escondida en Tí,
¡Aleluya!
Has sellado tu Alianza
de Amor y Vida conmigo,
¡Aleluya!
Nada podrá separarme jamás
de tu Amor,
¡Aleluya!
Hazme testigo fiel
de la Resurrección del Señor Jesús,
¡Aleluya!

Padre, renueva en mí tu Alianza
con el fruto de tu ALEGRÍA.

Texto: Hermanas clarisas de Huesca

 

ORACIÓN II

Te bendecimos, Señor, a ti que eres nuestra luz,
y te pedimos que este domingo que ahora empezamos
transcurra todo él consagrado a tu alabanza.

Tú que por la resurrección de tu Hijo quisiste iluminar el mundo,
haz que tu Iglesia difunda entre todos los hombres la alegría
pascual.

Tú que por el Espíritu de la verdad adoctrinaste a los discípulos de
tu Hijo,
envía este mismo Espíritu a tu Iglesia para que permanezca
siempre fiel a ti.

Tú que eres luz para todos los hombres, acuérdate de los que viven
aún en las tinieblas
y abre los ojos de su mente para que te reconozcan a ti, único
Dios verdadero.
Amen.

 

ORACIÓN III

Amaneció tu día, Señor,
y la esperanza
despunta otra vez
en cada corazón
como ansia apasionada
de vivir.

Tocan al vuelo las campanas,
todo es ya alegría,
un canto nuevo
se escucha en la armonía
de la Creación entera.

Si Tú vives, Señor,
si ya has vencido la muerte
que destruye nuestro ser;
ya podemos Señor,
vivir contigo
en un reino que no se acabará
ya tenemos el germen de la vida,
ya es nuestra hasta el fin
la eternidad.

 

ORACIÓN IV

Hoy es el sagrado día de pascua en que Jesús venciendo a la muerte
volvió a la vida para que nosotros tuviéramos VIDA en abundancia.

Como corresponde a una familia cristiana, imploremos la bendición divina.
sobre nuestra familia y nuestra casa
(digamos después de cada invocación)
«Bendícenos Señor porque somos tus hijos»

– Porque con la resurrección de Jesús venciste la muerte para siempre…
– Porque sellaste una alianza de amor con todo tu pueblo…
– Porque nos liberaste de la esclavitud del pecado…
– Porque nos diste la gracia de ser una familia cristiana…
– Porque prometiste a quienes te son fieles bendecir a los hijos de sus hijos…
– Porque nos das la oportunidad de renovar nuestras vidas en esta pascua…
– Porque nos permites ganar nuestro pan y nos colmas de tus bienes…
– Porque nos reanimas con tu ayuda en medio de las dificultades…
– Porque un día nos reunirás con los seres queridos en la mesa celestial…
¡JESUS resucitó! Amén.

 

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